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ArribaAbajoMi calle


    «Si hacen de mi humor desdén,
No tienen más que gustallo,
Mientras por tonto echo el fallo
A quien no le sepa bien».


IGLESIAS.                


Cierto que es preciso haber nacido con una inclinación bien pronunciada hacia la observación de las costumbres, para pretender seguir describiendo las nuestras en los tiempos de rápida transición y de movilidad prodigiosa que alcanzamos. -Si la primer circunstancia recomendada por el artista para obtener la semejanza de un retrato es la inmovilidad completa del original, ¿cómo pretender alcanzar aquélla cuando el modelo se cambia y agita en todas direcciones y a cada momento, y ora ríe y charla y se envanece, haciendo pomposo alarde de su arrogancia, ora se lamenta y esconde como para ocultar su abyección y miseria? ¿Cómo y en qué momento sorprender a un ave que vuela, a un niño que crece, a una rueda que gira, a un pueblo antiguo, en fin, que desaparece y se confunde en otro nuevo, que renuncia lo pasado y sacrifica lo presente por entregarse a las ilusiones y esperanzas del porvenir?

Y cuenta, señores lectores, que aquí no voy a tratar de los grandes acontecimientos políticos que diariamente vemos sucederse entre nosotros; mi particular condición me mantiene a una distancia respetuosa para querer ocuparme en ellos, y nunca mi modesta pluma lo ha pretendido, ni ami intentado. En este punto digo con Mercier: -«Pasajero en el navío, no pretendo gobernar al piloto». -Empero aquellos acontecimientos, aquella vitalidad asombrosa de este siglo del vapor, que atravesamos, imprimen a las costumbres su reflejo, prestan al nuestro su carácter rápido e indeciso; y bajo este aspecto entra en la jurisdicción del Curioso el considerarle, no ya en los profundos y enmarañados bosques de la ciencia política, no, en el animado cuadro de la historia contemporánea, sino, en el no menos armónico y consecuente de los usos y costumbres populares. -Quédese para espíritus más elevados, para plumas mejor cortadas, el indagar y desenvolver las causas; mi natural cortedad me limita a los efectos más prosaicos y palpables.

Reducido a este estrecho recinto, apenas llegan a mi noticia los acontecimientos públicos; ni frecuento los salones políticos; ni los señores periodistas de todos los colores del iris ven mi nombre en las listas de sus abonados; ni el cartero sabe las señas de mi habitación; ni en los cafés hago otra cosa que beber; ni pueden quejarse de mí las tiendas de la calle de la Montera ni las losas de la Puerta del Sol. -Pero, en medio de este aislamiento, y cuando las ideas vienen, por decirlo así, a materializarse, no puedo menos de observar en ellas la marcha de este siglo corretón y que parece que va huyendo de su sombra. -Como de paso, y desde el ventanillo de una diligencia, veo sucederse los hombres y las cosas, cual se suceden en un camino los troncos y los brutos, y multiplicada la rapidez con que ellos marchan por la rapidez con que yo vuelo, viene a reproducirse en mi imaginación un resultado tal de movimiento, que apenas acierto a bosquejar en ella ni aún los objetos más notables.

Así que, procediendo por impresiones del momento y sin ningún conocimiento de causa, no es extraño que lleguen a sorprenderme las cosas que me saltan al paso, y que, a falta de conocer su objeto, venga a deducir consecuencias que, por lo naturalmente simples y materiales, pudieran figurar airosamente en el diccionario de Pero Grullo. Por ejemplo:

Cuando recorriendo de esta manera las calles de nuestra capital veo darse tanta prisa a derribar edificios monumentales, supongo de buena fe que habría sobra de ellos; cuando veo construirse anchas aceras y cuidarse de la mayor comodidad de los pedestres, entiendo que acaso vayan a suprimirse los coches; cuando advierto la riqueza excitante de las tiendas, calculo la ingrata esquivez de los compradores; cuando reparo en la elegancia y profusión de nuestras boticas, saco la consecuencia del profundo saber de nuestros médicos; la variedad y confusión de los trajes me hace sospechar la que reina en las opiniones; la enciclopédica ostentación de los esquinazos de la Puerta del Sol me pone al corriente del estado brillante de nuestra literatura; y la grata diafanidad de los nuevos faroles me convence plenamente de que estamos en el Siglo de las Luces.

Mas ¡oh contraste! ¡contraste verdaderamente romántico y teatral! Cuando miro el empedrado de algunas calles, las casas a la malicia, los calesines desvencijados, las escaleras de la Plaza, los tocadores al sol de la calle de Lavapiés, la fuente de la Puerta del Sol, las droguerías de la calle de Postas, el teatro de la Cruz, la fachada del Hospicio; entonces, como que prescindo de todo lo demás que vi, y recuerdo entre sueños el Madrid pasado; aquel Madrid de la clásica antigüedad, que cada día me veo precisado a arrancar hoja a hoja del Manual.

Vuelvo a repetirlo: el espectáculo de nuestras costumbres actuales, de estas costumbres indecisas, ni originales del todo ni del todo traducidas, ni viejas ni nuevas, ni buenas ni malas, ni serias ni burlescas; esta mezcla de nuestros propios gustos con los gustos aprendidos en el extranjero; este refinamiento de lujo al lado de la más espantosa miseria; esta inconstancia de ideas, que nos hace abandonar hoy el proyecto de ayer, y deshacer lo hecho sólo porque existe; y ensayarlo todo, y todo exagerarlo; y llevar el género clásico-retrógrado hasta dormir, y el romántico-progresivo hasta accidentarse; y silbar a los unos y a los otros; y matarse porque se escriba, y luego no comprar un libro; y correr desde los toros a la ópera italiana, desde la tribuna al sermón, desde las sociedades políticas al Prado, desde lo alto a lo bajo, desde lo pasado al porvenir, y desde lo presente a lo pasado; desde el año 8 al 14 y del 14 al 8, del 23 al 14 y del 33 al 20, del 36 al 12 y del 37 al... ¡sábelo Dios!... Todos estos vaivenes todas estas inconsecuencias, toman forma material, por decirlo así, en nuestras casas, en nuestros trajes, en nuestras diversiones, en nuestros placeres, en los usos, en fin, más indiferentes de nuestra vida privada.

Un filósofo práctico no puede dejar de ver todo esto con sólo recorrer las calles de Madrid; y sin ser Víctor Hugo, ni estar acostumbrado a trasladar el lenguaje de las piedras al idioma vulgar, no podrá menos de reconocer estos vaivenes, esta incertidumbre en todos los objetos que hieran sus sentidos. -Ellos le ofrecerán una población rica y pobre, indiferente y agitada, atrasada y progresiva, con recuerdos y con esperanzas, con fanatismo y con filosofía; mezcla, en fin, de lo delicado y lo grosero, de las épocas que pasaron y de las que van a suceder.

Puede que haya alguna exageración poética en este aserto; pero yo veo todo esto y ala más en las calles de Alcalá y de Lavapiés, de la Montera y del Barquillo, de San Antón y de Carretas. -Pero ¿qué digo? sin salir de la mía pudiera presentar a mis lectores un compendio que bastára a probar ex ungue leonem; -y por cierto, ya que he nombrado mi calle, no quiero renunciar a trazar este ligero verbigracia, este prospecto sustancial, siquiera parezca impertinente y como traido a mi intento por la cabellera.

Figúrese, pues, el que guste acompañarme, una calle que, sin ser elegante ni bulliciosa de suyo, participa de la influencia de dos de las principales de Madrid, a quienes sirve de paso y comunicación. Con sólo salir de una de éstas y dar un paso en la mía, ya se ha retrogradado dos siglos, ya se ha constituido el viajero, no diremos en el Madrid de los moros, pero al menos en el de Cervantes y Calderón. -Las anchas y cómodas aceras, camino real de Pontejos, no han penetrado aún en este modesto recinto, ni lo permite su estrechez ni torcida dirección, semejante en lo indecisa a la que llevamos en lo que va de siglo; un empedrado menudo, vacilante y desigual, forma la base de su sistema; algunas de sus casas, aparentando marchar con el siglo, elevan su cándida frente sobre los edificios estacionarios que las rodean; y el lujo y la juventud de aquéllas contrastan singularmente con la decrepitud y desaseo de éstas; unas y otras, empero, por sus formas respectivas, revelan, ya el esplendor, ya la miseria de sus habitantes, y de aquí el que los efectos del ya citado contraste se extiendan, no tan sólo al aspecto físico de las casas, sino también a las inclinaciones, usos y condición moral de sus pobladores.

Para proceder con el orden debido, o lógicamente, como dicen los escolásticos, podemos tomarnos la molestia de penetrar por una de las entradas de dicha calle, deteniéndonos, según conviniere, en aquellos objetos más marcados. -Por de pronto, se nos presenta interrumpida la línea general de las casas por dos o tres de ellas, que intestan algunos pies más retiradas que las demás, lo cual, sin duda, debió originarse de algún plan de desahogo y de mejora de esta calle, que existiría en los tiempos antiguos, y que, como todos los planes de mejora que se forman en España, fue abandonado después. -Este ligero recodo forma lo que en Madrid se llama una plazuela, bien que (sea dicho en verdad) tan incógnita, que aunque con su rótulo y todo, se escapó a la solícita averiguación del último corregidor de la villa. -Ustedes, señores lectores, querrían que yo compulsase el dicho rótulo, aunque no fuese más que para sacar el ovillo por el hilo, y averiguar de esta manera la calle que hoy me toca sacar a la escena; pero ¿no conocen VV. que esto sería demasiada candidez, candidez semejante a la del pintor de Orbaneja, o a la de aquel otro que, habiendo trasladado en su lienzo a San Antón y su inseparable compañero, puso debajo, para evitar dudas indiscretas: «Este es San Antón, y este otro es el cochino»? -Yo, en fin, no he de revelar el nombre de mi calle, sino dar tales señas de sus facciones, que aquel que la conozca no pueda menos de exclamar: «Esta es».

Volviendo a la plazoleta de su entrada, no hay que alegar de su inutilidad, pues que sirve de común patrimonio a un herrador, a un carbonero y a una cabreria, los cuales alternan armónicamente en su tranquila posesión, según las horas del día, a saber: el carbonero, durante las primeras de la mañana, procediendo al descargo y encierro de las seras de carbón, operación atlética, en que los robustos asturianos ofrecen gratis un espectáculo no menos prodigioso que el de los señores Darrás y Manche; el herrador, en lo restante del día usa de la plazuela acondicionando bestias de toda especie; y el cabrero, al anochecer (como es uso y costumbre en toda égloga), echando a pacer las mansas cabrillas, no ya la hierba aljofarada, sino los pedazos de tachuela y los desperdicios del cisco.

Una taberna (con perdón) sale al paso, y detendría al menos aficionado, si no fuera por otras tres o cuatro que se disputan con ella el surtido de la calle; pero cuenta que la que hablamos es taberna filosófica, con dos puertas como el templo de Jano, una de paz y otra de guerra; una pública y ostensible, otra disfrazada en un portal ¡y qué portal!... portal-pasaje, que comunica con una calle principal y con una oficina, y luego por la parte de arriba huéspedes, y qué sé yo cuántas cosas... ¡Feliz situación de establecimiento!


    «¡Si es o no invención moderna,
Vive Dios que no lo sé!
Pero delicada fue
La invención de esta taberna».

Las casas nuevas y renovadas se ostentan por lo regular en la acera izquierda; la derecha la ocupan las accesorias de dos establecimientos públicos; el uno, financiero; el otro, artístico; aquél, concurrido; éste, solitario; éste, demostrando en su lúgubre manto el miserable estado de las artes en España; aquél, dando a conocer en su animación la tendencia y objeto de este Siglo del Oro. Uno y otro, a decir verdad, podrían haberse ido a situar a otra parte, y no venir a oponerse a la propagación de nuestras luces. Afortunadamente para el último tercio de la calle, ciertas tapias de un convento de monjas favorecen a la claridad del frente, máxime después que la revolución ha venido a batir las cataratas o pantallas de los balcones. -Esto en cuanto a la vista; en cuanto al olfato, no nos falta ocupación a los vecinos de la tal calle, teniendo a mano la sección central del diabólico invento de Sabatini; -más allá brinda mil placeres al gusto un establecimiento gastronómico de seis reales abajo; -tres o cuatro barberos, oportunamente colocados, se encargan por su parte de asegurar al oído sus más punzantes sensaciones; -y por último, algunas cortinillas vergonzantes dejan adivinar otros estímulos al más perseguido y envidioso de los sentidos.

