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ArribaAbajoAntes, ahora y después


- I -

«El tiempo se ve retratado con exactitud en las generaciones vivas; de suerte que los viejos representan lo pasado, los jóvenes lo presente y los niños el porvenir».


ADDISON.                


La filosófica observación de un célebre moralista, que queda estampada como epígrafe del presente artículo, nos conduciría como por la mano a entrar de lleno en aquella cuestión tantas veces agitada, de la mayor o menor corrupción de los tiempos; y después de bien debatida, sucederíanos lo que de ordinario acontece; esto es, que acaso no sabríamos decidirnos entre los recuerdos pasados, la actualidad presente y las esperanzas futuras.

Las mujeres, según la observación también exacta de otro autor crítico, son las que forman las costumbres, así como los hombres hacen las leyes; quedando igualmente por resolver la eterna duda de cuál de estas dos causas influye principalmente en la otra, a saber: si las costumbres son únicamente la expresión de las leyes, o si éstas vienen a reproducirse como el reflejo de aquéllas.

Parece, sin embargo, lo más acertado el creer que este es un círculo sempiterno en que quedan absolutamente confundidos el principio y el fin; pues si vemos muchos casos en que el legislador se limitó a formular las costumbres y las inclinaciones de los pueblos, también hay otros en que éstos se vieron prevenidos por la atrevida mano del legislador.

De todos modos, no puede negarse que la educación es la base principal que sustenta y modela casi a voluntad el carácter del hombre, y de aquí la importancia de las leyes que la dirijan; también habrá de convenirse en que las mujeres están llamadas por la naturaleza a prestar al hombre los primeros cuidados, a inspirarle sus primeras ideas; y he aquí explicada también naturalmente la otra observación, o sea su influencia en el futuro desarrollo de la sociedad.

Todas estas y otras muchas verdades se ven materializadas, por decirlo así, en cada país, en cada ciudad, en cada casa. Mas cuenta, que no a todos es dado el apreciar distintamente el espectáculo que delante se les presenta; no todos saben adivinar sus causas, medir sus efectos, calcular sus consecuencias; el libro de la vida todos lo escriben, muy pocos son los que aciertan a leer en él; y allí donde por lo regular acaba el horizonte del vulgo, suele empezar el del filósofo observador.




- II -

La madre



    «Mucho más locas las viejas
Son en Madrid que las mozas,
Y es natural, porque llevan
Muchos más años de locas».


LEÓN DE ARROYAL.                


Doña Dorotea Ventosa, de quien ya en otra ocasión tengo hablado a mis lectores23, era una señora que por mal de sus pecados tuvo la fatal ocurrencia de nacer en los felices años del reinado de Carlos III; y si bien esta circunstancia no fuese sabida más que de ella misma, y del señor cura de la parroquia, y pareciese hallarse desmentida por las continuas modificaciones y revoque de su persona monumental, sin embargo, los arqueólogos y amantes de antigüedades (que, como es sabido, tienen la descortés osadía de señalar fechas a todo lo que miran) creyeron poder arriesgarse a colocar la del nacimiento de nuestra heroína a los setenta y cinco del pasado siglo, mes más o menos.

Nacida de padres nobles, y sesudamente originales, en aquellos tiempos en que los españoles no se habían aún traducido del francés, vio deslizarse sus primeros años en aquel reducido círculo de sensaciones que constituían por entonces la felicidad de las familias, y el respeto a señores padres y el santo temor de Dios eran los únicos pensamientos que alternaban en su imaginación con los juegos infantiles. Enseñáronla a leer, lo necesario para hojear el Desiderio y Electo y las Soledades de la vida; y en cuanto a escribir, nunca llegó a hacerlo, por considerarse en aquellos tiempos la pluma como arma peligrosa en las manos de una mujer.

No bien cumplió doce años, y antes que la razón viniese como suele a perturbar la tranquilidad de su espíritu, fue colocada en un convento, donde aprendió a trabajar mil primorosas fruslerías, y a pedir a Dios, en una lengua que no entendía, perdón de unos pecados que no conocía tampoco.

El amor paterno, velando por su porvenir en tanto que ella dormía y crecía en el seno de la inocencia, negociaba con eficacia un ventajoso matrimonio para cuando llegase el momento de salir al mundo; y así que hubo llegado a los diez y ocho años de su edad, fue vuelta a la casa paterna, y desposada de allí a pocos meses con un hombre a quien ella apenas conocía, pero que tenía la ventaja de colocarla en una brillante posición, y añadir a sus apellidos siete u ocho apellidos más.

Pasó, pues, sin transición gradual, desde el dominio de la hermana superiora, al más positivo del marido superior. -Porque es bien que se sepa que por entonces todos los maridos lo eran, y tenían más punto de contacto con la arrogancia de los árabes, que con la acomodaticia cortesanía francesa.

Convencidos, no sé si con razón, de lo peligroso que es el aire libre y el contacto de la sociedad a la pureza de las costumbres femeniles, tocaban en el opuesto extremo; y convertían sus casas en fortalezas, sus mujeres en esclavas, y en austera obligación los voluntarios impulsos del amor.

Ya se deja conocer, y todas mis lectoras convendrán en ello, qué sistema tan descortés supone, como si dijéramos, una sociedad incivilizada, una ilustración en mantillas; y todas las jóvenes darán en el interior de su corazón mil gracias al cielo por haberlas hecho nacer en un siglo más filosófico y conciliador. Pero esto no es del caso, ni ahora la ocasión del obligado encomio del siglo en que vivimos; todo ello podrá tener su lugar más adelante; por ahora habremos de reposar la imaginación en los últimos años del que pasó.

Nuestra bella mal maridada llevó con paciencia el primer año de aquel tiránico amor: -en este punto hay que alabarla la constancia, que en el día podría hacerla pasar por una Penélope; -pero al fin, el primer año pasó, y vino el segundo; y entonces observó que su marido siempre era el mismo; un señor por otro lado muy formal y muy buen cristiano, pero sin espada ni redecilla, ni botones de acero, ni mucho sebo en el peluquín; -que entonces las mujeres se enamoraban de las pelucas, como ahora se enamoran de las barbas.

Observó que a su edad (que tenía ya treinta cumplidos) todavía no sabía bailar el bolero, ni cantar la Tirana, ni había podido tomar partido entre Costillares y Romero, ni sabía qué cosa era el arrojar confites a Manolito García; cosas todas muy puestas en razón, y que para servirme de una expresión galo-moderna, hacían furor por aquellos tiempos de gracia. -Advirtió que su casa era siempre su casa, y las ventanas siempre con celosías, y el perro siempre acostado a la entrada, y el Rodrigón siempre en acecho a la salida, y los muebles siempre silenciosos, y los libros siempre Santa Teresa y Fray Luis, y las estampas siempre el Hijo Pródigo y las Bodas de Canaá.

Por algunas expresiones sueltas de algunas amigas (que nunca faltan amigas para venir a enredar las casas) llegó a adivinar que extramuros de la suya había alguna otra cosa que no era ni su marido, ni sus pájaros, ni sus celosías, ni sus tiestos, ni sus lignum crucis, ni sus San Juanitos de cera. -Supo que había teatros y toros, y meriendas y Prado, y abates y devaneos; y como la privación es salsa del apetito, rabió por los abates y por las meriendas, y por el Prado y por los toros, y por la comedia y por los devaneos.

Pero a todos estos extraños deseos hacía frente la faz austera del esposo, que rayando en una edad madura, y práctico conocedor de los peligros mundanos, se consideraba en el deber de apartar de ellos con vigilante constancia a su joven compañera, sin que ésta por su parte se lo agradeciese, como que sólo veía en ello un exceso de egoísmo, y una implacable manía de ejercer con ella su conyugal autoridad.

Desengañada, en fin, de la inutilidad de sus esfuerzos para quebrantar sus odiosas cadenas, hubo de conformarse al reducido círculo de sus obligaciones domésticas. Por fortuna el amor maternal pudo hacerla más halagüeña su existencia: tres hermosos niños vinieron sucesivamente a endulzarla; criábalos ella misma, por no haberse establecido aún la funesta moda que releva a las madres de este sublime deber; vivía con ellos y para ellos, y sus gracias inocentes casi la llegaron a reconciliar con unos lazos que antes miraba como tiránicos y opresivos.

Desgraciadamente de estos tres niños desaparecieron dos antes que la muerte arrebatase también al papá; y cuando este acontecimiento vino a cambiar la existencia de nuestra heroína, quedó ésta, a los cuarenta y ocho de su edad, con una sola niña de quince abriles, que revelaba a la mamá, en sus lindas facciones, una verdad que apenas había tenido lugar de advertir, esto es, que ella también había sido hermosa.

Las mujeres en general suelen tener dos épocas de agitación y de ruido: una cuando en la primavera de la edad recogen los obsequios que la sociedad las dirige, y otra cuando vuelven a recibirlos en la persona de sus hijas. -La mamá de que vamos hablando, por las razones que quedan dichas, no había tenido ocasión de disfrutar de aquella primera época; pero nada la impedía aprovecharse de la segunda. Y como es una observación generalmente constante que el que ha sido viejo cuando joven, suele querer ser joven cuando llega a viejo, déjase conocer la buena voluntad con que aprovecharía la ocasión de rendir al mundo el tributo que tan sin su voluntad le había negado un tiempo.

Escudada con el pretexto de la hija (que suele ser en madres verdes el salvo-conducto de su ridícula disipación), halagada por la fortuna con una brillante posición social, dueña absolutamente de su persona y de sus bienes, y todavía no maltratada por el medio siglo que disimulaba su espejo, trató de indemnizarse de las privaciones pasadas por las delicias presentes. Abrió su casa a la sociedad, y se relacionó con las más elegantes de la corte; dio bailes y conciertos, visitó teatros, dispuso giras de campo y lucidas cabalgatas; observó hasta la extravagancia los más extraños preceptos de la moda; y como ésta lo autorizaba y su posición lo permitía también, supo fijar al dorado carro de su triunfo, y disputar a su propia hija mil adoradores, que suspiraban por los bellos ojos de su bolsillo, y que ofuscados por su esplendor, sabían disimular sus postizos adornos, su incansable e insulsa locuacidad, su dominante altivez y sus voluntarios caprichos.

El tiempo, sin embargo, iba imprimiendo su huella cada día más hondamente en aquella agitada persona; pero ella, tenazmente sorda a sus avisos, disputaba paso a paso al viejo alado la victoria, en términos que, a creerla, tenía el singular privilegio de caminar hacia su origen, porque si un año confesaba cuarenta, al otro no tenía más que treinta y cinco, y al siguiente treinta y dos, hasta que se plantó en veinte y nueve, y ya no hubo forma de hacerla adelantar más.

A la implacable rueca de las Parcas oponía ella las tijeras de la modista y la media caña del peluquero, y las preparaciones del químico; allí donde anochecía un diente de amarillento hueso, la industria corría presurosa a colocarla otro de oro purísimo y marfil; allí donde empezaba a amanecer la blanca cabellera, el arte sabía correr el denso velo de un elegante prendido.


       «...¿Quién hay
Que cuente los embelecos,
Los rizos, guedejas, moños
Que están diciendo: Memento,
Calva, que ayer fuiste raso,
Aunque hoy eres terciopelo?».

