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ArribaAbajoLos cómicos en Cuaresma

«Y con todo esto, son necesarios en la república, como lo son las florestas, las como lo son las cosas que honestamente recrean».


CERVANTES, Lic. Vidriera.                


«Amigo mío: Hallándome comprometido a quedarme en el presente año con el teatro de esta ciudad, y conociendo la afición de V. a estas cosas, le ruego y espero de su amistad se sirva proporcionarnos una buena compañía, pues en ésa, donde se hallan actualmente la mayor parte de los actores, será cosa fácil, y más para V. No me extiendo a más, porque V. comprende mi idea, y sólo me limitaré a manifestarle que el tiempo urge, y que no da ya lugar para una negativa. Adiós, amigo mío».

Tal, punto por coma, fue la epístola con que los días pasados se me insinuó mi corresponsal de..., poniéndome con su contenido en uno de los apuros mayores en que me vi en la vida; porque si bien es cierta mi afición al teatro, también lo es que nunca ha pasado más allá de la orquesta, y que para mí sus interioridades son tan desconocidas como las islas del polo.

Pero en fin, después de haber cavilado tres cuartos de hora con la carta en la mano, hirió mi imaginativa el feliz recuerdo de D. Pascual Bailón Corredera, el hombre más a propósito de este mundo para sacarme del empeño. -Porque este D. Pascual es un hombre de vara y tercia, que entra, sale y bulle por todas partes, y tan pronto se le halla en la antecámara de un ministro, como en los bastidores de un teatro; ya paseando en landó con una duquesa, ya sentado en una tienda de la calle de Postas; ora disponiendo una comida de campo, ora acompañando un entierro; o disputando en una librería, o pidiendo para los pobres del barrio a la puerta de una iglesia.

Este era el hombre, en fin, que yo necesitaba, y sin perder momento corrí a avistarme con él; hallele componiendo su itinerario del día (del que, en gracia de la brevedad, hago gracia a mis lectores); mas luego que le hube enterado de mi negocio, varió de plan, aceptó mi encargo, y convenidos en un todo echamos a andar para desempeñarlo. Don Pascual, sin manifestarme adónde me conducía, me persuadió de que al momento encontraríamos gente conocida entre los venidos de las provincias, y que de un golpe nos pondrían en el justo medio de nuestra negociación.

-«Porque ya sabe V. -añadió-, que durante la Cuaresma, en que se cierran todos los teatros, hasta el domingo de Pascua, en que empieza el nuevo año cómico, bajan a Madrid los autores o formadores de las compañías, los cómicos y acompañamiento, y realizados aquí los ajustes, salen para los puntos respectivos. Para formar una compañía; por lo regular el empresario, que suele ser un actor antiguo o individuo unido al teatro por lazos de consanguinidad, reúne las partes que le convienen, y sin más adelanto que el preciso para gastos del viaje y algunos días de asistencia a toda la compañía, cobra después durante las funciones de todo el año el 25 por 100 o más del capital adelantado; y para hacer el reparto del producto de aquéllas con proporción, se figura a cada individuo lo que se llama partido;- v. gr.- A., primer galán, entra con partido de 40 reales; B. con 30; y C. con 20; siendo la entrada 225 reales tocará al primero 100 reales, al segundo 75, y 50 al tercero, a razón de dos partes y media; pero como el producto en las provincias es corto, por muchas causas, apenas llegan a cobrar más de media parte o un cuarterón del partido; así que no es de extrañar la miseria en que generalmente se ven los cómicos de la legua, y aun los de las primeras capitales de provincia. Sólo en Madrid, Barcelona y alguna otra ciudad pueden subsistir con decoro y dárselo también a la escena; las demás son compañías de pipirigaña, como ellos dicen.

-¿Y hacen ellos esa distinción?

-Esa y otras muchas, aunque ya con el trascurso del tiempo van olvidándose, pero si quiere V. enterarse por menor de ello, lea usted al famoso Agustín de Rojas, quien en su Viaje entretenido nos dejó una graciosísima explicación de las ocho maneras de comparsas y representantes, a saber. Bululú, Ñaque, Gangarilla, Cambaleo, Garnacha, Bojiganga, Farándula y Compañía. Léale usted, pues, que es rato divertido.

-Pero ahora no subsisten ya esas distinciones.

-Sin embargo, con poca diferencia la cosa en el fondo es la misma; no es esto decir que en el día vayan forrados de carteles como el famoso Melchor Zapata del Gil Blas, pero también es la verdad que suelen andar sin forro de ninguna clase; y aun empeñado el año siguiente para comer el actual. En fin, ya llegamos al punto céntrico, y lo que en él vamos a ver suplirá mis explicaciones».

Al decir esto hicimos alto en la embocadura de la calle Ancha de Peligros, y enfilamos por medio la espaciosa puerta del parador de Zaragoza y Barcelona2, que según mi amigo es desde tiempo inmemorial el central depósito de toda gente de teatro advenediza; atravesamos el zaguán; subimos la escalera, y siguiendo lo largo de los corredores, se nos ofreció a la vista una multitud de habitaciones todas abiertas, todas disponibles y todas llenas de mujeres cantando, viejos que fumaban o chiquillos alborotadores. Acercámonos a una de donde oímos salir grandes voces, y creímos asistir a una pendencia de provecho; mas toda ella se reducía a un cigarro que había faltado de cierta petaca; aunque los interlocutores a fuer de damas y galanes nobles chillaban tanto y tan de recio, y accionaban con tal calor (fuerza de la costumbre), que al pronunciar una de las damas esta terrible amenaza:


«Dame el cigarro, o las habrás con Roque»,

hubimos de entrar de partes de por medio para terminar aquella escena que podría figurar airosamente en uno de los dramas modernos.

Arrancada que fue a la lid aquella heroína, restituida súbitamente a la calma por una de aquellas transiciones rápidas que son tan frecuentes en el mundo de cartón, separadas las melenas nada airosas que cubrían su pronunciada faz, y enjugados aquellos luceros que el coraje había eclipsado: -«¿Es usted, mi querida Narcisa? (exclamó don Pascual con un arrebato verdaderamente dramático). -¡Don Pascual! Usted... pues... ¡quién había de pensar!...-¡Ingrata! ¡y qué poco ha conservado usted la memoria de mi cariño! -¡Ingrato! ¡y cuán mal ha pagado V. mi amor!».

La explicación iba siendo vehemente, y yo entre tanto hube de tomar el recurso de reconocer el vestuario, que pendía colgado de sendos clavos alrededor de las paredes del cuarto. Llamome primero la atención un pantalón azul, un marsellés de calesero y una cortina de muselina blanca en forma de turbante, sobre cuyo atavío había un cartón que en letras gordas decía: «Traje de Otelo y demás moros de Venecia y de otras partes». -Mas allá un tonelete, una coraza y una peluca a lo Luis XIV, llevaban por distintivo: «Traje de Carlos V sobre Túnez». -Una mantilla de tafetán con lentejuelas y un vestido de percal francés: «Traje de Dido, y también de la viuda del Malabar, con un crespón negro». -Un tontillo, una escofieta y un jubón con faldillas: «Traje de Semíramis, de la Esclava del Negro Ponto y demás comedias de Moratín». -Un pantalón de mahón figurando carne, una camisa de mujer y un cinto de cuero: «Traje de Isidoro en el Orestes». -Y por este estilo iba siguiendo todo el equipaje hasta unos ocho o diez trajes de ambos sexos. Pero en llegando aquí, escuché claramente la voz de D. Pascual, quien después de un buen rato de cuchicheo preguntaba a Narcisa por su marido. -No sé, contestó ella; ya sabes (y advierta de paso el lector que se habían apeado el tratamiento) que por aquella carta tuya con tu sortija, que me sorprendió, huyó de mí dejándome en Málaga, donde creo que se embarcó, y hace diez años que... -Pues luego, ¿esos trajes de moros y cristianos?... -Esos trajes son... son... -¿De quién, ingrata? -Del segundo galán.