De todo hay, pues, en esta enciclopédica calle: lujo e indigencia, clásico y romántico, virtudes y yerro, oro y estiércol; y todo en cuatro pasos, como quien dice; y en estos cuatro pasos, que dan VV. todos los días, señores lectores, distraídos e indiferentes, no habrán hecho alto en el bullicio de las tabernas, ni en el silencio del convento; ni en la desentonada vihuela y la seguidilla del eutresuelo, ni en el armónico piano a la preghiera del prine ipal; ni en la carretela parada a una puerta, ni en la sabatina que sale por otra; ni en los cabritillos que triscan ni en los muchachos que retozan; ni en las casas al estilo de Londres, ni en las otras al estilo de Leganés; ni en los empleados que entran, ni en los que salen; ni en los huéspedes forasteros, ni en los habitantes indígenas; ni en la elegante romántica de la Edad Media, ni en la com paseada manola de la mantilla de terciopelo; ni en los dichosos del día, ni en los desdichados de la noche; ni en nada, en nada, en fin y de todo lo que constituye este variado espectáculo, este cuadro de fantasía que llamamos... -¿Su calle de V.? -Sí, señores lectores, la de ustedes, la mía, cualquiera de las calles de Madrid: se entiende, del Madrid de 1837.

(Enero de 1837)

NOTA. -En medio de la constante preocupación del autor en huir absolutamente de todo roce con las circunstancias políticas de la época, déjase conocer que, reflejadas éstas en nuestras costumbres, le era imposible prescindir de dar a conocer las nuevas necesidades, las diversas tendencias que diariamente se desarrollan en las ideas, en los usos, en los modales, y hasta en el lenguaje vulgar. -En el presente artículo, bajo el pretexto de pintar la calle en que vivía (Angosta de San Bernardo, hoy de la Aduana) ofrece un traslado fiel de la incertidumbre y perplejidad del escritor ante la indecisión de las costumbres, y la necesidad de adoptar, para describirlas, giros más atrevidos, colores más determinados, que es lo que al cabo hubo de hacer, como se verá en los cuadros que siguen a éste.




ArribaAbajoEl salón de Oriente

Abriose, en fin, el Salón de Oriente, este hermoso paréntesis entre la guerra civil y los empréstitos forzosos; entre la falta de pagas y los debates parlamentarios; entre el Palacio y el Espíritu Santo; entre la aristocracia y la democracia; entre la edad pasada y las futuras edades; entre la miseria y la opulencia; entre los antiguos amores y los amores nuevos; entre las harturas de Navidad y las abstinencias de Cuaresma; entre los desengaños de 1836 y las esperanzas de 1837.

Abriose, en fin, absorbiendo en su bullicioso seno la política, los triunfos militares, los reveses parlamentarios, los discursos periodísticos, las felicitaciones, las oposiciones, los planes de campaña, los presupuestos, las pretensiones, las relaciones, las enemistades y desvaríos de un pueblo grande, en cuya marcha tienen fija la vista los demás pueblos, y que en este momento se entrega apaciblemente a las gratas combinaciones de la mazourka.

Justo es que, dando al tiempo lo que es suyo, sigamos el impulso general y abandonemos también por un momento los modestos objetos a que ordinariamente nos dedicamos, para tratar del ídolo del día; que olvidemos las ciencias y la literatura por la máscara y el dominó; las narraciones históricas por el ruido de las músicas y la danza, y los monumentos de la antigüedad por el moderno salón oriental.

Las fuerzas, sin embargo, me abandonan cuando quiero penetrar en aquel complicado laberinto y pretendo traducir las páginas de un libro que a medida que la edad va clareando mis cabellos se me hace menos inteligible y expresivo.

Colocado enmedio del salón, veía indiferente y con aire de estupidez el rápido movimiento, los encontrados giros de moros y valencianas, de beatas y dominós, de arlequines y capuchones. -Para mí todos aquellos encuentros eran casuales, todas aquellas separaciones imprevistas. -Semejante al que mira jugar sin entender el juego, parecíame a veces que tal jugador debía triunfar cuando renunciaba, que tal otro debía pasar cuando tenía un estuche. -Aplaudía sin oportunidad, reía fuera de tiempo, y daba la vuelta por el salón para abrogarme el aspecto, de antiguo conocido, y el salón me respondía con la más profunda indiferencia. De aquí vine a sacar una gran verdad, y es que el año de 1837 no era el de 1832; que nuestra época había pasado, que otra generación nos había sucedido, y que tranquilamente y sin apercibirlo nos hallábamos ya colocados entre los desperdicios de la clásica antigüedad.

Resignado con la suerte, íbame a retirar sin osar penetrar en los arcanos de aquel interesante cuadro, cuando, quiso la fortuna depararme el más oportuno instrumento, para dibujar hasta una forma microscópica todos los colores y matices de aquella escena; un completo diccionario de aquellas simbólicas páginas; una brújula, en fin, segura para navegar con acierto en aquel agitado mar.

Consistía, pues, mi feliz encuentro en una de esas muchachas chiquitas, estereotípicas y de faltriquera, que se reproducen en todas partes y a todas horas, como una edición completa a mil ejemplares; que en invierno solemos hallar en el Prado tomando el sol, y en verano tomando la luna; que en febrero engañan con máscara de alegría, y en marzo con máscara de devoción; que en abril asisten a las tinieblas, y en mayo a la pradera de San Isidro a ver salir el sol; que en junio pasean la carrera del Corpus, y en julio la de la plaza de toros; que en agosto se bañan en todos los establecimientos posibles, y en setiembre ya están puestas en feria en la calle de Alcalá; que en octubre miran los cuadros de la Academia, y en noviembre los epitafios del campo santo; que en diciembre frecuentan los dulces de la Plaza, y en enero los patines del Retiro; y que en todos los meses, en todos los días, en todas las noches, llenan todas las calles, todas las tiendas, todas las iglesias, todas las tertulias, todas las procesiones, todos los circos, todas las romerías, todos los teatros, todas las misas de tropa, todos los entierros, todas las revistas, todas las entradas triunfales y todas las asonadas; desde la puerta de Toledo hasta el jardín de Apolo; desde la Plaza de Toros a la Casa de Campo; muchachas, en fin, pólipos, azogadas, imánicas, verdaderos kaleidescopios multiformes, reproducciones fantásticas, y resolución práctica del problema del movimiento continuo.

Esta muchacha, viva, corretona y sulfárica, era, como si dijéramos, una segunda edición, corregida y aumentada de cierta mamá verde, en plena posesión de sus treinta y ocho carnavales y de sus veinticuatro reales de Monte Pío, y viuda con quien yo había simpatizado bastante en mis años juveniles.

El lector me perdonará si me veo precisado a hacer aquí esta ligera revelación, pues no puedo de otro modo explicarle la franqueza con que la niña, atravesando el salón, vino flechada a encontrarme a uno de sus ángulos, donde a guisa de estatua de rinconera me hallaba entretenido con mis pensamientos, falto de mejor ocupación.

-¿Qué hace V. ahí? (me dijo mi amable interlocutora con una voz que penetró en mis oídos como un recuerdo de mis alegres años, cual un viento de primavera en una tarde canicular).

-¿Qué tengo de hacer? -respondí procurando poetizar un si es o no es mi discurso -estaba contando las luces del salón; pero en este momento echo de ver que había errado la cuenta, pues no había visto las dos que ahora me iluminan.

-¡Bah, bah! ¡Lindo retruécano! ¡Gusto clásico! Por esas señas, si V. trata de darnos la estadística del salón, escribirá que tiene cuatro mil pies, si es que son dos mil los concurrentes.

Un si es no es me desconcertó la respuesta, por la parte que ridiculizaba mi concepto; pero no pude menos de confesar que tenía razón, y se la dí, y el brazo para conducirla hasta el otro extremo del salón, donde a la sazón se hallaba la viuda madre, verificando, por lo que pude sospechar, la conversión de un sarraceno a su creencia.

En peor ocasión no podríamos llegar a la presencia maternal. -Esta voz mamá, dirigida por una muchacha de quince años a una vestal, delante de un moro adorador de su cándida inocencia, era una verdadera interpelación exótica, grosera y como lo son las más de las interpelaciones; por otro lado, mi presencia al lado de la hija venía a ser un discurso entero de oposición; era un drama completo, unas memorias autógrafas en cuatro tomos.

La sacerdotisa de Vesta se encontró, pues y tan desconcertada cómo un ministro tribunizado, o como un jugador de maños a quien hayan acertado la trampa; pero acordándose luego de sus treinta y ocho, nos dijo con entera seguridad: -«Tu mamá ha cambiado de traje conmigo yo la he dado mi pasiega, y ella me ha dado, su vestal».

Y hétenos aquí, lector carísimo, buscando un zagalejo amarillo por aquellos, salones, corredores y escaleras, y preguntando a todos por una pasiega que primero había sido vestal.

Pero en vano; todas las vestales se ofendían de que las tomásemos por pasiegas, y ninguna pasiega estaba tampoco conforme en parecernos vestal.

Durante esta larga travesía, que para mi volátil pareja no fue sino un breve episodio, vino a revelarse en mí la acción principal de aquella noche. Y si no temiera abusar de la paciencia de mis lectores, daríales cuenta de las observaciones crítico -filosóficas que la inteligencia de aquélla me proporcionaba; expondríales d'après nature todas las escenas, antes mudas a mis ojos, y ahora tan expresivas y significantes, auxiliado por el natural instinto de mi compañera. Ella reía, burlaba, preguntaba, respondía, observaba, y hacía, en fin, lo mismo que en ocasiones semejantes solía yo hacer algunos años antes; mi imaginación iba colgada de mi brazo; mi cabeza descansaba en la más profunda inacción; el Príncipe, Solís, Trastamara, San Bernardino, Abrantes, Santa Catalina, todos los sitios fecundos en sucesos, que para mí venían ya a ser otros tantos acusadores de mis años, otras tantas guías atrasadas, otros tantos laureles marchitos, reproducíanse a mi vista con todos sus encantos y frescura. Placíame en recorrer con aquel precioso talismán el magnífico salón, y vivificado con su fuego, veía renovado en mí aquel sentimiento bullicioso, maligno y juvenil, que algunas horas antes creía extinguido para siempre. Ya no me parecía el baile monótono, confuso y desacordado; ya no hallaba a la concurrencia fatigada, displicente y distraída; todo en mi imaginación había recibido un nuevo sentimiento; la agitación y el movimiento eran entonces condiciones de mi existencia; el ruido y el continuo roce, el resplandor de las luces, los vapores de la atmósfera, obraban fuertemente en mis sentidos. Necesitaba ya, como antiguamente, correr del salón a la fonda, de los tocadores a las piezas de descanso, de la tribuna a la sala de juego; y aquel continuo vagar por tránsitos y escaleras, y preguntar a todos y no responder ninguno, y respetar los misteriosos coloquios de los ángulos de las salas, y evitar las banquetas donde tienen su asiento las mamás inamovibles y sólidas, y embrollar al paso alguna pareja dichosa, y servir de punto de conciliación a las nuevas intrigas en agraz.

No sé cómo explicarlo; pero aquella muchacha había cambiado mi existencia, había hecho retroceder mi edad. Ya no había para mí Oriente, ni observaciones, ni 1837 -había únicamente amor, máscaras y 1832.

