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ArribaAbajoCapítulo XIII

Sociedades literarias


La fundación del Ateneo y del Liceo, verificada en 1835 y 37, fueron el resultado, la condensación, digámoslo así, de las emanaciones del ingenio en aquella época de transición y de gloria. Las cátedras y discusiones de la primera de aquellas sociedades; las sesiones de competencia, representaciones dramáticas y exposiciones de la segunda, ofrecían tan halagüeño espectáculo para la ciencia, la literatura y las artes, que parecía inconcebible, dada su simultánea existencia con la de una guerra civil encarnizada y asoladora; y no sólo produjeron enseñanzas útiles en las ciencias política, artística y literaria, no sólo dieron por resultados adelantos especiales en todos los ramos del saber, sino que, presentadas con un aparato y magnificencia singulares en suntuosos salones, frecuentados por lo más escogido e ilustrado de la sociedad, excitaron hasta un punto indecible el entusiasmo público, y realzaron la condición del hombre estudioso, del literato, del artista, ofreciéndolos a la vista de aquel con su aureola de gloria, con sus frescos laureles en la frente, su doctrina en el labio, y en la mano su libro o su pincel. -Y como quiera que en la fundación y desarrollo de ambas sociedades cúpome tomar alguna parte, siendo conocedor, por tanto, de su origen,   —164→   historia y vicisitudes, paréceme del caso hacer una ligera reseña de ellas en estas MEMORIAS, que, aunque personales, están relacionadas con los sucesos exteriores, especialmente en lo concerniente a las letras y a los adelantamientos de la cultura social.


ArribaAbajo- I -

El Ateneo


«La Sociedad Económica Matritense, en Junta extraordinaria de 31 de Octubre de 1835, siendo director D. Juan Álvarez Guerra, y a propuesta de D. Juan Miguel de los Ríos, acordó gestionar con el Gobierno el establecimiento del Ateneo, o, si se quiere, la restauración del que había existido en 1820 a 1823; y para procurarlo hasta su logro, nombró una Comisión, compuesta de Olózaga, duque de Rivas, Alcalá Galiano, D. J. Miguel de los Ríos, cierto D. Francisco López Olavarrieta, anciano muy dado a este género de reuniones, rico y respetable propietario; D. Francisco Fabra, y finalmente, D. Ramón de Mesonero Romanos, a la sazón verdadero motor del proyecto, y único que hoy sobrevive, grato a la patria literatura, honrado y querido de todos»96.

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Y más adelante, después de consignar los trabajos de esta Comisión para obtener de la Reina Gobernadora la Real orden de 16 de Noviembre, autorizando la creación del Ateneo, y de describir la gran reunión verificada la noche del 26 del mismo mes para constituir la Sociedad, mi ilustre amigo y contemporáneo el señor marqués de Molins añade estas benévolas palabras, que agradezco sobremanera: -«El iniciador, pues, del pensamiento había sido el Sr. Ríos; el verdadero autor y promovedor del proyecto era Mesonero, el cual había hablado a la mayor parte de los concurrentes y buscado el local, que fue en la calle del Prado, núm. 28, esquina a la de San Agustín, casa llamada de Abrantes, en que a la sazón tenía su establecimiento tipográfico D. Tomás Jordán, que cortésmente cedió sus salones».

Efectivamente, a mi excitación, y valiéndome de las relaciones editoriales y amistosas que me unían con Jordán, pude obtener de él la cesión del magnífico salón oblongo de dicha casa, y otros contiguos, para la inauguración del Ateneo.

En ellos se celebró la citada Junta magna la noche del 26, a que asistieron todas las notabilidades políticas y literarias de la época, entre ellas los duques de Bailén, de Veragua y de Gor; los señores Argüelles, Istúriz, Alcalá Galiano, Martínez de la Rosa, Heros, Donoso Cortés, Caballero y otros; los jurisconsultos, Cambronero, Pacheco, Pérez Hernández; el matemático Vallejo; el naturalista Lagasca; el médico Seoane; los ingenieros Otero y Miranda; los literatos Gallego, Quintana, Gil Zárate, Vega, Espronceda, Bretón, Larra, Ochoa, Durán, Vedia, Revilla, Mussó, Corradi y el mismo Roca de Togores; los artistas Madrazo,   —166→   Villaamil, Carderera, Latorre, Romea, Grimaldi y Masarnau.

En dicha reunión quedó nombrada la Junta directiva de la Sociedad, siendo elegido Presidente el duque de Rivas; Consiliarios, los Sres. Olózaga y Alcalá Galiano; Tesorero, Olavarrieta; Contador, Fabra, y Secretarios, J. M. de los Ríos y Mesonero; es decir, los mismos individuos que compusieron la Comisión nombrada por la Sociedad Económica. -A los pocos días, en la noche del 6 de Diciembre de 1835, se verificó la solemne inauguración del Ateneo, tomando posesión los individuos nombrados para los cargos de la Junta directiva, y pronunciando un excelente discurso el presidente, D. Ángel de Saavedra, duque de Rivas, sobre el objeto y tendencia civilizadora de la Sociedad que se inauguraba, y que creció instantáneamente hasta el punto de que, según la lista impresa en 1.º de Marzo siguiente, llegaba a contar doscientos noventa y cinco socios, entre los cuales figuraban los nombres más eminentes en jerarquía, en política, en ciencias, literatura y artes97.

En la discusión del reglamento y en la formación de proyectos gigantescos de grandioso local, establecimiento de cátedras, biblioteca, salas de lectura y publicación de obras científicas y literarias, se pasaron los días y los meses del primer medio año de 1836; pero nada se establecía   —167→   sólidamente, y por de pronto estábamos amenazados de vernos, como quien dice, en medio de la calle, porque el impresor Jordán, que, cediendo sólo a mi amistad, había consentido en la instalación de la Sociedad en sus salones, me instaba diariamente a que procurásemos otro local, por los graves perjuicios que se le originaban de aquella permanencia, que él había juzgado muy breve, y ya se prolongaba demasiado; y no hubo más remedio que ceder a la necesidad, trasladando provisionalmente el Ateneo al cuarto principal de la casa frontera, núm. 27, que por su pequeño espacio y mezquina distribución no se prestaba a ser convertida en centro de tan importante reunión.

Otros acontecimientos exteriores vinieron muy luego a comprometer la existencia del Ateneo. -En 15 de Mayo de 1836 cesó el ministerio Mendizábal, siendo sustituido por el de Istúriz, el cual asoció a él al duque de Rivas y a Alcalá Galiano, Presidente y Consiliario del Ateneo. -Quedó, pues, de hecho al frente de este, D. Salustiano Olózaga, que por sus ideas avanzadas en política no estaba de acuerdo con las que predominaban ya en la corporación; y como a los tres meses justos, y a consecuencia del motín de La Granja y restablecimiento de la Constitución de 1812, cayó estrepitosamente el ministerio Istúriz, Rivas y Galiano (que tuvieron que huir disfrazados), y fue nombrado Olózaga jefe político de Madrid, quedó el Ateneo acéfalo, y puedo decir que absolutamente en mis manos, porque los demás individuos, Ríos y Olavarrieta, no le veían tampoco con buenos ojos, como progresistas que eran, y el médico Fabra había fallecido.

A consecuencia de esta serie de desmanes, el entusiasmo primitivo se convirtió en desaliento completo de la Sociedad; los individuos de ella se fueron retirando, hasta   —168→   quedar en cuadro, y tanto, que el pequeño local de la casa, que antes se juzgaba mezquino, bastaba ya y sobraba para lo que había quedado, reducido a un menguado gabinete de lectura.

En esta situación lastimosa, Olózaga, presidente ya y jefe político, que continuaba entendiéndose exclusivamente conmigo, a causa de los lazos de amistad que de antes nos ligaban, llamome a San Martín (Gobierno civil), y me dijo que, supuesta la casi imposibilidad y aun la inconveniencia, a su juicio, de prolongar la existencia de la corporación, era su opinión que debía suspenderse y aun anularla definitivamente. -Yo, que entonces y después me he encariñado siempre con las ideas una vez admitidas, no pude dejar de oponerme francamente a semejante resolución, que no se llevaría a efecto (añadí), por lo menos, mientras yo estuviese en la Junta directiva; antes bien tenía proyectos para dar un gran desarrollo, una nueva vida a la moribunda Sociedad. -«Pues si eso es así, veamos cuáles son esos proyectos» (replicó Olózaga con la deferencia que siempre le merecí). -Entonces le hice presente que, respondiendo a la adversidad con audacia, había pensado en trasladar el Ateneo a otra casa mayor (calle de Carretas, núm. 27), y estar en grande escala el salón de lectura, la biblioteca y sobre todo, las cátedras públicas, regentadas por las primeras notabilidades de la época, a quienes creía deber invitar para su desempeño. -«Pues ya que tan felices se las promete V., tráigame V. una nota de esas personas a quienes pueden, a su juicio, encomendarse dichas cátedras», con lo cual al siguiente día le contesté con una lista que comprendía a los Sres. Donoso, Cortés, Lista, Pacheco, Pérez Hernández, Benavides, Ponzoa, Revilla, Puch y Bautista, etc. -«Todo esto está muy bien, me dijo Olózaga al examinarla, y son, seguramente,   —169→   muy a propósito para ello; pero sólo veo un inconveniente, y es que todos ellos pertenecen a una opinión política (el partido moderado). Si V. pudiese hallar algunos de otro color que proponer... -Ya lo he pensado, y no lo encuentro fácil; sin embargo, si V. me autoriza, invitaré a V. en primer lugar; a D. Fermín Caballero, luego; a los eclesiásticos Rico y Santaella (que entonces pasaba por muy avanzado en sus opiniones políticas y hasta teológicas), y a D. Fernando Corradi, que son los únicos entre los socios que estimo competentes de ese color político». -Convino en ello Olózaga (aunque excusándose personalmente por sus ocupaciones de jefatura), y se hizo la invitación a los propuestos por mí. Todos o casi todos, admitieron, y desde la primera noche volvió a reunirse la Sociedad, volvió a reinar el entusiasmo, y volvió también a imperar en ella el matiz moderado, que era su pecado original. -De los exaltados o progresistas, Olózaga, Caballero y el Padre Rico, rehusaron; Corradi admitió la asignatura de literatura extranjera, y el presbítero Santaella, en su primera disertación Sobre la influencia de la religión en la política, se mostró tan extremadamente retrógrado, que Olózaga, contrariado, no volvía en sí de su asombro, y Donoso Cortés, que estaba a mi lado, me decía: -«Pues, señor, si este hombre es cismático, entonces también lo soy yo». -Tan ortodoxa fue la disertación del futuro Comisario general de Cruzada.

A fines de 1837 ya volvía a dominar en la esfera del Gobierno el partido moderado, que había aceptado la Constitución hecha con sus ideas por el progresista; y el Ateneo, eligiendo para su presidente a Martínez de la Rosa en competencia con Olózaga, lo indicaba así claramente. -Aquel ilustre patricio tomó a pechos el engrandecimiento de la Sociedad, e impulsó entre otras medidas, la mudanza   —170→   de la casa, o sea la traslación a la de la plazuela del Ángel, núm. 1, propia del marqués de Falces, quien para ello se entendió exclusivamente conmigo, y aun quiso que a mi nombre se verificase el arrendamiento. -Allí, con más amplitud, fue donde empezó a moverse el Ateneo en ancha esfera, tanto bajo su aspecto académico o doctrinal de las cátedras y de las discusiones científicas y literarias, como en la de su comodidad y recreo, salón de lectura, biblioteca y salas de amenísima tertulia. -En los años siguientes, hasta su traslación a la casa del antiguo Banco de San Carlos, en la calle de la Montera, núm. 22, que hoy sigue ocupando, continué desempeñando como Dios me dio a entender los cargos que me tocaron en la Junta directiva, pero en 1840 (y hallándome viajando nuevamente por el extranjero) caí con el Ministerio, o sea presidencia de Martínez de la Rosa, quedando en la simple condición de soldado raso, quiero decir de socio amantísimo y asiduo concurrente, hasta que la edad y los achaques me han apartado de la comunicación de esta Sociedad, por la que conservo un cariño paternal. -Hoy sólo aparece en sus salones mi vetusta faz trazada en lienzo por el eminente artista Sr. Casado, a invitación de la Junta directiva de 1870 ó 71, en la que figuraban los Sres. Figuerola, Moreno Nieto, Molinero, etc., que me dispensó la honra de ser de los primeros a quien juzgó dignos de esta distinción. Aprovecho, pues, la ocasión presente para tributarles las más expresivas gracias, así como también al socio Sr. D. Rafael María de Labra por la honrosa mención que suele hacer de mi nombre en su discreto libro El Ateneo de Madrid, publicado recientemente, y que ha tenido la bondad de remitirme.



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ArribaAbajo- II -

El Liceo


En el capítulo anterior de estas MEMORIAS, tratando del Parnasillo del café del Príncipe, decía que de él salieron las sociedades científicas, literarias y artísticas que, con los nombres de Ateneo, Liceo, Instituto y Academia Filarmónica, vigorizaron nuestro movimiento intelectual. Y por cierto que en la larga nomenclatura de los concurrentes a aquella gratísima tertulia del Parnasillo, padecí la imperdonable omisión del nombre de un ilustrado y entusiasta joven, D. José Fernández de la Vega, en cuya acalorada fantasía se engendró la idea de fundar una reunión periódica de literatos y artistas, inaugurándola en su propia habitación, calle de la Gorguera, núm. 13, cuarto tercero, aunque sin soñar él mismo, seguramente, la gigantesca proporción que con el tiempo había de alcanzar su pensamiento.

La primera noche de reunión, que, según mi cálculo, pudo ser en los últimos días del mes de Marzo de 1837, sólo la formábamos hasta una docena de personas, entre las cuales recuerdo a D. Juan Nicasio Gallego, D. Antonio Gil Zárate, D. Patricio de la Escosura, D. Miguel de los Santos Álvarez, Ventura de la Vega, Espronceda, don Juan Eugenio Eguizábal, D. Carlos Ortiz de Taranco, y los pintores Esquivel, Villaamil, Elbo y Camarón; y como objeto preferente, al joven poeta Zorrilla, que pocos días   —172→   antes, y con la triste ocasión que dejé consignada, se había dado a conocer tan ventajosamente. -En aquella primera reunión se leyeron por este algunas de sus originales y bellísimas poesías, y por los pintores se hicieron algunos dibujos, despidiéndose muy cordialmente para el jueves próximo. -En este se duplicó la concurrencia, triplicose el tercero, y no cabiendo en aquella modesta habitación, el intrépido Fernández de la Vega se trasladó al cuarto principal de la misma casa, donde pudo funcionar la tertulia con algún más desahogo unas cuantas semanas más. -En ellas se trató ya formalmente de constituir la sociedad con el nombre de Liceo artístico y literario, y allegar los fondos necesarios por medio de una suscripción de 20 reales mensuales entre los socios. -Con ellos, y hallándose desocupado el piso principal de la casa calle del León, número 36, en que había antes una escuela de niños y tenía un mediano salón, nos trasladamos a ella en son de triunfo y de activa propaganda. A las pocas semanas ya mudamos de albergue y plantamos la bandera en la calle de las Huertas, en una buena casa frente a la plazuela de Matute, y de allí, siempre en progresión ascendente, dimos con nuestros cachivaches artísticos y literarios en la calle de Atocha, casa llamada de Balmaseda (hoy sucursal del Banco de España).

Una vez en este hermoso local, comenzó a funcionar en grande escala la entusiasta Sociedad, bajo la presidencia, primero del iniciador Fernández de la Vega, y luego la de los señores duque de Gor, marqueses de Pontejos y de Falces, duque de Osuna, Oliván, Roca de Togores y Escosura, y la fructuosa cooperación de los acaudalados banqueros D. Gaspar Remisa y D. José de Salamanca, entusiastas por las artes, que no titubearon en abrir sus arcas para subvenir al esplendor de la Sociedad.

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Estableciéronse, pues, las sesiones de competencia, lecturas públicas desde la tribuna, de poetas y prosistas; las discusiones privadas en las secciones; las cátedras públicas, regentadas por los mismos socios; los trabajos de pintores y escultores, y la exposición, en fin, de obras artísticas, llegando a tal altura, que ya se juzgó oportuno invitar a su apertura a la Reina Gobernadora y solicitar su protección y apoyo. -Era esto, si mal no recuerdo, en el invierno de 1838, y hallábase entonces de ministro de la Gobernación el marqués de Someruelos, el cual por conducto del subsecretario D. Alejandro Oliván (ambos amigos míos, me llamó una noche al Ministerio para decirme que la Reina, invitada por el Liceo, le había preguntado qué Sociedad era esa y qué podía o debía hacer por ella; y como entre los individuos de la Junta, a quien más conocía era a mí (que desempeñaba a la sazón el cargo de bibliotecario), me llamaba para enterarse de todo y de lo que debía aconsejar a Su Majestad.

Hícelo, como puede suponerse, ampliamente y en el sentido más encomiástico, asegurándole que sería recibida la Reina dignamente; que sin duda alguna merecería su Real aprecio la Sociedad, tanto por su objeto y medios como por las clases distinguidas y beneméritas que la componían; y en cuanto a lo de qué podía aconsejar a S. M. que hiciese por ella y por su fundador, el joven Fernández de la Vega (a quien Someruelos había confundido con Ventura), díjele que aquella se consideraría muy honrada con la asistencia y protección de la Reina y con algún cuadro o libro que se sirviese regalarla; y su fundador con una condecoración de las que entonces se prodigaban tan poco. -A la mañana siguiente se presentó S. M. en los salones de la Exposición con los ministros y servidumbre, y al pasar junto a mí, díjome Someruelos que todo estaba   —174→   acordado según mis indicaciones; y en efecto, en aquel mismo día se recibió una copia de un lienzo de Correggio, superiormente ejecutada por S. M., y la magnífica obra Los Museos de Europa, elegantemente encuadernada. En cuanto a la persona del fundador, fue agraciado con la cruz supernumeraria de Carlos III; pero cuando yo se lo anuncié, me contestó que esperaba recibir una gran cruz, que le permitiese presidir dignamente la Sociedad. -Esta, en fin, llegó a su apogeo cuando se trasladó al palacio de los duques de Villahermosa, adquiriendo una animación, una solemnidad artística y literaria con la que seguramente no podía rivalizar ninguno de los establecimientos privados del extranjero, y que daba a la fisonomía de la Sociedad matritense un sello especial de vitalidad y de cultura.

Allí, en aquellos espléndidos salones, decorados y alumbrados con profusión y henchidos de toda la más brillante sociedad de la corte, y en muchas ocasiones con asistencia de la Reina y la familia Real, el Gobierno y el cuerpo diplomático extranjero, se celebraban aquellos inolvidables jueves del Liceo, aquellas sesiones de competencia artística y literaria, aquellos juegos florales, aquellos conciertos y representaciones dramáticas y líricas, en que brillaban alternativamente los antiguos campeones de la literatura y del arte con los nuevos ingenios que surgieron como por encanto en aquella época fecunda. -Zorrilla, Vega, Bretón, Gil Zárate, Espronceda, Rubí, Escosura, Pelegrín, Hartzenbusch, Roca de Togores, Tassara, Villalta, Enrique Gil, Bermúdez de Castro, Campoamor, El Duque de Rivas, las señoritas Avellaneda y Coronado, Cañete, Pastor Díaz, Navarrete, Romero Larrañaga, Lafuente, Segovia y El Curioso Parlante, con otros ciento que no recuerdo, ocupaban periódicamente la tribuna erigida en el centro del salón, leyendo sus composiciones en verso y prosa.

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Allí, en los otros departamentos, los célebres pintores de Cámara López y Madrazo, y sus hijos; Esquivel, Gutiérrez de la Vega, Villaamil, Elbo, Jimeno, Tejeo, cruzaban sus pinceles con aficionados ilustres, como los duques de Gor y Rivas y las señoritas Weis y Menchaca. -Allí, en su elegantísimo teatro, ostentaban su talento escénico, a par de Matilde Díez, Isabel Luna, la Tablares, la Chafino y otras artistas de profesión; Joaquina Romea, la señora de Ojeda, Manolita Lema, Natividad Rojas y Antonia Montenegro, con Ventura de la Vega, Ruiz de Arana, Álvarez, Piquer, Escobar (D. Telesforo y D. Ignacio), Marraci, Segovia y Sartorius. Allí, en fin, ayudados por una brillante orquesta de profesores y aficionados, se hicieron oír, en magníficos conciertos y óperas, el incomparable Rubini, la Paulina García (Mme. Viardot), llamados expresamente por la Sociedad, y los admirables concertistas Listz, Talberg y otras celebridades europeas.

Pero pasados aquellos momentos (o sean años) de ardiente fe y de sed entusiasta de gloria, la tendencia del siglo se inclinó a materializar los goces y a utilizar prosaicamente las inteligencias; por eso los institutos de esta clase fueron amenguando; por eso fueron desamparándolos sus expansivos y sobradamente generosos ingenios, corriendo a las redacciones de los periódicos políticos, a la tribuna o a la plaza pública, a conquistar, no aquellos modestos y espontáneos laureles, que en otro tiempo bastaron a su ambición, sino los atributos del poder y los dones de la fortuna. -De los nombres que arriba cité como sostenedores de la tribuna del Liceo, según se presentaron a mi memoria, casi todos ellos figuraron después como ministros, embajadores, consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos bandos y épocas, según   —176→   la marcha de los sucesos; y sólo Zorrilla y el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su nombre exclusivamente literario, sin aspirar a su engrandecimiento por otros caminos, con la circunstancia, en pro del ilustre Zorrilla, de que a mí sólo me faltaba la ambición, y a él le faltaban la ambición y la fortuna.





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ArribaAbajoCapítulo XIV

Adiós a la historia


1843



ArribaAbajo- I -

Adolece ordinariamente la senectud de un achaque físico e intelectual, que consiste en ver y recordar los objetos y sucesos lejanos con mayor claridad y lucidez que los próximos, y de aquí el placer que experimenta el anciano al expresar las reminiscencias, siempre gratas, de la primera edad, que ve clara y distintamente reflejadas en su imaginación. -A este fenómeno hube sin duda de obedecer, cuando, fiado únicamente en la memoria, me resolví, no sin alguna temeridad, a consignar en el papel todos aquellos sucesos de que fuí testigo en el primer período de la vida, y que tan hondamente se reflejan en mi cerebro, pareciéndome que no llegaría el caso de decaer en su narración: tal era la intensidad de luz que sobre ellos derramaba la fiel memoria.

Ayudado, repito, únicamente de ella, y dejando correr la pluma con su acostumbrada rapidez, consigné sencillamente y sin cuidarme ni poco ni mucho del artificio retórico, mis impresiones sobre los sucesos acaecidos a mi   —178→   vista en el primer tercio de mi vida y del siglo actual, deteniéndome con complacencia en reflejar las transformaciones y progresos que a causa de ellos hubo de experimentar nuestra sociedad pública y privada. -De esta manera, y sin gran dificultad ni esfuerzo, pude ir exhibiendo a la vista del lector una serie de cuadros histórico-pintorescos correspondientes al período transcurrido desde el año memorable de 1808 al de 1833, o sea desde el advenimiento al trono del rey D. Fernando VII hasta su muerte. -Pero al llegar a este último período, en que, a par de un nuevo reinado, se inauguraba la completa y radical variación en la marcha histórica del país y su cultura y a medida que se iba acercando el objetivo de estos bosquejos humorísticos, entrando ya en el dominio de la generación actual, que conmigo los presenció, sentí flaquear la memoria, titubear el entendimiento y abandonarme del todo al todo la voluntad.