Ella, en fin, era un códice antiguo, cuidadosamente encuadernado en magnífica cubierta; un cuadro del Ticiano restaurado por manos profanas; casco viejo y carenado, como aquel en que el inmortal Teseo marchó a libertar a los atenienses del tributo de Minos, del cual se cuenta que fue conservado por éstos en señal de veneración, reponiendo continuamente las piezas que se rompían, en términos que después de nueve siglos, siempre era el mismo, aunque había desaparecido del todo.

No sin ocultos celos esta arrogante mamá veía crecer y desenvolverse diariamente las gracias de Margarita (que así se llamaba la niña), y más de una ocasión llegó a disputarla, con grandes esfuerzos, tal cual conquista que ella había hecho sin ninguno. Bien hubiera deseado ocultarla a los ojos del mundo, como un argumento vivo de su edad o como un formidable contraste de sus artificiales perfecciones; pero entonces se hubiera ella misma condenado a igual reclusión y silencio. Más fácil era hacerla pasar por sobrina o por hermana menor; afectar con ella la mayor familiaridad y renunciar a todo respeto; disminuir su brillantez con la sencillez de su traje, dejarla correr con sus amigas distinto rumbo y diversas sociedades, y evitar, en fin, todo término posible de odiosa comparación.

Las consecuencias naturales de semejante sistema no se hicieron esperar por largo tiempo; desamparada la joven de la tutela y del escudo maternal, entregó inadvertidamente su corazón al primer pisaverde que quiso recogerlo, y lo entregó con tal verdad, que haciendo frente a la terrible oposición de la madre (que quiso entonces usar de un derecho a que ella misma había renunciado con su conducta), e impulsada por el primer movimiento de su pasión, imploró la protección de las leyes para satisfacer su voluntad, contrayendo matrimonio con el susodicho galán. -Y mientras esto sucedía, la mamá, libre ya absolutamente de toda traba y responsabilidad, se propuso dar rienda suelta a sus caprichos y disipación, llegando a lograrlo en términos, que sólo fue capaz de atajarla una aguda pulmonía, que supo aprovechar la ocasión de la salida de un baile, para llevarla, aún cubierta de flores a las afueras de la puerta de Fuencarral.




- III -

La hija



«Ya la notoriedad es el más noble
Atributo del vicio, y nuestras Julias,
Más que ser malas, quieren parecerlo».


JOVELLANOS.                


Dicho se está lo importante a par que difícil del acierto en la educación de una mujer. -Hemos visto en el ejemplo anterior las consecuencias de la excesiva suspicacia paterna y de la opresión conyugal; pero, antes de decidirnos por el opuesto término, bueno será fijar la vista en sus naturales inconvenientes. Y las siguientes líneas van a ofrecernos una prueba más de que así es de temer en la mujer el extremado rigor y la absoluta ignorancia, como la falsa ilustración y una completa libertad.

Hemos dejado a Margarita en aquel momento en que colocada por su matrimonio en una situación nueva, podía tomar su rumbo propio, y reducir a la práctica el resultado de su educación y sus principios.

Poco queda que adivinar cuáles serían éstos, si traemos a la memoria el ejemplo de la mamá, y las apasionadas exageraciones que no podría menos de escuchar de su boca contra la rígida severidad de sus padres y de su esposo. Añádase a esto el continuo roce con lo más disipado y bullicioso de la sociedad, las conversaciones halagüeñas de los amantes, las pérfidas confianzas de las amigas, y la indiscreta lectura de todo género de libros; porque ya por entonces las jóvenes, a vuelta de las Veladas de la Quinta y la Pamela Andrews, solían leer la Presidenta de Turbel y la Julia de Rousseau.

Por fortuna el carácter de Margarita era naturalmente inclinado a lo bueno, y ni las lecturas, ni el ejemplo, pudieron llegar a corromper su corazón hasta el extremo que era de temer; sin embargo, la adulación continuada hubo de imprimirla cierto sentimiento de superioridad y de orgullo, que veía celebrado con el título de «amable coquetería»; la irreflexión propia de su edad y de sus escasos conocimientos pudo a veces ofuscarla contra su propio interés; y esta misma veleidad y esta misma irreflexión fueron las que la guiaron, cuando desdeñando otros partidos más convenientes, dio la preferencia al joven que al fin llegó a llamarla su esposa.

Era éste, a decir verdad, lo que se llama en el mundo una conquista brillante, muy a propósito para lisonjear el amor propio de Margarita. Joven, buen mozo, alegre, disipador, sombra fatal de todos los maridos, grata ilusión de todas las mujeres; cierto que ni por su escasa fortuna, ni por sus ningunos estudios, ni por su carácter inconstante y altivo, parecía llamado a conquistar entre los demás hombres una elevada posición social, y que hubiera representado un papel nada airoso en un tribunal o en una academia; pero en cambio ¿quién podía disputarle la ventaja en un estrado de damas, siendo el objeto de su admiración, o cabalgando a la portezuela de un coche sobre un soberbio alazán? Estas circunstancias unidas a su buen decir, sus estudiados transportes y su tierna solicitud, fueron más que suficientes para dominar un corazón infantil, y alejar de él toda idea de calculada reflexión.

Pudo, en fin, Margarita ostentar sujeto al carro de su triunfo aquel bello adalid, objeto de la envidia de sus celosas compañeras; pudo al fin pasear el Prado colgada de su brazo, llamarse con su apellido, y darle de paso a conocer a él mismo la superioridad a que le había elevado, y el respeto y el amor que le exigía en justa retribución.

Las primeras semanas no tuvo, por cierto, motivo alguno de queja de parte de su esposo, antes bien calculando por ellas, no podía menos de prometerse una existencia de contentos y de paz. Siguiendo en un todo las máximas de la moda, ella era la que recibía las visitas; ella la que ofrecía la casa; ella la que reñía a los criados; ella la que disponía los bailes; ella la que presentaba al esposo a la concurrencia; ella, en fin, la que dominaba en aquella voluntad, en otro tiempo tan altiva.

Entre tanto la suya se conservaba perfectamente libre, sin que ninguna observación, ni la más mínima queja vinieran a turbar aquella aparente felicidad. Margarita (en uso de los derechos que nuestra moderna sociedad concede tan oportunamente a una mujer casada) pudo desde el siguiente día de su matrimonio entrar y salir cuando la acomodaba, recorrer las calles sin compañía, visitar las tiendas, pasear con las amigas a larga distancia del marido; pudo conversar con todo el mundo con mayor familiaridad y descoco, y dar a sus discursos cierto colorido más expresivo y malicioso; ningún capricho de la moda, ninguna extravagancia del lujo estaban ya vedadas a la que podía titularse señora de su casa; y cuando a vuelta de pocas semanas advirtió, o creyó advertir, los primeros síntomas de su futura maternidad... ¡oh! entonces ya no hubo género de impertinencia que no estuviese en el orden, capricho que no se convirtiese en necesidad.

Llegó, en fin, después de nueve meses de sustos y sinsabores, el suspirado momento del parto... ¡Santo Dios! todo el colegio de San Carlos era poco para semejante lance... Pero en fin, la naturaleza, que sabe más que cien doctores, no quiso que éstos se llevasen la gloria de aquel triunfo, y antes que ellos acudiesen a estorbarla, salió a luz un primoroso pimpollo de muchacho, que fue recibido con sendas aclamaciones de toda la familia; y reconocido y bien manoseado por una vecina vieja, se vio saludado por ella con aquel apóstrofe de costumbre: -«Clavadito al padre, bendígale Dios».

Al siguiente día se celebró el bateo con toda solemnidad, y ya de antemano habían mediado acaloradas disputas sobre el nombre que le pondrían al muchacho; volviéronse a renovar aquella noche, y toda ella la pasaron el papá y la mamá haciendo calendarios -pues que el común ya no sirve sino para gentes añejas de suyo, retrógradas y sin pizca de ilustración. -Bien hubiera querido el papá, a quien alguna cosa se le alcanzaba de historia, haber impuesto al joven infante algún nombre sonoro y de esperanzas, como Escipión o Epaminondas; mas por qué tanto la mamá aborrecía de muerte a griegos y romanos, y estaba más bien por los Ernestos y los Maclovios y otros nombres así, cantábiles, mantecosos y que naturalmente llevan consigo mayor sentimentalismo e idealidad. Y como en casos semejantes la influencia femenil raya en su mayor altura, no hay necesidad de decir más, sino que Margarita consiguió su deseo, y que el chico fue inaugurado con el fantástico nombre de Arturo.

El amor maternal es un sentimiento tan grato de la naturaleza que cuesta mucho trabajo a la sociedad el contrariarlo; así que nuestra joven mamá en los primeros momentos de su entusiasmo, casi estuvo determinada a criar por sí misma a su hijo, y como que sentía una nueva existencia al aplicarle a su seno y comunicarle su propio vivir; pero la moda, esta deidad altiva, que no sufre contradicción alguna de parte de sus adoradores, acechaba el combate interior de aquella alma agitada, y apareciendo repentinamente sobre el lecho, mostró a su esclava la seductora faz, y con voz fuerte y apasionada: -«¿Qué vas a hacer (la dijo), joven deidad, a quien yo me complazco en presentar por modelo a mis numerosos adoradores? ¿Vas a renunciar a tu libre existencia, vas a trocar tus galas y tus tocados, tus fiestas y diversiones, por esa ocupación material y mecánica, que ofuscando tu esplendor presente, compromete también las esperanzas de tu porvenir? ¿Ignoras los sinsabores y privaciones que te aguardan, ignoras el ridículo que la sociedad te promete; ignoras, en fin, que tu propio esposo acaso no sabrá conciliar con tu esplendor, ése que tú llamas imperioso deber, y acaso viendo marchitarse tus gracias?...».

-«No digas más», prorrumpió agitada Margarita, «no digas más»; -y la voz de la naturaleza se ahogó en su pecho, y el eco de la moda resonó en los más recónditos secretos de su corazón.

Impulsada por este movimiento, tira del cordón de la campanilla, llama a su esposo, el cual sonríe a la propuesta, y conferencia con ella sobre la elección de madre para su hijo. -Cien groseras aldeanas del valle de Pas vienen a ofrecerse para este objeto; el facultativo elige la más sana y robusta; pero la mamá no sirve a medias a la moda, y escoge la más linda y esbelta; al momento truécase su grosero zagalejo en ricos manteos de alepín y terciopelo con franja de oro; su escaso alimento, en mil refinados caprichos y voluntariosos antojos; y cargada con la dulce esperanza de una elegante familia, puede pasearla libremente por calles y paseos, retozar con sus paisanos en la Virgen del Puerto, y disputar con sus compañeras en la plazuela de Santa Cruz.

De esta manera pudo ser madre Margarita, y multiplicar en pocos años su descendencia, llenando la casa de Carolinas y Rugeros, Amalteas y Pharamundos, con otros nombres así, desenterrados de la Edad Media, que daban a la familia todo el colorido de una leyenda del siglo XIII. Y hasta en esto se parecía la casa a los dramas modernos, en que no había unidad de acción; porque el papá, la mamá y los niños formaban cada uno la suya aparte, tan independiente y sin relación, que sería de todo punto imposible el seguir simultáneamente su marcha.

