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ArribaAbajoEl patio de correos

Madrid es la patria común, el lugar de cita para todos los españoles; las varias necesidades de la vida, el comercio, la industria, el lujo, la miseria, el afán de figurar, el deseo de descanso; tantos motivos, en fin, diversificados según las circunstancias de cada individuo, le conducen tarde o temprano a la capital del reino, y se tendría por muy infeliz el que una vez por lo menos en su vida no llegase a visitar este emporio de la hispana monarquía. Los habitantes de él pueden, pues, vivir seguros de ver pasar ante su vista, como en una linterna mágica, todas las notabilidades provinciales.

Si Madrid es el centro de España, y la Puerta del Sol lo es de Madrid, un escolástico sacará la consecuencia de que la Puerta del Sol es el punto central del reino. Es lo indudablemente, no tanto por su situación topográfica como por su vitalidad y movimiento. La memoria de este sitio es el primer pensamiento del forastero al dirigirse a Madrid, y no sería ridículo el que dos españoles que se encontrasen en las elevadas cordilleras de los Andes o en las heladas márgenes del Newa, se despidiesen citándose «para la Puerta del Sol». Pero aún hay dentro de ella misma otro punto central, que por esta razón, y siguiendo el argumento que arriba dejamos sentado, puede tomarse por el disco de sus rayos. Tal es el patio de Correos, y para hablar de él tomamos por hoy la venia de nuestros lectores.

Todas las cosas de este mundo son grandes o pequeñas, sublimes o ridículas, según el punto de vista de donde se las mire; y tal espectáculo habrá que parezca mezquino a los ojos de un ser indiferente o desdeñoso, al paso que logre excitar la meditación del curioso y del observador.

Cierto que el que lea el epígrafe de este artículo no encontrará el asunto sobradamente interesante. -¡El patio de Correos! ¿y qué hay en el patio de Correos? Un cuerpo de guardia, una prisión nocturna, que más bien puede llamarse albergue de borrachos y descarriados; una escalera póstuma; tres o cuatro ventanillos cerrados; y esparcidos por los postes que circundan el recinto, sendos cartelones y cartelitos desde las colosales y laboreadas letras de Sancha o Jordán, hasta los más imperfectos garrapatos de los escribientes memorialistas. De todo esto poco o nada se puede decir, y por muy parlante que sea el señor Curioso que hoy nos enseña su linterna, harto será que no consiga excitar los bostezos del auditorio.

Poco a poco, señor indiferente; poco a poco; y antes de juzgar de las cosas por su superficie, procure V. enterarse un tantico de su fondo. No, si no; dé cuatro paseos y aguarde un rato en esta galería, y si luego de bien enterado de su contenido pretendiese dejarla bruscamente, para mi santiguada que es un necio o yo soy un bolo. Aguarde, repito, media hora; y pues que el reloj patronal de este recinto acaba de dar las doce y media, entreténgase un rato mirando esas columnas de piedra que ostentan una variedad literaria, por lo menos tan interesante como las de nuestros periódicos matritenses.

No se tome por chanza. Víctor Hugo es quien lo dice, que «¡los pueblos escriben en piedra sus invenciones y sus progresos!» Vea V. si no los nuestros en literatura: «Dirección de cartas». No haga usted caso; por ahora no rige, pues por muy bien que V. las dirija, es lo regular que no logre darlas dirección segura; deje usted, que en acabando la guerra civil, y luego que tengamos buenos caminos y mejores postas, y empleados celosos, y... otra cosa será. -No se acerque V. a leer ese cartelito «Curación de la vista», no sea pierda la suya con la letrilla menuda y temblejona en que está impreso; deje a un lado el Manual de Madrid, que es libro caro y puede pedirlo prestado al autor. No haga caso del Segur, porque, según van menudeando tomos a 24 reales, es de temer que empleando uno para cada año de los que comprende su Historia Universal, venga a ser una verdadera segur para nuestros bolsillos; y en cuanto a aquella otra publicación Mariana y Sabau, por Dios no vaya a tomarla por una novela o drama romántico, o bien por el nombre de una tierna pareja conyugal; no repita el caso de aquella dama que leía el poema de Florián, y preguntándola cómo concluía, respondió sinceramente: «¿En qué había de concluir? en que Numa se casó con Pompilio, y todo quedó arreglado».

Pero veamos los anuncios manuscritos, no menos preciosos que los impresos.

«El sugueto. que. forma. la presente. tiene. buena. conduta. y hortografia. Tiene. ademas. buena. letra. castellana. de la lengua. Suplica. no le rasquen. ni le boren».

«Un sugeto de buena forma de letra solicita entrar en casa de un Señor comerciante, o Abogado o Curial, para tenedor de libros o administrador. Sabe todo lo necesario como afeitar y cortar el pelo, cuidar los caballos y demas menesteres. Suplica no lo engañen».

«Un joven decente natural de Segovia desea encontrar una Señora para arreglarla sus asuntos. Pide lo de costumbre y la manutención».

«Con permiso del casero se le traspasa a quien le convenga, una tienda sita en las cuatro calles esquina a una de ellas que puede servir de aceite jabon velas de sebo y demas comestibles y géneros ultramarinos».

¡Que da la una! ¡Las listas! ¡Que ponen las listas! -La concurrencia ha ido creciendo asombrosamente. Mezcla confusa de hombres y mujeres, ciudadanos y lugareños, paisanos y militares; trajes y modales, acentos y aun idiomas tan variados como nuestras variadas provincias: vascuence y catalán, andaluz y valenciano, mezclan con sus paisanos los saludos provinciales, y por un momento el patio del Correo se ha convertido en una verdadera torre de Babel. Todos se agrupan, se acosan en torno de las listas, y buscan con ansia la inicial de su nombre, y algunos (los más) no encontrándole en ella, la buscan por todas las letras del alfabeto.

