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ArribaAbajoEl sombrerito y la mantilla

Los autores extranjeros, que han hablado tanto y tan desatinadamente acerca de nuestras costumbres, al describir el aspecto de nuestros paseos y concurrencias han repetido que la capa oscura en los hombres, y el vestido negro y la mantilla en las mujeres, presta en España a las reuniones públicas un aspecto sombrío y monótono, insoportable a su vista, acostumbrada a mayor variedad y colorido.

Hasta cierto punto, preciso será darles la razón, y acaso ésta es una de las pocas observaciones exactas que acerca de nosotros han hecho. Y decimos hasta cierto punto, porque el más preocupado con esta idea no dejaría de sorprenderse al ver la notable revolución que de pocos años a esta parte ha verificado la moda en el atavío de damas y galanes españoles. El Prado de hoy no es ya ni por asomo el Prado de 1808, ni aun el de 1832; ¡tales y tan variados son los matices que han venido a modificar su fisonomía! Con efecto; no es ya la uniformidad el carácter distintivo de aquel paseo; las leyes de la moda, encerradas antiguamente en ciertos límites, dejan ya más vuelo, más movimiento a la fantasía; en esto como en otras cosas se observa el espíritu innovador del siglo, y ante su influencia terrible, que hace ceder las leyes y los usos más graves apoyados en una respetable antigüedad, ¿cómo podría oponer resistencia la débil moda, variable de suyo y resbaladiza? Es sin duda por esta razón por la que, convencida de su impotencia, ha abdicado su imperio, resignándolo en otra deidad menos rígida: es, a saber, el capricho.

Desde que este último ensanchó los límites del imperio de la moda, nada hay estable, nada positivo en ella; huyeron los preceptos dictados a la fantasía; cada cual pudo crearlos a su antojo, y el buen gusto y la economía ganaron notablemente en ello. De aquí nace esa variedad verdaderamente halagüeña en trajes y adornos; el vestido dejó de ser ya un hábito de ordenanza, una obligación social; en el día es más bien una idea animada, una expresión del buen gusto, y hasta del carácter de la persona que le lleva. No es esto pretender erigir en principio la sabia aplicación de los colores a las pasiones; hartos estamos ya de celos azulados y de verdes esperanzas; pero en la combinación de todos ellos, en el dibujo, en el corte del vestido, ¿quién no reconoce aquella expresión del alma, aquella parte animada que podremos llamar la poesía del traje? Y siendo éste libre, como lo es en el día, ¿por qué hemos de dudar que tenga cierta analogía con las inclinaciones de la persona? Así los anchos pliegues, las mangas perdidas, los ajustados ceñidores, serán adoptados con preferencia por las damas altisonantes y heroicas; la sencillez de la inocencia escogerá el color blanco, las gasas y las flores; la coquetería, las plumas; el orgullo, los diamantes, y la frivolidad y tontería... ¿pero qué escogerá la tontería, que luego no se dé a conocer?

Semejante observación no podía tener en lo antiguo exactitud pues, como queda dicho, la voz de la moda avasallaba todas las inclinaciones, hacía callar todas las voluntades. Arrastrados a su terrible carro veíanse correr hombres y mujeres, jóvenes y viejos, grandes y pequeños; la figura raquítica y la colosal se doblegaban bajo las mismas formas; la morena tez se ataviaba con los mismos colores que la blanca; la esbeltez del cuerpo sufría los pliegues que plugo darle a la obesidad; el hermoso cuello gemía bajo el yugo que disimulaba el feo; y la rubia cabellera usaba los mismos lazos que tan bien decían a la del color de ébano...

¿Qué significaba entonces el vestido relativamente a la persona que le llevaba? ¿Qué quería decir una joven fría y sin gracia vestida de andaluza? ¿qué una desenfadada malagueña cubriendo los zapatos con la guarnición de su vestido? Nada, absolutamente nada, sólo que era moda; que la modista y el sastre lo querían; el traje no era más que la expresión: el sastre, la idea.

¡Qué diferencia ahora! El albedrío es libre en la elección; el refinamiento de la industria ofrece tan portentosa variedad en las telas y en las formas, que sería ridículo hasta el pretender reducirlas a precepto. Sin negar las debidas aplicaciones, el color negro no tiene ya, respecto al gusto preferencia alguna sobre los demás; la seda sobre el hilo; el bordado sobre el dibujo. Recórranse, si no, esos surtidos almacenes, obsérvese ese Prado, y díctense después reglas fijas e invariables: telas de todos los colores y dibujos, trajes de todos los tiempos y naciones, han sustituido a la inveterada capa masculina, a la antigua basquiña femenil, y en variedad hemos ganado cuanto perdido en nacionalidad o españolismo.

Una de las innovaciones más graves de estos últimos tiempos es sin duda la sustitución del sombrerillo extranjero en vez de la mantilla, que en todos tiempos ha dado celebridad a nuestras damas. En varias ocasiones se ha procurado introducir esta costumbre; pero el crédito de nuestras mantillas ha ofrecido siempre una insuperable barrera. -El sombrero era un adorne, puramente de corte: como los uniformes y las grandes cruces, imprimía carácter; no hace muchos meses que una señora de gorro era equivalente a una señora de coche; y si tal vez se atrevía a pasear indiscretamente el uno sin el otro por las calles de Madrid, corría peligro de verse acompañada por la turba muchachil y chilladora. Únicamente saliendo al campo por temporada, la esposa del rico comerciante o la hija del propietario osaban aspirar al adorno de la aristocracia, al sombrero; y eso, para lucirlo en las eras de Carabanchel o en los baños de Sacedón. -Hoy es otra cosa; la mantilla ha cedido el terreno, y el sombrerillo, progresando de día en día, ha llevado las cosas al extremo que es ya miserable la modista que no logra envanecerse con él.

¿Hemos ganado hemos perdido en el cambio? Hay quien dice que presta gracia al semblante, y quien supone que oculta lo mejor de él; quien sostiene que las bonitas están más bonitas, y quien asegura que las feas están más feas; quien cree que es moda de niñas, y otros que la acomodan a las viejas; los maridos la encuentran cara; las mujeres sostienen que es económica, unos piensan que es moda de invierno; las madrileñas la han adoptado en verano; cuáles están por las flores, cuáles por la paja; éstas, por el terciopelo; aquéllas, por el raso. ¡Terrible extenuativa; profunda y dificilísima cuestión!

Todas estas reflexiones y otras muchas más se habían agolpado a mi imaginación a consecuencia de un suceso que acababa de presenciar; y como el corto espacio no me permite explayarme, limitareme a indicar lo más sustancial de él.

Días pasados tuve que ir a visitar la familia de mi amigo D... (pero el nombre no es del caso, pues que por ahora no ha de salir a la escena). La antigüedad de mis relaciones de amistad con aquella familia, y la franqueza de mi carácter, me hacen ser un consultor nato de la casa, reducida al matrimonio respetable, y a una hija única que frisa en los diez y nueve abriles, y a quien por legítimo derecho vienen a parar los 4000 pesos de renta que posee el papá, lo cual presta a sus lindas facciones nueva perfección y rosicler.

La ocasión era solemne, y como consejero áulico fui llamado para conferenciar en familia. Un cierto joven caballero, primo de la niña, y por consiguiente sobrino de su tío, acababa de llegar aquella mañana de vuelta de sus largos viajes, emprendidos después que dejó el colegio de Blois y la Escuela Politécnica de París. Este primo, pues, regresaba a su patria a los veinte y seis años, habiendo pasado fuera de ella los quince últimos; era elegante e instruido, bella figura, considerable caudal; con que no hay que decir si el partido era ventajoso para una prima que podía ofrecerle cuando menos iguales cualidades. Así lo debió sin duda pensar el papá, y al efecto nada perdonó hasta conseguir traerlo a Madrid y a su misma casa. ¡Amor de padre!

Pocas horas hacía que el extranjerísimo viajero había llegado, cuando yo entré en la casa; aquél se había retirado a descansar, y las damas, madre o hija, se hallaban regañando a la sazón con una modista sobre el corte de ciertos vestidos y sombreros que traía a prueba; apenas hicieron alto en mí; de manera que mientras duraba aquella polémica, tuve tiempo de ponerme al corriente de la sostenida por nuestros periódicos; por ahí puede calcularse lo que duraría la tal sesión; pero de toda ella sólo pude venir en conocimiento de la importancia que daban al atavío con que pretendían deslumbrar al elegante viajero.

No entraré en detalles sobre los demás diálogos y escenas que mediaron con éste luego que nos sentamos a la mesa, ni sobre su cortesía y atención con las damas; atención que respecto a Serafina (que así se llama la criatura), tenía todo el carácter de la más fina galantería.

-¡Es encantadora! -me decía por lo bajo-; pero lo que más me sorprende es que me parece una de nuestras bellezas parisienses; la misma expresión, los mismos modales, el mismo metal de voz... ¡Y temía yo tanto no encontrar una española que me gustase!

-Sin embargo -le contestaba yo-, no hay que desanimarse, amiguito; acaso no será la última.

Era ya la hora del paseo, y nuestras damas nos hicieron avisar de que estaban dispuestas a salir. Dejáronse, pues, ver en todo el lleno de su atavío, y es preciso confesar que no habían tenido razón para reñir a la modista; el mayor gusto y elegancia habían dirigido su hábil tijera: rasos lisos y floreados, blondas exquisitas, bordados y pedrerías, nada se había economizado en aquel momento; pero sobre todo me llamó la atención el gracioso sombrerillo de la niña, que oponía la elegante sencillez de sus flores y espiguillas al complicado laberinto de plumas y cintas del de la mamá.

El amigo estaba satisfecho; las señoras también; yo igualmente; con que todos lo estábamos. En esta conformidad nos íbamos a dirigir al Prado, cuando acertaron a llamar a la puerta. Ábrese ésta, y aparece Paquita, la prima de Serafina, que, con su papá y hermanos, venía a saludar al recién venido (también su pariente), y a convidarle a la función de toros de aquella tarde... ¡Ah!,... se me había olvidado que era lunes y que había función de toros.