Porque, si nos empeñásemos en seguir al papá, le veríamos ya desdeñando la compañía de su esposa como cosa plebeya y anticuada, abandonar día y noche su casa, correr con otros calaveras los bailes y tertulias, sostener la mesa del juego, proseguir sus conquistas, entablar y dirigir partidas de caza y viajes al extranjero, y afectar con su esposa una elegante cortesanía; entrar a visitarla de ceremonia, y rara vez, o saludarla cortésmente en el paseo, o subir a su palco en el entreacto de la ópera.

La esposa por su lado nos ofreciera un espectáculo no menos digno de observar; ocupada gran parte de la mañana en debatir con la modista sobre la forma de las mangas o el color del sombrerillo; entregada después en manos de su peluquero mientras hojeaba con interés el Courrier des Salons o el último cuento filosófico de Balzac; el resto del día lo empleaba en recibir las visitas de aparato, en murmurar con las amigas de las otras amigas, en escuchar los amorosos suspiros de los apasionados, y aunque riendo de ellos en el fondo de su corazón, ostentarlos a su lado en el paseo, en la tertulia, en el teatro; y vivir, en fin, únicamente para el mundo exterior, representando no sin trabajo el difícil papel de dama a la moda.

Fina y delicada es la observación que nuestro buen Jovellanos consiguió en el bellísimo terceto que arriba queda citado: la moda y los preceptos del gran mundo obligan a muchas mujeres a aparentar lo que no son, al paso que el orgullo y el amor a la independencia suelen a veces ser los escudos de la virtud, si es que sea virtud aquella tan disfrazada que procura ocultarse a los ojos del mundo, y fingir abiertamente un contrario sistema. -Grande error es en la mujer no tomar en cuenta las apariencias, pues las más veces suele juzgarse por éstas, y como no todos leen en el interior de su corazón, no todos llegan a distinguir la realidad de la ilusión, la consecuencia del vicio, de la que sólo es nacida del imperio de la moda. -Y aunque se me moteje de la manía de estampar citas, no quiero dejar de hacerlo aquí con unos bellísimos versos de Tirso de Molina que expresan este pensamiento.


    «La mujer en opinión
Mucho más pierde que gana
Pues son como la campana,
Que se estiman por el son».




- IV -

Los nietos


Margarita tenía, como queda dicho, un corazón excelente, amaba a su marido y a sus hijos, y más de una vez hubiera deseado disfrutar con ellos de aquella paz doméstica, única verdadera en este mundo engañador; pero el ejemplo de su esposo por un lado, la adulación por otro, triunfaban casi siempre de aquellos sentimientos, y a pesar suyo veíase arrastrada en un torbellino de difícil salida.

Para conservar lo que ella llamaba su independencia, y que más pudiéramos apellidar vasallaje de la moda, había apartado de su lado a los dos únicos niños que le quedaban, Arturo y Carolina, colocándoles en elegantes colegios, donde pudiesen aprender lo que ahora se enseña. De esta manera se privó voluntariamente de los puros placeres de la maternidad, y sus propios hijos, cuando por acaso solían verla, la miraban con la extrañeza y cumplido que era consiguiente.

No paró aquí su desconsuelo; el esposo, que hasta allí había dado libre rienda a sus caprichos sin fijarse en ninguno, llegó a apasionarse verdaderamente de otra mujer, y a hacer sentir a la propia toda la inconveniencia de su existir. Margarita, por el extremo contrario, o sea que la edad fuese desenvolviendo en ella sus inclinaciones racionales, o fuese el sentimiento natural de verse suplantada por otro amor, vio renovarse en su corazón el que le inspiraba su esposo. Éste, por su parte, para librarse de sus importunidades, la echó en cara su disipación y ligereza anterior, el abandono de sus hijos, las injurias que la edad y la tristeza imprimieran en su semblante; y, en fin, no pudiéndose resignar a esta continua reconvención, huyó del lado de su esposa, dejándola abandonada a su desesperación y a sus remordimientos.

Quedola, pues, por único consuelo el cariño de sus hijos; pero éstos apenas la conocían ni la debían nada, y por consecuencia no la tenían amor. Por otro lado, educados con aquella independencia y descuido, era ya difícil variar sus primeras inclinaciones, darles a conocer sus más sólidas ideas.

Arturo era ya un muchacho fatuo y presumido, charlatán y pendenciero, que saludaba en francés, cantaba en italiano y escribía a la inglesa; que hablaba de tú a su mamá, y terciaba en todas las conversaciones; que huía de los muchachos, y los hombres huían de él; que retozaba con las criadas, y alborotaba en los cafés, y bailaba en Apolo y fumaba en el Prado, y en todas partes era temido por su insoportable fatuidad.

Carolina era una niña prematura, apasionada y tierna por extremo, que lloraba sin saber por qué, y se miraba al espejo, y dormía los ojos, y hablaba con él, y chillaba al ver un ratón, y aplaudía en los dramas la escena del veneno y se enamoraba de las estampas de los libros, y se ponía colorada cuando la hablaban de muñecas y bordados, y cantaba con expresión «il tenero ogetto» y el «morir per te».

Margarita vio entonces de lleno todo el horror de su situación, y tembló por ella misma y por sus hijos. Vio en Arturo una fiel continuación de la imprudencia de su esposo; vio en Carolina un espejo fiel de su propia imprudencia; se vio ella misma víctima del ejemplo de su madre, modelo que dejaba a sus hijos; y no pudiendo resistir a esta terrible idea, sucumbió de allí a poco, dejándolos abandonados en el mar proceloso de la vida.

La sociedad, empero, recogió su herencia, la inspiró sus ideas, la comunicó sus ilusiones, y como había modelado a la abuela y a la madre, modeló también a los nietos, y éstos servirán de fiel continuación de aquel drama, y no hay que dudarlo, lo que fue antes, y lo que es ahora, eso mismo será después.

(Diciembre de 1837)






ArribaAbajoRequiebros de Lavapiés




SERENATA


    -Asoma, estrella del barrio,
A esa ventana rasgada,
Y oirás cómo un manolo
Sabe expresarse cuando ama.

    Verás con tus negros ojos,
Oirás con tus orejazas,
Olerás con tus narices
Y tentarás con tus palmas

    Cómo mi rostro se arruga,
Cómo mi lengua se traba,
Cómo mi cuerpo padece,
Cómo se agita mi alma,

    Cuando con aire de taco
Pones los brazos en jarras,
Cuando cruzas la mantilla
O echas un voto de marca.

    ¡Oh, bien haya el que a su lado
Te tenga un rato sentada;
Quien te cogiere una liga
O te rascare la caspa!

    ¿Por qué, dime, infiel manola,
Por qué, dime, fiera Paca,
Te huelgas con mis suspiros
Y te ríes de mis ansias?

    ¿Es acaso por el chirlo
Que me divide la cara,
Por lo poco que cojeo
O porque un ojo me falta?

    Advierte que estas señales
Pruebas son de mis hazañas,
Que ha cantado en estos barrios
La trompeta de la fama.

    ¿No soy yo aquel temerón
Cuya historia se relata
De El Campillo de Manuela
Hasta la costa africana?

    ¿No soy aquel cuyas glorias
En nobles versos ensalzan
Todos los ciegos al son
De destemplada guitarra?

    ¿No soy aquel que los hombres
Supo humillar a sus plantas,
Dispensando a las mujeres
Mi protección soberana?

    ¡Cuántas me hicieron favor!
¡Cuántas me dieron las gracias,
Y aumentaron mis trofeos
Con el brillo de su fama!

    Mas... ¿qué digo? tú también,
Ora tan fiera y tirana,
Hubo un tiempo... ¿no te acuerdas?
En que dijiste me amabas.

    Y aquel tiempo ya pasó...
Mas ¿por qué ha pasado, ingrata?
¿Qué causas te pude dar
Para tan fiera mudanza?

    Culpa de un garrote fue;
Mas ¿qué son, prenda adorada,
Entre dos que bien se quieren,
Tres palizas por semana?

    Fantasías juveniles,
Celos propios de quien ama,
Mi osada mano impelieron
Contra tus blancas espaldas.

    Ya la razón me templó;
Ya no soy celoso, Paca;
Ya la mano que pecó
Quiere reparar sus faltas.

    Seis años de esposa dura
La hacen desear la blanda;
Hierros borraron sus yerros
Y amansaron su pujanza.

    Heme que ya arrepentido
Torno a humillarme a tus plantas
En demanda de aquel
Que el amante pecho aguarda.

    Tus gracias y mi valor
Formen de hoy más alianza,
Y naveguemos unidos
Del mundo en la frágil barca.

    Mis facultades son pocas,
Mas ya te dice la fama.
Que serán las que quisiere,
Poniéndome donde lo haya.

    Lo que mi mano conquiste,
Lo que conquisten tus gracias,
Disiparase en meriendas,
Toros, calesas y zambras.

    Con lo cual, y mi respeto,
Verás que todos te aclaman
Por reina del Lavapiés
Y por diosa de las gracias.

    Yo en tanto al pie de tu altar,
Sin escuchar sus plegarias,
Me haré cargo del tributo
Que brinde amor a. tus plantas.

    Tú, dueña de tu albedrío
De la noche a la mañana,
Modelarás tus acciones
Como quieras modelarlas.

    Yo llevaré la razón
De las salidas y entradas,
Y jamás, te lo prometo,
Querré terciar con mi baza.

    Antes bien tendré por dicha
Si tras de aquellas andanzas
Te acuerdas que solitario
Te espera tu esposo en casa,

    Y vuelves a su cariño
Después de matar cien almas
Desde la Red de San Luis
A la Plaza de Santa Ana.

    O si no quieres casarte,
Abre esa puerta, tirana,
Y hazme tan sólo un favor,
Que no quedarás burlada;

    Porque aquí con estos trapos
Y debajo de esta capa
Todavía queda un duro
Para premiar tanta gracia. -

    Esto decía el Zurdillo
A la puerta de la Paca;
Pero era hablar a los vientos,
Porque ella no estaba en casa.




ArribaAbajoUna noche de vela


- I -

El enfermo



    ¡Oh variedad común, mudanza cierta!
¿quién habrá que en sus males no te espere,
quién habrá que en sus bienes no te tema?


ARGENSOLA.                


Doy por supuesto que todos mis lectores conocen lo que es pasar una noche en un alegre salón, saboreando las dulzuras del Carnaval, en medio de una sociedad bulliciosa y partidaria del movimiento; quiero suponer que todos o los más de ellos comprenden aquel estado feliz en que constituyen al hombre la grata conversación con una linda pareja, el ruido de una orquesta armoniosa, el resplandor de la brillante iluminación, la risa y algazara de todos aquellos grupos, que se mueven, que se cruzan, que se separan, y que luego se vuelven a juntar. Quiero igualmente sospechar, que concluido el baile y llegada la hora fatal del desencantamiento, alguno de los concurrentes, lleno el corazón de fuego y la cabeza de magníficas ilusiones, reconcentrado su sistema vital en el interior de su imaginación, no haya hecho alto en la exterioridad de su persona; no haya reparado en la humedad de su frente, en la dilatación de sus poros, en el ardor exagerado de su pulmón; y que tan sólo ocupado en sostener una blanca mano para subir a un coche, o en aguardar el turno para reclamar su capa en un frío callejón, apenas haya reparado que el sudor de su rostro se ha enfriado, que su voz se ha enronquecido, que su pecho y su cabeza van adquiriendo por momentos cierta pesadez y malestar.