A este punto, ya creí yo poder terciar en la conversación y preguntar a entrambos cuándo podríamos empezar nuestra contrata. -Ahora mismo, contestó D. Pascual: por de pronto ya tenemos dama. -Fáltanos, sin embargo el galán, a menos que V... -Al galán (replicó Narcisa), le hallarán VV. con todos los demás compañeros en la plazuela de Santa Ana; hablándole a V. con franqueza (añadió en voz baja a D. Pascual), él no es gran cosa, pero... -Lo demás de la explicación no lo pude oír. Levantose de allí a un momento mi amigo, y despidiéndonos de Narcisa emprendimos la marcha hacia la plazuela.

Hervía ésta en corrillos en el punto en que la pisamos. Hombres de todas edades, trajes y cataduras, corrían, se agitaban, se reunían, se separaban, hablaban a voces, hablaban en secreto, y de esta mezcla, de esta actividad, resultaba un espectáculo singular; aquí un grupo de cuatro, vestido, cuál con pantalón de verano, casaquilla gris y gorrita francesa; cuál con su gran capa color de corteza y sombrero calañés, trataban de formar una compañía bajo la bandera de uno de levita blanca, a quien todos agasajaban y perseguían; más allá se disolvía estrepitosamente otra; de un lado se cerraba un ajuste, y ambos contrayentes corrían a firmarlo al inmediato café de Venecia; del otro se armaba una disputa entre dos interlocutores sobre su mérito respectivo.

Formando el primer término de este cuadro y entre la acera de la calle del Prado y los árboles de la plazuela, se dejaban ver en numeroso grupo los individuos de las compañías de la corte, manifestando en sus modales y en su vestido el buen tono y la elegancia. Hablaban de sus teatros, de sus empresas, encarecían sus protecciones, despreciaban sus sueldos, se lamentaban de la decadencia del arte, animábanse contra la boga de la ópera, contaban las intrigas de bastidor y cuchicheaban en voz baja los que ya habían firmado. Por vía de sainete se reían de los pobres advenedizos, y con cuestiones malignas o alabanzas exageradas contribuían a mantenerlos en su petulancia y disputas eternas, y en acabando éstas, las hacían volver a empezar.

Don Pascual y yo nos dirigimos a los cortesanos a fin de que nos prestasen el auxilio de sus luces en nuestra ardua operación; hiciéronlo así, y llamando por sus nombres a varios, nos los presentaron como galanes, barbas, graciosos, característicos y partes de por medio. No bien corrió la voz de que éramos formadores, nos empezaron a sitiar, a acosarnos, a embestirnos por todos lados, y mientras un galán de cincuenta y ocho años nos explicaba su ternura tirándonos del botón de la casaca y humedeciéndonos con rocío que salía por entre sus despobladas encías, un barba mal encarado con voz cigarreña y aguardentosa nos hablaba de su formalidad, y el gracioso, subido en un guardacantón, nos ensordecía a gritos para hacernos reír. Estando en esto sentí por la espalda unos golpecitos de bastón, y me encontré con un hombre de mala traza que me llamó aparte.

-«Pues, señor (haciéndome tres cortesías), no he podido menos de compadecerme al considerar que le ha rodeado a V. la escoria del arte, porque ha de saber V. que ésos son de los que nadie quiere, y de los que llegará el domingo de Ramos y tendrán que reunirse en una compañía de conformes, como decimos nosotros». -Y con esto se fue extendiendo lo mejor que supo en pintarme los defectos de varios de ellos, aunque a decir verdad, sospeché por su explicación que él debía ser el peor de todos. Los demás nos miraban con sospecha, y yo la tuve de que adivinaban nuestra conversación, en tanto que los de Madrid, con risas y señas, me daban a entender el concepto que les merecía mi oficioso interlocutor.

Tratábame ya de desembarazar de él a toda costa, cuando el nombre de Narcisa, que pronunció, me hizo caer en la cuenta de que el tal era el suplente del marido de la dama de mi amigo, con lo cual llamé a éste y le dejé con él, mientras que yo me salvé entre los de Madrid, que me convidaron a ver por mí mismo la gracia de mi consultor en un particular que celebraban a la noche. -¿Y qué es un particular? repliqué yo. -Llámanse así, me contestó uno de los más mesurados, las tertulias de examen que suelen celebrarse en casa de algún actor para oír a los de las provincias. El nombre se ha conservado de lo antiguo por la costumbre que había de representar en las casas de los magnates y sujetos particulares.

«Solían, con efecto (dice Pellicer), los señores, los togados y la gente principal, llamar a los comediantes a sus casas para que hiciesen en ellas algunos pasos y aun comedias, y cantasen, después de haber representado en los corrales; y a esta diversión casera llamaban un particular».

-Que me place -dije yo-, y acepto gustoso el convite a nombre de mi amigo y mío.

Con esto y con dejar citados a varios para el siguiente día en nuestra casa, salimos de la plazuela, discurriendo alegremente sobre lo que habíamos visto, hasta que llegada que fue la noche marchamos al convite. Ya la sala estaba henchida de damas y galanes, de literatos y curiosos, que habían acudido a aquel certamen artístico. Tuvo principio éste con varias relaciones de la Moza de Cántaro, La Vida es sueño, y el Tetrarca de Jerusalén, repetidas con el énfasis y los manoteos de costumbre; luego siguieron varias escenas chistosas y remedos de animales (en los cuales algunos no se hacían gran violencia), y se reservó para final una escena trágica de Otelo, entre la bella Narcisa y su compadre el galán de la plazuela.

Difícil sería pintar la originalidad del modo de representar de éste; sus inflexiones, sus suspiros, sus movimientos; sólo diré que era cosa de deshacerse en lágrimas de risa; así como al contrario la dama por su naturalidad hacía nacer sentimientos diferentes. Brillaban, al oír los aplausos a ésta, los ojos de D. Pascual, si bien alguna vez los dejaba caer con desconfianza hacia la puerta de la alcoba, donde además se apercibía un hombre embozado y en pie. Lleno de curiosidad, preguntó quién era aquel sujeto misterioso, y se le contestó que un excelente actor venido de fuera, pero que no quería representar aquella noche.

En tanto la escena entre Narcisa y Roque (Otelo y Edelmira) fue animándose hasta el punto en que dice ésta:


       «Todo me mata,
todo va reuniéndose en mi daño...».
-«Y todo te confunde, desdichada»,

Prorrumpió un grito agudo lanzado de la alcoba. Las miradas de todos se dirigieron rápidamente hacia aquel punto, pero ya el embozado interruptor había franqueado de un salto el espacio que le separaba de su víctima, había soltado la capa, y cogiendo del brazo a aquélla,


«Mírame, ¿me conoces?... ¿me conoces?...»,

la dice con toda la verdad y rabiosa expresión que en tal verso animaba al célebre Maiquez. Un grito de Edelmira fue la única contestación y cayó sin sentido. Los circunstantes nos deshacíamos a aplausos y bravos, y éstos crecieron al oír al nuevo Otelo dirigir a la infeliz estas palabras:


«El cielo soberano te castiga
por un medio distinto... ¿Ves la carta?
pues mira la sortija, aquí la tienes».

