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ArribaAbajoCapítulo XIII

1820


Año primero del período constitucional



ArribaAbajo- I -

Así como en los dramas clásicos suele verse observada la costumbre de que el personaje principal, o sea el protagonista de la acción, no aparezca en la escena hasta la segunda jornada, estimulando de este modo el apetito del auditorio y excitando sus deseos de conocerle, de la misma manera en el interesante drama histórico de aquel memorable trienio, no llegó a presentarse en nuestra capital hasta el segundo cuadro, que hoy me toca bosquejar, el héroe principal de aquel argumento, el que le dio vida y forma, el día 1.º de Enero, en las Cabezas de San Juan: D. Rafael del Riego, en fin, a quien parece que la fatalidad arrastraba a empujar en rápida pendiente   —244→   aquella formidable máquina, que él propio había osado levantar.

Hasta el último día del Agosto de dicho año, es decir, hasta pasados seis meses desde el juramento del Rey a la Constitución, no se presentó Riego en Madrid, dejando, como ya fue dicho, a sus compañeros Arco Agüero y Quiroga recoger las primicias del triunfo en ostentosa ovación; y este raro desdén de parte de quien tanto anhelaba ser objeto del aura popular (a que sin duda alguna tenía mayor derecho en esta ocasión) no procedía en Riego de exceso de modestia, como ni tampoco de que le faltasen deseos de recibir en la capital de la monarquía el entusiasta homenaje a que se consideraba acreedor. Obrando, empero, con especiosa cautela, prefería mantenerse al frente del ejército de la Isla y sostener de este modo una especie de protesta armada con que poder contradecir o impulsar en cierto sentido la marcha del Gobierno. -Este, que por su parte veía en Riego un poderoso rival, y en las fuerzas reunidas a sus órdenes un obstáculo material para el desenvolvimiento prudente del sistema recién planteado, hubo al fin de decidirse a disolver aquel ejército, que por su espíritu y tendencias, y hasta por su coste material, se hacía ya insostenible; y por medio de halagos y complacencias, trató de atraerse al general que le comandaba y que tenía en su mano aquella formidable máquina de guerra.

Riego en tanto, desvanecido con su gran popularidad, no se manifestaba dispuesto a cambiar su arrogante actitud, y sin negarse abiertamente a cumplir las órdenes del Gobierno, trató de sortearlas, y al efecto presentose inesperadamente en Madrid el día 31 de Agosto, avistándose con los ministros y hablando con sobrada altanería, echándoles en cara que a su esfuerzo era debido el triunfo de la libertad y la alta posición que ellos mismos ocupaban:   —245→   hecho lo cual se dio al público, o más bien a sus entusiastas apasionados de las sociedades patrióticas, públicas y secretas, que acudieron en numerosa falange a aclamar al héroe de las Cabezas y darle una ruidosa serenata delante de la fonda del Ángel (plazuela del mismo título, entre las calles de Carretas y de la Cruz), adonde se hallaba hospedado. -No contentos con esto, y de acuerdo con el Ayuntamiento (que ya empezaba a tomar aires de Hotel de Ville), resolvieron que, pues que Riego había entrado de incógnito en Madrid (sin duda por rehusar su modestia darse en espectáculo en triunfal ovación), era necesario -¡risum tenetis!- volverle a hacer salir fuera de las puertas de la capital, e ir a recibirle en su nueva entrada con las consabidas músicas y acompañamiento. -Así se verificó al siguiente día en una larga procesión, verdadera parodia de las anteriores, ostentándose las casas engalanadas con colgaduras, por orden del Ayuntamiento, repique de campanas y formación de las guardias -con lo que acabaron de desvanecer la escasa fortaleza de este nuevo Masaniello- y dirigiéndose a la Casa Consistorial, el Ayuntamiento, reunido en sesión solemne, le cedió la presidencia, amenizando el todo con las obligadas peroratas del caso.

La Sociedad de la Fontana, que había tomado la iniciativa en esta semi-bufa solemnidad, le obsequió después con un banquete en sus mismos salones, y en seguida le condujo al teatro del Príncipe, donde, a vueltas de las más calurosas aclamaciones, llegó a su colmo el desvanecimiento del héroe, hasta el extremo de entonar él y sus ayudantes su propio himno, cantado por todos los tonos y con todas las disonancias posibles; hizo más, y fue disponer que sus ayudantes pusieran en conocimiento del público la insultante y grosera canción del Trágala, que traían de Cádiz y que tan perniciosa influencia llegó   —246→   a tener en la opinión de las masas populares, y por consiguiente, en la marcha violenta de la revolución52.

El Gobierno, entre tanto, que no podía ver con indiferencia este desvarío e insensata conducta de Riego y de sus ardientes apasionados, tuvo necesidad de revestirse de saludable firmeza, y sin más miramientos, resolvió no   —247→   sólo el licenciamiento del ejército de la Isla, sino que ordenó a su caudillo pasar de cuartel a Asturias, su patria; sabido lo cual por las sociedades públicas y secretas, y por la parte bullanguera del pueblo, produjo un verdadero motín, el primero de aquella larga serie de ellos que se sucedió en los tres años siguientes.

La noche del día 6 de Setiembre, la Sociedad de la Fontana estuvo agitadísima, y el impetuoso Alcalá Galiano pronunció una de sus más atrevidas arengas, a que dio principio con estas palabras, que se grabaron fielmente en mi memoria: -«Censurar firme y moderadamente las acciones de los que gobiernan es el deber de todo   —248→   buen ciudadano»53. Pero ni todas las hipérboles, ni los arrebatos casi convulsivos del orador gaditano, fueron bastantes para contener al auditorio, «que por cierto (decía Galiano) me abandonó, dejándome solo y corrido como una mona», mientras que desfilaban a reunirse con los grupos de la calle, gritando desaforadamente contra el Rey, contra el Gobierno, contra los serviles, contra los palaciegos, contra todo el mundo, en fin, porque se desterraba a su ídolo favorito; y recuerdo muy bien que entre la multitud de gritos (que por entonces no pasaron de inocentes desahogos) oí clara y distintamente uno tan extravagante, que excitó la hilaridad de los mismos amotinados: «¡Viva la República, y Riego emperador!».

Pero el Gobierno no se durmió en las pajas, y dejándoles que se desahogasen a su modo, dispuso poner sobre las armas a la guarnición y a la Milicia Nacional, y a la mañana del siguiente día 7, cuando ya todo estaba tranquilo, aparecieron colocadas en la Puerta del Sol dos o tres piezas, con los artilleros al pie y la mecha encendida; espectáculo que por lo raro e inusitado llamó la atención de los madrugadores y aun de todos los alarmistas de la noche anterior. -Por cuanto aquel mismo día, por extraña coincidencia, había eclipse total de sol, y mientras que la mayor parte de la concurrencia se ocupaba en mirar al astro luminoso con cristales ahumados, el Gobierno   —249→   se presentaba en las Cortes en aquella célebre sesión, que por la misteriosa reticencia con que el ministro Argüelles amenazó con abrir las páginas de aquella historia, fue conocida en adelante por la SESIÓN DE LAS PÁGINAS. -Pero el Gobierno acertó a quedar en buen lugar; Riego y sus ayudantes marcharon a los respectivos puntos de su destino; la sociedad de la Fontana fue suspendida, y la Milicia Nacional y las tropas de la guarnición dieron las más señaladas pruebas de sensatez y de cordura. -Pero la manzana de la discordia estaba lanzada: la levadura había hecho su efecto en la masa popular, y el partido liberal quedó hondamente dividido entro los viejos doceañistas, patriarcas del mismo y víctimas del despotismo, y los novísimos o veintenos, que le habían dado nueva vida, o sean en moderados y exaltados, con cuyas denominaciones empezaron a hacerse cruda guerra, abriendo a los vencidos, a los serviles, las puertas por donde entrar tarde o temprano a hacerse dueños de la plaza mal defendida.




ArribaAbajo- II -

Las Cortes, entre tanto, congregadas en una asamblea única con arreglo a la Constitución, continuaban sus importantes tareas con una calma, con una sensatez que demostraba bien su ilustración y patriotismo. Elegidas por el método de tres grados, prescrito en la misma Constitución (que, a pesar de sus imperfecciones, se prestaba menos a ciertos manejos de los partidos y de los gobiernos),   —250→   había dado por resultado una asamblea compuesta, como queda dicho, de casi todas las ilustraciones en las altas jerarquías sociales; y la gravedad y compostura que dominaban en sus debates, la abnegación y el celo con que abordaba las más arduas cuestiones dentro del espíritu liberal, la ausencia de violentos choques, hijos de la pasión política, la ilustración, en fin, y la lucidez de sus discusiones, las hacían dignas sucesoras de las inmortales Cortes gaditanas.

Y no es que faltasen en esta asamblea representantes de todas las opiniones, de todos los ideales, sino que la verdadera ciencia y la respetabilidad de todos los diputados les permitían sostener y debatir aquellas con abundancia de doctrina y sana y patriótica intención. -No era común en aquellas Cortes emplear largas horas en ardientes y apasionados discursos; no hacían gala, tal vez, de una deslumbradora elocuencia tribunicia o académica, sino que, como hombres de profundo saber, y penetrados del argumento que se debatía, haciéndose justicia mutua en cuanto a su común inteligencia, ocupábanse tranquila y reposadamente en el asunto puesto a discusión, sin hacer caso, tal vez, de la presencia de los taquígrafos y del aparato teatral del Parlamento.

Brillaban allí por sus grandes conocimientos, su rectitud de ideas y su modesta sensatez hasta dos docenas o más de eclesiásticos, entre los cuales se contaban Martínez Marina, Espiga, Muñoz-Torrero, Castanedo, Villanueva, García Paje; los obispos Vallejo, Castrillo y Freile; los doctores y catedráticos Martell, Navas, Cortés, Priego y Cepero; el famoso deán de Salamanca Lobato, y otros varios que no recuerdo ahora; y entre los seglares políticos y literatos, magistrados, militares y hombres científicos, descollaban los Flórez de Estrada, Calatrava, Vargas Ponce, Moscoso de Altamira, Álvarez Guerra, Garelli,   —251→   Clemencín, Banqueri, Sierra Pambley, Giraldo, Marcial López, Sancho, Ciscar, Quiroga, Golfín, Palarea, Tapia, Manescau, Azaola, Lagasca y Rojas Clemente. Allí, en fin, ostentaban su persuasiva elocuencia Martínez de la Rosa, Toreno y Alcalá Galiano. -Argüelles, Canga y los demás Ministros no podían ser diputados por la Constitución; pero alternaban en los debates, -y hasta la excentricidad y la oposición de los partidos extremos tenían sus representantes respectivos en Romero Alpuente, Moreno Guerra, Lobato y algún otro.

No es, pues, de extrañar que con tan valiosos elementos, y animados todos por el más ardiente espíritu patriótico, emprendiesen serias y fructuosas discusiones, y llevasen a cabo en los cuatro meses de la primera legislatura, que terminó en 9 de Noviembre de aquel mismo año, leyes de la más alta importancia en todos los ramos, entre las cuales merecen especial mención la de abolición de las vinculaciones, la del medio diezmo, la de supresión del los monacales y otras órdenes religiosas, la de amnistía a los que siguieron al gobierno intruso, y a de regularización de las sociedades patrióticas, y otras varias, que quedaron sancionadas por el Rey dentro de aquel mismo año.

Cuando recuerdo la calma y la gravedad en las discusiones de aquella Asamblea, el espíritu de tolerancia y abnegación que dominaba en aquellos hombres, casi todos víctimas recientes del despotismo, abnegación sublime, que les impulsó a rechazar la formación de causa contra los 69 diputados apellidados Persas; cuando recuerdo, en fin, aquella solemnidad con que celebraban sus sesiones en el salón de D.ª María de Aragón -donde hoy el Senado- ordinariamente desde las diez de la mañana a las dos en punto de la tarde -tranquilidad y decoro que se reflejaban también en la tribuna pública-; no puedo menos de   —252→   conmoverme y consagrar en mi memoria un respetuoso tributo a tan ilustre Asamblea. -De ella quedó, como preciado monumento, el Diario de sus sesiones, y como gráfica y desenfadada pintura de sus dignos miembros, un precioso folleto, en que con intención aguda, sabroso y desenfadado estilo acertó a retratarlos una castiza pluma54.

Hecha ya esta ligera reseña del Congreso, paréceme del caso proceder a otra igual de la prensa periódica, cual ya lo hice también anteriormente de las sociedades patrióticas, como únicos termómetros que estaban a mi alcance para apreciar y conocer el origen y desenvolvimiento de los sucesos públicos; y voy a hacerla con la posible detención y el criterio imparcial e independiente a que siempre obedecí.




ArribaAbajo- III -

Los primeros diarios que, aprovechando la libertad de la prensa, formaron iglesia o reunieron clientela, hasta el punto de conservarse durante todo o casi todo aquel memorable trienio, fueron los que fundó el partido afrancesado   —253→   liberal, compuesto generalmente de hombres de orden y de doctrina, aunque visiblemente desafectos a la Constitución vigente, y por ende mal vistos entre la mayoría del público, que por entonces se declaraba radicalmente afecto a la revolución y sus consecuencias. -El Universal fue el primero que se apoderó de la batuta en el concierto de la prensa periódica, apadrinado por sus redactores don Manuel Narganes, D. José María Galdeano, D. José Rodríguez, D. Juan Caborreluz y otros varios, todos los cuales hicieron sus pruebas de doctrinarismo y de resistencia al desbordamiento de la pasión política; pero eran poco fuertes en la lucha que hubieron de sostener con otros diarios avanzados, si bien defendiendo con decoro sus opiniones y sus doctrinas, y explicando a su modo la Constitución vigente y los decretos de las Cortes. La gravedad y entonamiento de este papel y su relativa destreza en la confección, atrajeron al Sabañón -apodo con el cual era conocido El Universal, aludiendo a su tamaño desconocido hasta entonces entre nosotros (y que hoy equivaldría escasamente al que tiene La Correspondencia)-, una numerosa clientela, que se apresuraba a suscribirse en su redacción, sita en la calle del Arenal, frente a la plazuela de Celenque, donde hoy se levanta el palacio de los Marqueses de Gaviria.

Un tanto más refractario que El Universal a las doctrinas constitucionales se levantó -también por los antiguos afrancesados- El Imparcial, a cuyo frente se hallaba D. Javier de Burgos, el cual, acompañado de otros correligionarios suyos, llegó a ser eco personal de las opiniones de aquel profundo hombre de Estado, que tanto contrastaban con los vientos que corrían a la sazón, por lo cual tan poderoso atleta viose precisado a sostener combates formidables y apasionados con los que entonces, como ahora, se llamaban ecos de la pública opinión. -Y,   —254→   por último, completaba esta trilogía periodística, severa, intransigente y hasta cierto punto retrógrada, la excelente revista titulada El Censor, que bajo la inspiración de su fundador, D. León Amarilla -que para ello se convirtió de literato en hombre político y hasta en excelente tipógrafo- redactaban con singular acierto y energía poco común los insignes Gómez Hermosilla, Reinoso, Miñano y Lista, haciendo de ella una publicación que, aunque primera en su género entre nosotros, es digna de aprecio aun en el día, como lo acreditan los 17 tomos que comprende.

En oposición a esta formidable trinidad periodística, y defendiendo con más vehemencia que acierto los principios revolucionarios, fueron apareciendo multitud de periódicos diarios, terciarios, semanales, quincenos y sin período fijo, bajo los nombres más halagüeños, tales como La Aurora, La Ley, El Constitucional, La Libertad, El Sol, El Correo Liberal, El Independiente, El Conservador, El Patriota Español, El Eco de Padilla, etc., que aparecían y desaparecían alternativamente, o se refundían unos en otros, despedazándose mutuamente con la mayor cordialidad, y formando un tutti infernal, que dio origen a la discreta y agudísima sátira que les prodigaba a manos llenas el folleto intercadente titulado La Periodicomanía, que redactaba el abogado D. Francisco Camborda.

Preciso será, sin embargo, distinguir entre esta falange de escritores y en este diluvio de publicaciones, algunas que, aunque muy avanzadas, sostenían con algún decoro la lucha con los tres antedichos, y la defensa más o menos exagerada de la revolución y sus consecuencias.

El primero y más acreditado de estos periódicos era el que llevaba por título El Espectador, y estaba redactado con bastante esmero por D. Gabriel José García y don José de San Millán, agregándose a ellos alguna vez el general   —255→   D. Evaristo San Miguel, por lo que venía a deducirse que este periódico era el verdadero emblema del partido exaltado, en contraposición al moderado, que representaba El Universal; porque a la sazón eran ya conocidos con estas denominaciones los bandos políticos, así como en el primer período de la libertad se apellidaban sólo serviles y liberales. -El Constitucional, El Redactor Español y algún otro, en que escribían los Sres. Mora, Tapia, Aguilera, Macrohon, Peñalver, Ramajo y otros, sostenían iguales doctrinas y principios que El Espectador; pero, como en este bendito país todo se extrema y adultera, no tardaron en surgir infinidad de periódicos ultraliberales, como El Tribuno, El Eco de Padilla, El Conservador (por antífrasis), que era uno de los más fanáticos, y en que lucían su pluma los banderines del bando comunero, y otros muchos que no merecen mención.

La pequeña prensa, las fuerzas sutiles digámoslo así, de la armada tipográfica, siguieron los diversos rumbos trazados por aquellos. Desde los primeros días aparecieron unos folletos, publicados por D. Sebastián Miñano, titulados Lamentos políticos de un pobrecito holgazán, que estaba acostumbrado a vivir a costa ajena; discreta y sazonada sátira del Gobierno absoluto, que hermanaba el regocijado gracejo del P. Isla con la cultura y elegante frase de Moratín. -A estos popularísimos folletos sucedieron otros muchos, tales como El Compadre del holgazán, La Cotorrita, El Cajón de sastre, Las Semblanzas de los diputados, Las de los periodistas55, y, por último, el   —256→   tristemente célebre Zurriago, y su hermano La Tercerola, que alcanzaron la funesta gloria de desmoralizar políticamente al pueblo y hacer descarrilar la revolución hasta lanzarla al abismo. -Este horrible papel, escrito en verso y prosa con cierto gracejo, aunque por extremo desaliñado y procaz, era obra de D. Luis Mejía y D. Benigno Morales. Este segundo, que había sido guardia de Corps, murió fusilado en Almería en 1824, como cómplice de una intentona para restablecer la Constitución. Mejía falleció muchos años después en el hospital de Incurables, sito en la calle de Atocha, no sin haber solicitado y obtenido la visita y perdón del ilustre repúblico D. Francisco Martínez de la Rosa, a quien tan dura guerra había hecho en el inmundo Zurriago, designándolo con el apodo de Rosita la pastelera.

Tal era el cuadro animado del periodismo matritense en sus diversos matices liberales (porque los serviles, o absolutistas, guardaron largo tiempo un completo silencio, único medio de evitar la agresión de los patriotas); y si bien hoy día puede contemplarse en su totalidad a dicha prensa con desdeñosa sonrisa, por su poca habilidad, su escaso saber y su forma mezquina y baladí, sobre todo si se compara con la que surgió en el nuevo período constitucional, a la muerte de Fernando VII, no puede negarse a aquellos publicistas de 1820 que, si bien por lo general sabían menos y entendían peor su oficio -no enaltecido aún con los pomposos títulos de Sacerdocio y Apostolado- tenían al menos más fe y entusiasmo por los principios que sustentaban, más abnegación y patriotismo en sus fines, y un completo alejamiento de las sendas del poder y de los impulsos de la ambición. Todavía no se había dado el caso de pasar desde la redacción de un periódico a un sillón ministerial, a un consejo o a una embajada; y en efecto, de los cuarenta nombres de periodistas   —257→   citados en el folleto satírico de que queda hecha mención, ninguno vemos condecorado con altas dignidades, con la sola excepción del general San Miguel, que si subió al poder en las postrimerías de aquel período constitucional, fue debido exclusivamente a su intervención militar en el levantamiento de la isla de León. -Por otro lado, los ministros, diputados y hombres importantes de aquella época, y que casi todos procedían de la anterior, de Cádiz, ni Argüelles, ni Martínez de la Rosa, ni Calatrava, ni Toreno, ni Canga, ni Feliu, ni Moscoso, etcétera, fueron periodistas jamás.




ArribaAbajo- IV -

Al rompimiento del partido liberal en sus acentuados bandos de moderados y exaltados, necesariamente había de seguirse la reaparición en el estadio político del bando absolutista, vencido y humillado en Marzo, y esta manifestación no se hizo esperar mucho, siendo iniciada primero por los escrúpulos ciertos o aparentes del Monarca a sancionar la ley de las Cortes sobre supresión de los monacales y algunas otras órdenes religiosas. El Gobierno, que, en medio de su moderación, era representante del nuevo orden de cosas, insistió tenazmente, y hasta valiéndose de la intimidación, en obtener, como lo consiguió, dicha sanción, con gran regocijo de los bandos populares, que empezaron por entonces a adoptar una actitud agresiva y marcada contra el Monarca. -Este, por su parte, que sólo por miedo a aquella actitud cedió en   —258→   tal ocasión, quiso de allí a poco tentar otro registro para convencerse de cuál era en realidad su estado, y el límite que alcanzaba su autoridad, y hallándose de jornada en el Escorial, por una simple orden, y sin autorización o firma del Ministro responsable, nombró capitán general de Madrid al general Carvajal, conocido por sus antecedentes absolutistas; orden que, recibida que fue por el general Vigodet, que desempeñaba aquel cargo, y previo acuerdo con el Gobierno, no sólo se negó a cumplir, sino que expresó a S. M. lo inconstitucional de tal nombramiento.

Sabido este suceso por la Diputación provincial y el Ayuntamiento de Madrid, y por las sociedades públicas y secretas, se alzó un grito general de indignación, una asonada formidable, que duró algunos días, mientras que el Gobierno, la Diputación y el Ayuntamiento representaban al Rey en términos altaneros, quejándose de su proceder, hijo, según decían, de las intrigas y manejos de las personas que le rodeaban, y estimulándole a revocar aquel nombramiento, a separar de su lado aquellas personas (entre las cuales se contaba su confesor), y a regresar a Madrid. -Fernando, atemorizado, accedió a todo ello, y al regresar a la capital del reino, el día 4 de Diciembre, las masas populares, soliviantadas y pervertidas ya por las sociedades y la prensa periódica, prodigaron al Monarca los más groseros insultos y desacatos. -Desde este momento no cesó ya un solo día de recrudecerse más y más aquella enconada lucha entre la corte y el Gobierno, entre el absolutismo y la revolución, en que por ambas partes se jugaron toda clase de armas con reprobada y ardiente hostilidad.