¡Qué variedad de escenas para un pintor de capricho! ¡qué ir y venir de la lista a la ventana y de la ventana a la lista! Quién toma rápidamente el número de su carta en la memoria, la pide en el despacho; pero encuentra que se ha equivocado en una centena: otro ha pedido ligeramente una al sobre N. Marqués, sin reparar que él no es Marqués sino Márquez; cuál no lleva bastantes cuartos para pagar su abultado paquete, y tiene que dejarlo no sin gran remordimiento; cuál faltándole tiempo para saber el contenido, abre la carta a la misma reja, y ocupa indebidamente un sitio que tantos desean.

Pero sigamos nuestro paseo por la galería. No hagamos caso de aquel grupo de militares en traje de paisano, y de paisanos con bigotes, que se estrechan en torno de aquel altiseco que recostado en una columna lee en alta voz una carta. Son noticieros, y si nos entretenemos con ellos no nos dejarán tiempo para observar los demás; dejémosles, pues, estereotipar en sus cabezas la tal carta para irla a recitar como propia en la calle de la Montera y en el Prado, en el café Nuevo y en el del Príncipe.

-Dígole a V. que yo no he sido.

-Yo sostengo que ha sido V. ¡Infamia! sacarle a uno las cartas del correo.

-Usted es capaz de ello, y por eso lo piensa.

-Sí, que no sé yo de lo que es capaz un escribano: ¿no hizo V. lo mismo con los folios 86 al 97 inclusive de los autos?

-Usted me insulta.

-Yo no digo más que la verdad.

-Si no mirara...

-¿Qué?... (Aquí todos los concurrentes terciamos como pudimos para impedir una intentona.)

El caso muy sencillo: dos litigantes de un mismo pueblo esperaban de sus respectivos corresponsales la noticia de cierta sentencia. Llegó el primero, sacó su carta, y sin duda vio el nombre de su contrario en la lista: antojósele saber lo que le decían y la sacó también (¡malicia humana!): llegó el segundo y le contestaron que ya su carta estaba fuera (¡cosa clara!); empieza a maliciar, duda, recela, cuando mira al salir del patio a su antagonista, y ¡aquí fue Troya! empezó el diálogo arriba dicho que tuvimos dificultad en interrumpir. La cara del escribano daba, en efecto, señales nada equívocas de la verdad del hecho.

No de carácter tan serio, aunque del mismo género, era otro incidente que pasaba en el extremo opuesto. Un marido había visto en las listas de militares el nombre de su mujer. ¡Una carta del ejército a mi mujer! ¡Si será este el conducto por donde se envían los partes! La curiosidad no es vicio peculiar solamente de las mujeres, los hombres no les vamos en zaga; acércase al ventanillo, pide la carta, pero se le responde que un chicuelo acaba de sacarla. ¡Oh ligereza femenil!... Lo demás de la escena pasaría en familia: no lo sabemos; sólo sí que aquella misma tarde vimos al esposo en la calle de la Montera leyendo una carta de las provincias con graves noticias: mas los circunstantes (¡narices políticas, qué no oléis!) repararon que el sobre no tenía sello, y por consecuencia la carta estaba escrita en Madrid. En vano el hombre se esforzaba en asegurar que era de un amigo íntimo que había puesto el sobre a su mujer por precaución, etc. Nadie lo creyó, y le tomaron por un escritor apócrifo; yo solamente, que estaba en autos, conocí su inocencia y la destreza de su Penélope para tejer este inocente enredo.

¡Cuántas y cuántas escenas semejantes! ¡qué expresiones tan raras y variadas en la fisonomía! ¡cómo descubren el secreto del alma! Aquel aguador que sentado en su cuba deletrea los torcidos renglones de su correspondencia, ¿por qué va compungiendo su semblante y asoman a sus ojos gruesos lagrimones? ¡Desdichado! su familia le comunica que ha caído quinto, y que tiene que trocar la cuba por la mochila, la montera por el schakó.

¿Qué busca aquel pisaverde con su eterno lente en todas las listas atrasadas? ¿Si no tiene carta, para qué cansarse? -¿Qué busca? Busca los ojos de aquella linda paisanilla, que para leer su nombre tiene que leer toda la lista hasta que ya se cansa: mira al rededor como demandando auxilio; ve al del lente; éste se adelanta a ofrecer sus servicios, no hallan la carta, pero ya ellos han entablado otra correspondencia que lleva tanta ventaja a la del ausente, cuanto va de la palabra a la escritura, de la falta de memoria a la sobra de la voluntad. ¡Es tan natural a una forastera buscar un conductor para no perderse en las calles de Madrid!

Sería nunca acabar el intentar describir uno por uno tan variados episodios. El que busca en el interior de una carta una letra de cambio, y halla en cambio muchas letras y palabras; el que se para sorprendido al ver la suya cerrada con negra oblea; el que sabe la noticia de un empleo, de una herencia, de un premio a la lotería; el que en finísimo oficio con sendo membrete grabado recibe la delicada nueva de su cesantía; el que en materia de pleitos encuentra la cuenta de su procurador, y en la de mujeres un cartel de desafío, el que...

Pero ¿adónde vamos a parar con estas observaciones? Sin embargo, todas pueden hacerse en este sitio... ¿Con que no es tan indiferente? ¿con que merece alguna atención?... Mas... las dos han dado, y empieza a quedar desierto y sin movimiento. Pasó el instante de su apogeo; la ventanilla de las esperanzas se ha cerrado, los consultores de aquel oráculo abandonaron ya el templo.

(Julio de 1835)




ArribaAbajoEl sombrerito y la mantilla

Los autores extranjeros que han hablado tanto y tan desatinadamente acerca de nuestras costumbres, al describir el aspecto de nuestros paseos y concurrencias han repetido que la capa oscura en los hombres, y el vestido negro y la mantilla en las mujeres, presta en España a las reuniones públicas un aspecto sombrío y monótono, insoportable a su vista, acostumbrada a mayor variedad y colorido.