Pero viendo que Edelmira nada respondía, que el galán primero, amostazado con el nuevo aparecido se disponía a recobrar su puesto, y que éste no mitigaba su encono, llegamos a sospechar que allí podría haber algo más que fingimiento, y por mi parte adiviné de plano la causa viendo escurrirse bonitamente a D. Pascual, diciéndome al despedirse: «Es él...».

Apresurámonos todos a volver en sí a Narcisa y su marido (que tal era el nuevo Otelo), y conduciendo gradualmente el negocio, vinimos al fin de media hora a una reconciliación conyugal, que terminé yo apalabrando a entrambos para mi compañía. En cuanto a Roque desapareció de nuestra vista, y es fama que aquella noche no durmió ya en Madrid.

En los siguientes días acabé de contratar la comparsa, hasta que reunidos en número de catorce, ajusté una gran galera, donde se empaquetaron entre cofres y maletas, y escribí a mi amigo una carta de remesa. Al cabo de unos días me ha acusado el recibo del cargamento sin avería de ninguna especie.

(Abril de 1832)




ArribaAbajoLa romería de San Isidro

«Plácenme los cuadros en narración, porque en cuanto a los de lienzo, aunque no dejo de hablar de ellos como tantos otros, confieso francamente que no los entiendo».


DIDEROT.                


Así lo ha dicho un autor francés; por supuesto que lo decía en francés, porque tienen esta gracia los escritores de aquella nación, que casi todos escriben en su lengua; no así muchos de nuestros castellanos, que cuando escriben no se acuerdan de la suya; pero en fin, esto no es del caso; vamos a la sustancia de mi narración.

Yo quería regalar a mis lectores con una narración de la Romería de San Isidro y para ello me había propuesto desde la víspera darme un madrugón y constituirme al amanecer en el punto más importante de la fiesta. Por lo menos tengo esto de bueno, que no cuento sino lo que veo, y esto sin tropos ni figuras, pero viniendo a mi asunto digo, que aquella noche me acosté más temprano que de costumbre, revolviendo en mi cabeza el exordio de mi artículo.

«Romería -decía yo para darme cierta importancia de erudito-, significa el viaje o peregrinación que se hace a algún santuario», y si hemos de creer al Diccionario de la lengua, añadiremos que «se llamó así porque las principales se hacían a Roma». Luego vino a mi imaginación la memoria de Jovellanos, quien considerando a las romerías como una de las fiestas más antiguas de los españoles, añade: «La devoción sencilla los llevaba naturalmente a los santuarios vecinos en los días de fiesta y solemnidad, y allí, satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del día al esparcimiento y al placer». Esto, según la ya dicha respetable autoridad, acaecía en el siglo XII, y mi imaginación se dirigía a cavilar sobre la fidelidad de los pueblos a sus antiguas usanzas.

Largo rato anduvieron alternando en mi memoria, ya las famosas de Santiago de Galicia, ya las de nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, y parecíame ver los peregrinos con su bordón y la esclavina cubierta de conchas acudir de luengas tierras a ganar el jubileo del año santo. Luego se me representaban las animadas fiestas de esta clase, que aún hoy se celebran en las Provincias Vascongadas, y de todo ello sacaba observaciones que podrán tener lugar cuando escribiera la historia de las romerías, que no dejaría de ser peregrina; mas por lo que es ahora no venían a cuento, pues que sólo trataba de formar el cuadro de la de San Isidro en nuestra capital. En fin, tanto cavilé, tantos autores revolví en los estantes de mi cabeza, tal polvo alcé de citas y pergaminos, que al cabo de algunas horas me quedé dormido profundamente.

La imaginación, empero, no se durmió: afectada con la idea de la próxima función, me trasladó a la opuesta orilla del Manzanares, al sitio mismo donde la emperatriz doña Isabel, esposa de Carlos V, fundó la ermita del patrón de Madrid, en agradecimiento de la salud recobrada por su hijo el príncipe don Felipe con el agua de la vecina fuente, que según la tradición abrió el santo labrador al golpe de su hijada para apagar la sed de su amo Iván de Vargas. Dominaba desde allí la pequeña colina sobre que está situada la ermita; y la desigualdad del terreno, los paseos que conducen a ella y las elevadas alturas que la rodean, encubrían a mi imaginación la natural aridez de la campiña; añádase a esto la inmediación del río, la vista de los puentes de Toledo y Segovia, y más que todo, la extensa capital que se ostentaba ante mis ojos por el lado más agradable, ofreciéndome por términos el Palacio Real, el cuartel de Guardias y el Seminario de nobles a la izquierda, el convento de Atocha, el Observatorio y el Hospital general a la derecha; al frente tenía la nueva puerta de Toledo, y desde ella y la de Segovia la inmensa muchedumbre precipitándose al camino formaba una no interrumpida cadena hasta el sitio en que yo estaba o creía estar.

Mi fantasía corría libremente por el espacio que media entre el principio y el fin del paseo, y por todas partes era testigo de una animación, de un movimiento imposible de describir. Nuevas y nuevas gentes cubrían el camino; multitud de coches de colleras corrían precipitadamente entre los ligeros calesines que volvían vacíos para embarcar nuevos pasajeros; los briosos caballos, las mulas enjaezadas hacían replegarse a la multitud de pedestres, quienes para vengarse, los saludaban a su paso con sendos latigazos, o los espantaban con el ruido de las campanas de barro. Los que volvían de la ermita, cargados de santos, de campanillas y frascos de aguardiente bautizado y confirmado, los ofrecían bruscamente a los que iban, y éstos reían del estado de acaloramiento y exaltación de aquéllos, siendo así que podrían decir muy bien: «Vean ustedes cómo estaré yo a la tarde». Las danzas improvisadas de las manolas y los majos, las disputas y retoces de éstos por quitarse los frasquetes; los puestos humeantes de buñuelos y el continuo paso de carruajes hacían cada momento más interrumpida la carrera, y esta dificultad iba creciendo según la mayor proximidad a la ermita.

Ya las incansables campanas de ésta herían los oídos, entre la vocería de la muchedumbre que coronaba todas las alturas, y apiñándose en la parte baja hacía sentir su reflujo hasta el medio del paseo. Los puestos de santos, de bollos y campanillas iban sucediéndose rápidamente hasta llegar a cubrir ambos bordes del camino, y cedían después el lugar a tiendas caprichosas y surtidas de bizcochos, dulces y golosinas, eterna comezón de muchachos llorones, tentación perenne de bolsillos apurados. Cada paso que se avanzaba en la subida, se adelantaba también en el progreso de las artes del paladar; a los puestos ambulantes de buñuelos habían sucedido las excitantes pasas, higos y garbanzos tostados; luego los roscones de pan duro y los frasquetes alternaban con las tortas y soldados de pasta-flora: más allá los dulces de ramillete y bizcochos empapelados ofrecían una interesante batería, y por último, las fondas entapizadas ostentaban sobre sus entradas los nombres más caros a la gastronomía madrileña, y brindaban en su interior con las apetitosas salsas y suculentos sólidos.

¡Qué espectáculo manducante y animado! Cuáles sobre la verde alfombra formaban espeso círculo en derredor de una gran cazuela en que vertían sendos cantarillos de leche de las Navas sobre una gran cantidad de bollos y roscones; cuáles ostentando un noble jamón lo partían y subdividían con todas las formalidades del derecho.