No tardaron en aparecer en aquellos días algunas partidas armadas, organizadas por antiguos guerrilleros, como el cura Merino, el Abuelo y otros; descubriéronse,   —259→   o se supusieron, planes e intrigas palaciegas; aparecieron proclamas más o menos apócrifas, hasta una ridícula de cierto general ruso, y otras tenebrosas maquinaciones, que, viciando la atmósfera política, desmoralizaban a las clases populares, afligían y alarmaban a los hombres reflexivos, que, aunque partidarios de la libertad, veían con dolor el giro que tomaba la revolución. -Los exagerados o ardientes partidarios de ella empeñábanse, por el contrario, en ahondar más y más aquellas divisiones, que la conducían al precipicio; los absolutistas, fiados en un completo pesimismo, aguardaban arma al brazo el momento de su caída, y el pueblo, bullicioso y deslumbrado con su nuevo poderío, se entregaba a todo género de demostraciones entusiastas, burlábase de los temores de los liberales templados, despreciaba las intrigas del bando absolutista, y con ocasión, por aquellos días, de la Pascua de Navidad, en sus alegres festines y báquicas libaciones daba su voz al viento en el amado Himno de Riego, el insultante Trágala y el no menos ofensivo Lairón56.

A robustecer aquel febril entusiasmo vino como de perlas la noticia de la proclamación de la Constitución española en Nápoles y Palermo (o sea en el reino de las   —260→   Dos Sicilias), después en el Piamonte y más adelante en Portugal, con que los patriotas españoles se llenaban la boca con la fanfarronada de que «España iba a dar la libertad a toda Europa»; y sin tener en cuenta el grave compromiso que nos atraía semejante propaganda, de parte de los soberanos del Norte, constituidos desde luego en Santa Alianza para combatirla, acariciaban su entusiasmo, su frenesí revolucionario, vigorizaban sus ideas con espectáculos trágico-sublimes, tales como Roma libre, Lanuza, Virginia, La Viuda de Padilla, etc., o con farsas provocativas y de circunstancias, como El 1.º de Enero en las Cabezas de San Juan, Las Cuatro Coronas, La palabra Constitución, El Hipócrita pancista, Tribulaciones de un servilón, Una noche de alarma en Madrid, y más adelante, cuando ya se encendió de veras la guerra civil, con otras muchas, como Coletilla (Eguía) en Navarra, El Trapense en los campos de Ayerbe, Mosen Antón en los campos de Monseny, y otras así, con que la inagotable musa del poeta Gorostiza y la inimitable gracia de los actores Guzmán y Cubas les mantenían en aquel delirio patriótico, y apenas les permitían hacer alto en los sucesos que se iban desarrollando con vertiginosa rapidez.





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ArribaAbajoCapítulo XVI

1821


Segundo del período constitucional



ArribaAbajo- I -

Difícil por extremo habrá de serme condensar en este capítulo los múltiples acontecimientos y extrañas peripecias que presenció nuestra capital en el año segundo del período constitucional (1821); pero habré por lo menos de intentarlo, aunque repitiendo una y otra vez que no pretendo escribir historia, sino pura y simplemente reseñar su parte ostensible y pintoresca (digámoslo así), sin meterme a investigar los ocultos móviles o misteriosos resortes a que obedeciera.

En este sentido, pues, y habiendo trazado en los capítulos anteriores el bosquejo de los personajes, la exposición y la marcha de los sucesos hasta fines de 1820, voy a continuar el desarrollo de la acción en los dos años siguientes, reservándome para otro capítulo tratar del desenlace, o sea la catástrofe de 1823.

Al principiar el 21, según vimos en el capítulo anterior, quedaba ya empeñada la lucha entre la corte y el   —262→   sistema constitucional, habiendo bastado solos diez meses para que, provocada aquella simultáneamente por ambos bandos, se produjese un cambio radical en los espíritus, disipándose hasta la más ligera aureola de aquella sentimental concordia, de aquel puro ambiente de abnegación patriótica que parecía respirarse en los albores de la revolución.

No contentos, además, los partidarios de esta con luchar contra sus naturales adversarios, dividiéronse muy pronto entre sí, hasta el extremo de hacerse cruda guerra bajo las diversas enseñas de exaltados y moderados. Vimos también cómo, iniciada esta división a la llegada de Riego a Madrid, y aprovechada por el bando reaccionario, intentó convertirla en pro de su causa, y comprometió al Monarca a presentarse al frente de un movimiento marcado de reacción. Vimos, por último, el resultado inmediato de aquella insensata conducta de los partidos liberales, esto es, que desbordadas las pasiones, el odio y los rencores, y soliviantados los ánimos por la acción deletérea de las sociedades públicas y secretas y de la prensa periódica, emprendieron un ataque duro, intolerante y grosero, nada menos que contra la sagrada e inviolable persona del Rey, a quien en los términos más injuriosos ultrajaron públicamente a su vuelta del Escorial en la tarde del 4 de Diciembre del año anterior. ¡Contraste lamentable con las expresiones de entusiasmo y gratitud que le prodigaron diez meses antes!

Continuando, pues, los directores de esta abominable tarea extraviando en el sentido de sus fines las masas populares, inconscientes y siempre apasionadas -que así empuñan el fusil como el pendón; que así cubren su cabeza con la boina blanca o con el gorro colorado; que así, en fin, como entonces, entonaban el Trágala al destemplado grito de ¡Viva Riego!, más tarde habían de cantar   —263→   la Pitita y gritar ¡Vivan las caenas!- lograron al fin comprometerlas en la acción agresiva de los partidos, arrastrándolas a los mayores excesos y estableciendo desde luego sus baterías contra la persona del Rey, que apenas era dueño de salir de su palacio sin verse expuesto a los ultrajes más groseros; espectáculo que, con profunda indignación de las personas sensatas, se reproducía diariamente, y era precursor de conflictos serios y trascendentales.

Los guardias de la Real persona, jóvenes y pundonorosos caballeros, no podían ver y tolerar impasibles semejante desmán, y varias veces intentaron corregirle, contenidos sólo por su respeto a la disciplina militar; hasta que en la tarde del 4 de Febrero, cuando formada la escolta a las puertas de Palacio, esperaba la salida del Rey, se reprodujeron de tal manera aquellos insultos soeces y destemplados, que no pudiendo los guardias hacerse superiores a su indignación -y luego que recibieron la orden de retirarse que les dio el Rey, porque no salía aquella tarde- tiraron de las espadas e hicieron ademán de castigar a los insolentes provocadores. -Pero eran estos en número, inmensamente superior, y no sólo hicieron frente, sino que cargando en su retirada a los guardias, obligáronles a encerrarse en su cuartel. Comunicada que fue a sus compañeros aquella injusta agresión, todos, por movimiento irresistible, se declararon en decidida, aunque impotente insurrección, dispuestos a la defensa de su honor y el del Monarca, aun a costa de sus propias vidas. Mas, conocida esta actitud por las autoridades, por la Milicia y la tropa de la guarnición, procediose a cercar el cuartel, asestando contra él las piezas de artillería, e intimando la rendición a los desdichados guardias, los cuales, en el más absoluto aislamiento y sin medio alguno de defensa, al fin de un día entero de incomunicación absoluta,   —264→   no tuvieron más remedio que rendirse y entregar las armas. Poco después quedó extinguido el Real Cuerpo y encomendada la guardia exterior de Palacio a la Real de Infantería, la alta a los alabarderos, y la escolta de las Personas Reales a los diversos cuerpos de caballería de la guarnición.

Déjase presumir la indignación y el encono que estos repetidos atentados producirían en el ánimo de Fernando, predispuesto ya, por su innata enemistad contra el orden de cosas que le había sido impuesto, contra la Constitución, las Cortes, el Ministerio, y todo, en fin, lo que le rodeaba; indignación y encono que le decidieron a dar un paso que no carece de gracia, o por lo menos de originalidad. -Habiendo de asistir el 1.º de Marzo a la apertura de la segunda legislatura del Congreso, presentose en él, no ya con el risueño semblante que en la sesión del 9 de Julio del año anterior, sino antes bien con aire sombrío y ceñudo, leyendo con voz pausada el discurso que el Ministerio había puesto en sus manos; pero al terminarle hizo señal de que iba a continuar, y en efecto lo verificó, añadiendo por su cuenta un párrafo, en que se quejaba amargamente de los desacatos e insultos inferidos a su persona; «insultos y desacatos (añadió) que no se hubieran realizado si el Poder Ejecutivo hubiera tenido toda la autoridad y energía que la Constitución previene y las Cortes desean». -Dichas estas palabras bajó del solio y se retiró, dejando al Congreso en un estado de sorpresa y desazón; pero mucho mayor fue la de los ministros que le rodeaban (Argüelles, Canga, García Herreros, etc.), que se hallaron con este imprevisto ataque tan brusco y personal del Monarca. Retiráronse, pues, a Palacio, disponiéndose a presentar al Rey su dimisión; pero se hallaron con que ya este los había   —265→   dimitido en uso de su regia prerrogativa. -Era una simple reminiscencia de lo que acostumbraba a hacer en otro tiempo con sus ministros, aunque sin aditamento del pasaporte para el castillo de San Antón.

Aquel acto personal del Monarca, y tan extraño a las prácticas parlamentarias, no podía menos de alarmar y sorprender al Congreso y a los amantes del sistema constitucional; pero no fue esto lo mejor, sino que el Rey, desconociendo o afectando desconocer su libérrima prerrogativa para formar nuevo Ministerio, envió un mensaje a las Cortes solicitando que estas le designasen las personas que habían de componerle; extraña pretensión, a la cual ni por un momento podía acceder el Congreso. El Rey entonces, en vista de su negativa, acudió al Consejo de Estado, y por fin, con acuerdo de este alto Cuerpo, pudo completarse un nuevo Gabinete, compuesto de hombres de templadas ideas, aunque liberales: D. Eusebio Bardaxi, para Estado; D. Ramón Feliu, para Ultramar; D. Antonio Barata, para Hacienda; D. Mateo Valdemoros, Gobernación; D. Vicente Cano Manuel, Gracia y Justicia, y D. Tomás Moreno Daoiz, que poco después cedió el puesto al general Sánchez Salvador, para Guerra.

El más conocido e influyente de todos ellos era Feliu, antiguo diputado en las Cortes de Cádiz (porque, según la Constitución vigente, no podían los diputados actuales ser nombrados ministros), y era el que llevaba la mayor representación en el nuevo Ministerio. Por algunos días este pareció marchar de acuerdo con las Cortes y aun con el mismo Monarca, que, a trueque de verse libre de la presencia de Argüelles y consortes (a quienes odiaba de muerte), daba por buenos, o tolerables al menos, a sus sucesores.

Los patriotas exaltados no podían ver, empero, con buenos ojos este cambio, contrario a los arranques de su   —266→   entusiasmo, y las sociedades públicas y secretas y la prensa periódica le combatían también por todos los medios a su alcance, al paso que los moderados tampoco veían con indiferencia el apartamiento de Argüelles, que por entonces los representaba.

En tal estado las cosas, un hecho abominable vino a deslustrar la marcha de la revolución, hasta entonces honrada, aunque indiscreta.

Desde mediados de Enero hallábase preso en la cárcel de la Corona un capellán de honor, llamado D. Matías Vinuesa, antiguo cura de Tamajón, de quien se decía habérsele encontrado un plan desatinado de contrarrevolución, basado en la cooperación nada menos que del Emperador de Rusia, con otros despropósitos a este tenor, que revelaban bien, a par que un celo fanático, cierta monomanía en el desdichado sacerdote, que se acercaba mucho a la demencia. -Puedo atestiguar, por casualidad, que tal era, en efecto, el carácter del desgraciado Vinuesa, porque la circunstancia de habitar en el cuarto bajo de la casa núm. 2 de la calle de San Pedro Mártir, a cuyo piso principal iba yo todas las tardes a reunirme con un amigo y camarada de estudios y de paseos, encontrándome algunas de ellas de visita al capellán, me proporcionó la ocasión de conocerle personalmente, y aun de clasificarle como un hombre de cortos alcances y continente vulgar. -Pero, apoderadas de este incidente las sociedades, la prensa y la opinión artificial que suelen crear los partidos exagerados y virulentos, armaron un tolle tolle contra el desdichado sacerdote en los tres meses que duró la sustanciación del proceso en primera instancia, que exigía nada menos que la condenación del infeliz a la pena de muerte; y a tal extremo llegó el furor de aquellos desalmados, que divulgada en la tarde del 4 de Mayo la sentencia del juez, que condenaba a Vinuesa a diez años   —267→   de presidio, corrieron a la cárcel de la Corona, sita en la calle de la Cabeza, arrollaron la escasa guardia de la Milicia Nacional que la custodiaba, y asesinaron al desdichado Vinuesa, valiéndose para ello de un martillo de los picapedreros que a la sazón trabajaban en la calle; sin que las autoridades, que pudieron tener noticia anticipada del atentado que se proyectaba, obrasen en consecuencia con la energía que reclamaba tan escandaloso ultraje hecho a la ley y a la humanidad. -Esta debilidad privó al Gobierno, ante las Cortes y la opinión de las gentes honradas, de toda fuerza moral; descorazonó a los que de buena fe profesaban las ideas liberales, y fue la causa inmediata de la exacerbación de las ideas absolutistas, cuyos partidarios miraron, con razón, al desdichado Vinuesa como un mártir de su causa57.

Las autoridades de Madrid, que tan punible descuido habían mostrado para prevenir aquel atentado, fueron destituidas, y reemplazadas por dos hombres de distinto   —268→   temple, D. Pablo Morillo para la capitanía general, y el brigadier y antiguo guerrillero contra los franceses, don José Martínez de San Martín, para el gobierno político; los cuales desde el primer momento se dispusieron a combatir rudamente a los trastornadores del orden. Estos, viéndose amenazados en Madrid, diéronse a la tarea en las provincias, especialmente en las levantinas, y por el pronto en Aragón, donde la actitud de Riego, como capitán general, parecía alentarles de algún modo a violentas fechorías. Las Cortes, reunidas en sesión extraordinaria (por haber terminado en fin de Junio la ordinaria legislatura), entablaron sus empeñadas discusiones sobre aquellas inconcebibles revueltas, y el Gobierno, por boca del ministro D. Ramón Feliu, manifestó su importancia y trascendencia, diciendo que el Gobierno era dueño de los hilos de aquella trama; dicho fatídico, que fue, como de costumbre, parodiado por los zurriaguistas, los cuales, aludiendo a las otras reticencias de Argüelles en la sesión de 7 de Setiembre, decían:


    «En una y otra sesión
Sonaron con retintín
Las páginas de Agustín
Y los hilos de Ramón».



Estas acaloradas sesiones, en que naturalmente se quebrantó ya la calma anterior y compostura del Congreso, viéronse también interrumpidas, dominadas por los gritos, y hasta insultos, de los concurrentes a las galerías, que llegaron al extremo de silbar y escarnecer a patriotas tan eminentes como Martínez de la Rosa, Toreno, Calatrava y otros defensores esclarecidos del orden y de la verdadera libertad. Y no contentos con esta brutal embestida, persiguieron a los mismos con criminal intento, y hasta se presentaron en turba sediciosa -yo mismo lo   —269→   presencié- delante de las casas de Martínez de la Rosa, calle Fuencarral, y del Conde de Toreno, en la de la Luna, armados de cuerdas, con que decían iban a arrastrarlos; y penetrando en dichas casas, aunque frustrado su horrible intento por no haberles hallado en ellas, atropellaron a las personas de las familias, sin respetar siquiera a la ilustre viuda del desgraciado Porlier, hermana del Conde de Toreno.

Pero al fin, con la energía y decisión de las nuevas autoridades y del Gobierno, pudo conjurarse aquella sedición escandalosa: la sociedad de la Fontana quedó suspendida; Riego fue destituido de la capitanía general de Aragón, y enfrenados en todas partes los alborotadores. Estos, atrevidos e indómitos, aceptaron el reto, y para demostrarlo se prometieron celebrar una especie de función de desagravios en honor del general Riego, y más bien con el carácter de insulto al Gobierno que le había destituido; y para hacerla más ostentosa, acordaron salir en procesión o paseo triunfal en la tarde del 18 de Setiembre con el retrato del General; y aunque el jefe político San Martín y el capitán general Morillo (Tin-tin y Trabuco, con cuyos motes les apellidaba El Zurriago), conocedores de tan descabellado proyecto, les amonestaron, en bando de aquel mismo día, para que no lo realizasen, prometiéndoles una dura represión si tal intentaban, ellos no se dieron por notificados, aparentando la mayor indiferencia por tales amenazas. -Emprendieron, pues, su paseo triunfal con el malhadado retrato; pero el jefe político San Martín (que era hombre que lo entendía) les esperaba delante de la Casa Consistorial con un batallón de la Milicia Nacional, al mando de D. Pedro de Surrá y Rul (el mismo que veinte años después fue ministro de Hacienda de Espartero), y al llegar los amotinados   —270→   a aquel punto de la calle Mayor conocido por las Platerías, y después de hechas por San Martín las intimaciones convenientes, mandó calar bayoneta al batallón, y avanzó decidido a recibir en sus puntas aquella turba desaforada. -Y sucedió lo que era de esperar, que a semejante insinuación, se pronunció aquella en completa derrota, y no pararon de correr hasta la Puerta del Sol o hasta la de Alcalá, quedando abandonado en medio del arroyo el malparado retrato del héroe, que fue recogido por la Milicia y custodiado en la casa consistorial. -De este modo terminó la famosa batalla de las Platerías, como con cierta gracia la calificó El Imparcial, a la que no faltó más que un Lucano para cantar su gloria y hacerla llegar a los oídos de la posteridad.

Vencidos, pues, de este modo en Madrid, los turbulentos, inocularon su venenoso espíritu en las provincias andaluzas, especialmente en Sevilla y Cádiz, también con el pretexto de pasear el retrato de Riego; sólo que allí las autoridades, lejos de perseguirlos, se pusieron a su lado, y de buenas a primeras se declararon en abierta rebelión, que produjo por de pronto la alarma del Gobierno, de las Cortes, próximas a terminar sus tareas, y de todas las personas sensatas y verdaderamente amantes de la libertad. Pudo, sin embargo, disiparse también aquella nube formidable, aunque para ello hubo que emplear más de dos meses en violentas demostraciones, que dejaron lastimado al Gobierno y perdida su fuerza moral, así como también el prestigio de las mismas Cortes y de la revolución.

Quiere decir, en suma, que al terminarse el año 21, segundo del período constitucional, la situación del país no podía ser más complicada ni aflictiva. Los partidos extremos, exaltado y absolutista, desplegaban al viento sus   —271→   banderas; el Monarca, en abierta pugna con el Gobierno, y este desprestigiado y vencido también en la opinión; las Cortes, moderadas y prudentes, cediendo el paso a las nuevamente elegidas, en que dominaba el elemento exaltado, sin que los diputados y honrados patriotas que compusieron las primeras pudieran ser reelegidos, según la Constitución; las sociedades secretas, omnipotentes hasta entonces, divididas y debilitadas por sus contrarias tendencias; la prensa periódica desatentada y sin freno contribuyendo a crear una atmósfera mefítica de extravío revolucionario; y para que nada faltase a este sombrío cuadro, la fiebre amarilla paseando nuestros pueblos de la costa desde Cádiz a Barcelona; y colocado, en fin, en la frontera del Pirineo, bajo el título de cordón sanitario, un ejército, que amenazaba transformarse en ejército de observación, y más tarde en el de ocupación, encargado de realizar los acuerdos sucesivos de Troppeau, de Laiback y de Verona.

Pero apartemos la vista de este cuadro tenebroso para reposarla algún tanto en la especie de tregua o tranquilidad relativa que se disfrutó en Madrid durante la primera mitad de 1822; tregua providencial, que al paso que habrá de servir para desenojar en algún modo el ánimo del lector, cansado sin duda de la narración descarnada de aquellos desagradables sucesos, permita a la pluma del escritor -poco dado a trazar escenas políticas y lamentables- bosquejar con más risueños colores otras que alcancen a reflejar el progreso (que sin duda lo hubo) de la cultura social en aquel turbulento período.



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ArribaAbajo- II -

En medio de las azarosas circunstancias que quedan descritas, al través del sacudimiento político, y tal vez a consecuencia de él, Madrid salía, puede decirse, de su letargo secular, y arrojando el sudario en que yacía envuelto por la mano de un Gobierno refractario a toda expansión de la vitalidad propia de los pueblos modernos, revelaba el propósito de reivindicar, fiado en sus propios esfuerzos, el puesto distinguido de capital del reino.

Estimulábale para ello la mayor importancia que adquiría a virtud del nuevo Gobierno constitucional, con la presencia de las Cortes, que atraían a él la parte más vital del país, las capacidades de la política, de la ciencia y de la industria, y los capitales de comercio, al paso que, emancipado, por el nuevo sistema de la administración, de la rutinaria y estéril acción de sus ayuntamientos perpetuos, de sus corregidores golillas, y de un Gobierno, en fin, tímido y suspicaz, podía desarrollar, por medio de sus propios y más señalados ciudadanos, los gérmenes de prosperidad que encerraba en su seno, y que antes no le era dado cultivar.