Porque tratándose ya de sucesos coetáneos a la mayor parte de los vivientes, y descritos minuciosamente en tantos libros de historia contemporánea, en tantos folletos, memorias y diarios que la Prensa, emancipada ya, ha producido y comentado, ¿qué interés podría añadir a la narración de sucesos tan conocidos y apreciados por su mayor proximidad?

Por estas y otras razones que me callo, habrase observado en los últimos capítulos de estas MEMORIAS que, apartándome cuidadosamente, desde la muerte de Fernando VII, de las vicisitudes políticas, me contraje al primitivo objeto de mi narración, que no fue otro que el discurrir y consignar en estos recuerdos las diversas fases que ha ido presentando nuestra sociedad; objeto más conforme con mi carácter e inclinaciones que el de las investigaciones histórico-políticas y, más grato también (me atrevo   —179→   a creerlo así) para la generalidad de mis lectores.

Cerré, pues, el ventanillo de mi cosmorama por la parte que mira a la historia, dejando a los eruditos y concienzudos autores modernos, a los Pachecos, Burgos, Miraflores, Marlianis, Bermejos y Piralas, el cuidado de exponerla concienzuda y discretamente; y el de reflejar su continuo movimiento y vitalidad a este monstruo de cien lenguas apellidado la prensa periódica, que no hay suceso que no registre en todos sus detalles, hecho que no comente, reputación que no eleve, analice o destruya, ya con el escalpelo de la crítica severa, ya con el cascabel de la sátira, con más primor y talento que el que pudiera prestarle mi vetusto y descolorido pincel. -Empero al ceder la palabra en aquel punto y hora a tan poderoso órgano de publicidad, paréceme del caso hacer su presentación al respetable público en el período a que me refiero, o sea la década transcurrida entre 1833 al 43, mientras que con mucha satisfacción propia rindo ante el mismo las armas y abato gustoso mi pabellón.




ArribaAbajo- II -

La prensa periódica


Diez años de completo silencio, impuesto por el Gobierno absoluto de Fernando, habían hecho desaparecer hasta la memoria del indiscreto ensayo hecho por la prensa política en el turbulento período constitucional de 1820 al 23;   —180→   pero estos diez años de recogimiento y de estudio habían engendrado nuevos y más profundos conocimientos; habían producido nuevos adalides, que se presentaban hoy en el palenque de la publicidad con armas mejor templadas. -A la Revista Española, primera publicación política a la muerte de Fernando, y que redactaban los hermanos Carnerero, Alcalá Galiano, Rodrigo, Campuzano y Grimaldi, sucedieron inmediatamente otros muchos diarios con distintas tendencias y denominaciones, mereciendo alcanzar respectivamente el primer lugar, bajo las opuesta banderas moderada y progresista, el titulado La Abeja, que era redactado por los ilustres Pacheco, Pérez Hernández, Brabo Murillo, Nandín, Peña Aguayo y Oliván; y El Eco del Comercio, que levantaba la bandera del progreso en las robustas manos de D. Fermín Caballero, D. Ángel Iznardi, D. Joaquín María López y D. Mateo Agullón. -Un año más tarde apareció en la escena periodística, con carácter más ecléctico, y con un esplendor desusado en la forma, El Español, la primera entre nuestras publicaciones periódicas que por su confección política, literaria y hasta material, podía sostener la comparación con los primeros diarios de Europa. -Su fundador, mi distinguido amigo Sr. D. Andrés Borrego (uno de los rarísimos que aún quedan vivientes de aquella ilustre pléyade de publicistas), dirigía su redacción y explanaba su doctrina con singular acierto y trascendencia; y a su inmediación militaban estadistas eminentes y una porción de jóvenes, que sirvieron de plantel, no sólo para otros periódicos importantes, sino también para brillar en la tribuna y en los altos puestos del Estado: Ríos Rosas y Donoso Cortés, Villalta, Egaña y Zaragoza, González Brabo y Sartorius, y otros ciento que lucieron sus primeras armas en la redacción de El Español y se dispersaron luego, fundando   —181→   otras publicaciones excelentes, como El Correo Nacional, La España, El Corresponsal y El Heraldo, aunque todos afiliados, más o menos marcadamente, bajo el pabellón moderado. -La prensa progresista, abanderada valientemente por El Eco del Comercio, tuvo también muy luego sus inmediatos sostenedores, entre los cuales merece especial mención El Clamor Público, fundado y dirigido por D. Fernando Corradi, y El Castellano, de pequeñas dimensiones, aunque de profunda intención, que fundó don Aniceto de Álvaro. -Por último, en el sentido más o menos retrógrado o absolutista, llevaba el estandarte La Esperanza, discretísima publicación, fundada por D. Pedro de la Hoz, y a su lado El Católico y El Pensamiento de la Nación, redactado este por el insigne D. Jaime Balmes.

Con decir que la parte satírica y maleante de todas estas publicaciones y otras especiales corría a cargo de Larra (FÍGARO), Segovia (EL ESTUDIANTE), ABENAMAR (Pelegrín), Bretón, Salas y Quiroga, Espronceda, Álvarez Miranda, González Brabo, Villergas, Tirado, y otros infinitos, que ostentaban la mayor agudeza y donosura, puede calcularse la suma de talento desplegada por tan discretos escritores en la Prensa de aquella época, y que desgraciadamente se desvaneció con ella, sin haber llegado a ser conocida y apreciada por los lectores actuales. -Y en gracia de ellos, y como ligera muestra de aquellas regocijadas plumas, reproduciré aquí dos trozos epigramáticos que me saltan a la memoria y que corresponden a la primera época, antes que, desbordada la prensa satírica, diese cabida en sus columnas a los acerados dardos de El Huracán, a los extravíos y desmanes de El Guirigay, a las caricaturas ultrajantes de El Mundo y La Posdata, y a la frailuna chocarrería de Fray Gerundio. -Referíanse estos versos al célebre ministro D. Pío Pita y al regente Espartero, y fueron   —182→   sus autores, si no me equivoco, D. Jacinto de Salas y Quiroga y D. V. Álvarez Miranda. Helos aquí:




AL MINISTRO PITA PIZARRO


   «Sublime señor don Pío,
De quien nunca yo me río,
Temeroso de un navío
Que me arrastre a Santa Cruz98.
   »Por cuya gracia infinita
En esta tierra maldita
Tan sólo al nombre de Pita
Surge un tesoro de luz...
   »Enjuga este llanto mío,
      Don Pío;
Calma el furor que me agita,
      Don Pío Pita;
Pues a tu piedad me agarro,
   Don Pío Pita Pizarro;
      Don Pío,
      Don Pío Pita,
   Don Pío Pita Pizarro».



(Seguían otras tres o cuatro estrofas, que no recuerdo.)




AL REGENTE ESPARTERO


   «En tiempos de gloria llenos,
Con humildad y llaneza
Deseó ser Vuestra Alteza
Alcalde, ni más ni menos.
   »Pero os dijeron los buenos
De la progresista ley
Que reclamaba la grey
—183→
Vuestro auxilio soberano,
Y vos dijisteis ufano:
El mejor Alcalde, el Rey».



Aquí seguían otras dos décimas, y concluía con la siguiente:)


    «¡Cuánta alabanza va en pos
De Vuestra Alteza, ¡oh Regente!
¡Cuánto os alaba la gente!
¡Alabado sea Dios!
   »Todos alaban en vos
El talento y el valor;
Mas yo, pobre pecador,
Que os miro de cabo a rabo,
La serenidad alabo,
Serenísimo Señor».






ArribaAbajo- III -

El Semanario Pintoresco


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PORTADA DEL «SEMANARIO PINTORESCO ESPAÑOL»
Fundado por Mesonero Romanos.

Por lo que a mí toca, y aunque cortésmente invitado por todos los directores de aquellos periódicos, mis amigos, a tomar parte en su redacción, me negué constantemente a ello, por no querer de modo alguno mezclarme en las controversias políticas; pero la comezón del escritor es una enfermedad dominadora, y para transigir con ella dentro de los límites que me trazaban mis inclinaciones,   —184→   me resolví a fundar una publicación mía propia, exclusivamente literaria, popular y pintoresca, nueva absolutamente entre nosotros en su esencia y en su forma, y a semejanza de las que con los títulos Penny Magazine y Magasin Pittoresque había visto nacer en Londres y en París; y el 3 de Abril de 1836 fundé El Semanario Pintoresco Español.

Era mi propósito al emprender esta publicación generalizar la afición a la lectura y el conocimiento de las cosas del país, así en su belleza natural, como en sus monumentos artísticos, ya en la vida y hechos de sus hijos ilustres, como en la historia y tradiciones de las localidades, usos y costumbres del pueblo, procurando realzar las descripciones con profusión de dibujos, grabados en madera por el método recientemente adoptado en el extranjero, y de que ni siquiera se tenía noticia entre nosotros. -Bajo todos estos conceptos creo haber hecho un verdadero servicio a las letras y a las artes con la importación en nuestro país de esta clase de publicaciones pintorescas, o ilustradas, como ahora se dice, venciendo los formidables obstáculos que a ello se oponían por la falta absoluta de artistas conocedores del grabado tipográfico, y hasta de papel y de máquinas propias para la impresión. -Tuve además la buena suerte de atraer a la colaboración del Semanario a todos o casi todos los literatos que habían alcanzado un merecido renombre, Gil Zárate, Ochoa, Revilla, Segovia, Roca de Togores99, Lafuente, Príncipe, Colom, Magán, Arias, Girón,   —185→  

Zamacola, etc., a todos los que en Madrid y las provincias se interesaban en dar a conocer la historia, los monumentos artísticos, el carácter, usos y costumbres de cada localidad. Este Semanario, en fin, sirvió de palenque a nuestros primeros poetas, Zorrilla, Tassara, Bermúdez de Castro, Enrique   —186→   Gil, Rubí, Retes, Asquerino, Grijalva y otros muchos, y también a las sociedades literarias el Ateneo y el Liceo; y a mí propio me sirvió para continuar las Escenas Matritenses en una segunda serie, que comprende los cuadros desde El Día de toros hasta el de la Guía de forasteros, y que es, a mi juicio, la que merece algún aprecio. -El público español dispensó, en fin, tan buena acogida al Semanario, que a pesar de sus defectos materiales, y a vuelta también de las circunstancias críticas del país en lo más encarnizado de la guerra civil, llegó a contar hasta el número, inverosímil en un periódico literario, de cinco mil suscritores, viéndome además en la necesidad de reimprimir la colección completa de los siete tomos o años en que yo la dirigí, desde 1836 a 1842, al final del cual la cedí a otras manos, que le hicieron decaer, hasta que, recogido por las expertas del Sr. Fernández de los Ríos, volvió a adquirir su primitiva importancia, que sostuvo hasta 1857.

Pero basta ya de prensa periódica, a la que naturalmente tengo que ceder, como ya dije, la pluma de la historia; mas como me sea muy duro despedirme de esta tan bruscamente, permitireme sólo trazar un cuadro humorístico-político (que será el último de esta clase) de cierto episodio histórico de aquellas vegadas, que por acaso tuve ocasión de presenciar.



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ArribaAbajo- IV -

Un pronunciamiento andaluz


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DON FRANCISCO DEL ACEBAL Y ARRATIA
Cooperador de Mesonero Romanos en la fundación de la Caja de Ahorros.

El día 2 de Abril de 1843, en medio de la tranquilidad aparente, bajo la regencia del general Espartero, salí de Madrid en compañía de mi cordial amigo D. Francisco del Acebal y Arratia, persona tan apreciada y considerada en nuestra sociedad por sus excelentes prendas de carácter, su ilustración, patriotismo y filantropía, así como también por su opulenta fortuna y elevada posición social, proponiéndonos dar un agradable paseo a lo largo de nuestras costas de Mediodía y Levante, dirigiéndonos, por de pronto a Sevilla para asistir a las solemnes funciones de la Semana Santa, y a la antigua y animada feria de Mairena. Hicímoslo así, en efecto, y pocos recuerdos conservo en la memoria tan agradables como el de la impresión que produjo en mi ánimo la estancia durante todo el mes de Abril en aquella deliciosa ciudad, reina de la Andalucía, en quien parecen haberse aunado con los dones de la naturaleza y el arte los recuerdos de la historia y los encantos de la poesía. -Trasladámonos después a la culta Cádiz, permaneciendo en ella quince días, en los cuales tuve ocasión de recordar los angustiosos de 1823, que ya describí en lugar oportuno. -Pasamos luego a Gibraltar, y hubimos de detenernos a pesar nuestro en aquel padrón de nuestra patria, aguardando el paso del vapor Balear, que hacía semanalmente la travesía; embarcados, en fin, el día 24 de Mayo al anochecer, dimos fondo al siguiente,   —188→   25, en la bahía de Málaga, muy ajenos seguramente de que lo hacíamos, como quien nada dice, en el cráter de un volcán en el momento de su erupción.

Con efecto, en aquel mismo día escribíase en la agitada y levantisca ciudad de Guadalorce la página del alzamiento que, de aquel chispazo, llegó a convertirse en incendio contra la regencia del general Espartero. -Mucho hubo de contrariarnos semejante coincidencia a nosotros, ciudadanos pacíficos y ganosos de pura y deleitable recreación en aquellas risueñas comarcas, el hallarnos metidos, sin sospecharlo, en un movimiento político que podía tener terribles consecuencias; pero al saltar en tierra, y al recorrer las calles de la ciudad sublevada, el espectáculo de holgura y regocijo que se ofreció a nuestra vista calmó nuestro terror, persuadiéndonos de que, según vulgar expresión, no llegaría la sangre al río, y que todo ello se reducía a un regocijado espectáculo, o como si dijéramos, a un pronunciamiento andaluz a la manera de entonces, de amable desorden con acompañamiento de guitarras y castañuelas.

Por de pronto, nada más grato que ver aquella muchedumbre de todas clases, desde las más severas y entonadas hasta las más humildes y pintorescas, corriendo las calles al compás de las músicas militares y dando vivas a la ausente Reina Gobernadora, y mueras irónicos a los ayacuchos, aguaduchos y avechuchos (que de todas estas maneras eran apellidados los secuaces del Regente); aquellas hermosísimas malagueñas asomadas a los balcones y arrojando flores y coronas sobre los milicianos nacionales y sobre los coches en que la Junta de ordenanza, presidida por un Sr. Elizaicin, pasaba a instalarse en la Casa Consistorial; aquellas iluminaciones espontáneas; aquel repique de campanas, y aquel coro, en fin, unísono de   —189→   expansión, de fiesta y de alegría. -Y todo ¿por qué? No sabré decirlo, ni creo que tampoco lo supiera la inmensa mayoría de la población; y era que en la ocasión presente, como en otras anteriores, aquella meridional multitud, obedeciendo a su idiosincrasia, sentía la necesidad de alzarse contra alguien porque sí, y entonces este alguien le tocaba serlo al general Espartero, al mismo a quien tres años antes había aclamado frenéticamente, y que algunos después había de volver a aclamar.

Una vez lanzados a la arena los inquietos malagueños, era natural que pensaran en procurarse cooperadores y aliados, y así lo hicieron de buen grado, empezando, en su consecuencia, a recibir desde el día siguiente, adhesiones de los pueblos comarcanos, y hasta de Loja, Antequera y Granada que se pronunciaron también -refuerzo de aclamaciones, vítores y campaneo, iluminaciones, música y acompañamiento-; pero a la mañana siguiente, ¡noticia triste!, díjose que Granada se había despronunciado; que los demás pueblos no acudían solícitos a la demanda, y que al Gobierno de Madrid no le había hecho mucha gracia, que digamos, el bromazo malagueño. -¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? -Columnas de milicianos a Granada para excitarla a pronunciarse de nuevo; requisitorias a los pueblos inmediatos para que acudieran con hombres y dinero. Y no en balde, por cierto, se tomaron estas disposiciones, porque de otros pueblos inmediatos empezaron a afluir a la capital sendos pelotones de gente armada y refuerzos considerables de boca y guerra, y Vélez, Loja y hasta la misma Granada se volvieron a pronunciar.

El espectáculo de aquella holgachona y mansa revolución empezaba a ser empalagoso por lo monótono, y mi compañero y yo, un sí es no es hastiados de tanta dulzura de pasa y batata, determinamos trasladarnos a la ciudad   —190→   insigne de los Abencerrajes y Zegríes para ver si en ella lográbamos desempalagar el ánimo con más gratas emociones. Y no tuvimos que arrepentirnos; porque el espectáculo revolucionario, si más morigerado y sensato, era también más pintoresco y poético en la antigua corte de Boabdil. -Habíase formado allí su correspondiente Junta, compuesta de personas respetables de la población, los señores Bello, Roda, Valenzuela, etc., etc., ejerciendo las funciones de secretario el marqués de Tabuérniga, en quien, por cierto, no supe reconocer al pronto la misma persona del ciudadano D. Juan Florán, el Castelar de la época de 1820 al 23, fogoso tribuno de la sociedad Landaburiana; el emigrado después en Londres, a quien tuve allí ocasión de tratar, y que, entregado a sus estudios e inclinaciones de poeta, había modificado radicalmente sus exageradas opiniones políticas y acrecido sus dotes de distinguido literato y de cumplido caballero. -Este personaje, altamente simpático, era el alma del movimiento granadino, el autor de aquellas ardientes proclamas y alocuciones, el promovedor de las fructuosas tareas de la Junta, a las cuales no tardaron en adherirse las personas más distinguidas de aquella culta sociedad, los hermanos Castro y Orozco (marqueses de Gerona), los Pérez Herrasti, los Heredias, Burgos, Durán, Ortiz de Zúñiga y los ilustrados jóvenes Peñalver, Paso, Lafuente Alcántara, Fernández-Guerra, Montes y otros muchos que no recuerdo, vigorizando con su influencia el alzamiento, e imprimiéndole un carácter de formalidad y trascendencia.

El pueblo, hasta en sus clases inferiores, simpatizaba también con un movimiento que acaso no comprendía; decía mil pestes de los ayacuchos o aguaduchos; subía a la Torre de la Vela de la Alhambra a tocar la histórica campana, que no había resonado desde la época de la invasión francesa;   —191→   escuchaba entusiasmado las peroratas sui generis del zapatero Malaguilla, que, subido sobre un tonel en la carrera del Darro, le marcaba con sus declamaciones tribunicias; y acudía a la capilla de Nuestra Señora de las Angustias, alumbrada por centenares de luces que la habían ofrecido las señoras de la ciudad. -Dicha imagen estaba adornada con la banda y bastón de general, como autoridad suprema y defensora del pueblo, huérfano de sus autoridades, porque tanto el capitán general Álvarez, como el jefe político, habían abandonado sus puestos por no poder o no querer combatir el movimiento, recayendo el mando de la plaza en un simple comandante, Sr. Rubín de Celis, que declaró a la Virgen Patrona, Generala y Defensora de la ciudad. -Porque caímos en la cuenta que nos hallábamos amenazados de un sitio en regla, pues los generales Álvarez primero, Van-Halen e Infante después, se iban acercando en ademán hostil, aunque sumamente mesurado, y como pareciendo respetar la ciudad muslímica y los espléndidos palacios y torres de la Alhambra y del Generalife.

Y era por extremo interesante contemplar desde ellas el cuadro que ofrecía la incomparable vega de las heroicas tradiciones con la afluencia de hombres armados que de todos los puntos de la provincia acudían a la ciudad, con sus trajes pintorescos y tradicionales; así el paisano de Santa Fe y de Atarfe como el miliciano nacional de Loja y Antequera, así los ribereños del Dauro y del Genil como los contrabandistas de la Alpujarra, al mando del famoso Cuchichí, sin que las escasas tropas de los generales sitiadores se opusieran a su paso, y hasta fraternizando con ellos y entonando juntos las canciones del país. Era un espectáculo verdaderamente interesante, lleno de vida y de colorido local.

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Ello es, al fin, que estábamos en completa rebelión, y el Gobierno de Madrid amenazaba a aquella hermosa ciudad, que había venido a convertirse en el centro de la insurrección andaluza. Nada sabíamos -yo al menos lo ignoraba- de lo que pasaba en el resto de España, como ni tampoco de los planes ni esperanzas que pudiera tener la Junta directora del alzamiento, y ya iba terminando el mes de Junio sin más noticias que las contradictorias de los diarios granadinos o las que propalaba el zapatero Malaguilla desde su tonel, asegurando que las siete provincias andaluzas, que toda España, que toda Europa estaba pronunciada, y que Granada iba a ser declarada capital del reino. -Algo de verdad había de haber en cuanto a la extensión del movimiento, y de ello era claro indicio la inacción de las tropas y el desidioso abandono del estupendo asedio anunciado por los generales; y es que, sin duda, llamados por el Regente hacia Sevilla, en donde se presentaba el peligro mayor, dejaban a los granadinos despacharse a su gusto en su pintoresca rebelión. -Esta, sin embargo, iba tomando cierto carácter de gravedad, y sólo faltaba para dar dirección a aquella muchedumbre armada (que, según Malaguilla, subía desde 24 a 200.000 hombres) un jefe caracterizado, que la imprimiese unión y movimiento, y este jefe no tardó en aparecer.

Uno de los primeros días del mes de Julio se difundió la voz de que acababa de desembarcar en Málaga el general D. Manuel de la Concha (uno de los emigrados en el extranjero desde la intentona fracasada en Madrid la noche del 7 de Octubre de 1841) y que se dirigía a Granada a tomar el mando del ejército andaluz. Era, en efecto, así; y a las pocas horas, hizo dicho general su entrada triunfal en la ciudad, en medio de los transportes de regocijo de la numerosa población, que salió a esperarle al camino   —193→   en cabalgaduras y carruajes de todos sexos y edades, y que le tributó en la carrera, por las calles de la ciudad, la más entusiasta ovación. Puesto de acuerdo con la Junta, y sin perder momento, salió al siguiente día con todas las tropas y paisanos disponibles en dirección a Sevilla, donde, como es sabido, puso cima a esta aventura, obligando al Regente a embarcarse en el Malabar.

Quedamos, pues, en la ciudad, como suele decirse, en una balsa de aceite y con la convicción del próximo triunfo del alzamiento, con lo cual pudo entregarse el vecindario a la solemnidad del día del Corpus, que había retrasado, con todos sus episodios pintorescos de arcos, cuadros y enramadas en la plaza de Bibarrambla.

De Madrid, entretanto, nada se sabía con seguridad, y hasta se ignoraba dónde estaba el Regente; sólo sí que todas las ciudades de la costa estaban adheridas al movimiento, y que este podía contar ya con un triunfo seguro. Visto lo cual, y también que habíamos perdido dos meses para nuestro paseo costanero, mi compañero y yo determinamos abreviarlo. Verificámoslo así desde luego, emprendiendo nuestra marcha con dirección a Almería en la mañana del 21 de Julio, no sin haber sido testigos el día anterior de un doloroso espectáculo, cual fue el incendio de la famosa Alcaicería, especie de bazar de tiendas, o más bien barrio mercantil semejante a los berberiscos, y que encerraba grandes riquezas en mercancías, por lo cual este suceso fue considerado como una verdadera calamidad.