La conversación por todas partes era alegre y animada, y las escenas a cuál más varia e interesante. -Por aquí unos traviesos muchachos atando una cuerda a una mesa llena de figuras de barro, tiraban de ella corriendo y rodaban estrepitosamente todos aquellos artefactos, no sin notable enojo de la vieja que los vendía; por allá un grupo de chulos al pasar por junto a un almuerzo dejaban caer en el cuenco de leche una campanilla; ya levantándose otros, volvían a caer impelidos de su propio peso, o bien al concluir un almuerzo rompían un gran botijo tirándole a veinte pasos con blandos bollos, restos del banquete. Los chillidos, las risas, los dichos agudos se sucedían sin cesar, y mientras esto pasaba de un lado, del otro los paseantes se agitaban, bebían agua del santo en la fuente milagrosa, intentaban penetrar en la ermita, y la turba saliente los obligaba a volver a bajar las gradas penetrando al fin en el cementerio próximo, donde reflexionaban sobre la fragilidad de las cosas humanas mientras concluían los restos del mazapán y bizcocho de galera. En la parte elevada de la ermita algunos cofrades asomaban a los balconcillos ostentando en medio al santero vestido con un traje que remedaba al del santo labrador, y en lo alto de las colinas cerraban todo este cuadro varios grupos de muchachos que arrojaban cohetes al aire.

La parte más escogida de la concurrencia refluye en las fondas, adonde aguardaban en pie y con sobrada disposición de almorzar, mientras los felices que llegaron antes no desocupaban las mesas. La impaciencia se pintaba en el rostro de las madres, el deseo en el de las niñas y la incertidumbre en los galanes acompañantes; entre tanto los dichosos sentados saboreaban una perdiz o un plato de crema, sin pasar cuidado por los que les estaban contando los bocados.

Desocúpase en fin una mesa... ¡qué precipitación para apoderarse de ella!... Ocúpanla una madre, tres hijas y un caballero andante, el cual, a fuer de galán, pone en manos de la mamá la lista fatal... Los ojos de ésta brillan al verla... «Pichones», «pollos», «chuletas...» ¿qué escogerá? -Yo lo que ustedes quieran; pero me parece que ante todo debe venir un par de perdices; tú, Paquita, querrás un pollito, ¿no es verdad? -«Venga», gritó el galán entusiasmado. -Y tú, Mariquita, ¿jamón en dulce? -Pues yo a mis pichones me atengo. -Vaya, probemos de todo. -«Venga de todo», respondió el Gaiferos con una sonrisa si es no es afectada.

Con efecto, el mozo viene, la mesa se cubre, el trabajo mandibular comienza, y el infeliz prevé, aunque tarde, su perdición; mas entre tanto, Paquita le ofrece un alón de perdiz, y en aquel momento todas las nubes desaparecen. La vieja incansable vuelve a empuñar la lista. -Ahora los fritos y asados», dice, y señala cinco o seis artículos al expedito mozo. No para aquí, sino que en el furor de su canino diente, embiste a las aceitunas, saltando dos de ellas a la levita del amartelado; cae y rompe un par de vasos, y para hacer tiempo de que vuelva el mozo se come un salchichón de libra y media.

Tres veces se habían renovado de gente las otras mesas y aún duraba el almuerzo, no sin espanto del joven caballero, que calculaba un resultado funesto; las muchachas, cual más, cual menos, todas imitaban a la mamá, y cuando ya cansadas apenas podían abrir la boca, les decía aquélla: -Vamos, niñas, no hay que hacer melindres; -y siempre con la lista en la mano traía al mozo en continua agitación.

Por último, concluyó al fin de tres horas aquel violento sacrificio; pídese la cuenta al mozo, y éste, después de mirar al techo y rascarse la frente, responde: -«Ciento cuarenta y dos reales». -El Narciso a tal acento varía de color, y como acometido de una convulsión revuelve rápidamente las manos de uno a otro bolsillo, y reuniendo antecedentes llega a juntar hasta unos cuatro duros y seis reales: entonces llama al mozo aparte, y mientras hace con él un acomodo, la mamá y las niñas ríen graciosamente de la aventura.

Arreglado aquel negocio salen de la fonda, llevando al lado a la Dulcinea con cierto aire triunfal; pero a pocos pasos, un cierto oficialito conocido de las señoras, que se perdió a la entrada de la fonda, vuelve a aparecer casualmente y ocupa el otro lado de doña Paquita, no sin enojo del caballero pagano. Mas no para aquí el contratiempo; a poco rato el excesivo almuerzo empieza a hacer su efecto en la mamá, y se siente indispuesta; el síntoma catorce del cólera se manifiesta estrepitosamente, y las niñas declaran al pobre galán que por una consecuencia desgraciada, su mamá no puede volver a pie...

No hay remedio, el hombre tiene que ajustar un coche de colleras y empaquetarse en él con toda la familia; más el aumento del recién venido que se coloca en el testero, entre Paquita y su madre, quedándole al caballero particular el sitio frontero a ésta, para ser testigo de sus náuseas y horribles contorsiones. El cochero en tanto ocupa su lugar, y chas... co-mandanta...

Al ruido del coche desperté precipitado, y mirando al reloj vi que eran ya las diez, con lo cual tuve que desistir de la idea de ir a la romería, quedándome el sentimiento de no poder contar a mis lectores lo que pasa en Madrid el día de San Isidro.

(Mayo de 1832)




ArribaAbajoLa empleo-manía

«Hic vivimus ambitiosa paupertate omnes»


HORAT.                


-Pues, como digo a V., el tal D. Anselmo es un mayorazgo acomodado en una de las primeras villas de Andalucía; es joven, buena presencia, amable, bondadoso; pero tiene una debilidad, cual es el afán de figurar; y no contento con la consideración que sus bienes y demás cualidades le dan en su pueblo, siempre anda buscando cargos y comisiones, que, a lo que él cree, contribuyen a realzar su esplendor. ¿Quién sabe lo que él intrigó para hacerse nombrar mayordomo de la cofradía de aquella iglesia parroquial? Consiguiolo, y aquel año pagó la mayordomía bien cara; después aspiró al honor de síndico, y también se le decretaron; pero precisamente en ocasión en que los fondos de propios estaban muy atrasados, con que tuvo que suplir para el pago de contribuciones; luego fue alcalde y cuadrillero; mas pareciéndole ya su pueblo un círculo estrecho para su importancia, se hizo comisionar por el Ayuntamiento para seguir un pleito en la chancillería de Granada; allí se olvidó de su mujer y de su casa, y sólo pensó en buscar recomendaciones, solicitar favor y derramar su dinero en encargos ajenos. Hasta entonces, con el producto de sus haciendas no había necesitado un empleo; ahora ya lo necesitaba, porque aquél cada día era menor. En vano su esposa y sus amigos han procurado hacerle volver en sí, inclinándolo a fomentar su patrimonio y buscar en él una subsistencia independiente; él no oye razones; y por una plaza de oficial duodécimo de cualquiera oficina daría su mayorazgo, sus demás bienes, y hasta creo que su mujer y sus hijos. Por último, se ha dejado de rodeos y se ha venido a Madrid, donde permanece hace doce años, gastando lo que ya no tiene, acosando los ministerios a memoriales, solicitando recomendaciones de los lacayos para los cocineros, de éstos para mayordomos y ayudas de cámara, de éstos para señoras que le venden mucha protección, y de ellas para señores que de todo se acuerdan menos de él; haciendo -antesalas y corteslas, consumiendo zapatos, sombreros y papel sellado, y corriendo, en fin, tras un fantasma, que se le escapa de las manos. ¿No le parece a V. un ente original?

-Eslo sin dada -replicó D. Fidel de la Vera-Cruz, con quien yo suelo dar mis paseos filosóficos desde la puerta de Segovia a la de Toledo-; pero por desgracia tiene entre nosotros bastantes copias. (Al llegar aquí hicimos alto como unos dos minutos; sacó D. Fidel su caja, ofreciome un polvo, tiré yo el que tenía entre los dedos, tomé otro de aquélla, él hizo lo mismo, y prosiguió la conversación.