Hasta cierto punto, preciso será darles la razón, y acaso ésta es una de las pocas observaciones exactas que acerca de nosotros han hecho. Y decimos hasta cierto punto, porque el más preocupado con esta idea no dejaría de sorprenderse al ver la notable revolución que de pocos años a esta parte ha verificado la moda en el atavío de damas y galanes españoles. El Prado de hoy no es ya ni por asomo el Prado de 1808, ni aun el de 1832; ¡tales y tan variados son los matices que han venido a modificar su fisonomía! Con efecto, no es ya la uniformidad el carácter distintivo de aquel paseo las leyes de la moda, encerradas antiguamente en ciertos límites, dejan ya más vuelo, más movimiento a la fantasía; en esto como en otras cosas se observa el espíritu innovador del siglo; y ante su influencia terrible, que hace ceder las leyes y los usos más graves apoyados en una respetable antigüedad, ¿cómo podría oponer resistencia la débil moda, variable de suyo y resbaladiza? Es sin duda por esta razón por la que, convencida de su impotencia, ha abdicado su imperio, resignándolo en otra deidad menos rígida: es, a saber, el capricho.

Desde que este último ensanchó los límites del imperio de la moda nada hay estable, nada positivo en ella; huyeron los preceptos dictados a la fantasía: cada cual pudo crearlos a su antojo, y el buen gusto y la economía ganaron notablemente en ello. De aquí nace esa variedad verdaderamente halagüeña en trajes y adornos: el vestido dejó de ser ya un hábito de ordenanza, una obligación social; en el día es más bien una idea animada, una expresión del buen gusto y hasta del carácter de la persona que le lleva. No es esto pretender erigir en principio la sabia aplicación de los colores a las pasiones; hartos estamos ya de celos azulados y de verdes esperanzas; pero en la combinación de todos ellos, en el dibujo, en el corte del vestido, ¿quién no reconoce aquella expresión del alma, aquella parte animada que podremos llamar la poesía del traje? Y siendo éste libre, como lo es en el día, ¿Por qué hemos de dudar que tenga cierta analogía con las inclinaciones de la persona? Así los anchos pliegues, las mangas perdidas, los ajustados ceñidores, serán adoptados con preferencia por las damas altisonantes y heroicas; la sencillez de la inocencia escogerá el color blanco, las gasas y las flores; la coquetería, las plumas; el orgullo, los diamantes, y la frivolidad y tontería... ¿pero qué escogerá la tontería que luego no se dé a conocer?

Semejante observación no podía tener en lo antiguo exactitud pues, como queda dicho, la voz de la moda avasallaba todas las inclinaciones, hacía callar todas las voluntades. Arrastrados a su terrible carro, veíanse correr hombres y mujeres, jóvenes y viejos, grandes y pequeños: la figura raquítica y la colosal se doblegaban bajo las mismas formas: la morena tez se ataviaba con los mismos colores que la blanca: la esbeltez del cuerpo sufría los pliegues que plugo darle a la obesidad: el hermoso cuello gemía bajo el yugo que disimulaba el feo: y la rubia cabellera usaba los mismos lazos que tan bien decían a la del color de ébano...

¿Qué significaba entonces el vestido relativamente a la persona que le llevaba? ¿Qué quería decir una joven fría y sin gracia vestida de andaluza? ¿qué una desenfadada malagueña cubriendo los zapatos con la guarnición de su vestido? Nada, absolutamente nada, sólo que era moda: que la modista y el sastre lo querían, el traje no era más que la expresión: el sastre, la idea.

¡Qué diferencia ahora! El albedrío es libre en la elección; el refinamiento de la industria ofrece tan portentosa variedad en las telas y en las formas, que sería ridículo hasta el pretender reducirlas a precepto. Sin negar las debidas aplicaciones, el color negro no tiene ya respecto al gusto preferencia alguna sobre los demás; la seda sobre el hilo; el bordado sobre el dibujo. Recórranse, si no, esos surtidos almacenes, obsérvese ese Prado, y díctense después reglas fijas e invariables: telas de todos los colores y dibujos, trajes de todos los tiempos y naciones, han sustituido a la inveterada capa masculina, a la antigua basquiña femenil, y en variedad hemos ganado cuanto perdido en nacionalidad o españolismo.

Una de las innovaciones más graves de estos últimos tiempos es sin duda la sustitución del sombrerillo extranjero en vez de la mantilla, que en todos tiempos ha dado celebridad a nuestras damas. En varias ocasiones se ha procurado introducir esta costumbre; pero el crédito de nuestras mantillas ha ofrecido siempre una insuperable barrera. El sombrero era un adorne, puramente de corte: como los uniformes y las grandes cruces, imprimía carácter: no hace muchos meses que una señora de gorro era equivalente a una señora de coche, y si tal vez se atrevía a pasear indiscretamente el uno sin el otro por las calles de Madrid, corría peligro de verse acompañada por la turba muchachil y chilladora. Únicamente saliendo al campo por temporada, la esposa del rico comerciante o la hija del propietario osaban aspirar al adorno de la aristocracia, al sombrero; y eso, para lucirlo en las eras de Carabanchel o en los baños de Sacedón. Hoy es otra cosa; la mantilla ha cedido el terreno, y el sombrerillo, progresando de día en día, ha llevado las cosas al extremo que es ya miserable la modista que no logra envanecerse con él.

¿Hemos ganado hemos perdido en el cambio? Hay quien dice que presta gracia al semblante, y quien supone que oculta lo mejor de él; quien sostiene que las bonitas están más bonitas, y quien asegura que las feas están más feas; quien cree que es moda de niñas, y otros que la acomodan a las viejas; los maridos la encuentran cara; las mujeres sostienen que es económica, unos piensan que es moda de invierno; las madrileñas la han adoptado en verano; cuáles están por las flores, cuáles por la paja; éstas, por el terciopelo; aquéllas, por el raso.

¡Terrible extenuativa; profunda y dificilísima cuestión!

Todas estas reflexiones y otras muchas más se habían agolpado a mi imaginación a consecuencia de un suceso que acababa de presenciar; y como el corto espacio no me permite explayarme, limitareme a indicar lo más sustancial de él.