Rico y elegante zapatito de raso, encerrando sin dificultad el breve pie; delgadísima media delicadamente calada; redondo y bien cortado vestido, guarnecido por todo su vuelo de brillante y móvil fleco y cordonadura; un ajustado corpiñito abrazando una cintura esbelta y delicada, y adornado de la misma guarnición en los hombros y bocamangas; un pañolito al cuello recogido con sendas sortijas sobre cada hombrillo, y correspondiendo por su color con la rosa de la cabeza; y una mantilla, en fin, de blonda blanca, cruzada con garboso brío sobre el pecho, dejaban contemplar desembarazadamente un cuerpo digno de las orillas del Betis, un semblante de diez y siete a diez y ocho, unas facciones picantemente combinadas, una tez de un moreno suave, y un par de ojos árabes, en fin, que no hubieran figurado mal en el paraíso de Mahoma.

Tal era la nueva interlocutora que se presentaba en aquel momento en nuestro cuadro; y si era temible y digna de figurar en primer término, dígalo el enmudecimiento general que ocasionó, y más que todo, el asombro y distracción que se leían en el semblante del recién venido.

Cambió la escena: la cortés galantería de aquél se trocó en indecisión y aturdimiento; la satisfacción de Serafina y su madre, en temor y aire receloso, y solamente yo ganaba en el cambio, porque amagado, como lo estaba, de haber de dar conversación toda la tarde a la mamá, sospeché desde luego que tendría que hacer los mismos oficios con la hija. -Y por cierto no me equivoqué; ni durante el camino, ni mientras la función, ni al tiempo del regreso fue posible tornar en sí al preocupado caballero, ni hacerle recuperar, respecto de las damas de casa, el lugar que ocupaba por la mañana; de suerte que era preciso, ser un poco conocedor para no anticipar el resultado de aquel negocio.

Mi curiosidad natural me llevó a la mañanita siguiente a explorar la disposición de los ánimos; y aunque no dejé de observar alguna nubecilla, resto de la pasada escena, encontré algún tanto restablecida la armonía, y al caballero en disposición de acompañar a las damas a su paseo matutino por las calles de la capital. No lo extrañé a la verdad, porque el aspecto de Serafina en tal momento era capaz de fijar a más de un inconstante. Su ligero y blanquísimo vestido de muselina, sin más adorno que la sencilla esclavinita sobre los hombros; un gracioso nudo a la garganta, y un sombrerillo de paja de Italia en la cabeza, la hacían parecer tal a mi vista, que si fuera Chateaubriand no dudaría en compararla a la virgen de los primeros amores.

Mas... ¡oh fuerza del sino, o más bien sea dicho, de las femeniles combinaciones! La segunda prima, que sin duda se creía más adecuada para el carácter de prima que para el de segunda, vuelve a aparecer de repente.

Su traje era un sencillo hábito negro, más fino por cierto que el que podrían usar las vírgenes del Carmelo, pero con el escudo distintivo en una de las mangas; un ajustado ceñidor de charol desprendiéndose hasta el pie; una mantilla de rico tafetán, cuya elegante guarnición servía de dosel a la cintura; el pelo recogido tras de la oreja; y una cara... la propia cara, en fin, expresiva y revolucionaria de la tarde anterior.

Queda dicho: las mismas causas producen siempre los mismos efectos: el caballero volvió a aturdirse; las damas a anublarse, yo a cuidar de la amable Serafina, y cuando a la vuelta del paseo pude tener mi explicación con el galán, llegué a conocer que el mal no tenía remedio; que la más profunda e irresistible impresión era a favor de Paquita; y argumentándole como buen amigo, en favor de las gracias de su prima, concluyó con decirme que las reconocía, que hubiera podido resistir a los encantos naturales de su rival, pero que le era imposible, absolutamente imposible triunfar de su mantilla.

(Setiembre de 1835)




ArribaAbajoA prima noche

Fama es general, y aun pudiera decirse fundada, la que atribuye a los españoles la generosidad como una de las bases distintivas de su carácter. Generosos somos en efecto, en el sentido más lato de esta palabra; generosos y aun pródigos en los gastos necesarios y supérfluos: dígalo nuestra deuda nacional, nuestras oficinas, nuestros palacios, iglesias y monumentos. Pródigos también somos en las hipérboles y demás figuras retóricas, y de ello podrían dar testimonio los entusiastas historiadores, los encomiásticos poetas, y tantas alocuciones, exposiciones y manifestaciones como vemos diariamente, y que pudieran, recogidas con cuidado, servir de formulario general y completo de proclamas para todos los países del globo.

Pero en medio de nuestra prodigalidad, de nada somos tan pródigos como del tiempo, y nada en efecto sabemos desperdiciar con más garbo y bizarría.

Las naciones industriosas han considerado el tiempo como el más precioso de los capitales. Nosotros, generalmente hablando, le consumimos como réditos de nuestra existencia. La frase espafiola de hacer tiempo, equivale a perderle, en cualquiera lengua, y un ligero paseo por nuestra capital (adonde la cortedad de nuestra vista nos limita) probaría mucho más que todos los discursos aquí estampados.

¿Qué hace, v. gr., esa turba parásita de plantones fijos en la Puerta del Sol, interrumpiendo el paso de los transeúntes, aprendiendo de memoria los carteles, mirando al reloj u oyendo cantar a un ciego? -Está haciendo tiempo para pasar a otro lado a ocuparse en trabajos semejantes.

¿Qué espera aquel almibarado petimetre, dije habitual de una elegante tienda de la calle de la Montera, parte integrante de su aparador, emblema de su muestra, y fiel contralor de sus operaciones mercantiles? ¿Muévele algún interés en éstas, o el deseo de hacer observaciones económicas o morales? Nada menos que eso: está haciendo tiempo para que un marido vaya a la oficina, y correr aconsolar a la esposa, que le espera haciendo tiempo al balcón o ensayando al espejo la nueva combinación del prendido.

El esposo, entre tanto, sentado en su silla burocrática, ejercitando su pulso en bravos rasgos y jeroglíficos, recortando en picos el pelo de las plumas, paseando la badila alrededor del brasero para darle la forma piramidal, formando cigarrillos, que ofrece a sus compañeros, y disertando a la ventana, mientras los fuma, sobre la orden de la plaza o sobre la corrida de toros, hace tiempo de que venga el jefe a echar reprimendas al portero, atar y desatar legajos, tirar de la campanilla, y hacer tiempo de que den las dos para tomar el sombrero.

¿Qué espera aquel magistrado hundido en su sillón carmesí, la cabeza sobre el respaldo y los ojos elevados al cielo? ¿Medita sobre la defensa en que el abogado con frases anfibológicas ha hecho una hora de tiempo para martirizar un pensamiento? -Pues no señor, está haciendo tiempo de que el portero, que jugaba a los naipes con los lacayos de S. S., abra con estrépito la mampara diciendo: «Señor, la hora».

¿Qué busca el obrero paseando sus miradas desde el caballete de un tejado, con la piqueta alzada y la otra mano extendida en ademán de comunicar sus órdenes a la cuadrilla? ¿Inventa acaso un corte más ventajoso, una operación más fácil, que le economice tiempo y trabajo? Nada menos que eso: su vista penetrante, salvando tejados y chimeneas, se fija en la torre de la Trinidad, tarareando alegremente el antiguo romance:


    «Medio día era por filo;
Las doce daba el reloj,
Comiendo está con sus grandes
El rey Alfonso en León».

Siente la primera campanada, arroja simultáneamente la piqueta, y desciende por el andamio como aliviado del peso del trabajo, corriendo a reunirse con su cara consorte, que sentada al sol a la puerta de su casa, calle de la Paloma, hace tiempo de que se salga el puchero, o que caiga en la lumbre el chicuelo revoltoso o el gato dormilón.

En ningunos momentos es más perceptible este vacío universal, este dolce far niente (que dijo el Toscano), como en los que constituyen las primeras horas de la noche: no basta a nuestra apática indiferencia el interrumpir indiscretamente el trabajo del día con la solemne operación de la comida a las tres; no es suficiente a nuestro reposo la segunda noche, improvisada en la siesta; ni el paseo de ordenanza hasta que la luz del día llega a extinguirse: es preciso perder aún otro par de horas en un café, o sentados en derredor de una mesa de billar, o corriendo las calles sin dirección, o a la puerta de una tienda de confianza.

Si al cabo estas horas importantísimas, ya que no las ocupáramos en asistir a las academias y liceos, ya que prescindiéramos de todo trabajo mercantil o artístico, fueran empleadas en intimar nuestra sociedad, no aquella sociedad pública y ficticia, disputadora y pedantesca que se encuentra alrededor de un bol de ponche o con el taco en la mano, sino aquella grata franqueza que sólo se halla en el interior de las familias que nos son conocidas; aquella sociedad en que podemos aparecer tal cual somos sin riesgo de comprometernos ni de ofender a los demás; aquella compañía, en fin, amable y sin pretensiones que forma la verdadera amistad, el amor, y los lazos más dulces y duraderos, aun pudiera darse por bien empleado tal solaz.

Burlámonos de nuestros antepasados, porque tocando ligeramente en las botillerías y cafés para sólo el acto de refrescar, se retiraban a sus casas después de anochecer para recibir en ellas a sus amigos verdaderos y pasar algunas horas en sabrosas pláticas o en juegos permitidos. -Es la verdad que en la antigua botillería de Canosa o en la de San Antonio de los Portugueses no encontraban mesas de mármol, ni columnas, ni relieves, ni arañas de cristal, ni espejos, ni aparadores como en nuestros cafés del día; es la verdad que una estrecha mesa y un banco más estrecho aún, un candilón de cuatro pábilos, un vaso de campana y un cestillo de bizcochos eran todo el aliciente que ofrecían aquellas lóbregas salas; pero a la vuelta de esto, las bebidas eran excelentes, la concurrencia era general, y los escasos momentos de permanencia en ellas hacían llevaderas aquellas faltas. No hallaban allí, es cierto, periódicos que leer, políticos con quien disputar, literatos a quien engreír, militares que temer, ni crónica escandalosa que comentar; pero en cambio no ensordecían con el ruido infernal de las disputas; no adquirían losmodales de mal tono; no se acostumbraban a repetir frases indecorosas; no se impregnaban en el pestífero olor del tabaco, y sobre todo, no perdían lastimosamente el tiempo...

-Buenas noches, señor Curioso Parlante.

-Buenas noches, don Pascual.