A imitación de mi cabeza, mis piernas se hallaban también aligeradas; y luego ¿quién no vuela en alas de un serafín? No hubo más, sino que al ruido de la música, vínome a la memoria el olvidado compás, y creyéndome el genio de aquella sílfide, improvisé una galope instintiva, espontánea, aérea, que... Mas ¡oh dolor! mis pies, entumecidos de algunos años, se rehúsan al movimiento... mi pareja sigue la figura en los móviles brazos de un barbudo galán, y... ¡ay de mí!... ¿qué es esto?... las luces... se apagan las luces... la gente desaparece... el ruido se convierte en silencioy se abre una puerta... alguien me toca. -¿Eres tú, divina criatura?... ¿qué es esto?... ¿quién me mueve?...

-Señur, las ochu en puntu...

-¡Ah, maldito gallego!

¡Desapareció la ilusión! Todo se explica. El salón era mi alcoba; el que entraba a llamarme, mi gallego; el baile, un sueño; y mi amable pareja, aérea, incorpórea, impalpable era, en fin, mi imaginación, que no quiere aún renunciar a la juventud.

(Febrero de 1837)




ArribaAbajoCostumbres literarias


- I -

La literatura



    «Virtud y filosofía
Peregrinan como ciegos:
El uno conduce al otro,
Llorando van y pidiendo.


LOPE DE VEGA.                


Desde que en España hay literatura, se ha venido repitiendo constantemente que en ella no puede haber literatos; y siéndolo los mismos que dicen esto, preciso será creerlos bajo su palabra, y convenir con ellos en que el cultivo de las letras no es entre nosotros el mejor género de cultivo.

Y a la verdad ¿qué es un literato, meramente literato, en nuestra España? Una planta exótica a quien ningún árbol presta su sombra; ave que pasa sin anidar; espíritu sin forma ni color; llama que se consume por alumbrar a los demás; astro, en fin, desprendido del cielo en una tierra ingrata, que no conoce su valor.

Si, confiado en la superioridad de su genio, no supo unir la adulación a las dotes de su talento; si, mirando desdeñosamente los intereses materiales, no acertó a mendigar un favor del poderoso; favor menguado que apartándole de sus nobles ocupaciones, le convierte en lisonjeador de oficio o en mecánico oficinista; todo su saber, por grande que sea, bastará tal vez a conquistarle un lugar distinguido en las crónicas literarias del país; acaso la posteridad encomiará su genio; acaso levantará estatuas a su memoria; pero en tanto su vida se consumirá angustiosa en medio de las tristes privaciones; y aquel hondo despecho que produce en el alma un desdén injusto, abreviará sus días, y le conducirá muy luego al ignorado sepulcro, que en vano buscarán sus futuros admiradores.

Hubo un tiempo, es verdad, en nuestro país, que parecía presagiar a las letras más alta fortuna, más estimada consideración. Los siglos XVI y XVII, imprimiendo en este punto a las costumbres una tendencia bienhechora, vieron muy luego aparecer eminentes ingenios, que, consignando eternamente la gloria de aquella edad, recompensaron con usura los favores que de ella pudieron recibir.

Sin embargo, no bastó tampoco entonces el talento literario; preciso fue también unir a él la intriga cortesana, y saber prescindir en ocasiones del hombre de letras, para aparecer bajo el aspecto del hombre político o del discreto palaciego. -Los que, como Quevedo, Mendoza y Saavedra, supieron reunir estas cualidades a las de escritores, vieron recompensado su mérito con altos empleos, con regios favores, y figuraron airosamente entre los primeros hombres públicos de su tiempo; los que, como Cervantes, Lope y Moreto, limitaron su ambición a la gloria literaria, fueron, es verdad, el objeto de entusiasmo de su siglo, y pudieron presagiar en vida el tributo de admiración que había de rendirles la posteridad; mas sus trabajos, tan aplaudidos y admirados, no bastaron a asegurarles una cómoda subsistencia, ni a legar a sus hijos otra cosa que la gloria de sus nombres esclarecidos. -Lope de Vega quedó empeñado al morir después de haber escrito dos mil comedias (que los cómicos solían pagarle a 500 rs.), y otras muchísimas obras sueltas; Calderón vendió todos sus autos sacramentales a la villa de Madrid por 16000 rs., y Miguel de Cervantes tuvo que mendigar el socorro de un magnate para dar a luz la obra inmortal que había de ser el primer título de la gloria literaria del país.

Cuando en el último tercio del siglo anterior volvieron a aparecer las letras, después de un largo periodo de completa ausencia, una feliz casualidad hizo que hombres colocados en alta posición social fueran los primeros a cultivarlas; y de este modo se ofrecieron a los ojos del público con más brillo y consideración. Montiano, Luzán, Jovellanos, Campomanes, Saavedra, Llaguno, y los padres Isla y González, el duque de Híjar, los condes de Haro y de Noroña, Viegas, Forner, Cadahalso y Meléndez, ocupaban los primeros puestos del Estado, las sillas ministeriales, las dignidades eclesiásticas, las embajadas, la alta magistratura y los grados superiores de la milicia; bajo este aspecto pudieron servir y sirvieron efectivamente, a las letras, tanto para adquirirlas en el concepto público aquel respeto que por desgracia sólo se prodiga a los falsos oropeles, cuanto para estimular a la juventud a emprender una carrera que no aparecía ya como incompatible con los halagos de la fortuna.

Empero de un extremo vinimos a caer en el opuesto; los jóvenes se hicieron literatos para ser políticos: unos cultivaron las musas para explicar las Pandectas; otros se hicieron críticos para pretender un empleo; cuáles consiguieron un beneficio eclesiástico en premio de una comedia; cuáles vieron recompensado un tomo de anacreónticas con una toga o una embajada. -Y siguiendo este orden lógico se ha continuado hasta el día, en términos que un mero literato no sirve para nada, a menos que guste de cambiar su título de autor por un título de autoridad.

De aquí las singulares anomalías que vemos diariamente; de aquí la prostitución de las letras bajo el falso oropel de los honores cortesanos. -¿Fulano escribió una letrilla satírica? Excelente sujeto para intendente de rentas. -¿Zutano compuso un drama romántico, o un clásico epitalamio? Preciso es recompensarle con una plaza en la Amortización. -Aquél que hace muy buenas novelas, a formar la estadística de una provincia. -Éste, que ha traducido a Byron; a poner notas oficiales en una secretaría. -El otro, que escribió un folletín de teatros; a representar al Gobierno español en un país extranjero.

Entre tanto, aquellos escritores concienzudos, que ven en el cultivo de las letras su sagrada y única misión, y que no sabiendo o no queriendo abandonarlas, esperan recibir de ellas la única corona a que aspiran, yacen arrinconados, y como se dijo al principio, peregrinos en su propia patria; y el pueblo que los mira, y los magnates que no comprenden la causa noble de su desdén, le arrojan al pasar una mirada compasiva, o llegan a dudar hasta de sus intenciones o su talento... -«¡Literato!... ¿Qué quiere decir literato?...», le preguntará la autoridad al empadronarle. -«¡Poeta!...», repetirá el pueblo... «¡Valiente poeta será él, cuando no ha llegado a ser ni siquiera intendente o covachuelo!».

De esta manera, la multitud, que sólo juzga por resultados, se acostumbra a ver la literatura como un medio, no como un fin; como un título de elevación, no como un patrimonio de gloria; y entre tanto que ensalza y eleva al talento, y engalana la persona del autor con relumbrantes uniformes, deja olvidadas sus obras en la librería; y por una singular contradicción, aquellos mismos escritos bajo los cuales se escondía una elevada posición social, sirven al mismo tiempo para que el inhumano tendero envuelva en ellos las pasas de Málaga, o los quesos de Rochefort.




- II -

El manuscrito


«Así se animarán nuevos autores a imprimir obras que vender al peso».


IRIARTE.                


Y para hacer más sensible el argumento por medio de un ejemplo, figurémonos un autor que después de haber dedicado largos años a trabajar concienzudamente una obra literaria, ve por fin concluido el trabajo en que vincula la gloria de su nombre y las esperanzas lisonjeras de su porvenir...

¡Pobre autor! ¡Tú creías cuando dabas fin a la última página de tu libro, que nada te quedaba ya que trabajar, nada que padecer! -Pues entonces es cuando empieza tu verdadero sufrimiento, tu más ingrata tarea. -Por fortuna, en el día no tienes que temer las trabas de una censura arbitraria, ni necesitas mendigar un permiso, que las leyes actuales te conceden gratuitamente... Si hubiera sido hace algunos años, tu primera diligencia sería la de poner un pedimento en papel sellado, y cargado con él y con tu manuscrito, acudir a la escribanía de cámara del Consejo de Castilla, dejándolos allí confiados en manos de curiales entre despojos y moratorias... ¡Qué agudo puñal para un escritor al dar el tierno adiós (que podía muy bien ser el último) a su amada obra, y arrojarla entre profanos, que midiéndola por su escasa inteligencia, no hacían escrúpulo en despreciar un manuscrito que acaso la posteridad miraría como un tesoro!

El secretario formulaba su relación, y cargando con el manuscrito entre los demás papeles del despacho, entraba al Consejo a dar cuenta de él entre un permiso de feria y un alegato de bien probado; -el tribunal mandaba censurar aquél, y el escribano era regularmente el que designaba el censor; y si la obra era de bella literatura, la remitía al guardián de San Francisco o al cocinero de los Mínimos; y si hablaba de Historia, no faltaba algún capellán de monjas; o un abogado del Colegio, si se trataba de una colección de poesías. -En vano el pobre autor trataba de adivinar por todos los medios posibles en qué manos se hallaba; este secreto era secreto de Estado, y los hombres de ley sabían guardarlo, y dar así a los censores todo el desahogo posible para que pudieran meditarla a su sabor dos o tres años.

¿Quién pintará las angustias de aquel mísero autor en este tiempo? ¿Quién sus exquisitas diligencias para descubrir el paradero de su futura gloria? Por fin, al cabo de muchos meses y de varios pedimentos de recuerdo, decretados por el tribunal, el tiránico censor devolvía la obra, o con una negativa terminante, o toda mutilada con inmundos borrones, que hacían desaparecer su mérito principal; y gracias, cuando no se metía a enmendarla de su propia autoridad y hacer decir al autor cosas que ni en sueños imaginara. -Satisfecho de este modo el tribunal de que el libro no contenía nada contra nuestra santa religión ni las regalías de la corona, solía conceder el permiso, y el autor se daba por muy satisfecho cuando a vuelta de algunos ducados, y aparapetado con su Real cédula, lograba recoger aquella oveja descarriada, su libro querido, todo desvencijado por manos impuras, y con sendas rúbricas en cada una de sus hojas.

Ahora, es verdad, los tiempos han cambiado; para ser autor no se necesita más que un buen ánimo; y en gracia de esta libertad, han llegado las letras a la altura que las vemos. Asombroso, a decir verdad, debe ser el número de obras importantes que han debido ver la luz desde que se abolió toda censura; nuestros escritores, que antes se escudaban con ella para justificar su silencio, han podido dar a conocer sus prodigiosos adelantos y su genio superior. Ciencias, artes, literatura, todo han podido tratarlo con extensión; nadie les ha ido a la mano... Desde entonces las imaginaciones han tomado un vuelo gigantesco, las luces se propagan, las prensas gimen, y... ¡desgraciada la madre que en estos tiempos no tiene un hijo escritor!... Por resultado de este movimiento admirable, benéfico, sublime, ¿dónde están las enciclopedias profundas, las filosóficas historias, los científicos viajes, las críticas novelas, los admirables poemas? -Sin duda que han debido abundar en estos tiempos de franquía político-literaria. -Sin duda que nuestros escritores se habrán dado prisa a vengar el honor nacional, y a responder victoriosamente a los terribles cargos que de dos siglos a esta parte les dirige la Europa entera... -Sí, señor, han respondido, han escrito multitud de volúmenes... de periódicos, llenos de partes militares o de alocuciones civiles. El público no quiere más historias que la historia contemporánea, ni busca otro progreso sino el progreso de la guerra.




- III -

La librería


«En literatura, el producto del trabajo esté en razón inversa de su importancia».