Días pasados tuve que ir a visitar la familia de mi amigo D... (pero el nombre no es del caso, pues que por ahora no ha de salir a la escena). La antigüedad de mis relaciones de amistad con aquella familia, y la franqueza de mi carácter, me hacen ser un consultor nato de la casa, reducida al matrimonio respetable y a una hija única que frisa en los diez y nueve abriles, y a quien por legítimo derecho vienen a parar los 4000 pesos de renta que posee el papá, lo cual presta a sus lindas facciones nueva perfección y rosicler.

La ocasión era solemne, y como consejero áulico fui llamado para conferenciar en familia. Un cierto joven caballero, primo de la niña, y por consiguiente sobrino de su tío, acababa de llegar aquella mañana de vuelta de sus largos viajes, emprendidos después que dejó el colegio de Blois y la Escuela Politécnica de París. Este primo, pues, regresaba a su patria a los veinte y seis años, habiendo pasado fuera de ella los quince últimos: era elegante e instruido, bella figura, considerable caudal; con que no hay que decir si el partido era ventajoso para una prima que podía ofrecerle cuando menos iguales cualidades. Así lo debió sin duda pensar el papá, y al efecto nada perdonó hasta conseguir traerlo a Madrid y a su misma casa. ¡Amor de padre!

Pocas horas hacía que el extranjerísimo viajero había llegado, cuando yo entré en la casa; aquél se había retirado a descansar, y las damas madre o hija se hallaban regañando a la sazón con una modista sobre el corte de ciertos vestidos y sombreros que traía a prueba: apenas hicieron alto en mí; de manera que mientras duraba aquella polémica tuve tiempo de ponerme al corriente de la sostenida por nuestros periódicos; por ahí puede calcularse lo que duraría la tal sesión; pero de toda ella sólo pude venir en conocimiento de la importancia que daban al atavío con que pretendían deslumbrar al elegante viajero.

No entraré en detalles sobre los demás diálogos y escenas que mediaron con éste luego que nos sentamos a la mesa, ni sobre su cortesía y atención con las damas, atención que, respecto a Serafina (que así se llama la criatura), tenía todo el carácter de la más fina galantería.

-¡Es encantadora! -me decía por lo bajo-; pero lo que más me sorprende es que me parece una de nuestras bellezas parisienses: la misma expresión, los mismos modales, el mismo metal de voz... ¡y temía yo tanto no encontrar una española que me gustase!

-Sin embargo -le contestaba yo-, no hay que desanimarse, amiguito; acaso no será la última.

Era ya la hora del paseo, y nuestras damas nos hicieron avisar de que estaban dispuestas a salir. Dejáronse, pues, ver en todo el lleno de su atavío, y es preciso confesar que no habían tenido razón para reñir a la modista: el mayor gusto y elegancia habían dirigido su hábil tijera: rasos, lisos y floreados, blondas exquisitas, bordados y pedrerías, nada se había economizado en aquel momento, pero sobre todo me llamó la atención el gracioso sombrerillo de la niña, que oponía la elegante sencillez de sus flores y espiguillas al complicado laberinto de plumas y cintas del de la mamá.

El amigo estaba satisfecho; las señoras también; yo igualmente: con que todos lo estábamos. En esta conformidad nos íbamos a dirigir al Prado, cuando acertaron a llamar a la puerta. Ábrese ésta, y aparece Paquita, la prima de Serafina, que con su papá y hermanos venía a saludar al recién venido (también su pariente), y a convidarle a la función de toros de aquella tarde... ¡Ah!,... se me había olvidado que era lunes y que había función de toros.

Rico y elegante zapatito de raso, encerrando sin dificultad el breve pie; delgadísima media delicadamente calada; redondo y bien cortado vestido, guarnecido por todo su vuelo de brillante y móvil fleco y cordonadura: un ajustado corpiñito abrazando una cintura esbelta y delicada, y adornado de la misma guarnición en los hombros y bocamangas; un pañolito al cuello recogido con sendas sortijas sobre cada hombrillo, y correspondiendo por su color con la rosa de la cabeza; y una mantilla, en fin, de blonda blanca, cruzada con garboso brío sobre el pecho, dejaban contemplar desembarazadamente un cuerpo digno de las orillas del Betis, un semblante de diez y siete a diez y ocho, unas facciones picantemente combinadas, una tez de un moreno suave, y un par de ojos árabes, en fin, que no hubieran figurado mal en el paraíso de Mahoma.

Tal era la nueva interlocutora que se presentaba en aquel momento en nuestro cuadro; y si era temible y digna de figurar en primer término, dígalo el enmudecimiento general que ocasionó, y más que todo, el asombro y distracción que se leían en el semblante del recién venido.

Cambió la escena: la cortés galantería de aquél se trocó en indecisión y aturdimiento: la satisfacción de Serafina y su madre, en temor y aire receloso, y solamente yo ganaba en el cambio, porque amagado, como lo estaba, de haber de dar conversación toda la tarde a la mamá, sospeché desde luego que tendría que hacer los mismos oficios con la hija. Y por cierto no me equivoqué ni durante el camino, ni mientras la función, ni al tiempo del regreso, fue posible tornar en sí al preocupado caballero, ni hacerle recuperar respecto de las damas de casa, el lugar que ocupaba por la mañana; de suerte que era preciso, ser un poco conocedor para no anticipar el resultado de aquel negocio.

Mi curiosidad natural me llevó a la mañanita siguiente a explorar la disposición de los ánimos, y aunque no dejé de observar alguna nubecilla, resto de la pasada escena, encontré algún tanto restablecida la armonía, y al caballero en disposición de acompañar a las damas a su paseo matutino por las calles de la capital. No lo extrañé a la verdad, porque el aspecto de Serafina en tal momento era capaz de fijar a más de un inconstante. Su ligero y blanquísimo vestido de muselina, sin más adorno que la sencilla esclavinita sobre los hombros; un gracioso nudo a la garganta, y un sombrerillo de paja de Italia en la cabeza, la hacían parecer tal a mi vista, que si fuera Chateaubriand no dudaría en compararla a la virgen de los primeros amores.