-¿Qué hace V.?

-Escribir.

-¿A quién?

-Al público.

-Excelente corresponsal, aunque algo sordo; ¿y se puede saber sobre qué?

-Véalo V.

Y le alargué el papel mientras hacía tiempo de que le leyese saboreando un purísimo habano. ¡Ah!... también me sirvió este tiempo para informar a mis lectores de que este interlocutor es aquel mismísimo don Pascual Bailón Corredera, de que ya tienen conocimiento, si han leído mis anteriores artículos de los Cómicos en Cuaresma y la Capa vieja.

-Todo esto está muy bueno -me replicó don Pascual alargándome el papel después de haberlo leído-; pero ¿quién le mete a V. a censor moralista? ¿pues hay cosa mejor que estas costumbres de prima noche? Míreme usted aquí: son las nueve, ¿no es verdad? pues si yo le contara a V. lo que me ha pasado mientras estaba haciendo tiempo para venir a quitarle a V. el suyo, había de reformar su opinión.

Por de pronto, luego que empezó a anochecer y que los árboles del Prado atraían a su atmósfera una humedad perniciosa, reflexioné que en ninguna cosa podría emplear los momentos como en refrescar mis fauces, resecadas con el polvo y la agitación del paseo. El inmediato salón de Solís me ofrecía su socorro; pero era tal la concurrencia de los que calcularon como yo, que no me fue posible proporcionar una silla, y a la verdad no lo sentí, pues esto me ofreció la ocasión de ir a saborear cerca del famoso repostero Amato un exquisito sentillé a la rosa. ¡Figúrese usted lo dulce que es un sentillé a la rosa, tomado en una linda sala, viendo sucederse alternativamente la elegante concurrencia de damas y caballeros, que descendiendo de brillantes carretelas, llegan a rendir el tributo de su admiración a aquel amable Anfitrión! Por desgracia esta operación no puede prolongarse más que un cuarto de hora. ¡Sic transit gloria mundi! y al cabo de él, ¿qué remedio? Abandonar aquel elegante recinto y buscar en otro sitio nuevas sensaciones.

¡La política! ¡qué campo tan inmenso para el observador! Por fortuna el café Nuevo sale al paso. ¡Estrépito! ¡confusión!... ¡qué noticias supe allí!... ¡qué discursotes escuché! ¡qué planes para concluir la guerra! ¡cómo diserté y argüí, y... parecía un Bernardotte!; pero me dolía la cabeza, y no tuve otro remedio que ganar las escalas de Levante; quiero decir, que subí la escalera del café de aquel nombre. -Transición; contraste romántico: -1835 y 1805.

Para descargar la cabeza no hay como sentarse a jugar una partida de ajedrez con un escribano; pero la bóveda de mirones que se formaba sobre nuestras figuras, encerrándonos herméticamente, no nos dejaba respirar. El humo del cigarro, el del café (que por cierto es excelente), el monótono ruido de los peones y damas, de las bolas y tacos, de los dados y fichas quédese para otro día la partida. Pasemos a la sala del billar: ¡aquélla sí que es tranquilidad! Círculo inamovible alrededor de la mesa; senado nudo, expresivas fisonomías, escena original, iluminada por lo alto, digna del pincel de Teniers. ¿Y todo, para qué? para observar los movimientos de tres bolas redondas, impelidas por discursos más redondos aún. Oh raras hominum mentes!

Los próximos salones de Lorencini y la Fontana me ofrecían un espectáculo demasiado clásico, compuesto de antiguos abonados, que disertaban sobre el cólera del año pasado o la contribución de paja y utensilios del actual; pero ¡una formalidad!... Denme la broma y el ruido y... vamos, no hay otro café del Príncipe en el mundo; allí sí que hay que ver, que escuchar ¿Quiere V. política? todos los correos se apean en este Lloyd madrileño. ¿Estima V. el derecho público? escuche V. a un centenar de abogados. ¿Diplomacia? antigua y moderna, a escoger. ¿Moral? ¡allí sí que se saben aventuras! ¿Poesía? el Parnasillo moderno está allí. ¿Periodistas? las Gradas de San Felipe hablando. ¿Romanticismo? ¡es una Venecia! ¿Goces materiales, bebidas? medio sorbete, sorbete poético por dos reales. ¿Tono rigorista? al café de enfrente o al billar del Morenillo.

Todo cansa, sin embargo, y yo lo estaba a más no poder de aquella bataola; pero el reloj no marchaba, y todavía no eran más que las ocho, según me anunciaba estrepitosamente el ruido de la retreta, partida en distintas direcciones dé la Puerta del Sol, con gran séquito de desgreñadas Andrómacas, que marchaban al compás de las cajas de guerra.

Huyendo, como es natural, de toda aquella bulla, que por la calle de Alcalá se dirigía al cuartel, me detuve involuntariamente en la calle de Peligros; y allí donde en historiado retablo se ostento, a la pública veneración el abogado de las cosas perdidas, hice alto un momento para reflexionar sobre mi dirección. -¡Ay, señor Curioso, y cómo quisiera yo tener aquí su pincel para bosquejarle las sombrías escenas que presencié! Créame V.; pocas figuras de contradanza o de mazourka salen tan bien ensayadas como las que formaban a mi vista las compaseadas manolas con su figura ondulante y campanil, y los listos aficionados al ojeo, apareciendo y desapareciendo alternativamente por las boca-calles de Hita y de Gitanos, de Peligros y San Jerónimo, del Príncipe y de la Cruz; mas como «la oscuridad de la noche y la escabrosidad del terreno permitían ocultarme sus movimientos», y como, por otro lado, recuerdo que ya V. nos ha descrito estas evoluciones en su romance El Paseo de Juana, nada más añadiré, ni me empeñaré en seguir paso a paso las sensibles parejas que tomaban puerto franco en una tienda de vinos, harto escasa en verdad de picaportes y cerrojos, gracias a la previsora susceptibilidad del dueño; ni tampoco a las filarmónicas ambulantes, que paradas delante de un ciego cantante tendían su tela como las arañas en una esquina, no sin gran concurso de moscones embozados; ni, en fin, a las que al entrar con la terciada mantilla en la bulliciosa tertulia tabernaria, reanimaban aquella báquica reunión. Esta escena por sí sola, que contemplé parado delante de una de la calle de Toledo, merece un artículo aparte y prometo contárselo a V.

-Recojo la palabra.

-¿Y después de lo dicho llamará V. perderle esta manera de hacer tiempo? No; sino vénganos ahora a encarecer los círculos y sociedades, las academias y liceos extranjeros. ¿Quería V., por ejemplo, que los literatos y aficionados tuviesen aquí tertulias privadas donde reunirse a tales horas para charlar sobre sus obras? ¿Propondría que el pueblo encontrase espectáculos baratos a que acudir para ver las habilidades de un físico o las patochadas de un arlequín? ¿Desearía que las bibliotecas estuviesen abiertas a semejante hora y que fuera lícito a entrambos sexos el concurrirá ellas? ¿Encomiaría, en fin, las tertulias de confianza, con sus juegos de prendas y sus amores platónicos? ¡Fuego en las tales! Mas ¿dónde existen ya? Acérquese V., si no, a casa de su amigo don Melquiades Revesino. -La puerta cerrada... si serán dos golpes... si serán tres... vayan dos. -¿Quién es? (pregunta una destemplada voz desde el piso tercero). -Un hombre. -¿A qué cuarto va V.? -Al segundo. -Y cierra el balcón y se queda V. en la calle.

-Demos que le abre de caridad; demos que luego se sube a su cuarto; demos que tira V. la campanilla del segundo, y que no están las señoras, y que sólo le responde el falderillo que ladra, y que en fin no hay nadie en casa... ¡Por cierto que es rato divertido el encontrarse en una escalera a oscuras y con el portal cerrado!

Pero anímese V. a descolgarse por vía de recurso de apelación o como más haya lugar a casa del abogado don Pánfilo. Mire V. a toda la familia asustada con su visita extemporánea, y preguntarle: -«¿Qué es esto, don Fulano? ¿V. por aquí? ¿qué novedad es ésta? ¿hay algo de nuevo? ¿ha sucedido alguna cosa? -Nada, señores, el deseo de ver a VV... -Vaya, no es posible; muchacha, Margarita, tira esa labor, acércate: y tú, Toribio, avisa al amo, que está en el despacho. -No le incomode V. -Quita tú ese velón y trae unas velas. -Señores, de cualquier modo». -En fin, que observa V. (y eg fácil de conocerlo) que ha venido a incomodar, y por cubrir el expediente, como si dijéramos, por hacer tiempo, tiene que improvisar una semi-declaración a la niña.

-Pero qué, ¿está V. ahí escribiendo jeroglíficos mientras yo hablo? ¿Está V. haciendo tiempo también?

-Nada de eso; estoy haciendo mi artículo, o por mejor decir, V. le está haciendo por mí, pues que sólo escribo en taquigrafía lo que V. va hablando.

-¿De veras? ¿Y qué ha salido de ello?

-Ha salido lo que yo deseaba: un rasguño de Madrid a prima noche, que habrá de suplir por otro mejor.

-¿Cómo?

-Sí, amigo: yo había bosquejado el paisaje; V. le ha dado la animación.

(Octubre de 1835)






ArribaAbajoEscenas Matritenses

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ArribaAbajoPrólogo

Por D. Juan Eugenio Hartzenbusch


A un amigo íntimo nuestro, hijo de una señora que falleció dejándole de muy corta edad, solemos oír a cada paso esta sentida exclamación, propia de su filial cariño: -«Yo no he conocido a mi madre; yo no tengo retrato suyo; dicen que no me parezco a ella: ¿cómo sería mi madre?».

Igual deseo de conocer a sus predecesores tienen todas las familias, pueblos y generaciones que han existido: el hombre de hoy quiere, necesita, ansía poseer el retrato del hombre de ayer; y si no lo encuentra hecho, se esfuerza a suplir la falta, pintándolo según lo concibe. -La posteridad que pretenda saber qué cosa era Madrid antes y después que muriera Fernando VII, lo hallará sencilla y exactamente representado en las ESCENAS MATRITENSES de EL CURIOSO PARLANTE.