ADISSON.                


Mas, volviendo a nuestro anónimo escritor, a quien hemos dejado con su manuscrito bajo el brazo, salvándole, cual otro Camoens, de los embates de las olas, sigámosle paso a paso en sus diligencias ulteriores hasta ver realizado el objeto de sus esperanzas.

Por de pronto, le encontraremos corriendo una a una todas las imprentas de Madrid, y cotejando formas, y demandando precios, y escogiendo papel, y reduciendo, en fin, a números todas las circunstancias del contrato, hasta arreglar convenientemente sus bases.

Pocas cosas hay tan entretenidas como ver a un literato ajustar una cuenta o formar un cálculo con aquella pluma con que suele volar por las vagas regiones de la fantasía. La falta de práctica y su escaso conocimiento de los guarismos le hacen equivocar a cada paso la cuenta; y suma y multiplica, y vuelve a sumar y multiplicar, y unas veces saca mil y otras un millón; y quien de 24 quita 6 deja 40, y llevo 7; dos mil ejemplares vendidos a duro hacen 200000 duros; rebajados 500 por el coste de su impresión, quedan 150000 duros limpios de polvo y paja... ¿A dónde vamos a parar?

Que se ajustan, en fin, literato e impresor, y que empieza la tarea de la composición y la corrección de pruebas, y el ajuste, y el pliego de prensa, y la tiración y retiración, y las capillas, y el alce y el plegado; y mi autor en algunos meses no sabe qué cosa es dormir, ni sosiega un solo instante; y unas veces riñe con el regente de la imprenta por la tardanza, y otras con los cajistas por la precipitación; y se desespera por una errata, porque en vez de tu mano esquiva, le han puesto tu mano de escriba, o en lugar de memoria póstuma han estampado memoria postema, u otros quid pro quos tan inocentes como éstos, en que suelen incurrir los inocentes cajistas.

Llega, por fin, el suspirado momento en que, ya corrientes y encuadernados los ejemplares de impresión, va a proceder a la venta, y una mañanita muy temprano sale mi diligente autor a revistar uno por uno todos los esquinazos de Madrid, donde ha hecho fijar grandes cartelones con letras tan grandes como todo el libro; y se aflige y desespera porque unos los encuentra demasiado altos, y otros demasiado torcidos; cuáles empezados a rasgar; cuáles rasgados del todo; éstos cubiertos por un anuncio de novillos; aquéllos ofuscados por una función de cofradía. -Pero se consuela con que en aquel mismo día la Gaceta y el Diario han anunciado su obra en términos precisos, y que ya de antemano ha regalado un ejemplar a todos los periodistas de Madrid, los cuales, en conciencia no podrán menos de decir que la obra es excelente, y el autor un buen sujeto, con la demás música celestial de costumbre, no olvidando al final la librería donde se vende o se quiere vender.

Y aquí llamo la atención de mis lectores no madrileños, para hacerles un pasajero bosquejo de lo que es una librería en nuestra heroica capital.

Siempre que a su paso se encuentren una portada gótico-arabesca y hermoso cierre de cristalería; siempre que vean relucir en el interior brillantes dorados y transparentes, y coronada la pintada muestra por un cuerno de Amaltea o por una fama trompetera; aquello, por supuesto, no es una librería, sino un almacén de objetos más útiles, tales como guantes o confitura.

Siempre que miren un prolongado mostrador, asediado por multitud de bellezas mercantes, por infinidad de galanes paganos; allí, por supuesto, no se venden libros, sino sedas y cachemiras, ni se conocen otras letras que las de «Precio fijo», estampadas en góticos caracteres en el fondo del almacén.

Empero cuando vean un menguado recinto de cuarenta pies de superficie, abierto y ventilado por todas sus coyunturas, cubiertas las paredes de unos andamios bajo la forma de estantería, y en ellos fabricada una segunda pared de volúmenes de todos gustos y dimensiones, pared tan sólida e inamovible como la que forma el cuadrilátero recinto; -siempre que vean éste, cortado a su término medio por un menguado mostrador de pino sin disfraz, tan angosto como banco de herrador, y tan plana su superficie como las montañas de la Suiza; -siempre que encima de este laboratorio vean varias hojas impresas a medio plegar, varias horteras de engrudo, y el todo amenizado con las cortaduras del papel y los restos del pergamino; -siempre que detrás acierten a columbrar la fementida estampa de un hombre chico y panzudo, como una olla de miel de la Alcarria, y vean sobre la abertura que forma la trastienda un pequeño nicho en forma de altar con una estampa de San Casiano, patrón de los hombres de letras; -siempre que encuentren, en fin, todas estas circunstancias, detengan el paso, alcen la cabeza, y verán en los dos esquinazos de entrada unos misteriosos emblemas de líneas blancas y coloradas, y sobre el cancel un mal formado rótulo, que en anticuadas letras dirá forzosamente: «LIBRERÍA».

A decir verdad, que nada es más a propósito para dar una idea del estado de la literatura en nuestro país, como el aspecto de las tiendas de libros, que sin celos ni estímulos de ninguna especie han visto progresar y modificarse, según los preceptos de la moda, a las quincallerías, floristas, confiteros, todos los almacenes de comercio, hasta las zapaterías y tabernas; y ellas, impasibles en aquel estado normal que las imprimió el siglo XVIII, han permanecido estacionarias, sobreviviendo indiferentes a las revoluciones de la moda y a las convulsiones heroicas del país.

Si, prescindiendo de la librería, consideramos aisladamente la persona del librero, hallaremos en él la misma inamovilidad, igual estoicismo que en aquélla. -Desdeñando con altivez todos los esfuerzos del resto del comercio, vive tranquilamente encuadernado en su mostrador de pino y sus anaqueles de becerro, repartiendo el producto del humano saber con sus compañeros los ratones (que hoy los hay con un hambre del año 12). Si escucha hablar del colosal movimiento de los libreros de Londres y de París, del lujo de sus almacenes, de la pompa de sus catálogos, y de sus grandes empresas mercantiles, el librero madrileño sonríe desdeñoso, y sigue sin responder plegando calendarios o dando a los cartones una mano de engrudo. -Si se le pregunta por el mérito de una obra, responde con indiferencia: -«No es cosa; no se han vendido más que cien ejemplares». Para él la pauta de todos los libros está en su libro de caja, y por este estilo aprecia más que las obras de Homero, el Sarrabal de Milán; y mucho más el Arte de cocina, que los Varones ilustres de Plutarco.

Ocupado sin cesar en sus mecánicas tareas, escucha con indiferencia las interesantes polémicas de los abonados concurrentes (todos por supuesto literatos), que ocupan constantemente los mal seguros bancos extramuros del mostrador; los cuales literatos, cuando alguno entra a pedir algún libro, le glosan y le comentan; y dicen que no vale cosa; y después de juzgarle a su sabor, le piden prestado al librero un ejemplar para leerle. Y mientras tanto ojean un periódico, y mascan y muerden a su sabor el artículo de fondo, y luego la pegan con la comedia nueva y hacen una disección anatómica de ella y de su autor. Todo hasta que dan las dos, hora en que el librero, recogiendo sus chismes, les invita a comer la puchera, que es lo mismo que decirles que se vayan a la calle. Y luego cierra la tienda, y come y duerme su siesta, y vuelve a abrir, y vuelve a reproducirse la escena anterior.

Pero si mal no me acuerdo, dejamos a mi autor caminando hacia la librería; pues bien, figurémonos que entra en ella a la sazón que acaba el librero de despachar un ejemplar, el tercer ejemplar de su obra, y que los literatos del banquillo han abierto la discusión sobre ella.

-¿Ha leído V., señor don Hermógenes, ese libro nuevo?

-¡Cómo si lo he leído! Página por página me lo ha consultado su autor.

-¡Calle! ¿conoce V. al autor?

-Pues ¡no le he de conocer, si ha sido discípulo mío! y dé gracias a mis advertencias y correcciones, que si no... pero callemos, que no es cosa de decirlo todo; dejémosle gozar tranquilamente de los honores del triunfo.

-Me han dicho (replica D. Pedancio), que es un muchacho de mérito, y que...

-Sí, señor, tiene chispa, y si estuviera bien dirigido...

-¿Cómo bien dirigido? ¿pues no he dicho que le dirijo yo?

-Tiene V. razón, y a decir la verdad, ya me parecía a mí que era imposible que ese mozo hiciera por sí nada de provecho; figúrense ustedes que le he conocido hace veinte años jugando a la rayuela todas las tardes con los chicos de mi vecino don Abundio... y luego, señor, lo que yo digo, ¿qué han de saber estos muchachos, ni qué universidades han cursado, ni qué oposiciones han sostenido, ni...?

(Mientras este ligero diálogo, el joven autor ha entablado un aparte con el librero para informarse de la venta; y luego que éste le asegura que en todo el día ha realizado tres ejemplares, hace un gesto expresivo, da un suspiro, y lanzando una mirada fulminante a los interlocutores, se sale precipitadamente de la tienda.)

-Oiga V., señor amo de casa, ¿no querrá V. decirnos quién es ese caballerete que acaba de salir?

-Ese caballerete (responde el librero), es un amigo de todos ustedes y protegido de mi señor don Hermógenes.

-¿De verdad?

-Sí, señores, es el autor de quienes ustedes hablaban, y no sé cómo no lo han conocido.

-A la verdad, replican todos, que está bastante desfigurado... y luego esta vista tan cansada... ¿no es verdad, V., señor don Pedancio?

Los quince primeros días repite diariamente el joven la visita a la librería, y ajustando mentalmente la cuenta, saca la consecuencia de que en ellos ha despachado veinte y cinco ejemplares; y sin embargo, todo el mundo le habla de la obra, y todos sus amigos se la elogian y le colocan a par de Cervantes; es verdad que él ha tomado la precaución de regalársela a todos; y al cabo del mes pide cuentas al librero, el cual se la da de treinta ejemplares; al segundo mes de diez, y al tercero de ninguno; y entre tanto el impresor le ha cobrado la suya, y el encuadernador igualmente; y advierte, en fin, que su futura gloria le ha costado un purgatorio presente; y que en vez de los ciento cincuenta mil duros de ganancia, se halla con cien doblones de menos en el bolsillo.




- IV -

El autor


«Oui, j'aime mieux, n'en deplaise à la gloire, vivre au monde deux jours que mil ans dans l'histoire».


MOLIÈRE.                



   Y con perdón de la gloria,
mucho más estimaría
vivir en el mundo un día
que mil años en la historia.

Entonces reconoce la ingratitud del siglo, y medita filosóficamente sobre la ignorancia de la multitud; pero templa su dolor con la consideración de los inconvenientes de la riqueza, y la gloria que le brinda la fama en las futuras edades, con lo cual se determina a pasar el resto de sus días dedicado a la filosofía y al estudio. -Mas desgraciadamente llega el día 30 del mes, y el casero le recuerda el alquiler del cuarto; la patrona le reclama el gasto de la casa; el sastre tiene la inhumanidad de presentarle la cuenta, y hasta el grosero asturiano que le sirve se atreve a interpelarle sobre el pago de su salario.

El desdichado autor cae entonces bruscamente desde su cielo ideal en este mundo mecánico y positivo; mira con dolor que el ingenio es un capital pasivo, que no empieza a producir hasta después de la muerte; que la sabiduría no tiene cosecha, o que si siembra ideas es para recoger únicamente desengaños; que hacer libros donde nadie lee, es ponerse a fabricar rosarios en Pekín; que aquella individualidad, aquella sublime excepción a que ha aspirado por resultado de sus tareas, le han constituido en una situación exótica en medio de una sociedad material y positiva; y que, en fin, todo su talento, toda su nombradía, no pueden hacerle prescindir de aquellas necesidades que esta misma sociedad le impone.