El espíritu de asociación, de discusión y de examen, aplicado a este propósito, era la mejor garantía de un feliz resultado; y con efecto, desde los primeros meses de la promulgación del nuevo sistema, pudo observarse que los capitales, saliendo de sus escondrijos, se dedicaban a empresas de utilidad, de instrucción y de recreo; viéndose a los hombres más distinguidos por su probidad y patriotismo   —273→   aportar el concurso de su inteligencia a proyectos y planes de la mayor importancia. -Los propietarios de las casas, por ejemplo, congregados a la voz de su honrado convecino D. Manuel María de Goiri, establecieron sólidamente la excelente Sociedad de Seguros mutuos contra incendios, que en siglos anteriores no había sabido o podido plantear el Gobierno absoluto, y con la cual quedó garantizada la propiedad urbana, duplicando de este modo o triplicando su valor. A consecuencia también de esta salvadora institución, y de la trasmisión de una parte del mezquino y raquítico caserío de la villa desde las manos muertas de comunidades y mayorazgos a otras más activas o inteligentes, empezó desde luego la renovación decorosa en el aspecto de la población; al paso que la autoridad municipal, compuesta de los mismos vecinos, propietarios o industriales, emprendió, aunque tímidamente por la escasez de medios, el saneamiento y la comodidad de la vía pública; y los establecimientos industriales y mercantiles, siguiendo aquel irresistible movimiento de emulación, se arrojaron a empresas valiosas, ya para abastecer a Madrid de los frutos de las diversas provincias y de las costas, ya para facilitar sus comunicaciones, con la creación de las Diligencias generales en las tres líneas de Irún, Sevilla y Barcelona, ya, en fin, estableciendo en nuestra villa fabricaciones antes desconocidas en ella, o abriendo y decorando cumplidamente establecimientos públicos de utilidad, de comodidad y de recreo, entre los cuales llevaba la palma el magnífico Tívoli del Prado.

El Gobierno por su parte, y las Cortes, dando la debida preferencia al desarrollo de la pública instrucción, creó la Dirección general de Estudios, a cuyo frente colocó al eminente literato D. Manuel José Quintana; dispuso la creación de la Universidad Central, que por   —274→   entonces no llegó a tener efecto; pero modificó entro tanto y elevó casi a tal categoría los Estudios de San Isidro y del Seminario de Nobles, bajo un plan más conforme con los adelantamientos más modernos de la ciencia. Creó también la Academia Nacional, a imitación del Instituto de Francia, dividiéndola en tres secciones, a saber; Ciencias morales y políticas; Físicas y naturales; Literatura y Bellas Artes; dando cabida en ellas a las eminencias respectivas de los diversos ramos del saber. -Los particulares a su vez, instituyendo el primitivo Ateneo (calle de Atocha, frente a la de Relatores), bajo la presidencia del insigne general Castaños, abrieron a la juventud cátedras gratuitas, regentadas por los mismos socios, al paso que ellos se ilustraban y recreaban mutuamente en sesiones científicas y literarias, y a veces reuniendo a la buena sociedad matritense en conciertos brillantes y propios de tan culta Asociación. -Otros establecimientos particulares contribuyeron también a despertar el amor a la ciencia y a las buenas letras, y entre ellos no puedo menos de recordar aquí el afamado colegio de la calle de San Mateo, enaltecido por los eminentes literatos Lista, y Hermosilla y otros muchos, fructífero plantel de tantas inteligencias juveniles como más adelante ilustraron el Parnaso español con los nombres de José de Espronceda, Ventura de la Vega, Juan de la Pezuela, Felipe Pardo, Mariano Roca de Togores y otros que no recuerdo.

El teatro nacional, signo ostensible de la civilización o de la cultura de los pueblos modernos, también tomó desde entonces un nuevo carácter, acercándose en lo posible a corresponder a la exigencia del arte. Salvado mercantilmente, por empresas capitalistas, de la precaria existencia que arrastraba en manos de los propios actores, aspiró a desenvolverse con mayor propiedad y decoro, y se propuso exhumar y reproducir sobre la escena   —275→   patria las grandes creaciones de nuestros insignes dramaturgos del siglo XVII, que yacían en injusto olvido. -Tirso, Lope, Calderón, Moreto, Montalbán, Rojas y otros ciento de tan privilegiada nombradía, con sus admirables producciones, discretamente escogidas y depuradas por el eminente literato D. Dionisio Solís, tornaron a seducir, a avasallar la inteligencia del público español, que apenas tenía ya noticia de ellas: La Villana de Vallecas, Marta la Piadosa, Por el sótano y el torno, El Vergonzoso en Palacio, Mari-Hernández la Gallega y otras varias del primero; La Moza de Cántaro, El Premio del bien hablar, Lo cierto por lo dudoso, El Mejor alcalde el Rey, de Lope; La Vida es sueño, El Alcalde de Zalantea, El Médico de su honra, de Calderón; El Parecido, El Desdén y El Rico-hombre, de Moreto; La Toquera vizcaína, Marica la del puchero, de Montalbán, y otras infinitas joyas de nuestro Parnaso, prohibidas o arrumbadas, reaparecieron en la escena después de un silencio secular, dándola la animación y el esplendor a que tenía derecho; y la musa clásica moderna, interpretada por García de la Huerta, Moratín, Quintana, Ayala, Martínez de la Rosa, Saavedra, Solís y Gorostiza, procuró sostener con decoro y valentía, la lucha digna y noble con aquellos egregios creadores de la antigua escuela. -La celebérrima tragedia Raquel, que no había sido representada desde la vida de su autor -como ni tampoco lo ha vuelto a ser después por razones políticas- fue dignamente desempeñada, en 1822, por la excelente actriz Antera Baus; las comedias de Moratín, El Sí de las niñas y La Mojigata, salvadas de la prohibición que pesaba sobre ellas; las de Martínez de la Rosa, Lo que puede un empleo, La Niña en casa y la madre en la máscara, y la tragedia La Viuda de Padilla; Lanuza, de D. Ángel Saavedra; Juan de Calas, de D. Dionisio Solís, pudieron alternar con las ya conocidas   —276→   de Quintana, Ayala y Gorostiza, con que dieron a la escena española favorable animación y lozanía.

Pero, preciso es confesarlo, la novedad, la moda y el capricho seducían y apartaban el favor del público de nuestra escena dramática, encaminándole hacia la ópera italiana, que, después de un paréntesis de muchos años, acababa de inaugurarse en Madrid por una empresa particular. Formada la compañía por artistas distinguidos, tales como Lorenza Correa, Adelaida Sala, Dalmani Naldi y Loreto García; Mari, Vaccani, Capitani y García de Paredes, puso en escena las recientes creaciones del Cisne de Pésaro, del inmortal ROSSINI, encanto a la sazón de la Europa entera. L'Inganno felice, La Italiana en Argel, El Turco en Italia, Tancredo, La Gozza ladra, El Barbero de Sevilla, Otello, Elisabetha, etc., produjeron en el gusto del público una verdadera revolución. -Especialmente Adelaida Sala, arrogante y hermosísima donna, en el Tancredo, la Dalmani Naldi, de admirable voz y maestría, aunque de ingrata figura, en Elisabetha, eran los ídolos del público madrileño, y recibían todas las noches los más fervientes testimonios del entusiasmo popular. La primera, o sea la Sala, no sólo consiguió con su talento y bizarría cautivar el ánimo del público madrileño, sino que avasalló la voluntad de uno de nuestros más ilustres títulos, el joven Conde de Fuentes, Grande de España de primera clase, quien, previa la Real licencia, la hizo su esposa; y la segunda mereció que el poeta Arriaza improvisase un bellísimo soneto, que por conservarle en la memoria (y no hallarse impreso en la colección de sus poesías, publicadas por el mismo Arriaza en 1826), me atrevo a reproducir aquí:

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A ROSSINI


   ¡Oh tú, que a la región de la armonía
Me elevas, y en acentos seductores,
Nuevo Orfeo, mitigas los horrores
Que atormentan sin fin la mente mía!
   Si admiro ¡oh gran ROSSINI! cada día
En la gentil LA SALA tus primores,
Su labio de coral volviendo en flores
Los frutos de tu amena fantasía,
   En LA NALDI tu magia aún más campea
Cuando en tu canto de sin par ternura,
«Belle aline generose», nos recrea;
   Pues parece que, absorta en su dulzura,
Baja la misma Venus Citerea
Y la concede en premio la hermosura58.



Además de esta animación que ambos teatros, de verso y ópera, producían en la sociedad matritense, esta disfrutaba también otros círculos y establecimientos de recreo, que la hacían olvidar la tétrica monotonía de su existencia anterior. El espléndido Tívoli, en el paseo del Prado, con su anchurosa rotonda y ameno jardín, atraía todas las noches inmensa concurrencia; los conciertos del Ateneo y de La Gran Cruz de Malta; los para entonces magníficos saraos de la sociedad aristocrática de la calle de Jardines (número 16, en la misma casa que en estos días acaba de venir al suelo), y hasta los bailes de máscaras en ambos teatros de la Cruz y del Príncipe, durante   —278→   el Carnaval, que, como cosa nueva, y prohibida además hacía muchos años, renacía con grande entusiasmo, alegría y animación, todo contribuía a hacer olvidar o borrar el aspecto triste o monótono de la capital en años anteriores.

Madrid, pues, según dije al principio de este episodio, se rejuvenecía y regeneraba, y aunque, atendida la situación política del país, pudiera decirse con la moderna fraseología que danzaba sobre un volcán, el hecho es que parecía o aparentaba ignorarlo, dándosele un ardite de las facciones absolutistas o de las jaranas revolucionarias59.

La literatura, empero, estaba de todo punto abandonada; las ocurrencias políticas llamaban a otra parte la acción de sus dignos cultivadores; y los editores de obras literarias, que hacían, como siempre, de ellas una interesada granjería, dedicábanse, a falta de originales, a inundar el mercado con traducciones de las extranjeras, que, a causa del Gobierno anterior, eran desconocidas entre nosotros; y aunque estas traducciones, sobre otros inconvenientes, tenían también el de contribuir a estragar el gusto y la pureza del lenguaje, los imberbes adolescentes nos entregábamos, sin embargo, con ardor a su lectura; pero yo de mí sé decir que en medio de ella conservaba siempre tan arraigado el amor a nuestros clásicos, que no eran bastantes a separarme de él las bellezas de los extraños. -Saboreaba además con fruición las producciones   —279→   de nuestros escritores contemporáneos, castizas, desenfadadas y aun sarcásticas, de Moratín, Gallardo, Miñano, y el autor de las Semblanzas de los diputados; y seducido especialmente por la gracia y donosura de este último folleto, me arrojé a borrajear semblanzas también, aunque sólo fueran para mi uso particular o el de mis amigos; -pero ¿quiénes habían de ser los retratados, tratándose de un muchacho de diez y siete años, sino ellos mismos, mis propios camaradas de estudios y algunos de los concurrentes a la Academia de baile del célebre maestro Belluzzi? -Verdad es que a esta academia asistían los jóvenes de las casas más distinguidas de Madrid y muchos de los que en adelante honraron sus nombres como celebridades de la política, de las armas y de las letras; pero entonces todos éramos nada más que muchachos juguetones y traviesos, sólo conocidos en nuestras casas, por todas las cuales pasearon en carrera triunfal mis semblanzas, con grande regocijo de las familias de los originales60.

La buena, aunque confidencial, acogida que tuvo mi primera jugarreta escribómana, me animó a repetirla, y prescindiendo ya de la personalidad, borrajeé una serie de doce artículos de costumbres (uno para cada mes del año 1821), en que, preludiando ya mi natural instinto de observación satírica, me propuse trazar cuadros festivos de la sociedad que apenas conocía, y corrí presuroso a comunicárselos a mis amigos y camaradas; pero ¡oh dolor! en este trasiego, una noche hubo de caérseme del   —280→   bolsillo el abultado manuscrito; quiero decir que lo perdí. -¡No es fácil describir el desconsuelo y la desesperación del novel autorcete en este amargo caso! ¡Lo que menos sospechaba era que algún follón o malandrín, celoso de mis futuras glorias, me había sustraído el autógrafo para darlo a la imprenta y pavonearse luego con las galas de mi pluma! -En vano publiqué la pérdida en el Diario de Madrid. Nadie acudió a devolverle, con lo cual se corroboró mi recelo de la siniestra suplantación. -En tal caso, acudiendo con toda la intensidad de mi dolor al arsenal de mi memoria, encerreme en mi despacho, y merced a una noche de insomnio y de trabajo, logré reproducir fielmente el tal folleto desde la cruz a la fecha, y contra mi propósito primitivo corrí a ponerle en manos del impresor, bajo el título de... Pero tate; no quiero decir cuál era el tal título, no sea que algún ejemplar de aquel engendro haya logrado escapar de los dientes del ratón o del cesto del trapero, y venga muy serio a sacarme los colores a la cara. -Pero lo más chistoso del caso es que, publicado que fue dicho folleto (por supuesto bajo el modesto anónimo), acertó a abrirse paso entre la turba de papeluchos, quier políticos, quier literarios, que diariamente vomitaban las prensas, hubo de llamar la atención del público (que consumió la edición en pocos días) y de los periódicos, que ponían en las nubes el tal borrón. -Esto prueba lo medradas que andaban las letras por aquellas calendas. -Entre dichos periódicos, el que más se significó en su alabanza, y aun insertó uno de los artículos del folleto, fue el único literario que entonces se publicaba en Madrid, con el título de El Indicador. Era su director D. José María de Carnerero, hombre singular, mitad literato, mitad cortesano, con sus puntas de Tenorio y sus fondos de Kaleidoscopio político, de quien habré de ocuparme en otra ocasión; por ahora bastarame decir   —281→   que, halagada mi precoz vanidad con aquel golpe de incensario (tan habitual en Carnerero), corrí a espontanearme en su presencia como autor del supradicho folleto; oído lo cual por el amable periodista, y después de remachar de palabra sus elogios y parabienes, me invitó nada menos que a colaborar, gratis et amore, en su compañía y en la del apreciable literato D. José Joaquín de Mora, en el insípido periódico El Indicador. -Déjase conocer, que, oída que fue por mí tal invitación, no me hice de pencas, antes bien acepté con júbilo tal ofrecimiento, -y he aquí la razón, Sr. D. Andrés Borrego, mi excelente amigo (que con tan legítimo derecho ostenta V. sobre su cuello el Gran Collar de la Orden del periodismo), como entre los vivientes aún, y para disputarle el decanato de la prensa periódica (aunque sólo en su parte literaria), se le ha escabullido aquel muchachuelo de otros tiempos, y que hoy, como V., es un asendereado viejo setentón. -Verdad es que fue por pocos meses esta mi primera campaña periodística, porque los Sres. Carnerero y Mora, a quienes no satisfacía un amor puramente platónico hacia la literatura, dieron a poco al periódico un carácter político, ¡y qué carácter! nada menos que el de órgano de la Sociedad Landaburiana y de los Comuneros, bajo el título de El Patriota Español. Visto lo cual por mi impolítica personilla, no me di reposo hasta presentar y ver aceptada mi dimisión.





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ArribaAbajoCapítulo XV

1822


Tercero del período constitucional


Después de este largo episodio de la vida social, que me ha parecido oportuno reseñar, vuelvo, no sin repugnancia, a la narración de los sucesos políticos en aquel año.

En las elecciones de diputados para las legislaturas de 1822 y 23 quedaron eliminados, con arreglo a la ley vigente, todos los insignes varones que compusieron las anteriores, resultando, como no podía menos, con inmensa mayoría el elemento exaltado o ultra-liberal, que providencialmente parecía destinado a ver hundirse en sus manos la causa constitucional. -Esto mismo sucedió por igual razón el año 14, cuando la renovación de las Cortes gaditanas, que dejó eliminados a los fundadores de la libertad, para dar cabida a una mayoría reaccionaria o absolutista, que bajo la denominación de los persas acabó con aquella.

Pero como esta anomalía de la renovación absoluta del Congreso, en medio de sus grandes inconvenientes, ofrecía la ventaja de dejar en situación de reemplazo a los   —284→   diputados salientes, entre los cuales sobresalían los defensores del orden y de la templanza, Fernando VII, aprovechando sagazmente esta circunstancia, formó un nuevo Ministerio, compuesto de los más insignes adalides de este carácter: Martínez de la Rosa, para Estado; Moscoso de Altamira, Gobernación; Garelli, Gracia y Justicia; Sierra Pambley, de Hacienda; Bodega, de Ultramar; Balanzat, de Guerra, y Romarate, de Marina; todos los cuales, por sus opiniones templadas, eran mirados con agrado por el Monarca, siendo, por el contrario, blanco del odio y los denuestos de los partidos exagerados. Pero ellos no se desalentaron; antes bien, fiados en sus profundas convicciones políticas, en su valor cívico y en su conducta persuasiva y firme, se congratularon con la idea de llegar a contener las exigencias de los exaltados y de reconciliar al mismo tiempo al Monarca con el sistema constitucional. Hasta qué punto lograron realizar en la práctica estos loables intentos, es lo que vamos a ver.

Por de pronto, halláronse con unas Cortes medianamente hostiles, que empezaron por elevar a la Presidencia (que entonces se renovaba mensualmente) nada menos que a D. Rafael del Riego, por cuya significativa elección hubo naturalmente de retraerse Fernando de concurrir a la apertura de aquellas Cortes el día 1.º de Marzo, por no hallarse en careo y mano a mano con el turbulento caudillo, a quien sinceramente odiaba. -En honor de la verdad, conviene, sin embargo, decir que estas Cortes, que tan amenazadoras se anunciaban, por entrar en ellas los primeros caudillos del alzamiento, los jefes y personajes más influyentes de las sociedades secretas y públicas, los periodistas más avanzados, hasta los promovedores y jefes de las recientes insurrecciones de Cádiz y Sevilla, no se señalaron por sus excesos revolucionarios, como ni tampoco emprendieron una campaña acerba contra lo pasado;   —285→   antes bien acometieron discusiones serias sobre leyes importantes, tales como la división del territorio, el Código penal, los señoríos, la instrucción pública y la reforma posible de la Hacienda, teniendo al propio tiempo que atender vigorosamente a la defensa de la Constitución, combatida ya a mano armada por bandas numerosas, casi un ejército, que, bajo la bandera de la fe (feotas), infestaban ya las montañas de Cataluña y de Navarra, el país vascongado, las provincias de Aragón, Valencia y ambas Castillas; todo en los propios términos que hemos visto reproducidos después en las últimas sangrientas guerras civiles de 1834 y 1872, -por donde se ve que estas desastrosas luchas, sostenidas contra el absolutismo en el presente siglo, no han sido dos, como ordinariamente se dice en los periódicos y hasta en el Parlamento, sino tres, igualmente encarnizadas y funestas.

Fernando, por su parte, apoyado en los esfuerzos de sus parciales, que seguramente sostenía o dirigía él mismo por bajo de cuerda, y confiando también en la posible intervención extranjera (que asimismo preparaba), aunque parecía diferir y hasta congeniar con sus ministros, pasteleros, camarilleros, anilleros, como él mismo les llamaba en tono de broma, siguiendo la nomenclatura de El Zurriago, especialmente con Martínez de la Rosa, a quien mostraba particular afición, no cejaba por eso en sus propósitos, con el piadoso fin de volverlos a los presidios de África o al patíbulo, si posible fuera61.

  —286→  

Resulta natural de este juego misterioso del Monarca fue el maleamiento de la Guardia Real de infantería, que tenía más inmediata, y de que ya se vieron síntomas marcados en Aranjuez durante la jornada de Mayo, hasta que, bien maduros sus planes, decidieron dar el golpe en una ocasión solemne e inmediata. Tal era la que se presentó el día 30 de Junio, en que terminaban las Cortes su primera legislatura, a cuya solemnidad asistió Fernando para pronunciar el discurso de costumbre; pero a su vuelta a Palacio se halló sorprendido con la sublevación de sus guardias, que aclamaban al Rey absoluto, y que por primera diligencia habían asesinado cobardemente, y dentro del mismo Palacio, al pundonoroso oficial don Mamerto Landaburu, que pretendió hacerles entrar en razón, apostrofándoles duramente por su indisciplina.

Es tan conocida la historia de aquellos siete memorables días primeros de Julio de 1822, que sería inoportuno el reproducirla aquí, tanto por oponerse a ello mi constante   —287→   propósito de no invadir los límites de la historia propiamente dicha, como por el corto espacio que me prometo dedicar al presente capítulo. Limitareme, por lo tanto, y consignar el hecho en los términos más concisos, diciendo que, iniciado el movimiento, a mi juicio prematuramente, por los batallones que daban la guardia del Palacio, y secundados por los demás del Real Cuerpo, que se hallaban en sus cuarteles, titubearon o no acertaron a acometer desde luego su agresión, como acaso lo hubieran podido hacer por sorpresa con algún resultado; antes bien, en la noche del día 1.º de Julio se retiraron al Pardo cuatro batallones, dejando los otros dos encastillados en la plaza del Mediodía de Palacio. -Esta torpeza dio lugar a las autoridades, a la Milicia y la guarnición para reponerse de la sorpresa y aparejarse a la defensa, ocupando para ello la plaza Mayor y los demás puntos estratégicos de la población. -En esta singular actitud de expectativa e irresolución para ambas partes, transcurrieron los cinco días siguientes, ocupados en contestaciones entre el capitán general Morillo y los sublevados; contestaciones que a nada conducían; conservándose unos y otros en su respectiva inacción, hasta que, en la madrugada del día 7, los batallones del Pardo cayeron silenciosamente sobre Madrid, penetraron por el Portillo del Conde-Duque, y llegando sin contratiempo a presentarse delante de la plaza de la Constitución, ocupada por la Milicia Nacional, acometiéronla por sus tres avenidas que dan a la calle Mayor62.

  —288→  

La heroica resistencia de aquellos beneméritos ciudadanos en defensa de sus familias y de sus hogares, dirigida y secundada por las autoridades militares y tropas de la guarnición, evitó a Madrid un día de luto, que hubiera hecho olvidar el terrible 2 de Mayo, y produjo en los agresores tal indecisión, decaimiento y pavura, que no tardaron en darse a vergonzosa fuga; viéndose con dolor a un Cuerpo numeroso y aguerrido, que aún estaba formado en gran parte de los briosos soldados de la guerra de la Independencia, de los barbones de Ballesteros, y que ostentaban sobre sus pechos las honrosas condecoraciones ganadas en cien combates, huir avergonzados a refugiarse a la sombra del Palacio, dejando sembradas de cadáveres las calles de la capital. Allí les siguieron las tropas de caballería y artillería; intimáronles la rendición, que hicieron ademán de aceptar; pero, de repente, mudando de parecer, con tan mal acuerdo como en la noche anterior,   —289→   rompieron el fuego sobre las fuerzas vencedoras, y diéronse luego a huir en dispersión por las bajadas del Palacio a la Casa de Campo, siendo acuchillados enérgicamente por la caballería de Almansa y otros regimientos; -y es fama que, contemplando este espectáculo Fernando VII detrás de los cristales de sus balcones, decía muy satisfecho: «Anda, ¡que se fastidien por tontos! ¡A bien que yo soy inviolable!».