Pero este libro no se ha escrito sólo para la posteridad. Por loable que sea componer una obra destinada a la diversión, y tal vez a la enseñanza, de nuestros nietos, harto mejor es que esa misma obra dé placer y provecho a los coetáneos del escritor, que le proporcionaron materia para formarla. Pintar, pues, las costumbres españolas de nuestra época, llevando el objeto de corregirlas, es el fin principal que se ha propuesto el autor de las Escenas Matritenses, DON RAMÓN DE MESONERO ROMANOS.

No hay pueblos cuyas costumbres sean de tal manera ejemplares, que no ofrezcan sobradas ocasiones de reprensión y agria censura: censor de nuestros defectos, que no son pocos, pretendió ser el señor Mesonero. Arriesgada era la tarea en verdad, porque la generación presente no se compone de niños respetuosos y dóciles a la voz del maestro. El siglo XIX es muy hombre: blasona de libre y de sabio; se niega a reconocer autoridad alguna; se irrita o se mofa cuando se le hace frente con arrogancia, y su cólera o su desprecio son, para el escritor, igualmente peligrosos y temibles. Hablando el señor Mesonero con la risa en los labios a sus quisquillosos compatriotas, disfrazándoles la lección con apariencia de la chanza, pudo atraerse un auditorio cada vez más crecido, cada vez más contento con el amable filósofo, que castigaba realmente, pero que fingía acariciar.

Aún no bastaba que sus lecciones fuesen festivas; era necesario, para no cansar, que fuesen muy breves, y que remedasen, por decirlo así, la frivolidad del auditorio. Pensó más de una vez el señor Mesonero pintar nuestras costumbres en una novela: gran falta nos hace este libro, y no podemos menos de rogar a nuestro ilustre compatriota que no abandone un proyecto que, después de las Escenas Matritenses, nos proporcionaría otra obra de igual o de superior mérito. Hoy, que tan popular es el nombre de El Curioso Parlante, puede el señor Mesonero emprenderlo todo; pero treinta años ha, en 1832, una novela original, por buena que fuese, no hubiera sido leída con el gusto, con el aprecio, con el entusiasmo que los artículos del Curioso. -Aquellos preciosos bosquejos eran una novedad agradable, una mercancía nueva, que no estorbaba ni se oponía al despacho de otra, y satisfacía una necesidad existente; la novela para la generalidad de los lectores no hubiera sido novedad como novela, porque bien llenos estábamos de novelas extranjeras entonces; y en cuanto a la novedad de ser española, esta circunstancia (triste es confesarlo) quizá le hubiera dañado para con el público, en vez de servirle de recomendación. La causa es patente. ¿Qué novelas españolas de algún crédito se habían escrito en España desde principios del siglo pasado hasta la aparición del Ivanhoe, disfrazado con el nombre de El Caballero del Cisne? El Fray Gerundio, El Eusebio, ambas prohibidas; la segunda parte del País de las Monas, y no nos acordamos de más: añádase, si se quiere, porque la leyeron mucho en su tiempo, la Serafina. Todas las demás novelas impresas durante este tiempo en España, que suman centenares, fueron traducciones del inglés o del francés, principalmente de este último idioma.

Ahora bien; si en España por espacio de un siglo o poco menos no se había leído ni podía leerse más novela que la traducida, por fuerza el gusto de los españoles, en punto a novela, tenía que ser extranjero; por fuerza una obra nacional, diferente de las extranjeras en miras, plan, caracteres, estilo y lenguaje, había de parecernos extraña. -Recordamos haber oído a un condiscípulo nuestro decir muy de veras que le cansaban las novelas de Cervantes, porque, además de lo añejo del habla, estaban rebutidas de nombres y apellidos ordinarios o extravagantes, como Don Juan de Cárcamo y Don Antonio de Isunza, al paso que en las novelas francesas todos los nombres eran tan bonitos como los de Dorval y Carolina. Para este amigo nuestro, que representaba el estado de la nación entera con pocas excepciones, lo extravagante, lo raro, lo peregrino, era lo de casa; lo bello, usual y admirable era lo de fuera: no podía menos; a lo uno estaban acostumbrados, y a lo otro no.

Con tales inconvenientes hubiera tenido que luchar la novela del señor Mesonero, y con ellos habrán de luchar nuestras novelistas hasta que el mérito y número de sus obras haga perder el pleito a las advenedizas. -Los artículos publicados en el periódico semanal titulado Cartas españolas no corrían peligro: ningún español ni extranjero nos tenía hechos a esas ligeras y graciosas obritas; el mismo Fígaro fue imitador de El Curioso Parlante. -Las Escenas Matritenses, escritas desde 1832 a 1842, y participando, como era forzoso, de las circunstancias en que la nación se hallaba, valen más y son más que una novela, porque son la historia viva del progreso social de España desde antes de la guerra última hasta después de la paz.

Quien examine los artículos del primer año o primera serie, publicados con el título de PANORAMA MATRITENSE desde enero de 1832 hasta abril del año siguiente, verá con qué reserva se presentaba el autor delante de la censura para no excitar su suspicacia, para no incurrir en su tremenda ojeriza. Guiado, impelido por su espíritu observador a descubrir el vicio donde quiera que se refugie, no puede menos de indicarlo donde lo encuentra; pero sus reticencias prudentes hacen al lector comprender cuánto más diría si el poder no le tuviera sujetos los labios. En los dos artículos titulados La Empleo-manía y La Político-manía, en que se echa menos la viveza y chiste de los que le preceden y siguen, el lector al momento conoce por qué el Parlante habla tan sólo de los que pretenden, y no de los que reparten empleos; de los que deliran tratando de política, y no de los políticos delirantes: aquélla era la fruta vedada; tocar a ella era perder la gracia y exponerse a la muerte. Sin embargo, en el artículo de Grandeza y miseria, al bosquejar con cuatro toques las oficinas de la casa de un poderoso, nadie. podía desconocer que el travieso crítico dibujaba las del Estado. Sencillos, amenos, breves, limados y cautelosos los artículos de este primer tiempo, van ganando gradualmente en intención y soltura: en el que lleva por título «1802 y 1832» ha dado ya el autor un paso grande: en Las Tres tertulias, La Capa vieja, El dominó, El Día de fiesta y La Casa de Cervantes, la pluma del Curioso corre todavía más fácil y ejercitado.

Aquella pluma necesitaba volar: los acontecimientos políticos de nuestro país le dieron licencia para remontarse a cualquier altura, para descender a cualesquiera profundidades. Con todo, el comedido censor moral no tomó sino los grados de libertad que necesitaba para continuar su obra y hacerla completa, rehusando entrar en el campo de la política, recinto muy estrecho para quien tenía por suyo el vasto dominio de las costumbres.

Emprendida nuevamente en 1836 por el señor Mesonero la tarea comenzada tres años antes, vimos en los nuevos partos de su ingenio mayor firmeza de pulso, más movimiento, mejor combinación y más desenfado en el desempeño: en los primeros ensayos lucía una especie de belleza reposada y modesta, hija de una época de sosiego y de servidumbre: la continuación de estos ensayos (no ensayos ya, sino obras cabales) ostentaba la belleza varonil de un carácter enérgico, desarrollado en medio de la libertad y de los combates. Compárese, por ejemplo, el artículo de la primera serie titulado La Filarmonía con el de la segunda titulado Costumbres literarias: compárese La Comedia casera con El Romanticismo; Las Ferias con El Día de toros; San Isidro con El Entierro de la sardina; El Extranjero en su patria con El Recién venido; y La Calle de Toledo con La Posada. Es otro el autor y otra la España que descubrimos entonces: uno y otro habían adelantado mucho; la reputación del señor Mesonero Romanos estaba hecha: su obra por entonces estaba concluida.

Porque una obra es, lo repetimos, la del señor Mesonero, y no una colección de obrillas sueltas, escritas al acaso, hijas del capricho. Esta obra tiene su héroe, su protagonista, principal figura o personaje de interés principal, que es el español virtuoso, noble y sabio de ahora, igual casi al de todos tiempos; pero esta respetable figura, como en la Casina de Planto, no sale de entre bastidores, para que el vulgo no la profane; y como la estatua de Bruto, hice más porque se la echa menos. -El señor Mesonero quiere mejorar las costumbres; por consiguiente, saca sólo a las tablas aquellos personajes cuyas costumbres necesitan enmienda, las cuales forman los numerosos episodios de este poema: aun en los poemas clásicos valen más los episodios que la acción principal. -«Corrígete de ese vicio», -dice el autor a cada uno de los personajes que censura, «Y tú y el país ganaréis mucho en ello éstos son los defectos de que adolece la sociedad española lo que no está aquí es lo respetable y lo bueno».

Estos personajes episódicos, pues, que son a su vez los principales en las escenas que les corresponden, están descritos con una habilidad superior a cualquier elogio: son la verdad misma. ¿Quién no conoce en Madrid algún empleado antiguo o cesante, igual, punto por punto, al don Homo-bono Quiñones del señor Mesonero? ¿Quién no tropieza, una vez a lo menos al día, con don Policarpo Omnibus de los Santos? ¿En qué compañía de aficionados no ha ocurrido un desmán parecido al que se refiere en el artículo de La Comedia casera? La mano que traza estas líneas conserva una cicatriz, indeleble recuerdo de una catástrofe semejante. Aquella Jacinta, hija de don Melquíades Revesino; aquella Paquita, tan diestra en el manejo de la mantilla española; Paca la Zandunga, la tía Blasa, el tío Mondongo, el casero-procurador, y todos los demás personajes de El Día de toros, incluso el alcalde de barrio, ¿de cuál de nuestros lectores no son conocidos? Sobre todo, ¡ah! ¿quién no se conoce en el artículo eminentemente filosófico de Antes, ahora y después? Así fueron nuestros padres, así, somos nosotros, así serán nuestros sucesores, como el escarmiento no nos enseñe para enseñarlos.