Entonces es cuando, dando un nuevo giro a sus ideas, las materializa y dirige a un resultado positivo; entonces cuando hace el sacrificio de su futura gloria en gracia de su vivir presente, y trata de hacer valer sus circunstancias para llegar a clasificarse en esta misma sociedad que antes miraba con enfático desdén. Entonces es cuando cambia las bibliotecas por las antesalas; los profundos volúmenes por los periódicos fugitivos; las relaciones literarias por las encumbradas y políticas. Entonces cuando hace la oposición o la defensa de los ministros; entonces cuando brilla en su mayor esplendor, y todos alaban su talento, y pasa de mano en mano altamente recomendado, hasta que da en las de un poderoso Mecenas, que, en justo galardón de sus conocimientos literarios, o de su numen poético, le encaja una contaduría de estancadas o una administración de correos, con lo cual el ex-autor hace almoneda de sus libros, vende al peso todas sus impresiones a un almacenista de chocolate, y marcha satisfecho a desempeñar su destino y a firmar oficios y cargaremes.

Y aquí concluyó el literato, y empezó su positiva carrera el funcionario público.

(Marzo de 1837)

NOTA. -Este artículo en que se pretende bosquejar las diversas fases de nuestra vida literaria, según las épocas pasada y presente, fue escrito en principios de 1837 para insertarse en el periódico o revista quincenal que empezó a publicar el Liceo artístico y literario de Madrid, especie de Álbum en que todos los socios de aquella nueva y brillante corporación, consignaban espontáneamente los frutos de su ingenio.

En todo el artículo domina el pensamiento del autor, a saber: la falta de consideración, o de aplicación, que entre nosotros cuentan los estudios científicos y literarios por sí mismos, y la sobra de protección indiscreta que suele reclamarse y obtenerse del gobierno, no para los mismos escritos, sino para las personas de los autores, sacándolos de su esfera, y colocándolos en empleos elevados y brillantes, que les hacen desdeñar el cultivo de las letras, y hasta renegar de sus antiguos títulos de gloria. -En este punto las opiniones del autor son contrarias, no sólo a las de los Gobiernos, sino a las de los mismos literatos, para quienes desearía, sí, una modesta medianía y desahogo; pero no grandes títulos, honores y cargos que los arrancan a sus tareas literarias, y esta convicción es en él tan profunda, cuanto que está persuadido de que si Cervantes hubiera sido director de Rentas o intendente, nunca escribiría el Quijote; Lope y Calderón, si hubiesen llegado a obispos, no habrían dado tanta gloria a la escena española; ni Shakespeare, ni Molière, hubieran enaltecido la francesa, si de pobres y asendereados farsantes, hubieran subido de pronto a ser embajadores, ministros o generales.

En la reacción literaria que se verificaba por aquellos años en nuestro país, al mismo tiempo que la revolución política, o más bien como consecuencia de ella, se observaba desde luego esta tendencia fatal, esta protección funesta, al sentir del autor, hacia las personas de los literatos; la libertad del pensamiento, exento ya de toda traba de censura; el aumento de vitalidad y de energía propia de las épocas de revueltas políticas, de discusión y de lucha; el vigor y entusiasmo de una juventud ardiente, apasionada, y que entraba a figurar en un mundo agitado por las nuevas ideas; el brillo y esplendor con que éstas se engalanaban y brindaban en su cultivo un magnífico porvenir; todas estas causas reunidas produjeron en nuestra juventud una excitación febril hacia la gloria política, literaria, artística, hacia toda gloria, en fin, o más bien hacia toda fama y popularidad.

La fundación del Ateneo Científico y la del Liceo Artístico y Literario, verificadas en 1835 y 36, fueron la señal de dar principio aquella época de regeneración, de entusiasmo y de gloria. -Las cátedras y discusiones de la primera de aquellas sociedades; las sesiones de competencia, representaciones y juegos florales de la segunda, ofrecían por entonces tan halagüeño y seductor espectáculo para las letras y para las artes, que parecía inconcebible la simultánea existencia de una guerra civil enconada y asoladora; y no sólo produjeron enseñanzas útiles, para las ciencias de la política, de la administración y de la literatura, no sólo dieron por resultados obras estimables en todos los ramos del saber, sino que, presentadas con un aparato y magnificencia sin igual, en suntuosos salones frecuentados por los monarcas, la corte y lo más escogido e ilustrado de la sociedad madrileña, excitaron hasta un punto indecible el entusiasmo y la afición del público, realzaron la condición del hombre estudioso, del literato, del artista, ofreciéndolos a la vista de aquél con su aureola de gloria, con su entusiasmo, sus frescos laureles, su doctrina en la boca y en la mano su libro o su pincel.

Los elocuentes acentos de Martínez de la Rosa, Galiano, Lista, el Duque de Rivas, Donoso Cortes, Pacheco, Pérez Hernández, Benavides y otros muchos, resonando diariamente en las cátedras del primero de aquellos establecimientos; la rica fantasía de los insignes poetas y amenos escritores Bretón de los herreros, Gil y Zarate, Hartzenbusch, Roca de Togores, Rubí, García Gutiérrez (glorias de nuestro teatro moderno), las de Zorrilla y Espronceda, la Avellaneda, Enrique Gil, Bermúdez de Castro y Tassara, altamente célebres en la poesía lírica; las de Escosura, Villalta, Segovia, Abenamar, Lafuente, Cañete y el Curioso Parlante, y de otros celebrados escritores, que diariamente aparecían en la próvida tribuna del Liceo, formaban, pues, un armonioso conjunto de vitalidad literaria, un magnífico alarde de la emancipación del pensamiento y de las nuevas condiciones de nuestra sociedad.

Mas, pasados aquellos momentos de ardiente fe y de sed entusiasta de gloria, la tendencia del siglo es a materializar los goces y utilizar prosaicamente las inteligencias: por eso los liceos desaparecieron; por eso los desampararon los autores, corriendo a la redacción de los periódicos políticos y a la tribuna parlamentaria, para conquistar, no aquellos modestos y gloriosos laureles que en otro tiempo bastaban a su ambición, sino los atributos del poder y los dones de la fortuna.

De todos los nombres que arriba quedan citados, los más, casi todos, figuran hoy en las listas de los ministros, embajadores, consejeros, gobernadores, diputados y publicistas, en opuestos bandos y con varias alternativas: algunos, como Espronceda y Larra, Villalta y Enrique Gil, descendieron prematuramente al sepulcro; y pocos, muy pocos, acaso sólo Zorrilla y el Curioso Parlante, han preferido conservar su nombre exclusivamente literario y su independencia política y social.






ArribaAbajoEl cesante

«Les hommes en place ne sont que des pantins, coupez le fils qui le faisait mouvoir, le pantin reste inmovile».


DIDEROT.                


La sociedad moderna con su movilidad y fantasías, ofrece al escritor filósofo usos tan extravagantes, caracteres tan originales que describir, que espontáneamente y sin violencia alguna han de hacerle distinguirse entre los que le precedieron en la tarea de pintar a los hombres y las cosas en tiempos más unísonos y bonancibles.

Uno de estos tipos peculiares de nuestra época, y tan frecuentes en ella como desconocidos fueron de nuestros mayores, es sin duda alguna el hombre público reducido a esta especie de muerte civil, conocida en el diccionario moderno bajo el nombre de cesantía, y ocasionada, no por la notoria incapacidad del sujeto, no por la necesidad de su reposo, no, en fin, por los delitos o faltas cometidas en el desempeño de su destino, sino por un capricho de la fortuna, o más bien de los que mandan a la fortuna; por un vaivén político, por un fiat; por aquella ley, en fin, de la física que no permite a dos cuerpos ocupar simultáneamente un mismo espacio.

Fontenelle solía decir que el Almanak royal era el libro que más verdades contenía; si hubiera vivido entre nosotros y en esta época, no podría aplicar igual dicho a nuestra Guía de forasteros. -Ésta (según los más modernos adelantamientos) no rige más que el primer mes del año; en los restantes sólo puede consultarse como documento histórico, como el ilustre panteón de los hombres que pasaron; monetario roñoso y carcomido; museo antiguo, ofrecido a los curiosos con su olor de polvo y su ambiente sepulcral.

Fueron ya los tiempos en que el afortunado mortal que llegaba a hacerse inscribir en tan envidiado registro podía contar en él con la misma inamovilidad que los bien aventurados que pueblan el calendario. -En aquella eternidad de existencia, en aquella unidad clásica de acción, tiempo y lugar, los destinos parecían segundos apellidos, los apellidos parecían vinculados en los destinos. Ni aun la misma muerte bastaba a las veces a separar los unos de los otros; trasmitíanse por herencia directa o transversal, descendente o ascendente; a los hijos, a los nietos, a los hermanos, a los tíos, a los sobrinos; muchas veces a las viudas, y hasta los parientes en quinto grado. De este modo existían familias, verdaderos planteles (pépinières en francés) para las respectivas carreras del Estado; tal para la iglesia, cuál para la toga, ésta para el palacio, estotra para el foro, aquélla para la diplomacia, una para la militar, otra para la rentística; cuáles para la municipal, y hasta para la porteril y alguacilesca; -familias venerandas, providenciales, dinásticas, que parecían poseer exclusivamente el secreto de la inteligencia de toda carrera, y trasmitirlo y dispensarlo únicamente a los suyos, cual el inventor de un bálsamo antisifilítico, o de un emplasto febrífugo, endosa y trasmite sigilosamente a su presunto heredero el inestimable secreto de su receta.

Desgraciadamente (para ellas) estos tiempos desaparecieron, y con ellos el exclusivo monopolio de los empleos y distinciones sociales. -Hoy éstos corren las calles y las plazas, y penetran en los salones, y suben a las buhardillas; y bajan al taller del artesano, y arrancan al escolar del aula, y al rústico de la aldea, y al comerciante de la tienda, y al atrevido escritor de la redacción de su periódico; pero a par de esta universalidad de derecho, de esta posibilidad en su adquisición a todas las condiciones, a todos los individuos, así es también la inconstancia de su posesión, la veleidosa rapidez de su marcha. Semejantes a los actores de nuestros teatros, los hombres públicos del día aprenden costosamente su papel; y no bien lo han ensayado cuando ya se les reparte otro o se quedan las más veces para comparsas. -Hoy de magnates, mañana de plebe, ora dominantes, luego dominados; tan pronto de Césares, tan luego de Brutos; ya de la oposición, ya de la resistencia; cuándo levantados como ídolos, cuándo arrastrados por los pies.

Esta porción agitada, esta masa flotante de individuos que forma lo que vulgarmente suele llamarse la patria, viene a constituir el más entretenido juego teatral para el moderno espectador que, sentado en su luneta, y sin otra obligación que la de pagar cuando se lo mandan (obligación no por cierto la más lisonjera ni agradecida), apenas tiene tiempo de formarse una idea bien clara de los actores ni aun del drama; y con la mayor buena fe, atento siempre a los movimientos del patio, aplaude lo que éste aplaude, y silba cuando éste tiene por conveniente silbar.

Pero dejemos a un lado los hombres en acción; prescindamos de este cuadro animado y filosófico, digno de las plumas privilegiadas de un Cervantes o del autor del Gil Blas; mi débil paleta no alcanza a combinar acertadamente los diversos colores que forman su conjunto; y volviendo a mi primer propósito, sólo escogeré por objeto de este artículo aquellas otras figuras que hoy suelen llamarse pasivas; dejaremos los hombres en plaza por ocuparnos de los hombres en la calle; los empleados de labor, por los empleados de barbecho; los que con más o menos aplauso ocupan las tablas, por aquellos a quienes sólo toca abrir los palcos o encender las candilejas.

Como no todos los lectores de este artículo tienen obligación de haberlo sido de todos mis anteriores cuadros de costumbres, muchos habrá que no tengan noticia de las varias figuras que, según lo ha exigido el argumento, han salido a campear en esta mágica linterna. Tal podrá suceder con Don Homobono Quiñones, empleado antiguo y ex-vecino mío, cuyo carácter y semblanza me tomé la libertad de rasguñar en el artículo titulado El día 30 del mes.

Cinco años han transcurrido desde entonces, y en ellos los sucesos, marchando con inconcebible rapidez, han arrastrado tras sí los hombres y las cosas, en términos que lo de ayer es ya antiguo; lo del año pasado inmemorial.