Y lo fue, en efecto; preciso es hacer esta justicia al vencedor, que, lejos de abusar de su victoria, y cuando todos, y acaso el mismo Monarca, pudieron temer la repetición de un nuevo 10 de Agosto de 1792, la Milicia y guarnición de Madrid, y a su frente los enérgicos y valerosos caudillos, descansaron sobre sus armas, detuviéronse ante los muros del Palacio regio, y aún se apresuraron a cumplir la orden de retirarse que les dio el mismo Monarca, que sin duda alguna era el autor de la sedición. Tan inverosímil como patriótico desenlace de aquella espantosa intentona honra sobremanera el carácter de nuestro pueblo, siempre noble y generoso, aun en los períodos más álgidos de las revoluciones.

A la vista tengo una alocución del Ayuntamiento a los madrileños, con fecha 10 de Julio, en que, después de congratularse con ellos por el triunfo obtenido, «aunque deseoso de evitar todo motivo de disensión y disgustos, aun de los más leves», les encarga y manda, así dice textualmente, «que contengan en sus pechos el justo tributo de agradecimiento al héroe de las Cabezas, victoreando únicamente (como él mismo ha suplicado en este día a la benemérita Milicia Nacional desde el balcón principal de estas Casas Consistoriales) a la Constitución, a la Nación y al Rey Constitucional, y de ningún modo a su persona, para que nuestros enemigos no tengan pretexto alguno en su resistencia a entrar en sus   —290→   deberes, y asimismo que olvidéis la canción del Trágala, que, aunque patriótica, se ha tomado por causa para dividir los ánimos y fomentar disensiones», etc.

El entusiasmo y júbilo del pueblo de Madrid, en tan solemne ocasión, se contuvo pues en los justos límites de una patriótica alegría, que con demostraciones expresivas se prolongó durante muchos días, hasta que por disposición de su Ayuntamiento se celebró solemnemente, el 24 de Setiembre (aniversario de la primera instalación de las Cortes), con un banquete monstruo en el Salón del Prado, a que fueron invitadas toda la Milicia Nacional y las tropas de la guarnición; espectáculo interesante y animado, que por su fondo y por su forma no tenía precedente en nuestros anales.

Pero como era necesario que alguno de los matices en que se habían dividido los partidarios de la Constitución sufriese las consecuencias de aquella tremenda jornada, recayó naturalmente este desmán sobre el Gobierno y el partido moderado, que representaba el Ministerio Martínez de la Rosa. Cayeron por consecuencia este y sus compañeros de Gabinete, entrando a ejercer el poder los representantes genuinos de la fracción exaltada, los generales San Miguel, López Baños y Capaz, en Estado, Guerra y Marina; Gasco, en la Gobernación; Vadillo, en Ultramar; Egea, en Hacienda, y Benicio Navarro, en Gracia y Justicia. -Mas esto no quiere decir que triunfasen las ideas exageradas y ultra-liberales de que antes habían hecho alarde, ni que se dedicasen a satisfacer venganzas contra la corte y el bando moderado, siquier retrógrado en su opinión; no, preciso es confesarlo; antes bien, más cautos o más patriotas, convirtieron todas sus fuerzas a promover el entusiasmo patriótico y a desplegar una enérgica defensa contra las fuerzas absolutistas, que ya contaban con numerosas huestes y hasta con un Gobierno-Regencia   —291→   en la plaza fuerte de La Seo de Urgel. Y hay que convenir también en que hasta cierto punto lo consiguieron, derrotando, por medio de sus generales Mina, Torrijos y Zarco del Valle, aquellas fuerzas orgullosas, tomándoles los fuertes que ocupaban y haciendo inminente su ruina total, si no hubieran hallado más adelante el poderoso auxilio de un ejército extranjero de cien mil hombres.

Las Cortes, en fin, asociándose al pensamiento dominante en el Gobierno, decretaron un armamento general, que tal puede llamarse la obligación impuesta a todo español que hubiese cumplido diez y ocho años, de ser afiliado forzosamente a la Milicia Nacional. Y como esta cláusula de miliciano forzoso no sonaba bien a todos los comprendidos en ella, originose una recrudescencia en el alistamiento voluntario durante los últimos meses de aquel año; y he aquí la razón por la que, contra mi escasa aptitud bélica, mi mediano entusiasmo hacia la carga en once voces, el tacto de codos y el paso regular o redoblado, y venciendo asimismo la oposición de mi amantísima madre, se diera el caso de que, entre otros muchos, célebres después (Olózaga uno de ellos), en el Diario de Madrid del mes de Diciembre, en las listas de alistados voluntarios, se leyese este oscuro nombre: -RAMÓN DE MESONERO ROMANOS.



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ArribaAbajo Capítulo XVI

1823


Postrimerías de la Constitución



ArribaAbajo- I -



   «Al viento tremola
El patrio pendón
Que fija el destino
De la gran nación.

    »A su sombra el fuego
De Bravo y Padilla
Se siente en Castilla
De nuevo vivir;
   »Y el eco repite
Que maldito sea
Quien hollarle vea
Sin antes morir.
Al viento tremola, etc.

    »Si antes al esclavo
Se daba por pena
La infame cadena
O el noble fusil,
—294→
   »Hoy honran las armas
Al buen ciudadano,
Porque un miliciano
No puede ser-vil.
Al viento tremola, etc.».



A los sonoros acordes de este himno marcial, compuesto para tal ocasión por el músico mayor de la Milicia, don José Gomis Colomer, con letra de D. Bernardo Borjas y Tarrius, hallábanse formados los batallones de dicha Milicia en el paseo de Atocha, la mañana del 1.º de Enero de 1823, para asistir a la ceremonia de la jura de banderas, que era de costumbre en semejante fecha, aniversario del alzamiento constitucional. Celebrábase además en aquel día la victoria del 7 de Julio anterior, para lo cual se presentaban en el seno de las Cortes las autoridades de Madrid y los jefes de la misma Milicia y de la guarnición a recibir la felicitación del Congreso por triunfo tan señalado; y los batallones de la Milicia ciudadana, luego de terminada la bendición de banderas, desfilaron, recorriendo el largo trayecto hasta pasar por delante del palacio de Doña María de Aragón, donde el Congreso, que celebraba su sesión, se presentó en masa a recibirlos, sin que en tan señalada solemnidad se interrumpiese un momento el júbilo y la alegría.

Trocáronse, empero, estos halagüeños sentimientos en otros muy distintos, cuando al día siguiente circuló la noticia de haberse presentado al Gobierno, por los embajadores de Austria, Prusia, Rusia y Francia, las notas colectivas en que en términos harto severos indicaban, o imponían más bien, la modificación del sistema constitucional, amenazando resueltamente con la intervención armada de las potencias en el caso de no ser escuchadas sus reclamaciones. -El Gobierno español, a cuyo frente se hallaba   —295→   el pundonoroso y valiente general D. Evaristo San Miguel, no titubeó un momento en responder a tan inaudita exigencia en los términos más dignos y levantados; y en las sesiones del Congreso de los días 9 y 11 del mismo Enero puso en conocimiento de las Cortes las arrogantes notas y la no menos arrogante contestación.

El efecto producido por ambos documentos en la Representación nacional fue, como no podía menos de serlo, apasionado y ardiente: produjéronse los argumentos más naturales contra aquella inaudita ingerencia de los gobiernos extranjeros en nuestros propios negocios; extremáronse los cargos de ingratitud contra las naciones que así pagaban el esfuerzo y heroísmo de España, que tanto había contribuido a librarlas del yugo del dominador del continente europeo, y salieron a relucir las victorias de Bailén y de Zaragoza, el heroísmo del 2 de Mayo y demás páginas gloriosas de nuestra historia moderna; todo en términos tan elevados y patrióticos, que produjeron entre los diputados y los concurrentes a las tribunas un movimiento mágico de entusiasmo y patriotismo.

Paréceme aún estar oyendo la ardiente y poderosa voz del joven diputado D. Ángel de Saavedra -después por tantos conceptos ilustre Duque de Rivas- demostrando hasta la evidencia el derecho que asistía a la nación para gobernarse a sí propia y rechazar la ingerencia del extranjero, terminando su oración con estas o semejantes palabras: «Sepan las naciones que aún es esta aquella misma España que resistió durante siete siglos la dominación de los agarenos, y en nuestros mismos días ha luchado siete años con las huestes del dominador de Europa; la misma España que aún encierra la virtud y el valor en el pecho de sus hijos, y el hierro en el seno de sus montañas».

En tan enérgico sentido, y con voz no menos elocuente,   —296→   hablaron también Argüelles y Alcalá Galiano, produciéndose un verdadero delirio de efusión y de entusiasmo en todos los diputados, que se abrazaban cordialmente aun los de más encontradas opiniones, y en el público, que aplaudía con frenesí y acudía luego a las puertas del Congreso para alzar sobre sus hombros a tan ilustres oradores, paseándolos triunfalmente en desusada ovación.

Pero esta efervescencia del patriótico entusiasmo tenía que amortiguarse necesariamente ante la formidable perspectiva de una invasión segura e inmediata, cuando al siguiente día los embajadores de las potencias pidieron sus pasaportes, que les fueron inmediatamente despachados; item más, al Nuncio de S. S., en recíproca correspondencia de no haber sido recibido por la Sede Pontificia el enviado español D. Joaquín Lorenzo Villanueva, con lo cual se estableció el precedente, que después se ha reproducido en otras ocasiones, y que el Sr. Moyano acaba de calificar gráficamente en el Congreso, haciendo observar la sinonimia entre el himno de Riego y la marcha del Nuncio.

No quedaron circunscritos estos funestos preliminares al rompimiento con todas o casi todas las potencias de Europa, sino que se presentaron también síntomas más tangibles de la próxima catástrofe. El 23 del mismo Enero, una de las más fuertes partidas de facciosos que inundaban el país, al mando de D. Jorge Bessieres, osado cabecilla antes de los más exaltados revolucionarios, y ahora caudillo del absolutismo, tuvo la audacia de acercarse a Madrid, invadiendo la provincia de Guadalajara; el Gobierno, sorprendido por aquella osadía, hizo salir al Capitán General con una columna de tropa y una parte de Milicia Nacional, mas con tan desgraciado éxito, que se vio derrotada cerca de Brihuega por el caudillo Dessieres, si bien este lo fue inmediatamente, al siguiente día, por   —297→   otra columna al mando del Conde de La Bisbal. Pero esta osada intentona y desdichada jornada, de que fueron víctimas algunos de los milicianos madrileños, infundió una gran alarma y disgusto en la población y en la Milicia Nacional, acudiendo esta a las armas y estableciendo en varios puntos sus batallones en retenes permanentes, que se prolongaron durante una semana. -Al mío, recientemente formado y que recibió en esta ocasión su mezquino armamento, tocole vivaquear las primeras noches en los claustros del convento de San Felipe el Real, teniendo yo la suerte de recibir grata hospitalidad en la celda del Reverendísimo P. Fray Miguel Huerta, vicario general de San Agustín, paisano y amigo de mi difunto padre. Otras noches estuvimos en el cuartel de Santa Isabel custodiando los prisioneros hechos por La Bisbal; otras, en el portalón y cuerpo de guardia de la casa de los Consejos, y otra, en el Polvorín, fuera de la Puerta de los Pozos; con lo cual, y dada la estación rigorosa en los últimos días de Enero, tuve ocasión de saborear los placeres y percances de la vida militar, a la que voluntaria o forzosamente me había lanzado.

Los sucesos entre tanto seguían precipitando su curso fatal, y aunque sin previa declaración de guerra, presentábase ya como cosa inminente el paso de los Pirineos por el ejército francés. Ante tal perspectiva, el Gobierno, presidido por el general San Miguel, se preparó para la defensa, que contaba fuera una reproducción de la famosa de la Independencia en 1808, sin tener en cuenta la variación de las circunstancias, y que ahora no era ya, como entonces, unánime la voluntad del pueblo español. Dispuso la formación de cuatro grandes ejércitos, al mando de los generales Mina en Cataluña, Morillo en Galicia, Ballesteros en Aragón, y La Bisbal en el Centro, que, con excepción del primero, habían de corresponder   —298→   tan mal a la confianza del Gobierno y a lo que prometían sus gloriosos antecedentes. El justificar estos hubiera sido más digno que no el calificar de imprudente la resistencia y de baladronada la arrogante contestación a las notas dada por el general San Miguel63.

Considerándose inconveniente la permanencia en Madrid del Rey y de las Cortes, estas, en sesión del 3 de Marzo, discutieron y aprobaron la traslación a Sevilla, y aunque Fernando, como era de suponer, se negó por de pronto a salir de Madrid, achacando su falta de salud según los facultativos de cámara, no faltaron otros, enviados por las Cortes y el Gobierno, que opinaron todo lo contrario, sosteniendo que estaba muy indicada la necesidad de la mudanza de aires, y esta declaración higiénica, apoyada oportunamente con algún otro remedio casero, como amagos de asonada o cosa tal, decidió a S. M. a consentir en el viaje, saliendo de Madrid el día 20 de Marzo en dirección a Sevilla, seguido del Gobierno, las Cortes y uno o dos batallones de Milicia Nacional.

Los franceses pasaron el puente del Bidasoa el día 7 de Abril, y haciéndose cada vez más apremiante la evacuación de Madrid por lo que aún quedaba en él del Gobierno   —299→   y oficinas generales, acordose formar un inmenso convoy, conduciendo el personal y el material de las inspecciones y otras oficinas, que no bajaría de trescientos vehículos, entre coches, galeras, carros, etc., bajo el mando del Ministro de la Guerra, D. Estanislao Sánchez Salvador, y la custodia de la parte de Milicia Nacional que aún quedaba en Madrid.

Al efecto, y reunida esta en el paseo de Recoletos en la tarde del 22 de Abril por el Capitán General La Bisbal, se le hizo la proposición, alternativa, de o disolverse entregando las armas, o pasar a Sevilla custodiando el convoy. La contestación no era dudosa, atendido el entusiasmo de aquella patriótica juventud, compuesta en su mayor parte de lo más brillante y vital de la población, y que acaso parecerá increíble a la más escéptica y positiva de estos tiempos. -Dividiéronse, pues, en dos secciones, una que había de marchar directamente custodiando al convoy, y bajo las órdenes de su comandante don José Luis de Amandi, y otra que iría por Extremadura, llevando las banderas, presos y caudales, y lo que es más gráfico y significativo de aquel momento, las urnas que encerraban los restos de Daoiz, Velarde y las demás víctimas del 2 de Mayo, que custodiaba el Ayuntamiento Constitucional, para sustraerlas a la profanación posible del ejército francés. Esta columna iba a las órdenes del futuro víctima de la libertad D. Pablo Iglesias.

En la mañana del 24 de Abril, reunidas ambas columnas a las orillas del Manzanares para emprender la marcha, ofrecieron el tierno espectáculo de la despedida de aquellos beneméritos ciudadanos, que abandonaban el regalo de sus casas, la cariñosa ternura de sus madres, de sus esposas, de sus amadas, para consagrarse a la defensa de una idea generosa, que consideraban patriótica y nacional. -¡Pobre madre mía! aún no he desechado el remordimiento   —300→   por el pesar y la desolación en que la dejé agobiada al arrancarme de sus brazos y sustraerme a sus tiernas caricias; y a par que las lágrimas a mis ojos, una dulce sonrisa asoma a mis labios al recuerdo de aquella escena, cuando, después de estrecharme contra su seno y de llenar de fiambres y golosinas mis bolsillos y mi mochila, me echó al cuello un escapulario de la Virgen de la Vega, de Calatayud, su patrona, y -¿me atreveré a decirlo?- puso en mis manos un billete de la diligencia que de allí a dos días saldría de Madrid, por si, como ella suponía, me quedaba cansado en Aranjuez u Ocaña, pudiese ocuparla, por supuesto con fusil y todo, para hacer con más comodidad la campaña que emprendía64.




ArribaAbajo- II -

Aparte de las extremadas precauciones de mi buena madre, yo había tomado también las mías, a fin de hacerme menos fatigosa la jornada, consiguiendo formar parte del pelotón de boleteros o itinerarios encargado de   —301→   preparar los alojamientos del batallón, al cual precedíamos en su marcha, con mayor holgura y sin sujeción a las filas. Componían esta partida el capitán de ejército, agregado a la Milicia, D. Manuel López Conesa, y los milicianos D. Fermín Sánchez Toscano, banquero acaudalado, D. José Robleda García de la Huerta, mi amigo y compañero desde la infancia; D. Pascual de Unceta y D. Marcelo Sánchez Sevillano, que más adelante figuraron como jefes de Administración; D. N. Aragón, y algún otro que no recuerdo, uniéndosenos en Valdemoro los itinerarios de la caballería de la Milicia, D. Rafel Amandi, D. Fausto Gálvez y D. Francisco España, personas todas de la mayor consideración y simpatía, y tanto, que merced a ella y a la buena armonía que reinaba en la partida, se nos fueron agregando sucesivamente otras personas ajenas a la Milicia, de las que venían en el convoy, tales como los dos marinos D. Saturnino Montojo, sabio director que llegó a ser del Observatorio astronómico de San Fernando, e ilustre tronco de tantos distinguidos oficiales de la Armada del mismo apellido, y D. Francisco Lallave, capitán de fragata, y el que lo era de caballería D. Antonio Van-Halen, después teniente general, conde de Peracamps.

En tan armónica reunión hacíamos nuestras jornadas, generalmente de noche, para adelantarnos algunas horas al batallón y descansar mientras llegaba. Así lo hicimos desde los primeros días en Aranjuez, Ocaña, Tembleque y   —302→   Madrilejos, sin otro inconveniente que la molestia causada por la marcha de noche -que no todas eran serenas- aunque nunca faltaba algún bagaje de carreta o caballería, en cuyo disfrute solíamos alternar; pero al atravesar la Mancha se nos ofrecía otro grave accidente, y era la necesidad de sortear la presencia de las partidas facciosas que, al mando de El Locho, Orejita, Palillos y otros héroes de esta calaña, infestaban la comarca, y que pudieron habernos copado muy a mansalva y con facilidad; pero, a Dios gracias, no cayeron en la cuenta de nuestro paso nocturno, y en la mañana del 28 llegamos a Manzanares sin novedad. Aquí descansamos con el batallón todo el día 29, y, gracias a la diligencia y desparpajo del banquero Sánchez Toscano, que se encargó aquel día de la esportilla, pudimos disfrutar de un opíparo banquete Camachesco de quince o diez y seis cubiertos -de palo por supuesto- a que asistieron todos los sujetos arriba mencionados, item más el benemérito alcalde o régulo de Madrid D. Pedro Sáinz de Baranda, y el Marqués de Alcañices, comandante del escuadrón de Milicia Nacional.

Durante esta permanencia en Manzanares tuve ocasión de ejercer una obra de misericordia, pues sabedor de que se hallaba preso en la cárcel el cabecilla D. Francisco Lasso, capitán retirado y persona de grande influencia en la Mancha, al cual conocía yo mucho, como inquilino de mi casa en Madrid, me presenté al encargado de la guardia con objeto de visitarle, lo que me fue permitido, gracias a mi uniforme, y hallé al desdichado Lasso tendido en un jergón y con grillos en los pies. Recibiome con las mayores muestras de ternura y agradecimiento, y sintiendo sólo que su miserable situación no le permitiese corresponder a aquel acto de humanidad de su caserito, de quien se despedía con el presentimiento de su próxima sentencia, de lo cual procuré disuadirle en los términos   —303→   que se me alcanzaron. A su tiempo se verá cómo esta obra de caridad no me fue del todo inútil.

Al día siguiente fuimos a Valdepeñas, en donde el opulento regidor y cosechero Prieto nos hizo saborear los frutos más prehistóricos de sus viñas, que él hacía ascender hasta el mismo Noé; con lo cual comprometió algún tanto la seguridad de nuestros pies y de nuestras cabezas para la próxima jornada nocturna, si no hubiera tenido la bondad de proporcionarnos uno de los carros de labor a guisa de bagaje. Pasados Santa Cruz y El Viso, nos internamos en la Sierra-Morena, desde cuyas alturas disfrutamos el imponente espectáculo del paso del convoy por aquella tortuosa y pintoresca vía; y hecha jornada en la Carolina, linda capital de las nuevas poblaciones, el día 2 de Mayo, llegamos en la mañana del 3 a Bailén. Allí hizo alto el batallón durante todo el día 4, que era domingo: por la tarde hubo revista y retreta con música, y por la circunstancia de hallarse en el pueblo el ilustre general Castaños (que venía en el convoy), se le dio una serenata, a que correspondió recibiendo con la mayor cordialidad a la Comisión que subió a felicitarle, y animando a la Milicia a proseguir en su patriótica actitud65.

  —304→  

A las primeras horas del día 5 dimos con nuestros asendereados cuerpos en Andújar, donde me tocó en alojamiento una miserable casucha de la Corredera de San Pedro o de San Pablo, en la que su joven dueña, con la escoba en la mano y rodeada de chicuelos, «que no la dejan a una parecer según es», -según se apresuró a decir con la gracia andaluza que escuchaba yo por primera vez-, y a fuerza de mis instancias, me deparó un nada mullido lecho en uno de los poyos laterales de la cocina, donde, teniendo por almohada la mochila, me entregué a las delicias de un sueño reparador. Estando en él, y pasadas tres o cuatro horas de verdadero letargo, ábrese de pronto la puerta, inundando la estancia el brillante sol de Andalucía, y oigo la voz de la patrona que decía: -«Melitar, melitar» (a que yo no daba contestación, bien ajeno de que tenía semejante investidura), hasta que un suave empujón, que me hizo poco menos que caer al suelo, me dio a conocer que a mí se dirigía el llamamiento, tanto más, cuanto que la patrona continuó diciéndome: «Ahí fuera hay un lacayo de la Duquesa o Marquesa de... (no recuerdo el título), que trae un recado para V. -¿Para mí? contesté yo entre risueño y confuso. -Sí, señor. -«¡A mí leoncitos y a tales horas! ¿Que tengo yo que ver con las duquesas ni con las alcarrazas de Andújar?». -Pero en esto el lacayo entró en la cocina, y saludando respetuosamente, me dijo que la Sra. Duquesa de... y el Marqués de Alcañices, su pariente, nos esperaban a comer a todos los que componíamos la partida de itinerario; visto lo cual no pude negarme a la evidencia, con la consideración de que el Marqués quería corresponder de este modo al banquete manchego de Manzanares. Prepareme, pues, todo lo más decentemente posible, y marché a reunirme con los compañeros, pasando todos a la casa-palacio, donde fuimos   —305→   cordialmente recibidos y obsequiados con esplendidez y buen tono.