Útiles, amenas, breves, llenas de verdad, estas preciosas páginas, corrían, sin embargo, el peligro de cansar por la monotonía que pudiera producir la semejanza de los asuntos; pero el señor Mesonero ha sabido introducir en su obra una gran variedad, empleando todos los tonos, desde el más humilde al más grave: hasta los acentos de la poesía han venido a dar efecto y realce a la fácil y discreta prosa de El Parlante Curioso; y por cierto que no merece perdón el que escribiendo romances como el del Coche simón y los Requiebros de Lavapiés, no cultiva más el género. -Sonríase maliciosamente el lector con El paseo de Juana o El Alquiler de un cuarto: ríase a carcajadas con La Junta de colradia o El Recién venido: el Curioso Parlante sabrá mesurarnos con el tono melancólico del artículo titulado La Empleo-manía, conmovernos con el de La Casa de Cervantes y La Noche de vela, estremecernos tal vez con la terrible perspectiva de El campo santo. Aquello es saber escribir, saber sentir, saber pensar.

¿Diremos algo del estilo del señor Mesonero? ¿Para qué, si nuestros lectores van a juzgar de él, o más bien, a dejarse seducir por él desde la primera plana?, Únicamente manifestaremos que ese estilo es propio y peculiar del autor: bien que con toda su obra sucede lo mismo. Don Juan de Zavaleta en el siglo XVII, Addisson en el pasado, Jony, Paul de Kock y otros en el presente, escribieron en este género bien; pero escribieron otras cosas, o cosas parecidas, presentadas de otra manera. Los buenos ingenios coinciden mil veces en ideas, bien que varían infinito en la forma de expresarlas, así como todos los hombres blancos y rubios se parecen en el color del cutis y el pelo, sin tener por eso las facciones iguales.

La concisión y el gracejo urbano, ese gracejo que agrada más cuanto más al descuido se vierte, caracterizan principalmente el modo de decir del Curioso Parlante; pero aún quizá es más de elogiar en él su carácter inofensivo. Las Escenas Matritenses son una prueba irrecusable de que se puede escribir en el género festivo sin emplear groserías, dicterios ni suciedades; sin hacer agravio a las leyes ni a las personas, y sin pedir al idioma francés elegancias que en el nuestro no son de recibo. El señor Mesonero ha visto nuestra sociedad tal como es en el día, es decir, separándose mucho de lo que fue, conservando un poco de lo que ha sido, dudosa y vacilante acerca, de lo que será en lo sucesivo: así la ha trazado en sus cuadros, pintando tipos generales, en que ninguna persona determinada se encuentra; porque el fin del autor no es mortificar a ninguno, sino buscar el provecho común de todos. «Aucun fidel n'a jamais empoisonné ma plume», ha podido decir, como Crébillon, el señor Mesonero: no envidiemos la gloria de los que no pudieren decir otro tanto.

(1862)

JUAN EUGENIO HARTZESBUSCH.




ArribaAbajoAdvertencia

Para esta segunda serie


«Nunca segundas partes fueron buenas», decía, algo ligeramente, el Príncipe de los ingenios españoles, al mismo tiempo que se contradecía en la segunda parte del Quijote, infinitamente superior a la primera.

El autor de las Escenas, que desde principios de 1832 venía ensayándose en un nuevo género literario con el corto candal de fuerzas intelectuales y escasa instrucción que le permitía su edad juvenil, y cohibido también por la censura suspicaz y meticulosa que por entonces cortaba las alas del ingenio, no pudo hacer más que iniciar, digámoslo así, su pensamiento en la primera serie de estos artículos, que tituló Panorama Matritense y que comprenden los publicados desde 1832 a 1835.

Animado por la inesperada benevolencia de un público indulgente, aleccionado por la edad, con mayor observación moral y estudio literario, y desembarazado por completo de los rigores de la previa censura, emprendió desde los principios de 1836 la segunda serie de las Escenas Matritenses, creando para ello una publicación propia, indígena y popular, el Semanario Pintoresco Español, primer periódico literario ilustrado (como ahora se dice), con grabados tipográficos y que sostuvo bajo su exclusiva dirección los siete años, desde 1836 a 1842. -En este semanario, pues, y alternando con las diversas materias que exigía su combinación, emprendió y siguió el autor constantemente en dicho período la segunda serie de las ESCENAS MATRITENSES, que es la comprendida en el presente tomo, desde el artículo El Día de toros hasta el de La Guía de Forasteros.

Siguiendo su propósito de describir festivamente, corrigiendo, nuestras costumbres sociales, aunque en muy diverso teatro y con más ventajosas condiciones que en la época anterior, comprendida en su Panorama, trató, en cuanto estuvo a su alcance, de hacerse digno de la benevolencia del público, que había conquistado sin merecerla en su primero y débil ensayo; procuró dar mayor importancia o intención a su pensamiento, diversa forma a su expresión, y más originalidad y corrección a su estilo. -Trabajó para ello en emanciparse de los modelos extraños, que no pudo menos de tener presentes en la primera parte; quiso penetrar más hondamente en el seno de la vida íntima de nuestra sociedad, sin limitarse, como en aquélla, a los usos populares, a la vida exterior, digámoslo así; renunció muchas veces en la exposición de sus cuadros al recurso monótono de colocarse en ellos en primer término, como lo acostumbraba en la época anterior, y procuró formar una narración independiente, dramática y que recordase (cuando no alcanzase a imitar) el giro, la intención y hasta el estilo de nuestros buenos escritores: Cervantes, Quevedo, Mendoza, Guevara, Alemán, Espinel y Moratín. -Si llegó o no a conseguirlo es lo que el público sólo tiene derecho a juzgar. Al autor le basta confesar su patriótico intento, si ya no lo revelara claramente en todas sus líneas, y más especialmente en los artículos o cuadros de El Día de toros, Madre Claudia, o De tejas arriba; El Recién venido, El Entierro de la sardina, La Posada, o España en Madrid; Los Románticos, La Junta de cofradía, Las Sillas del Prado, y otros varios.

En lo que no cambió un punto de su primer propósito fue en procurar conservar o guardar siempre la distancia conveniente de las ocurrencias políticas, de las circunstancias, entonces extraordinarias, del país. Proponiéndose pintar a éste bajo su aspecto tranquilo y normal, y aun sabiendo muy bien que al renunciar al interés palpitante del momento arriesgaba el inconveniente de no ser leído ni estimado por las personas competentes, no pudo dominar la invencible repugnancia con que, por carácter y por convicción, continuaba mirando el para otros tan fecundo campo de la política; y confió siempre en que, conservándose ajeno a aquellas ambiciones, vuelta la espalda a las discordias y agitaciones momentáneas del país, hallaría acaso entre la masa del pueblo una porción más o menos numerosa dispuesta a apreciar su tarea moral. Y que si ésta, por su corta influencia o escaso número, no le recompensaba con aplauso sonoro ni expresiva popularidad, acaso le brindaba para lo sucesivo con una simpatía más sólida y duradera, una vida más larga, tranquila y exenta de remordimiento y sinsabor.

Por fortuna, puede decir que acertó en su raciocinio. Las circunstancias febriles de aquella época pasaron ya: con ellas desaparecieron los escritos que les fueron consagrados y las palmas tempestuosas que produjeron a sus autores. Los hombres pasaron; pero el hombre queda siempre, y el pintor de la sociedad sustituye al retratista de la historia. La favorable acogida que el público español continúa dispensando, después de medio siglo, a esta obrilla, y las repetidas ediciones hechas de ella en este período, prueban, no un mérito que realmente no tiene, sino la solidez del raciocinio y la precisón del cálculo del que en circunstancias excepcionales tuvo la suficiente abnegación para prescindir del aplauso del momento, y se propuso pintar el estado normal, las condiciones eseiwiales de nuestra sociedad, procurando en su cuadro acercarse, en cuanto le fue posible, a las cualidades que aseguran la permanencia a las obras literarias. La moral y la verdad en el fondo, la amenidad en la forma, y la pureza y el decoro en el estilo.

R. DE M. R.




ArribaAbajoEl observatorio de la puerta del sol

(Introducción a la segunda serie)


1836


Lo mejor del mundo es la Europa (¡cosa clara!); la mejor de las naciones de Europa es la España (¡quién lo duda!); el pueblo mejor de España es Madrid (¿de veras?); el sitio más principal de Madrid es la Puerta del Sol... ergo la Puerta del Sol es el sitio privilegiado del globo.

Este terrífico argumento, tan convincente y sin réplica, no es mío: es de un doctor de Alcalá, hombre fuerte en esto del razonar, que con las armas de su lógica y el auxilio de sus buenos pulmones, metía mucho ruido, años atrás, en las aulas celebradas de la Universidad Complutense, y a cuyas ingeniosas decisiones y engalanados absurdos inclinábanse hasta el suelo las borlas y mucetas, y se encogía de hombros la estatua de la Verdad.

Tenía, pues, mi doctor una gran secuela de apasionados admiradores, que así que él ponía en circulación una de estas sentencias garrafales, dábanse luego maña a engalanarla y pulirla, y así dispuesta, ostentábanla con énfasis a los ojos del vulgo, hasta que quedaba sancionada por el uso y por el abuso como axioma práctico y verdad especulativa.

Yo, que por entonces a los pocos años juntaba una dosis regular de presunción, no era de los más flojos en esto del sed sic est, y para mí tanto mayor era el argumentante cuanto más temerario el argumento; y el de mi dómine, que arriba queda estampado, le quedó tan hondamente por entonces en mi blando caletre, que vino a ser como la clave de mi conducta futura.

Y procediendo por el orden lógico de mi maestro, hice abstracción de los demás hombres para dedicarme a estudiar los hombres que me rodeaban; prescindí de las demás partes del mundo, y me contenté con asomarme a Europa; regresé a nuestra España, como el suelo más privilegiado de aquélla, y torné a Madrid como Corte y lugar principal de España; con lo cual, y con asentar mis reales en la famosa Puerta del Sol, y establecer mi atalaya dominando la cubierta del Buen-Suceso, hallé que lógicamente, y al decir de mi maestro, me hallaba instalado en el punto más culminante de este mundo sub-lunar.

Dispuse, pues, mi observatorio moral en la región de las nubes, aislado, independiente y libre de toda atmósfera viciada: preparé el telescopio de la experiencia; pedí una pluma a la Verdad; abrí los ojos; cerré los libros; dejé los estudios y me metí a predicador.