Íbamos a bordo de una tartana o carro prehistórico, al mando de su patrón, el tío Palomo, contando con llegar a Almería para embarcarnos con dirección a Levante. -Nunca se apartará de mi memoria el recuerdo de aquel accidentado viaje de tres días mortales, para salvar las 16 ó 17   —194→   leguas de camino, en tan especiales condiciones, que parecían remontarnos a cuatro siglos de distancia. -Arrastrábase el vehículo por las secas cañadas, que, a falta de otra carretera, teníamos que seguir, con movimientos bruscos y terroríficos de nuestra desdichada carreta, a cada uno de los cuales, después de persignarme, preguntaba yo al mayoral: -«Pero, tío Palomo, ¿hay ejemplar de haber llegado a Almería con este carrito? -¡Cómo qué! (me respondía el interpelado); yo aseguro a su mersé que, muertos o vivos, llegaremos allá, si Dios y el ganado no disponen otra cosa, el jueves a la tardesita». -Y éramos el lunes al amanecer.

Adelantando, en fin, trabajosamente, y haciendo las correspondientes paradas en Guadix, el Nacimiento, Alcubillas y otros pueblos inverosímiles y primitivos, llegamos a Almería sanos y salvos; embarcados en seguida para Cartagena, emprendimos desde esta ciudad una interesante excursión a los deliciosos pueblos y comarcas de Orihuela, Murcia (tan desdichados en los momentos presentes) y Elche de los Palmares, y tornamos a embarcarnos en Alicante con dirección a Valencia, adonde arribamos cuando ya esta ciudad, como las anteriores, había hecho su correspondiente pronunciamiento, que, como todos los suyos, fue señalado con la sangre de una víctima expiatoria, el jefe político Camacho. -Una vez allí, y conociendo ya el desenlace del drama político, o sea la acción de Torrejón de Ardoz, y la entrada de Narváez en la capital, no nos apresuramos a regresar a ella, antes bien nos proponíamos continuar nuestro paseo hasta Barcelona; pero el tumultuoso carácter que allí tomaba el movimiento, por un lado, y por otro las delicias de la ciudad del Turia, con su culta sociedad, sus primores artísticos y su encantadora huerta, fascinaron nuestra voluntad y nos obligaron a permanecer   —195→   allí durante casi dos meses, hasta que en los últimos días de Octubre regresamos a Madrid para ser testigos de las fiestas celebradas con motivo de la declaración de la mayoría de la reina Isabel II, que fue el resultado final de aquel movimiento, cuyos tímidos preliminares habíamos visto iniciarse en Málaga y Granada.





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ArribaAbajo Capítulo XV

(Y último)


La carga concejil


1845 a 1850



ArribaAbajo- I -

Una vez descartada de mi narración la parte histórico-anecdótica, en que sólo cupo el papel de espectador a mi insignificante persona; habiendo dedicado también algunos capítulos al movimiento literario y culto de nuestra sociedad, en el cual hubo ya de alcanzarme algún tanto de intervención, réstame sólo, para concluir estas ya fatigosas MEMORIAS, trazar un breve cuadro del progreso material de la capital del reino, que se desarrolló especialmente en el quinquenio de 1845 al 50; con lo cual daré por terminado mi voluntario compromiso de llegar con estos recuerdos hasta la segunda mitad del siglo y no pasar de allí; y lo hago con tanto mayor gusto, cuanto que en dicho período puedo asegurar que, haciendo un paréntesis a mis ocupaciones literarias, consagré toda mi vitalidad al desempeño de la honrosa carga concejil con que me vi favorecido, y voy a explicarlo.

En la elección de Ayuntamiento para 1846, con arreglo   —198→   a la nueva ley del año anterior, y sin duda en alguna junta preliminar de electores de mi distrito -a la cual, como de costumbre, no asistí- hubieron de pensar algunos amigos y apasionados, que a nadie le faltan en este mundo, que, dados mis antecedentes, estudios y escritos en pro de los intereses materiales de la población, sería conveniente mi presencia en la corporación municipal, aun conociendo mi notoria repugnancia a ejercer este cargo. -Corrieron, pues, y llegaron a mis manos, no sé bien si con disgusto, o satisfacción, las candidaturas en que se hallaba mi nombre, y llegado el día de la votación, se presentó en mi casa un inspector, celador o cosa tal, diciéndome estas o semejantes palabras: -«Vengo a recibir órdenes de V. S. para el acto de la votación»; -a que le contesté: -«Pues haga V. de modo que nadie se acuerde de mí para votarme». -Replicome el inspector, alcalde de barrio o lo que fuere, diciendo: -«En eso ni puedo ni debo complacer a V. S., y hasta ahora no he recibido orden semejante de ningún candidato». -«Pues entonces, haga V. lo que le parezca y deje rodar la bola». -Con lo cual, y mi ausencia acostumbrada del colegio electoral, la votación se hizo, y en el Diario siguiente me vi elegido concejal, por un crecido número de votos, para el Ayuntamiento que había de empezar en 1.º de Enero de 1846.

Por fortuna, eran ya pasadas las grandes peripecias políticas del período anterior, desde 1836, y los Ayuntamientos, reducidos por la nueva ley a la gestión administrativa, hallábanse relevados ipso facto de las atribuciones y procedimientos que antes les envolvían en la atmósfera insana de los partidos políticos. No era ya su misión agitarse dentro de aquella órbita vertiginosa; ni ocuparse en poco ni mucho en manifestaciones patrióticas, según las distintas fases de la política dominante; ni organizar, vestir,   —199→   arengar, presidir ni costear las charangas de la milicia ciudadana; ni designar jueces de hecho: ni intervenir en sus juicios de imprenta; ni presidir asociaciones políticas ni fiestas patrióticas; ni ocuparse, en fin, en otra cosa que no fuese la buena administración y fomento de la localidad. -Y como yo, según queda dicho en capítulos anteriores, había manifestado mi inclinación dominante hacia este objeto civilizador -¿para qué negarlo?- entré de buen grado en la Casa consistorial, prometiéndome contribuir, hasta donde alcanzasen mis fuerzas, a tan patriótica tarea. -De igual propósito participaban sin duda todos los demás concejales electos, entre los cuales figuraban en gran mayoría personas de prestigio y consideración por su jerarquía, patriotismo y especiales conocimientos, tales como los señores Marqueses de Santa Cruz, de Perales, de Bárboles, de Regalía y de Acapulco; el Duque de Abrantes; los Condes de Torre-Múzquiz, de Goyeneche, de Cumbresaltas, de la Oliva y Casa Flores; los acaudalados D. Diego del Río, D. Cándido A. Palacio, D. Juan Gil Delgado, don Luis Piernas, D. León Villarreal, y los abogados y otras personas de gran consideración, Sánchez Ocaña, Betegón, Campoy, D. José María de Alós, Posadillo, Nocedal (D. José María), Aldecoa, Stuich, Bañares, Laplana, etc.; todos los cuales formamos un fuerte haz de voluntades para dirigir el movimiento por el camino del progreso material y administrativo que, reclamaba la opinión, entonces por fortuna unánime, del vecindario.

No eran, por desgracia, correspondientes a nuestros buenos deseos los escasos medios que a la sazón podía ofrecer el presupuesto municipal, reducido a la cantidad de quince millones de reales por toda clase de ingresos: cierto que las necesidades y las exigencias del servicio de la población de Madrid (reducida entonces a la mitad   —200→   de la que hoy encierra) no eran tan apremiantes y extensas como ahora: pero también lo es que para satisfacerlas cuenta anualmente con un presupuesto sextuplicado. -No podíamos hacer otra cosa más que seguir, dentro de los límites que nos marcaba la escasez de recursos, el buen camino de la reforma material, iniciada en 1835 y 36, durante la inolvidable administración del Marqués de Pontejos, y que había sido interrumpida después por lo accidentado de las circunstancias políticas desde 1836 al 44. -Los Ayuntamientos constitucionales en este período, cohibidos y abrumados por aquellas azarosas circunstancias, poco o nada habían podido hacer para continuar desarrollando los intereses materiales; y los alcaldes electivos, dominados y absorbidos por las atenciones políticas, hubieran dejado escasa memoria de su administración si no fuera por las contadas y honrosísimas excepciones de los señores D. Fermín Caballero, D. Juan A. Mendizábal, don Salustiano de Olózaga y D. Lino Campos, que en los brevísimos períodos que desempeñaron aquel cargo dictaron algunas disposiciones ventajosas para el mejor servicio de la población.

El recuerdo sin duda de la fructuosa administración del último corregidor Pontejos fue causa de volver a establecer este cargo oficial, que, al paso que ofrecía mayor autoridad y prestigio al presidente de la corporación que el que pudiera tener entre sus compañeros uno de los concejales investido con la Alcaldía, prometía también mayor duración a dicha autoridad para desarrollar sus planes; pero, a decir verdad, esta circunstancia fue negativa, pues que durante mi cuatrienio de concejal conocí hasta seis alcaldes corregidores, lo cual da por término medio una duración de ocho meses, menos aún que la que antes gozaba la Alcaldía.

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El primero de dichos corregidores, a mi entrada en la Corporación municipal, fue el Marqués de Peñaflorida, antiguo oficial de Guardias Reales, y recientemente afiliado a la política dominante, que acababa de desempeñar nada menos que el Ministerio de la Gobernación, donde se había señalado, cuando no por sus grandes conocimientos administrativos, por cierta energía de carácter, que era conveniente a la nueva situación, creada bajo la presidencia de González Brabo. Pero en cuanto a su ejercicio de la autoridad municipal, poco o nada nuevo acertó a plantear, y sólo dejó memoria por su famoso bando disponiendo el remetimiento de todas las rejas salientes de las fachadas; operación que, llevada a efecto con cierta dureza, le granjeó al Marqués el apodo de El Corregidor rejicida.

Sucediole en el bastón el Duque de Veragua, grande de España, discreto hombre de mundo y no escaso de intención en el arte de gobernar la población; pero falto de energía y perseverancia, que le privaba de acometer las reformas necesarias y desarraigar las corruptelas establecidas. Algo hizo, sin embargo, conducente a este fin en los pocos meses que duró su administración; pero tuvo que prescindir de dichas tareas para ocuparse en los grandiosos festejos con que se celebraron las bodas Reales de Su Majestad y Alteza en Octubre de 1846, y singularmente en las ostentosas y costosísimas corridas de toros en la Plaza Mayor, en cuya complicada disposición pudo lucir el Duque su especialidad y diligencia.

Al duque de Veragua sucedió, no sé por qué, el Marqués de Someruelos, persona apreciabilísima sin duda, de talento despejado y honradez suma, que había sido Presidente del Congreso y Ministro de la Gobernación; pero dotado de un carácter débil e irresoluto, poco apto, por   —202→   ende, para reprimir abusos y acometer empresas de alto vuelo y de reconocida utilidad.

El general Conde de Vistahermosa, que le sucedió en el mando, era precisamente la antítesis del de Someruelos por su carácter enérgico y decisivo; y en los once meses que tuvo a su cargo la administración municipal no dejó, como suele decirse, títere con cabeza, ni hubo un día solo día en que no idease o llevase a cabo alguna medida más a menos importante respecto a la mejora material de la población. Entre muchas que pudiera citar, la más memorable fue la de la reforma completa del empedrado de las calles por el sistema de adoquines; la del alumbrado por el gas; la transformación de la áspera cuesta de la Vega en suaves bajadas y agradables mesetas o pensiles; la nueva construcción del parque del Dos de Mayo del Prado; la apertura para carruajes del paseo de la Fuente Castellana, etc. Y si hubiera podido enfrenar su carácter algún tanto dominante, o de militar ordenancista, no hay duda que se hubiera hecho dueño de la misma popularidad que obtuvo Pontejos.

Al Conde de Vistahermosa sucedió el Marqués de Santa Cruz, grande de primera clase, de la ilustre alcurnia de los Bazanes y Girones, tipo de hidalguía y de perfecto caballero, el cual dejó también buenos recuerdos de su breve administración en la reforma de las fuentes públicas, en la beneficencia y en otros objetos del servicio municipal; pero un suceso insignificante o baladí, cual fue la prohibición que intentó hacer del grosero espectáculo popular titulado El Entierro de la Sardina, le hizo declinar muy en breve el mando, que pasó a manos de uno de mis compañeros, e íntimo amigo, D. Luis Piernas, que tanto y tan meritoriamente había trabajado en su cargo de concejal.   —203→   Y como yo cesé en éste poco tiempo después, hago alto aquí en esta cronología de corregidores.

Todos ellos, amigos míos antes de serlo, continuaron dispensándome su amistad y dando a mis consejos y observaciones gran importancia, sosteniéndome en todos los proyectos que mi buen deseo y decidida inclinación me sugerían; y tanto, que en las festivas conversaciones de los concejales me solían apellidar con benévola ironía El Corregidorcillo. -Pude serlo de derecho, y ellos lo sabían, porque en uno de los frecuentes interregnos de este cargo, llamado por el Sr. Sartorius, Conde de San Luis y ministro de la Gobernación, con quien me unían antiguas relaciones amistosas, me sorprendió diciendo que hallándose vacante el corregimiento, y deseoso de hacer una elección acepta a la población de Madrid, había pensado en mí para ofrecerme el bastón; a lo cual resueltamente, y sin titubear, le respondí agradeciéndole el favor; pero que, no pudiendo contar con la autoridad suficiente entre mis compañeros para ejercer su presidencia, no podía aceptar aquella honra, que, por otro lado, era opuesta también a mi deseo de trabajar toda mi vida con mi acostumbrada independencia, sin emolumento ni premio alguno, en pro de mis convecinos y de mi pueblo natal; prestándose también muy poco mi carácter a la ostentosa representación personal que aquel cargo exigía; y que, por lo tanto, había propuesto limitarme al mejor desempeño de mi carga concejil con todos los recursos de mi pobre entendimiento.



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ArribaAbajo- II -

Proyecto de mejoras generales


Al efecto, y previo un concienzudo estudio del perímetro de Madrid y de sus más urgentes necesidades, escribí un extenso Proyecto de mejoras generales, que leí en sesión de la Corporación municipal, el día 23 de Mayo de 1846. -En él, después de las consideraciones que creí oportuno hacer sobre las reformas que hubieran de emprenderse, clasificándolas en sus tres grados, de urgentes, necesarias y útiles, subordinándolas todas a la posibilidad material, y partiendo de la base de que a la sazón no urgía la necesidad de la ampliación o ensanche de Madrid, proponía aplazarla para más adelante, limitando la tarea a la regularización del espacio entonces ocupado por el caserío, no tan reducido, que no pudiera, bien aprovechado, bastar aún por largo tiempo a la comodidad del vecindario, reducido entonces a la mitad del que cuenta hoy día. -Y para demostrar esta aseveración, dividía mentalmente a Madrid en cuatro grandes trozos o cuartos de círculo, en estos términos: -1.º, el comprendido entre las calles de Hortaleza y de Alcalá, o sea de N. a E.; 2.º, entre la calle de Alcalá y la de Toledo, de E. a S.; 3.º, desde esta última a la de Segovia y Cuesta de la Vega, de S. a O.; y 4.º y último, desde esta a la de Fuencarral, de O. a N.; -y considerándolos minuciosa y detalladamente, proponía en ellos las variaciones siguientes:

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En el trozo primero proponía la completa transformación del distrito del Barquillo, que era entonces un verdadero arrabal, compuesto de miserable caserío y espaciosas huertas, corrales, tahonas, fraguas y herrerías (de donde les vino a sus moradores el célebre nombre de los Chisperos de Madrid, así como el de Manolos a los del distrito de Lavapiés), y para verificar esta transformación proponía la apertura, por la manzana núm. 316 de la calle de Hortaleza, de la nueva de Gravina, y rompiendo luego las de Santa María del Arco, Soldado, San Marcos, Válgame Dios, Saúco, Piamonte, Almirante, Santa Lucía, y otras en dirección a Recoletos, con lo cual se conseguiría vitalizar aquel extenso distrito y dar ocasión al interés privado para construir decoroso caserío; todo, en fin, según se ha verificado al cabo de treinta y cuatro años de mi propuesta, cambiando este distrito en uno de los más elegantes de Madrid.

Llegando luego al estrecho paseo de Recoletos, encarecía la necesidad de su ampliación por la izquierda, remetiendo las tapias de las huertas de las Salesas, Altamira y de la Inspección de Milicias, y por la derecha la construcción de una nueva y elegante barriada en los sitios, ocupados por la Veterinaria, Recoletos, Montealegre, el Pósito y hornos de Villanueva y Cuarteles, hasta la puerta de Alcalá; -todo espléndidamente realizado hoy.

Discurría en el segundo trozo sobre la regularización del salón del Prado y del sitio del Buen Retiro, y penetrando en la población por la calle de Alcalá, trazaba una completa transformación del distrito del Congreso entre dicha calle y la Carrera de San Jerónimo, proponiendo para ello el rompimiento de dos nuevas calles (que titulé de Floridanca y de Jovellanos), dar salida al Prado a las cerradas del Sordo y de la Greda, todas ellas, así como la   —206→   del Turco, ocupadas a la sazón por extensos jardines y corralones con algún mezquino caserío. Aceptado el pensamiento, tuve la satisfacción de asistir, como comisario de obras, a la tira de cuerdas, y hoy la superior de ver realizado completamente el pensamiento, excepto en cuanto a la salida que yo proponía de la nueva calle de Jovellanos a la de Alcalá por el jardín de Riera, a la que se negó su propietario. -También me ocupaba, como no podía menos, del ensanche de las dos calles de Peligros, proponiendo el de la ancha -¡qué tal sería la estrecha!- y a que bauticé con el nombre de Sevilla, en combinación con la del inmundo callejón contiguo, llamado entonces de Hita, antes de los Bodegones, y siempre de los lupanares, lo cual pudo hacerse entonces con mucho menos sacrificio que el monstruoso que exige hoy el acometerle.

Penetrando luego por la calle frontera de San Agustín en la de Francos y Cantarranas (Cervantes y Lope de Vega), proponía la salida de ambas al Prado, y la utilización para un barrio entero de la huerta de Jesús, rompiendo, si era posible, otra calle por el costado del palacio de Medinaceli hasta la Carrera de San Jerónimo, lo cual no pudo verificarse. -En este trozo, entre otras muchas indicaciones, proponía la creación de un mercado en el corralón de los Desamparados; la continuación de la calle de Atocha hasta el convento; el arbolado de la parte alta de dicha calle (que es lo que se realizó), y luego, desde el cementerio del Hospital al Barranco de Embajadores, la apertura de un paseo o boulevard que vivificara todo aquel distrito, dando salida a él a diversas calles, promoviendo la construcción de nuevo caserío y formando un gran mercado de caballerías, el Matadero y otras construcciones; parte de cuyo plan se ha realizado.

El trozo tercero, comprendido entre las calles de Toledo   —207→   y de Segovia, mereció mi especial atención, insistiendo en el proyecto, que ya entonces se agitaba, de reducir a mercado cerrado (aunque, en mi opinión, no debía ser cubierto) la plaza de la Cebada, y el saneamiento de todo aquel distrito del Rastro, con distintos rompimientos que se hicieron. -Entrando luego en los barrios de San Francisco y la Morería, y para establecer comunicación entre ellos y la calle Mayor, me atreví a proponer la construcción de un puente o viaducto sobre la calle de Segovia, que empalmase con el Pretil de los Consejos; idea atrevida del ingeniero Saquetti, constructor del Palacio Real en principios del siglo anterior, olvidada después hasta que yo la exhumé de los archivos del Patrimonio, y me atreví a cargar con la responsabilidad de proponerla. -Veintiséis años después, el 31 de Enero de 1872, fuí invitado por el dignísimo Alcalde Presidente de la Municipalidad, Sr. Galdo, para asistir a la inauguración de esta obra colosal. -Al mismo tiempo entraba en mi plan el rebajar el altillo de las Vistillas, formando en él una glorieta o jardín, a cuyo proyecto se prestó generosamente el Sr. Duque de Osuna, su propietario, empezando por acometer el desmonte de más de cinco metros de altura, y hubiera continuado la segunda parte del proyecto, si no fuera por la dilación de tantos años en la obra del viaducto.

Ya en el cuarto trozo, o sea en la calle Mayor, proponía la regularización de la áspera y formidable Cuesta de la Vega, transformándola en suaves bajadas y mesetas, contenidas por fuertes murallones, y convertidas en amenos jardines; todo lo cual se realizó a impulsos de la enérgica intervención de los corregidores Conde de Vistahermosa y Marqués de Santa Cruz. -La calle Mayor desembocaría, según mi plan, en dicha cuesta, y por su derecha empalmaría con las obras que el Real Patrimonio   —208→   trataba de emprender, de acuerdo con la Municipalidad, según los planos que se levantaron entonces de la nueva Plaza de la Armería, y prolongación de las dos alas del Palacio hasta la gran verja que había de cerrarla. -Aquí, en este sitio tradicional, es donde yo proponía, siguiendo a Saquetti, la construcción de la catedral de Madrid, embebiendo, si era posible, en ella todo o parte de la antiquísima parroquia de Santa María. -Luego en la plaza de Oriente proponía la construcción de casas en semicírculo a los lados del teatro, en los términos en que hoy se ve, y a cuya tira de cuerdas también asistí como comisario. -En la bajada de Santo Domingo (que entonces se hallaba cubierta de sucios cajones de comestibles) propuse la formación de un mercado abierto, para lo cual en la tira de cuerdas del derribo de los Ángeles se afectó la forma de escuadra que hoy ha venido a ser chocante a la vista, por no justificada con la creación del mercado propuesto. Procuré, además, la facilidad de comunicaciones de dicha calle Mayor, trazando la nueva de Calderón de la Barca, en el solar de las monjas de Constantinopla, en el cual proponía, además, la construcción de una casa aneja a la Consistorial para Archivos, Juzgados y Alcaldías. También rompí el callejón cerrado inmediato a la casa de Oñate, y otros varios en este distrito; indiqué la erección del mercado en el solar de los Mostenses, que al fin ha venido a realizarse; la del cuartel de la Montaña del Príncipe Pío, el Hospital de la Princesa, la nueva Cárcel, y la traslación a este distrito de otros establecimientos que contribuyeron a darle vitalidad.

Por último, penetrando en el centro de la población, propuse continuar la vía directa de N. a S., prolongando la calle de Carretas por la tahona de la Trinidad hasta la plaza del Progreso; reforma esencialísima, que juzgo indispensable,   —209→   y que no pudo entonces realizarse por la oposición que hallé en el ministro de Fomento, Bravo Murillo. -Otros muchos ensanches parciales, y a mi ver indispensables, en el centro contenía mi proyecto, tales como los de la calle Jacometrezo a su entrada y salida, y la prolongación de la de San Miguel hasta la del Desengaño, y otras, que no pudieron verificarse por la penuria del escasísimo presupuesto municipal. -Llegando, en fin, a la plaza Mayor, presenté el plano de su regularización completa, con empedrado de adoquín, anchas losas, bancos y la nivelación de los soportales, y la colocación en el centro de la estatua ecuestre de su fundador, Felipe III, que estaba en la Casa de Campo; y aprovechando la oportunidad que se presentó a poco de las fiestas Reales celebradas aquel mismo año en dicha plaza, tuve la fortuna de ver realizado del todo mi proyecto, y aun la de obtener directamente de S. M. la Reina D.ª Isabel II la cesión a la villa de dicha estatua, propiedad del Real Patrimonio. Esta es la única gracia que pedí y obtuve de aquella augusta señora.