En Córdoba, donde nos detuvimos todo el día 8, jueves de la Ascensión, pudimos admirar todos los primores arquitectónicos que aún conserva la antigua corte de los Califas. Las demás paradas o estaciones, en La Carlota, Écija, Luisiana y Carmona, no ofrecieron cosa que de contar sea, hasta que en la mañana del 14 llegamos a dar frente a la gran Sevilla, incorporándonos allí con el batallón y el que anteriormente había ido acompañando al Rey; salió a recibirnos con otros de Sevilla, inclusa una compañía de niños, y previo un abundante refresco en la Cruz del Campo, entramos interpolados y cambiadas las banderas, al son de los himnos marciales que eran de cajón:


    «Corramos a las armas,
Milicianos valientes,
Por conservar vigentes
La ley y libertad».



A que contestaban los de Sevilla:





«Somos liberales, Somos ciudadanos, Somos milicianos De la nacional. Nuestro juramento, Nuestra voluntad Es el morir todos Por la libertad66.

  —306→  

Pocos días después de nuestra llegada a Sevilla, y cuando aún duraban las ilusiones más halagüeñas del próximo arreglo de la cuestión política y del inmediato regreso nuestro a Madrid, hice yo, en unión de mi inseparable compañero el capitán López Conesa, una excursión a Cádiz con el objeto de conocer aquella hermosa ciudad y hacer uso para mis atenciones de la carta de crédito que recibí de mi madre sobre la casa del banquero D. Ignacio Casal, corresponsal que había sido de mi difunto padre. Proponíame regresar a Sevilla en los primeros días del mes de Junio; pero el horizonte iba nublándose con las noticias que recibíamos de Madrid y de Sevilla, y el avance del ejército francés, sin que nuestros ejércitos ni las poblaciones del tránsito les ofrecieran la más mínima resistencia. Súpose también que las bandas o partidas de facciosos que precedían a los franceses intentaron penetrar en Madrid en la mañana del día 20, apoyados o convenidos con las turbas del pueblo bajo, que salieron a recibirlos; aunque unos y otros hubieron de sufrir una rudísima lección por las tropas del general Zayas, que sólo convino en entregar la capital, el día 24, al Duque de   —307→   Angulema, que mandaba el ejército francés. Supimos también por la multitud de cartas y fugitivos que iban llegando a Sevilla y Cádiz, la instalación del nuevo Gobierno-Regencia, sus atroces medidas reaccionarias y los excesos a que se entregaba la plebe contra las personas, casas o intereses de los reputados por liberales, de los milicianos y sus familias: todo lo cual produjo el sentimiento de indignación y de despecho que es de presumir. Esta angustiosa situación subió de todo punto al saber que los franceses, prosiguiendo su marcha, o más bien paseo militar, penetraban en Sierra-Morena, pasaban sin obstáculo el formidable punto de Despeñaperros, y se extendían por las llanuras andaluzas hasta penetrar en Córdoba. Aquí la turbación y el desconcierto del Gobierno y de las Cortes, llegó a su colmo, viéndose clara la necesidad, la urgencia, de trasladarse con el Rey a la plaza de Cádiz, en donde todavía había quien se prometiese salvar la causa constitucional.

En este conflicto, e insistiendo yo, sin embargo, en regresar a Sevilla, me disuadía de ello mi compañero, en estos términos: «Quedémonos en Cádiz, me decía, antes que asistir a la catástrofe que amenaza resolverse en Sevilla. -Soy sevillano67 y conozco muy bien a mis paisanos de Triana y Macarena; no dude usted que así que vean cerca a los franceses salen a recibirlos con palmas, y el Rey a su cabeza, y que se opondrán a que les traigan a Cádiz, a donde de todos modos vendremos a parar». Esto mismo me aconsejaba mi madre en su última angustiosa carta, y en consecuencia, nos decidimos a permanecer   —308→   en Cádiz, adonde no tardó en llegar la noticia de la solemne sesión de las Cortes el día 11, en la que, previa la negativa del Rey a trasladarse a esta plaza, tomaron aquellas la atrevida resolución de declararlo incapacitado, nombrando una Regencia, compuesta de los generales Valdés, Vigodet y Ciscar, para que ejerciese el supremo poder durante la traslación del Rey, de las Cortes y del Gobierno a la isla gaditana. -Esta tuvo efecto, saliendo el Rey por tierra, en la tarde del 12, y al mismo tiempo las Cortes por el río en el vapor acaso único que entonces había en España, denominado, si mal no recuerdo, El Trajano; pero el populacho de Sevilla, sublevado en la mañana del funesto día 13, acometió y la multitud de barcos en que iban infinitos emigrantes con el material de las oficinas y los equipajes, causando destrozos y pérdidas irreparables. -Y aquí doy un descanso a la pluma para narrar el último funesto cuadro de aquel drama, que terminó en la plaza de Cádiz.





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ArribaAbajoCapítulo XVII

1823


El sitio de Cádiz



ArribaAbajo- I -

La entrada en Cádiz de Fernando VII, en la tarde del día 15 de Junio, ofreció un espectáculo verdaderamente deplorable, y muy semejante, sin duda, al que pudo presentar la del infortunado Luis XVI en París al regreso de Varennes.

Sabido es que las Cortés de Sevilla, al acordar la formación de una Regencia por la supuesta incapacidad del Rey, dispusieron que, una vez verificada la traslación del Monarca a la isla gaditana, había de cesar aquel entredicho y recuperar el ejercicio de su autoridad. -Con efecto, verificose así, y al pasar el puente de Suazo, que une dicha isla al continente, los tres generales que componían la regencia expresaron a S. M. que resignaban en sus manos la autoridad temporal de que se hallaban revestidos, no sin temer que el Rey, profundamente herido   —310→   en su amor propio y su dignidad, quisiera negarse a aceptarla, constituyéndose así a los ojos de Europa en una situación de verdadero cautiverio, pero Fernando desaprovechó esta ocasión, o por falta de valor o por interés inmediato en conservar el poder, y se contentó con decirles entre risueño y airado: «-¡Hola! ¿con que, ya no estoy loco? Bien está», -y siguió su camino hasta entrar en Cádiz por Puerta de Tierra.

Durante el trayecto entre esta y el grandioso edificio de la Aduana, donde le estaba preparado su alojamiento, la población gaditana mostró un sentimiento puramente de curiosidad, y hasta alguna descortesía, permaneciendo todos en silencio y sin descubrirse; las tropas que estaban formadas en la carrera tampoco hicieron los honores correspondientes, descansando sobre las armas; y hasta en la plaza de San Juan de Dios y calle Nueva se escucharon algunos silbidos, lanzados por la chusma marinera.

Al siguiente día, las Cortos reanudaron sus sesiones en aquel mismo Oratorio de San Felipe, que once años antes había servido de cuna a la CONSTITUCIÓN, y que ahora parecía destinado fatalmente a convertirse en su mausoleo. Los ministros Calatrava, Pando, Manzanares, Yandiola y Sánchez Salvador presentáronse a despachar de nuevo con el Rey; pero, qué tal sería la actitud de este y el aspecto desesperado que ofrecían los negocios públicos, cuando el Ministro de la Guerra, pundonoroso general Sánchez Salvador, se suicidó aquella misma noche, ocasionando esta catástrofe la profunda impresión que es de presumir. -Sin embargo, y a pesar también de las continuas y funestas noticias que diariamente se sucedían acerca de la aproximación de los franceses a Sevilla, y de la retirada del general López Baños con su escasa fuerza, harto débil para disputarles la entrada, que al fin se verificó, el Gobierno de Cádiz adoptaba apresuradamente   —311→   las medidas propias para la defensa, por lo menos, de la isla gaditana. Reforzaba sus baluartes y murallas; colocaba en las líneas a las pocas tropas de que podía disponer, juntamente con la Milicia Nacional de Madrid y Sevilla, y acariciaba sus esperanzas de obtener auxilio exterior, ya del ejército de Ballesteros, a quien aún suponía en buen sentido, ya de las expediciones emprendidas por Riego y Villacampa, y ya, en fin, por la cooperación que se hacía la ilusión de esperar de parte de la Gran Bretaña. El embajador de S. M. B., sin embargo, único que había seguido a Sevilla al Gobierno Constitucional, tuvo la precaución de quedarse en ella, con lo cual daba bien claro a entender hasta dónde llegaban sus simpatías.

Todavía los noticieros u ojalateros de la calle Ancha y del café de Apolo se entretenían agradablemente con ensueños de ejércitos andaluces y de escuadras británicas, y el Diario de la Corte, único periódico en que se habían refundido todos los políticos de Madrid, daba pábulo a aquellas quimeras, sosteniendo de este modo lo que se llamaba entonces, como ahora, la pública opinión.

Entre tanto, el ejército francés y las tropas realistas españolas ocupaban los pueblos de la costa frontera, a las órdenes del mariscal Bourmont, mientras que a la entrada de la bahía se desplegaba una formidable escuadra francesa bajo el mando del almirante Bordesoulle, estableciendo un riguroso bloqueo. -En estos términos se pasó todo el mes de Julio, sin más incidentes notables que la heroica salida del día 16, que, aunque desgraciada en sus consecuencias, sirvió para acreditar la arrogancia y bizarría de la Milicia del 7 de Julio, y la abnegación y sufrimiento con que soportaban sus individuos aquella fatiga, tan ajena a sus hábitos y condición, y que me complazco en recordar aquí, como testigo de aquellos   —312→   sucesos, de que apenas queda alguno que otro entre los vivientes68.

También recuerdo, entre otros episodios, uno muy característico, y es el siguiente. -Habiendo llegado a Cádiz con parte de la Milicia madrileña las urnas que contenían los restos de Daoiz y Velarde y demás víctimas del Dos de Mayo, que, según dije ya, custodiaba el Ayuntamiento de Madrid, se dispuso celebrar unas solemnes honras en la Catedral, y en aquel día aparecieron las banderas a media asta, saludando la plaza con los disparos correspondientes, lo cual observado por los franceses, enviaron a saber qué ocurría, y si por acaso había muerto el Rey; a lo que les fue contestado que aquellas demostraciones fúnebres se hacían en memoria de las víctimas de la libertad y de la independencia española, inmoladas por los franceses en 1808.

Cuando algunas de las compañías o batallones de la Milicia eran relevados del penoso servicio de la línea exterior, viniendo a darlo en Cádiz y en la guardia del palacio Real, eran muy agasajados por Fernando, que siempre les manifestó cierta predilección. Así lo demostró en las dos únicas salidas que hizo de su palacio; la una el día 2 de Agosto, para ir a San Francisco, con ocasión del jubileo de la Porciúncula, y la otra el día 5 del mismo mes, en que se empeñó (contra su costumbre) en asistir a la sesión de clausura de las Cortes, como si quisiera congratularse en ella dirigiéndolas el último responso. -En ambas ocasiones mandó le acompañase la Milicia Nacional de caballería de Madrid, a cuyo comandante llevaba   —313→   a la portezuela del coche, como al exento de su antigua Guardia.

Las Cortes cerraron, en fin, su legislatura ordinaria, no sin atreverse a formular una protesta contra toda variación o modificación de la Constitución vigente. Pero ¡inútiles ilusiones! La ruina del sistema constitucional era ya inevitable, y el Gobierno, aún vigente en Cádiz, se hallaba en un absoluto aislamiento, formando un terrible contraste con la distinta situación en que se viera en 1810 al 12. Protegido entonces por las simpatías de la nación entera y de sus ejércitos y el auxilio de sus aliados, lo estaba inmediatamente por la escuadra británica, aprestada en su defensa, en tanto que, la francesa se hallaba aprisionada en las aguas de Cádiz. Hoy sucedía todo lo contrario: la nación, en su mayoría, se le mostraba hostil; los ejércitos se negaban a la resistencia, y sus generales capitulaban vergonzosamente con los enemigos. En cuanto al auxilio supuesto de la nación británica, sólo se manifestó en Cádiz con la presencia de un aventurero, Sir Roberto Wilson, especie de lord Byron, excéntrico y audaz, que vino con uno o dos ayudantes, ofreciendo el auxilio de una legión inglesa (que nunca llegó), paseó por las murallas y fuertes su luenga figura y luenguísimo chafarote, y luego se fue hacia Galicia, a donde llegó a tiempo de ser testigo de la capitulación del general Morillo, con lo cual sin duda alguna hubo de curarse de su achaque quijotesco.

Los franceses entre tanto seguían estrechando el bloqueo, y aguardaban, para emprender la acometida, al Príncipe Generalísimo, cuya venida se anunciaba de un día a otro, en los primeros del mes de Agosto. Y, sin embargo, la población gaditana aparecía tranquila y hasta contenta y gozosa; el Rey, confiado y tranquilo también (aunque en diverso sentido), se entretenía en mirar   —314→   con un anteojo a sus amigos los franceses, que tenía al frente en el Puerto de Santa María, y hasta en corresponderse con ellos por medio de señales convenidas, sin duda, desde una torrecilla que hizo armar sobre la azotea del edificio de la Aduana, semejante a la que tienen otros muchos edificios de Cádiz. Todo esto lo observaba sin extrañeza, y hasta con indiferencia, la risueña población de Cádiz, que había establecido su paseo en la parte de la muralla que daba frente al palacio, entreteniéndose en escudriñar todas las acciones del Rey y de la familia Real a través de los balcones del palacio, todos abiertos a causa de la estación, y en comentar aquellas acciones con picantes y graciosos remoquetes.

-«Mira, mira, Aurora, Parma, Adela, Frasquita, mira qué pandorgas (cometas) le está echando desde la azotea Narisotas a su querido Angulema». -«Mira a D. Carlos con su familia resando el rosario y a D. Francisco con la suya asomándose ar barcón, y cómo te mira y te echa el anteojo. -No, sino a ti. -A ti, y por sierto que parese que no le ha sabido bien un pellisco que le ha dado su augusta mitad» -con otros diálogos y chascarrillos propios de aquel juvenil enjambre de curiosas impertinentes; mientras que los hombres, políticos o no, se encogían de hombros y se limitaban a decir, con la indiferencia musulmana: -«¿Qué va a pasar aquí?».

El periódico Diario de la Corte, único que, según queda dicho, se publicaba a la sazón, se entretenía en pronósticos halagüeños o en fogosas invectivas contra los franceses, contra los rusos, contra los austriacos, contra los prusianos, contra todo el mundo, en fin y en particular contra los ministros Meternich, Neselrrode, Caning y Chateaubriand, que nos había hecho el regalo de los cien mil hijos de San Luis.

Al mismo tiempo estampábanse en él diariamente muy   —315→   escogidos artículos de política por sus redactores D. Gabriel José García y D. Manuel Narganes, y otros muchos, y discretas poesías del ilustre diputado D. Joaquín Lorenzo Villanueva y de D. Tiburcio Hernández (diputado también), célebre abogado de Madrid. De este último, íntimo amigo de mi familia, sólo recuerdo un gracioso soneto, publicado en el Diario, con motivo de la llegada a la bahía e incorporación a la escuadra francesa de dos buques enviados por el rey D. Miguel de Portugal; decía así:


   «¡Temblad, oh gaditanos! El destino
Decretó vuestro fin, no hay que dudarlo;
Los hijos de San Luis, para lograrlo,
Tienen en su favor... -¿al Ser Divino?
   -Esto era poco, y fuera desatino
En causa tan injusta el esperarlo.
-¿El oro seductor? -Desparramarlo
Les hizo adelantar en su camino;
   Pero no alcanza ya. -Pues ¿qué diablura,
Qué enredo, qué embolismo, qué tramoya
Ofrece el cierto triunfo a los franceses?
   -¡Mirad temblando la marcial bravura
Con que en su auxilio viene... ¡Aquí fue Troya!
-¿Quién viene? -¡Dos faluchos portugueses!».



Y entre las muchas y discretísimas composiciones que brotaba diariamente la pluma del presbítero Villanueva, sólo recuerdo un irónico programa que trataba de la próxima rendición de Cádiz, en estos términos:


   «A los brazos de sus tropas
Llega el diez y seis el Nieto;
¡Qué empavesadas las popas!
¡Qué andar rodando las copas
Hasta que sude el coleto!
—216→
   El diez y siete, revista
De cristiano y ateísta;
-El diez y ocho, un bandolero,
Sorbiéndose el Trocadero,
Abre el paso a la conquista.
   Diez y nueve, por su ojal
Enfila la Cortadura,
Y cual duende, monsieur Tal,
Zampándose en el Puntal,
Pone el sello a esta aventura.
   Al salir la luna a gatas,
En navíos y fragatas
Se aprestan para el combate
El patrón y el galafate
De estos infames piratas.
   El veinte, en aurea falúa
Honra de Cádiz el muelle,
En que echó en San Juan de Ulúa,
Por si pega, la ganzúa
Que un cetro pudo valelle.
   Veintiuno y veintidós,
Todos del Príncipe en pos,
Que con su faz los engancha,
El pelado en calle Ancha
Bailan, y en San Juan de Dios.
   ¡Ven tú, día veintitrés!
Cuando entre inmenso gentío,
En este emporio francés
Descuelle como ciprés
El sobrino de su tío.
   «¡Voici! (clamará el zorzal)
Votre Roy filosofal»;
Y al ceñir la sien de oliva,
Quién en tiple dirá: «¡Viva!»,
Y quién por lo bajo: «¡Cal!»
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .



No me acuerdo de los últimos versos, como ni tampoco   —317→   de otra curiosa letrilla que el mismo Villanueva estampó en el Diario del día 25, que empezaba:


    «¿Cómo, señor, no venís?
¿No nos hicisteis saber
Que de Cádiz al glasís
Llegaríais a comer
El día de San Lüis?
Preparado es el desert
      Desde ayer,
      Está en un tris
Que todo se eche a perder.
   ¿Cómo, señor, no venís?».
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .



Véase de qué modo aquellos alucinados patriotas mantenían sus ilusiones y se dormían en ellas hasta los últimos momentos de su angustiosa situación. Pero la terrible realidad vino muy pronto a despertarles. -El Duque de Angulema llegó, en efecto, al frente del ejército francés, y dando sus disposiciones para acometer, realizó punto por punto, y con escasa diferencia de días, el burlesco programa trazado por Villanueva. En la noche del 30 al 31 de Agosto -día de mi santo- atacaron con formidable golpe de tropa el caño del Trocadero, y a pesar de la heroica defensa hecha por la Milicia Nacional de Madrid, defensa que ellos mismos se complacieron en encomiar, celebrando este triunfo como uno de los más señalados de las armas francesas, quedaron dueños de esta importantísima posición, cuya toma fue seguida de la de otros fuertes, no tan vigorosamente defendidos por las tropas que los guarnecían, hasta que el 21 de Setiembre, a la caída de la tarde, se vio ondear la bandera blanca de Francia sobre el castillo de Santi Petri, que era la última salvaguardia de la Isla gaditana.

  —318→  

Con estas sucesivas amarguras, y con la presentación de las perentorias intimaciones consiguientes del sitiador, el Gobierno y las Cortes, que se habían reunido de nuevo en sesión extraordinaria, cayeron en un profundo desaliento, y más todavía cuando al amanecer del día 23 de Setiembre, la escuadra francesa, aproximándose a la plaza, rompió contra ella y a boca de jarro, como suele decirse, un horroroso bombardeo, una verdadera lluvia de proyectiles, de que no se desperdiciaban más que los que estallaban en el aire, o salvando la población, iban a caer al otro lado en el mar. -La consternación del vecindario a tan insólita acometida fue general; todos, y especialmente las mujeres, saltando apresuradamente de sus lechos, corrieron a guarecerse a los almacenes a prueba de bomba debajo de la muralla; las tropas y la Milicia, a colocarse en las baterías, a lo largo de ella; y rompiendo estas y las de los fuertes y nuestras cañoneras un terrible fuego sobre las francesas, les causaron gran destrozo con su acertada puntería. -Era un espectáculo sublime a par que horroroso y que apenas las nubarradas de humo permitían abarcar. -El rey Fernando, haciendo por primera vez alarde de valor, o confiado acaso en que el fuego de los sitiadores no se dirigiría al palacio de la Aduana, subió a la torre a observarlo con su catalejo, no sin alguna exposición, pues que una de las bombas, estallando en las cocheras Reales, destrozó varios carruajes. Los daños causados en el caserío de Cádiz fueron de la mayor consideración y alcanzaron a un centenar de edificios; pero afortunadamente en las personas no hubo una sola víctima, y cuando a las once de la mañana cesó de todo punto el fuego, la población entera se lanzó a la calle con la más espontánea alegría, y las donosas gaditanas, saliendo de su escondite de los almacenes de la muralla, se mostraron tan halagüeñas, tan graciosas y compuestas como si hubieran empleado   —319→   aquellas horas angustiosas ocupadas en su tocador.