Pongo en consideración del auditorio qué parecerá don Homobono, con sus sesenta y tres cumplidos, su semblante jovial y reluciente, su peluca castaña, su corbata blanca, su vestido negro, su paraguas encarnado, y sus zapatos de castor; ni si un hombre que no se sienta a escribir sin haberse puesto los guardamangas, que no empieza ningún papel sin la señal de la cruz, ni concluye sin añadirle puntos y comas, podía alternar decorosamente con los modernos funcionarios en una oficina montada según los nuevos adelantamientos de la ciencia administrativa.

No es, pues, de extrañar que, pesadas todas aquellas circunstancias, y puestos en una balanza la peluca del don Homobono, sus años y modales, su añejo formulario, su letra de Palomares, sus anteojos a la Quevedo, su altísimo bufete y sus carpetas amarillas; y colocadas en el otro peso las flamantes cualidades de un joven de 28, rubicundo Apolo, con sus barbas a tercia, y su peinado a la Villamediana, su letra inglesa, sus espolines y su lente, su erudición romántica y la extensión de sus viajes y correrías; no es de extrañar, repito, que todas estas grandes cualidades inclinasen la balanza a su favor, suspendiendo en el aire al don Homobono, aunque se le echasen de añadidura sus treinta años de servicio puntual, sus conocimientos prácticos, su honradez y probidad no desmentidas. -Verdad es que para neutralizar el efecto de estas cualidades, cuidó de echarse mano de algunas muletillas relativas a las opiniones del don Homobono; v. g., si no leía más periódicos que el Diario; si rezaba o no rezaba novenas a Santa Rita; y si paseaba o no paseaba todas las tardes hacia Atocha con un ex-consejero del ex-Consejo de la ex-Hacienda.

Sea, pues, de estas causas la que quiera, ello fue, en fin, que una mañanita temprano, al tiempo que nuestro bonus vir se cepillaba la casaca y se atusaba el peluquín para trasladarse a su oficina, un cuerpo extraño a manera de portero se le interpone delante y le presenta un pliego a él dirigido con la S. y la N. de costumbre. -El desventurado rompe el sello fatal, no sin algún sobresalto en el corazón (que no suele engañar en tales ocasiones), y lee en claras y bien terminantes palabras que «S. M. ha tenido a bien declararle cesante, proponiéndose tomar en consideración sus servicios, etc.»; y terminando el ministro su oficio con el obligado sarcasmo del «Dios guarde a usted muchos años».

Hay circunstancias en la vida que forman época, por decirlo así; y el tránsito de una ocupación constante a un indefinido reposo, de una tranquila agitación a una agitada tranquilidad, no es por cierto de las menores peripecias que en este pícaro drama de nuestra existencia suelen venir a aumentar el interés de la acción. -Don Homobono, que por los años de 1804 había logrado entrar de meritorio en su oficina, por el poderoso influjo de una prima del cocinero del secretario del Príncipe de la Paz, y no había pensado en otra cosa que en ascender por rigurosa antigüedad, se hallaba por primera vez de su vida en aquella situación excéntrica, después de haber visto pasar sobre su impermeable cabeza todos los sistemas retrógrados y progresivos, todas las formas de gobierno conocidas de antiguos y modernos.

Volvió, pues, a su despacho; dejó en él con dignidad teatral los papeles y el cortaplumas; pasó al cuarto de su esposa, con la que alternó un rato en escena jaculatoria; tomó una copita de Jerez (remedio que, aunque no lo apuntó el andaluz Séneca, no deja de ser de los más indicados para la tranquilidad del ánimo), y ya dadas las once, se trasladó en persona a la calle, donde es fama que su presencia a tales horas, y en un día de labor, ocasionó una consternación general, y hasta los más reflexivos de los vecinos del barrio auguraron de semejante acontecimiento graves trastornos en nuestro globo sub-lunar.

Yo quisiera saber qué se hace un hombre cuando le sobra la vida; quiero decir, cuando tiene delante de sí seis horas en que acostumbraba prescindir de su imaginación entre los extractos y los informes. -¿Oír misa? -Don Homobono tenía la costumbre de asistir a la primera de la mañana, y por consecuencia ya la había oído. -¿Sentarse en una librería? -En su vida había entrado en ninguna, más que una vez cada año para comprar el Calendario. -¿Pararse en la calle de la Montera? -Todos los actores de aquel teatro le eran desconocidos. -¿Entrar en un café? -¿Qué se diría de la formalidad de nuestro héroe? -No había, pues, más remedio que ir a dar tormento a una silla en casa de algún amigo, y por cuánto y no, este amigo, en quien recayó la elección, fue desgraciadamente un servidor de ustedes.

Dejo a un lado mi natural extrañeza por semejante visita a tales horas; prescindiré también en gracia de la brevedad, de la apasionada relación de su cuita que me hizo el buen D. Homobono; estas cosas son mejor para escuchadas que para escritas, y acaso en mi pluma parecerían pálidos y sin vida razonamientos que en su boca iban acompañados de todo el fuego del sentimiento. Dejando, pues, a un lado estas hipérboles que cada uno de los lectores (y más si es cesante) sabrá suplir abundantemente, vendremos a lo más sustancial de nuestro diálogo, quiero decir, a aquella parte que tenía por objeto demandar consejo y formar planes de vida para lo sucesivo.

Cosa bien difícil, por no decir imposible del todo, es dar nueva dirección a un tronco antiguo, y cambiar la existencia de un ser humano, cuando ya los años han hecho de la costumbre la condición primera del vivir. ¿Qué podría yo aconsejar a nuestro buen cesante en este sentido, aun cuando hubiera llamado a mi auxilio todas las disertaciones de los filósofos antiguos (que no fueron cesantes), y de los modernos, que no sabrían serlo?

Semejante al pez, a quien una mano inhumana arrancó de su elemento, pugnaba el desgraciado con la esperanza de volver a sumergirse en él; ideaba nuevas pretensiones; recorría la nomenclatura de sus amigos y de los míos, por si alguno podía servirle de apoyo en su demanda; traía a la memoria sus olvidados servicios a todos los gobiernos posibles; y ya se preparaba a visitar antesalas, y gastar papel sellado. -Pero yo, que le contemplaba con tranquilidad; yo, que miraba su casacón y su peluca visiblemente retrógrados y opuestos, como quien nada dice, a la marcha del siglo; yo, que sabía que su delito capital era el ocupar una placita que había caído en gracia para darla por vía de dote, con una blanca mano al joven barbudo; yo, en fin, que consideraba lo inútil de todas las diligencias, lo excusado de todas las fatigas del buen viejo, traté de disuadirle, no sin grave dificultad, ofreciendo a su imaginación otras perspectivas más gratas que los desaires del Ministro y las groserías de los porteros.

Habléle de las dulzuras de la vida doméstica; de la independencia en que entraba de lleno al fin de sus días; hícele una pintura virgiliana de los placeres de la vida del campo, excitándole a abandonar la corte, esta colonia de los vicios (como decía el buen cortesano Argensola), y a pasar tranquilamente el resto de su vida cultivando sus campos, o inspeccionando sus ganados. Pero a todo esto me contestó con algunas pequeñas dificultades, tales como que no tenía campos que cultivar, ni ganados que poder dirigir; que sólo contaba con una mujer altiva y exigente, con unos hijos frívolos y mal educados, con una bolsa vacía, con algunos amigos egoístas, con necesidades grandes, con esperanza ninguna.

-Pues escriba V. (le dije como inspirado), y gane con la pluma su sustento y su reputación.

-¡Escribir, escribir! (me interrumpió el pobre hombre) ¿Usted sabe el trabajo que me cuesta el escribir? ¿Usted sabe que el día que mejor tengo el pulso podría con dificultad concluir un pliego de líneas anchas y de letra redonda, de la que ya por desgracia no está en moda? Y luego al cabo de este trabajo, ¿qué me resultaría de ganancia? Una peseta, como quien dice, todo lo más, y esto... (prosiguió derramando una lágrima), después de humillarme y...

-Calle V. por Dios (le interrumpí), calle V., pues, y no prosiga en delirio semejante. Cuando yo le aconsejaba escribir, no fue mi idea el que se metiese a escribiente; nada de eso, no, señor. Mi intención fue elevarle a la altura de escritor público, a ésta que ahora se llama-«alta misión de difundir las luces», «público tribunado de la multitud», «apostólica tarea de los hombres superiores», y otros dictados así, más o menos modestos. -Y en cuanto al contenido de sus escritos, eso me daba que fuesen propios o cuyos; parto de su imaginación o adopciones benéficas; que no sería V. el primero que en esta materia se vistiese de prendería; y sepa que las hay literarias y políticas, donde en un santiamén cualquier hombre honrado puede encontrar hecho el ropaje que más cuadre a su talle y apostura.

-En medio de muchas cosas que se me han escapado, creo haber llegado a entender (me replicó don Homobono), que V. me aconseja que publique mis pensamientos.

-Cabalmente.

-Está bien, señor Curioso; y ¿sobre qué materia parécele a V. que me meta a escribir?

-Pregunta excusada, señor mío, sabiendo que hoy día, como no sea yo y algún otro pobre diablo, nadie se dedica a otras materias que no sean materias políticas.

-Pero es el caso, señor Curioso, que yo no sé qué cosa sea la política.

-Pues es el caso, Sr. don Homobono, que yo tampoco.

-¡Medrados quedamos!

Después de un rato de silencio contemplativo nos miramos ambos a las caras, como buscando el medio de anudar el roto hilo de nuestro diálogo; hasta que yo, dándole una palmada en el hombro, le dije con tono solemne y decidido:

-Haga V. la oposición.

-¿Y a qué, señor Curioso, si V. no lo ha por enojo?

-¡Buena pregunta por cierto! Al poder.

-Cada vez le entiendo a V. menos. Si V. me habla de oposición pública, es bien que le diga que este destino mío (que Dios haya) no es de los que suelen darse por oposición, como las cátedras y prebendas.

-O V., don Homobono, no conoce una sola voz del Diccionario moderno, o yo me explico en hebreo... Hombre de Barrabás, ¿de qué oposiciones me está V. hablando? La oposición que yo le aconsejo es la oposición política, la oposición ministerial, que según los autores más esclarecidos, suele dividirse en dos clases: oposición sistemática y oposición de circunstancias; quiero decir (porque, según los ojos y la boca que va V. abriendo, veo que no me entiende una palabra), quiero decir que V. debe hoy más constituirse en fiscal, acusador, contrincante, denunciador, y opuesto a todos los altos funcionarios (que es a lo que llamamos el poder); y añadir el cañón de su pluma al órgano periodístico (que es lo que llamamos la opinión pública).

-Y después de haber hecho todo eso (caso de que yo supiera hacerlo), ¿qué bienes me vendrán con esa gracia?

-¡Qué bienes dice V.! ¡Ahí que no es nada! Desde luego una corona cívica adornará su frente, y podrá contar de seguro con una buena ración de aura popular, cosa de inestimable valor, y sobre lo cual han hablado mucho los filósofos griegos; pero, como V. no es filósofo griego, y por el gesto que va poniendo veo que nada de esto le satisface, le añadiré, como cosa más positiva, que aún podrá conseguir otros frutos más materiales y tangibles; que acaso el miedo que llegará a inspirar pueda más que su mérito; acaso el poder se doblará a su látigo; acaso le tenderá la mano; acaso le asociará a su elevación y... ¿qué destino tenía V.?

-Oficial de mesa de la contaduría de...

-¡Pues qué menos que intendente o covachuelo!

-¿De veras?

-De veras.

-¡Ay, señor Curioso de mi alma! ¿Por dónde y cuándo debo empezar a escribir?

-Por cualquier lado y a todas horas no le faltará motivo; pero, supuesto que V. ha sido empleado durante treinta años, con sólo que cuente sencillamente lo que en ellos ha visto le sobra materia para más de un tratado de política sublime, de perpetua y ejemplar aplicación.