Además de todas estas reformas materiales que abarcaba mi proyecto, proponía otras relativas al buen servicio del vecindario en los diversos ramos a cargo de la administración municipal: tales eran el abastecimiento de aguas y comestibles, reforma del empedrado, alumbrado, limpieza y riegos; servicio de incendios y demás, y hasta me atreví a proponer la creación del Teatro Español en el coliseo del Príncipe, propiedad de la villa; indicación que, aceptada por el celoso ministro Conde de San Luis, fue convertida en Real decreto cometiendo su instalación y gobierno a una Junta presidida por el Sr. D. Antonio Benavides, y en la que obtuve la honrosa distinción de vicepresidente; de ella formaban parte, como vocales, los más distinguidos autores y actores; pero de esta misma   —210→   profusión de elementos gubernativos resultó tal complicación o interés dramático, y tal choque de opiniones y razonamientos, que aunque dio por resultado la inmediata creación del teatro Español, hubo de sostenerse muy poco tiempo, no pudiendo resistir a tanto exceso de vitalidad gubernativa.




ArribaAbajo- III -

Tal era el proyecto o programa propuesto por mí en el seno del Ayuntamiento en 1846, y que envolvía nada menos que una reforma completa de la capital dentro de sus límites de entonces. -Y para regularizarla y disponer topográficamente su cumplimiento, reproduje una proposición del alcalde D. Fermín Caballero en 1840, dirigida a que por una comisión de ingenieros se levantara un plano rigurosamente geométrico en grande escala, que pudiese servir en adelante para las nuevas alineaciones; a consecuencia de cuya proposición habían sido nombrados por el Gobierno los ingenieros D. Fernando Gutiérrez, D. Juan Merlo y D. Juan Rivera, si bien se hallaban paralizados sus trabajos desde aquella época. Reanudados a consecuencia de mi nueva proposición, los emprendieron con gran celo y bajo mi inspección como comisario especial, teniendo ellos la satisfacción de dar concluido en el espacio de cuatro años tan importantísimo trabajo, y yo la de dejar colocado en el salón de columnas del Ayuntamiento, a mi salida de la Corporación a fin de 1849, el magnífico Plano topográfico de Madrid, de 126 pies cuadrados   —211→   de superficie, con escala de 1/1250, así como también de seiscientos planos parciales de cada calle, en mayor escala, para servir a los arquitectos en sus operaciones periciales.

Igualmente, y como complemento para la realización de las reformas administrativas, redacté un Proyecto de Ordenanzas municipales, con arreglo a las necesidades del día, que discutido por el Ayuntamiento y aprobado por el jefe superior de la provincia, quedó publicado en 1848, y son las mismas que todavía rigen, aunque evidentemente resultan hoy muy apocadas para las crecientes exigencias de la actual población.

Aprobado, en fin, mi proyecto, en todas sus partes, por el Ayuntamiento, impreso por él y elevado al Gobierno y a la misma Reina y su augusta madre, mereció entonces ser objeto de interés general, y la Prensa de todos los matices le reprodujo y comentó con grandes elogios, que, si no merecía por su desempeño, al menos eran disculpados por las rectas intenciones del autor100.

  —212→  

Esto no obstante, y considerado bajo distintos puntos le vista, fue objeto de controversia dicho proyecto; pues al paso que unos le consideraban como una utopía, hija del entusiasmo, laudable, aunque exagerado, de un buen patricio, y de dificilísima, cuando no de imposible, realización, teníanle otros como apocado y meticuloso por extremo, y echáronse a discurrir planes ideales y perspectivas fantásticas, incompatibles con la escasez de fondos del Municipio, y prematuras y hasta inconvenientes, atendido el interés del mismo vecindario. -Entre uno y otro extremo creo sinceramente que me mantuve en el fiel, limitándome a proponer y sustentar aquellas modificaciones que entonces eran necesarias, útiles, y sobre todo practicables, sin dejarme arrastrar de un entusiasmo delirante; procurando respetar lo existente; no atacar de modo alguno la riqueza pública y privada, antes bien contribuyendo a crearlas allí donde no existían, a fomentar   —213→   las existentes, señalándolas nuevas vías y derroteros en que pudieran desarrollarse.

Realizadas están casi en su totalidad mis indicaciones, y esto sin órdenes superiores, sin perjuicios ni lágrimas de nadie, voluntariamente y sin grandes sacrificios, antes bien con notable, aumento de la riqueza pública y particular, y del decoro y comodidad de la capital.

Si las necesidades crecientes cada día, por el aumento, o más bien duplicación del vecindario, y las exigencias del buen gusto y de la cultura han hecho acometer después reformas superiores -a que por mi parte he procurado asociarme con toda la fuerza de mi voluntad hacia el progreso verdadero- ténganse presentes las diversas etapas recorridas en este camino por Madrid desde 1815, y que quedan incidentalmente consignadas en capítulos anteriores de estas MEMORIAS al fin de cada década, 1815, 1825, 1835 y 1845; y que las sustanciales mejoras propuestas en mi proyecto, hace treinta y cinco años, indudablemente, como el tiempo se ha encargado de acreditar, fueron la base y el cimiento de las nuevas aplicaciones y progresos; cabiéndome la satisfacción de acertar entonces a ser eco de las necesidades y deseos de mis convecinos, y el mérito de formularlas en el programa o proyecto referido.

Así que, al llegar el día 31 de Diciembre de 1849, en que cumplía el cuatrienio de mi cargo concejil, salí de la Casa Consistorial con la convicción de haber hecho todo lo posible, dentro de las escasas fuerzas de un buen ciudadano, en pro del progreso y cultura de la capital.

Y como en este mismo día terminó también la primera mitad del siglo (en cuyo término dije en la Introducción que habían de girar estas MEMORIAS) pongo aquí fin a ellas, después de haber procurado bosquejar, según me   —214→   ha dado Dios a entender, las diversas fases que en este largo período ha ofrecido nuestra sociedad bajo los distintos aspectos histórico-político, literario y progresivo, y a los cuales me tocó concurrir, ya como simple espectador, ya como partícipe de su acción y movimiento. -La sucesiva marcha de la historia política, y las vicisitudes que acarreó, no entran ya en la jurisdicción de este libro, limitado sólo al recuerdo de lo remoto, y que por su misma oscuridad y lejanía podía ofrecer algún interés en boca de un testigo presencial.

Para dar este ambiente de antigüedad a la pintura de los hombres y las cosas más cercanas, y para despertar la curiosidad y simpatía de la generación venidera, no faltará, seguramente, alguna futura y humorística pluma, algún viejo setentón de 1920.









  —215→  

ArribaAbajoAdjunta a las Memorias de un setentón

Al despedirse para siempre el autor de un público indulgente, que durante medio siglo le favoreció con su aplauso y simpatía, permítasele exhumar, entro tantos recuerdos ajenos como deja consignados en estas MEMORIAS, un desenfado propio, casi poético, en el que hace treinta y cinco años intentó bosquejar su vera efigies social, y que viene aquí de perlas para servir de rondó final a esta modesta y cansada relación.




ArribaAbajo1845


   Yo soy el hombre feliz,
Que con un tranquilo gozo,
Mi independencia proclamo
A la faz del mundo todo.

   No tengo males ni penas,  5
Ni enemigos, ni patronos,
Ni súbdito que me adule,
Ni jefe a quien hacer coro;
—216→

    Ni acreedores que me pidan,
Ni esperanza de mortuorios,  10
Ni deuda que me desvele,
Ni deseo bienes de otros.

    Tengo los que a mi ambición
Le bastan para su colmo,
Y los tengo bien tenidos,  15
Por derechos patrio y propio.

   No me ha obligado a escribir
La sacra fames del oro,
Sino un tintero maldito,
Que no sabe criar moho.  20

    No cuento entre mis amigos
Ni entusiastas ni celosos;
Soy conocido de muchos,
Mas son mis amigos pocos.

    No frecuento los salones  25
Del magnate poderoso,
Ni obligo a que en mi antesala
Aguarden humildes otros.

   No recibo del poder
Participación ni voto,  30
Y de la Tesorería;
Hasta hoy el camino ignoro.

   No me obligan compromisos
A la opinión de los otros;
Tengo y sostengo la mía,  35
Pero sin tema ni encono.
—217→

   De los farautes políticos
No sé los planes recónditos,
Ni en los periódicos leo,
Sus artículos de fondo.  40

   Doy por buena su doctrina
Y argumentos hiperbólicos;
Pero yo guardo la mía
Para mi servicio propio.

   No me envenena la bilis  45
El mirar a más de un tonto
Gobernando una provincia,
O en Madrid nadando es oro.

    Nunca interrumpe mi sueño
De un ministro el ceño torvo,  50
Y si le encuentro en la calle,
Hago que no le conozco.

   Todos fueron mis amigos,
Y mis compañeros todos;
Yo me quedé en la platea,  55
Ellos saltaron al foro.

   No les envidio el papel,
Porque pienso que es más cómodo
Ser espectador con muchos
Que espectáculo de todos.  60

   No sé por dónde se va
A los favores del trono,
Ni en mi modesto vestido
Brillan la plata ni del oro.
—218→

    Las veneras y entorchados,  65
De que andan cargados otros,
Las contemplo propias de ellos,
Como de mi... mis anteojos.

    Soy, en fin, independiente
De hecho, y también de propósito,  70
Sin compromisos ajenos,
Y hasta sin deseos propios.

   Pero, en medio de esta dicha,
Que me hiciera vivir horro,
No sé qué sino fatal  75
Me hace depender de todos.

   No hay Junta ni Sociedad
Que no me honre con su voto
Para trabajar de balde
En los públicos negocios.  80

   ¿Se instalan cuatro vecinos
Honrados y filantrópicos,
Para fundar una escuela
O una caja de socorros?

   Pues me nombran Presidente,  85
O Secretario con voto,
Y me envían los apuntes
Para hacer los monitorios.

    ¿Se trata de algún proyecto
De asociación, de periódico,  90
De reforma material
O instituto filantrópico?
—219→

   «Extienda usted, don Ramón,
Ese informito de a folio,
O forme usté el reglamento  95
Que han de discutir los socios».

   No hay un cargo concejil
Para el que no me hallen propio,
Ni expediente del común
Que no venga a mi escritorio.  100

    No hay reunión literaria
Que no me cuente por socio;
No hay duro que no me pidan
Ni trabajo que no tomo.

    Usufructuario de nada,  105
Soy honorario de todo;
Figuro en cartas de pago,
Nunca en nóminas de cobro.

    «Usted, que está tan holgado
(Me dice don Celedonio),  110
¿Quiere usted ser mi hombre bueno
En un juicio de despojo?».

    «Usted, que es tan complaciente,
Tan servicial y tan probo,
Sea usted tutor o albacea  115
De este, de aquel o del otro».

    No hay autor que no me lea
Sus manuscritos narcóticos,
Ni periódico de letras
Que no cuente con mi apoyo.  120
—220→

    Ni álbum de uno y otro sexo
Que no me demande un trovo,
Ni litigante hablador
Que no me emboque el negocio.

   Huyendo ser publicista,  125
Soy público de los otros,
Y para no ser electo,
Tengo que darles mi voto.

    A trueque de este derecho
Imprescriptible, sonoro,  130
Y en premio al servicio ajeno
Y en pago de bienes propios,

    Recibo cada trimestre
Los apremios amorosos
De la patria, pagaderos  135
A la orden del Tesoro.

   Con esta vida que cuento,
Con este afán que deploro,
Todos me tienen envidia,
Yo me compadezco solo.  140

    Hay quien me cree discreto;
Otros me juzgan un porro;
Unos dicen: «¡Qué buen hombre!»
Otros responden: «¡Qué tonto!».




ArribaAbajo1879


    Siete lustros más, corridos
En el histórico afán;
Hombres vienen y hombres van,
—221→
Y los que ayer vi caídos
Hoy en la cúspide están.  5

    Sólo mi humilde barquilla
Ante el piélago profundo
Descansa sobre su quilla,
Mirando desde la orilla
El laberinto del mundo.  10

   Nada era, nada soy;
A mi nulidad me atengo;
Y lo mismo ayer que hoy,
A mis soledades voy,
De mis soledades vengo.  15

El Curioso... Tacente.



  —[222-224]→     —225→  

ArribaAbajo Apéndice

Al comienzo de este volumen, en la anterior edición, aparecía una advertencia del editor en la que expresaba las razones por las cuales había dividido, en dos tomos, las MEMORIAS DE UN SETENTÓN.

De esta división resultaba, de una parte, la ventaja de separar convenientemente la primera época, o sea de 1808 a 1824, en que predomina la parte histórico-política, de la segunda, de 1824 a 1850, que casi exclusivamente está consagrada a la historia literaria y social de nuestra población. -Pero, por otro lado, se tropezaba con el inconveniente de que las dimensiones de este segundo tomo no alcanzaban a las del primero, resultando bastante menos voluminoso. En su vista, y deseando el Editor salvar en lo posible esta desigualdad, invitó al autor a que añadiese, como lo hizo, además de muy interesantes notas en el texto, un Apéndice, en que reuniera algunos de los concienzudos y profundos juicios y comentarios que esta obra ha merecido de toda la Prensa y de los más severos y distinguidos críticos de los diversos matices en que aquella se halla dividida. -Por la autoridad e importancia de los nombres que firman estos artículos, así como por la profusión de observaciones y adiciones hechas por los mismos críticos, añaden sus juicios un grande interés a las MEMORIAS DE UN SETENTÓN, al paso que proporcionan al autor, con esta manifestación, verdaderamente excepcional   —226→   en nuestro campo literario, el más digno galardón a que pudo aspirar jamás.

Siguiendo este el impulso de su natural y modesto retraimiento, nunca hubiera osado reproducir estos testimonios de la crítica en su favor, si la causa material arriba indicada no le obligara a ello. Pero, una vez en este caso, aprovecha la ocasión para escoger entre los muchos juicios críticos que ofreció a esta obra la prensa periódica, los que ha considerado de mayor interés para el lector de este libro de un impertérrito y obstinado escritor prosista, que, pronto a desaparecer de la república literaria y del mundo, se complace en tributar a sus camaradas y al público la expresión de su profunda gratitud, al paso que recoge agradecido estas flores y laureles que espontáneamente le son ofrecidas, y que suplen en cierto modo a los aplausos, triunfos y ovaciones que en nuestro país se rinden únicamente a los poetas líricos y dramáticos.

  —227→  

ArribaAbajoCrítica e historia literaria


Memorias de un setentón,
por D. Ramón de Mesonero Romanos


A mi sobrino el Exmo. Sr. Duque de Rivas


QUERIDO ENRIQUE: Sé cuán profundamente aprecias como hombre y como escritor a D. Ramón de Mesonero Romanos, y recuerdo cuánto le quería y admiraba tu ilustre padre, uno de los mayores poetas de nuestra patria. Acabo de leer las MEMORIAS DE UN SETENTÓN. Embelesado y conmovido, no quiero resistir a la tentación que me asalta de comunicarte en forma rápida y somera las impresiones, los sentimientos y los recuerdos que en mí ha despertado tan sabrosa lectura. Viejo valetudinario y cansado, voy perdiendo la afición a los juicios literarios redactados con solemnidad crítica y con aparato doctrinal.

Me resuelvo, pues, a decirte en la forma sencilla y natural de una carta mi opinión acerca de las interesantes Memorias de Mesonero. Así podrá mi estilo en esta ocasión seguir algún tanto las huellas del insigne autor de   —228→   las Escenas Matritenses, cuya naturalidad y lisura de entonación, no exentas de color y elegancia, le ayudan a dar mayor viveza, amplitud y desembarazo a la expresión de los afectos y a la verdad de las descripciones.

El libro abarca la primera mitad del siglo presente. Pero este medio siglo es cabalmente para la nación española una época de transformación y de lucha, en que el bien y el mal, la gloria y la vergüenza, las pasiones ruines y las pasiones generosas, los azares históricos, las utópicas ilusiones, los arrebatos de la impaciencia, los impulsos civilizadores, todas las fuerzas del mal y del bien, se presentan con ímpetu en la escena de nuestra historia contemporánea.

Mesonero sabe comprenderlas, y acierta a pintarlas con pincel, ora pintoresco, ora satírico, ora grave, pero siempre fiel y profundamente imparcial. No ve sólo con los ojos, no ve sólo con el entendimiento, como el vulgo de los historiadores; ve, principalmente con el corazón. En la viveza de las descripciones, en la lozanía de los cuadros sociales y políticos, en la facultad resuelta y certera con que juzga los hombres y las cosas, se echa de ver un entendimiento sano y perspicaz, hermanado a un alma delicada y austera, que siente hondamente las miserias de la humanidad. Aunque el autor es de índole indulgente y apacible, todas las clases de la sociedad, desde el manolo y el chispero hasta los príncipes de estirpe regia, reciben en las MEMORIAS franco y justo castigo de la indignación o de la sátira, cuando se advierte en ellas la ausencia del sentido moral.

El Setentón declara, con toda la sinceridad que cabe en su noble carácter, que no escribe con intención política. ¿Cree que esto es posible al retratar los hombres y los hechos que pasaron en el espacio de medio siglo? Ese memorándum   —229→   narrativo y crítico, de añejos recuerdos, que el autor considera como «el inocente desahogo del asendereado viejo que endosa a sus hijos y nietos la curiosa relación de sus pasadas andanzas», es, en realidad, un cuadro social, político, etnográfico de los grandes vaivenes que han alterado, al uso moderno, el ser moral y material de la corte de España. Y ¿cabe, por ventura, presentar este espejo fiel de las costumbres, de las ideas, de los aciertos y de los yerros de un pueblo, sin dar necesariamente con la moral, con la política y con la historia?

Dice Mesonero que su «personal insignificancia política le reduce a considerar los sucesos políticos únicamente bajo su aspecto exterior». El insigne escritor olvida que la superficie, en el orden político, es siempre manifiesta revelación del fondo, y que sus anécdotas, sus curiosos episodios y hasta sus impresiones de niño, dan nuevo realce y fecunda luz a las imágenes que la historia, escrita con aparato literario, deja en el ánimo de los lectores. Las impresiones familiares, los juicios sencillos y espontáneos de los que fueron testigos presenciales de los sucesos públicos, son complemento y confirmación de la historia, y no pocas veces valen más que lo que en su acepción retórica se llama historia, porque esta con su presunción de concisa, intencional y elocuente, rara vez se digna descender a los cuadros detallados y festivos, pintorescos o conmovedores, que son fiel retrato de la vida humana y dan a la verdad un sentido íntimo que profundiza más en el alma, y del cual dicha encopetada y artificial historia por lo común carece.

Viva impresión producen en la fantasía las vigorosas descripciones que hacen D. Juan Nicasio Gallego, el Conde de Toreno y otros poetas e historiadores del luctuoso y tremendo día dos de Mayo. Hacen sentir todo el horror   —230→   que inspira aquella sangrienta y bárbara hecatombe de inocentes víctimas, fría e innecesariamente decretada contra los derechos sagrados de la humanidad y las leyes mismas de la guerra; atrocidad inaudita, que, para mayor escándalo del mundo, fue cometida por los mismos hombres que, con sentimentalismo enciclopedista, intentaban presentar a los españoles en sus guerras de América como prototipo de la crueldad humana.

La relación de aquel acontecimiento abominable que los franceses lamentaron y expiaron más adelante, no está hecha en las MEMORIAS con aparato dialéctico ni con poéticas declamaciones. Es una sencilla y familiar narración del angustioso sobresalto, de la patriótica indignación, del terror, de la compasión, que desgarraban el alma de una familia de Madrid en aquellas horas de horror y de martirio. Pero ¡cuánta emoción en los amargos recuerdos infantiles de aquel nefasto día! ¡Poder de la sencillez y de la verdad! Ante la expresiva pintura, se traslada el lector con la imaginación a aquel hogar turbado y dolorido, y se sienten, con la intensidad y viveza de las impresiones inmediatas, las ansias, el desconsuelo y la ira que hubieron de sentir los desventurados madrileños al verse sin piedad oprimidos y asesinados por implacables falanges extranjeras.

Tal es la magia poderosa de los acentos espontáneos del alma, que no necesita atavíos para comunicar su dolor, su entusiasmo, su animadversión o su contento. En España se echan de menos las Cartas y las Memorias, que tan fructuosamente sirven en otras naciones como explanación o complemento de la historia.

Los historiadores insignes, con su concentrada elocuencia, con su espíritu generalizador y con su arrogancia docente, hacen pensar más que sentir. Con menos gravedad   —231→   y con menos cadenas retóricas, las Memorias y las Cartas, atienden más a la realidad sencilla de las cosas e individualizando los hechos y refiriendo interesantes pormenores, dan a la narración más carácter novelesco o dramático.

De esta diferencia puede servir de ejemplo la pintura que del año del hambre hacen respectivamente la Historia del Conde de Toreno y las MEMORIAS DE UN SETENTÓN. No olvida el Conde las circunstancias esenciales que pueden dar cabal idea del horrendo carácter de aquella incomparable desventura pública. Dice que en Madrid llegó a pagarse el pan de dos libras a 13 reales y la fanega de trigo a 540. Añade que en nueve meses, los más duros de aquel calamitoso período, fueron sepultados en la capital 20.000 cadáveres. Estos datos, por sí mismos tan elocuentes, unidos a las briosas y sobrias narraciones del historiador, no pueden menos de enardecer el alma de los lectores españoles, y hacerles mirar con ira y espanto aquella odiosa y pérfida invasión extranjera, que acarreó a Zaragoza y a Madrid y a otros muchos puntos de España, como consecuencia de la guerra y devastación francesa, las terribles plagas de la peste y del hambre.

La sencilla memoria que hace el Setentón de lo que vio y oyó en Madrid durante aquel desastroso conflicto, no sólo despierta los más altos y patrióticos sentimientos, sino que conmueve y quiebra el corazón con la imagen viva, inmediata e individual de los estragos del hambre. No hay encarecidos y elegantes raciocinios que, para provocar el horror y la compasión, pueden compararse a los aflictivos recuerdos de un niño de nueve años, que, con la vehemente y asombradiza sensibilidad de la infancia, grabó en su corazón aquellos repugnantes pormenores de la miseria y aquellas escenas de desolación y de muerte.

  —232→  

No puedo dejar de copiar aquí algunos renglones de las MEMORIAS, a fin de que sirvan de muestra del natural y expresivo lenguaje de Mesonero:

«El espectáculo, dice, que presentaba entonces la población de Madrid es de aquellos que no se olvidan jamás. Hombres, mujeres y niños de todas condiciones, abandonando sus míseras viviendas, arrastrándose moribundos a la calle para implorar la caridad pública, para arrebatar siquiera un troncho de verdura, que en época normal se arroja al basurero...

»Este espectáculo de desesperación y de angustia, la vista de infinitos seres humanos expirando en medio de las calles y en pleno día; los lamentos de las mujeres y de los niños al lado de los cadáveres de sus padres o hermanos tendidos en las aceras, y que eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias; aquel gemir prolongado, universal y lastimero de la suprema agonía de tantos desdichados, inspiraba a los escasos transeúntes, hambrientos igualmente, un terror invencible, y daba a sus facciones el propio aspecto cadavérico. La atmósfera misma, impregnada de gases mefíticos, parecía extender un manto fúnebre sobre toda la población, a cuyo recuerdo sólo siento helarse mi imaginación y embotarse la pluma en mi mano. Bastará decir, como simple recuerdo, que en el corto trayecto de unos trescientos pasos que mediaban entre mi casa y la escuela de primeras letras, conté un día hasta siete personas entre cadáveres y moribundos, y que me volví llorando a arrojarme en los brazos de mi angustiada madre, que no me permitió en algunos meses volver a la escuela».



Este solo trozo es, como ves, un cuadro conmovedor, copiado del natural con la misma fuerza de sentimiento y el mismo instinto de verdad que guiaban el pincel de   —233→   Goya en sus escenas populares, o la pluma de Manzoni en la descripción de la peste de Florencia.