Pero esta última demostración, y las intimaciones que la siguieron, debieron convencer a las Cortes y al Gobierno que había sonado la hora de su desaparición, y previas algunas contestaciones con el Príncipe francés, que se negaba a tratar con otra autoridad que no fuera la del Rey, hubieron al fin de resignarse a declarar a este que se hallaba en libertad, presentándole por fórmula un Real decreto en que aseguraba ciertas garantías a los vecinos. -Fernando recibió en la noche del 30 este Decreto-manifiesto de manos del ministro de la Gobernación D. Salvador Manzanares, y afectando cierto movimiento de generosidad, no sólo le aprobó, sino que añadió de su propio puño algunas cláusulas aún más favorables, y señaló su salida para las diez de la mañana del siguiente día 1.º de Octubre. -Verificose, en fin, esta con la mayor solemnidad, embarcándose la Real familia a bordo de una vistosa falúa, cuyo timón gobernaba el Capitán general D. Cayetano Valdés, y en medio de las salvas de los fuertes y murallas de Cádiz y de la escuadra francesa, arribó al Puerto de Santa María, recibiéndole en la playa el Príncipe francés con su Estado Mayor y el Gobierno de Madrid69.

De esta manera terminó aquel interesante drama del período constitucional, que acabo de narrar sencillamente como testigo presencial desde la primera escena del 7 de Marzo de 1820, en que Fernando, asomado a los balcones del Real palacio, ofrecía jurar la Constitución, hasta el 1.º   —320→   de Octubre de 1823, en que le vi embarcarse para el Puerto de Santa María.

No hay que decir, porque es bien sabido, que Fernando, al pisar tierra, anuló deslealmente su espontáneo Decreto de la noche anterior, y firmó el nefando Manifiesto que le presentó el ministro D. Víctor Sáez, en que, siguiendo su costumbre, condenaba todo lo hecho en aquel período, y establecía el absolutismo más desatentado y sañudo.

Las tropas francesas ocuparon los fuertes y pabellones de Cádiz, y en tarde del siguiente día 2 formaron en parada a lo largo de la muralla, llamando la atención la magnífica Guardia Real por su continente marcial y brillantes uniformes. En una de las compañías de granaderos se ostentaba en primera fila, y como cabecera de ella, con sus charreteras de estambre y su fusil al hombro, la imponente figura del Príncipe de Saboya-Carignan -aquel mismo Carlos Alberto, rey de Cerdeña, que viniendo ahora, como aficionado, a combatir la libertad en España, intentó, muchos años después, darla a su patria; y que, derrotado en los campos de Novara, renunció a ella y abdicó la corona en su hijo Víctor Manuel, retirándose a Portugal, donde murió en las cercanías de Oporto.

Los oficiales franceses fraternizaban con los milicianos y les colmaban de elogios por su bizarro comportamiento. El mariscal Bourmont lo hacía igualmente con el general Valdés, y la población, en fin, repuesta de su sorpresa, tornaba a sus hábitos de expansión y de alegría. Pasaron algunos días sin que se observase en su aspecto material variación alguna, y hasta la misma lápida de la Constitución, que se ostentaba en la plaza de San Antonio, y las infinitas que se veían en las fachadas de muchas de las casas, con los artículos más marcados de la misma esculpidos en letras de oro, todo permanecía en tal estado, sin   —321→   que nadie osase destruir aquellos emblemas de un pueblo eminentemente liberal; baste decir que para arrancar la de la Plaza, en las altas horas de la noche del 6, y hallándose formadas en ella las tropas francesas, hubo necesidad de llamar albañiles del vecino Puerto de Santa María, por no haber en Cádiz ningún obrero que a ello se quisiera prestar.




ArribaAbajo- II -

De vuelta a casa


Terminado que fue el sitio, y disuelto el Gobierno constitucional, cada cual pensó en el partido que tomar había. Los diputados y personas más comprometidas huyeron por de pronto a Gibraltar, y los milicianos que, por la incomunicación con sus familias, carecían de recursos, hubieron de aceptar necesariamente la triste condición de regresar a Madrid en pelotones y con un modesto auxilio, lo cual les ofrecía la perspectiva de un peligroso calvario, que habían de recorrer hasta encontrarse en sus hogares.

Nosotros (mi inseparable López Conesa y yo), contando con otros recursos propios, nos embarcamos en la tarde del día 7 en un gran lanchón atestado de emigrantes, alguno de ellos muy comprometido, e hicimos rumbo a Málaga, en cuya bahía dimos fondo a la mañana siguiente. Pero el Capitán General Caro, a quien sin duda hubo de sorprender esta arribada de gente sospechosa, y careciendo   —322→   de instrucciones sobre lo que debía hacer con ella, nos impuso una especie de cuarentena, sujetando al barco a completa incomunicación y prodigándonos sus visitas la falúa de Sanidad; hasta que, al cabo de seis mortales días, en la mañana del 14, nos permitió desembarcar a tiempo que el castillo de Gibralfaro hacía salvas en celebridad de ser aquel día cumpleaños del Rey. -Interrogados en la Capitanía del puerto para declarar nuestros nombres, naturaleza, etc., yo tuve la indiscreción, para disimular algún tanto la procedencia, de decir que era natural de Salamanca, y en su consecuencia se me dio pasaporte para aquella ciudad, con la obligación de salir de Málaga dentro de las veinticuatro horas y de presentarme a las autoridades de los pueblos del tránsito, con otros ribetes muy propios para que cualquier alcalde de montera se creyese autorizado para hacer un atropello. -En tan apurada situación, mi compañero, que obtuvo el pasaporta para Úbeda -en cuyo vecino pueblo de San Esteban del Puerto tenía un hermano cura párroco-, me brindó a emprender la viajata en su compañía, pues que al cabo todo era acercarme a mi casa. Acepté, pues, la propuesta, determinándome a marchar a Salamanca, o más bien a Madrid, aunque fuera por los cerros de Úbeda, y en aquella misma tarde nos pusimos a merced de un arriero, o sea contrabandista -que en aquella tierra viene a ser una cosa misma- y montados en sendas mulas salimos en dirección de las sierras de Cómpeta, e incorporados luego con otros del oficio, en pintoresco grupo y alegre compaña, descendimos de la sierra al siguiente día hasta tocar en la risueña vega de Granada, a cuya hermosa ciudad, que divisamos en lontananza desde Santa Fe, dirigimos un suspiro, no menos sentido que el de Boabdil, porque las circunstancias no nos permitían penetrar en ella. Y como, estas circunstancias también alcanzaban, aunque por diverso   —323→   motivo, a nuestros dignos conductores matuteros, solíamos pernoctar en los ventorrillos y cortijos, y comer a la orilla de algún arroyuelo con la apacible beatitud de pastores virgilianos.

Llegados sin novedad a las puertas de Úbeda, después de cuatro o cinco días de caminata, y separándose allí mi compañero, que se dirigía a casa de su hermano el cura de San Esteban del Puerto, y también los arrieros, que terminaban allí su misión, quedeme solo en la morisca ciudad, sin saber absolutamente qué partido tomar que no fuera el de pernoctar en ella y presentarme a la autoridad con mi desdichado pasaporte. Pero esta incertidumbre no duró mucho rato, porque la espontaneidad de una imaginación de veinte años me sugirió la idea de suponerme estudiante que iba a cursar a Alcalá: todo con objeto, como es de presumir, de irme acercando a Madrid. -Con este pensamiento dime a recorrer posadas y paradores en busca de un arriero que me condujese, y no tardé en hallarle de tan franca voluntad, que se brindó a salir en el momento con sus pollinejos en la dirección que yo le indicaba. No dejó de chocarme esta facilidad y lo módico del estipendio que me exigía; pero bien luego hube de caer de mi burro -aunque apenas montado en él- cuando ya fuera de la ciudad observé, por la dirección en que caminábamos, que había en ello algún contrasentido, y así era la verdad; porque el pobre hombre, que en su vida había oído nombrar a Alcalá de Henares, me llevaba pura y simplemente a la vecina Alcalá la Real. -En tal conflicto, y después de las mutuas explicaciones y ofrecimientos del caso, pude conseguir que se prestase a esta viajata, para él más grave que la de las islas del polo para los atrevidos exploradores; pero con la condición de que habíamos de ir antes a su pueblo, que estaba cercano a Úbeda, y se llamaba Génave, a lo cual consentí   —324→   de muy buen talante. Una vez en este pueblecito y en casa de mi conductor, nos detuvimos en ella un par de días; y como quiera que mi juventud y mi alegría cautivasen los ánimos de aquella buena gente, entre la cual se contaba el alcalde del pueblo, pariente de mi arriero conductor, asaltome la idea, propia de un muchacho, de suponerme escapado de casa de mis padres en Málaga, y que, por consecuencia, no llevaba pasaporte; con lo cual, y mediante algunos tragos de Valdepeñas y dejarme ganar por el Alcalde tal cual partida de truqui-flor, pude obtener de este un papelucho, a guisa de pasaporte, firmado por Rosendo Nules, alcalde por el Rey absoluto, para poder viajar con seguridad por toda España e Islas adyacentes.

Con esta salvaguardia, y con romper el ominoso de Málaga, me consideré armado con el escudo de Aquiles para continuar mi caminata por villas y señoríos. -Efectivamente, verifiquela así en compañía de mi amable espolista asnal, y dirigiéndole yo, merced a la consulta de un mapa de España, que por acaso llevaba conmigo, tocamos, según recuerdo vagamente, en Villacarrillo, Infantes, Tomelloso, Campo Criptana, Quintanar de la Orden y Corral de Almaguer, no sin muchas peripecias y hasta peligros propios del estado de exaltación política y febril que reinaba a la sazón en el país, y pasando precisamente por los mismos en que acababan de apresar al infortunado Riego, vilmente entregado por los franceses después de prisionero.

Baste decir que desde Corral me dirigí a Alcalá de Henares, adonde tuve la suerte de llegar sin contratiempo al mes justo de mi salida de Cádiz. Allí me esperaba mi madre, a quien había avisado oportunamente, e incorporado con ella pudimos dirigirnos a Madrid, adonde llegamos en la tarde del domingo 9, cual si volviéramos de   —325→   una expedición a la Alameda de Osuna o de la función de novillos celebrada aquella tarde.

Una vez en mi casa, aunque con las debidas precauciones, tuve al siguiente día la sorpresa de ver entrar en ella al cabecilla realista D. Francisco Lasso, el mismo a quien, según recordará el lector, visité en la cárcel de Manzanares a mi paso con la milicia, y el cual seguía habitando el cuarto tercero de mi casa; y tanto mayor fue mi sorpresa, cuanto que se presentaba vestido de uniforme, con su faja y bastón de general. Díjome que no sabiendo cómo demostrarme su agradecimiento por mi buena acción al visitarle en la prisión, y hallándose a la sazón de comandante general de la Mancha, había encargado a su segundo, Roque Palomo (que estaba en Manzanares), que procurase por todos los medios posibles averiguar si yo pasaba por allí para prestarme toda clase de auxilios, y que él por su parte venía a hacerme en persona el mismo ofrecimiento. A lo cual contesté aceptando su proposición y diciéndole que aún podía prestarme algún servicio, cual era el de proporcionarme la carta de seguridad, rigurosamente exigida entonces; y recibida que fue con gusto la propuesta, al siguiente día, puso en mis manos aquel documento salvador. -De esta manera, con ayuda de Dios y de mi buena estrella, pudo sortear los sinsabores y peligros que asaltaron a los que, viniendo directamente y agrupados, fueron víctimas de mil atropellos en todos los pueblos del tránsito, y recibidos brutalmente a las puertas de Madrid por los voluntarios realistas y la plebe de los barrios bajos.



  —326→  

ArribaAbajo- III -

La entrada del Rey


Disipados, en fin, los peligros y libre mi imaginación juvenil de temores y sobresaltos, no tardé en ponerme en comunicación con los amigos y amigas de mi propia edad, y aun en salir, especialmente de noche, a recorrer las calles, y ver las iluminaciones y festejos por la entrada del Rey. -Verificose esta el día 13 de Noviembre, y por cierto que, dominado siempre por mi índole satírica y maleante, más bien que en la parte solemne de aquellas demostraciones, fijaba mi atención en tales o cuales detalles ridículos que se presentaban a mi vista, y de que me voy a permitir consignar aquí alguna muestra, siquiera no sea más que con objeto de desarrugar el entrecejo del lector, fatigado con esta larga y enojosa relación.

En el arco de la calle de Alcalá, por ejemplo, leí con sorpresa y asombro esta inscripción, en la que el poeta Arriaza pretendió decir lo que no dijo, o no acertó a explicar lo que quiso decir:


   «Ya llega el que, de reyes descendiendo,
De rodilla en rodilla
Nació a ser soberano de Castilla;
Volad, ingratos, rodead su trono;
Que es muy dulce en sus labios un ¡Yo os perdono!».


(Y hacía seis días que habían hecho morir a Riego en   —327→   afrentoso patíbulo, para lo cual dilató Fernando su entrada en Madrid.) -En cuanto a lo de «nacer de rodilla en rodilla», paréceme que, más bien que en el dominio de la poesía, cae an el de la Obstetricia, o sea el arte de partear. -Pues aún era más chistoso el cartelón o transparente que se veía a dos pasos de allí, en la fachada de la casa núm. 46, que sirvió antes de hospedería a los Cartujos, y sobre cuya puerta hubo un nicho con la famosa estatua de Pereira, representando a San Bruno, fundador de la Orden. Decía, pues, así esta donosa inscripción, que yo apunté cuidadosamente, con el piadoso objeto de que no fuera perdida para la posteridad:


   «El prodigio de las artes,
El San Bruno de los Brunos,
El perseguido de tunos,
El que asombró en todas partes;
El que... ¡Oh mi Dios!... ¡no me apartes
De tenerte devoción!
El que dos veces balcón
Vio este nicho convertido,
¡Gracias a Dios que ha caído
La infame y negra facción!».


MALO                


Este Malo (con M grande) era ni más ni menos que el apellido del autor, que no era otro que el presbítero don Ignacio García Malo.

Por fortuna, y formando contraste con estas necedades, algo más abajo, en la casa donde está el Depósito Hidrográfico, brillaba un magnífico transparente, en que el Cuerpo de la Armada, nada realista por cierto, había tenido el buen de gusto de representar la persona de Hernán Cortés en actitud de mandar quemar las naves, leyéndose   —328→   en su parte baja estos dos versos del bello poema de don Nicolás Moratín:


    «Ya la grandeza adviertes de esta hazaña;
Este es Hernán Cortés, esta es España».


Por no hacer pesadas citas, me dejaré caer enfrente de un templete o arco que se alzaba en la plazuela de la Villa, cubriendo la fuente que allí había, y en que se leía, ni más ni menos, lo siguiente:


   «Viendo esta iluminación
Y adorno, que tanto brilla,
Como con admiración
Dijo un sabio: ¡Esta función
Hace por su Rey la villa!».


Ni paraban aquí las efusiones de aquellos bienaventurados, sino que el Diario de Madrid, órgano genuino e inmemorial de tales ingenios, rebosaba en anacreónticas, acrósticos, jaculatorias, ensueños, raptos y logogrifos, en que los Garnier, Díaz de Goveo, Abrial, Alenza (padre), Bahamonde -(el Rabadán de este rebaño había muerto ya)- se despachaban a su gusto en toda clase de expansiones absolutistas y en tiernos deliquios de humildad y servidumbre. Y tanto, que excitada mi traviesa musa juvenil e impresionada por los ronquidos de aquella falange de sirenas machos, quiso, como quien dice, echar su cuarto a espadas, y me sopló una sentida composición en su mismo macarrónico estilo, y que siento no poder trasladar aquí íntegra, siéndome por esta vez infiel la memoria, que sólo me permite retener algunos de sus versos, en que, dirigiéndome al Monarca, libre de su segunda cautividad, decía:

  —329→  

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   Ya por la gran de Atocha, entrarás, puerta,
Que de verdes verás, ramas, cubierta;
En la villa del Oso y del Madroño
Triunfante penetrando... a fin de otoño.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   Verás a los realistas voluntarios
Presurosos correr con modos varios
Para solemnizar en su venida
A aquel que con su vista les da vida
Cual allá los de Córdoba, valientes,
Lanzándose a la lanza, diligentes
Vuestro carro magnífico arrastraban,
Y los que no podían la empujaban70.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


Escritos que fueron estos versos, que, como se ve, estaban impregnados de actualidad y colorido, los deposité en el buzón que el Diario, único de Madrid, tenía a la puerta de su Administración, sita en la Puerta del Sol, frente a la fuente; pero ¡qué lástima! el director o fundador del tal Diario, el inglés D. Santiago Tewin, hubo, como quien dice, de oler el poste o sospechar la jugarreta, y no le dio lugar en sus páginas, con notable detrimento de mi futura gloria y del gusto poético con que se inauguraba aquel desdichado período.






 
 
FIN DEL TOMO I
 
 



ArribaAbajoTomo II

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Como la presente edición de las Obras de D. Ramón de Mesonero Romanos es una fiel reproducción de la publicada en 1881, todas las notas y acotaciones que aquí figuran son debidas a la pluma de su ilustre Autor.



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ArribaAbajo Segunda época

1821-1850


Doblemos la hoja


Confieso de buen grado que en los capítulos anteriores, referentes al período constitucional de 1820 al 23, me he extralimitado algún tanto, invadiendo, contra mi propósito en esta sencilla narración, el dominio de la historia. Pero sírvame de disculpa que, tratando de un período poco conocido, por extremo dramático, y el único también en que durante mi larga vida, y en el albor, puede decirse, de ella, me tocó tomar alguna parte, siquiera no fuese más que en las comparsas de última fila, no supe resistir al deseo de consignar mis reminiscencias juveniles, enlazándolas con el relato de aquellos sucesos, de que tan contados testigos quedan ya.

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Pero, una vez reseñados aquellos, y llegando fatalmente a otro período más terrible y lastimoso, cual fue el de la sangrienta y feroz reacción absolutista, que lanzó a la nación en todos los horrores de la saña política, de las venganzas personales, de la persecución contra el saber y el patriotismo, mi conciencia literaria y mi pluma nada agresiva se rehúsan a seguir por este camino y a trazar un cuadro repugnante ante el cual (según la frase, más expresiva que culta, de mi amigo el ilustre Donoso Cortés) «aparto la vista con horror y el estómago con asco». -Porque, a decir verdad, ¿qué desenfado, qué humorismo (y perdóneme nuestra Real Academia esta palabra) cabe ante situación tan violenta, ante la perspectiva del patíbulo casi permanente; ante la saña y la violencia de las malas pasiones suscitadas contra una sociedad entera; ante el embrutecimiento de las turbas; ante la proscripción de las ideas generosas y levantadas; ante las comisiones militares; ante los desafueros políticos de los Chaperones, Herreros-Prieto y Recachos, que produjeron entre nosotros, aunque en sentido inverso, el Comité de salud pública y el Tribunal revolucionario de 1793? -Francamente, yo no veo ninguno; y dado este conflicto, cúmpleme abrir un paréntesis de algunos años en esta parte de mi narración, tornándola a su cauce natural, que, como ya queda repetido, es el más halagüeño campo de la vida social y la progresiva marcha de su cultura en todas sus manifestaciones, y muy particularmente en el progreso literario y civilizador de la época, a cuyos dos objetos dediqué exclusivamente mi vida entera; sin perder de vista, empero, aunque en segundo término, el giro de los sucesos políticos, que tanta influencia ejercieron en el gran desarrollo de la vida moderna.

Hechas, pues, estas salvedades, y recordando mi edad   —11→   y condiciones a la sazón (1824 a 27), paso a ofrecer a mis bondadosos lectores un sencillo cuadro de la vida íntima, animada, de aquella sociedad, que si tal vez adolecerá de frívolo e insustancial ante los ojos de algún adusto crítico de los que buscan la política, ¡hasta en mis impolíticos escritos!, acaso logre interesar a otra parte, menos áspera de condición, que gustó de sonreír (Dios se lo premie) con los rasgos halagüeños de mi antigua pluma regocijada.



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ArribaAbajo Capítulo I

Usos, trajes y costumbres de la sociedad madrileña en 1826


Entonces caí en la cuenta de que era un pollo y que me asomaba a una sociedad que, por lo inocente, raquítica y enteca, era pollo también; y para mejor reseñarla bajo todas sus fases, empezaré por la tierna infancia, por los niños, que venían empujando a la antigua generación. -En esta nueva cosecha de gente menuda germinaba el virus turbulento y levantisco, propio de este siglo agitador, y como por su tierna edad era acaso la única clase que se hallaba exenta de persecuciones y de temor, creíase dispensada de toda subordinación y disciplina, y autorizada por ende para todo género de travesuras.

Para dar una idea de ello, y del desenfado con que la turba muchachil hacía uso de sus derechos imprescriptibles, bastarame citar alguna que otra escaramuza de las que por entonces entretenían la risueña malignidad del público, formando alegre contraste con la monotonía y tristura de aquella época sombría.

La salida, por ejemplo, en las primeras horas de la noche, de los numerosos alumnos de la Academia de San Fernando era motivo de alarma de todo aquel barrio, y las intencionadas jugarretas de los rapaces, a la par que sembraban en unos el espanto, excitaban en otros una sonrisa   —14→   burladora. -Una noche, por ejemplo, que el honrado figurero Cavalcini se retiraba a su chiscón -que lo tenía en una de las buhardillas del edificio de la Academia- llevando sobre su cabeza y sosteniendo con ambas manos el tablero de figurillas de yeso, que iba pregonando al grito de santi boniti e barati, viose de repente cercado del enjambre de muchachos que vomitaba el ancho portal; y empujado por ellos hacia el medio de la calle en formidable círculo infernal, dirigíanle mil apóstrofes y zalamas, quier cariñosos, quier burlescos, con la pérfida intención de ver si se descomponía y hacía vacilar el tablero de las figurillas; entretanto que otros le iban soltando bonitamente los tirantes del pantalón, bajándosele luego hasta los pies a manera de grillos, con que el infeliz, que no podía defenderse de modo alguno, lanzaba agudas imprecaciones al coro endemoniado, que respondía a ellas abriéndose entre silbidos y bailoteos, y dejando al infeliz a la intemperie, convertido en la figura más triste de su colección.

Deslizábanse otra noche en derredor de la fuente de Mariblanca, en la Puerta del Sol, y ensartando en una cuerda por el asa varios cántaros -que entonces eran de cobre los que usaban los aguadores- ataban después la cuerda a un calesín parado allí cerca, y aguijoneaban luego al caballejo, con que salía este disparado, arrastrando en pos de sí una docena de cántaros por el agudísimo empedrado, con no poco ruido y detrimento, y angustia y sorpresa de los míseros astures.