«¡Oh qué fortuna (decía, poco más o menos, un amable moralista contemporáneo) el ser libre, y libre de veras, y poseedor de la más noble libertad, que es la libertad del pensamiento! No arrastrar la cadena de partido alguno; vivir independiente del poder, y no haber hecho tampoco alianza con sus enemigos; no haber de defender las faltas del uno ni las demasías de los otros; no ser responsable de las acciones ajenas; obrar en nombre propio, dando sólo cuenta a Dios de nuestras operaciones; no recibir consejos sino de la conciencia, fiándonos sin temor de este noble instinto de la verdad que el cielo ha impreso en nuestras almas; admirar sin creerse adulador; ser justo sin pasar por enemigo; buscar con preferencia el aspecto bueno de todas las cosas, como la abeja, que liba la miel de todas las plantas; mirar con ojos serenos; escuchar con oído imparcial; viajar sin mandato y detenerse según place, allí donde el sitio es apacible, allí donde, el sol alumbra sereno; no haber de preguntar a qué reino pertenece un país para saber si hemos de alabarle; no querer saber el nombre de un autor antes de decidirnos a aplaudirle; repetir indistintamente todos los sonidos si en ellos hallamos armonía; aspirar todos los ambientes puros; disfrutar de todas las obras del ingenio, sea cualquiera su escuela y el país que las produjo; y aplaudir, en fin, todas las grandes, acciones, bajo cualquiera bandera, que fuesen hechas. -¡Oh qué fortuna! -no ser político, ni revolucionario ni retrógrado; no ser poeta, ni clásico ni romántico; no tener nombre entre los ambiciosos ni entre los pedantes; no contar padrinos poderosos ni haber de serlo de nadie; no reconocer deberes de convención; no hallarse obligado a ninguna defensa, a ninguna acusación: -¡ser libre, en fin! -pero no libre con esta libertad intolerante, que corre las calles desenfrenada y ebria como una bacante en las fiestas de su patrono; sino como aquella otra hija del cielo, que nos deja usar de nuestro albedrío, permitiéndonos seguir voluntariamente las inspiraciones de nuestra alma».

Vosotros, los que sabéis apreciar el valor de esta libertad, única positiva; los que buscáis la voz de la verdad desnuda de pasiones y partidos, de encarecimientos y de encono; los que no sois optimistas ni pesimistas, sino que alcanzáis a ver en el hombre y su sociedad una mezcla armoniosa de errores y de ridiculez, de grandeza y de bondad; vosotros, que gustáis de aplicarla la risa de Demócrito más bien que el genio plañidero de Heráclito o la penca de Juvenal; subid conmigo a mi Observatorio, desde donde, con el auxilio de sus lentes, podréis descubrir todo el ámbito de nuestra noble capital, y escuchar con confianza la voz de un hombre que por sistema y por carácter rinde sólo tributo a la verdad; mas cuenta, que esta confianza que os demando ha de ser voluntaria y espontánea, y no ha de ceder en mengua de la libertad de vuestro propio pensamiento. -Si éste simpatiza con el mío, si acertare yo a explicar las sensaciones de vuestras almas, entonces quiero que le sigáis, quiero que penséis como yo; si no fuera así, y para ello hubierais de sacrificar alguna parte de vuestro albedrío, entonces me quedaré yo a solas con el que Dios me dio, que para esto tenéis derecho a juzgar de su bondad.

Ahora bien; ya estamos en las nubes yo y mi auditorio; ya asestamos los catalejos a esta tierra noble, feraz y en otro tiempo afortunada del globo, que se denomina España; ya miramos agitarse a nuestros pies a ese pueblo generoso que se llama la Capital del pueblo español; las pasiones momentáneas que le agitan no llegan a la altura en que nos hemos colocado; apenas consiguen empañar uno de los infinitos lados del prisma por donde le contemplamos. -¿Qué es a la historia filosófica de un pueblo uno, dos, tres, diez años de existencia borrascosa? ¿Qué es al carácter general de sus habitantes, el de una centena, él de un millar de sus individuos ambiciosos y agitados? El cuadro que tenemos a la vista es más inmenso y magnífico que todo esto; él nos pone de manifiesto el carácter, las inclinaciones, las costumbres generales de toda una sociedad; él nos hace considerar también aisladamente las excepciones, y... ¡cielos! ¡qué pequeñas se presentan a nuestra vista estas excepciones que allá abajo meten tanto ruido y pretenden servir de pauta a la regla general! Ellas aparecen y desaparecen en un solo día, y brillan a nuestros ojos como los fuegos fatuos en un dilatado horizonte, o como una sombra vacilante en la inmensidad de los mares.

No esperen, pues, mis lectores que en la segunda serie de cuadros crítico-morales que les preparo, abandone mi primitivo propósito, ni roce con las circunstancias históricas de esta época agitada, sino aquello puramente indispensable para averiguar la influencia que puedan tener en las costumbres patrias. El bosquejo fiel, aunque incorrecto de éstas, y no su historia, es lo que me propongo delinear: los caracteres que necesariamente habré de describir no son retratos, sino tipos o figuras, así como yo no pretendo ser retratista, sino pintor.

Las pasiones, los errores y ridiculeces, así como las brillantes cualidades del hombre, desnudas de la forma material, y puestas al descubierto en una atmósfera más pura, suben a mi laboratorio ajenas de toda liga terrena, material y tangible, y aparecen tal cual son, grandes en su pequeñez, pequeñas en su afectada grandeza.

Por último, mi pluma, renunciando ya al estilo metafórico y campanudo que a su pesar ha tomado en este obligado introito, seguirá, como siempre, el impulso de mi carácter, la libertad de mi pensamiento, que consiste en escribir para todos, en estilo llano, sin afectación ni desaliño; pintar las más veces; razonar pocas; hacer llorar nunca; reír casi siempre; criticar sin encono; aplaudir sin envidia, y aspirar, en fin, no a la gloria de grande ingenio, sino a la reputación de verídico observador.

De esta manera, y hasta donde alcanzaren mis cortas fuerzas, recibirán mis benévolos lectores los sucesivos cuadros o Escenas Matritenses, trazados por mi mano y dictados por mi corazón. -Si ellos contienen la verdad, no importa que sea sencillo el traje en que salga engalanada; si, por el contrario, el dibujo fuere falso, sería mayor mal el ataviarlo con magnífico colorido.

EL CURIOSO PARLANTE.




ArribaAbajoEl día de toros


- I -

Casa de vecindad


En una parte más intrincada y costanera del antiguo y famoso cuartel de siguiendo por la calle de la Fe, como quien se dirige a la parroquia de San Lorenzo, y revolviendo después por la diestra mano para ganar una altura que se eleva sobre la izquierda, hay una calle, de cuyo nombre no quiero acordarme, que tiene por apéndice oriental un angosto y desusado callejón, de cuyo nombre no me acordaría aunque quisiera.

Entre esta calle y este callejón, y formando escuadra los límites ordinarios de ambos, descuella sobre las inmediatas un caserón de forma ambigua, tan caprichoso y heterogéneo en el orden de sus fachadas, como en el de su distribución y mecánica interior. El aspecto de la primera de ellas, que sirve a la calle principal, no ofrece, ni en la forma de su entrada, ni en la triple fila de balcones, ninguna discordancia con la de los demás edificios que pueblan el casco de esta noble capital; antes bien, sujeta en un todo a las formas autorizadas por el uso, encubre con el velo de cándida Vestal (inocente disfraz harto común en las casas de Madrid), deformidades y faltas de más de un género. -Por el opuesto lado es otra cosa; el color primitivo de la pared, en que la azarosa mano del tiempo ha impreso todos sus rigores; la combinación casual de ventanas y agujeros; el alero prolongado; el estrecho portal, y más que todo, la extravagante adición de un corredor descubierto y económicamente repartido, en sendas habitaciones o celdillas, prestan al todo del edificio un aspecto romántico, que revela su fecha y el gusto de la época de su construcción.

El interior de esta mansión no es menos fecundo en halagüeños y significativos contrastes. Cualquiera que entre por la escalera principal no advertirá en la respectiva colocación de las puertas de cada piso notable disparidad con lo que está acostumbrado a ver en las demás casas de Madrid, y costarale trabajo persuadirse de que en ésta puedan encontrar habitación independiente sesenta y dos familias, que, puesto que habitantes de un mismo pueblo, de un mismo barrio, de una misma casa, representan ocupaciones, gustos y necesidades tan distintos, como son discordantes entre sí los guarismos que forman el precio de su alquiler. Empero esta duda cesará de todo, punto, si, guiado por la natural curiosidad, acierta a traspasar el límite que separa la aristocracia de la tal casa de la parte que constituye su tripulación popular.

Preséntasele, pues, para este paso al nuevo Magallanes un nuevo estrecho o pasillo, que lo conduce desde el piso segundo al cuadrado patio, en torno del cual se ostenta el abierto corredor de que arriba dejamos hecha mención. La multiplicidad de las puertas de las viviendas que interrumpen los lienzos causarale por el pronto alguna confusión; pero muy luego adoptará por brújula para navegar en tan procelosos mares los sendos números que mirará estampados sobre cada una de aquéllas. Por último, si, limitado al objeto de mero descubridor, buscara, la salida de aquel archipiélago, y su comunicación con la calle, no será para él objeto menor de admiración el encontrarla directamente a aquella altura (el piso segundo) por la parte del callejón excusado; notable desnivel de algunos sitios de Madrid, que permite a varias de sus casas tan estrambótica construcción. (Véase la nota.)




- II -

Antes de la corrida


En el intrincado laberinto que queda bosquejado, todo era animación y movimiento uno de los pasados lunes, en que según la piadosa y antigua costumbre, celebraba la Junta de hospitales una de las funciones de la temporada en el ancho circo de la puerta de Alcalá. Era día de toros, y los que conocen la influencia de estas palabras mágicas para la población madrileña, pueden calcular el efecto producido por semejante causa en las trescientas setenta y dos personas que por término medio pueden calcularse cobijadas bajo aquel techo.

El movimiento, pues, estaba a la orden del día, y por emblema de él ostentábase a la puerta principal un almagrado coche de camino, abierto y ventilado por todas sus coyunturas, y arrastrado por seis vigorosas mulas, cubiertas las colleras de campanillas y cascabeles; al paso que por la puerta del costado dejábanse contar hasta cuatro calesines de forma análoga, dirigidos por mitad entre los menguados caballejos de sus varas, y los despiertos mancebos de sombrero de cucurucho, cinto y marsellés.