A veces, sin creer apartarse de su llano y familiar lenguaje, llega Mesonero a la verdadera elocuencia. Así acontece, por ejemplo, cuando habla del Príncipe de la Paz, y refiere y juzga la modesta y menestorosa situación a que se hallaba reducido en sus últimos años aquel eminente personaje.

Por los años de 1836 conocí en París al Príncipe de la Paz en casa de una muy discreta señora, hermana de los célebres literatos D. José y D. Mariano Carnerero, y puede confirmar la verdad y el tino con que pinta nuestro amigo Mesonero a aquel magnate, cuyo nombre rodeaba tanto ruido en otro tiempo, tanto silencio ahora. Nunca olvidaré la impresión que me causó la primera vez que le vi. Yo ignoraba quién fuese aquel anciano venerable. Su porte y su semblante eran nobles y simpáticos. Pero lo que más llamó mi atención fue la dulce sencillez de su conversación, la índole mansa y benévola de sus juicios sobre hombres y cosas de aquel tiempo. Ni el más leve asomo de soberbia mundana se traslucía en sus palabras.

Grande fue mi asombro cuando, ya solo con doña Toresa de Carnerero, me dijo esta señora que aquel hombre modesto, llano, casi humilde, era el antiguo famoso ministro de Carlos IV, valido más poderoso que los reyes constitucionales de nuestra época, ensalzado en hermosos versos por los inmortales poetas Meléndez Valdés y Moratín, colmado por la fortuna de todos los bienes de la tierra.

El señor de ostentosos palacios vivía en un estrecho cuarto de un piso tercero; el poseedor de cuantiosas rentas, que habrían bastado al esplendor de un soberano, se hallaba reducido a la exigua pensión de seis mil francos,   —234→   que cual regia limosna le había señalado Luis XVIII; el ministro universal, dispensador de todos los cargos y todas las mercedes, adulado por los más altos próceres, rodeado, como un monarca, de guardias especiales y de brillantes y ceremoniosos servidores de todo linaje, veía convertida su fastuosa servidumbre en una pobre cocinera y un ayuda de cámara.

Jamás se mostró más triste y más patente la implacable fuerza de las vicisitudes históricas. Jamás la soledad y el olvido hicieron más amargas las lecciones del desengaño. Apartado por no pocas generaciones del tiempo de su poder y de su ostentación, sufrió largos años el martirio de verse tratado con saña y con injusticia por una posteridad apasionada, que abultaba sus flaquezas de hombre y sus yerros de estadista, sin intentar buscarles ni aun sombra de disculpa en el vértigo alucinador de su maravillosa fortuna, y en las graves dificultades de aquella era desdichada, en que se desquiciaba el asiento social, religioso y moral, en que hasta entonces había descansado la sociedad europea. Flacos eran en verdad los hombros del Príncipe de la Paz para sostener el peso abrumador de una gran monarquía turbada y decadente; pero sus sanas intenciones nunca se desmintieron; protegió el ingenio, la educación popular, la ciencia y la cultura, y (según Mesonero indica) su gobierno, derrumbado tan ruidosamente por el motín cortesano de Aranjuez, si no verdaderamente admirable y glorioso, fue al menos más ilustrado y tolerante que los de los Macanaces, Eguías, Calomardes y otros, que vinieron más adelante a formar con aquél muy desventajoso contraste. Como quiera que sea, yo por mi parte no puedo ocultar que, al advertir siempre en la hermosa frente de aquel anciano, símbolo y ejemplo de las grandezas y de las miserias humanas, el   —235→   sello augusto de la paz y de la conformidad, se despertaba en mi ánimo un sentimiento de respetuosa indulgencia. ¿Quién no olvida errores comunes del poder ante la majestad de la desgracia y la no menos grande de la resignación?

Otro de los recuerdos remotos y casi desvanecidos de mi propia historia, que ha suscitado, sin sospecharlo, el simpático Setentón, es el sitio de Cádiz en 1823 por el Duque de Angulema. Refiere Mesonero con su habitual donaire y gallardía todos los trances y peripecias de aquella situación aflictiva. Nunca le abandona del todo, ni aun en la descripción de los más lamentables cuadros, su instinto epigramático, y aunque no lo declara, se siente en su narración veraz y amena que hay algo tristemente cómico en el caso anómalo de un rey cercado, que está anheloso de que tomen los sitiadores la plaza que defiende. Viene involuntariamente a la memoria aquella canción de Bérenger, en que las mujeres perdidas de París esperan regocijadas la entrada de los invasores extranjeros, cantando desaforadamente:


   Viv' nos amis,
Nos amis les ennemis!



Dice Mesonero que se «complace en recordar aquellos sucesos, como testigo, de que apenas queda alguno que otro entre los vivientes», y añade que acaba de morir el último de los que conocía. Ignora el esclarecido escritor que yo me hallaba también en Cádiz en aquellos azarosos días. Mesonero tenía veinte años, y era uno de los animosos defensores del Trocadero; yo tenía ocho, y estaba allí esperando con mi madre y hermanas el regreso de mi padre, que, como brillante jefe del arma de artillería, había   —236→   sido enviado a Londres con una comisión facultativa. Con más claridad que yo, debe recordar tu madre las extraordinarias circunstancias de aquella época de amarga recordación.

Yo, distraído siempre con los inocentes juegos y devaneos de la edad infantil, apenas comprendía los ingeniosos dicterios que en sus conversaciones familiares dirigía a Narisotas (el rey Fernando) la gente gaditana, que ni aun en los momentos de calamidad o peligro sabe reprimir su condición desenfadada y chancera. Lo que ha quedado siempre grabado en mi memoria es la impresión del bombardeo. Al rayar la aurora del día 23 de Septiembre, vino mi madre a despertarme, horrorizada del estampido de los cañones y obuses de la escuadra francesa y los innumerables proyectiles que estallaban por todos los ámbitos de la ciudad. A guisa de improvisado y casero blindaje, colocáronse todos los jergones y colchones de la casa en las varias mesetas de la escalera, y debajo de ella se aglomeró toda la familia, amos y criados, pidiendo a Dios con rezos y lágrimas que cesara aquella aterradora lluvia de hierro y fuego. Llevado de la inquietud y travesura natural del niño, salía yo de cuando en cuando al portal, y asomaba la cabeza a la calle, por la cual no pasaba ni un alma.

En una de estas excursiones oí como un silbido bastante cercano y corrí a refugiarme a la escalera; pero antes de llegar se oyó un estrépito formidable, que nos dejó a todos consternados. Había reventado en la acera de nuestra casa una bomba, que destrozó la pared de la casa de enfrente.

No mucho antes del mediodía terminó el horroroso bombardeo, que arruinó o quebrantó un sinnúmero de casas y edificios públicos. Se contaba que en el palacio de   —237→   la Aduana, donde se hallaba alojado el Rey, había caído una bomba, pero sin ocasionar considerable daño. Todos se preguntaban si había causado el bombardeo muchos muertos y heridos.

Nadie daba razón de una sola víctima, y este maravilloso resultado, atribuido a la benéfica acción de la Providencia Divina, llenaba el ánimo de todos de desusado júbilo o de estoica serenidad.

Mi madre, aprovechando el derecho que a ello teníamos como familia militar, se trasladó a los pabellones de artillería, construidos a prueba de bomba. En la tarde de aquel aciago día fuimos a ver las baterías de la muralla, que habían causado grave daño a las naves francesas con sus certeros fuegos, y en verdad que a no ser por los destrozos que se advertían en varias calles principales, nadie habría podido imaginar, en medio de tanta gente decidora y festiva, que prorrumpía a cada paso en sarcásticos chistes contra los franceses, que se hallaba en una plaza que pocas horas antes acababa de sufrir los horrores y angustias de un bombardeo. Nueve días después entraban en Cádiz las tropas francesas, que, si bien antipáticas, como lo es siempre la intervención extranjera, habían sido en su paseo militar aclamadas por el pueblo desde que el día 7 de Abril atravesaron el Bidasoa. Aquella ciudad ilustre, en cuyos muros se habían estrellado las arrolladoras falanges de Napoleón, abrió fácilmente sus puertas al ejército, no aguerrido, del Duque de Angulema.

Las naciones no son heroicas e invencibles sino cuando las une con poderosos vínculos de fe y de entusiasmo el sentimiento de la patria, esto es, el impulso íntimo de sus creencias, de sus costumbres, de sus tradiciones y de sus glorias.

  —238→  

Una de las cosas que más avaloran las MEMORIAS es la abundante copia de datos que contienen acerca de la civilización intelectual de nuestro país en los períodos de marasmo o de laboriosa transición. La pintura de El Parnasillo está hecha de mano maestra, y son asimismo amenas e interesantes las del Liceo y del Ateneo. El Parnasillo, compuesto en su mayor parte de jóvenes dotados de clarísimo ingenio, que intentaban hacer despertar a las letras del sueño que por causas políticas dormían, es en la historia literaria de España un hecho análogo al del famoso Cénacle de París, formado algunos años antes, de donde salió con estrépito y gloria la escuela romántica francesa. Como esta escuela representaba, según la expresión de Víctor Hugo, el liberalismo de la literatura, alarmáronse allí grandemente los rancios escritores de la época imperial, apegados a las antiguas formas y doctrinas. No bastando sus polémicas y sus sátiras a poner estorbo al nuevo impulso literario, llevaron la pugna hasta la ira. Siete de ellos, formando una pléyade doctrinal, hicieron la ridícula gestión oficial de presentar una instancia a Carlos X para que prohibiese la admisión de obras románticas en el Teatro Francés. Sabida es la discreta contestación del Rey. «Yo no tengo, les dijo, más atribuciones en este asunto que mi luneta en el parterre». Carlos X demostró de este modo mayor cordura y más sana crítica que Baour-Lormian, Jouy, Arnault y los demás sabios patriarcas del pseudo-clasicismo que habían firmado la exposición.

En España, los Listas, Gallegos, Reinosos y otros venerables varones de la antigua escuela, refunfuñaron algún tanto contra el espíritu innovador, que solía, en verdad, producir obras harto atrevidas y extravagantes; pero nunca renunciaron para con la juventud, codiciosa de   —239→   gloria, a su benévolo y protector magisterio, y acabaron por aplaudir, a vueltas de algunas restricciones críticas, las obras de tu padre, de Zorrilla, de Espronceda, de Gil y Zárate y de algunos otros ingenios que abrazaron a todo trance los libres dogmas literarios de la escuela romántica.

Yo no conocí El Parnasillo. Pero en cambio asistí a la inauguración del Ateneo, cuyo primer presidente fue tu padre, y más adelante pertenecí al Liceo. Ambas corporaciones fueron ya sazonado y espléndido fruto de la calorosa afición a las ciencias, las letras y las artes, que, pocos años antes se había despertado como de improviso en la sociedad española. Tomé parte algunas veces en las controversias literarias que sobre teoremas previamente escogidos se suscitaban periódicamente, así en el Ateneo como en el Liceo; pero sólo de tarde en tarde, cuando la carrera diplomática me permitía pasar algunas temporadas en Madrid.

Los recuerdos del Liceo no se han borrado nunca de mi memoria. En Julio de 1839 se inauguró su elegante teatro, con asistencia de la Reina Gobernadora; y desde entonces creció de tal manera el entusiasmo que inspiraba aquella artística y literaria sociedad, que todos se disputaban el honor de pertenecer a ella. Las sesiones de pintura y poesía alternaban con las sesiones dramáticas, y todas ellas, y hasta las juntas matinales de los domingos, en las cuales se discutían teoremas literarios en medio de gentiles damas que dibujaban silenciosas y atentas a la controversia, atraían escogida y numerosa concurrencia. Era el Liceo campo de cordial alegría y de delicada cultura, El movimiento romántico en artes y letras, cuya exageración no se comprendía bien en aquel tiempo, servía como de lazo entre las diversas clases de la sociedad ilustrada.   —240→   Las más encopetadas y aristocráticas damas y los corifeos del poder y la opulencia pasaban allí horas de solaz y contento, al lado de otras señoras de condición modesta y de jóvenes desconocidos, que con sus versos o sus cuadros buscaban gloria en aquel recinto privilegiado.

Allí no dominaban los pollos ociosos e insulsos, que, como todo lo saben, todo lo miran con superioridad desdeñosa. Aún no se habían inventado los cursis, que hoy en el trato social son nuevo motivo de la separación de las clases. La política no era en aquellos tiempos, ni oficio, como ahora, ni ciencia universal, en que todos, sin distinción de edad, sexo, inteligencia ni cultura, son profundos críticos y consumados maestros: no apagaba esta malhadada manía moderna la llama estética, que impulsa el alma hacia lo bello y lo ideal; y las gentes, en cordial armonía, movidas por la noble codicia de esparcimientos intelectuales, acudían al Liceo sin más afán que el de oír romances de tu padre, letrillas de Bretón, cuentos de Zorrilla, escenas andaluzas de Rubí, cantos líricos de Espronceda y Vega, fábulas, leyendas y cantares de Hartzenbusch, Gertrudis Avellaneda, Campoamor, Roca de Togores, Romero Larrañaga y otros poetas, que escuchaba a la sazón el público con fervorosa complacencia.

No sé si, como viejo, caigo en el común desvarío de hallarme mal avenido con las nuevas generaciones, tan diferentes de aquella en que llevaba yo en el corazón y en la mente la mágica luz de la juventud, que me lo hacía ver todo con risueños colores. Acaso, en estos últimos años de mi vida, sin advertirlo con claridad bastante, estoy contemplando como contemplaba Jorge Manrique:

  —241→  

   ¡Cuán presto se va el placer!
¡Cómo después de acordado
      Da dolor!
¡Cómo a nuestro parecer
Cualquiera tiempo pasado
      Fue mejor!



Pero se me antoja que, si hemos ganado mucho, lo cual es incontestable, en la vida exterior y material, en todo aquello que recrea los sentidos, hemos perdido no poco en las fuerzas íntimas del corazón, y son hoy menos intensas y frecuentes las más nobles manifestaciones del alma: el sentimiento, la abnegación, la confianza y el entusiasmo.

Tú, Enrique, no has entrado todavía, como yo, en la vejez, y acaso no participes en este punto de mis ideas. No creo, sin embargo, que seas de los seres felices que, arrobados en el optimismo del Dr. Pangloss, juzgan cuanto pasa perfecto y admirable, y afirman que vivimos sin tregua dans le meilleur des mondes.

Tuve la honra de ser secretario del Liceo sólo algunos meses, pues fueme forzoso salir de Madrid para ir a tomar posesión del cargo de secretario de nuestra legación en La Haya, para el cual fue nombrado más adelante Espronceda.

En estos pocos meses ocurrieron dos acontecimientos, que fueron para el Liceo objeto especial de curiosidad, de animación y de recreo. Fue uno de ellos la llegada de un daguerreotipo, primera máquina de esta especie, si no me engaño, que se veía en Madrid. La había hecho traer de París, como obsequio a la ilustrada Sociedad, un opulento banquero. El Liceo, ansioso de conocer los resultados del prodigioso invento, nombró al Duque de Veragua, a   —242→   D. Alejandro Oliván y a mí, para que estudiásemos y utilizásemos el daguerreotipo. Acometimos la empresa, llenos de ardor y de entusiasmo; pero ¡amarga decepción! todo nos salía mal. No acertábamos a aplicar con tino y eficacia las instrucciones impresas de Daguerre. Veragua y yo éramos completamente legos en ciencias químicas. Oliván la daba de entendido en ellas, y seguíamos fielmente sus advertencias. Pero ni por esas: los tres estábamos a igual altura de ineptitud daguerreotípica. Trabajábamos a solas en el jardín de la platería de Martínez, donde en un montecillo artificial había un templete griego con una estatua mitológica. Todo nuestro afán se cifraba en sacar una prueba mediana de aquel pintoresco templete. ¡Estéril anhelar! La estatua salía siempre oscura, y el templo confuso y perdido entre las ramas de los árboles. Tenía que oír el Duque de Veragua, hombre de humor festivo y donairoso, citando sin lograr una sola prueba tolerable, echamos a perder completamente las seis docenas de láminas metálicas que habían venido con la máquina. Entonces no se sacaban pruebas en papel, la invención estaba en su infancia, distaba mucho de lo que ha llegado a con el tiempo el arte de la fotografía.

Lo más gracioso y apurado de nuestra situación, lo recuerdo aún con risa, es que pasaban días y días sin que la Comisión diera al Liceo noticia alguna de sus tareas. Los socios, ya impacientes, nos abrumaban con preguntas continuas, y no acertaban a explicarse nuestra misteriosa conducta. A toda prisa pedimos a París otras láminas metálicas y otras explicaciones técnicas. Las nuevas experiencias fueron menos desafortunadas que las anteriores, y ya nos atrevimos a trabajar en campo abierto. Oliván sacó una vista del Museo de Pinturas; Veragua otra   —243→   la puerta de Alcalá, y yo otra de la fuente de Neptuno. Las tres eran en verdad lamentables; pero el Liceo, sin duda por honrar el peregrino descubrimiento, las recibió con sumo grado, y llevó su benevolencia hasta el extremo de tributar inmerecidas alabanzas a nuestra pobre habilidad.

El segundo acontecimiento fue una función dramática a beneficio del pintor sevillano Esquivel, muy amado del público, que había tenido la desgracia de perder la vista. Un ilustre pintor, casi de repente ciego, esto es, sumido en la indigencia, sin horizonte de nuevas glorias, devorado por el dolor de no poder realizar las creaciones artísticas en su mente encerradas, era objeto de compasión y pena, que no podía dejar de conmover a una sociedad que tantas veces había admirado al desgraciado artista. El Liceo hizo cuanto estuvo a su alcance para aliviar tan grave desventura. Gil y Zárate compuso expresamente el bello drama romántico Rosmunda, Villaamil pintó con el mismo primoroso estilo que empleaba en sus cuadros, una admirable decoración románica. Ventura de la Vega organizó y aleccionó para el solemne caso una compañía dramática de aficionados aventajadísimos, que nada dejaron que desear.

El triunfo fue completo. Produjo aquella función excepcional una cantidad muy crecida; Esquivel, auxiliado con ella, se encaminó a Francia y Alemania. Consultó a oculistas famosos. Volvió curado, y pudo consagrarse de nuevo a sus nobles y gloriosas tareas.

Advierto, Enrique, que, arrastrado por la charla familiar propia de una carta, me he apartado demasiado de mi especial objeto, que es hablar del simpático Setentón y de sus MEMORIAS. Volvamos a él.

En la imparcialidad política de Mesonero resplandecen   —244→   la rectitud y la nobleza de alma. La anarquía moral o material, la barbarie, los desvíos del espíritu honrado le son igualmente antipáticos, así en las más altas esferas del poder, como en las más humildes del pueblo. Condena, inexorable y justiciero, la violencia, la deslealtad y la injusticia, ora en los ministros y en los príncipes, ora en la plebe turbulenta, desalumbrada y tornadiza. Fernando VII, que, por no saber moderar, dirigir y utilizar los ímpetus que, enardecían la imaginación inexperta de los neófitos de la libertad política, desmiente en 1814, con insólita ingratitud y con monstruosa e inesperada violencia, las esperanzas que había hecho concebir, y en una sola noche encarcela, aherroja y envía a la proscripción o a los presidios africanos a Martínez de la Rosa, a Argüelles, a Gallego, a Toreno, a Sánchez Barbero, a Quintana, a Beña y a muchos otros patricios adictos al trono legítimo, dechados de honradez y glorias de la patria. Fernando VII, repito, parece en aquella lamentable crisis a nuestro cuerdo Setentón tan digno de reprobación y censura, como la sediciosa e intolerable asamblea de La Fontana de Oro, la primera donde se cantó la insultante y grosera canción gaditana del Trágala, como el populacho de Madrid que recibe a Riego con ardoroso entusiasmo el 1.º de Septiembre de 1820, y tres años después, arrastra su cadáver con salvaje algazara.

Esas turbas apasionadas y voltarias, las cuales, según dice Mesonero, «así cubren su cabeza con la boina blanca, o con el gorro colorado, y así entonaban entonces el Trágala (el Ça-irá de la revolución española) como cantaban más tarde La Pitita y gritaban ¡Vivan las caenas!», no son el verdadero pueblo. Esas turbas, instrumento ciego de pasiones desmandadas, viven siempre, como peligroso fermento, en las naciones mal regidas. Así lo   —245→   expresa Mr. Thiers en estas elocuentes palabras: Depui les temps où Tacite la vit aplaudir aux excès de César, la vile populace n'a pas change101. Llenas están las MEMORIAS de serios anatemas contra los arrebatos de la plebe, que suelen producir injusticia, desolación y sangre; pero en cambio, no tienen sino palabras de afecto, de admiración y de entusiasmo para el pueblo pacífico, honrado y laborioso, que sustenta con sus virtudes el honor de la patria, y no teme derramar su sangre generosa cuando el deber le llama, como en el infausto Dos de Mayo, a defender su fe, su hogar, sus instituciones y su sagrada independencia.

Al ver a Mesonero encerrado en la vida privada, eludiendo con voluntad incontrastable los halagos y las compromisos del mundo oficial, casi podría aplicársele lo que Lord Byron decía de sí propio: «He vivido entre los hombres sin ser uno de ellos».

Tan absoluto y singular apartamiento de cuanto lleva consigo lucro o poder; tan supremo desdén de las vanidades e intereses comunes, no nace por cierto de indiferencia para con las cosas de la patria. El Setentón no ha tenido nunca el alma apática ni helada. Ha abrigado, por el contrario, una pasión, notoria y muy plausible. Esta pasión ha sido Madrid. A Madrid ha consagrado sus estudios, sus viajes, sus desvelos, su pluma, su corazón entero. Jamás ha querido entrar en las carreras del Estado; pero, en cambio, ha aceptado cargos no retribuidos, en los cuales podía trabajar en provecho de su amada villa-capital. Ha sido diputado provincial, concejal, presidente o vocal de Juntas de Beneficencia, de Sanidad, de Instrucción, de Teatros, de Policía urbana, de Estadística.   —246→   Fue uno de los principales fundadores de la Caja de Ahorros, de las salas de Asilo, de las Escuelas de Párvulos, del Ateneo, del Liceo y de otros institutos de verdadera utilidad. Donde quiera que había algún bien que hacer, alguna mejora intelectual o material que plantear o fomentar, allí estaba Mesonero.

Vivían constantemente en su espíritu el Madrid antiguo, el Madrid contemporáneo y hasta el Madrid futuro.

Su interesante libro el Antiguo Madrid contiene cuadros retrospectivos llenos de vida y lozanía. Con su viva y nunca descaminada fantasía, nos traslada el autor a épocas remotas, resucita memorias olvidadas, principalmente de la corte de Felipe IV, y reproduce con diestro pincel la imagen ya desvanecida de aquellos históricos parajes que fueron teatro de acciones memorables, de glorias, de calamidades, de alegrías y hasta de crímenes.

Los admirables cuadros de costumbres publicados en varias series, y coleccionados hoy con el título Escenas Matritenses, son fiel y ameno retrato de la vida española de nuestro tiempo, profundo estudio moral y etnográfico, con formas pintorescas y efectivas, que no morirá nunca. Repito aquí lo que muchas veces he dicho: La posteridad, cuando quiera conocer las costumbres íntimas o públicas de España en casi la mitad del siglo XIX, tendrá que acudir a las comedias de Bretón de los Herreros y a las Escenas del Curioso Parlante.