-La manía de D. Anselmo es general; ni el propietario rico, ni el industrioso fabricante, ni el comerciante, ni el letrado, ni ninguna de las otras clases independientes se consideran por si solas bastante lucidas como no vayan acompañadas del empleito. Este falso raciocinio, esta terrible manía es la que despuebla nuestros campos y nuestras fábricas, al mismo tiempo que hinche de pretendientes las antecámaras y las oficinas; la que arranca al comercio y a la industria los brazos más útiles, para ocuparlos en trabajos rutinarios; la que hace de un hombre activo un intrigante; de un literato un adulador; de un afortunado un ambicioso. Esta es la que a tantos ha hecho infelices, sacándoles del circulo en que pudieran haber brillado, y ésta, en fin, a quien debo yo todas las adversidades de mi vida.-

Volvimos a callar, y pasearnos un rato en silencio; pero animado con aquel exordio y con la franqueza de la amistad, rogué al amigo que me explicase lo que él llamaba sus adversidades, a lo cual condescendió de esta manera:

«-Mi padre era un comerciante acreditado en Alicante, que habiendo heredado del suyo un pequeño capital, adquirido en la mercadería de sedas, supo aprovechar de tal modo su trabajo, que en pocos años logró elevar su comercio a una altura más que mediana; tranquilo en el seno de su familia y de sus negocios, disfrutaba de una vida activa sin agitación, y embellecida por la risueña perspectiva de un aumento progresivo en su fortuna. Varios negocios de comercio lo trajeron a Madrid, donde, alternando con personas importantes, acostumbrándose al ambiente de los salones, y ofuscado por el brillo de los bordados y el seductor lenguaje de la corte, hubo de recibir una impresión demasiado viva, con lo cual empezó a mirar con desdén su bufete, sus fábricas y sus especulaciones mercantiles.

»Su carácter amable e interesante, su talento y finos modales, no tardaron en granjearle un lugar distinguido en la sociedad, y por fin, un empleo de importancia vino a colmarle de placer. Este día, que él celebró como el de su triunfo, fue el primero de sus infortunios.

»Precisado a vivir en Madrid a consecuencia de su nuevo empleo, pasó a Alicante para arreglar sus negocios y trasferirlos en un todo a un primo mío, volviendo a la capital con mi madre y conmigo. Yo entonces era muy niño; pero, fuese adulación de padre, o fuese realidad, siempre aquél ponderaba en mí, mientras estuvimos en Alicante, mi disposición para el comercio; mas la nueva carrera a que se veía llamado le hizo variar de plan.

»Por de pronto no se pensó más que en hacerme olvidar los resabios de provincia y constituirme un señorito a la moda. Mis padres, por su parte, se esforzaban en brillar cuanto podían. Gran casa, gran mesa, bailes, academias, abono en el teatro, nada faltaba a su esplendor, y nuestra casa fue muy pronto de las que estaban en el mapa de la brillante sociedad de Madrid. Entre tanto yo aprendía a bailar, tiraba al florete, montaba a caballo, leía en francés y escribía a la inglesa, a la rusa y a la italiana, con lo cual y mi elegante persona, me veía halagado con la idea de una brillante suerte futura.

»Llegué a tener diez y seis años, y mis padres, que ya no podían soportar mis gastos, pensaron en hacerme conocer que sus productos no correspondían y que era preciso que yo trabajase y ganase algo, o por lo menos, que empezase a hacerme digno de ello, con que me propusieron que dijese la carrera que quería seguir. Entonces eché mis cuentas. -¿Comercio? -Yo carecía de los conocimientos necesarios, y aunque veía prosperar a mi primo, no era cosa de irme yo a poner bajo sus órdenes y reducirme otra vez a Alicante. -¿Letras? -Yo no las entendía; por otro lado, de nada sirven, no siendo las de cambio o las de Universidad. -¿Milicia? -La verdad, no tenía grandes ánimos, y eso de exponerse uno a que una bala -¿Iglesia? -¿Cómo, si me sentía inclinado a la propaganda? -¿Medicina? ¿Artes? ¡¡¡Para todo esto hay tanto que estudiar!!! -Pues señor (le dije a mi padre), como V. no me coloque en una oficina, aunque sea de meritorio... -¡Bravo, bravo! no esperaba yo menos de ti, me dijo mi padre muy satisfecho, y desde aquel día empezó a trabajar para ello.

»No tardó mucho en conseguirlo, porque sus relaciones eran grandes, y así que a poco tiempo, y a pesar de mi repugnancia natural al trabajo, pude ascender a cuatrocientos ducados de sueldo, con lo cual, y con mi uniforme y real título, me consideré un personaje de la más alta importancia. Y estaba tan fiero, que respondí en un tono bastante altivo a mi primo, que me escribió proponiéndome asociarme a su casa y fortuna.

»El amor vino poco después a alterar mi tranquilidad; mas, por desgracia, el objeto que me le inspiró no estaba conforme con mis ideas de engrandecimiento. Así lo advirtió mi padre, y participando también de ellas, fijó su atención en la hija única de mi jefe, y me la propuso, acompañada de un brillante empleo que se me haría obtener. El amor luchó largo tiempo en mi corazón con la vanidad; pero el sistema de mi educación era muy conforme a hacer triunfar a ésta; así se verificó; yo recibí una esposa que mi alma miraba con tedio, y sacrifiqué al destino la desgraciada víctima de mi pasión; mi arrepentimiento la vengó muy luego.

»Mi esposa era una mujer altiva, acostumbrada a ser obedecida, y en mi veía un marido a quien ella había elevado a su altura, cuya consideración la hacía insufrible, dándola un dominio absoluto sobre mí. Poco después de mi matrimonio faltaron mis padres, dejándome por única herencia algunas deudas considerables, que contribuyeron no poco a abreviar su vida, y quedando en un todo a merced de los caprichos de mi esposa. Quise resistirlos; se me amenazó con la separación y pérdida de mi empleo; cedí, y me vi hecho el juguete de mi casa. Entre tanto el cielo había tenido a bien regalarme dos niños y una niña, y mi esposa los educaba a su modo, quiero decir, como la habían educado a ella y a mí. Mi casa hervía en diversiones, y mi sueldo siempre le llevaba gastado con tres meses de adelanto; pero ella se aturdía con las músicas y festines, y yo no osaba hablar alto, de miedo de que todos me echasen en cara mi ingratitud. ¡Miserable condición la de un marido vendido al interés!

«Mi mujer era intriganta y tenía mucho favor, y yo la perdonaba los malos ratos en gracia de los ascensos y mercedes que prodigaba sobre mí. Verdad es que me los hacía pagar bien caros, pues aún me acuerdo de un día que se me concedió un sobresueldo de 4000 reales, y me hizo gastar 12000 en trajes y funciones.

»Ya los hijos iban creciendo, y por más que la quería hacer sentir la necesidad de darles carrera, no lo permitía lo que ella llamaba su ternura maternal, halagándome siempre con la idea de que, mediante sus conexiones, les conseguiría a cada uno un buen empleo, con lo cual yo dejábame dormir en estos sueños lisonjeros. Estaba del cielo que las pobres criaturas habían de ser víctimas de la misma manía que su abuelo y su padre.

»Todos tres estaban ya en edad de figurar, y apenas sabían leer; mi esposa empezaba a pensar en ellos alguna vez, cuando la falta de uno de los personajes con quien ella contaba vino a desbaratar sus proyectos, y a poco tiempo la arrebató la muerte también, dejándome con los muchachos sin educación y sin apoyo. Mi carácter, tanto, por el sistema de mis primeros años, cuanto por la especie de dependencia en que siempre me tuvo mi esposa, era para muy poco, así que estas desgracias debilitaron en términos mi salud que, siéndome imposible continuar trabajando, solicité y obtuve mi jubilación.