Mas... ¡oh fuerza del sino, o más bien sea dicho, de las femeniles combinaciones! La segunda prima, que sin duda se creía más adecuada para el carácter de prima que para el de segunda, vuelve a aparecer de repente.

Su traje era un sencillo hábito negro, más fino por cierto que el que podrían usar las vírgenes del Carmelo, pero con el escudo distintivo en una de las mangas: un ajustado ceñidor de charol desprendiéndose hasta el pie: una mantilla de rico tafetán, cuya elegante guarnición servía de dosel a la cintura; el pelo recogido tras de la oreja; y una cara... la propia cara, en fin, expresiva y revolucionaria de la tarde anterior.

Queda dicho: las mismas causas producen siempre los mismos efectos: el caballero volvió a aturdirse; las damas a anublarse, yo a cuidar de la amable Serafina, y cuando a la vuelta del paseo pude tener mi explicación con el galán, llegué a conocer que el mal no tenía remedio; que la más profunda e irresistible impresión era a favor de Paquita; y argumentándole como buen amigo en favor de las gracias de su prima, concluyó con decirme que las reconocía, que hubiera podido resistir a los encantos naturales de su rival, pero que le era imposible, absolutamente imposible triunfar de su mantilla.

(Setiembre de 1835)




ArribaAbajoEl día de toros


ArribaAbajo- I -

Casa de vecindad


En una parte más intrincada y costanera del antiguo y famoso cuartel de siguiendo por la calle de la Fe, como quien se dirige a la parroquia de San Lorenzo, y revolviendo después por la diestra mano para ganar una altura que se eleva sobre la izquierda, hay una calle, de cuyo nombre no quiero acordarme, que tiene por apéndice oriental un angosto y desusado callejón, de cuyo nombre no me acordaría aunque quisiera.

Entre esta calle y este callejón, y formando escuadra los límites ordinarios de ambos, descuella sobre las inmediatas un caserón de forma ambigua, tan caprichoso y heterogéneo en el orden de sus fachadas, tan caprichoso y heterogéneo en el orden de sus fachadas, como en el de su distribución y mecánica interior. El aspecto de la primera de ellas, que sirve a la calle principal, no ofrece, ni en la forma de su entrada, ni en la triple fila de balcones, ninguna discordancia con la de los demás edificios que pueblan el casco de esta noble capital; antes bien, sujeta en un todo a las formas autorizadas por el uso, encubre con el velo de cándida Vestal (inocente disfraz harto común en las casas de Madrid), deformidades y faltas de más de un género. -Por el opuesto lado es otra cosa; el color primitivo de la pared, en que la azarosa mano del tiempo ha impreso todos sus rigores; la combinación casual de ventanas y agujeros; el alero prolongado; el estrecho portal, y más que todo, la extravagante adición de un corredor descubierto y económicamente repartido, en sendas habitaciones o celdillas, prestan al todo del edificio un aspecto romántico, que revela su fecha y el gusto de la época de su construcción.

El interior de esta mansión no es menos fecundo en halagüeños y significativos contrastes. Cualquiera que entre por la escalera principal no advertirá en la respectiva colocación de las puertas de cada piso notable disparidad con lo que está acostumbrado a ver en las demás casas de Madrid, y costarale trabajo persuadirse de que en ésta puedan encontrar habitación independiente sesenta y dos familias, que, puesto que habitantes de un mismo pueblo, de un mismo barrio, de una misma casa, representan ocupaciones, gustos y necesidades tan distintos, como son discordantes entre sí los guarismos que forman el precio de su alquiler. Empero esta duda cesará de todo, punto, si, guiado por la natural curiosidad, acierta a traspasar el límite que separa la aristocracia de la tal casa de la parte que constituye su tripulación popular.

Preséntasele, pues, para este paso al nuevo Magallanes un nuevo estrecho o pasillo, que lo conduce desde el piso segundo al cuadrado patio, en torno del cual se ostenta el abierto corredor de que arriba dejamos hecha mención. La multiplicidad de las puertas de las viviendas que interrumpen los lienzos causarale por el pronto alguna confusión; pero muy luego adoptará por brújula para navegar en tan procelosos mares los sendos números que mirará estampados sobre cada una de aquéllas. Por último, si, limitado al objeto de mero descubridor, buscara, la salida de aquel archipiélago, y su comunicación con la calle, no será para él objeto menor de admiración el encontrarla directamente a aquella altura (el piso segundo) por la parte del callejón excusado; notable desnivel de algunos sitios de Madrid, que permite a varias de sus casas tan estrambótica construcción.




ArribaAbajo- II -

Antes de la corrida


En el intrincado laberinto que queda bosquejado, todo era animación y movimiento uno de los pasados lunes, en que según la piadosa y antigua costumbre, celebraba la Junta de hospitales una de las funciones de la temporada en el ancho circo de la puerta de Alcalá. Era día de toros, y los que conocen la influencia de estas palabras mágicas para la población madrileña, pueden calcular el efecto producido por semejante causa en las trescientas setenta y dos personas que por término medio pueden calcularse cobijadas bajo aquel techo.

El movimiento, pues, estaba a la orden del día, y por emblema de él ostentábase a la puerta principal un almagrado coche de camino, abierto y ventilado por todas sus coyunturas, y arrastrado por seis vigorosas mulas, cubiertas las colleras de campanillas y cascabeles; al paso que por la puerta del costado dejábanse contar hasta cuatro calesines de forma análoga, dirigidos por mitad entre los menguados caballejos de sus varas, y los despiertos mancebos de sombrero de cucurucho, cinto y marsellés.

Del ya referido coche acababa de desembarcar un apuesto caballero, ni tan viejo que ostentase blanca cabellera sobre su frente, ni tan joven que se hallara comprendido en el último alistamiento militar. Y mientras atusándose el pelo dictaba desde el portal las órdenes convenientes al cochero, era sin advertirlo, el objeto de curiosidad general de entrambas calles, en cuyos balcones y ventanas el ruido del coche había hecho aparecer multitud de espectadores de todos sexos y condiciones.

-Oyes, Paca, la del número 12, ¿conoces a ese señor de tantas campanillas que se ha apeado en el portal?