-Usted me ilumina con una idea feliz; ahora mismo vuelo a mi casa y... ya me falta el tiempo... ¡Ah!... se me olvidaba preguntar a V.: ¿qué título le parece a V. que podría poner a mi obra?

-Hombre, según lo que salga.


    «Si sale con barbas, sea San Antón,
Y si no, la pura y limpia Concepción».

Pero, según le miro a V., paréceme que a su folleto, libro o cronicón, o lo que sea, no le cuadraría mal el titulillo de «Memorias de un cesante».

-Cosa hecha (dijo levantándose mi interlocutor y estrechándome la mano), cosa hecha, y antes de quince días me tiene V. aquí a leerle el borrador; y como Dios nuestro Señor (añadió entusiasmado) quiera continuarme el fuego que en este instante me inspira, creo, señor Curioso, que no se arrepentirá V. de haber proporcionado a la patria un publicista más.

(Agosto de 1837)




ArribaAbajoEl duelo se despide en la iglesia


- I -

El testamento



    «Ved de cuán poco valor
Son las cosas tras que andamos
Y corremos
En este mundo traidor,
Que aun primero que muramos
Las perdemos».


JORGE MANRIQUE.                


Solamente una vez en mi vida me he visto tan apurado...; pero entonces se trataba de un padrinazgo de boda que la suerte y mi genio complaciente habíanme deparado: bastaba para quedar bien en semejante ocasión dar suelta a la lengua y al bolsillo, y reír, y charlar, y hacer piruetas, y engullir dulces y echar pullas a los novios, y cantar epitalamios, y disparar redondillas, y llenar de simones la calle, y dar dentera a la vecindad. -Mas ahora ¡qué diferencia!... otros deberes más serios eran los que exigía de mí la amistad... ¡Funesto privilegio de los años, que blanqueando mi cabellera, han impreso en mí aquel carácter de formalidad legal que la Novísima exige para casos semejantes!

Día 1º de marzo era... me acordaré toda mi vida... y acababa yo de despertarme y de implorar la protección del Santo Ángel de la Guarda, cuando vi aparecer en mi estudio una de esas figuras agoreras que un autor romántico no dudaría en calificar de siniestro bulto; un poeta satírico apellidaría espía del purgatorio; pero yo, a fuer de escritor castizo, me limitaré a llamar simplemente un escribano.

Venía, pues, cubierto de negras vestiduras (según rigurosa costumbre de estos señores, que siempre llevan luto, sin duda porque heredan a todo el mundo), y con semblante austero y voz temblorosa y solemne me hizo la notificación de su nombre y profesión:

-Fulano de Tal, secretario de S. M...

Confieso francamente que aunque mi conciencia nada me argüía, no pudo menos de sorprenderme aquella exótica aparición... ¡Un escribano en mi casa! Pues ¿en qué puedo yo ocupar a estos señores? -¿Denuncias?... Yo no soy escritor político ni tal permita Dios. -¿Notificación? Con todo el mundo vivo en paz, e ignoro siquiera dónde se vende el papel sellado. -¿Protesta? Un autor no conoce más letras que las de imprenta... ¿Pues qué puede ser?

-Voy a decírselo a V. -me replicó el escribano-, aunque me sea sensible el alterar por un momento su envidiable tranquilidad. Ignoro si V. es sabedor de que su amigo D. Cosme del Arenal está enfermo.

-¿Cómo? Pues ¿cuándo, si hace pocas noches que estuvo jugando conmigo en Levante una partida de dominó?

-Pues en este momento se halla muy próximo a llegar a su ocaso.

-¿Es posible?

-Sí, señor; una pulmonía, de estas pícaras pulmonías de Madrid, que traen aparejada la ejecución; letras de cambio, pagaderas en el otro barrio a cuatro días fijos, y sin cortesía (con arreglo al artículo 447, tít. 9º, lib. 3º del Código de Comercio), ha reducido al don Cosme a tal extremidad, que en el instante en que hablamos está, como si dijéramos, apercibido de remate; y a menos que la divina Providencia no acuda a la mejora, es de creer que quede adjudicado al señor cura de la parroquia.

Viniendo ahora a nuestro propósito, debo notificar a usted pro forma, cómo el susodicho don Cosme, hallándose en su cabal entendimiento y tres potencias distintas, aunque postrado en cama in articulo mortis, a causa de una enfermedad que Dios Nuestro Señor se ha servido enviarle, ha determinado hacer su testamento, y declarar su última voluntad, ante mí el infrascrito escribano real y de número de esta M. H. villa, según y en los términos en él contenidos y son como sigue:

Y aquí el secretario me hizo una fiel lectura de todo el testamento desde el In Dei Nomine hasta el signo y rúbrica acostumbrados; y por dicha lectura vine en conocimiento de que el moribundo D. Cosme había tenido la tentación (que tentación sin duda debió de ser) de acordarse de mí para nombrarme su albacea, y encargado de cumplir su disposición final.

Heme, pues, al corriente de aquel nuevo deber que me regalaba la suerte, y si me era doblemente sensible y doloroso, déjolo a la consideración de las almas tiernas que sin pretenderlo se hayan hallado en casos semejantes.

Mi primera diligencia fue marchar precipitadamente a la casa del moribundo, para recoger sus últimos suspiros y asistir a consolar a su desventurada familia. Encontré aquella casa en la confusión y desorden que ya me figuraba; las puertas francas y descuidadas; los criados corriendo aquí y allí con cataplasmas y vendajes; los amigos hablándose misteriosamente en voz baja; los médicos dando disposiciones encontradas; las vecinas encargándose de ejecutarlas; los viejos penetrando en la alcoba para cerciorarse del estado del paciente; los jóvenes corriendo al gabinete a llevar el último alcance a la presunta viuda.

Mi presencia en la escena vino a darle aún mayor interés; ya se había traslucido el papel que me tocaba en ella, que, si no era el del primer galán (porque este nadie se lo podía disputar al doliente), era, por lo menos el de barba característico, y conciliador del interés escénico. Bajo este concepto, la viuda, los hijos, parientes, criados y demás referentes al enfermo, me debían consideraciones, que yo no comprendí por el pronto, aunque en lo sucesivo tuve ocasión de apreciarlas en su justo valor.

A mi entrada en la alcoba, el bueno de D. Cosme se hallaba en uno de aquellos momentos críticos entre la vida y la muerte, del que volvió por un instante a fuerza de álcalis y martirios. Su primer movimiento al fijar en mí la vista, fue el de derramar una lágrima; quiso hablarme, pero apenas se lo permitían las fuerzas; únicamente con voz balbuciente y apagada y en muy distantes periodos, creí escucharle estas palabras...

-Todos me dejan... mis hijos... mi mujer... el médico... el confesor...

-¿Cómo? -exclamé conmovido-: ¿en qué consiste esto? ¿Por qué causa semejante abandono?

-No haga V. caso (me dijo llamándome aparte un joven muy perfumado, que, sin quitarse los guantes, aparentaba aproximar de vez en cuando un poquito a las narices del enfermo), no haga V. caso, todos esos son delirios, y se conoce que la cabeza... Vea V., aquí hemos dispuesto todo esto; el médico estuvo esta mañana temprano, pero viendo que no tenía remedio se despidió y... por señas que dejó sobre la chimenea la certificación para la parroquia... El confesor quería quedarse, es verdad, pero le hemos disuadido, porque al fin, ¿qué se adelanta con entristecer al pobre paciente?... En cuanto a la señora, ha sido preciso hacerla que se separe del lado de su esposo, porque es tal su sensibilidad que los nervios se resentían, y por fortuna hemos podido hacerla pasar al gabinete que da al jardín; por último, los niños también incomodaban, y se ha encargado una vecina de llevarlos a pasear.

-Todo eso será muy bueno -repliqué yo-, pero el resultado es que el paciente se queja.

-¡Preocupación! ¿quién va a hacer caso de un moribundo?

-Sin embargo, caballerito, la última voluntad del hombre es la más respetable, y cuando este hombre es un esposo, un padre, un honrado ciudadano, interesa a su esposa, interesa a sus hijos, interesa a la sociedad entera el recoger cuidadosamente sus últimos acentos.

-¡Bah! ¡antiguallas del siglo pasado! -dijo el caballerito, y frunció los labios, y arregló la corbata al espejo, y se deslizó bonitamente del lado del gabinete del jardín.

Entre tanto que esto pasaba, el enfermo iba apurándose por momentos; los circunstantes, conmovidos por aquel terrible espectáculo, fueron desapareciendo, y sólo dos criados, un practicante y yo quedamos a ser testigos de su último suspiro, que a la verdad no se nos hizo esperar largo rato.




- II -

El ajuste de un entierro


«Pompa mortis magis terret quam mors ipsa».



El difunto D. Cosme había casado en segundas nupcias, a la edad de cincuenta y nueve años con una mujer joven, hermosa y petimetra... Puede calcularse por esta circunstancia la exquisita sensibilidad de la recién viuda, y cuán natural era que no pudiera resistir el espectáculo de la muerte de su consorte.

La casualidad que acabo de indicar de haberme dejado solo, me obligó a ser mensajero de tan triste nueva, pasando al efecto al gabinete donde se hallaba la nueva Artemisa, reclinada en un elegante sofá, y asistida por diversidad de caballeros con la más interesante solicitud. Al verme entrar la señora, se incorporó, y alargándome su blanca mano hubo aquello de respirar agitada, y sollozar y desvanecerse, y caer redonda... en el almohadón.

Aquí la tribulación de aquellos rutilantes servidores; aquí el sacar elixires y esencias antiespasmódicas; aquí el aflojar el corsé, y repartirse las manos, y apartar los bucles, y colocar la cabeza en el hombro y hacer aire con el abanico... ¡Qué apurados nos vimos!... Pero al fin pasó aquel terrible momento, y la viuda pareció, en fin, resignarse con la voluntad del Señor, y aun nos agradeció a todos nominalmente por nuestros respectivos auxilios, como si ninguno se le hubiera escapado, en medio de la ofuscación de su vitalidad, que así la llamó mi interlocutor de la alcoba.

Pero como todas las cosas en este pícaro mundo suelen equilibrarse por el feliz sistema de las compensaciones, vi que era ya llegada la hora de neutralizar la profunda aflicción de la viudita con la lectura del testamento de D. Cosme, en el cual este buen señor, con perjuicio de sus hijos (que no sé si he dicho que eran del primer matrimonio), hacía en favor de su consorte todas las mejoras que le permitían nuestras leyes, rasgo de heroicidad conyugal que no dejó de excitar las más vivas simpatías en la agraciada y en varios de los afligidos concurrentes.

Desde este momento quedé instalado en mi fúnebre encargo, y después de tomar la venia de la señora, pasé a dar las disposiciones convenientes para que el difunto no tuviera motivo de arrepentirse de haber muerto, dejando, como dejaba, su decoro en manos tan entendidas y generosas.

Mientras esto pasaba en la sala, la alcoba mortuoria servía de escena a otra transformación no menos singular, cual era la que había experimentado el difunto en las diligentes manos de los enterradores, de las vecinas y del barbero. Cuando yo regresé a aquel sitio, ya me encontré al buen D. Cosme convertido en reverendo padre fray Cosme, y dispuesto, al parecer, y resignado a tomar de este modo el camino de la puerta de Toledo. Pero como que antes que esto pudiera verificarse era preciso obtener el pasaporte de la parroquia, tuve que trasladarme a ella para negociar el precio y demás circunstancias de aquel viaje final.

Si estuviéramos despacio, y si los indispensables antecedentes de esta historia no me hubieran ya obligado a dilatarme más que pensé, ocuparía un buen rato la atención de mis lectores para transcribir aquí el episodio del dicho ajuste, y las diversas escenas de que fui actor o testigo durante él en el despacho parroquial.