El Madrid futuro, esto es, el Madrid transformado con los adelantos materiales y las tendencias progresivas de la civilización moderna, estaba de antiguo en la imaginación de Mesonero, y tomó forma práctica en el fecundo y vasto programa que con el título Proyecto de mejoras generales leyó en el seno del Ayuntamiento en Mayo de 1846. Era una reforma completa de la capital. El ilustre ciudadano   —247→   de Madrid ha visto practicadas en el espacio de treinta y cinco años sus felices ideas relativas al aumento y embellecimiento de la corte de España. En 1846 parecieron ambiciosas utopías; en 1880 son gloriosas realidades, insuficientes todavía para el impulso que han tomado las necesidades de la civilización presente.

Pudo Mesonero realizar por sí mismo gran parte de sus útiles proyectos, cuando el Conde de San Luis le ofreció el cargo, entonces independiente y poderoso, de Corregidor de Madrid. Habría sido, sin duda, un Pontejos o un Haussmann. Pero se estrellaron los sanos deseos del ilustrado ministro en la implacable independencia y en la exorbitante modestia del honrado madrileño. ¡Alta y repentina autoridad sobre sus antiguos compañeros! ¡Mando! ¡Ostentosa representación personal inherente al cargo! Nada de esto cabía en el alma de Mesonero. Es forzoso admirar índole tan noble y sencilla; pero causa extrañeza. ¿A quién no habría halagado aquella perspectiva de influencia y renombre? El Setentón no ha pensado ni sentido en ciertas cosas como el vulgo de los mortales. Así como a otros el orgullo, a Mesonero le alucina su profunda modestia.

Del mérito literario de la obra, ¿qué he de decirte? Mozo lozano y vigoroso, y no decaído Setentón, se muestra en su estilo y en sus reflexiones y pinturas nuestro ilustre amigo. Narrador fácil y expresivo, observador sagaz, satírico benévolo y maleante para las ridiculeces del mundo y de los hombres, censor austero para la maldad y la vileza, es en las MEMORIAS lo que fue en las Escenas. Aunque perfecto conocedor de los vocablos y modismos que son ricas galas de nuestro idioma, su lenguaje no es siempre rigorosamente castizo. Acepta con sobrada facilidad palabras y frases de exótico origen, que no hacen   —248→   falta en el idioma castellano; pero, en cambio, ¡qué envidiable desembarazo en el decir! ¡qué abundosa y fácil manera de expresar las ideas! En esto es el Setentón consumado maestro. A veces es tan sobrio e ingenioso su estilo, que le basta un rasgo cómico para determinar un carácter; como cuando dice, aludiendo a la volubilidad política de D. José de Carnerero, que era «obediente como un girasol».

Insigne y desinteresado patricio, dechado de filosófica modestia, no parece hombre de su tiempo. Admirado por los entendidos, amado por los buenos, considerado por los poderosos, nunca ha caído en la fácil tentación de ser algo en las carreras públicas o en las altas esferas de la política. No ha querido ser ni siquiera diputado.

Colúmbrase fácilmente en los severos juicios de su libro que pertenece a la aristocracia moral de su época, la más alta y respetable de todas las aristocracias, por más que hoy día no sea ni la más abundante ni la más estimada.

Mesonero es un verdadero tipo sui generis por el desdén que le inspiran las grandezas del poder y el vanidoso tráfago del mundo. ¿Qué hombre, como él, de activa inteligencia y de claro renombre, no ha sentido alguna vez tentaciones de engrandecimiento, algo de lo que, en frase proverbial, suele llamarse el afán de figurar? Pues bien, lo que Mesonero ha sentido es el afán de no figurar, contento siempre con ver y juzgar, desde su hogar modesto y honrado, las grandezas y las miserias del bullicio humano. En las ingeniosas quintillas, de sabor tan grato y castellano, escritas en el año último, expresa el mismo Mesonero Romanos la serenidad de su vida entera.

Este carácter singular y elevado de Mesonero me hace recordar que, leyendo el curioso libro del viajero griego   —249→   Pausanias, Itinerario de la Grecia, di con un filósofo ateniense, Isócrates, cuyo carácter tiene alguna analogía con el de nuestro Setentón. Dice Pausanias que en el recinto del templo de Júpiter Olímpico vio sobre una columna la estatua de Isócrates, el cual «demostró tanta cordura, que nunca quiso aceptar empleos ni tomar parte en los negocios públicos»102.

Si por la modestia, la imparcialidad y el retraimiento de las almas severas se erigieran ahora estatuas, nadie más merecedor de esta honra entre nosotros que el filósofo madrileño. Pero hoy día a tales prendas y tendencias no se otorga la admiración, sino el olvido.

Ese alejamiento voluntario del campo político, donde el hombre se agita, resplandece y medra, ¿es apocamiento de espíritu, o repulsión instintiva de aquellas esferas, donde en tiempos de turbación reinan más la intriga, la avilantez, el favoritismo y el capricho que la regularidad, la rectitud y la justicia? La raza helénica, veleidosa y ardiente, era de aquellas en que, como en la española, preponderan las facultades de imaginación sobre las facultades de razón. Por eso era en Grecia tan común, como lo ha sido generalmente entre nosotros, hablar bien y gobernar mal. Que a la conciencia y buen sentido de Mesonero, mortifican y repugnan desde su mocedad la entronización repentina de osadas medianías en todos los puestos del Estado, el poco respeto a las carreras públicas y el anárquico vaivén de mal formadas banderías, se ve patente en las MEMORIAS. Muéstrase siempre sincero liberal; pero en el sano sentido de esta palabra, liberal a la inglesa, esto es, enemigo de abusivas prácticas, de exageraciones y de apariencias, y en más de una ocasión manifiesta el autor su   —250→   amor a la tolerancia, a la justicia, al orden, a la libertad verdadera, en briosas palabras.

Un recelo me asalta, querido Enrique, al poner término a esta carta, por demás larga y escrita con el desaliño inseparable de la prisa. Yo no soy, ni con mucho, la posteridad para las obras de El Curioso Parlante, y sólo la posteridad puede juzgar con absoluta desprevención y calma. Dentro de muy pocos años seré otro Setentón, y no es de extrañar que me adhiera fácilmente a los juicios históricos y a las pasadas impresiones de un escritor con quien me unen lazos de amistad, que empezaron a formarse ha ya cuarenta y cinco años. Temo, por otra parte, que suene mi voz en oídos juveniles como suele sonar la de todos los viejos cuando juzgan la edad presente: como el eco de un alma descontentadiza y quejumbrosa. Aunque así sea, me atrevo, sin embargo, a predecir que cuando, en épocas futuras, ya muy distantes de nosotros, el tiempo haya rasgado el velo engañador de las ilusiones contemporáneas, muchos de los nombres hoy sonoros por el prestigio de la riqueza o de la influencia política se habrán desvanecido en las páginas de la Historia, mientras que el nombre de Mesonero Romanos, ilustrado por obras literarias de gran valía y por altas virtudes cívicas, vivirá siempre en los fastos de nuestras glorias nacionales.

EL MARQUÉS DE VALMAR

(Revista Contemporánea.)

  —251→  


Las Memorias de un Setentón,
por D. José Mañé y Flaquer



I

Aseméjase la vida del hombre a la subida de una cuesta, más o menos empinada, según las circunstancias de su nacimiento, de su posición social, de su educación y hasta de su temperamento. El terreno que pisamos es siempre escabroso; el que tenemos delante limita nuestro horizonte, y esto nos obliga a volver la vista atrás para tomar aliento y espaciar nuestra vista por el terreno recorrido, que, con las ilusiones ópticas de la perspectiva, nos parece exento de todas aquellas asperezas que nos molestaron al atravesarlo. Las MEMORIAS DE UN SETENTÓN, que acaba de publicar el Sr. D. Ramón de Mesonero Romanos, habrán sido para el autor, y serán para muchos de sus lectores, uno de esos gratos descansos en que el hombre, llegado a lo alto de la cuesta, extiende la mirada por el terreno recorrido y siente en su alma aquella grata tristeza que despiertan los recuerdos de lo pasado al emprender el descenso al abismo del no ser.

El libro del Sr. Mesonero Romanos es para nosotros   —252→   un verdadero neorama, pintado hábilmente y con admirable exactitud, que nos reproduce las narraciones de nuestros padres, los recuerdos de nuestra niñez y los entusiasmos de nuestra juventud, en las que tuvieron parte las Escenas Matritenses del popularísimo Curioso Parlante, que así se titulaba el Sr. Mesonero Romanos cuando, con más inexperiencia, pero no con más soltura, claridad y vigor de estilo que hoy, nos pintaba los rasgos característicos de la vida de la corte en aquella época de transición, en que se mezclan y confunden las oleadas de la sociedad que llega y de la sociedad que desaparece.

El Sr. Mesonero Romanos, como escritor público, es un verdadero fenómeno, de los que se presentan pocos ejemplos. Recuerda, con memoria pasmosa, no solamente los hechos de que ha sido actor o testigo desde su más tierna edad, sino hasta los dichos, las opiniones, los escritos, los adagios en boga y los cantos de la musa popular aplicada a la vida pública, y los reproduce exacta y discretamente, convirtiéndolos en documentos de interés histórico a pesar de su aparente insignificancia. Hemos dicho que nuestro autor relata con sencillez y admirable claridad, y con esto, que ya es extraordinario a su edad, no hemos consignado el principal mérito de su obra, pues este consiste en que el Sr. Mesonero Romanos juzga los hechos o los pinta, no con el criterio de su experiencia, sino con el que tenía indudablemente en el acto de presenciarlos; y esa especie de candidez del pintor, esa sinceridad poco común, esa verdad fotográfica, traslada al lector a los tiempos pasados, libre de las preocupaciones de lo presente, y pudiéndolos juzgar sin que su ánimo, haya sufrido la influencia de las preocupaciones de partido o de escuela del que nos guía por el intrincado laberinto de lo pasado. Y decimos intrincado, porque se refiere   —253→   a una época de transición, y por lo tanto, de confusión de ideas, de los sentimientos, de las costumbres, de los intereses y pasiones de la sociedad que nos pinta.

Pero este relato natural, sencillo, libre de ideas preconcebidas, nos proporciona algo más que una lectura agradable y entretenida, puesto que de él, podemos sacar muy provechosa enseñanza, más provechosa que del uso de la misma historia, en que, por punto general, los autores acomodan los hechos a su opinión; y aunque lo hagan sin malicia, y aunque, al suprimir ciertos rasgos característicos, se hagan la ilusión de que los desdeñan sólo por insignificantes, la verdad es que falsean nuestro juicio, alterando el aspecto de las cosas. Esta queja la podemos dirigir a todos nuestros historiadores contemporáneos, que, afiliados a uno u otro partido de los que dividen la nación, no perdonan medio para acomodar los hechos a sus opiniones y hacerlos penetrar con violencia en el lecho de Procusto de sus pasiones políticas.

¿Cuántas veces hemos asistido a la acalorada disputa de si los españoles ilustrados tomaron el partido de Napoleón en la guerra de la Independencia; de si ellos fueron los verdaderos amantes del progreso y precursores del liberalismo moderno; de si tuvieron este carácter los constituyentes de Cádiz; de si estos representaban, no sólo legal, sino moralmente, a la nación; de si las reformas que ellos iniciaron estaban inspiradas por el más puro españolismo y eran el desideratum a que aspiraba el pueblo español? Pues este litigio lo resuelve el Sr. Mesonero Romanos con sus declaraciones, que son las de un testigo ingenuo y de mayor excepción, puesto que ha sido siempre muy amigo de las reformas, muy inclinado a los reformistas. Y simpático al partido liberal. De sus dichos resulta que ni todos los reformistas liberales se fueron a   —254→   Cádiz, ni todos se quedaron con el rey intruso, y que tan afrancesados, es decir, tan anti-españoles por sus ideas y aspiraciones eran los reformistas de Cádiz como los que esperaban la regeneración de España del hermano del emperador Napoleón.

Este testigo ocular y sincero de los sucesos de la primera época constitucional viene a confirmar lo que ya sabíamos; esto es, que los hombres impregnados de las ideas de la revolución francesa, los que habían formado su educación en los libros de los enciclopedistas, se dividieron en dos bandos, yendo unos a Cádiz y quedándose otros en Madrid, no por cuestión de patriotismo ni por amor a la dinastía legítima, sino que sencillamente se fueron cada cual al campo que creía más favorable al planteamiento de sus ideas político-sociales. Y en prueba de que esta apreciación nuestra no es arbitraria, citaremos las palabras que al rey Fernando, prisionero en Francia, dirigía D. Juan Pérez Villamil, en un folleto recibido con mucho aplauso y que representaba las ideas de los liberales de Cádiz. Díjole Villamil que «verificado su anhelado rescate (el del Rey), y vuelto al trono, si quería conservarlo, mandase poco, mandase menos, porque eran demasías las por muchos juzgadas prerrogativas de la Corona, y que el pueblo, de salir a recibirle ya libre, le presentaría con una mano una Constitución, a que habría de atenerse». Esta declaración de Villamil no era sino la precursora de la proposición del Sr. Muñoz Torrero al abrirse las Cortes de Cádiz, en la cual se leía: «Que los diputados que componían el Congreso y representaban la nación española se declaraban legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, en las que residía la soberanía nacional». Villamil amenazaba al Soberano con destituirle si no aceptaba la Constitución que le   —255→   había de presentar el pueblo a su vuelta del destierro; pero las Cortes de Cádiz suprimieron esta tramitación, y en el mismo acto que le reconocieron Rey le despojaron de la soberanía.

Es evidente que la mayoría del elemento liberal de las Cortes de Cádiz obraba de buena fe, deseosa de reformas necesarias, inspirada por el más puro patriotismo y por cierta candidez verdaderamente bucólica. De ello tenemos una prueba en el art. 6.º, de la Constitución de 1812, que dice: «El amor de la patria es una de las primeras obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos». Pero su sincero patriotismo y su buena fe no quitaron la gravedad a muchos de sus actos, no tan inocentes e inofensivos como el mencionado art. 6.º, que es una gran prueba de hasta qué punto ignoraban aquellos noveles legisladores los fundamentos del derecho y las leyes del corazón humano. Pero lo que si aprendieron luego, fue el valerse de las asonadas para imponer su voluntad a los adversarios que sus ideas tenían en las Cortes, y al dar el nombre de pueblo español a las turbas de Cádiz, movidas por ellos mismos.

Comprendemos perfectamente que a aquellos hombres relativamente ilustrados se les hiciera insoportable un sistema de gobierno como el de Carlos IV; absolutismo de favoritos, régimen enervador, degradante y atentatorio a la dignidad humana; pero lo que comprenderá con dificultad la generación presente, si aísla estos hechos de los que pasaban en la república de las letras, es cómo después del aborto en Francia de las ideas de 1789, cómo después de aquellas saturnales sangrientas y del despotismo imperial, que fueron las legítimas consecuencias de los llamados inmortales principios, los españoles ilustrados no supieron sino importar aquella semilla de amargos frutos,   —256→   en vez de retroceder a nuestras instituciones de la Edad Media, que les ofrecían un modelo de verdadero Gobierno representativo, en el cual pueden coexistir, con dignidad y provecho de todos, la soberanía real y la efectiva intervención del pueblo en todos los negocios arduos que atañen a su existencia individual o colectiva.




II

Decíamos en nuestro primer artículo dedicado al interesante libro de Mesonero Romanos, que sin acudir a la historia de la literatura patria no se podía comprender bien el singular fenómeno de que las clases ilustradas de España, reformistas en Cádiz contra Napoleón, o reformistas en Madrid con Napoleón, profesaran los mismos principios político-sociales y caminaran a los mismos fines por los mismos caminos, aunque con distintos nombres.

No es nuevo ni exclusivamente español que las letras sirvan de vehículo y también de pretexto a las aspiraciones políticas, ni que la política imprima carácter y tuerza la dirección al movimiento literario. De ello tenemos una prueba patente, ruidosa y deslumbradora en el estallido romántico que coincidió en España con el cambio político que produjo la muerte del rey D. Fernando VII, así como antes había coincidido en Francia con la caída de Luis XVIII. Como se trata de un suceso que ha ejercido y sigue ejerciendo notabilísima influencia en las ideas, las costumbres y los sentimientos hasta de las generaciones que no lo alcanzaron, consideramos curioso, y más   —257→   que curioso útil, extractar el interesante capítulo que le dedica el Sr. Mesonero Romanos, tanto más, cuanto en él se hallan noticias sobre obras teatrales que recientemente se ha recordado o conmemorado su primera aparición en la escena española.

Fuese una parte de la juventud a engrosar las filas de los bandos que contendían en los campos de batalla, y los restantes, si no más pacíficos, más dados al cultivo de las letras, fundaron ateneos, liceos, institutos y academias, convertidos a la vez en arena de combate de opuestas doctrinas.

(Aquí trascribe la narración hecha por Mesonero de la explosión del romanticismo, la aparición en escena de Martínez de la Rosa, el Duque de Rivas, García Gutiérrez, Hartzenbusch, hasta la de Zorrilla, y prosigue:)

Y no hay exageración en lo que dice el Sr. Mesonero Romanos, según veremos más despacio en otro artículo.




- III -

Es muy digno de estudio el período de nuestra historia contemporánea a que hace referencia nuestro artículo anterior, por ser quizás el único en que todas las clases sociales tomaron un vivo interés y una parte activa en las luchas de la inteligencia. Y es tanto más de reparar esta circunstancia, cuanto que el movimiento literario coincidía con una guerra intestina general, viva, sangrienta, destructora, que también afectaba a todas las clases   —258→   sociales en su existencia económica, moral y material, pero sin que bastara a distraerlas de sus aficiones literarias.

Los que no lo presenciaron no pueden formarse una idea ni siquiera aproximada de cómo enardecían los ánimos las luchas entre clásicos y románticos, de cómo las producciones de la nueva escuela literaria influían en las ideas, en los sentimientos, en las relaciones de familia, en las modas, en la manera de ser de la sociedad española. Aquella constelación moral, aquella sobreexcitación general, que se aproximaba a una epidemia intelectual, vecina a la locura, se puede comparar solamente a los revivals religiosos de los Estados Unidos de la América del Norte. En cafés y tertulias era asunto de todas las conversaciones el drama en boga, y se formaban bandos en pro o en contra del protagonista de la pieza aplaudida; en los cuerpos de guardia, entre escaramuza y escaramuza, se recitaba y comentaba la poesía recién publicada103; la dama encopetada dolíase de los infortunios del caballeresco Manrique, mientras su humilde camarera cantaba las desdichas del triste Chactas; el lechuguino y el menestral, la señorita y la modista peinaban luengas y ensortijadas guedejas a la romana, encuadrando rostros pálidos de mirada lánguida, revelación externa de un alma romantizada.

La pasión romántica despertó una grande afición al teatro y la hizo surgir donde jamás había existido. El Trovador se representó en pueblos donde no se conocían antes las representaciones escénicas, sirviendo de teatro   —259→   un desván destinado a pajar, y vistiendo el protagonista el traje de miliciano nacional, a falta de otro más apropiado.

Es fenómeno que merece llamar la atención de los hombres pensadores la circunstancia de que cuantos vivíamos entonces en medio de los horrores de una guerra civil, sin piedad y sin cuartel, nos hubiéramos endurecido hasta el punto de mirar como sucesos naturales las mayores tribulaciones y las crueldades más inauditas que nos tocaban muy de cerca, y, en cambio, nos enterneciéramos hasta derramar lágrimas por sufrimientos ficticios y personajes imaginarios. Esto prueba, a nuestro juicio, que el sentimiento estético es un sentimiento general, independiente en su origen de la educación; que es distinto y más enérgico que el de la realidad, puesto que hace vibrar en nuestra alma cuerdas que la realidad mantenía dormidas. Precisamente en aquella época los hechos de la vida real eran de igual índole que los de la vida imaginativa, si nos es lícito expresarnos así; unos y otros se realizaban en la esfera de lo trágico. El público de los poetas románticos no se hallaba en el caso de los lectores de los cuentos de Bocacio, que buscaban una distracción a los horrores de una peste en las invenciones burlescas del poco casto poeta italiano: aquí la realidad parecía una encarnación o una condensación de las aficiones poéticas.

En la región de las ideas se establece siempre una doble corriente entre los que las emiten y los que las reciben, entre los autores y el público. El autor impone al público su manera de pensar y sentir, o hablando con más propiedad, adivina sus instintos, sus necesidades intelectuales del momento, y le coloca en la senda que busca, y en ella le sirve de guía; pero una vez emprendida la marcha, el guía ya no es dueño de sí mismo: empujado   —260→   con vehemencia por la multitud, ha de andar atropelladamente por el camino que pensaba recorrer a paso lento y mesurado, y comunicándose unos a otros su exaltación, acaban por desviarse, y en vertiginosa carrera van a parar al abismo de la extravagancia y de la anarquía.

Así le pasó al romanticismo, pero no sin haber producido antes un número considerable de escritores, buenos algunos, medianos muchos, detestables los más. El estado de efervescencia en que se hallaban todas las imaginaciones, la declaración por los adictos de la nueva escuela de que para ser autor bastaba la imaginación y sobraban las reglas y los maestros, eran motivos suficientes para que en esta especie de sufragio universal literario cada elector se considerara con derecho a ser elegido, cada lector con aptitud de ser autor; pero es preciso confesar que el juego de la democracia literaria es menos molesto que el de la democracia política, pues en este pagan justos por pecadores, y en aquel el que no juega no pierde. Sucedía algo parecido a lo que se ve en una reunión religiosa de cuákeros: los congregados invocan el auxilio del Espíritu Santo, y el que juzga que lo ha alcanzado, el que se cree inspirado, dirige sin más ceremonia la palabra a los concurrentes. Aquí todos invocaban el numen del romanticismo, y el que creía recibir sus inspiraciones subíase en la trípode de un periódico, y allí llenaba el espacio de ayes y gemidos, y poblaba el mundo de fantasmas cadavéricos y de sombras ensangrentadas.

No obstante, es necesario reconocer que entre tantos escritores extravagantes aparecieron no pocos que revelan en sus escritos verdadero estro poético, y es indudable que también desde nuestro siglo de oro literario, en ninguna época España reunió, en un período de diez años, tantos cultivadores de las buenas letras con títulos suficientes   —261→   para serlo. El número de autores de primer orden fue considerable, y hubo muchos de segundo orden que, medio siglo atrás, habrían figurado en primera fila. Se puede considerar como época de grande actividad intelectual, y ser calificada como esencialmente literaria, la que contaba entre los hijos predilectos de las musas a Gallego, a Quintana, a Aribau, a Hartzenbusch, a Gil de Zárate, a Roca de Togores, al Duque de Rivas, a Estévanez Calderón, a Miguel de los Santos Álvarez, a García Gutiérrez, a Espronceda, a Ventura de la Vega, a Campoamor, a Bermúdez de Castro, a Pastor Díaz, a Martínez de la Rosa, a Tassara, a Larra, a Escosura, a Bretón, a Juan Bautista Alonso, a Salas y Quiroga, a Rubí, a Segovia, a Larrañaga, a Pezuela, a Ros de Olano, etc. -a la Avellaneda, a la Mendoza, a la Coronado, a la Gómez de Cádiz, a la Massanés, a la Fenollosa-; y no citamos a los poetas de segundo orden porque la lista sería interminable; pero si hemos de advertir que la actividad intelectual no se limitaba a Madrid, pues de momento recordamos como escritores notables de fuera de la corte, además de alguna de las poetisas citadas, a López Soler, a Milá, a Cortada, a Roca y Cornet, a Aguiló, a Piferrer, a Llausás, a Quadrado, a Rubio, a Semis, a Carbó, a Camprodón, a Illas, a Tió, a Balaguer, a Príncipe, a Borao, a Boix, a Arolas, a Bonilla, a García Cadena, a Flores Arenas, a Valera, a Castro y Orozco, a Bremón, a Jiménez Serrano, a Faraudo, sin que estos sean, ni de mucho, todos los que en las provincias cultivaban las letras con dotes verdaderamente literarias.