Destacándose algunos, en corto número, otras veces hacia la bóveda de San Ginés (donde se celebraba todas las noches de los viernes el ejercicio de disciplina), requerían por separado y con disimulo el instrumento de penitencia, y una vez dueños de él, penetraban en la lóbrega capilla, empezando a disparar a diestro y siniestro sendos latigazos,   —15→   con que ocasionaban tal cual interjección, nada propia de aquel sitio, o alguna voz plañidera que decía, «acorte, hermano, por amor de Dios»; pero ellos arreciaban en su tarea hasta que se producía un tumulto, que obligaba al sacristán a presentarse con una luz; mas los pérfidos agresores se habían ya escurrido hacia la puerta, no sin tomar antes la precaución de vaciar en la pililla del agua bendita una botella de tinta o un tarro de unto de botas; con que al salir los piadosos penitentes llevaban en sus manos y en sus caras el sello indeleble de la infernal travesura muchachil.

Más entonados y circunspectos los mancebos imberbes, eran enamorados y bailarines, esperaban a las modistas a la salida del taller para acompañarlas y comprarlas flores, y por la noche asistían a las academias de baile de Belluzi o de Besuguillo, para ponerse al corriente de la nueva cortesía de la gavota o del último solo del rigodón. -El sastre Ortet, el zapatero Galán, el peluquero Falconi y el sombrerero Leza cuidaban de apropiar a sus juveniles personas los preceptos inapelables de los figurines parisienses, los carriks de cinco cuellos, las levitas polonesas de cordonadura y pieles, los pantalones plegados, los fracs de faldón largo y mangas de jamón, los sombreros cónicos, las corbatas metálicas y cumplidas, y los cuellos de la camisa en punta agudísima, las botas a la bombé o a la farolé, y el cabello levantado y recortado a la inglesa. -¡Dichosos tiempos, en que no se habían inventado aún las barbas prolongadas, ni el bigote retorcido, o se habían dejado como patrimonio a los militares y capuchinos! -El gabán nivelador y la negra corbata no habían aún confundido, como después lo hicieron, todas las clases, todas las edades, todas las condiciones; el capote de mangas y el rus eran patrimonio   —16→   de los hombres entrados en años; la capa con embozos escarlata y botonadura de oro, a lo Almaviva, envolvía airosamente la persona de los jóvenes elegantes; la cumplida casaca, el chaleco, calzón y media negra, corbata, pechera y guante blanco representaban la edad provecta, la alta posición, el severo carácter del funcionario o padre de familias; el pantalón ajustado, de punto blanco, y la bota de campana, los colores varios y pronunciados del frac, tales como azul de Prusia, verde pistacho, gris claro; los chalecos pintorescos con botonadura de filigrana; los dijes y baratijas en cadenas y sellos, y, finalmente, el hiperbólico y complicado nudo de la corbata, eran los distintivos de la inofensiva y alegre pollería de tres a cuatro lustros.

El vestido y adorno de las damas era también extremado, aunque, si ha de decirse la verdad, carecía del gusto y variedad que ha adquirido después. El talle, alto por lo general, deslucía los cuerpos y quitaba gracia y flexibilidad al movimiento; las dulletas o citoyennes de seda, entreteladas y guarnecidas de pieles o de cordonadura, tenían, sin embargo, cierto aspecto majestuoso y solemne; los spencers (corpiños), junquillos o rosas lucían bien sobre un vestido de punto, de seda, ceñido al cuerpo; el peinado alto, los bucles huecos y la peineta de concha o de pedrería daban a la cabeza cierto carácter monumental; y, sobre todo, el traje de maja andaluza, que consistía en una basquiña y cuerpo de alepín morado y guarnecido por bajo y en las bocamangas y en los hombres con sendos golpes de cordonadura y abalorios; la mantilla blanca y cruzada al pecho, y zapato y toquilla de color de rosa, era realmente un traje expresivo y fascinador, propio exclusivamente de la gracia y donosura del tipo español. -No estaba este aún desnacionalizado en nuestro Prado de   —17→   entonces por el horrible mantón de cachemir, ni por las capas, albornoces, gabanes y casaveks; por las botas atacadas, ni por las capotas y sombreros, que después vinieron a borra completamente en nuestras damas la fisonomía propia del país; y si bien, por la ausencia de todas estas adiciones, abrigos e hipérboles, solían adolecer algún tanto las reuniones de cierta monotonía y seriedad, por lo menos pesábase en ellas a punto fijo el quilate y valor de cada persona; medíase a una simple ojeada sus ventajas o desventajas naturales, su proporción y dimensiones; no había que hacer para ello abstracción alguna de miriñaques y almidones, armaduras y postizos, prendidos y gasas, ni que adivinar las formas verdaderas a vueltas de veinte varas de tela y del complicado follaje de volantes, cintas y guarniciones.

Aquella espontánea originalidad de nuestro Prado sobre los paseos extranjeros tenía, pues, un halago particular, y marchaba de acuerdo con la sociedad, también original, de aquellas calendas.

A la vista tengo una litografía contemporánea, que representa esta sociedad así ataviada a la usanza de entonces. -La verdad del conjunto y la minuciosidad de los detalles declaran la conciencia del autor, cualquiera que fuese, de este dibujo; pues no sólo se limitó a pintar la visita del Salón del Prado, sino que (si no me engaña la tradición o la memoria) quiso representar, y representó en efecto, entre los concurrentes, a varias de las notabilidades de ambos sexos que por entonces brillaban en salones y paseos; y más de un curioso, al extender la vista por aquellos animados grupos, creería reconocer entre ellos las facciones y apostura de un cumplido caballero y célebre Marqués, a quien Madrid debió más adelante altos   —18→   y distinguidos servicios71; las de un Grande de España, justamente famoso, que representó luego los primeros papeles en la política, en la diplomacia y en las letras72; las de un periodista afamado y amable literato, que por entonces formaba las delicias de nuestro teatro y de nuestra sociedad73; las de una graciosa y elegante joven, por quien suspiraban a la sazón las tres cuartas partes de los pollos de Madrid74; las de un tenor italiano, que enloquecía con su figura, su canto y modales a todas las muchachas disponibles y a muchas que no lo eran75; y las de otras notabilidades, en fin, que por entonces cerraba en sus muros la heroica capital. -A decir verdad, el pincel del autor anduvo un tanto escaso en la exposición de figuras femeniles, o se consideró poco a propósito para trasladar a su pincel las bellísimas figuras de algunos astros de aquel brillante cielo. -Si esto no fuera así, ¿cómo hubiera prescindido de ofrecer en primer término el majestuoso continente y bella fisonomía de la que entonces era conocida por la Reina de las hermosas?76. ¿Cómo olvidar a aquellas dos hijas de un elevado diplomático, que en los suntuosos salones de París dejaron tan altamente colocada la fama de la belleza española?77. ¿Ni aquellas otras tres hermanas, también hijas de un Grande de España, que eran el retrato vivo de las Gracias de la mitología78, y en cuyo álbum escribía el correcto poeta don   —19→   Ventura de la Vega (entonces pollo también) esta ingeniosa décima en alusión al juicio de Paris?:


   «Las tres diosas según creo,
Que la poma contendían
Tan hermosas no serían
Como las tres que aquí veo
Con su difícil empleo
Pudo al fin Paris cumplir;
Mas si hubiese de elegir
Entre tan lindas hermanas,
A no tener tres manzanas,
No pudiera decidir».



La mejor hora, la hora propia y más brillante del paseo del Prado era entonces de una a tres en el invierno, en aquel momento en que, bañado completamente por el vivo sol de Madrid, dejaba ostentar a los concurrentes la gracia de la persona o los primores del atavío. Comíase entonces indefectiblemente a las tres, y por lo tanto no podía prolongarse el paseo matutino más de aquel par de horas; pero en ellas el espectáculo que ofrecía el hermoso salón era magnífico y fascinador. Las pieles y bordados, los terciopelos y encajes, los diamantes y pedrerías, que ahora parecerían exageraciones de mal tono y fuera de su lugar en un paseo público, eran entonces requisitos indispensables, obligados adornos de la escogida y brillante sociedad que frecuentaba el Prado a tales horas; y mezclados con los lucidos uniformes de los Guardias de Corps y de Infantería, que por entonces no se reservaban exclusivamente para los actos de servicio, antes bien gustaban de ostentar sus colores, galones y bordados entre los grupos de las bellas aficionadas; hasta los reposados y vetustos equipajes en que, a impulsos de dos modestas mulas,   —20→   dejaban conducir por el paseo de la izquierda sus encumbradas personas los altos funcionarios y sublimados magnates; y los mismos silenciosos grupos de ancianos respetables, consejeros y religiosos, que en pausado movimiento se veían deslizar por el lado de San Fermín; todo ello, en fin, constituía un espectáculo tan original y característico de la época, que de ninguna manera podría adivinarse por el que presenta hoy este mismo Prado y esta misma sociedad.

Aquella, como dijimos arriba, era a la sazón pollo también. Todavía no había sido agitada por las revoluciones políticas sino muy superficial y pasajeramente; todavía no había sentido apenas el movimiento de la vida pública, las osadas aspiraciones del poder, el frenesí del mando y el menosprecio de la autoridad; las enconadas disensiones, las asociaciones turbulentos, los pronunciamientos y complots le estaban prohibidos; carecía de Prensa periódica, de tribuna y de plaza pública; tampoco había visto introducido aún el llamado romanticismo en la literatura, el vapor y el gas en las ciencias y en las artes, y el sabor extranjero en las leyes, en los usos y en el idioma vulgar.

Los jóvenes lechuguinos, elegantes o tónicos, como entonces eran apellidados, y que representaban la parte más tierna de aquella sociedad, no habían podido figurar en los anteriores acontecimientos del país, que fueron el génesis de su nueva organización; no habían viajado ni aprendido en el extranjero principios ni modales; no tenían ambiciones políticas, ni tampoco pujos literarios; frecuentaban pro forma las aulas de los PP. Escolapios, de San Isidro o de Santo Tomás, el Seminario de Nobles o el Colegio de Cadetes, para seguir con sus pasos contados una carrera que les permitiese en adelante abrir un bufete, entrar en una oficina, o ceñir la espada y marchar   —21→   a servir al Rey. -A ninguno lo pasaba por las mientes el más mínimo asomo de impaciencia ambiciosa, ni era tampoco posible improvisarse en el mundo a los veinte años, o poco más, bajo el aspecto de hombre de importancia, de político consumado, de periodista audaz, de fogoso tribuno o de distinguido literato; ni tomar por asalto las grandes posiciones de la diplomacia, de la magistratura y de la Administración. -Contentos y satisfechos con su afortunada edad juvenil, dejaban voluntaria y graciosamente aquellas ambiciones, aquellos puestos, aquellos cuidados a sus padres y abuelos; y entretanto, a vuelta de los indispensables estudios de la Lógica o de las Matemáticas, de la Ordenanza o la Partida doble, entregaban las horas de vagar a los devaneos de la edad, al cultivo de las modas, al alegre estudio de la música y del baile, al primor del Prado y al halago de los amores de balcón o de las tertulias de confianza.

Estas (no decoradas aún con el exótico nombre de soirées) no ofrecían, es verdad, el magnífico y deslumbrador aparato que posteriormente han presentado a nuestros sentidos en elegantes salones suntuosamente decorados y alumbrados; ni brindaban, como estos, a la brillante y numerosa reunión los vivos goces de un bullicioso baile, de un brillante concierto, de un animado festín. -Limitábanse, pues, por lo general a la reunión de media docena de familias conocidas, cuyos individuos, de diversos sexos, edades y condiciones, se agrupaban y extendían en sabrosas pláticas, en tiernos coloquios, ya en derredor del antiguo y prosaico brasero, en el invierno, ya delante de los balcones y miradores, en verano; o bien en torno de una ancha y prolongada mesa improvisaban una modesta partida de lotería, o en móviles y animados grupos armaban alegre zambra en sencillos juegos de prendas, que   —22→   si ahora parecen pueriles o incompetentes a nuestros encumbrados mancebos, envolvían para los de entonces más interés y ocasionaban más peripecias que todos los dramas modernos; o bien en ciertos días solemnes, en que se celebraba el santo de la señorita o la salida del primer diente del mayorazgo, se reforzaba el instrumental del piano de cinco octavas con un mal violincejo de seis pesetas por noche, con que podían lucir sus habilidades e ingeniosas combinaciones los cabeceras de contradanzas, los rigodonistas y gavoteros, los fundadores de la Greca o la Bolangère; o bien se convidaba al Sr. Tapia, o a otros diestros tañedores de vihuela y entonadores primorosos de lindísimas canciones nacionales, para que se sirviesen asistir a amenizar la reunión; y la niña de la casa, venciendo también su natural timidez, solía alternar al piano con las patéticas canciones de la Atala o de la Vallière, electrizando luego a la concurrencia con bien diverso tono en la expresiva del ¡Caramba! o en la de ¡Madre, unos ojuelos vi!...

Tales eran las diversiones privadas, la sociedad íntima de aquella época. Las públicas se reducían a un mal teatro de verso y otro recientemente dedicado a la ópera italiana. El primero, con la muerte de Máiquez, había olvidado la tragedia clásica; con la ausencia o desaparición de los buenos escritores, estaba a punto de desaparecer la comedia también. -Gorostiza estaba emigrado, y su Indulgencia para todos y su Don Dieguito (que le habían colocado en tan buena fama como continuador de Moratín) estaban ya vistos y oídos a más no poder. -Bretón, que empezaba entonces su magnífica carrera, aún no había dado A Madrid me vuelvo, y sólo dejaba adivinar sus posteriores triunfos con su primera comedia A la vejez viruelas. -Gil Zárate empezaba también a llamar la atención   —23→   con Un año después de la boda; y Carnerero se había encargado de suplir la falta de originales, traduciendo y ampliando con discreción los dramas extranjeros de Picard y Duval, y las piececitas de Scribe. -Todas estas producciones indígenas y extrañas, mezcladas con las de los Comellas y Zavalas, Valladares y Arellanos, del pasado siglo, eran bastante mal representadas por los actores de la época, entre los que figuraban los Avecillas, Silvostris, Infantes y Ponces, habiendo, sin embargo, algunos que lucían, respectivamente, en tal o cual papel; tales eran, en los de galán, el joven García Luna, que empezaba entonces su notable carrera; en las damas, la Agustina Torres, la Manuela Carmona y la Concepción Rodríguez; y en los barbas o característicos, Eugenio Cristiani, Joaquín Caprara y Rafael Pérez. El gracioso y verdadero actor Guzmán era (como lo fue después muchos años) la tabla de salvamento de las compañías y el encanto del público. -Pero la palma de la victoria, en el concepto de este, la llevaba por entonces la comedia antigua, y con especialidad el repertorio del ingenioso y maleante Tirso de Molina, que había, puede decirse, exhumado del olvido en que yacía, el discreto y erudito poeta D. Dionisio Solís; aquellas comedias, además de su mérito intrínseco y las gracias inagotables de que están sembradas, tuvieron la fortuna de dar con actores que supieron representarlas admirablemente, y la de caer también en gracia al rey Fernando VII, que las escogía con preferencia cuando había de asistir al teatro. -Don Gil de las calzas verdes, Marta la Piadosa, La Villana de Vallecas, Por el sótano y el torno, Mari-Hernández la Gallega, El Castigo del Pensé que, El Vergonzoso en Palacio y otros bellos dramas de aquel ingenio peregrino fueron por entonces tan admirablemente presentados en la escena por la Antera Baus, la   —24→   Josefa Virg, Juan Carretero y Pedro Cubas, que no es nada extraño que conquistasen rápidamente el favor del público.

Este triunfo, sin embargo, no fue duradero, pues tuvo que ceder ante el entusiasmo producido al mismo tiempo con la organización de la ópera italiana por la empresa Gaviria con un esplendor a que no estaba acostumbrada la sociedad de Madrid. Compuesta la nueva compañía del tenor Montresor, el bajo Magiorotti, el bufo Vaccani, la Cortessi, tiple, y la Fabrica, contralto, con el célebre compositor Mercadante de maestro al cembalo, inauguraron sus trabajos en 1825 con la graciosa ópera del mismo, titulada Elisa y Claudio, que produjo en los madrileños un verdadero frenesí: La Zelmira, El Coradino, La Cenerentola y la Gazza Ladra, y otras muchas óperas de esta importancia, fueron sucesivamente aumentando aquel entusiasmo, y el aparato escénico y la brillantez del espectáculo, la novedad y la moda -hasta las anécdotas y dotes personales de los cantantes- acabaron de subyugar el gusto del público, haciendo olvidar sus antiguas inclinaciones y caprichos: -se vestía a la Montresor, se peinaba a la Cortessi, se cantaba a la Vaccani, y las mujeres varoniles a la Fabrica causaban efecto en el Prado y en la sociedad. ¡Dichosa aquella en que, a falta de razones más hondas de disensión y de rivalidades, se dividían los ánimos entre las modulaciones de un tenor y las arrogancias de un contralto!

En política se ocupaban las gentes en obedecer y callar. Demasiado abusaba, desgraciadamente, el Gobierno de su fuerte posición, y demasiadas lágrimas hacía derramar a una parte de la población, complicada en los acontecimientos anteriores; pero no es mi objeto el trazar estos sangrientos episodios, y sólo sí presentar el cuadro general   —25→   de aquella sociedad. Dejemos, pues, a la mínima parte de ella, que por inclinación o por desgracia se ocupaba en la política, conspirar secretamente, y con gran peligro, en los subterráneos y calabozos, corresponderse en misteriosos signos con los emigrados en el extranjero, aguzar los puñales de su venganza y recordar con horror las violentas escenas de su derrota. -Esta parte excepcional de la sociedad no entra, afortunadamente, en los risueños términos de este cuadro, o queda en la sombra para servir de contraste al asunto principal.

La juventud de la época -que es lo que pretendo hoy retratar en él- no conservaba de la política bulliciosa más que un recuerdo vago y repugnante de las asonadas y guerras civiles, de los trágalas y patrióticos clubs. -Lorencini y La Fontana de Oro, teatros que fueron de aquellas desentonadas escenas, eran entonces dos concurridos y prosaicos cafés, refugio el primero de oficiales indefinidos y de indefinibles, que se entretenían en comentar la Gaceta (publicada sólo tres veces en semana) y en hacer sinceros votos por Ipsilanti o Maurocordato, por Colocotroni o por Canaris, los héroes del alzamiento de la Grecia moderna; y el segundo (La Fontana), punto de reunión de los hombres graves, ex políticos, afrancesados y liberales, era un establecimiento... donde se servía buen café. -Ya el reducido, contiguo al teatro del Príncipe, comenzaba por aquel tiempo a tomar inclinaciones de Parnasillo, con que fue conocido después; pero, a decir la verdad, entonces no podía existir tal Parnaso, ni chico ni grande, por la sencilla razón de que no existían aún los poetas de la nueva cosecha, que después le poblaron, y de los antiguos, sólo el anciano Arriaza era el frecuente comensal. Por lo demás, las opiniones literarias de la época eran no leer; los escritores en tal orden de ideas venían   —26→   a ser muebles excusados, y el Juez de imprentas no tenía más ocupación que la que le daba dos veces a la semana el insípido Correo Mercantil.

La ocupación más importante de aquel año (1826), y que envolvía cierto carácter a la vez religioso, político y popular, era el jubileo del Año Santo, para celebrar el cual se improvisaban diariamente magníficas procesiones, en que figuraban la corte y los tribunales y oficinas, las comunidades, cofradías y establecimientos públicos, desplegando a porfía su celo religioso y su pompa mundana para ganar, al paso que las indulgencias de la Iglesia, los favores y protección del Gobierno del Estado. -También la juventud de la época, que todo lo convertía en sustancia, que de todo hacía chacota, así de las asonadas de antaño como de las rogativas de hogaño, asistía con entusiasmo a las iglesias y a las procesiones, siquiera no fuera más que para recrear la vista con la prodigiosa variedad de uniformes, hábitos y medallas de las corporaciones, comunidades y cofradías, y para entablar a vuelta de ellas sus amoríos y galanteos con las devotas muchachas que poblaban calles y balcones; para echarla, en fin, de sprits forts, y armar algazara y reír indecorosamente en el templo del Señor (por desgracia no sin motivo), oyendo las excentricidades del padre Ayusto o las piadosas blasfemias y ridículos apóstrofes de Fr. Gabriel de Madrid79.

Aquella juventud alegre, descreída, frívola y danzadora, con el transcurso de los años, la experiencia de la   —27→   vida y las revueltas de los tiempos, se convirtió luego en representante de las nuevas ideas de una nueva sociedad. Una parte de ella, arrastrada por los sucesos de la época, por las opiniones políticas o por su pundonor y caballerosidad, desapareció luego, luchando en los campos de batalla, en la tribuna y en la Prensa: Diego León, Campo Alange, Víamanuel, Carlos O'Donnell, Urbistondo, Espronceda, Larra y Donoso Cortés bajaron prematuramente a la tumba. Otros continuaron no sin gloria y preciado nombre aquellas lides animadas del talento y del valor. -Algunos de los mancebos o pollos que arriba quedan bosquejados, condujeron después nuestros ejércitos a la victoria, y se llamaron Córdoba, y Concha, O'Donnell, Narváez, Pezuela y Ros de Olano. Otros brillaron en la tribuna y se sentaron en los consejos de la Corona, como Olózaga y Caballero, Escosura, González Bravo y Roca Togores. Otros, en fin, continuaron cultivando modestamente las letras, y firmaron con los nombres de Bretón, Gil Zárate, Ventura de la Vega, Hartzenbusch, Vedia y Ferrer del Río, o disfrazaron los suyos con los pseudónimos de Abenamar, El Estudiante, El Solitario, Fígaro, y... EL CURIOSO PARLANTE.

Hoy, transcurrido medio siglo, sólo quedan con vida media docena, a saber: Pezuela, Ros de Olano, Córdoba (don Fernando), Marchessi, Roca de Togores y el autor de estas trasnochadas MEMORIAS.