Doy por supuesto que el tal, de vuelta a su casa, sienta unos amables escalofríos, amenizados de vez en cuando con una tosecilla seca, sendos latidos en las sienes, y un cierto aumento de gravedad en la parte superior de su máquina, que apenas lo permite tenerse en pie. Quiero imaginar que le asaltan las primeras sospechas de que está malo, y que tiene que transigir por lo menos con una fuerte constipación; que se mete en la cama, donde lo coge un involuntario y frío temblor, y luego un ardor insoportable; pero se consuela con que, merced a un vaso de limonada o un benéfico sudor, bien podrá estar a la noche en disposición de repetir la escena anterior. Supongo, por último, que esta esperanza se desvanece, pues ni el sudor ni el sosiego son bastantes a devolverle la perdida salud; con lo cual, y sintiéndose de más en más agravado, hace llamar a su médico, quien, después de echarlo un razonable sermón por su imprudencia, le dice que guarde cama, que se abstenga de toda comida, y que beba no sé qué brebajes purgativos, intermediados de cataplasmas al vientre, y realzado el todo con sendos golpes de sanguijuelas donde no es de buen tono nombrar. Remedios únicos en que se encierra el código de la moderna escuela facultativa, y que parecen ser la panacea universal para todos los males conocidos.

Pues bien; después de supuesto todo esto, quiero que ahora supongan mis lectores, que el sujeto a quien acontecía aquel desmán era el condesito del Tremedal, sujeto brillante por su ilustre nacimiento, sus gracias personales, su desenfadada imaginación y una cierta fama de superioridad, debida a las conquistas amorosas a que había dado fin y cabo en su majestuosa carrera social. Cualidades eran éstas muy envidiables y envidiadas, pero que para el paso actual no lo servían de nada, preso entre vendas y ligaduras, inútil y agobiado, ni más ni menos que el último parroquiano del hospital.

Mediaba, sin embargo, alguna diferencia en la situación exterior de nuestro Conde, si bien su naturaleza interior revelaba en aquel movimiento su completa semejanza con los seres a quienes él no hubiera dignado compararse. Hallábase, pues, en su casa, asistido más o menos cuidadosamente, en primer lugar por su esposa, joven hermosa y elegante de veinticuatro abriles, que si no recordaba a Artemisa, por lo menos era grande apasionada de las heroínas de Balzac.

Luego venía en la serie de sus veladores un íntimo amigo, un tercero en concordia de la casa; militar cortesano; cómplice de las amables calaveradas del esposo; encargado de disimular su infidelidad y tibieza conyugal; de suplir su ausencia en el palco, en el salón, en las cabalgatas; depósito de las mutuas confianzas de ambos consortes, y mueble, en fin, como el lorito o el galgo inglés, indispensable en toda casa principal y de buen tono.

En segundo término del cuadro, ofrecíase a la vista una hermana solterona del Conde, que según nuestras venerandas sabias leyes, estaba destinada a vegetar modestamente, por haber tenido la singular ocurrencia de nacer hembra, aunque fruto de unos mismos padres, e igual a su hermano en sangre y derechos naturales. Añádase a esta injusticia de la ley la otra injusticia con que la naturaleza la había negado sus favores, y se formará una idea aproximada de la cruel posición de esta indefinida virgen, con treinta y dos años de expectativa y donde además de un gran talento, y que no sé si es ventaja al que nace infeliz y segundón. En compensación, empero, de tantos desmanes, todavía podía alimentarse en aquel pecho alguna esperanza, hija de la falta de descendencia del conde, esperanza no muy moral en verdad, pero lo suficientemente legal para prometerse algún día ocupar un puesto distinguido en la sociedad.

Rodeaban, en fin, el lecho del enfermo varios parientes y allegados de la casa. -Una tía vieja, viuda de no sé qué consejero, y empleada en la Real servidumbre; archivo parlante de las glorias de la familia; cadáver embalsamado en almizcle; figura de cera y de movimiento; tradición de la antigua aristocracia castellana; y ceremonial formulado de la etiqueta palaciega. -Un ayuda de cámara, secretario del secreto del señor Conde, su confidente y particular favorito para todas aquellas operaciones más allegadas a su persona. -Varias amigas de la Condesa y de su cuñada, muchachas de humor y de travesura, con sus puntas do coquetería. -Un vetusto mayordomo disecado en vivo, vera efigie de una cuenta de quebrados, con su peluca rubia, color de oro, su pantalón estrecho como bolsillo de mercader; su levita de arpillera, su nudo de dos vueltas en la corbata, el puño del bastón en forma de llave, los zapatos con hebilla de resorte, un candado por sellos en el reloj, y éste sin campanilla, de los que apuntan y no dan; persona, en fin, tan análoga a sus ideas, que venía a ser una verdadera formulación de todas ellas, un compendio abreviado de su larga carrera mayordomil.

El resto del acompañamiento componíanle tal cual elegante doncel que aparecía de vez en cuando para informarse de la salud de su amigo el condesito; tal cual vecina charlatana y entrometida que llegaba a tiempo de proponer un remedio milagroso, o verter una botella de tisana, o destapar distraída un vaso de sanguijuelas; el todo amerizado con el correspondiente acompañamiento de médicos y quirúrgicos; practicantes y gentes de ayuda; criados de la casa, porteros, lacayos, niños, viejas y demás del caso.

¡Ah! se me había, olvidado; allá en lo más escondido de la alcoba, como el que se aparta algunos pasos de un cuadro para contemplar mejor su efecto de luz, se veía un hombre serio, triste y meditabundo, que apenas parecía tomar parte en la acción, y, sin embargo moderaba, su impulso; el cual hombre, según lo que pudo ayer averiguarse, era un antiguo y sincero amigo de la familia, a quien el padre del Conde dejó encomendado éste al morir; que le quería entrañablemente; pero que más de una vez llegó a serle enojoso con sus consejos; francos y desinteresados; pero en aquella ocasión el pobre enfermo se hallaba naturalmente más inclinado a él, y no una vez sola, después de recorrer la desencajada vista por todos los circunstantes, llegaba a fijarla largo rato en aquella misteriosa figura, la cual correspondía a su mirada con otra mirada, y ambas venían a formar un diálogo entero.




- II -

Junta de médicos


Era, según los cómputos facultativos, el sétimo día, digo mal, la sétima noche de la enfermedad del Conde. Su gravedad progresiva había crecido hasta el punto de inspirar serios temores de un funesto resultado. El médico de la casa había ya apurado su ordinaria farmacopea, y temeroso de la grave responsabilidad que iba a cargar sobre su única persona, determinó repartirla con otros compañeros que, cuando no a otra cosa, viniesen a atestiguar que el enfermo se había muerto en todas las reglas del arte. Para este fin propuso una junta para aquella noche, indicación que fue admitida con aplauso de todos los circunstantes, que admiraron la modestia del proponente, y se apresuraron a complacerle.

Designada por el más antiguo en la facultad la hora de las ocho de aquella misma noche para verificar la reunión, viéronse aparecer a la puerta de la casa, con cortos minutos de diferencia, un birlocho y un bombé, un cabriolé y un tilbury; ramificaciones todas de la antigua familia de las calesas, y representantes en sus respectivas formas del progreso de las luces, y de la marcha de este siglo correntón.

Del primero (en el orden de antigüedad) de aquellos cuatro equipajes, descendió con harta pena un vetusto y cuadrilátero doctor, hombre de peso en la facultad, y aún fuera de ella; rostro fresco y sonrosado, a despecho de los años y del estudio; barriga en prensa, y sin embargo fiera; traje simbólico y anacronímico, representante fiel de las tradiciones del siglo diez y ocho; bastón de caña de Indias de tres pisos, con su puño de oro macizo y refulgente; y gorro, en fin, de doble seda de Toledo, que apenas dejaba divisar las puntas del atusado y grasiento peluquín.

Seguía el del bombé; estampa grave y severa; ni muy gorda, ni muy flaca, ni muy antigua, ni muy moderna; frente de duda y de reflexión; ni muy calva ni con mucho pelo; ojo anatómico y analítico; sencillo en formas y modales como en palabras; traje cómodo y aseado, sin afectación y sin descuido; sin sortija ni bastón, ni otro signo alguno exterior de la facultad.

El cabriolé (que por cierto era alquilado), produjo un hombre chiquitillo y lenguaraz, azogado en sus movimientos e interminable en sus palabras; descuidado de su persona; con el chaleco desabotonado, la camisola entreabierta, e inclinado hacia el pescuezo el lazo del corbatín. Éste tal no llevaba guantes, para lucir cinco sortijas de todas formas, y su correspondiente bastón, con el cual aguijaba al caballejo (que por supuesto no era suyo), y llegado que hubo a la casa, saltó de un brinco a la calle, y subió tres a tres los peldaños de la escalera.

El cuarto carruaje, en fin, el tilbury, lanzó de su seno un elegante y apuesto mancebo, cuyos estudiados modales, su fino guante, sus blancos puños, su bien cortada levita, el aseo y primor, en fin, de toda su persona, representaba al físico viajador, culto y sensible, el médico de las damas; su semblante juvenil, sobradamente severo para su edad, revelaba el deseo de sobreponerse a ella, afectando un si es no es de gravedad científica y de profunda reflexión que no decía bien con el complicado nudo de su corbata; si bien su mirar profundo y animado, daba luego a conocer un alma bien templada para el estudio y entusiasmada con la idea de un glorioso porvenir.

Después del reconocimiento y de las preguntas de estilo, a que contestaba como sustentante el médico de cabecera, quedaron, pues, los cinco doctores instalados en un gabinete inmediato para tratar de escogitar los medios de oponerse al vuelo de la enfermedad. Animados por este filantrópico deseo, la primera diligencia fue pasar de mano en mano petacas y tabaqueras, hasta quedar armónicamente convenidos, cuál con un purísimo cigarro de La Habana; cuál con un abundante polvo de aromático rapé.

El primer cuarto de hora se dedicó, como es natural, a pasear el discurso sobre varias materias, todas muy interesantes y oportunas; tales como la rigidez del invierno, las muchas enfermedades y la aperreada vida que con tal motivo cada cual decía traer. Allí era el oír asegurar a uno que a la hora presente llevaba ya arrancadas catorce víctimas a las garras de la muerte; allí el afirmar muy seriamente otro que aquella noche había estado de parto; cuál limpiándose el sudor repetía el discurso que acababa de pronunciar en una junta; cuál otro metía prisa a los demás por tener, según decía, que contestar a cuatro consultas por el correo.

Después de compadecerse mutuamente, entraron luego a compadecerse de sus caballos y de sus míseros carruajes, amenizando el diálogo con la historia de sus compras, cambios y composturas, y el interesante presupuesto de sus gastos; y de aquí vino a rodar el discurso sobre el obligado clamor de la escasez de los tiempos, y las malas pagas de los enfermos que sanaban, y el escaso agradecimiento de los que morían. A propósito de esto, tomó la palabra el rostri-seco, y habló de las elecciones, y analizó largamente los últimos partes del ejército, a que contestaron los demás con la mudanza del ministerio, y el resultado de la última interpelación.