»Entre tanto los muchachos cada día crecían en necesidades, y habiendo gastado todos mis productos en maestros de esgrima, de canto y de baile, me hallaba con que nada sabían y que para nada eran. El mayor, altivo y presuntuoso, rechazó mis proposiciones de varias colocaciones modestas, y conducido de una en otra calaverada al juego y a la disolución, concluyó a poco tiempo con huir de mi casa, y correr a probar fortuna, sentando plaza en un regimiento... Mi hija, a quien su madre reservaba para los mejores partidos de la corte, a quien yo me propuse adornar de mil habilidades, tiene que sacar hoy partido de ellas para ayudar a nuestra manutención, acudiendo a coser y bordar a un obrador; por último, el menor de mis hijos, mejor inclinado que el primero, ha consentido en pasar a Alicante, al lado de uno de mis sobrinos, como dependiente de su casa de comercio...

»Tal, amigo mio, es hoy la suerte de mi familia; de esta familia, a quien, sin el falso cálculo de mi padre, hubiera yo trasmitido la laboriosidad y la opulencia. En prueba de ello, concluiré diciéndole a V. que de los dos hijos que quedaron de mi primo, el uno sigue el comercio y es en el día una de las primeras casas del reino; el otro, después de haber recorrido toda Europa, ha regresado a su patria lleno de conocimientos, y establecido varias fábricas de tejidos, en que brillan al misino tiempo el talento, la actividad y el patriotismo de su dueño».

Al llegar aquí tuvo D. Fidel que reprimir sus lágrimas, y yo, poco menos conmovido, traté de cambiar la conversación, sin que en todo el paseo volviésemos a tocar la de la empleo-manía.

(Mayo de 1832)

NOTA. -De todos los artículos que forman la serie de esta revista de costumbres, éste es el que menos ha envejecido por su argumento. Al contrario, la enfermedad endémica que en él se combate, ha crecido con las revoluciones políticas en proporciones tan asombrosas, que el autor de las Escenas encuentra hoy extremadamente pálidos los colores que empleó entonces para pintarla. -No lo parecieron, sin embargo, tales, en aquella época, al censor del periódico, el Rmo. P. maestro fray Miguel Huerta, Vicario general de San Agustín y predicador afamado, de quien por otro lado no tiene el autor motivo alguno de queja, antes bien de agradecimiento por su tolerancia, ilustración y deferencia. -En este artículo, sin embargo, creyó ver demasiadas alusiones a las intrigas cortesanas, y suprimió párrafos y episodios que lo dejaron aun más descolorido. Si el autor los hubiera conservado, procuraría colocarlos de nuevo en su lugar propio, marcándoles bien, para que fueran testimonio fehaciente de la miseria de la época, de la suspicacia y meticulosidad que infundía hasta en los hombres más ilustrados y tolerantes, como el R. P. Huerta. -En defensa personal de este respetable religioso, arrastrado después en las revueltas políticas a los bandos militantes, y cuya existencia o paradero ignora, debe el autor decir que, así en esta como en alguna otra ocasión, en que creyó oportunas alguna corrección o supresión, le llamó y procuró convencerle de la necesidad, a vueltas de cumplidos elogios de sus escritos; y éste, que respetaba en él la ilustración, la autoridad y el buen deseo, no tenía el menor inconveniente en suscribirá las menores insinuaciones de tan benévola censura.




ArribaAbajoUn viaje al sitio


    «Comme on voit au printemps la diligente abeille
Qui du butin des fleurs va composer son miel,
Des sotisses du temps je compose mon fiel».


BOILEAU.                


Muy agradable es el viajar, pero lo es aun más el contar el viaje; mi inclinación me llamaba a lo segundo; tuve que verificar lo primero. El viaje por mis faltriqueras, de cierto autor, el que hizo otro alrededor de su cuarto, y aún el de un curioso por Madrid, me parecieron estrecho límite y apocada resolución, si bien no me determiné, como alguno, a viajar por todo el universo desde mi escritorio. Quise, en fin, moverme en cuerpo y alma, y la primera duda que me ocurrió fue el saber adónde iría.

Pareciome por de pronto conveniente el dar vuelta al globo, para cerciorarme de que su figura tiene más de oval que de esférica, y venir a dar a mis lectores tan agradable nueva; pero la dificultad de hallar carruaje de retorno, me disuadió de mi intento; después pensé en atravesar de parte a parte el Imperio chino, para fijar decididamente las dimensiones de la gran muralla; más tarde quise ir a buscar el paso entre América y Asia, con el objeto de establecer allí un portazgo; por último, me decidí a marchar a Aranjuez, y gracias a Dios y a mi constancia lo llevé a cabo y estoy ya de vuelta. (Aquí el Curioso Parlante saluda con agrado a toda la sociedad de curiosos oyentes, y prosigue de esta manera su narrativa.)

Prolijo sería mi discurso si hubiera de darle principio contando por menor las dilaciones que hube de sufrir para proporcionarme asiento en la diligencia; tampoco hablaré de las que me ocasionó la saca del pasaporte y demás preparativos del viaje; antes bien, dándolas todas por vencidas, me plantaré de un salto en el punto y hora de partida.

El reloj de Nuestra Señora del Buen Suceso sonaba majestuosamente las cinco y cuarto de la mañana, cuando yo atravesaba precipitado la Puerta del Sol con dirección a la casa de postas de donde sale la diligencia. Los viajeros y viajeras iban reuniéndose, mostrando aún en sus semblantes la impresión de la almohada, agradablemente interrumpida en algunos menos curiosos con tal cual ligera pinta de chocolate en la parte más saliente de la nariz, o al o un trozo de barba menos afeitado que el resto, efectos todos de la premura del tiempo. Las maletas respectivas, las sombrereras y los sacos de noche iban siendo, colocados en sus respectivos departamentos, los mozos concluían de enganchar el tiro, y los briosos caballos


«Probaban sus herraduras
En las guijas del zaguán».

Las portezuelas de las tres divisiones, berlina, interior y rotonda, se abrieron en fin, y todos los interesados fuimos tomando posesión de nuestros respectivos asientos; los adioses, los encargos se cruzaban en todas direcciones, y al decir el mayoral: -«¿Hay más?» -suena el reloj la media, ciérranse las puertas, silba el látigo, y rodando la inmensa mole, sale del patio haciendo temblar el pavimento.

Mi posición en aquel instante era la más lisonjera; hallábame en el interior de un coche y en uno de sus ángulos; enfrente tenía a una joven muy linda, y el otro rincón le ocupaba una señora como de treinta, hermosa y elegante; el centro de ambas damas y del testero daba lugar a un finchado caballerito, que después averiguamos ser esposo de la primera; un señor de edad y un joven formaban conmigo el otro triunvirato.

La frescura de la mañana, la perspectiva del río, y la alabanza del establecimiento de diligencias, fueron los objetos de las primeras palabras; pero bien pronto la conversación se hizo más animada, más franca, y casi todos dejamos entrever los lisonjeros proyectos que hervían en nuestras cabezas. Fue la primera en tomar esta iniciativa la señora elegante, ostentando cierto aire de altas sociedad y dando a sus palabras el giro más afectado. Los sucesos de buen tono, las intrigas, las bodas, los rompimientos entre las personas más marcadas, eran continuo pábulo a su discurso, y los nombres más estupendos salían de su boca con cierta familiaridad consanguínea o amical. Todos la saludamos en nuestro interior como duquesa, o por lo menos condesa.