-Toma si lo conozco: ¡si es mi casero el percurador! ¡todos los domingos me hace una vesita por el monís!

-¡Fuego, hija, y qué casero tan aquel, que viene a visitar en coche a sus enquilinos!

-Yo lo diré a V. señá Blasa, me explicaré, lo que es por la presente no viene a por cuartos, y en tal caso no son de cobre por cierto.

-¿Trampilla tenemos? ¡Ay cuenta, cuenta, hija, que no hay como escuchar para aprender! Apostaré a que lo dices por cierto sombrerillo de raso que veo asomar por entre las cortinas del principal.

-Pues... ya ma entiende V. ¡Ay, Jesús, y qué encapotado está el tiempo!

-No temas, muchacha, que pronto cambiará.

-¿Diga V., madre Blasa; V. que endiña desde ahí la muestra, ¿a cuántos apunta el reloj?

-Dos en punto, si no veo mal.

-Pues punto y coma, que hay moros en la costa y salvajes en portillo.

-¡Qué lengua, qué lengua, señá Paca!

-Calle, tío Mondongo, ¿V. está ahí? ¿y quién lo mete a V. en la conversación de las personas? Más lo valiera cuidar de su tía Mondonga y de su hija, que no entrarse en donde no le llaman.

-Me llaman y me importa, señá Paca, que al cabo soy hombre de ley, y no puedo ver esos tiruleques.

-¡Ay Jesús! Llamar al obogado de probes para que se lo cuento a su señoría.

-Pues tengo mil razones, y mi conciencia es conciencia; y ¡digo! ay que no es nada; estar sacando al aire, como quien no dice nada, los trapos de nuestro casero D. Simón Papirolario, honrado percurador, administrador judicial por la justicia de esta casa de mostrencos.

-El mostrenco será él y V. que le abona; vaya V. a decírselo de mi parte, y que le baje el cuarto, que harto subido está sobre el tejao.

-Dice bien el tío Mondongo, Pacorra: ¿qué tienes tú que meterte en cuidiaos ajenos, y si D. Simón visita a la señá Catalina y si viene por ella para llevarla a los toros, y si la viste y la calza y la da de comer y el cuarto de balde; y si es casao y con tres hijos que deja en casa, y si doña Catalina tiene otro cortejo por otro lao, y si... en fin cada uno se gobierna como puede, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

-Que se la bendiga en buen hora, marío, y a ti te dé magín para echar sermones, y a mí paciencia para oírlos; pero ahora que me acuerdo, ¿no ha venido todavía tu compadre?

-Mi compadre estará legítimamente ocupao, que es el que pone el hierro a las banderillas.

-No digo eso, sino el Chato, que tiene que venir por mí para llevarme a los toros.

-Ése no es mi compadre, canalla, que es el tuyo; y si no fuera por armar un escándalo, no te dejaría ir con él.

-Calla, mal genio, que no te quedarás en casa, y puedes irnos a esperar a la vuelta a la taberna de la Alfonsa.

-Bien sabe Dios que sólo la necesiáa...

-Tiene cara de hereje, Juancho, y tú no la tienes mejor por cierto.

-¡Eeh! hombre, ¡cuidao! ¿Dónde diablos vas a pasar?

-Adonde quiero y puedo; y háganse toos a un lao de la calle, y dejen a mi carroza la puerta franca.

-Pues nosotros hemos llegado antes.

-Pues yo llego siempre a tiempo, y... hola... muchacho, aguija la bestia, y que salte sobre esas otras.

-Huii... sóo... ráa... iak... eh..., atrás...

-Vaya, señores, ahora que estamos acomodaos, la paz; y caa uno se espere mientras me apeo, que ya saben que soy hombre de malas pulgas.

Y aquí un sordo murmullo de reniegos y juramentos, reconcentrados por aquella prudencia que dicta el miedo, acompañó respetuosamente al descenso del Chato, que era el que en tal momento se apeaba de la carroza de dos ruedas.




ArribaAbajo- III -

Mientras la corrida


Ya nos han dejado solos, tío Mondongo, a mí con los puntos de mi calceta, y a V. con su banquillo y su piedra; a mí echando al aire mis arrugas, y a V. asomando los cuernos al sol.

-¿Qué, quiere V., señá Blasa! la juventú es juventú, y nosotros...

-V. será el viejo, que yo a Dios gracias todavía tengo mi alma en mi armario, y mi cuerpo donde Dios me lo puso, y si no fuera por el hambre del año 12 que me hizo caer los dientes y el pelo, todavía era negocio de salir a la plaza a echar una suerte; pero dejando esta plática y viniendo a lo del día, ¿Sabe V. que se me hacían los dientes, digo las encías, un agua pura al ver la alegría de nuestra gente?

-Ello dirá, tía Blasa, ello dirá; y tras del día viene la noche, y al fin se canta la gloria.

-Vaya, hombre, que no parece sino que viene de casta de disciplinantes; ¿pues qué mal hay en que la gente se divierta y se ponga maja? Pero a propósito, ¿sabe V. que la Paca iba que ni una reina de Gito con aquel guardapiés encarnado, y delantal de flores y medias negras caladas hasta la liga, y pañuelo amarillo, y roete de cesto, y mantilla al hombro? Cierto que el Chato es hombre que lo entiende, y que no hace mal el tío Juancho en tener paciencia.

-Chito, tía Blasa, que las paredes oyen.

-¡Qué! Tío Mondongo, si aquí no nos oyen más que las golondrinas.

-Pues una vez que es así, sepa V. (y dejemos un rato el mandil, que de menos nos hizo Dios; y la noche diz que se ha hecho para dormir y el día para descansar); sepa usted, pues, como iba diciendo, que luego que se marcharon todas las calesas y en ellas los ya dichos, y el Bereque y la Curra, con Malgesto y el banderillero, Lamparilla con la mujer del herrador, y éste con la hija del alguacil, y después que nos quedamos solos yo y mi chica, (que es una muchacha que ni pintada, y que no quiere ir a los toros por más que la pedrico), vino el dengue, el filé, el lechugino de los bigotillos y la pera, y miró al balcón del principal; se acercó callandito a la rejilla de la escalera, dio dos golpecitos, y le abrió la vieja y allá se coló; con que si vuelve el percurador, ¿sabe usted que es lance?