Después de haber discurrido largamente por estos alrededores de la facultad, pensaron que sin duda sería ya tiempo de entrar de lleno en ella, y empezaron a disertar sobre la causa posible de las enfermedades, colocándola unos en el estómago, otros en la cabeza, cuál en el hígado, y cuál en el tobillo del pie.

Aquí hubo aquello de defender cada cual su sistema médico favorito, y se declaró el viejo fiel partidario de los antiguos aforismos, y del tonífico método de Juan Brown; a lo que contestó el serio con toda una exposición del sistema fisiológico, y del tratamiento antiflogístico y de la dieta de Broussais. -Replicó el tercero (que era el pequeño) con una descarga cerrada de burletas y sinrazones contra todos los antiguos y futuros sistemas, diciendo que para él la Medicina era una adivinanza hija de la casualidad y de la práctica; y que sólo empíricamente podía curarse, por lo cual no admitía sistema fijo, y que si tal vez se inclinaba a alguno, parecíale mejor que ningún otro el de Mr. Le-Roy, por lo heroico y resolutivo de su procedimiento. -Una ligera sonrisa de desdén que se asomó a los labios del físico elegante, bastó para dar a conocer la superioridad en que se colocaba a sí mismo sobre todos sus compañeros, si al mismo tiempo no hubiera querido consignarla con la palabra, exponiendo científicamente los errores de los diversos sistemas anteriores, y la filosofía de un nuevo descubrimiento a que él como joven se hallaba naturalmente inclinado; esto es, la medicina homeopática del doctor Hahnemann.

Aquí soltó el vicio una carcajada, y el chiquito lanzó varios epigramas sobre el sistema de curar las enfermedades con sus semejantes, preguntándole si como decía Talleyrand, acostumbraba cortar la pierna buena pata curar la mala, con otras sandeces, que irritaron la bilis del homeopático, y descargó una furibunda filípica contra los charlatanes que, según dijo, deshonraban la noble ciencia de Esculapio; a lo cual el brusista trató de aplicar sus emolientes, y el antiguo Galeno dar un nuevo tono a la desentonada conversación.

En esto, uno de los circunstantes (que sin duda debió ser el adusto incógnito de que antes hicimos mención), tuvo la descortesía de abrir despacito la vidriera del gabinete, para advertir a aquellos señores que el pobre enfermo se agravaba por instantes, y preguntarles si habían acordado a buena cuenta alguna cosa que poder aplicarle, mientras llegaba la resolución formal de aquella cuádruple alianza. -Los doctores quedaron como embarazados a tan exótica demanda; pero, en fin, salieron de ella diciendo: que hiciese saber al enfermo que tuviese un poquito de paciencia para morirse, porque ellos a la sazón estaban formalmente ocupados en salvarle, y mientras tanto que esto hacían, formaban sinceros votos por su alivio, y sentían hacia su persona las más fuertes simpatías. -Con lo cual el interpelante volvió a retirarse a comunicar al enfermo tan consoladora respuesta.

Declarando el punto suficientemente discutido, respecto al diagnóstico y el pronóstico, vinieron, por fin, a proponer la curación; y fiel cada cual a sus respectivos métodos, indicaron, el browinista, un tonífico récipe de treinta y dos ingredientes entre sólidos y líquidos; pero con la condición de tenerlo todo cuarenta y ocho horas en infusión, y que se había de hacer precisamente en la botica de la calle de... y entre tanto que la muerte tuviese la bondad de aguardar. -El alumno de Broussais sostuvo que a beneficio de seis docenas de sanguijuelas y cuatro sangrías se cortaría el mal, y que para sostener las fuerzas del enfermo, no había inconveniente en administrarle de vez en cuando algún sorbo de agua engomada, o un azucarillo. -El homeopático puso a discusión la aplicación de la vigesimillonésima parte de un grano de arena, disuelto en tinaja y media de agua del Rhin, con lo cual se habían visto pasmosas curaciones en el hospital de Meckelembourg Strelitz. -El empírico, en fin, propuso que el enfermo se levantara y saliese a paseo, tomando únicamente de dos en dos horas catorce cucharadas del vomi-toni-purgui-velocífero de Le-Roy.

Dejo pensar a mis lectores la impresión que semejantes propuestas harían respectivamente en el ánimo de todos los doctores; por último, viendo que ya era pasada la hora, y que otros mil enfermos reclamaban el auxilio de su ciencia, convinieron en que, supuesto que el médico de cabecera había seguido su sistema con este parroquiano, cada uno continuase haciendo lo propio con los suyos; con que, después de acordar por la forma unos nuevos sinapismos y no sé qué purga, decidieron unánimemente, que sería bueno que el enfermo fuese preparando sus papeles, por si acaso le tocaba marchar en el próximo convoy; todo lo cual dijeron con aire sentimental a aquel señor feo de cara, de que queda hablado; y después de asegurarle del profundo acierto con que el médico de la casa dirigía la curación, recibieron de manos del mayordomo sendos doblones de a ocho, y marcharon contentos a continuar sus graves ocupaciones.




- III -

El testamento


Aquella noche, como la más decisiva e importante, se brindaron a quedarse a velar al enfermo casi todos los interlocutores de que queda hecho mención al principio de este artículo; y convenidos de consuno en reconocer por jefe de la vela al severo anónimo, pudo éste dar sus disposiciones para que cada uno ocupase su lugar en aquella terrible escena. -Hízose, pues, cargo del improvisado botiquín, que en multitud de frascos, tazas y papeletas se ostentaba armónicamente sobre mesas y veladores; clasificó con sendos rótulos la oportunidad de cada uno; dio cuerda al reloj para consultarle a cada momento, y escribió un programa formal de operaciones, desde la hora presente hasta la salida del sol.

La vieja tía, por su parte, envió a su lacayo por la escofieta y el mantón, y sacó de su bolsa un rosario de plata cargado de medallas, y un elegante libro de meditación, encuadernado por Alegría. La juventud de ambos sexos, dirigida por el amable militar, se encargó de distraer a la condesita y su hermana, llevándoselas al efecto a un apartado gabinete, donde para enredar las largas horas de la noche y conjurar el sueño, improvisaron en su presencia una modesta partida de écarté. El mayordomo, el ayuda de cámara, acompañados de la turba de familiares, quedaron en la alcoba a las órdenes del jefe de noche, para alternar armónicamente en la vela.

Todo estaba provisto con un orden verdaderamente admirable; cada cual sabía por minutos la serie de sus obligaciones, y durante la primera hora todo marchó con aquella armonía y compás con que suelen las diversas ruedas y cilindros de una máquina al impulso del agente que los mueve. La vieja, rezaba sus letanías, y aplicaba reliquias y escapularios a la boca del enfermo; el mayordomo recibía de manos de los criados las medicinas, y las pasaba al ayuda de cámara, el cual las hacía tomar al paciente; uno revolvía a éste en su lecho; otro ahuecaba las almohadas y extendía los sinapismos; el incógnito, en fin, velaba sobre todos, y corría de aquí para allí para que nada faltase a punto.

Entre tanto, en el gabinete del jardín el alumno de Marte redoblaba sus agudezas para distraer a las señoras; aplicaba bálsamos confortantes a las sienes de la condesita, sostenía los almohadones, y de paso, la cabeza que en ellos se apoyaba; y con el noble pretexto de evitar un acceso nervioso, tenía entrambas manos fuertemente estrechadas en las suyas.

De pronto un fuerte desmayo acomete al enfermo; suenan voces y campanillas; y los que jugaban en el gabinete, y los que charlaban en la sala, y los mozos que dormían en los colchones improvisados, todos se mueven apresurados, y corren a la alcoba. El enfermo, sostenido por su buen amigo, yace desfallecido e inerte; los circunstantes prorrumpen en diversas exclamaciones. -«¡El médico, llamar al médico!». -«¡El confesor! -¡El escribano!».

Cuál saca un pomo de álcali y casi se lo introduce por la nariz; cuál acude diligente, con una estopa encendida para aplicársela alas sienes; éste le frota los pulsos con agua balsámica de la Meca y espuma de Venus, que encuentra en el tocador de la señora; aquél va a la cocina por vinagre, y viene diligente a rociarle la cara con el aderezo completo de la ensalada. Entre tanto las mujeres chillan: -«¡Pobrecito! -¡Se ha muerto!». -Los hombres imponen silencio a voces -La vieja reza en alto un latín que no le entendiera el mismo San Jerónimo -La señora se desmaya y cae redonda... en un mullido sofá.

El peligro y atención se dividen entonces; los unos abandonan al Conde; los otros corren a la Condesa; los agudos chillidos de ésta despiertan, en fin, a aquél de su letargo; abre los desencajados ojos; mira en derredor de sí, se ve rodeado de figuras angustiosas, que le miran ya como cosa del otro mundo, y empiezan a contemplarle con aquel silencioso respeto con que se contempla a un cadáver.

Allá en el fondo, y detrás de aquellos grupos misteriosos, se deja ver un hombre melancólico y de mirar sombrío, que aparece allí como el precursor de la muerte, como el avanzado portero de las puertas de la eternidad. Aquel hombre siniestro había sido introducido con precaución en la alcoba por el viejo mayordomo, que hablaba con él en voz baja, después de haber dicho dos palabras al oído de la señora, y hecho tres profundas cortesías a la hermana del Conde.

Algún tanto despejado ya éste, no sé bien si por prudencia o por precepto, fueron desapareciendo de la alcoba todos los circunstantes, a excepción del jefe de la vela, el mayordomo y su misterioso compañero.

-Aquí tiene usía, señor Conde, a nuestro honrado secretario el señor don Gestas de Uñate, que viene a informarse de la salud de usía, y de paso a saber si a usía se le ofrece alguna cosa en que pueda complacerle.

-¡Ay Dios! (exclamó el Conde). ¡El escribano! me muero sin remedio.

-¿Quién dice tal cosa, señor Conde? (interrumpió el escribano), yo sólo vengo a ley de buen servidor de usía, a ponerme a sus órdenes y ofrecerle mi inutilidad. No es esto decir que usía hiciera mal en haber pensado en mi ministerio antes de ahora, porque, al fin, todos somos mortales, y cuando el hombre tiene arreglados sus negocios...-

El severo velador del Conde había guardado silencio durante esta corta escena, como sorprendido de la audacia del mayordomo, y penetrado de la misma idea terrible que había asaltado al Conde; sin embargo, no dejó de reconocer que en el estado en que éste se hallaba, acaso aquel paso tenía más de prudente que de audaz, por lo cual trató de poner en la balanza todo su influjo para inclinar al Conde a someterse a aquel terrible deber.

No tardó éste en ceder a los consejos de la amistad y a lo crítico de los momentos, y significando por señas su resignación, dio orden al mayordomo de que abriese cierto bufete, donde hallaría un pliego cerrado que contenía su última voluntad, el cual formalizase con todas las cláusulas necesarias, y él lo firmaría después. -«Pero por Dios (añadió), que nadie se entere de mis secretos hasta después de mi muerte; este amigo, (dirigiéndose el incógnito), el mayordomo y el ayuda de cámara, pueden ser los únicos testigos, y les reclamo la observancia de mi encargo».