No así la otra dama, que ya fuese porque la locuacidad de la primera no la dejaba meter baza en la conversación, ya porque un exceso de penetración femenil la hiciese dudar de la alta clase de nuestra amable parladora, la dirigía ciertas miradas escudriñadoras desde el alto copete al pie pulido; escuchaba cuidadosamente sus palabras, y de vez en cuando se descolgaba con tal cual preguntilla capciosa, sin duda con el piadoso fin de pillarla en algún renuncio; pero no la fue posible, porque la incógnita, firme en su posición, la devolvía un diccionario de expresiones altisonantes, y una floresta entera de anécdotas auténticas de todo lo más notable de Madrid; por último, para hacer mayor nuestro asombro, empezó a hablarnos de Londres y París con tales pelos y señales, que ya no pudimos menos de convenir en que todo el mundo era suyo y que teníamos delante una de las primeras notabilidades de la monarquía.

Nuestras atenciones redoblaban a medida que ella se encumbraba, y muy luego vino a ser la reina de la diligencia; negábala solamente el tributo de admiración la otra dama, y para hacerla sentir más su indiferencia, llevaba casi constantemente la cabeza fuera de la ventanilla: tanto prolongó esta situación, y tanto me chocaba que nunca mirase al camino que teníamos delante y sí al que dejábamos andado, que no pude menos de asomar yo también la cabeza; pero la prudencia me hizo volver a retirarla, pues, aunque ligeramente, noté una mano masculina con guante amarillo que salía de la rotonda y ayudaba a mi graciosa compañera a bajar la persiana.

El esposo, en tanto, metiendo la barba en el corbatín, rizándose el cabello, inflando los carrillos y fumando en luengo cigarro, nos contaba la calidad de las tierras por donde pasábamos; los apellidos, títulos y conexiones de los personajes a quienes pertenecían (todos, por supuesto, amigos suyos), y aun amenizaba su narración con algún rasguño de las costumbres de Getafe y Valdemoro, que podría muy bien alternar en esta relación, si ella no fuese ya de suyo harto fastidiosa.

El joven de mi izquierda, que por confesión propia supimos ser un pretendiente veterano que pasaba al Sitio con el objeto de activar eficazmente sus solicitudes, vio el cielo abierto cuando notó que le escuchábamos, y sin tomar aliento, nos contó la historia de sus derrotas en todos los ministerios, nos encareció sus méritos, y fijándose en las oficinas por donde ahora pretendía, nos hizo ver casi palpablemente la injusticia que era el no haberle colocado cuando menos de jefe de alguna de ellas. El señor del humo escuchaba con aire importante su relación, acogía sus quejas, ayudaba sus sátiras, y ofrecíale su alta protección: seguro ya de su benevolencia nuestro pretendiente, quiso atraerse la del pacifico anciano que estaba al otro rincón, y empezó a dirigirle la palabra; pero éste sólo le contestaba con cierta sonrisa, ni bien irónica, ni bien satisfactoria, o con palabras, como «tal vez, ya se ve puede ser»; que desconcertaron al satisfecho joven, poniéndole de muy mal humor.

Por mi parte, ocupado casi exclusivamente en escuchar la brillante narración de la hermosa incógnita, oía con indiferencia todo aquel diálogo; y ella, a quien no pudieron menos de llamar la atención mis miradas, mi silencio y mi expresión, quiso persuadirme de que su corazón no era de hielo, y cesando súbitamente en su interesante parla, fió a sus hermosos ojos el oficio que hasta entonces había desempeñado tan bien su lengua. Este nuevo intérprete no era menos expresivo ni menos fuerte que el primero, y forzoso será confesarlo, pero mi turbación creció hasta un punto indecible. La casadita fue la primera que lo advirtió, o por lo menos que dio a entender que lo había advertido, importunando nuestra misteriosa correspondencia con sonrisas y miradas; quiso, pues, hacerla callar, y asomé la cabeza por la ventanilla, mirando a la rotonda y sonriéndome también, con lo cual cesó de mezclarse en nuestras relaciones, y se cuidó solamente de componer su persiana de tiempo en tiempo.

Llegados a la parada en donde habíamos de mudar segunda vez el tiro, descendimos casi todos, y pude reconocer los demás personajes que ocupaban los distintos compartimentos del coche; yo di la mano a la hermosa para bajar, y me disponía a improvisar mi añeja declaración, cuando otra de las señoras bajada de la berlina, y a quien oí nombrar la marquesa, la llamó aparte, y siguieron en conversación todo el rato, con lo que ya no me quedó duda de que ella sería otra tal. La señorita casada no había querido bajar, hasta que se presentó a la portezuela un joven buen mozo, que la ofreció una mano, cubierta aún del anteado guante, y descendió. El mayoral llamó a poco rato a volver a ocupar el coche, y por uno de aquellos movimientos que una mujer diestra sabe dirigir, mi diosa halló el medio de ocupar el lugar enfrente del mío; y aunque la otra quiso replicar, no se atrevió, y hubo de sentarse al otro lado.

No hay necesidad de decir que desde entonces nuestra correspondencia no era ya telegráfica, pues algunos apartes diestramente ingeridos a favor de la conversación general formaban la nuestra particular. Ocurriósela en esto a mi amable interlocutora sacar el brazo para arreglar la ventanilla, y en el momento... ¡oh sorpresa!... una mano extraña la retiene... el primer movimiento fue manifestar su enojo; pero yo, que eché de ver la equivocación, la advertí prontamente, y con una ligera seña todo lo comprendió, así como la interesada, que yacía en el otro ángulo del coche. Rápida comunicación que sólo cabe en una mente femenil.

La campiña, en tanto, había variado mágicamente de aspecto; a las áridas llanuras, al suelo ingrato y desnudo, habían sucedido frondosas arboledas, valles encantadores; el ruido de los arroyos, el canto de los pájaros, formaban una cadencia lisonjera; corpulentos arboles sombreaban el camino; el aroma de las flores llegaba hasta nosotros; los puentes y pilares anunciaban la proximidad del Sitio, y nuestros corazones iban ya experimentando la dulce embriaguez que el ambiente de Aranjuez inspira. El joven marido excitaba a su esposa a contemplar aquella maravilla; pero ella manifestaba con su indiferencia que la llanura pasada la había sido más grata; el pretendiente redoblaba sus atenciones con todos menos con el anciano, que sufría con paciencia sus impolíticos movimientos, y en cuanto a mí, sólo me ocupaba del objeto que delante tenía.

Tal era nuestra situación cuando entramos en el puente del Tajo; multitud de curiosos nos dirigían sus anteojos y sus saludos; y nosotros, cual otros Anacharsis, les hacíamos conocer en nuestras miradas la superioridad de recién venidos. Paró el coche para reconocer los pasaportes, y todos tuvimos que dar nuestros nombres. -«Señor don Preciso Neceser y su esposa». -Servidores de usted, dijo el marido. -«Sr. D. Fulano de Tal». -Presente, contesté yo. -«Sr. D...». -Aquí está, prorrumpió el anciano. -¡Cómo! ¿es posible? (exclamó reprimiéndose el joven y llamándome aparte). ¡Desdichado de mí! ¡Con quién me he ido yo a indisponer! ¡Si es precisamente el director que ha de proponerme para el empleo! -Vea usted, le repliqué yo, uno de los inconvenientes de la diligencia. -«Señora Marquesa de... y su criada», continuó el de los pasaportes.- «Aquí», gritó la señora de la berlina; «la criada está en el interior».