-¡Ah, ah, ah!

-Ello dirá, señora Blasa, ello dirá.

-Pero dígame V., ¿qué ruido infernal es ese que salió hace un rato por ese bujero del diablo?

-Qué quiere V. que sea, los siete chicos de la tuerta que se han quedado solos y están jugando al toro con un gato de la guardilla del rincón.

-¡Pobres criaturas! pero en fin, ellos podrán dejar las divisas cuando quieran, mientras que su pobre padre...

-Pues no para ahí lo mejor, sino que la puerta del ebanista está abierta, y hay quien sospecha en el barbero de enfrente, que ha sido aprendiz de herrador, y así parece hecho para afeitar barbas, como para rapar la bolsa al prójimo.

Yo no quería decirlo a V., pero me parece que cuando estaba comiendo vi salir una caña por cierto agujero, que encaminándose a la guardilla de la Paca, enganchó por su propia virtud en los pañales que estaban colgados, pero no lo quisiera afirmar, porque como mi vista es débil, y luego los antojos se me quebraron la otra noche leyendo el Bertoldo...

-Ahora que dice V. Bertoldo, ¿no sabe usted que el Cacasenillo del aguacil del número 13 ha dado en requebrar a la Paca, y en querérsela disputar a su marido y al banderillero y lo que aún es más, al matachín del Chato, que es capaz de enristrar alguaciles como el toro a los dominguillos?

-¡Ah, ah, ah!... me ha hecho V. reír con la comparación, y a fe que es menester haber vivido años para entenderla.

-El año 89 si mal no me recuerdo.

-Y es la verdad; yo estaba en la plaza, y acababa de casarme con mi marido Rodríguez (que Dios allá tenga) cuando echaron al toro dominguillos; pero a propósito de dominguillo, ¿dice V. que el lechuguino que daba en el principal con la criada?

-Pues; para, mientras venga el ama con don Simón.

-¿Y está V. seguro de ello?

-Toma si lo estoy.

-¿Seguro?

-Seguro.

-¿Un muchacho como de veinte y dos, alto, bien plantado, bigote rubio, barbas capuchinas, pantalón colorado, levita corta y sombrerillo ladeado, bastoncillo y espolines?

-Ese mismo, ese mismo es.

-Pues es el caso, que, si no veo mal, paréceme que lo miraba ahora mismo salir por el portal de la otra calle, con una muchacha de vestido corto, color de pasa, delantal y mangas huecas, mantilla de tira, y...

-¡Que! No, no lo crea V., tía Blasa, si no ha quedado en casa más moza de esas señas que mi hija.

-Es que pudiera ser que acaso fuera su hija de V.

-¿Mi hija? Sí, bonita es ella; ahora quedaba allá dentro espulgando al dogo; Juanilla... Juanilla... ¡Diantres! no responde; voy a ver.

-No se moleste V., tío Mondongo, que hace ya rato que doblaron la esquina.




ArribaAbajo- IV -

Después de la corrida


Perdone V. señor alcalde, que no fue así como lo ha contado mi marío, porque él se quedó en cá e la Alfonsa durmiendo la mona y no supo náa del sucedido.

-Pues diga V. como fue.

-Yo, señor, ya ve V., soy una probe mujer y no sé espricarme de corrido; pero el señor es mi marío, y su conduta es la que V. ve, siempre borracho y sin trabajar, con que de algún modo ha de comer una, y tener cuatro trapos.

-Vamos al caso.

-Pues al caso voy; ello es que el que tiene la culpa de todo es un amigo de la casa y muy compadre, como tóo el mundo sabe, que llaman Malgesto, y capaz de plantar una banderilla al lucero del alba, cuanto ni más al toro; pues como iba diciendo, éste tal me tenía dicho: «Paca, no quiero que mires al Chato, porque si tal haces lo voy a cortar las pocas narices que le quedan».

-¡Qué sí! decía yo, y como ya ve su señoría o su merced; el gusto es gusto, y en dengún catecismo he visto el pecado no mirarás; yo, ya se ve, no lo hacía caso, y...

-Adelante, fue V. con el otro a los toros.

-Pues allí está, porque tomó su calesa y me llevó, que yo no me fui sola; y esto cualquiera lo hubiera hecho, y señoronas conozgo yo...

-Al grano, al grano.

-El grano es un grano de anís, como quien dice, porque el otro desde la plaza mira que te mira, no nos quitaba ojo en toa la corrida, y ponla las banderillas en cruz, y nos las juraba con unos gestos que Dios nos libre.

-Pero al cabo...

-Al cabo se acabó con el último toro como es costumbre, y todos nos íbamos en paz y en gracia de Dios, cuando al salir de la plaza, el Chato se desapareció no sé cómo, y yo que me esperaba encontrarle al pie de la calesa, ¿a quien dirán Vds. que encontré? pues fue náa menos que el banderillero, que diciéndome «-¡Ingrata! no, endina (me dijo), ¿es éste el modo de obedecer mis precetos?»

-Yo le dije... pero no, entonces no lo dije nada, como que estaba encogida; pero sólo le hice un gesto, y aún no sé si algo más. Él no me respondió más que dos o tres juramentos y algunos reniegos, y luego agarrando a la Curra que venía, conmigo, la subió por fuerza a la calesa; enseguida puso una rodilla en tierra y me la presentó como estribo, diciéndome por lo bajo: «Paca, si no subes mato al Chato». Y yo, ya ve su señoría, soy mujer de bien, y no quiero la muerte de naide.

-¿Con que, en fin, qué hizo V.?

-¿Qué había de hacer? subí.

-¿Y después?