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ArribaAbajoCapítulo II

1827-1828


La juventud literaria y política



ArribaAbajo- I -

Por los años 1827 al 28, en pleno gobierno absoluto del señor Rey D. Fernando VII, y bajo la férula paternal de su gran visir D. Tadeo Francisco de Calomarde, nos reuníamos en grata compañía, los domingos por la mañana, en casa de D. José Gómez de la Cortina, hijo primogénito del conde del mismo título y hermano mayor del erudito bibliófilo, mi amigo, que después fue conocido por Marqués de Morante, todos o casi todos (que no llegaríamos seguramente a una docena) los jóvenes dados por irresistible vocación a conferir con las musas o a ensuciarnos las manos revolviendo códices y mamotretos; ocupaciones ambas que, atendidos los vientos reinantes a la sazón, tenían más de insensatas que de racionales y especuladoras.

Era, pues, la época en que, envueltas en una densa nube las letras y la ciencia, a impulsos de la ignorancia enaltecida, callaban de todo punto, sin tribuna, sin academias y liceos, sin Prensa periódica ni nada que pudiera dar lugar a polémicas o enseñanza. Una censura suspicaz   —30→   e ignorante dificultaba la publicación de las obras del ingenio y prohibía y anatematizaba hasta las más renombradas de nuestro tesoro literario: los escritores de más valía los hombres más insignes en las letras, hallábanse oscurecidos, presos o emigrados: los Quintana, Gallego, Saavedra, Martínez de la Rosa, Toreno, Gallardo, Villanueva y demás, eran sustituidos por autores ignorantes y baladíes, que empañaban la atmósfera literaria con sus producciones soporíferas, su desenfreno métrico, sus cantos de búho, sus absurdos escritos religiosos e históricos, sus novelas insípidas, de las cuales las más divertidas eran las que formaban la colección que, con el extraño título de Galería de espectros y sombras ensangrentadas, publicaba su autor D. Agustín Zaragoza y Godínez.

No es posible a cincuenta años de distancia formarse una idea, siquiera aproximada, de aquel silencio completo del ingenio, de aquel sueño de la cultura y vitalidad del pueblo de Cervantes y Lope, de Quevedo y Calderón.

En medio de esta oscura noche intelectual, a despecho de los rigores y suspicacia del Gobierno, y lo que era aún más sensible, de la indiferencia completa del público hacia las producciones del ingenio, no faltaban, sin embargo, algunos espíritus juveniles que, no satisfechos con la indigesta y vulgar instrucción que podían recibir en las aulas de San Isidro o de Doña María de Aragón, se lanzaban, ávidos de saber, a enriquecer sus conocimientos en el estudio privado de los archivos y bibliotecas, para adquirir una instrucción que por desgracia sólo les brindaba en perspectiva con los rigores de una persecución injusta o con la cama de un hospital.

Entre estos varios jóvenes, cuyos nombres fueron enaltecidos más adelante por sus trabajos literarios, recuerdo, además del amo de la casa, al distinguido diplomático   —31→   D. Nicolás Ugalde y Mollinedo, que se ocupaba con aquel de traducir, ampliar y comentar la reciente Historia de la literatura Española, de Boutervek, que era lo más sustancial publicado hasta entonces en la materia; al sabio y modesto humanista D. José Mussó y Valiente, encargado, con Cortina, por el rey Fernando, de cuidar y dirigir la magnífica edición de las obras completas de Moratín, costeada por el mismo Monarca y estropeada por la censura; a Bretón de los Herreros y Gil y Zárate, que con sus primeras producciones dramáticas, habían conseguido galvanizar un tanto el cadáver del teatro español; a D. Rafael Húmara y Salamanca, discreto autor de muy lindas novelas; a D. José del Castillo y Ayensa, distinguido helenista, traductor de Píndaro; a D. Patricio de la Escosura, alférez de la Guardia Real de Artillería, que con la publicación de su novela El Conde de Candespina acababa de dar la primera prueba de su clarísimo ingenio; y más adelante a D. Mariano José de Larra, alumno de Medicina, a quien yo mismo presenté a Cortina a fin de que le recomendase al Rey para que fuese nombrado individuo de una Comisión facultativa que había de ir a Viena a estudiar el cólera; pero que en algunos folletos y poesías sueltas revelaba ya la travesura de aquel feliz ingenio, que tan alto había de colocar en adelante el pseudónimo de Fígaro; a D. Manuel de San Pelayo, excelente crítico, que escondía modestamente su vasta instrucción y sólidos trabajos literarios; a D. Enrique de Vedia, elegantísimo poeta y dueño de muchos conocimientos, el mismo que, después de seguir una brillante carrera administrativa, murió en Jerusalén, de cónsul general de España; a Serafín Calderón (el Solitario), que desde sus primeras producciones revelaba una feliz transmigración del talento y estilo de los Cervantes y Quevedos; al ingenioso Segovia, que llegó   —32→   a hacer célebre, años después, su firma El Estudiante; al correcto y joven poeta Ventura de la Vega, en fin, que con sus magníficas octavas dirigidas al Rey, a su vuelta de Cataluña, acababa de recoger el cetro de nuestra lírica poesía.

Déjase conocer, con sólo esta sencilla enumeración, a qué sabrosos y entretenidos debates daría lugar la reunión de aquellos jóvenes estudiosos, impulsados por el entusiasmo patrio, en que a todos nos igualaba y aun excedía el mismo Cortina, a pesar de no ser nacido en España, y sí en Méjico, adonde más adelante regresó y aun desempeñó los más altos cargos en aquella república. -Registrábamos códices y libros viejos en las bibliotecas públicas y en las privadas de los conventos de la Merced, San Agustín y la Trinidad; olfateábamos los archivos de los grandes de España, Villafranca, Infantado, Altamira y otros; y por cierto que no puedo menos de aprovechar la ocasión de consignar aquí la expresión de mi reconocimiento a los amables custodios (frailes o no) de aquellos preciosos depósitos, por la deferencia y amabilidad con que nos eran franqueados; y añadiré más: que a ellos, con su afectuosa condescendencia, y al Gobierno mismo de Calomarde, con su intransigente aversión a las letras, debimos, sin duda alguna, lo poco o mucho que pudimos aprovechar en nuestro estudio privado durante los diez años que aquel menguado Gobierno tuvo cerradas a la juventud las puertas del saber. -Esto no quita para que en nuestra amena reunión, como por todas partes, penetrase, a despecho de los gobernantes, el ambiente liberal que su respiraba en la atmósfera, y con el cual no podían ellos mismos dejar de transigir hasta cierto punto.

Esta involuntaria transacción, que partía del mismo Monarca y su Gobierno, se coloreaba en dos distintos matices,   —33→   de los cuales uno, apoyado ostensiblemente por el mismo Fernando, tenía por representantes altas dignidades de la Iglesia y del Estado: el comisario general de Cruzada, Sr. Varela; el confesor del Rey y bibliotecario mayor, D. Francisco Antonio González; los reverendos padres maestros La Canal y Huerta, de San Agustín; Martínez, de la Merced, y Alameda, de San Francisco; los académicos Fernández de Navarrete, Clemencín, Carvajal y Arriaza y alguno otro, que sostenían, aunque muy débilmente, la bandera de la ilustración; y de otro lado, patrocinados por el ministro de Hacienda López Ballesteros, alzábase, más poderosa y de mayor empuje, otra falange, semi-liberal, política y literaria, compuesta de los hombres más notables del antiguo partido afrancesado: los Hermosillas, Reinosos, Burgos, Listas, Miñanos y Carnereros; y el rey Fernando, a quien, sin duda, pueden achacarse otras muchas faltas, pero no la de sagacidad interesada y traviesa para servirse de los hombres de los más opuestos bandos, apoyaba, ya a una, ya a otra de las respectivas falanges, y aun echábalas a reñir, con no escasa fruición suya y contentamiento de la corte y de la villa.

Parecía por entonces hallarse en su apogeo la legión afrancesada, y sus más predilectos campeones no sólo ocupaban altos puestos y alcanzaban comisiones lucrativas, sino que se veían ampliamente sostenidos y remunerados para la publicación de sus obras literarias. -Varias eran las que por aquellas calendas aparecieron de esta procedencia, y entre ellas llamaban principalmente la atención tres, no tanto por su importancia o hábil desempeño, como por la arrogancia y pretensión con que habían sido ofrecidas al público. -Llevaba la una el extraño y pretencioso título de Arte de hablar en prosa y verso, y era debida a la pluma del traductor de Homero, Gómez Hermosilla; apareció la otra en el teatro, con el título de Los Tres   —34→   iguales, en la que su autor, D. Javier de Burgos, pretendía nada menos que haber resuelto el problema de amalgamar en una composición dramática la inspiración y galanura de Lope y Calderón con la rigidez de las reglas de Horacio y Boileau; y, por último, era la tercera el celebérrimo Diccionario geográfico y estadístico de España, publicado a son de clarines y atabales, por el presbítero D. Sebastián Miñano.

En nuestra juvenil y un tanto cáustica reunión no podían menos de chocar aquellas pretensiones, por demás quijotescas, de los que a sí mismos se daban por lumbreras exclusivas de la ciencia patria; y fueron muchas las agudezas, las sátiras y chascarrillos que, publicadas unas y leídos otros sotto voce, entretuvieron agradablemente por aquellos días el amortiguado espíritu público. -Recuerdo, entre otros, los punzantes epigramas de Gallardo contra la obra de Hermosilla; La Leccioncita de modestia al autor de la comedia Los Tres iguales, saladísimas décimas del poeta Arriaza, y -¿por qué no he de decirlo?- lo que mi juguetona musa se atrevió a improvisar en aquella agradable reunión, en el siguiente ovillejo, que hizo fortuna, aunque nadie llegó a sospechar su ignorado autor:


«¿Quién es el geógrafo hispano?
      Miñano.
¿Quién da para hablar cartilla?
      Hermosilla.
¿Quién vence a los dramaturgos?
      Burgos.
Tres son los nuevos Licurgos,
Sus obras y alientos tales.
Si serán Los Tres iguales,
Miñano, Hermosilla y Burgos?».



Pero todos estos desenfados fueron puestos en olvido con   —35→   la publicación de las tremendas cartas que, bajo el título de Corrección fraterna al presbítero Miñano, alzaron de un vuelo la reputación de un nombre hasta entonces desconocido, D. Fermín Caballero.

Como acontecía con todo el que despuntaba en el palenque literario, no tardó este brioso adalid en venir a tomar parte en nuestra amena reunión dominical, y lo más chistoso fue que venía presentado a ella por D. Juan Montenegro, ayuda de cámara y favorecido del Rey (el mismo que después fue ministro de la Guerra con D. Carlos), el cual era pariente de Cortina, quien por su intervención gozaba también de mucho favor en la Cámara Real. -El Monarca, que había colmado de distinciones a Miñano, perdonándole no sólo su afrancesamiento, sino también sus ideas liberales, discretamente expresadas en las célebres Cartas del Pobrecito Holgazán, en 1820, y favorecídole ampliamente para la formación del Diccionario, tomó el mayor interés en las fraternas que lo asestaba Caballero, y procuró conocer y atraerse a este, y hasta, si mal no recuerdo, le brindó con posiciones que él tuvo el buen gusto de no aceptar.

El hombre que a la sazón era objeto de todas las conversaciones literarias, científicas y hasta políticas (porque de todo esto tenían las aceradas fraternas de Caballero), y que aparecía también en nuestra modesta reunión, era un joven de veintiocho a veintinueve años, oscuro, desaliñado y poco simpático de su presencia, sencillo y hasta tosco en sus modales, tardo y poco elocuente en la palabra; pero que en sus escritos revelaba bien lo mucho que sabía, su agudo donaire y su intencionada y castiza frase, con las cuales, persiguiendo al autor del Diccionario, tomo por tomo, le hundió personal y literariamente hasta un punto que rayaba en la crueldad.

Al final de dichas cartas, y aludiendo a las celebérrimas   —36→   del Holgazán, endilgó a Miñano el siguiente epitafio:


«De un escritor consumido
Sombra fatal aquí yace:
Su fama de Cartas nace,
Y por Cartas la ha perdido:
Con que, Requiescat in pace».



Esta primera campaña de Caballero, no sólo le hizo salir de la oscuridad de la modesta posición que ocupaba en la contaduría de un Grande de España, sino que hizo popularísimo su nombre; e impulsado por su inaudita laboriosidad e infatigable imaginación, se propuso continuar sin interrupción, dando alimento a las prensas con obras muy estimables, aunque contrayéndose por entonces a sus aficiones científicas y literarias: tales fueron El Dique crítico contra el torrente geográfico, opuesto a la obra de Geografía de D. Mariano Torrente; Pericia geográfica de Cervantes; Nomenclatura geográfica de los pueblos de España; La Turquía, teatro de la guerra presente; Manual geográfico administrativo; la parte española de la Historia Universal, de Anquétil, y otras que ahora no recuerdo, hasta que, muerto Fernando en 1833 y cambiado el sistema de gobierno, fundó Caballero el celebérrimo periódico titulado El Eco del Comercio, en el cual, auxiliado por otros hombres importantes, levantó y sostuvo por algunos años el pendón del bando exaltado o progresista, que a tan altas posiciones había de conducirle.



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ArribaAbajo- II -

El recuerdo de aquel insigne patricio me lleva como por la mano a tratar aquí de otra reunión de que por entonces formaba yo parte, no tan platónica ni literaria como la de casa del Conde de la Cortina; antes bien, más acentuada y bulliciosa, como compuesta que era de jóvenes de buen humor y mejor apetito, y que por sus ideas y antecedentes (de que podrá juzgarse por la enumeración que de ellos haré) representaba carácter muy diverso; aunque, a decir la verdad, y para mí al menos, no tenía otro que el de una reunión alegre y bulliciosa, consagrada puramente al placer de una buena mesa, de una jira de campo o de otro regocijado e inocente solaz.

He aquí ahora los nombres y condiciones de los alegres mancebos que formaban la tal reunión. -El alma de ella, por su iniciativa, por su seductora amabilidad y por su carácter simpático y expansivo, era D. Salustiano Olózaga, joven a la sazón, rayando en los veinticuatro de su edad, de gallarda presencia y expresiva fisonomía, que sabía manejar con desembarazo, revolviendo a uno y otro lado sus hermosos ojos, haciendo ondular su rizada cabellera a impulsos de movimientos de cabeza cuidadosamente calculados, y luciendo, en fin, su fácil palabra con la gracia y la expresión más seductora, mezclada de cierta malignidad punzante y socarrona, que le hacía temible al que tomaba por objeto de sus burletas, al paso que ejercía sobre los demás cierta superioridad, que supo conservar en más altas posiciones. -Seguía a su lado su inseparable compañero Pepe Sanz, arrogante estampa, de figura apolínea, y que entonces, reducido a la humilde condición de   —38→   empleado subalterno en las oficinas de D. Felipe Riera, empresario de los derechos de puertas, sólo era conocido por la heroica temeridad con que arrostraba los continuos ataques de que era objeto de parte de los voluntarios realistas, impulsados, más que por otra cosa, por la envidia de su mérito personal. -Este era tal, que abriéndose camino con el transcurso del tiempo y las revoluciones políticas, llegó a convertirse en el general D. José María Sanz, capitán general de Galicia y de Castilla la Nueva. -Seguía a este D. Ángel Iznardi, joven gaditano de mucha instrucción y singular gracejo en el decir, que más tarde, desde las columnas de El Eco del Comercio y al lado de Caballero, hizo una brillante campaña, que le condujo a posiciones elevadas, como jefe político de provincias y director general de Correos. -Tres jóvenes abogados, recién salidos de las aulas, completaban lo que pudiera llamarse el acompañamiento o zaguanete de Olózaga, a saber: don José María de Cambronero, sobrino del célebre jurisconsulto D. Manuel, el cual, más adelante, llegó también a ser jefe político de Salamanca y fiscal de no sé qué Supremo Tribunal; -D. José de Mesa, que alcanzó luego a sentarse nada menos que en los escaños del Consejo Real, -y D. Francisco Laveron, magistrado y regente que fue de Audiencia, muchos años después. -Y del otro lado, y con más templado matiz político, formábase otro grupo, a cuyo frente figuraba D. Antonio Gil y Zárate, hijo del actor jubilado Bernardo Gil, y que habiendo recibido una brillante educación en un colegio parisiense, por su mucho talento e instrucción en ciencias, en literatura y en administración (de que tan brillantes testimonios habla de dar después en su larga carrera), y además por su mayor edad, era el oráculo de la juventud estudiosa de aquel tiempo. -A su lado asistía D. José de la Revilla, joven igualmente muy ilustrado y laborioso, que andando el tiempo   —39→   desempeñó altos cargos en Instrucción pública y lució su mucho saber y excelente crítica en academias y ateneos; -D. Francisco Javier Ferro de Montaos, futuro diputado y alcalde de Madrid; -D. Anastasio Carrillo y Arango, joven habanero, que más tarde heredó un título de Castilla (creo que el de Marqués de Casa Torres); -D. Domingo Delmonte, cubano también, apreciabilísimo y modesto literato y bibliófilo, siendo él y yo (que completábamos la docena) los únicos de todos ellos que no salimos a figurar en la vida política, ni obtuvimos por ende empleos ni honores, limitándonos a cultivar obstinadamente las letras.

Desde luego puede comprenderse lo grata y amena que había de resultar la reunión de tan amables y despiertos comensales, tanto más, cuanto que sólo tenían efecto para objetos de esparcimiento y de solaz en determinados días del año, congregándonos, según la estación, en opíparo festín, ora en las fondas de Genieys, de San Fernando o de La Fontana de Oro, ora en paseos y cabalgatas a la Moncloa, la Casa de Campo y Sitio del Pardo; o bien en ambos teatros del Príncipe y de la Cruz asistíamos a las funciones regocijadas de las tardes de Noche Buena, antes de entregarnos a la clásica colación.

La franca y espontánea agudeza de Olózaga, el gracejo de Iznardi, la arrogancia de Sanz, la instrucción de Gil y Zárate, la animada conversación de todos los demás, y hasta -¿por qué no he de decirlo?- mi prodigiosa memoria e ingenio burlón y maleante, hacía surgir de nuestros labios como un torrente de agudeza, de chiste y desenfado; pero en medio de todo y de los picantes epigramas, brindis burlescos y acentuados chascarrillos (que ciertamente no podrían tomarse por apotegmas de moralidad y buen seso), procurábamos, por lo menos, huir de toda alusión política, que no era prudente, dadas las circunstancias   —40→   de la época, si bien algún tanto dulcificadas desde el reciente casamiento de Fernando con María Cristina; pero siempre dejábase traslucir a tiro de ballesta, especialmente en Olózaga, la adhesión vivísima hacia la libertad, suspirada Dulcinea, a la sazón, de todos los corazones juveniles.

No pudiendo aquel, sin embargo, desplegar estas ideas más que a la sombra de nuestra alegría, y dominado siempre por su innato deseo de formar en su derredor un círculo a quien inspirar, no sólo inventó la reunión, no sólo agrupó a los que la formábamos, sino que queriendo darla algún matiz, siquiera fuese burlesco, de sociedad o de gremio, dispuso ciertas solemnidades cómicas en el acto de la recepción de los socios, llamándonos a la modesta casa de su padre el médico D. Celestino (sita en la calle de Preciados, número 7 antiguo, cuarto segundo, entre la tapia de la huerta de las Descalzas Reales y el Postigo de San Martín), adonde con cierto entonamiento y prosopopeya imponía a los confederados la insignia y título de Caballeros de la Cuchara80.

En esta grata armonía y en este delicioso abandono continuaron nuestras reuniones durante casi dos años, hasta   —41→   los fines de 1830, y su memoria no se borrará jamás de mi imaginación como una de las más halagüeñas de mi vida; pero llegó un momento en que no sólo vimos interrumpidas bruscamente nuestras alegres tareas, sino que una nube siniestra apareció sobre nuestras cabezas, amenazadora y sombría. -Un día de los postreros de Diciembre de aquel año, que teníamos convenida la reunión, vinieron a avisarme que no podía esta tener efecto porque habían preso al Sr. Iznardi, lo cual no dejé de extrañar, atendido el carácter inofensivo y candoroso de aquel joven; pero pocos días después supe por la voz pública que habían preso también a Olózaga y algún otro; con lo cual no dejaron de asaltarme fuertes escrúpulos y temor, diciendo para mi capote, como Bartolo en El médico a palos: «¿Si seré médico y no habré reparado en ello?» ¿Si habré estado conspirando, ¡pobre de mí!, sin tener siquiera la menor intención? -Recordaba de un lado la alegría y la franqueza, puramente juvenil, de nuestras reuniones, y esto me aseguraba; pero también me venían a la memoria las farsas de la recepción en casa de Olózaga, las actas burlescas de nuestras francachelas, que este redactaba y que nos hacían desternillar de risa, y no me llegaba, como suele decirse, la camisa al cuerpo, hasta saber si todos estos papelachos existían o habían tal vez caído en manos de la odiosa y estúpida policía, que acaso los habría tomado por un plan completo de revolución.

Inquieto y desasosegado, me espontaneé con mi buena madre, haciéndola referencia de todo el caso para que no se sorprendiese si tal vez me veía mezclado en un negocio de tan mala índole: procuramos por de pronto hacer un escrupuloso escrutinio de mis libros y papeles, e inutilizar todo lo que pudiera parecer favorable a ciertas ideas, y valiéndonos de nuestras relaciones, procuramos averiguar si había motivo de temor; por fortuna, supimos que   —42→   no, pues que Olózaga había cuidado de inutilizar aquellas ridículas actas, y que su causa, y la de otros muchos, como el librero Miyar, el ingeniero Marcoartú, etc., estaba relacionada con la desdichada intentona de los emigrados impacientes, que a raíz de la revolución de Julio, en Francia, se habían lanzado a ella con tan desastroso éxito; y que, en fin, yo, que en toda mi vida me propuse no tomar parte alguna en las lides políticas, podía entregarme descansadamente a mis aficiones literarias. -Entonces fue cuando, dando otra dirección a mis tareas, encaminándolas, a imitación de Caballero, hacia un objeto de utilidad reconocida, me consagré con ahínco a la formación de mi primer obrilla prosaica, a que di el título de Manual de Madrid: Descripción de la corte y de la villa.

Pero este suceso vino a hacerme más cauto en adelante, dándome a conocer que en todas ocasiones, y especialmente en aquella, era muy peligroso jugar con fuego.