En lo más ardiente de la pelea el Sr. Mesonero Romanos tuvo valor para burlarse de las exageraciones del romanticismo en sus Escenas Matritenses, y llevó la osadía hasta leer su chistosa sátira en la tribuna del Liceo   —262→   de Madrid, foco de las nuevas doctrinas literarias; pero como se trataba de un escritor simpático a los dos bandos, que jamás mojó la pluma en la hiel del despecho ni en el vinagre de la envidia, en vez de irritar, hizo reír a los mismos vapuleados.

Estas y otras tentativas para encauzar aquel torrente desbordado y aplacar a los contendientes fueron poco eficaces al principio; pero el cansancio y los efectos naturales del tiempo vinieron preparando los ánimos a oír los consejos de la razón desapasionada, y alentaron en su empresa a los que bajaban a la arena del combate con el ramo de olivo en la mano. En Octubre de 1840, don José María Quadrado, ya entonces notable entre todos por su espíritu conciliador y su razón serena, decía a los enconados bandos: «La intolerancia es casi siempre hija de almas pequeñas, y el exclusivo apasionamiento supone en los que lo profesan un horizonte estrecho y una vista limitada. En los entendimientos vastos se concilian bien toda suerte de admiraciones y de homenajes, así como en los corazones grandes caben sin embarazarse muchos vehementes afectos. Este mismo sentimiento de respeto y de concordia general impedirá la exclusiva preponderancia de ningún sistema y protegerá la libertad de las aspiraciones, y entonces precisamente aumentará el número de genios o disminuirá el de literatos. Suprimidas de una vez las trabas y el estancamiento, cesaría esta multitud de autores de contrabando, y cada partido se descartaría de sus secuaces, así como, firmada la paz, se licencian los bisoños y reclutas del Ejército. No es a los principios ni a las formas del romanticismo a quienes debe atribuirse esa nube de poetas que nos aflige, sino a las recientes disensiones, a la vanidad y ambición de nuestra juventud y a la moda de especulaciones literarias. Los mismos   —263→   que nos sacian hoy de romances y de fragmentos nos hubieran molido años atrás a anacreónticas y pastoriles»104.

Así se fueron calmando las pasiones, así el público se hizo más avisado, así se fue reformando el gusto, así la corriente desbordada del romanticismo se fue encauzando, ciñéndose a sus límites naturales.

¿Y qué nos queda de aquella ruidosa algarada? preguntarán los que no saben remontarse de los efectos a las causas. Nos queda, contestaremos, cuanto somos y cuanto valemos en el dominio de las artes y de las letras; nos quedan la afición y la inteligencia de las artes de la Edad Media, antes desconocidas y hasta despreciadas; nos quedan la afición y el gusto por la poesía popular; nos queda esa corriente de ideas que inspira a nuestros primeros poetas. Sí: nos quedan del romanticismo el oro y la escoria, que ahora andan separados; el oro en las obras de Tamayo, de Ayala y de Núñez de Arce, y la escoria en las de Echegaray, que, en puridad, no son sino melodramas trasnochados puestos en verso por un retórico.

J. MAÑÉ Y FLAQUER

(Diario de Barcelona.)





  —[264]→     —265→  
Crítica literaria
por D. Manuel de la Revilla


De aquella generación brillante de grandes escritores, que después de la caída del absolutismo realizó en España la revolución literaria y renovó las pasadas glorias de las letras españolas, poniendo fin al reinado del clasicismo francés, sólo quedan ya algunos insignes varones, en su mayoría apartados de la vida activa y consagrados al descanso. Hay, sin embargo, algunos que todavía recuerdan sus antiguas aficiones y producen nuevos frutos de su ingenio, y entre estos se cuenta un escritor eminente, en quien, por raro privilegio de la naturaleza, la inteligencia permanece joven mientras el cuerpo se rinde al peso de los años.

El escritor a quien nos referimos es D. Ramón de Mesonero Romanos, o por otro nombre El Curioso Parlante, cuyos inimitables estudios de costumbres y meritísimos trabajos de historia y crítica literaria le han dado popularidad extraordinaria y le aseguran eminente lugar entre los ingenios españoles. ¿Quién no ha leído con singular deleite aquellas admirables Escenas Matritenses, en las que trazó su espíritu observador el cuadro lleno de verdad, de intención y de gracejo, de la sociedad española   —266→   en los últimos años de Fernando VII y primeros de Isabel II? ¿Quién no ha estudiado con provecho su curioso libro El Antiguo Madrid, tan abundante en valiosos datos y con tanta elegancia y amenidad escrito? ¿Quién no ha aplaudido los notables trabajos de erudición y de crítica hechos para la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra? ¿Y quién, por otra parte, desconoce los grandes servicios que ha prestado a la capital de España, y el celo, actividad e inteligencia con que ha contribuido a las reformas materiales en ella introducidas?

Pues este venerable anciano, que aún conserva en toda su integridad sus valiosas facultades, acaba de dar a la estampa un precioso libro, que, dada la avanzada edad del Sr. Mesonero, es un verdadero prodigio, pues apenas se concibe que a sus años tenga tan portentosa memoria, y sobre todo piense y escriba con toda la claridad, el brío y la animación que son propios de la juventud.

Titúlase el libro MEMORIAS DE UN SETENTÓN, natural vecino de Madrid, y es una especie de auto-biografía, con la cual enlaza ingeniosamente el Sr. Mesonero la historia de la sociedad española desde 1808 hasta 1850.

No se crea con esto que el libro del Sr. Mesonero es un trabajo histórico en el estricto sentido de la palabra, sino una animada relación autobiográfica, en la cual expone, además de los hechos más importantes de la vida política en el período a que se refiere, un aspecto de la existencia social, que apenas ocupa a los historiadores, y que constituye lo que pudiera llamarse vida íntima de los pueblos. La pintura de las costumbres, la exposición de los acontecimientos literarios, el retrato de los personajes célebres de la época, las curiosas anécdotas que la Historia no registra, y que suelen caracterizar un período o pintar una persona, constituyendo todo ello un cuadro lleno de animación,   —267→   de color y de relieve, forman este libro importantísimo, que, a su amenidad, reúne una utilidad extraordinaria; pues siendo acabada pintura de una época de nuestra Historia, y abundante en curiosos datos y muy valiosas noticias, está llamado a ser un libro de consulta indispensable para cuantos quieran conocer a fondo el período histórico a que se refiere.

Agrégase a estos méritos el de la forma, que es de primer orden. A pesar de sus años, el Sr. Mesonero no ha dejado de ser uno de nuestros mejores estilistas, y hoy, como en sus buenos tiempos, maneja con singular maestría la lengua castellana, y escribe una prosa castiza, correcta, llena de movimiento y vida, abundante en gracejo, y tan amena y deleitable, que no puede leerse sin encanto. El Curioso Tacente (como en su libro se llama) nada tiene que envidiar al Curioso Parlante, que hacía las delicias de la sociedad en los primeros años del reinado de Isabel II.

Por tales razones, recomendamos eficazmente a nuestros lectores que no se priven del placer de leer este precioso libro. Allí encontrarán, con brillante pincel trazados, el cuadro de la epopeya de la Independencia; la sombría pintura del absolutismo; el fiel retrato de aquel partido liberal, tan heroico como inexperto, que supo conquistar la libertad, pero no conservarla; el desarrollo de aquel brillante movimiento literario, que realizó atrevida revolución en las letras y creó tan importantes instituciones literarias, y tantas y tan bellas producciones; y la transformación completa de las costumbres de una sociedad que, al librarse del yugo absolutista y teocrático, se dilató por nuevos horizontes y aspiró a nuevos ideales, no sin graves perturbaciones y trastornos. Y todo esto   —268→   salpicado de curiosas anécdotas y entretejido con una autobiografía llena de ingenuidad y de modestia, y escrito del modo admirable que ya hemos dicho.

El Sr. Mesonero ha puesto con este libro digno remate a su gloriosa vida literaria. Respetado ya como eminente escritor de costumbres, desde hoy gozará la fama de historiador distinguido, exacto en la narración, imparcial en los juicios, inimitable en el estilo. Consagremos, pues, ferviente homenaje de admiración y de respeto al venerable anciano que ha enriquecido con tan valiosa joya el ya rico tesoro de las letras españolas, y hagamos votos por que se prolongue su preciosa vida y pueda todavía honrar a la patria con nuevas producciones de su ingenio.

MANUEL DE LA REVILLA

(El Globo.)

  —269→  

El temor de prolongar indefinidamente y con cansancio del lector este Apéndice es causa de prescindir de la reproducción de otros muchos juicios críticos, igualmente importantes y respetables por la significación política y literaria de sus autores. Tales son los de los señores Pérez de Guzmán, en LA ÉPOCA; -Ortega Munilla, en EL IMPARCIAL; -Jove y Hevia, en EL TIEMPO; -Martínez Pedrosa, en el DIARIO DE BARCELONA; -Asquerino, en LA AMÉRICA; -Olmedilla, en la REVISTA EUROPEA; -Rodrigáñez, en LA IBERIA; -Navarrete, en LA ILUSTRACIÓN, y otros, que desconozco, de Madrid y provincias; pero al paso que mi profunda gratitud a los distinguidos representantes de la Prensa que espontáneamente se han esmerado en rendir este homenaje al escritor veterano y sincero patriota Madrileño, lícito me sea hacer excepción, reproduciendo dos de estos juicios críticos, que a su mérito intrínseco reúnen circunstancias especiales por las personas de sus autores.

El primero de dichos artículos, inserto en el periódico titulado La Política, helo aquí:



  —[270]→     —271→  
Memorias de un Setentón,
natural y vecino de Madrid
por Rafael Luna105


La crítica y la opinión pública han prodigado unánimes el sufragio de su admiración y sus elogios al último libro del decano de nuestros prosistas, Sr. Mesonero Romanos, libro que la posteridad colocará indudablemente, entre lo más selecto de nuestra literatura clásica.

Las MEMORIAS DE UN SETENTÓN, a nuestro pobre juicio,   —272→   es una obra única en su género, y que tal vez no vuelva a tener ejemplar entre nosotros.

Y al expresarnos así, prescindimos de su estilo fácil, sobrio, castizo, elegante, ora picante e intencionado, ora festivo y humorístico, ya lleno de sana y profunda filosofía, ya dejando deslizarse en él una elevada máxima, un político, un bosquejo gráfico, y que, siempre fresco, espontáneo y ameno, parece cual si en la inspirada pluma de su autor no se hubiera aún secado la tinta con que escribió el último cuadro de sus Escenas Matritenses.

Y prescindimos también del mérito intrínseco de la obra, riquísimo arsenal de olvidados o desconocidos hechos históricos, de curiosas anécdotas, de conmovedores episodios, de observaciones imparciales y justas, que tanto enaltecen al autor, como aquilatan el valor de su obra.

Tampoco queremos hablar del maravilloso espectáculo que ofrece un anciano casi octogenario, que, guardando voluntario silencio por más de seis lustros, al volver a alzar su autorizada voz en medio del estrépito atronador de nuestras modernas controversias políticas, filosóficas y   —273→   literarias, lo hace con el gracejo, con la insinuante blandura, con la dulce persuasión que tan amables hicieron sus escritos para toda clase de lectores, conquistándolo los sufragios de tres o cuatro generaciones de jóvenes entusiastas, que habiendo gozado en vida de su gloria póstuma, y paladeado el íntimo placer de ver llevadas a cabo, en el Madrid de hoy, las sabias reformas que con tanto acierto supo indicar, en una edad casi prodigiosa, haya llevado a feliz término una obra que es como el digno coronamiento de las anteriores.

Lo verdaderamente admirable para nosotros, en el libro de que vamos ocupándonos, es el acierto, la claridad de juicio con que el autor ha sabido evitar un escollo en que tropiezan todos los que escriben Memorias, y que, arrastrados por el dulce atractivo de los recuerdos, se extienden en mil puerilidades y divagaciones extrañas al asunto primordial de la obra. El Sr. Mesonero Romanos evita en lo posible el dejarse dominar por el yo satánico, como nos lo demuestra en los siguientes párrafos de la Introducción de su libro; párrafos en que se traza a sí mismo la senda que ha de seguir.

Y con una superioridad de juicio, con una fuerza de voluntad casi inconcebible, se coloca, como él mismo con su inimitable gracejo nos da a entender al apropiarse el papel de Maese Pedro, se coloca, decimos, fuera del cuadro cuyas figuras va a poner en movimiento, y esta actitud, tan discreta como magistralmente elegida, le libra de la enojosa tarea de explicar y comentar, según su particular apreciación, los hechos que relata, y libra al lector del insoportable tedio que le causa en otras Memorias ver siempre al autor-protagonista figurando en primer término, como verdadero foco en que han de convergir todos los   —274→   personajes de la obra, como obligado prisma, bajo el cual hemos de ver y juzgar todos los hechos que en ella se relatan.

Desde la proclamación o aclamación de Fernando VII, verificada en 19 de Marzo de 1808, primer acontecimiento político que se grabó en la mente infantil del autor, que a la sazón contaba cuatro años y ocho meses, hasta la reseña de las importantes mejoras iniciadas en Madrid en el tiempo en que fue concejal de su Ayuntamiento, cargo que ejerció hasta el último día del año 1849, el lector, llevado dulcemente por la energía de tan selecta pluma, cual si alfombra de fresco y mullido vergel pisara, cruza la mitad del siglo más accidentado y borrascoso, asistiendo, así al heroico y cruento Dos de Mayo como a la corte de José Bonaparte, así a la restauración de la Constitución del año 12 como a la época Calomardina, así a la jura de la princesa Isabel como al renacimiento de la patria literatura; familiarizándose en tan largo e interesante período con toda clase de personas, desde Fernando VII a Pepa la Naranjera, desde Godoy al poeta callejero Rabadán, desde Martínez de la Rosa a Ostolaza, confesor de Don Carlos; desde D. Julián Sánchez, el valiente, guerrillero salamantino, hasta el poeta Gorostiza, desde el célebre Murat al corregidor Barrafón, desde el infante don Antonio a la Rosana del tiernísimo poeta Meléndez Valdés.

La pluma siempre culta de Mesonero, su crítica siempre suave y blanda, su juicio, siempre imparcial y justo, son causa de que su obra no hiera, ni particular ni colectivamente, personas ni partidos, y los peor tratados en ellas, si tuvieran la dicha de leerla, no podrían rebelarse contra juicios emitidos con tan buena fe y amable franqueza.

«Adolece ordinariamente la senectud de un achaque físico   —275→   e intelectual, que consiste en ver y recordar los objetos y sucesos lejanos con mayor claridad y lucidez que los próximos», etc.

Con las anteriores líneas, dignas de ser consignadas por la espontaneidad y lucidez con que revelan al autor un fenómeno que pudiéramos llamar privilegio, verificado en el cerebro de nuestro autor, encabeza este el capítulo en que se disculpa con los lectores porque desde el año 1833 en adelante renuncia por completo a lo que pudiéramos llamar historia política, cuya narración hacen tan amena, curiosa e interesante las graciosas anécdotas de que está matizada, y que tan bien instruyen al lector del carácter particular de los personajes, de la opinión que merecían al público y del espíritu peculiar de la época.

Recordaremos, para corroborar nuestras palabras, la graciosa anécdota, tan trascendental y oportuna, en que la infantil y espontánea respuesta del hijo del corregidor de Madrid D. Dámaso la Torre a José Bonaparte dejó corrido al intruso, confuso al cortesano, y al lector convencido de cuán hondo y general era el odio contra el pueblo invasor; y aquella otra en la cual el autor se convierte en actor, contándonos con picaresca gracia cómo se encontró de mañanita a Fernando VII camino del convento de las monjas Descalzas. Anécdota a la cual sirve de precioso corolario el soneto del célebre Rabadán, que concluye con aquellos versos tan esencialmente cándidos como superlativamente ridículos:


    «Las pobrecitas vírgenes claustrales
De tratar a su rey están ansiosas:
Fernando, con entrañas paternales,
¡Ha dado en visitar las religiosas!».



La parte del libro más interesante para la generación   —276→   moderna, y para toda persona amante de las patrias letras, es aquella en que el Sr. Mesonero Romanos se extiende en relatarnos el renacimiento de nuestra literatura, sobre el cual, y sobre el romanticismo, emite juicios tan discretos como oportunos.

Los que emite sobre los escritores, sus contemporáneos, son tan acertados, que fácilmente se convertirán en axiomas, y su autor, sin pretenderlo, pasará a la categoría de uno de nuestros mejores críticos.

Léanse, en corroboración de lo dicho, los que la merecen: Meléndez, Moratín, Quintana, Gallego, Sánchez Barbero, Carnerero, Gorostiza, etc., etc.; y en contraposición, el inimitable gracejo con que trata a Rabadán, al presbítero D. Manuel Gil de la Cuesta y demás poetas pedestres y callejeros, a los que nuestro mordaz Quevedo apellida atinadamente poetas de los pícaros.

Esta parte de su libro la hallamos nosotros, por lo mismo que conocemos su importancia y el interés que despierta en todos los aficionados a la literatura, bastante concisa, y lamentamos que el autor, temiendo cansar a sus lectores, temor del que debieran ponerle a cubierto su gran nombre y la magia de su selecta pluma, no se haya extendido en ella como pudiera, siendo así que tan pocos testigos quedan ya de esta época, señalada por tan honda revolución en nuestras letras, y cuyo influjo se deja sentir aún en la literatura castellana; y si bien los que nos honramos con la amistad del amable anciano podemos satisfacer siempre nuestra curiosidad, pues la benevolencia del autor de las Escenas Matritenses para aquellos que le consultan e interrogan corren parejas con su prodigiosa memoria, todavía nos duele que el público en general no halle noticias más detalladas de la citada época, y de los que más en ella se distinguieron, como el gran   —277→   poeta Espronceda, el melancólico Enrique Gil, y hasta el mismo desgraciado Fígaro.

Si las obras de imaginación hubieran de valuarse por su utilidad práctica, ningún escritor castellano sería más digno de loores que el autor del Manual de Madrid, obra que en su tiempo fue leída y aplaudida por todas las clases de la sociedad madrileña, inspirando al público el deseo de realizar las mejoras que más tarde se llevaron a cabo, y revolucionando, digámoslo así, a todo su pacífico vecindario, al que el Sr. Mesonero, como él mismo indica en sus MEMORIAS enseñó el camino de la librería, sabiéndole hacer amena y deleitable una obra no absolutamente literaria, y esto cuando el romanticismo entraba en su período álgido.

Mas, así como al lado de la gigantesca concepción del Duque de Rivas, Don Álvaro o La Fuerza del sino, colocaba valientemente Bretón El Pelo de la dehesa, enfrente de las tremebundas trovas románticas, y para contrarrestar su peligrosa influencia, ponía Mesonero Romanos su Manual de Madrid y después sus inimitables Escenas Matritenses.

Las MEMORIAS DE UN SETENTÓN, como ya dejamos dicho, es el lógico y digno coronamiento de las anteriores obras, del Sr. Mesonero, y están tan íntimamente unidas a ellas, que al leerlas nuestros sucesores no podrán figurarse las años que separan a las unas de las otras, ni creer que nosotros hayamos podido leer y releer las primeras sin comprender que faltaba algo para su complemento, como lo ha comprendido su autor cuando, con su último libro, ha hecho surgir ante nosotros el vasto teatro en el cual se desarrollan las escenas de sus inimitables cuadros de costumbres.

RAFAEL LUNA

(La Política.)



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Crítica literaria
por X


Pocas veces se ofrece ocasión a la crítica de someter a su examen, cada día más severo, y dentro de un corto espacio de tiempo, obras tan importantes por el nombre de sus autores y por su propio valer, como las que han visto la luz pública recientemente con los títulos MEMORIAS DE UN SETENTÓN, natural y vecino de Madrid, por D. Ramón de Mesonero Romanos, y El Niño de la Bola, por don Pedro Antonio de Alarcón.

Por hoy hemos de limitarnos a la primera de dichas obras, cuya aparición, revistiendo el carácter de un notable acontecimiento literario, no podía menos de excitar vivamente la curiosidad y llamar en alto grado la atención de todos los que rinden culto a las bellas letras patrias.

Mesonero Romanos, el inimitable Curioso Parlante; el creador en nuestra literatura de un género nuevo, lleno de encanto; el predecesor, y no sucesor, de Fígaro, como equivocadamente han dicho algunos críticos un tanto ligeros; el amenísimo y popular autor de las Escenas Matritenses, vuelve a tomar la pluma con que hiciera las delicias de toda una generación, para evidenciar que, después de un largo silencio, por todos lamentado, conserva,   —280→   a los setenta y seis años, aquella envidiable y por nadie igualada facilidad en la dicción, aquel chispeante y culto gracejo, aquel castizo y elegante lenguaje, aquella profunda aunque humorística observación de los hombres, y de las cosas, que son, pudiéramos decir, las principales condiciones de su inimitable y encantador estilo.

Imposible parece que un escritor que, como él mismo dice con su habitual gracejo, «está en plena posesión de sus quince lustros y de su cruz de San Hermenegildo correspondiente»; imposible parece, repetimos, haya podido escribir con la razón y vigor que campean en todas las páginas de su libro, y que asombra tanto como su prodigiosa memoria.

Su obra, única quizás en su género, tiene, en cuanto a la forma, esa novedad, ese sello característico y propio que ha sabido imprimir a todas las suyas el señor Mesonero Romanos, y de aquí la dificultad para clasificarla exactamente en uno de los géneros literarios.

Aunque participando de la autobiografía, no lo es más que en cuanto se hace absolutamente necesario para la narración, «pues antes bien, huyendo cuidadosamente la modestia del autor del escollo que suelen ofrecer las obras de este género, se ha reservado con exquisito tacto e ingenio el papel de maese Pedro» de la sociedad madrileña en la primera mitad del siglo presente.

Tampoco puede decirse que sean historia sus MEMORIAS en la acepción estricta de la palabra; pues aunque en ellas no hay un solo hecho ni personaje que no aparezca rigorosamente histórico, constituyen en gran parte su fondo cosas que por su poca monta y humildad suele aquella desdeñar, pero que no por esto dejan de ser interesantísimas y aun su preciso complemento y explicación muchas veces; al mismo tiempo por su forma halagüeña   —281→   y humorístico estilo se diferencian en gran manera de la aridez y altisonancia de la historia.

El autor, pues, exhumando aquella sociedad que le sirviera de modelo para sus inimitables Escenas Matritenses, ha escrito una nueva serie de escenas, sólo que estas son de verdad y sus personajes de carne y hueso, acertando a unir en un mismo libro la enseñanza que proporciona la historia con el placer que nace de la lectura de una obra esencialmente literaria. Ocasiones, y no escasas, hay, en que se recuerda al sabio y erudito autor de El Antiguo Madrid, por lo profundo de las observaciones, por lo acertado e imparcial de sus juicios, por su grande y bien aprovechado saber; pero al punto un dicho agudo y socarrón, un humorístico comentario, una animada y sabrosa descripción de personas y de cosas, os trae a la memoria la chispeante pluma del Curioso Parlante, siempre inagotable de gracia y siempre discreta y culta.