-Después fue la jarana, porque la Curra que para servir a su señoría, es, según dicen malas lenguas, mujer de Malgesto, empezó a gruñir, y yo también, y él nos quiso tranquilizar y nos dio dos o tres bofetones a cada una; pero nosotras empezamos a menudearle y menudearnos; y ya ve usía, la defensa es natural; por último que se espantó el caballo y por poco nos vuelca; pero, en fin, nos apeamos en la calle del Barquillo, y él ya había echado a correr, y luego la Curra, y no he vuelto a saber más de ellos.

-¿Con que nada más tiene V. que alegar?

-Nada más.

-¿Y se ratifica V. en ello?

-Me ratifico en que soy mujer de bien, incapaz de dar escándalos, sino que a veces no puede una... pero ahora voy a quejarme yo a su señoría, que también tengo mi porqué.

-Veamos.

-En primer lugar, me quejo de toda la vecindad, porque me han robado todo lo que tenía en casa y dejado por puertas.

-¿Y cómo puede V. probar?...

-Puedo probar que me han robado, que es lo principal; en segundo lugar, me quejo de mi marido porque no me defiende en mis peligros; en tercer lugar, me quejo de la Curra por catorce arañones y diez pellizcos, amén de algunos zapatazos donde no se puede nombrar; además me quejo del alguacil porque se empeña en llevarme a la cárcel, y todo porque le hice una mueca el día de San Antón, que quiso requebrarme; por último, me quejo de usía, porque desde que es alcalde de este barrio...

-Calle V., demonio, que ya no la puedo sufrir más, o por el alma de mi padre que la ponga una mordaza que no se le caiga tan pronto.

-Veamos otro. ¿V., buen hombre, que quejas tiene V. que proponer a la autoridad? Sea breve y yo le prometo justicia.

-Yo, señor, me llamo Cenón Lanteja, alias Mondongo; tengo una hija que se llama Juanita, alias la Perla.

-Adelante sin más ribetes, seor Mondongo, que si volviera a echar otro alias, por este bastón que empuño que no le bajo la multa de cuarenta ducados.

-Pues señor, claro, esta muchacha tan recatada se me ha ido con un lechuguino a los toros, y...

-Aquí entro yo, señor alcalde; yo me quejo de ese pícaro, que después de hacerme salir de casa de mi padre no me llevó a los toros, y sabe Dios...

-Señor alcalde, palabra.

-Señor don Simón y muy señor mío, ¡qué gentecita tiene V. en casa!

-Calle V. por Dios, señor, que todas son cuitas; pues ya V. sabe que en el principal tengo una parienta joven, a quien su tío, oidor de Filipinas me dejó recomendada al morir.

-Sí, sí, ya lo sé todo, y sé también que la convida V. a los toros y...

-Pues ahí voy: después de hacer con ella los oficios de padre, ¿sabe V. con lo que me encuentro?

-¿Qué?

-¡Ahí es nada! Que al volver con ella a su casa, me he hallado en la escalera a un galancete joven, que cuando le he descubierto, me insulta, me desafía, y...

-Pues no es eso lo mejor, señor don Simón, sino que su esposa de V., según me ha dicho el escribano, ha estado esta mañana en mi casa a quejarse de su infidelidad, y a ponerle, como quien no quiere la cosa, demanda de divorcio.

-¿De divorcio?

-Yo la he procurado calmar y desengañar, aconsejándola que para esto se dirija al tribunal de mostrencos, porque como usted tiene ese carácter...

-Señor alcalde, señor alcalde.

-¿Alguacil?

-Que vienen a avisar que a la puerta de la taberna de la tía Alfonsa se han dado dos hombres de navajadas y han quedado los dos muy mal heridos.

-¡Ay, Dios mío! ¡Ellos son!

-¡El Chato!

-¡Malgesto!

-¡Ay, ay, ay!

-Orden (dijo el alcalde pegando un bastonazo en el suelo). ¿Hay aquí algún hombre bueno?... Nadie responde; pues bien; sirva V., escribano, por esta vez, y apúnteme un prospecto de providencia, a ver, lea V.

«En la villa de Madrid a tantos de tal mes, etc., vistos, juzgamos, que debíamos mandar y mandábamos, que al muerto, si le hubiere, se le dé cómoda sepultura, y el herido sea conducido al santo hospital: que a la llamada Paca la Zandunga, mujer del Juancho, se la encierre en galeras por dos años, y lo mismo a la otra moza, alias la Curra, de estado indirecto: condenamos al zapatero Mondongo a un encierro de tres meses por no haber sabido encerrar a su hija, y a ésta a las Arrepentidas para que tenga tiempo de llorar sus extravíos: que a la señora del principal y al amante incógnito se les remita al cura de la parroquia para que los case, bajo partida de registro, y que cada uno de los vecinos de la casa pague diez ducados de multa; últimamente, al representante de los mostrencos, D. Simón Papirolario, se condena en las costas del proceso y cien ducados más; sin que esta nuestra sentencia pueda perjudicar en lo más mínimo a la buena opinión y fama de los causantes, y hágase saber a las partes para su ejecución y debido cumplimiento. -El Sr. D. Crisanto de Tirafloja, maestro guarnicionero y alcalde de este barrio, lo mandó entre dos luces por ante mí el infrascripto escribano de S. M., hoy lunes 17 del corriente del año del Señor de 1836. -Gestas de Uñate

Ninguno de los presentes se conformó con la sentencia, porque el juez era lego y no la podía dar a pesar de que la dio: pero luego fueron ante otros jueces profesos, y la cosa en sustancia vino a ser la misma, con el apéndice de otros seis meses de encerrona mientras se sustanciaba el proceso con todos los requisitos legales.

Tal fue el resultado de aquel día de toros; la riqueza pública perdió en él, es verdad, aquel tiempo y aquellos brazos; la agricultura algunos animales destinados a su fomento; los establecimientos públicos el fruto de la caridad y de las contribuciones; las costumbres sintieron la falta del pudor y la decencia; y la religión el olvido de los sentimientos más nobles y generosos; pero en cambio dos personas tuvieron ocasión de felicitarse y salir gananciosas, a saber: la tabernera Alfonsa y el escribano D. Gestas. ¡Feliz compensación!

(Mayo de 1836)