Pero baste decir que después de largas y sostenidas discusiones sobre las circunstancias del muerto y la clase de entierro que, según ellos, le correspondía; después de pasar en revista una por una todas las partidas de aquel diccionario funeral; después de arreglar lo más económicamente posible la tarifa de responsos, tumba, crucero, sacerdotes, sacristán, acólitos, capa, clamores, ofrendas, sepultura, nicho, posas, vestuarios, paño, lutos, blandones, tarimas, blandoncillos, sepultureros, hospicio, depósito, veladores, licencias, cera de tumba, santos y altares, cera de sacerdotes, voces y bajones, manda forzosa, y oblata cuarta parroquial, quedó arreglado un entierro muy decentito y cómodo de segunda clase en los términos siguientes:

Reales
________
A la parroquia, dependientes y cera1712
Ofrenda para los partícipes630
Dos bajones y seis cantores con el facistol, a veinte y cuatro reales192
Dos filas de bancos80
Nicho para el cadáver, y capellán del cementerio490
Bayetas para entapizar el suelo y cubrir el banco travesero, diez piezas, a diez reales y veinte y cuatro maravedises1072
Seis hachas para el túmulo a ocho reales48
La cuarta parte de misas para la parroquia250
________
35092
________

Ya que estuvo arreglado convenientemente, sólo tratamos de echar, como quien dice, el muerto fuera; pues todo el empeño de los amigos y aun de la viuda, era que no pasara la noche en casa, por no sé qué temores de apariciones románticas como las que acababa de leer en uno de los cuentos de Hoffmann.

En los tiempos antiguos, cuando la civilización no había hecho tantos progresos, era frecuente el conservar el cuerpo en la cama mortuoria, uno, dos o más días, con gran acompañamiento de blandones y veladores, responsos y agua bendita. Los parientes del difunto, los amigos y vecindad, alternaban religiosamente en su custodia, o venían a derramar lágrimas y dirigir oraciones al Eterno por el alma del difunto, y la religión y la filosofía encontraban en este patético espectáculo amplio motivo a las más sublimes meditaciones.

Ahora, bendito Dios, es otra cosa; desde la invención de los nervios (que no data de muchos años), nuestros difuntos pueden estar seguros de que no serán molestados con visitas impertinentes, y que aún no habrán enfriado la cama, cuando de incógnito, sin aparato plañidero, y como dicen los franceses à la dérobée, serán conducidos en hombros de un par de mozos como cualquiera de los trastos de la casa: v. g., una tinaja, un piano, o una estatua de yeso. -Luego que le hayan entregado al sacristán de la parroquia, éste le hará colocar en una cueva muy negra y muy fría, y dando el gesto a una rejilla que arranca sobre el piso de la calle, le acomodará entre cuatro blandones amarillos, que con su pálido resplandor atraerán las miradas de los chicos que salgan de la escuela; y se asomarán y harán muecas al difunto, y dirán a carcajadas: «¡Qué feo está!»... y los elegantes al pasar se taparán las narices con el pañuelo, y las damas exclamarán: «¡Jesús, qué horror! ¿por qué permitirán esta falta de policía?».

Y luego que haya trasnochado en aquel solitario recinto, por la mañanita con la fresca, le volverán a coger los susodichos acarreadores, y le subirán bonitamente a la llanura de Chamberí, o le bajarán a las márgenes del Manzanares, donde sin más formalidad preliminar pasará a ocupar su hueco de pared en aquella monótona anaquelería, con su número corriente y su rótulo que diga: «Aquí yace don Fulano de tal»,- y sin más dísticos latinos, ni admiraciones, ni puntos suspensivos, ni oraciones fúnebres, ni coronas de siemprevivas, se quedará tranquilo en aquel sitio, sin esperar otras visitas que las de los murciélagos, ni escuchar ruido alguno hasta que le venga a despertar la trompeta del juicio.

Quédense la tierna solicitud, las lágrimas, las oraciones y las flores, para las humildes sepulturas de la aldea, adonde todos los días al tocar de la oración, vuelen la desconsolada viuda y los huérfanos a dirigir al cielo sus plegarias por el objeto de su amor, recibiendo en cambio aquel dulce bálsamo de la conformidad cristiana que sólo la verdadera religión puede inspirar. Nosotros, los madrileños, somos más desprendidos; para nada necesitamos estos consuelos, y hacemos alarde de ignorar el camino del cementerio, hasta que la muerte nos obliga por fuerza a recorrerle. (Véase la nota.)




- III -

La viuda



    «Vestida toda de luto,
cédula que dice al aire,
«aquí se alquila una boda,
el que quiera que no tarde».


CASTRO, Comedia antigua.                


A los cuatro días de muerto D. Cosme se celebró el funeral en la parroquia correspondiente, para cuyo convite hice imprimir en papel de Holanda algunos centenares de esquelas, poniendo por cabeza de los invitantes al Excmo. Sr. Secretario de Estado y del despacho de la Guerra, por no sé qué fuero militar que disfrutaba el difunto por haber sido en su niñez oficial supernumerario de milicias; y además, por advertencia de la viuda, que quería absolutamente prescindir de recuerdos dolorosos, no olvidé estampar al final de la esquela y en muy bellas letras góticas la consabida cláusula de:

El duelo se despide en la iglesia.

Llegado el momento del funeral, ocupé, con el confesor y un vetusto pariente de la casa el banco travesero o de ceremonia, y muy luego vimos cubiertos los laterales por compañeros, amigos y contemporáneos del anciano don Cosme, que venían a tributarle este último obsequio, y de paso a contar el número de bajones y de luces para calcular el coste del entierro y poder murmurar de él. En cuanto a la nueva generación, no tuvo por conveniente enviar sus representantes a esta solemnidad, y creyó más análogo el permanecer en la casa procurando distraer a la señora.

Concluido el De profundis, con todo el rigor armónico de la nota, y después de las últimas preces dirigidas por los celebrantes delante de nuestro banco triunviral, en tanto que se apagaban las luces, y que las campanas repetían su lúgubre clamor, fuimos correspondiendo con sendas cortesías a las que nos eran dirigidas por cada uno de los concurrentes al desfilar hacia la puerta, hasta que, cumplido este ligero ceremonial, pudimos disponer de nuestras personas. Y, sin embargo, de que ya la costumbre ha suprimido también la solemne recepción del acompañamiento en la casa mortuoria, el otro pie de banco y yo creímos oportuno el pasar a dar cuenta de nuestra comisión a la señora viuda.

Hallábase ésta en la situación más sentimental, envuelta en gasas negras que realzaban su hermosura, y con un prendido tan cuidadosamente descuidado, que suponía largas horas de tocador. Ocupaba, pues, el centro de un sofá entre dos elegantes amigas, también enlutadas, que la tenían cogida entrambas manos, formando un frente capaz de inspirar una elegía al mismo Tíbulo. A uno y otro lado del sofá alternaban interpolados diversas damas y caballeros (todos de este siglo), que en voz misteriosa entablaban apartes, sin duda en alabanza del finado.

Nuestra presencia en la sala causó un embarazo general; los dúos sotto voce cesaron por un momento; la viuda, como que hubo de llamar en su auxilio la ofuscación vital del otro día; pero luego aquellas amigas diligentes acertaron a distraer su atención enseñándola las viñetas del «No me olvides», y de aquí la conversación vino a reanimarse, y todos alababan los lindos versos de aquel periódico, y hasta el difunto me pareció que repetía, aunque en vano, su título. Después se habló de viajes, y se proyectaron partidas de campo, y luego de modas, y de mudanzas de casa, y de planes de vida futura; y la viuda parecía recobrarse a la vista de aquellos halagüeños cuadros, como la mustia rosa al benéfico influjo del astro matinal.¡Qué consejos tan profundos, qué observaciones tan acertadas se escucharon allí sobre la necesidad de distraerse para vivir, y la demencia de morirse los vivos por los muertos, y luego las ventajas de la juventud y las esperanzas del amor!...

Viendo en fin, mi compañero y yo, que íbamos siendo allí figuras tan exóticas como las del Silencio y la Sorpresa que adornaban las rinconeras de la sala, tratamos de despedirnos; pero el buen hombre (¡castellano y viejo!) atravesando la sala, e interponiéndose delante de la viuda, compungió su semblante e iba a improvisar una de aquellas relaciones del siglo pasado que comienzan «Que Dios» y concluyen «por muchos años», cuando yo, observando su imprudencia y lo mal recibido que iba a ser este apóstrofe extemporáneo de parte de todos los concurrentes, le tiré de la casaca y le arrastré hacia la puerta diciéndole: «Hombre de Dios, ¿qué va V. a hacer? ¿no sabe usted que El duelo se ha despedido en la iglesia?».

(Junio de 1837)

NOTA. -Mucho, es verdad, han variado las costumbres de Madrid en este punto. Al abandono y desdén con que por lo general se procedía a la inhumación de los cadáveres, ha sucedido un aparato y ostentación que, si no prueba mayor grado de cariño y ternura hacia aquellos que desaparecen de entre nosotros, dicen al menos la vanidad mundana y el orgullo de la generación que les sobrevive. Aquello, en los términos que se describe y satiriza en el artículo de El Duelo, era ciertamente vituperable y repugnante; esto, en los que quieren hoy la moda y el lujo de las clases acomodadas, viene a ser ya el extremo contrario de exageración y de ruina.

Cabalmente en los momentos en que se ocupaba el autor de censurar aquella antigua costumbre, se inauguraba la nueva con una ocasión tristemente célebre, la de la desgraciada muerte del malogrado escritor D. Mariano José de Larra (Fígaro). -Sus amigos y apasionados (en cuyo número se contaban todos los hombres políticos, los literatos y artistas), sin tomar en cuenta más que su gran mérito literario, y no de modo alguno la exaltación criminal que le había conducido al sepulcro, improvisaron en la tarde del 17 de febrero de aquel año una fúnebre comitiva para conducirlo desde su casa, calle de Santa Clara, núm. 3, al cementerio de la puerta de Fuencarral; y colocándole en un carro triunfal, adornado de palmas y laureles, que cubrían sus obras, colocadas sobre el féretro, siguieron a pie con religioso silencio y compostura los restos mortales de aquél, que en un acto de insensato delirio acababa de apagar la antorcha de una brillante existencia. Reunidos luego en torno de su sepulcro, improvisaron discursos apasionados y bellas composiciones poéticas, despidiéndose del amigo, del escritor y del poeta; y allí mismo, sobre la tumba de aquel raro ingenio, proyectó su primera luz el astro brillante de Zorrilla, el primero de nuestros poetas líricos, apareciendo por primera vez a nuestros ojos a la temprana edad de veinte y un años.

Después de aquel primer solemne y público acompañamiento fúnebre, se verificaron otros con sujetos más o menos notables, entre los cuales recordaremos el del inspirado poeta don José de Espronceda; el del gran orador D. Agustín de Argüelles; el del presidente del Congreso, Marqués de Gerona; el del héroe de Zaragoza, el general Palafox, e introduciéndose esta costumbre desde los altos magnates y celebridades políticas o literarias en todas las clases acomodadas de la sociedad, hoy es el día en que por tributo indispensable, pagado, más que a la buena memoria de los que mueren, a la vanidad de los vivos, hay que añadir al coste de un magnífico funeral con grandes músicas, iluminaciones y tumulto, el que ocasiona la solemne traslación del cadáver en un elegante carro fúnebre, precedido de los pobres de San Bernardino con hachas encendidas y seguido del clero y los convidados, o por lo menos un centenar de coches vacíos, más o menos blasonados, con los lacayos de grande librea, guante blanco y sendas hachas apagadas en las manos. -Llegados al cementerio (que también hemos dicho haberse decorado ya con más lujo) es de cajón el que uno o más personajes de la comitiva tomen la palabra y prorrumpan en un discurso fúnebre, un epitafio hiperbólico, y hasta una alocución política más o menos intencionada. -Hecho lo cual, los concurrentes se vuelven a sus carruajes, y se dirigen a la Bolsa, al Congreso, a sus visitas o al Prado; los lacayos revenden al cerero las hachas y van a guardar sus libreas de lujo hasta que vuelva a lucir otro buen día, «en que acompañar a algún señor al cementerio».