Desde aquel memorable día 19 de Marzo de 1808, en que la caída del favorito Godoy inició, puede decirse, el comienzo de una nueva vida para la sociedad española, hasta alcanzar el año en que finalizó la primera mitad del presente siglo, no hay suceso que no analice en sus detalles más desconocidos e interesantes.

El cuadro de la vida íntima en los primeros años del siglo, con su sencillez casi patriarcal, con sus aspiraciones limitadas y tranquilas, con la invariable monotonía de aquella existencia, no turbada apenas por acontecimientos extraños; la pintura de aquella sociedad, que conservaba tan vivo, bajo este aparente letargo y falta de virilidad, el sentimiento de independencia, el amor a sus reyes y el fervor religioso, y que no titubeó fiera y resuelta en lanzarse contra el capitán del siglo; la epopeya, en fin, de la independencia, están escritos con verdadero   —282→   cariño y con una delicadeza de sentimiento tal, con tanta verdad, que no se sabe qué admirar más en ellos, si su brillantez y colorido, o la fidelidad con que reflejan los sentimientos patrióticos que inspiraron aquella heroica lucha.

La entrada de Fernando VII en Madrid el año 1814 y la anulación del régimen parlamentario; el estado material de la capital, las intrigas de la corte, con sus diversas camarillas, nombre que sonó entonces por vez primera; el progreso del teatro, que se iniciaba ya con el insigne Isidoro Máiquez, y el espectáculo repugnante de la persecución absolutista, dan ocasión al autor para retratar aquella sociedad, que, acabada apenas la guerra que por defender su independencia había sostenido, se empeñaba en una nueva lucha, sólo que ahora civil y fanática, en defensa de dos principios opuestos; lucha que aún en estos últimos tiempos hemos visto reproducida en nuestra desgraciada patria. La revolución, con el espectáculo de un pueblo por demás confiado y entusiasta, que se entregaba a las manifestaciones de su exaltada alegría y a su necesidad de desquitarse de tantos años de forzoso silencio, en los famosos clubs de Lorencini, La Fontana de Oro y La gran Cruz de Malta; el período constitucional de los tres llamados años; el sitio de Cádiz y el restablecimiento del absolutismo, proporcionan al autor motivo de hacer, con aquella imparcialidad y amenísima forma que campean en todo el libro, un acabado retrato, una descripción viva y palpitante de aquella generación entusiasta, ignorante y generosa, de aquella época, en fin, en la cual, como dice el Sr. Mesonero Romanos, «si se sabía mucho menos, se sentía mucho más».

La década calomardina y el glorioso renacimiento literario que, tuvo por cuna el famoso café del teatro del   —283→   Príncipe, que mereció ser llamado El Parnasillo, renacimiento que llegó luego a su esplendor con la fundación del Ateneo y del Liceo, a que tanto contribuyó el señor Mesonero Romanos, y la influencia bienhechora que en la marcha política imprimió la reina Cristina, y el adelanto que resultó en la cultura social, constituyen una de las partes más interesantes de sus MEMORIAS.

Dejando ya decididamente la política con la muerte de Fernando VII, pasa el autor a ocuparse de la administración emprendedora y fecunda para Madrid del Corregidor Pontejos, concluyendo las MEMORIAS con un capítulo titulado La Carga concejil, en que se hace la historia del progreso material de la capital en el quinquenio de 1845 a 50, progreso que se realizó siguiendo paso a paso el Proyecto de mejoras generales que el Sr. Mesonero Romanos presentó a la corporación municipal, de que formaba parte. En este capítulo, y aunque su natural modestia de toda la vida procura evitarlo, se ponen de manifiesto los muchos motivos de agradecimiento que el pueblo de Madrid tiene hacia el Sr. Mesonero Romanos, que, no contento con haber dedicado su esclarecida pluma a la pintura de las costumbres madrileñas y a la historia y descripción de la villa del oso y del madroño, ha empleado su talento práctico y su estudio y su espíritu observador en procurar el bienestar material de sus paisanos.

Tal es el desarrollo que ha seguido en sus MEMORIAS DE UN SETENTÓN el Sr. Mesonero Romanos, que ahora, mejo aún que cuando lo dijo Fígaro, puede asegurarse que ha sacado la mascarilla de aquella sociedad próxima entonces a desaparecer, y hoy ya, con la vertiginosa rapidez de los tiempos, casi legendaria. Nada diremos del valor literario de una obra en que hay cuadros o capítulos que, como los titulados El Dos de Mayo, La Ocupación francesa   —284→   y El Hambre de Madrid, asombran por la intensidad y vigor de la entonación, y por la verdad con que reflejan lo angustioso y siniestro de aquellos terribles días; y otros, como el Regreso de Fernando VII, Madrid y los madrileños, La Revolución, El Sitio de Cádiz, Usos, trajes y costumbres de la sociedad madrileña en 1826, El Parnasillo, y el titulado Un Pronunciamiento andaluz, exuberantes de gracia, llenos de sal ática, saturados de la fina y delicada sátira del Curioso Parlante.

Resumiendo: LAS MEMORIAS DE UN SETENTÓN, por las numerosas e interesantes noticias que contiene, muchas de ellas desconocidas para todos, no sólo es una preciosa obra literaria y un libro de consulta, sino que merece ser considerado como la historia política, artística, literaria, administrativa y social de la sociedad madrileña en la primera mitad del siglo.

La publicación de las MEMORIAS ha sido una feliz inspiración del Sr. Mesonero Romanos, por las especiales condiciones que en él se reúnen y que le hacían el único capaz de realizar tamaña empresa; pues si por una parte su constante e íntima relación con casi todos los principales personajes políticos y literarios, que figuran en sus MEMORIAS, y su espíritu observador y condiciones literarias garantizaban el interés y la bondad de su obra, su absoluto y sin igual alejamiento de la política y del presupuesto toda su vida, le colocaban en una situación, cual pocas, independiente, que permitía a sus juicios esa franqueza e imparcialidad que tanto valor dan a las obras históricas.

Reciba, pues, El Curioso Tacente, como se firma él mismo al concluir su obra, nuestra entusiasta enhorabuena, y saliendo, en bien de la patria literatura, de su imperdonable y ahora menos justificado silencio, láncese a conquistar   —285→   nuevos laureles que unir a los ya ganados con su popular y glorioso nombre de El Curioso Parlante.

X106

El Comercio (Valencia).





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ArribaAbajo[Cartas]

Además de este torneo periodístico con que los más cumplidos adalides de la Prensa se sirvieron agasajar al veterano compañero y a sus MEMORIAS casi de ULTRATUMBA, tuve también, la indecible satisfacción de recibir multitud de cordiales, encarecidas, y hasta entusiastas misivas de las principales eminencias de la política y de las letras, que quisieron darme con ellas una prueba ostensible de su cariño y simpatías. He aquí algunas de dichas cartas, que me complazco en reproducir, no por orgullo, sino por consignar mi agradecimiento a sus ilustres firmantes.

EMBAJADA DE ESPAÑA EN FRANCIA.

20 Febrero 1880.

Sr. D. Ramón de Mesonero Romanos: Gracias, mil gracias, mi siempre querido amigo y compañero, por los muchos buenos ratos que me ha dado EL SETENTÓN con sus Memorias... Pero ahora pienso: ¿son, en efecto, buenos ratos, cuando, arrasados casi en lágrimas los ojos, y fijos en las verídicas y elocuentes páginas, parece que se interponían entre ellas y yo tantas imágenes queridas?... Cuando volvía sobre mí mismo la mente y me veía solo... porque todo ha desaparecido, amigos, reuniones, tendencias, pasión, lenguaje... todo... ¿Es esto un buen rato?

Me lo he preguntado cien veces, y no hallo más respuesta   —288→   que volver a leer otras tantas su encantadora narración, tan amena y lozana como la del Curioso Parlante, tan profunda y maliciosa como la de aquel amigo joven que vivía en 1836, en la calle Angosta de San Bernardo. Gracias, pues, gracias.

Y en prueba del interés con que lo he leído, ha de permitirme le envíe, como quien dice, unas notas personales, que pudiera yo escribir al margen, si no venerara como una joya su precioso volumen, digo mal como una joya, es casi para mí una reliquia.

Y es que mi vida y mi persona están más referidas en ese libro de lo que V. mismo piensa, y eso que su amistad no ha escaseado ocasiones de honrar mi humildísimo nombre.

MARIANO ROCA DE TOGORES.

(Las abundosas observaciones que llenaban esta extensa carta son tan interesantes, que me han determinado a consignarlas por notas en esta edición de la obra y en sus sitios correspondientes.)

PRESIDENCIA DEL CONSEJO DE MINISTROS.-
PARTICULAR

Excmo. Sr. D. Ramón de Mesonero Romanos. Mi distinguido, amigo y compañero: Hace muchos, muchos años que tuve el gusto de conocerle a V., llevándole, con recomendación de mi tío El Solitario, uno de mis primeros ensayos literarios, para que me diera sobre él su opinión, y no he olvidado nunca la bondad con que recibió y aconsejó entonces   —289→   al modesto estudiante que hoy alcanza el honor de que le dirija V. en tan lisonjeros términos su último libro. Tengo, pues, hacia V. antigua estimación personal, además de la que sus obras merecen a todos sus contemporáneos, y sólo mis incesantes ocupaciones han podido retardar esta respuesta a su amable dedicatoria y aun a la carta en que me la recuerda. Soy, por otra parte, lector de conciencia; y aunque había ya buscado y saboreado su trabajo, en parte al menos, en La Ilustración Española, no quería escribirle sin poderle decir con toda verdad que había leído las MEMORIAS DE UN SETENTÓN desde la primera a la última página. Las mañanas de los pasados días de Carnaval, en que he descansado algo de mis tareas, me han permitido al fin ese placer, que ingenua y sinceramente digo a V. ha sido de los mayores que me hayan hasta aquí proporcionado los libros. Es deliciosa, verdaderamente deliciosa, la lectura del que corona su fecunda y gloriosa carrera literaria, y uno de los mejores documentos que tendrá a mano la posteridad para descifrar la historia de la primera mitad del presente siglo. Más quisiera extenderme aún, mi respetable, antiguo y buen amigo, diciéndole todo lo que pienso de corazón sobre el libro y sobre V. mismo; pero, aun siendo domingo y todo, tiene que despedirse de V. precipitadamente para atender a otras obligaciones su sincero admirador y afectísimo amigo, Q. B. S. M.,

A. CÁNOVAS DEL CASTILLO.

Domingo, 15.

  —290→  

Madrid, 20 de Febrero de 1880.

Excmo. Sr. D. Ramón de Romanos

Muy señor mío, amigo y colega: Perdóneme si mis muchas ocupaciones me han impedido satisfacer a tiempo mi deuda de gratitud y decirle con mayor presteza cuánto me ha complacido y admirado su libro. Poco idóneos los españoles para este género de literatura, en el cual descuellan los franceses, ha vencido V. una dificultad que parecía invencible y mostrado la universalidad de nuestro ingenio. Los tiempos que V. describe, en los cuales una generación de gigantes salvó la independencia y fundó la libertad, tienen por sí mismos el interés de la epopeya y su magnitud. Tomados en el espejo de una vida individual, referidos en sus minuciosidades más microscópicas, contados con la difícil naturalidad de su encantadora narración, sin perder su grandeza nativa, aumentan en movimiento e interés dramático. Hay dos especies de capítulos, que me han llegado hasta el fondo del alma, por haberlos oído referir, con menos literatura e ingenio, pero con tanta verdad, a mi abuela y a mi madre. Me refiero a los capítulos que cuentan los horrores de la invasión extranjera y a los capítulos que cuentan las infamias de la reacción absolutista. Crea V. que ningún español y ningún liberal podrá leerlos en su preciosa obra sin que le salte el corazón en el pecho y le asomen las lágrimas a los ojos. Le felicita de todo corazón su admirador y amigo,

EMILIO CASTELAR.

  —291→  

Excmo. Sr. D. RAMÓN DE MESONERO ROMANOS.

Madrid, 5 de Enero de 1880.

Mi ilustre y venerable amigo: Perdóneme V. si antes no le he escrito por el valioso recuerdo que le debo y que he agradecido con toda el alma; pero, como habrá usted visto por los periódicos, caí enfermo en cama precisamente el mismo día en que recibí su hermoso e interesante libro. ¡Con qué placer tan íntimo he saboreado las animadas páginas de su obra, que nos trasporta a épocas relativamente lejanas, si se tiene en cuenta la rapidez vertiginosa con que marcha el mundo en nuestro siglo! Usted nos hace conocer los hombres y las cosas de un período histórico durante el cual recibió su más poderoso impulso el movimiento de trasformación que desde entonces está operándose en España. ¡Con qué sinceridad, con qué culto gracejo, con qué envidiable frescura de entendimiento y de memoria nos traza V. el cuadro de aquella España que despierta entre el fragor de la invasión francesa para emprender con ardor, no siempre prudente, pero sí generoso, su marcha por el camino de la civilización, en donde tan rezagada se había quedado! ¡Con qué profundo conocimiento de los hechos, de los hombres y de las costumbres presenta V. a nuestra vista aquella brillante generación de 1830, en que V. ocupa lugar tan distinguido! Mil y mil gracias, querido amigo y maestro en el buen decir, por los gratísimos ratos que me ha hecho pasar con su último libro, que es y será a la vez obra de recreo y de consulta, y que acrecienta el cariño, el respeto, la admiración que le tiene su verdadero amigo y S. S., Q. S. M. B.,

GASPAR NÚÑEZ DE ARCE.

  —292→  

CONGRESO DE LOS DIPUTADOS.-PRESIDENCIA
PARTICULAR

Excmo. Sr. D. Ramón de Mesonero Romanos: Muy señor mío y estimado amigo: Hasta hoy no he dado a usted las gracias por el ejemplar de las MEMORIAS DE UN SETENTÓN que ha tenido V. la bondad de remitirme por conducto de nuestro común amigo el Vizconde de Campo Grande, porque antes de hacerlo quería leer un libro que de antemano sabía, conociendo a su autor, que tenía que estar, como lo está, lleno de interés.

En este momento acabo de devorarlo, y tengo que dar a V. dobles gracias muy expresivas: 1.º, por la bondad de su recuerdo; 2.º, por la amenísima lectura que me ha proporcionado y que con sentimiento he visto terminarse tan pronto.

En este país, donde tan pocas Memorias históricas se publican, todo el que las escribe presta un verdadero servicio, porque sobre ser el complemento utilísimo y casi indispensable de la Historia, y casi siempre preceden o deben preceder a esta en cuanto se refiere a la relación de sucesos modernos, prestan el inmenso servicio de dar a conocer épocas casi desconocidas a aquellos que no las han alcanzado. En este sentido presta V. a las generaciones que nacen a la vida pública un gran servicio, envuelto en bellísima forma literaria, y sembrado, gracias a su prodigiosa memoria, que me maravilla, de preciosos recuerdos y noticias que, si no fuera por V., quizá serían perdidas para la Historia.

Permítame V., mi querido amigo, que el último de los lectores de su precioso libro le felicite cordialmente, renovándole   —293→   la seguridad de su consideración y asidua amistad de su afectísimo S. S. Q. B. S. M.,

C. EL CONDE DE TORENO.

Febrero 5 de 1880.

Excmo. Sr. D. Ramón de Mesonero Romanos. Mi respetable y querido amigo: Por el que lo es de ambos, D. José Santa María, he recibido su precioso libro MEMORIAS DE UN SETENTÓN, y por él le doy no sólo gracias muy sinceras y cordiales, sino cumplida enhorabuena por el monumento que lega a las generaciones sucesivas, de historia, de política, de administración, y sobre todo, de buen decir.

Si el libro no llevase el título que V. le ha puesto, todos creerían que su autor era un hombre de experiencia, pero de muy corta vida. Tal es la valentía e ilación de lo escrito, que nadie ve al setentón, sino al hombre florido que un día se llamaba Curioso Parlante.

Reciba V. mi entusiasta felicitación, y Dios le conserve en buena salud, tanto como lo desea para sí su siempre admirador y amigo, Q. B. S. M.,

MANUEL M. J. DE GALDO107.

  —294→  

Excmo. Sr. D. Ramón de Mesonero y Romanos: Muy señor mío y distinguido amigo: Recibí con suma gratitud el ejemplar que me ha remitido de su último libro MEMORIAS DE UN SETENTÓN: después de haberlo leído, nada puedo añadir a lo que V. se merece por su esclarecido talento y la verdad con que trata asuntos tan delicados, que yo admiro; y aunque retirado en mi casa, porque ya V. sabe no estoy bueno del todo, he recordado con sumo placer mis antiguas glorias leyendo su magnífica obra, que me ha hecho pasar muy buenos ratos, asegurándole, a fuer de antiguo amigo, que la encuentro superior a todo elogio. Así, pues, reciba, V. mi más que cordial enhorabuena, y cuente   —295→   siempre con la antigua amistad de su antiguo y viejo amigo, Q. B. S. M.,

A. BENAVIDES.

Después de estas y otras muchas cartas de las notabilidades políticas y literarias, como los señores Hartzenbusch, Alarcón, Rubí, Zorrilla, Pérez Galdós, Pereda, etc., que por sus términos entusiastas no me atrevo a reproducir, lo haré sólo de la expresiva y bondadosa comunicación que una comisión del Ayuntamiento, presidida por el Alcalde, se sirvió poner en mis manos. Hela aquí:

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SECCIÓN PRIMERA.-GOBIERNO INTERIOR

Excmo. Señor: El Excmo. Ayuntamiento Constitucional de esta villa, en la sesión celebrada el día 5 de Abril último, se ha enterado con satisfacción del atento oficio de V. E., fecha 27 del mes anterior, ofreciéndole un ejemplar de la última obra que ha escrito, titulada MEMORIAS DE UN SETENTÓN, natural y vecino de Madrid, acordando por unanimidad hacer constar en sus libros de actas el agradecimiento de los representantes del pueblo de Madrid por esta nueva prueba de deferencia y cariño que le dedica uno de sus más ilustres y esclarecidos hijos, que tantos y tan señalados servicios le ha prestado, dedicándole siempre sus trabajos y desvelos; y que una Comisión de su seno, compuesta del Excmo. Sr. Alcalde Presidente, del Sr. D. Eduardo de Garamendi y del Excmo. Sr. don Rafael Cervera, hiciera presente a V. E., en su casa habitación, estos mismos sentimientos, y le transmitiera el sincero testimonio de su entusiasmo y admiración profunda.

Lo que, en cumplimiento de lo acordado, tengo la señalada honra de participar a V. E. para su conocimiento y consiguientes efectos.

Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid, 14 de Mayo de 1880.

MARQUÉS DE TORNEROS.

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DOÑA MARÍA SALOMÉ ICHASO Y MATEO
Esposa de Mesonero Romanos. -Fallecida en 1894.





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Arriba Homenajes póstumos y recuerdos íntimos

El día 30 de Abril de 1882, tras de brevísima enfermedad, falleció mi idolatrado padre, siendo trasladado su cadáver al cementerio de San Isidro, a las cinco de la tarde del 1.º de Mayo, y formando el triste acompañamiento comisiones del Ayuntamiento de Madrid y de la Academia Española, con el poeta Zorrilla entre ellos y, por la familia, mi padre político D. Eugenio Barrón, que a los cinco días iba a ser sepultado, a cuatro pasos de distancia, en la misma fila 3.ª del patio de Santa María de la Cabeza (sarcófagos núms. 29 y 32).

El día 2 de Mayo, a la hora en que se efectuaba el desfile de las tropas, era enterrado el cadáver del madrileño que, al considerarse como una de las víctimas de aquel día, efecto del golpe que se produjo al asomarse al balcón, movido por la curiosidad de un niño de cinco años, no podía presumir que, al cabo de setenta y siete, iba a ser enterrado en tan clásico día.

  —298→  

En los cinco años siguientes, o sean desde el de 1883 a 1887, tuve la honra de asistir a las solemnidades siguientes: -En la noche del 30 de Abril del 83, velada en el Ateneo, bajo la presidencia del Sr. Pedregal, con hermosísimo discurso del entonces casi adolescente D. José Canalejas y Méndez y lectura de algunos capítulos de las «Escenas Matritenses», por Manuel del Palacio, Carlos Fernández-Shaw, y por el que esto escribe. -Año 1884. Sociedad «Madrid-Club», fundada por Ducazcal; discurso encomiástico de D. Manuel María de Galdo, y lecturas por Dicenta, Javier Santero, el actor Antonio Riquelme y Moreno de la Tejera. En el año 85, colocación por la mañana de la placa dando su nombre a la antigua calle del Olivo, y por la tarde, de la lápida y busto en esta casa de la plaza de Bilbao, donde murió.

¡Aún me parece estar viendo la reunión presidida, en la sala, por mi madre y por mis hermanos Manuel y Santiago, difuntos todos, así como mi esposa, sobreviviendo sólo de la familia mi hermana Mercedes y yo! -Allí, los académicos de la Española Condes de Cheste y de Casa-Valencia, Rodríguez Rubí, Núñez de Arce, Pereda, Balaguer, Feliu y Codina; literatos y periodistas: Vidart, Ossorio y Bernard, Guillén Buzarán; representación del Ayuntamiento y el escultor Gandarias, autor de la lápida.

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LÁPIDA EN LA CASA DE LA PLAZA DE BILBAO, NÚM. 6, EN QUE VIVIÓ Y MURIÓ MESONERO ROMANOS
Obra del escultor Gandarias.

Por la noche, velada en la Asociación de Escritores y Artistas, presidida por don Emilio Arrieta y actuando de lectores Vidart, Carlos Ochoa,   —299→   Carlos Cuenca, Ossorio y Bernard, Ricardo de la Vega, la poetisa Josefina Ugarte y Castillo y Soriano. -En la «Unión Ibero-Americana», el año 86, Cancio Villaamil, el doctor Moreno Pozo, Hidalgo de Movellán y Balbín de Unquera, y finalmente, en el 87, en la «Sociedad Económica-Matritense» D. Manuel Llano y Persi, Frontaura, Olmedilla y Puig y Foronda.

Para conmemorar el centenario del nacimiento, costeó el Ayuntamiento unas exequias en la iglesia del Sacramento el año 1903; y por último, el 27 de Diciembre de 1914, se descubrió en el paseo de Recoletos el monumento, obra del ilustre escultor don Miguel Blay, con asistencia de Su Alteza la infanta doña Isabel, en representación de S. M. el Rey; de toda la familia del conmemorado, incluso su biznieto Ángel; el Obispo de Madrid-Alcalá, Sr. Salvador; el actual Conde de Lizárraga, Gobernador de la provincia; el Alcalde D. Carlos Prast; los ex alcaldes Conde de Peñalver y Rodríguez San Pedro y representantes de todas las Academias y de la Caja de Ahorros.

Pronunciaron muy sentidas palabras, en dicho acto, el Alcalde, el D. José Francos Rodríguez, Rodríguez Marín, Cotarelo y Casero, que leyó unas cuartillas de Pérez Galdós, y dando término a la ceremonia unas cuantas frases mías de gratitud que, ahora, me complazco en recordar y repetir,

Termino este epílogo de impresiones íntimas, consignando la eficaz cooperación que mi hijo mayor   —300→   Luis, ahijado precisamente de mi padre, me ha prestado en la actual edición, así como la empresa, «Renacimiento».

FRANCISCO MESONERO ROMANOS.

Noviembre 1926.

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INAUGURACIÓN DEL MONUMENTO ERIGIDO EN EL PASEO DE RECOLETOS, 27 DE DICIEMBRE DE 1914
Obra del escultor Blay.


 
 
FIN DEL TOMO II