- IV -

La sucesión


Aquellas tres cortesías del escribano y del mayordomo a la hermana del Conde, habían también hecho variar el espectáculo del retirado gabinete del jardín. Los amables interlocutores que en él se reunían, arrancados a sus ilusiones por la escena del último amago de la muerte, empezaban a creer de veras su posibilidad, y a calcular las consecuencias naturales en aquella casa. La próxima viuda, sin tanto aparato de desmayos, empezaba ya a manifestar una verdadera inquietud, en tanto que por un movimiento eléctrico, los vaporosos ataques habíanse inoculado en la persona de la hermana, para quien las ya dichas cortesías del mayordomo y escribano acababan de darla a sospechar un magnífico porvenir.

Los cuidados de todos los circunstantes se convirtieron, como era de esperar, hacia el nuevo peligro, hacia la nuevamente acometida; y a pesar de que los visajes de su feo rostro, fuertemente contraído en todas direcciones, pusieran espanto al hombre más audaz y denodado, y por más que formase un admirable contraste la sentimental y ya verdadera tristeza de la hermosa faz de la condesita, veíase ésta sola por una de las anomalías tan frecuentes en este pícaro mundo, al paso que todos se apresuraban a reunirse en grupo auxiliador en derredor de la presunta heredera... ¡Oh leyes! ¡Oh costumbres!...

Al frente de todos aquellos celosos servidores distinguíase el mismo joven militar favorito de la Condesa que poco antes no parecía existir sino para ella, y ahora olvidando sus gracias, y cerrando los ojos sobre la triste figura de la cuñada, se apresuraba a sostener a ésta, a consolarla, y yacía arrodillado a sus pies, estrechando su mano y aparentando toda la desesperación de un romántico dolor... La convulsa heredera, sensible sin duda a esta súbita expresión de un género tan nuevo para ella, hizo un paréntesis a su terrible accidente; entreabrió sus cerrados párpados, dirigió sus hundidas pupilas al amable interpelante, y con un gesto inexplicable en que se retrataba la caricatura del dolor, correspondió con un suspiro a otro suspiro, y abandonó sus manos a los labios del joven triunfador; éste entonces, alzando la osada frente en señal de su próxima apoteosis, pascó sus miradas por todos los circunstantes con una sonrisa de desdén; pero al llegar a fijarlas en los hermosos ojos de la futura viuda, no pudo menos de bajar los suyos entre dudoso y turbado.

En este momento la puerta del gabinete se abre. -El escribano, el mayordomo y el ayuda de cámara se presentan, siguiendo al amigo incógnito. Éste, procurando contener su conmoción, manifiesta a los circunstantes que su amigo el Conde había dejado de existir... Todos se agrupan en torno de la nueva condesa... El escribano lee entonces el testamento, y la decoración vuelve a cambiar... El conde declara en él tener un heredero natural, habido en una de sus varias excursiones amorosas antes de contraer su matrimonio; pedía perdón a su esposa por este secreto, y la encargaba la tutela y dirección de su legítimo heredero; en cuanto a su hermana, la dejaba pasar tranquilamente a ocupar un vástago lateral en el tronco genealógico.

De esta manera nacieron, se manifestaron y desaparecieron como el humo tantas esperanzas y quiméricos proyectos; y la luz matinal, que ya empezaba a iluminar aquella estancia, vino a poner en manifiesto el desengaño de aquellos desengañados semblantes; amigos y dependientes rodearon a la Condesa viuda, tutora y gobernadora; y cada cual se esforzaba en manifestarla su no interrumpida adhesión, y a proponerla varios planes halagüeños; pero el severo velador valiéndose de una persuasiva influencia, la aconsejó por entonces lo único que podía aconsejarla, y era que se retirase a descansar. Hízolo así, con lo cual todos los circunstantes fueron desapareciendo. -Y luego que quedó solo el incógnito, se arrimó a un bufete, tomó una pluma, escribió largo rato, puso al principio de su discurso este título: «Una noche de vela», y al final de ella estampó esta firma,

«EL CURIOSO PARLANTE».






ArribaAbajoLas sillas del Prado


    «O sabe naturaleza
Más que supo, en estos tiempos,
O muchos que nacen sabios
Son porque lo dicen ellos».


LOPE DE VEGA.                


En risueño ademan y galante apostura, sujetada la lira, en la siniestra mano, y descansando la diestra, como quien ya no tiene gana de cantar, se alzaba el rubicundo Apolo en el término medio del Prado matritense, dominando a las cuatro estaciones del año, que yacían acurrucadas a sus pies.

Era la noche, y la señora Diana, aunque algo soñolienta y ajada de amores, había relevado al dios de Delo en la guardia y centinela de este mundo pecador; con que veíase el hijo de Latona libre aún por algunas horas de este cuidado; que no lo es corto, ni discreto, el haber de consumirse por alumbrar a los demás, mientras cierran los ojos a la luz.

Es fama, en el Olimpo, que estas horas de reposo, en que el Dios de los membrillos cede a su hermana la alta misión de propagar las luces, las tenía consagradas de tiempo inmemorial a tomar las cuentas de cargo, y data a las señoras Musas allá en el Parnaso, y a despachar el correo, expidiendo desde aquel comité central sendas remesas de inspiraciones a todos los poetas con quienes conservaba buena amistad y correspondencia; ora fuesen príncipes y magnates, y supieran y pudieran acompañarse con lira de oro; ya rústicos y pecheros, y entonasen sus villancicos al son de páramo pastoril.

Con esto el señor Apolo andaba tan ocupado, que apenas lo bastaban para la firma las largas horas de la noche; y solíale acontecer a veces rendirse cansado al sueño, olvidando su obligación matutina, hasta que ya muy corridas las horas, se levantaba todo atortolado y corría a los pies del padre Júpiter, el cual no dejaba de echarle una buena reprimenda, y decirle que la poesía había de acabar por dejarle a buenas noches.

Hoy día, bendito Dios, es otra cosa; pues, o sea que el Numen Délfico se halle desengañado de la inutilidad de semejante trajín, o sea (y ésta parece la verdad) que los señores poetas se hayan emancipado y proclamado sus derechos imprescriptibles, ello es que ha venido a levantarse el abasto de las inspiraciones, declarándose éstas comercio libre, y que cada cual pueda surtirse de ellas en cualquier parte y a poca costa, v. gr., en los cafés o bu los cementerios; cosas todas más fáciles y hacederas que no andarse un hombre toda su vida trepando por las escabrosidades del Parnaso, a riesgo de rasgarse el corbatín, o de ensuciarse los guantes. Con esto el dios indefinido ha venido a quedar tan holgachón y tan horro de todo trabajo, que se pasa una vida que ni un canónigo del antiguo régimen, limitado a pasear su reluciente carro por el Olimpo, y a presidir (con superior permiso) las prosaicas aventuras de nuestro Prado matritense.

Queda dicho, arriba que era una de estas noches de agosto, en que, después de haberse divertido el buen señor en tostarnos las molleras descansando perpendicular sobre los tejados de Madrid, se hallaba sustituido por la casta diva, que, con más galantería y benevolencia, dejaba escapar una luz templada, y daba a los madrileños el grato espectáculo de su hermosa faz, pura, grande, serena, senza nube e senza vel.

Llegado era el momento en que todos los heroicos ciudadanos se habían, en uso de su soberanía, retirado a dormir, y reinaba por todo el Prado el más profundo silencio, cuando repentinamente se percibió un ruido armonioso, que por lo sobrenatural e inusitado pareció dar vida y movimiento a aquel solitario recinto; y no era otra cosa sino que el dios Timbreo, viéndose solito y seguro de que nadie le escuchaba, había tenido la tentación de pasear los dedos por las cuerdas de su lira; con que quedaron las estrellas suspensas en el firmamento, y los arboles inclinaron las venerables copas para mejor poderle escuchar.

Cualquiera creería que éstos no eran más que preludios para empezar a cantar; -pero ¿qué filarmónico ni qué poeta han visto VV. que guste de cantar sin auditorio? -S. M. Délfica tampoco era indiferente a una comisión de aplausos, y hubiera dado en aquel instante un ojo de la cara para encontrar un poeta que quisiera escucharle; pero los poetas andaban todos a la sazón muy ocupados, cuáles buscando ideas en un bol de ponche, cuáles escribiendo desde un quinto piso un artículo contra el Ministerio.

Despechado, pues, de verse tan redondamente escaso de auditorio, ocurriósele una idea, que le pareció muy feliz; y fue, que pues los seres animados rechazaban su inspiración, debía acudir a dispensarla a los inanimados; y usando, como si dijéramos, de una licencia poética, inspirar a las sillas, que le estaban mirando sin decir «esta boca es mía».

Dicho y hecho; apéase de su elevada cúspide; baja de un salto hasta colocarse en el borde del pilón de la fuente, y esforzando cuanto pudo la voz, -«¡Eh... señoras sillas! ¡ah de casa!... (las dijo) Apolo os llama y os pide conversación; vengan aquí todas, y entreténganme un rato, que ya me canso de tanta holganza, y tomen y reciban ese cacho de inspiración, que repartirán entre sí como buenas hermanas, y si no alcanzase a poder hablar en verso, vaya en prosa, con tal que sea clara, que en prosa habló Cervantes, y no por eso deja de ser el primer poeta del mundo». -Y súbito las sillas se vieron animadas, y agrupándose misteriosamente en ancho círculo en derredor del dios, dejaron entender un bisbiseo confuso como el que ofrece un enjambre de abejas en presencia del colmenero, o una escuela de muchachos en el punto en que el maestro da licencia de marchar.

Largo rato esperó Apolo el resultado de aquel acuerdo preliminar, hasta que, viendo que nadie tomaba resueltamente la palabra, enderezó la suya al montón, y dijo, no sin muestras de enojo mal reprimido: -¡Ah, señoras alcornoques! ¿Será cosa de hablar todos a un tiempo y sin que nos lleguemos entender? ¿O habrán VV. de hacer el mismo uso que los hombres del don de la palabra que he tenido a bien concederles? Pues por vida de mi padre, que si me enojo, suspendo del todo esta garantía, y las dejo tan mudas como antes. -Pero, vamos a cuentas, que deseo que me diviertan, y para ello fuerza será poner orden y instruyéndolas en las prácticas parlamentarias, que veo que no les son familiares. Por de pronto, salga aquí la más vieja, y cuide de hacerme una relación clara y sucinta, sin ambages ni rodeos, entre tanto que las demás pueden irse formando en comisiones, y cuidado con las intrigas y con los tiquis-miquis, que no estoy, juro a Brios, con intención de perder el tiempo.

Dicho estoy se alborotó de nuevo el cotarro, acusándose todas unas a otras, como que ninguna quería ser la más vieja, hasta que, convicta y confesa de ello una, que por su traza denunciaba bien su fecha antidiluviana, agarrola Apolo por las greñas con muy malos modos, y lanzándola en medio del corro, volvió a encaramarse en el pilón de la fuente y la intimó con entereza que empezase su narración.