Del ya referido coche acababa de desembarcar un apuesto caballero, ni tan viejo que ostentase blanca cabellera sobre su frente, ni tan joven que se hallara comprendido en el último alistamiento militar. Y mientras atusándose el pelo dictaba desde el portal las órdenes convenientes al cochero, era, sin advertirlo, el objeto de curiosidad general de entrambas calles, en cuyos balcones y ventanas el ruido del coche había hecho aparecer multitud de espectadores de todos sexos y condiciones.

-Oyes, Paca, la del número 12, ¿conoces a ese señor de tantas campanillas que se ha apeado en el portal?

-Toma si lo conozgo: ¡si es mi casero el percurador! ¡todos los domingos me hace una vesita por el monís!

-¡Fuego, hija, y qué casero tan aquel, que viene a visitar en coche a sus enquilinos!

-Yo lo diré a V., señá Blasa, me explicaré; lo que es por la presente no viene a por cuartos, y en tal caso no son de cobre por cierto.

-¿Trampilla tenemos? ¡Ay!, cuenta, cuenta, hija, que no hay como escuchar para aprender; apostaré a que lo dices por cierto sombrerillo de raso que veo asomar por entre las cortinas del principal.

-Pues... ya me entiende V... ¡Ay, Jesús, y qué encapotado está el tiempo!

-No temas, muchacha; que pronto cambiará.

-¿Diga V., madre Blasa: V., que endiña desde ahí la muestra, ¿a cuántos apunta el reloj?

-Dos en punto, si no veo mal.

-Pues punto y coma, que hay moros en la costa y salvajes en portillo.

-¡Qué lengua, qué lengua, señá Paca!

-Calle, tío Mondongo, ¿usté está ahí? ¿y quién lo mete a V. en la conversación de las personas? Más lo valiera cuidar de su tía Mondonga y de su hija, que no entrarse en donde no le llaman.

-Me llaman y me importa, señá Paca, que al cabo soy hombre de ley, y no puedo ver esos tiruleques.

-¡Ay Jesús! Llamar al abogado de probes para que se lo cuento a su señoría.

-Pues tengo mil razones, y mi conciencia es conciencia; y digo, ahí que no es nada; estar sacando al aire, como quien no dice nada, los trapos de nuestro casero D. Simón Papirolario, honrado percurador, administrador judicial por la justicia de esta casa de mostrencos.

-El mostrenco será él y V. que le abona; vaya V. a decírselo de mi parte, y que le baje el cuarto, que harto subido está sobre el tejao.

-Dice bien el tío Mondongo, Pacorra: ¿qué tienes tú que meterte en cuidiaos ajenos, y si D. Simón vesita a la señá Catalina y si viene por ella para llevarla a los toros, y si la viste y la calza y la da de comer y el cuarto de balde; y si es casao y con tres hijos, que deja en casa, y si doña Catalina tiene otro cortejo por otro lao, y si... en fin, cada uno se gobierna como puede, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

-Que se la bendiga en buen hora, marío, y a ti te dé magín para echar sermones, y a mí paciencia para oírlos; pero ahora que me acuerdo, ¿no ha venido todavía tu compadre?

-Mi compadre estará legítimamente ocupao, que es el que pone el hierro a las banderillas.

-No digo eso, sino el Chato, que tiene que venir por mí para llevarme a los toros.

-Ése no es mi compadre, canalla, que es el tuyo; y si no fuera por armar un escándalo, no te dejaría ir con él.

-Calla, mal genio, que no te quedarás en casa, y puedes irnos a esperar a la vuelta, a la taberna de la Alfonsa.

-Bien sabe Dios que sólo la necesiá...

-Tiene cara de hereje, Juancho, y tú no la tienes mejor por cierto.

-¡Eh! hombre, ¡cuidao! ¿Dónde diablos vas a pasar?

-Adonde quiero y puedo; y háganse toos a un lao de la calle, y dejen a mi carroza la puerta franca.

-Pues nosotros hemos llegado antes.

-Pues yo llego siempre a tiempo, y... hola... muchacho, aguija la bestia, y que salte sobre esas otras.

-Huii... sóo... ráa... iak... eh..., atrás...

-Vaya, señores, ahora que estamos acomodaos, la paz; y caa uno se espere mientras me apeo, que ya saben que soy hombre de malas pulgas.

Y aquí un sordo murmullo de reniegos y juramentos, reconcentrados por aquella prudencia que dicta el miedo, acompañó respetuosamente al descenso del Chato, que era el que en tal momento se apeaba de la carroza de dos ruedas.




- III -

Mientras la corrida


Ya nos han dejado solos, tío Mondongo; a mí con los puntos de mi calceta, y a V. con su banquillo y su piedra; a mí echando al aire mis arrugas, y a V. asomando los cuernos al sol.

-¿Qué, quiere V., señá Blasa! la juventú es juventú, y nosotros...

-Usted será el viejo, que yo a Dios gracias todavía tengo mi alma en mi armario, y mi cuerpo donde Dios me lo puso, y si no fuera por el hambre del año 12 que me hizo caer los dientes y el pelo, todavía era negocio de salir a la plaza a echar una suerte; pero dejando esta plática y viniendo a lo del día, ¿Sabe V. que se me hacían los dientes, digo las encías, un agua pura al ver la alegría de nuestra gente?

-Ello dirá, tía Blasa, ello dirá; y tras del día viene la noche, y al fin se canta la gloria.

-Vaya, hombre, que no parece sino que viene de casta de disciplinantes: ¿pues qué mal hay en que la gente se divierta y se ponga maja? Pero a propósito, ¿sabe usted que la Paca iba que ni una reina de Gito, con aquel guardapiés encarnado, y delantal de flores, y medias negras caladas hasta la liga, y pañuelo amarillo, y roete de cesto, y mantilla al hombro? Cierto que el Chato es hombre que lo entiende, y que no hace mal el tío Juancho en tener paciencia.

-Chito, tía Blasa, que las paredes oyen.

-¡Qué! Tío Mondongo, si aquí no nos oyen más que las golondrinas.

-Pues una vez que es así, sepa V. (y dejemos un rato el mandil, que de menos nos hizo Dios; y la noche diz que se ha hecho para dormir y el día para descansar); sepa usted, pues, como iba diciendo, que luego que se marcharon todas las calesas y en ellas los ya dichos, y el Bereque y la Curra, con Malgesto y el banderillero, Lamparilla con la mujer del herrador, y éste con la hija del alguacil, y después que nos quedamos solos yo y mi chica, (que es una muchacha que ni pintada, y que no quiere ir a los toros por más que la pedrico), vino el dengue, el filé, el lechugino de los bigotillos y la pera, y miró al balcón del principal: se acercó callandito a la rejilla de la escalera, dio dos golpecitos, y le abrió la vieja y allá se coló: con que si vuelve el percurador, ¿sabe usted que es lance?

-¡Ah, ah, ah!

-Ello dirá, señora Blasa, ello dirá.

-Pero dígame V., ¿qué ruido infernal es ese que salió hace un rato por ese bujero del diablo?

-¿Qué quiere V. que sea?, los siete chicos de la tuerta que se han quedado solos y están jugando al toro con un gato de la guardilla del rincón.

-¡Pobres criaturas! pero en fin, ellos podrán dejar las divisas cuando quieran, mientras que su pobre padre...

-Pues no para ahí lo mejor, sino que la puerta del ebanista está abierta, y hay quien sospecha en el barbero de enfrente, que ha sido aprendiz de herrador, y así parece hecho para afeitar barbas, como para rapar la bolsa al prójimo.

Yo no quería decirlo a V., pero me parece que cuando estaba comiendo vi salir una caña por cierto agujero, que encaminándose a la guardilla de la Paca, enganchó por su propia virtud en los pañales que estaban colgados; pero no lo quisiera afirmar, porque como mi vista es débil, y luego los antojos se me quebraron la otra noche leyendo el Bertoldo...

-Ahora que dice V. Bertoldo, ¿no sabe V. que el Cacasenillo del aguacil del número 13 ha dado en requebrar a la Paca, y en querérsela disputar a su marido y al banderillero, y lo que aún es más, al matachín del Chato, que es capaz de enristrar alguaciles como el toro a los dominguillos?

-¡Ah, ah, ah!... me ha hecho V. reír con la comparación, y a fe que es menester haber vivido años para entenderla.

-El año 89 si mal no me recuerdo.

-Y es la verdad; yo estaba en la plaza, y acababa de casarme con mi marido Rodríguez (que Dios allá tenga) cuando echaron al toro dominguillos; pero a propósito de dominguillo, ¿dice V. que el lechuguino que daba en el principal con la criada?

-Pues; para mientras venga el ama con don Simón.

-¿Y está V. seguro de ello?

-Toma si lo estoy.

-¿Seguro?

-Seguro.

-¿Un muchacho como de veinte y dos, alto, bien plantado, bigote rubio, barbas capuchinas, pantalón colorado, levita corta y sombrerillo ladeado, bastoncillo y espolines?

-Ese mismo, ese mismo es.

-Pues es el caso que, si no veo mal, paréceme que lo miraba ahora mismo salir por el portal de la otra calle con una muchacha de vestido corto color de pasa, delantal y mangas huecas, mantilla de tira, y...

-¡Que! No, no lo crea V., tía Blasa, si no ha quedado en casa más moza de esas señas que mi hija.

-Es que pudiera ser que acaso fuera su hija de usted.

-¿Mi hija? Sí, bonita es ella; ahora quedaba allá dentro espulgando al dogo; Juanilla... Juanilla... ¡Diantres! no responde; voy a ver...

-No se moleste V., tío Mondongo, que hace ya rato que doblaron la esquina.




- IV -

Después de la corrida


Perdone V. señor alcalde, que no fue así como lo ha contado mi marío, porque él se quedó en cá e la Alifonsa durmiendo la mona y no supo náa del sucedido.

-Pues diga V. como fue.

-Yo, señor, ya ve V., soy una probe mujer y no sé espricarme de corrido; pero el señor es mi marío, y su conduta es la que V. ve, siempre borracho y sin trabajar, con que de algún modo ha de comer una, y tener cuatro trapos.

-Vamos al caso.