-Yo, señor Apolo (dijo la silla, un tanto medrosica y mohína), soy natural de Vitoria, y nací, si mal no me acuerdo, por los años de 95 al 96; fui destinada en mi tierna edad a autorizar con mi presencia la portería de un convento de monjas, y sostener la descuidada persona del demandadero, que me bautizó con el nombre de la Carraca, a causa de cierta analogía que pretendía encontrar entre mis suspiros y el desapacible sonido de aquel fúnebre instrumento. Más entrada en años, y reconocida mi injusta colocación, fui elevada al rango de silla capitana en una escuela de latín, en donde mi posesión era para los muchachos el último término de la felicidad; hasta que, elegido el maestro por alcalde de su pueblo, me llevó consigo y me colocó, como quien nada dice, al frente de todo un ayuntamiento. Por este tiempo, el que regía perpetuamente los destinos municipales de esta capital (todavía no heroica) quiso introducir en ella una mejora, que la proximidad del siglo XIX hacía ya necesaria; y entendiéndose para ello con mi alcalde, pudo recabar de él que me remitiera a la corte, para servir de modelo a la organización de los móviles asientos con que pensaba sorprender a los madrileños en la famosa feria de la Plazuela de la Cebada. Vine, pues, a Madrid, y todos los ingenios silleteros de la corte se apresuraron a copiar mi estampa, en términos que me vi reproducida en sus manos, ni más ni menos que si fuera edición estereotípica, pasando con mis compañeras a autorizar un recinto en que tantas aventuras amorosas pudiera recordar. -Entrado ya el siglo actual, y más civilizadas las costumbres, creyose oportuna nuestra presencia en el Prado, y ya en posesión de este mi último destino, asistí a coronaciones y entradas regias; presidí revistas y escuché serenatas; serví en las comidas cívicas; fui una de las víctimas del Dos de Mayo; escuché amores; vi aparecer y desaparecer grandezas; serví a conferencias políticas; miré ajarse bellezas y nacer otras nuevas, y con mis débiles fuerzas, mi constancia y sufrimiento, tolero hoy los sarcasmos de los hijos de los nietos de aquellos que en otro tiempo me miraron como un progreso. -Únicamente me indemniza de tantas penas el cariño paternal con que me distingue mi usufructuario cuando, calculando mi edad y mis servicios, reconoce que se los he prestado por espacio de treinta y nueve años; que en ellos han descansado en mí ocho mil quinientas cincuenta y cuatro personas, y que habiendo cada una contribuídole con el alquiler de ocho maravedís, he venido a producirle 68432 maravedís, o sean 2140 reales y 24 maravedís; esto es, unas cuatrocientas treinta y dos veces mi valor capital.

Aquí calló la silla, interrumpida por un expresivo signo de desagrado del dios bermejo, a quien no parecía complacer tan prosaica narración. Con que, después de una breve pausa, severa encarando la faz a la preopinante, -Siempre fue de viejos charlatanes (exclamó) el aprovechar la ocasión de un tantico de auditorio para relatar sus propias hazañas, sin tener en cuenta que las más veces no interesan sino a ellos solos.

Y si no, dígame la máquina deslenguada: ¿qué tenemos acá con sus 1 miserables vicisitudes, sus ponderados padecimientos, y toda esa tiramira de voluntarios encomios hechos de su persona; encomios que a nada conducen, que nada prueban, sino que tan leño es ahora como en el primer instante de su ser natural? ¿Parécela, pues, que aquí venimos para escuchar relaciones de méritos y profesiones de fe como las que ahora se estilan? ¿O cree acaso que somos ministros u opinión pública, y que tenemos ahí a mano una intendencia de rentas o cuatro cargas de aura popular? ¡Ay, señora vieja, señora vieja! ¡Y qué porro debió de ser el primero que enseñó a hablar a las cotorras, y cuánto más lo parece aquel que tiene paciencia para escucharlas!

¡Alto ahí! (continuó el dios canicular, dando una patada en el suelo), alto ahí, repito; quédese esto entre nosotros, y callar y callemos, que peor es menearlo. Sirva sólo esta alocución de advertencia piadosa, y ojo al margen, para que las demás post-opinantes no nos muelan con tales reclamos; que acá, hermanas, no hay nada que dar, como no sean coplas, y ya me ven a mí, el padre de ellas, desnudo y en pelota, como mi madre me parió. -Y ora tome la palabra la más discreta, ya sea joven o vieja (supuesto que vemos que la tontuna también crece con los años), y cuénteme cosas del oficio y de buen aprovechamiento; que no les será difícil, puesto que no haga otra cosa que relatar sencillamente lo que cada día oigan y vean, dejando de mi cuenta las reflexiones y los discursos de fondo; que cada cual tiene su alma en su armario para poner notas y sacar consecuencias.

Y vuelta otra vez al clamoreo y a los dimes y diretes, como que todas querían tomar la palabra por más discretas, hasta que en fin lo consiguieron las más atrevidas, y las otras tomaron a bien callar y rabiar. -Pasada, pues, la lista de las oradoras, resultó haber más que orejas para escucharlas; razón por la cual hubo de dar la palabra el señor Apolo a la más cercana, la Desvencijada, sin perjuicio de que fuesen después intercalando sus relaciones, hasta donde alcanzase la paciencia, las otras oradoras: Temblorosa, Andamios, La Descosida, Tronera, Muletas, Columpio, Tres pies, Escotillón, Monserrate, y otras varias, hasta unas cinco docenas, poco más o menos, que se hallaron como por ensalmo influidas de la ciencia de Demóstenes.

-Paréceme (dijo Desvencijada) que la voluntad del señor Apolo es escuchar de nosotras la crónica fiel y sucinta de nuestros sucesos contemporáneos, de aquellos que puedan hacerle formar una idea de algunas de las costumbres de la época, que en este paseo, punto central y máximo de la capital de la monarquía, vienen a reflejarse en toda su viveza, como los rayos del sol en un espejo ustorio, o los movimientos del péndulo en la muestra del reloj.

-Así es, dijo Apolo entre grave y risueño, y únicamente la advierto, hermana, que deje a un lado las comparaciones y metáforas, que, sobre ser de gusto añejo, corren el evidente riesgo de hacernos dormir.

-Pues entonces -replicó la silla-, procederé sin más introito a narrar a vuesa merced, señor Apolo, una conversación que he escuchado esta misma tarde, y que me ha dado a conocer una porción no indiferente de nuestra sociedad moderna (y digo nuestra, porque las sillas también formamos parte de esta sociedad).

En armonioso grupo estábame yo solazando con otras mis compañeras, ahí en el trozo de abajo, entre vuesa merced y señor Neptuno, cuando vinieron a ocuparnos cuatro apuestos mancebos, que por su locuacidad y desenfado calificamos desde luego de personas de importancia. Ella era sin duda tal, que apenas pasaba alma viviente que no saludasen y hablasen con llaneza y marcialidad; otros, al parecer de la misma clase, venían a incorporarse con ellos, y formar corro, que se iba ensanchando en términos formidables; pero, por más que hacíamos mis compañeras y yo, no podíamos adivinar qué gentes eran aquéllas, tan populares, tan decisivas, tan espontáneas.

Aplicábamos, pues, nuestra atención a sacar el ovillo de su profesión por el hilo de sus palabras; y unas veces los tomábamos por artistas, oyéndolos hablar de colores y matices; otras encarecían sus artículos de fondo, y al instante los calificábamos de almacenistas de la Plaza o drogueros de Santa Cruz; discurrían a veces sobre la manera de propagar las luces, tomábamoslos entonces por encargados del alumbrado; ora se decían órganos de no sé qué coro; ora se daban el título de opinión pública y de juicio del país; y en medio de tantas confusiones, nosotras, sin acertar ni qué juicio, ni qué luces, ni qué fondo, ni qué colores, ni qué órganos, ni qué palabrotas eran aquéllas, hasta que quiso Dios que acertase a pasar un quídam, el cual vino como llovido a resolver nuestras dudas, saludándoles sombrero en mano con estas palabras: -«Salud, señores periodistas».

-¡Voto a...! (exclamó Apolo saltando espeluznado como un gato sobre el borde del pilón), ¡ah, hi de puerca, tú y la madre que te parió, y qué gentes me traes a la rueda! ¡Aquellos por quienes yo padezco y sufro confinación y destierro; aquellos que me han arrancado el cetro y tornádome muda la lira; aquellos que me miran como mueble clásico y pueril, y entretienen al vulgo con sus discursos originales, traducidos del francés! Hablárasle a Apolo de herejes judaizantes, o de moriscos recién convertidos, de caribes antropófagos, o de negros bozales; pero hablarle de periodistas, y de periodistas políticos sobre todo, tentación es del demonio y que no se puede sufrir. Mas, pues carezco de otro medio de comunicación con esas gentes, gustoso habré de disimular mi encono, aprovechando la ocasión que se me presenta de informarme de su condición y travesura; y así, hermana silla, prosiga ya la comenzada historia, que, cuando no de gusto, podrá servir a mi délfica persona de interés y aprovechamiento.

-Tuvímosle, y no poco, yo y mis compañeras (volvió a replicar la silla) con el descubrimiento que al fin hicimos del carácter y circunstancias de aquel cónclave, pues siendo, como a cada paso repetían, la expresión formulada de la pública opinión, poníannos en el caso de conocer a poca costa el estado de ella. -¡Pero, ay, señor Apolo, y qué chasco tan estupendo nos llevamos! ¡y cómo no será menor el que se lleve, si le repito palabra por palabra el lenguaje convencional en que fue sostenido aquel diálogo! lenguaje tan de todo punto nuevo, que puesto que nacidas en Madrid, y súbditas ordinarias de vuesa merced, era para nosotras claro como el hebreo; y cuenta que vuesa merced pueda interpretarle tampoco, si no ha por ahí a la mano un diccionario de esta moderna greguería.

Porque ellos, a lo que pudimos entender, se clasificaban en varios bandos -(comuniones, como dicen ahora, y compadrazgos, como decíamos antes) -apellidándose los unos conservadores, y los otros progresistas; cuáles retrógrados, y cuáles estacionarios; de los unos era la divisa la soberanía de la inteligencia; de los otros el instinto gubernamental; aquéllos estaban por la aplicación práctica; éstos por las sublimes teorías; los de allá se decían maestros de la vieja escuela; los de más acá se proclamaban los nuncios de la futura España. -Una vuesa merced aquellas exóticas calificaciones con las indefinibles palabras de oposición y resistencia; el poder y las masas; la interpelación y el voto de confianza; la orden del día y el bill de indemnité; las colisiones y pronunciamientos; fusiones y pasteles; derechos y garantías; disuelva luego todos estos furibundos vocablos en una acción más que medianamente enérgica y apasionada; descubra a vuelta de cada frase sendas pullas más o menos al alma contra la opinión contraria, todo revestido con cierto aire de autoridad providencial y arrogante, y tendrá vuesa merced una ligera idea de los órganos del país; que el diablo me lleve si al país no le sucede lo que a nosotras en cuanto a entenderlos. -Ya veo con dolor -repuso Apolo-, que aún me quedan largos años de reposo por esta tierra; ya veo y conozco que cuando tan a poca costa y con cuatro frases pomposas puede aspirarse al título de sabio, y tras él a una dirección o a un ministerio, necio será el que se quiera consumir trabajando concienzudamente con sólo el objeto de alcanzar fama literaria; ya reconozco la razón de tanto desvío hacia mi persona y que apenas haya quien quiera saludarme cuando me encuentra; ya, en fin, advierto que es tiempo de arrojar la lira, renegar de mis hermanas las Musas y marcharme por ese mundo adelante, proclamando principios y disfrazando fines, y riéndome de los necios humanos, que así caen al cebo de las palabras como los pájaros al de la liga.

Y diciendo esto el afligido dios, levantose resueltamente, haciendo ademán de arrojar el instrumento en el pilón de la fuente; viendo lo cual, muchas de las circunstantes se abalanzaron a contenerle, y una más atrevida, que no sin harto trabajo había callado hasta allí, saltó en medio del corro y exclamó:

-Alto allá, señor Apolo; no hay que desesperarse y hacer una calaverada; que por mi fe y palabra, que aún existen por esta tierra celosos servidores de vuesa merced, bastantes a poblar todos los hospitales del mundo. No, sino éntrese cualquiera mañana por esa Universidad adelante, y a poco que se revuelva, tropezará con dos o tres centenares de vates desde los quince a los veinte de la edad; entre la palmeta y el barbero, vamos al decir; -ingenios precoces y prematuros, que así mascan y comentan el Fuero Juzgo como entonan una jaculatoria a la eternidad; ora sustentan un argumento a priori, ora dirigen a su querida un tratado de Teología en quintillas; que sueñan en sus versos nocturnos seres ideales, fantásticas mujeres, aéreas, vaporosas, sulfúricas; y por el día corren en prosa tras las modistas de la calle de la Montera; que todavía no han saludado más que el salón de Oriente, y ya escriben dramas en que aspiran a pintar la sociedad sin máscara.

Pues descuélguese vuesa merced luego por esas oficinas, y a las pocas mesas tropezará con papelotes borrajeados, llenos de rengloncitos desiguales, que al pronto tornará por informes o extractos; pues también son coplas, más o menos malas, que de todo hay; y el diablo me lleve si no topase con algunos de estos expedientes en variedad de metros, en que venga a decirse poco más o menos, v. gr.:-«Excelentísimo señor: -El Excelentísimo señor Secretario de Estado me dice con esta fecha lo siguiente: -Excelentísimo señor: -Al Excelentísimo señor Presidente de... digo con esta fecha lo que copio. -Excelentísimo señor.


    ¿Qué es el no amar? Rodar en la agonía
Sin ensueños, sin gloria, sin temor,
Igualar con la noche al claro día,
Y dormir en fatídico estupor...
Excelentísimo señor».

Pues si aún no está satisfecho, señor Apolo, dese luego una vuelta por los cafés, que son como si dijéramos los estanquillos del Parnaso (puesto que ya no haya tal Parnaso en el mundo), donde a cualquiera mesa que se acerque, está seguro de encontrarse en corro con media docena de notabilidades literarias, de éstas que siempre andan pegadas con engrudo por las esquinas, y ocupan las lunetas del teatro, los folletines de los periódicos, y por último, nos ocupan a mí y a mis compañeras todas las tardes dos o tres horas, y por la miseria de los ocho maravedís de costumbre, nos encajan de memoria sus composiciones lastimosas, y sus dramas a grande espectáculo, con tales manoteos y entusiasmo, que más quisiéramos sufrir la relación de las batallas de un militar pretendiente, y recién llegado del ejército, o las infinitas muecas y repulgos de una coqueta en un día de revista, o el simulacro de la defensa de Bilbao, hecho con nosotras por los chicos de la candela.

-Cada cosa que os escucho -dijo Apolo-, me da más en qué pensar, y me afirma de nuevo en la idea que he llegado a concebir de la inutilidad de mi ministerio. Vosotras, por ejemplo, me habláis de una prodigiosa abundancia, de una generación entera de sabios y poetas; y yo, Apolo, el dios del saber y de la poesía, apenas puedo decir que conozco de vista a media docena; me contáis sus triunfos, y yo no he asistido a sus triunfos, ni siquiera de política convidado. Me encomiáis sus numerosas obras, y yo apenas encuentro nada que leer, por mucho que me mato a recorrer esas librerías. -Luego ¿qué es esto? ¿Son ellos los sabios, o yo soy un porro? ¿Hablan ellos en castellano, o yo soy hebreo?

-Eso consiste -replicó la silla-, en que vuesa merced es poeta clásico, retrógrado y añejo, y está muy casado con su Aristóteles y su Horacio; libros por otra parte muy santos y muy buenos, pero que no son ningún evangelio. Además, señor Apolo, fuerza es confesar que su lira iba estando ya un si es no es destemplada y floja; y sus desmayados sonidos no son cosa para electrizar a una generación educada al ruido del tambor y al humo de la pólvora, a los gritos de la plaza pública y a la violenta agitación de las revoluciones políticas. No, sino vénganos usted ahora con sus dulces caramillos y con sus Melampos y sus Melibeos, y quiéranos encajar su zamarrilla de pieles y su cayado, cuando el que más y el que menos anda por esas calles hecho un Bernardotte, y sabe muy bien manejar el fusil, o sublevar a un pueblo desde la tribuna, o derribar a un ministerio desde la redacción de su periódico.

-Calle, calle la maldecida -replicó impaciente el dios-; y no hablemos más en esto, o si no la encajo la lira encima del espaldar, y entonces me dirá si es o no de algodón cardado. ¡Habrase visto desvergüenza mayor! ¡Porque me ven solo y sin corte, como rey cesante, todos han de querer, como quien dice, subírseme a las barbas! Pero ¡ay triste! que no las tengo, y hasta en esto me diferencio de los poetas del día.

-Vaya, vaya, señor ex-numen, no hay que llorar ni sonarse tan a menudo (saltó en este momento Temblorosa, otra de las oradoras inscriptas); déjelo con mil diablos, que no hay mal que por bien no venga; y si no inspira ya a los poetas, para eso luce sus inspiraciones en los anuncios del Diario; si le han mandado borrar hasta del techo del teatro, para eso sirve de muestra a un almacén de quincalla en la calle de la Montera; si no hace bailar a las Musas en el Pindo, como de esas bordadoras bailan alegres, bajo su tutela, en la puerta de Bilbao o en los jardines de Chamberí24. Con que, no hay que desanimarse, sino tomar el tiempo como viene, y meter la cabeza donde se pueda, aunque sea de mancebo en una tienda, o de pasante del colegio Hamiltoniano; que día vendrá en que pare la nube, y en que se cansen las gentes de espectros y calaveras, volviendo a entusiasmarse con la mariposilla incauta y el arroyuelo murmurador, que es cosa buena y con que no se ofende a Dios.

Entre tanto, para que no vaya vuesa merced a pasar por un mal criado, si gusta de meterse en el gran mundo, y ya que mis compañeras le han iniciado en el lenguaje político y literario, quiérole dar yo un repaso del de la buena sociedad; que aquí donde nos ve, no hay nadie que tenga más roce de gentes, ni que encuentre, por lo tanto, mejor ocasión de aprender el moderno vocabulario.

-Eso me toca a mí de derecho (exclamó Columpios), que soy la más joven, y como tal, susceptible de la inoculación intelectual de las novísimas doctrinas sociales.

-Yo (saltó a este punto Monserrate), por más aseada y pintoresca, soy favorecida de preferencia por las altas clases y...

-Nada de eso pega ya (replicó Tronera), que ya no hay clases altas ni bajas, y todos somos unos y libres; con que, yo...

-¿Y me he de estar yo callando (interrumpió Trespies), yo, que guardo en mis adentros cosas estupendas y dignas de ser puestas en solfa?

-Pido la palabra.

-Pues yo la tomo.

-Pues yo la agarro.

-Pues yo no la suelto.

-Pues yo...

-Pues tú...

-Pues sí...

-Pues no...

Y aquello se convirtió, como si dijéramos, en un verdadero parlamento en día de interpelación. -Todo era interrumpirse y chillar, y ponerse roncas, y dar manotadas, y lanzarse pullas, y mirarse de través; hasta que el presidente Apolo, habiendo llegado a los 59 grados sobre cero de su despecho, ideó una diablura, que ni el mismo Satanás en sus buenos tiempos; y fue quitarlas de repente el entendimiento y la voluntad, y dejarlas sólo la memoria; y luego permitir que todas hablasen a un tiempo y sin oír a las demás, y que repitiesen como un eco, simplemente y sin comentarios, todas las palabras sueltas que habían escuchado aquella tarde en el paseo; con que se armó un confuso clamoreo de interrupciones, preguntas, respuestas, medias palabras y palabras enteras, como si todo el Prado se hubiera vuelto a la sazón a poblar de paseantes; en fin, una barbaridad tan discordante e inconexa como la siguiente:

-«¡Jesús, qué calor!... -Diez y ocho años y soltera».

-«¿Qué dice V. de la guerra? -Este correo trae más vuelo el figurín».

-«¡Ay mamá! es preciso ensanchar este sombrero. -El de mi marido también».

-«¿Y no le parece a V. una injusticia que... -Dicen que era sobrino de S. E.».

-«Es excelente autor. -Discípulo de Belluci».

Y aquella noche le cerró la puerta. -Porque no estaba en voz y...».

-«Hoy lo he leído en el Correo Nacional. -¿De qué color es esa tela?».

-«Mira a la Fulana con sus niños y su marido... -Es el editor responsable. -Como no sabe firmar...».

-«¿Te subes a la otra vuelta? -Después de cenar. -Anoche estuvimos en Francia...».

-«Le han hecho intendente. -¿Y de qué sirven los libros...? -Porque en tiempo de revueltas políticas... Pierde el pan y pierde el perro».

-«¿Y de cuántos meses estaba? -Era una ligera interpelación».

-«¿Con que, se ha cansado de él? -Era una vida muy circular».

-«Y el vestido es precioso. -Con prima a sesenta días a voluntad del comprador».

-«Dicen que el Ministerio hace dimisión. -¿Damos otra vuelta?».

-Basta, basta, canalla infernal (dijo enfurecido el dios, apresurándose a. trepar a su sitio acostumbrado); basta ya con vuestra diabólica gritería (que cuento que aunque me suba al Olimpo no he de desechar tan pronto la pesadilla). ¡Cáscaras, y qué noche me han dado las perras, y qué amargas verdades me han encajado, que quieras que no! -Ea, bien; tiempo es de callar, que ya estoy viendo a la señora Diana, que me hace señas de que vaya a relevarla porque se quiere ir a dormir. Todo el mundo pare la lengua, y vuelva por su camino sin chistar ni mistar, que si alguna otra noche me diere la gana de echarla a perros, se les avisará a domicilio, y veremos si entonces me ponen en limpio este borrador.

Y todas las sillas marcharon a sus puestos sin replicarle; y cuando el sereno atravesó, al amanecer, el Prado -después de haber dormido toda la noche en un banco- ya se las encontró a todas como si tal cosa, guardando sus puestos, inmóviles, mudas y en correcta formación.

(Agosto de 1838)