-Pues al caso voy; ello es que el que tiene la culpa de todo es un amigo de la casa y muy compadre, como tóo el mundo sabe, que llaman Malgesto, y capaz de plantar una banderilla al lucero del alba, cuanto ni más al toro: pues como iba diciendo, éste tal me tenía dicho: «Paca, no quiero que mires al Chato, porque si tal haces lo voy a cortar las pocas narices que le quedan».

-¡Qué sí! decía yo, y como ya ve su señoría o su merced; el gusto es gusto, y en dengún catecismo he visto el pecado no mirarás; yo, ya se ve, no lo hacía caso, y...

-Adelante: fue V. con el otro a los toros.

-Pues allí está, porque tomó su calesa y me llevó, que yo no me fui sola; y esto cualquiera lo hubiera hecho, y señoronas conozgo yo...

-Al grano, al grano.

-El grano es un grano de anís, como quien dice, porque el otro desde la plaza mira que te mirarás, no nos quitaba ojo en toa la corrida, y ponla las banderillas en cruz, y nos las juraba con unos gestos que Dios nos libre...

-Pero al cabo...

-Al cabo se acabó con el último toro como es costumbre, y todos nos íbamos en paz y en gracia de Dios, cuando al salir de la plaza, el Chato se desapareció no sé cómo, y yo, que me esperaba encontrarle al pie de la calesa, ¿a quien dirán VV. que encontré? pues fue náa menos que el banderillero, que diciéndome -«¡Ingrata! no, endina (me dijo), ¿es éste el modo de obedecer mis precetos?».

-Yo le dije... pero no, entonces no lo dije nada, como que estaba encogida; pero sólo le hice un gesto, y aún no sé si algo más. Él no me respondió más que dos o tres juramentos y algunos reniegos, y luego agarrando a la Curra que venía, conmigo, la subió por fuerza a la calesa: en seguida puso una rodilla en tierra y me la presentó como estribo, diciéndome por lo bajo: -«Paca, si no subes mato al Chato»; -y yo, ya ve su señoría, soy mujer de bien, y no quiero la muerte de naide.

-¿Con que, en fin, qué hizo usted?

-¿Qué había de hacer? subí.

-¿Y después?

-Después fue la jarana, porque la Curra que para servir a su señoría, es, según dicen malas lenguas, mujer de Malgesto, empezó a gruñir, y yo también, y él nos quiso tranquilizar y nos dio dos o tres bofetones a cada una; pero nosotras empezamos a menudearle y menudearnos, y ya ve usía, la defensa es natural; por último que se espantó el caballo y por poco nos vuelca; pero, en fin, nos apeamos en la calle del Barquillo, y él ya había echado a correr, y luego la Curra, y no he vuelto a saber más de ellos.

-¿Con que nada más tiene V. que alegar?

-Nada más.

-¿Y se ratifica V. en ello?

-Me ratifico en que soy mujer de bien, incapaz de dar escándalos, sino que a veces no puede una...; pero ahora voy a quejarme yo a su señoría, que también tengo mi porqué.

-Veamos.

-En primer lugar, me quejo de toda la vecindad, porque me han robado todo lo que tenía en casa y dejado por puertas.

-¿Y cómo puede V. probar?...

-Puedo probar que me han robado, que es lo principal; en segundo lugar, me quejo de mi marido porque no me defiende en mis peligros; en tercer lugar, me quejo de la Curra por catorce arañones y diez pellizcos, amén de algunos zapatazos donde no se puede nombrar; además me quejo del alguacil porque se empeña en llevarme a la cárcel, y todo porque le hice una mueca el día de San Antón, que quiso requebrarme; por último, me quejo de usía, porque desde que es Alcalde de este barrio...

-Calle V., demonio, que ya no la puedo sufrir más, o por el alma de mi padre que la ponga una mordaza que no se le caiga tan pronto.

-Veamos otro. ¿Usted, buen hombre, que quejas tiene V. que proponer a la autoridad? Sea breve y yo le prometo justicia.

-Yo, señor, me llamo Cenón Lanteja, alias Mondongo: tengo una hija que se llama Juanita, alias la Perla.

-Adelante sin más ribetes, seor Mondongo, que si volviera a echar otro alias, por este bastón que empuño que no le bajo la multa de cuarenta ducados.

-Pues señor, claro, esta muchacha tan recatada se me ha ido con un lechuguino a los toros, y...

-Aquí entro yo, señor Alcalde; yo me quejo de ese pícaro, que después de hacerme salir de casa de mi padre no me llevó a los toros, y sabe Dios...

-Señor Alcalde, palabra.

-Señor don Simón y muy señor mío, ¡qué gentecita tiene V. en casa!

-Calle V. por Dios, señor, que todas son cuitas; pues ya V. sabe que en el principal tengo una parienta joven, a quien su tío, oidor de Filipinas me dejó recomendada al morir.

-Sí, sí, ya lo sé todo, y sé también que la convida usted a los toros, y...

-Pues ahí voy; después de hacer con ella los oficios de padre, ¿sabe V. con lo que me encuentro?

-¿Qué?

-¡Ahí es nada! Que al volver con ella a su casa, me he hallado en la escalera a un galancete joven, que cuando le he descubierto, me insulta, me desafía, y...

-Pues no es eso lo mejor, señor don Simón, sino que su esposa de V., según me ha dicho el escribano, ha estado esta mañana en mi casa a quejarse de su infidelidad, y a ponerle, como quien no quiere la cosa, demanda de divorcio.

-¿De divorcio?

-Yo la he procurado calmar y desengañar, aconsejándola que para esto se dirija al tribunal de mostrencos; porque como V. tiene ese carácter...

-Señor Alcalde, señor Alcalde.

-¿Alguacil?

-Que vienen a avisar que a la puerta de la taberna de la tía Alfonsa se han dado dos hombres de navajadas y han quedado los dos muy mal heridos.

-¡Ay, Dios mío! ¡Ellos son!

-¡El Chato!

-¡Malgesto!

-¡Ay, ay, ay!

-Orden (dijo el Alcalde pegando un bastonazo en el suelo). ¿Hay aquí algún hombre bueno?... Nadie responde; pues bien; sirva V., escribano, por esta vez, y apúnteme un prospecto de providencia... a ver, lea usted.

«En la villa de Madrid a tantos de tal mes, etc., vistos, juzgamos, que debíamos mandar y mandábamos, que al muerto, si le hubiere, se le dé cómoda sepultura, y el herido sea conducido al santo hospital: que a la llamada Paca la Zandunga, mujer del Juancho, se la encierre en galeras por dos años, y lo mismo a la otra moza, alias la Curra, de estado indirecto: condenamos al zapatero Mondongo a un encierro de tres meses por no haber sabido encerrar a su hija, y a ésta a las Arrepentidas para que tenga tiempo de llorar sus extravíos: que a la señora del principal y al amante incógnito se les remita al cura de la parroquia para que los case, bajo partida de registro, y que cada uno de los vecinos de la casa pague diez ducados de multa; últimamente, al representante de los mostrencos, D. Simón Papirolario, se condena en las costas del proceso y cien ducados más; sin que esta nuestra sentencia pueda perjudicar en lo más mínimo a la buena opinión y fama de los causantes, y hágase saber a las partes para su ejecución y debido cumplimiento. -El Sr. D. Crisanto de Tirafloja, maestro guarnicionero y alcalde de este barrio, lo mandó entre dos luces por ante mí el infrascripto escribano de Su Majestad, hoy lunes 17 del corriente del año del Señor de 1836. -Gestas de Uñate».

Ninguno de los presentes se conformó con la sentencia, porque el juez era lego y no la podía dar a pesar de que la dio; pero luego fueron ante otros jueces profesos, y la cosa en sustancia vino a ser la misma, con el apéndice de otros seis meses de encerrona mientras se sustanciaba el proceso con todos los requisitos legales.

Tal fue el resultado de aquel día de toros; la riqueza pública perdió en él, es verdad, aquel tiempo y aquellos brazos; la agricultura algunos animales destinados a su fomento; los establecimientos públicos el fruto de la caridad y de las contribuciones; las costumbres sintieron la falta del pudor y la decencia; y la religión el olvido de los sentimientos más nobles y generosos; pero en cambio dos personas tuvieron ocasión de felicitarse y salir gananciosas, a saber: la tabernera Alfonsa y el escribano D. Gestas... ¡Feliz compensación!

(Mayo de 1836)

NOTA. -El ingenioso D. Ramón de la Cruz, que abasteció nuestra escena, a los fines del siglo pasado, de una rica colección de sainetes, que aún hoy consideramos como joyas literarias por su gracia, originalidad y fuerza cósmica, presentó en varios de ellos el interior de una de esas casas omnibus que existen en Madrid, donde hallan colocación centenares de familias de diversas condiciones, y que suelen dar que hacer a los alguaciles y caseros, y prestar argumento para sus cuadros de bajo cómico a pintores y poetas. Señaladamente en el que tituló La Petra y la Juana, y que ha sido conocido y representado constantemente con el de La casa de Tócame Roque, dejó aquel célebre ingenio un modelo de animación teatral y de finísima observación, que ha hecho su nombre justamente célebre. La tradición constante aplica aquel segundo título (no sabemos con qué fundamento) a la casa que aún existe en la calle del Barquillo, señalada con el número 27 nuevo, y es propia del señor Conde de Polentinos; pero, a nuestro entender, el autor no pensó en ella al trazar su escena, ni en ninguna otra determinada, sino que tomó de varias semejantes aquellas condiciones y detalles que necesitaba para sus cuadros. -Esta misma idea ha dirigido al autor de las Escenas Matritenses al delinear la que sirve de teatro al artículo de El Día de toros. Conoce y tuvo presente varias de estas casas de Madrid apellidadas Domingueras por las visitas dominicales que suelen hacer los caseros para percibir sus alquileres; y, entre otras, además de la ya citada de Tócame Roque, recuerda la del Mundo nuevo, la del Curra, la de la calle de la Paloma, la calle de Hortaleza, llamada de Garrones, la del Pastor, en la calle Segovia, que por el desnivel de terreno ofrece la circunstancia de ser piso bajo por la plazoleta del Alamillo lo que es segundo o tercero por la calle de Segovia, y otras así; y tomando de cada una lo que le pareció oportuno, construyó mentalmente la suya y la colocó en los barrios de San Lorenzo, para desorientar a los investigadores (si los hubiera) de esta parte topográfica de las Escenas.