¡Rayo del cielo fue a mis oídos esta voz! Todos lo conocieron; el marido sonreía, la esposa gozaba de la humillación de su antagonista, la miraba con cierto aire de triunfo, y a mí la devolvió el abanico frunciendo los labios y limpiándose las manos. Hasta el pobre pretendiente se consideró con derecho a divertirse conmigo, diciéndome al oído: -Amigo, vea V. otro de los inconvenientes de la diligencia.

En tal difícil situación seguimos hasta la fonda de la Flor de Lis, donde hicimos alto y descendimos; la criada habladora siguió a su ama después de haber recibido saludos irónicos de todos los compañeros; el pretendiente cabizbajo se deshacía a cortesías con el anciano, que respondía con su natural indiferencia; yo me retiré al primer corredor de la fonda y ocupé uno de los cuartos; pared por medio dio fondo el matrimonio consabido, y más allá el caballero del guante; con lo cual pensamos todos en descansar, lavarnos, vestirnos y esperar la hora del paseo.

Sabido es que después del mediodía, la reunión del buen tono es en la fuente de la Espina del jardín de la Isla; allí dirigí mis paseos, saboreando, durante la travesía por el jardín, el aire embalsamado, el canto armonioso, de las aves, la hermosa vista de las flores, el ruido de las fuentes y cascadas, y la delicia, en fin, del hermoso sitio de quien decía Lupercio:


    «La hermosura y la paz de estas riberas
Las hace parecer a las que han sido
En ver pecar al hombre las primeras».

Entrando en la plazuela de la fuente, vi sentadas las damas bajo los templetes que la decoran, y una multitud de elegantes en pie formando grupos y dirigiendo sus miradas a las más hermosas. La conversación era poco animada; la escena nada varía, y sólo crecía un tanto cuanto en interés cuando entraban nuevas señoras en aquel recinto; fijábanse en ellas todas las miradas; las ya sentadas se hablaban en secreto; los caballeros rodeaban a los recién venidos que las acompañaban, les hacían preguntas de cómo habían dejado la capital, qué tal había salido la ópera nueva, cómo estuvo el baile de... y luego los nuevos preguntaban a los antiguos sobre las cosas del Sitio.

«Y bien, Marqués, ¿qué vida lleváis aquí? -Chico, nada, como ves; una vida muy circular. -Pero ¿y los jardines? -Hermosos, pero yo no he pasado aún de aquí. -¿El teatro? -Insoportable. -¿Los toros? -¡Bah!... -¿Las tertulias? -Aquí no hay tertulias; ya te lo digo, esto es secarse. -Por lo menos, las giras de campo... -Nada menos que eso; quince días ha que en casa de pensamos en hacer una partida de campo en borricos; pero todavía no nos hemos determinado a madrugar una mañana. -¡Pues yo os creía más dichosos! -¡Ah! ¡Los dichosos sois los que estáis en Madrid!».

Por supuesto, debe creerse que en aquel recinto hallaría yo a todos mis compañeros de viaje; que saludé respetuosamente al anciano; que no pude menos de sonrojarme al ver a mi brillante conquista detrás de la Marquesa; que al encontrar en la plazuela al matrimonio mi vecino no tardé en mirar a lo lejos el satélite de aquel planeta. -¿Quién es ese sujeto? -le pregunté a un amigo que había hablado al marido. -Este es un D. Nadie, que en todas partes se cree indispensable, porque las gracias de su esposa le atraen muchos amigos, que él los toma por suyos. -¡Cuántos hay como él, de quien nadie hablaría si no fuera por sus mujeres! - Entonces le conté todo nuestro viaje, y no pudimos menos de reír juntos.

Salimos por fin de la plazuela, y atravesando el jardín, sólo hallamos de trecho en trecho algún corro de señores mayores hablando de asuntos graves, parándose cada momento, y siguiendo a lo lejos a sus respetables consortes, que iban reconociendo lentamente los mismos sitios en que medio siglo antes habían recibido acaso el primer flechazo de amor.

Retirado a mi posada, tuve que contentarme con una comida mal condimentada y peor servida, y por la tarde salí al paseo de la calle de la Reina, que era a aquella hora el punto de reunión. La misma escena que por la mañana, aunque en distinto teatro. Todas las damas sentadas a lo largo del enrejado de los jardines; las conversaciones no hay por qué repetirlas: -«¿Quiénes han venido en la diligencia esta mañana? -¿Quién es ese que ha pasado? -¿Y por qué Fulana no va con...? -¿Han tronado? -¿Y tiene plan con esa que acompaña?». Y así de los demás. Nosotros, por nuestra parte, nos dábamos la posible importancia: hablábamos alto, con estudio, y no mirando al que dirigíamos la palabra; saludábamos con elegancia y haciendo una cuidadosa distinción según la jerarquía o notabilidad de la persona saludada; y si podíamos pillar del brazo a un entorchado o una llave dorada, ¡qué ufanos y qué orondos nos paseábamos entonces!

Cansado, en fin, de esta pantomima, me retiré, y después de la función del teatro, donde no tuve tampoco motivo de gran satisfacción, volví a mi posada tranquilamente. En el cuarto inmediato al mío había visto luz, y de cuando en cuando oía el ruido de las botas de alguno que paseaba por el corredor, con lo que me persuadí de que el D. Preciso tomaba el fresco: convencime más y más de ello, cuando de allí a un instante miré abrirse la puerta de mi habitación y entrar al mismo; sin embargo, mi imaginación es rápida, y no pude dejar de notar que no traía botas.

-¡Ah, buena maula! -exclamó alborozado al verme-¿Con que V. es el Curioso Parlante?

-¿Quién? ¿Yo?

-Vamos, no hay que hacer la deshecha, que lo sé de buen original y además soy suscritor a las Cartas Españolas, ¡ay, amigo! y ¡qué artículo tan bello me prometo ya sobre vuestro viaje! artículo cómico, ¿no es verdad? (y la risa interrumpía sus exclamaciones). ¿A qué sale allí a relucir aquel pobre hombre pretendiente, y aquel personaje incógnito, y V. también, ¿no es así? ¿con sus amores con la dama habladora, que luego salimos con que era una criada? ¿Y mi mujer? ¿Qué dirá V. de mi mujer y de mí? ¿Soy yo también persona que hace?

-No, amigo mío -interrumpí con cierta sonrisa-; usted es la que padece.

Un ligero ruido en la puerta inmediata vino en este momento a llamar nuestra atención; levantámonos, salimos al corredor, vimos entreabierta la puerta del todo, y hallamos al caballero consabido y que en aquel momento acababa de entrar, y a la señora, que sentada junto a la ventana escuchaba sus palabras; el primer movimiento fue el de la turbación; pero recobrando el mancebo su serenidad, expresó que sólo una equivocación de la puerta de su cuarto podría haber sido causa... Entonces ella se explayó en demostrarnos lo fáciles que eran estas equivocaciones de noche, y yo defendí con tesón, tan excelente idea, con lo cual el esposo se dio por satisfecho y a guisa de hombre de buen tono hizo los debidos ofrecimientos al vecino; éste por su parte correspondió con toda la cortesía de un caballero, y yo, sin pensarlo, tuve que terciar en la relación de gentes que debían conocerse y apreciarse. -La conversación se animó; el Adonis nos ofreció su valimiento y conexiones en el Sitio, nos invitó a ver todas sus curiosidades, aceptamos y de allí en adelante no nos separamos ya ni para ver la casa de Labrador, ni en la de la Monta, ni en el Cortijo, ni en el Molino, ni en el Riajal.

Pero bien pronto esta vida monótona, que se repetía exactamente todos los días, comenzó a fastidiarme, y para que no concluyera por hacerlo del todo, tomé la determinación de regresar a Madrid. Subí de nuevo en la diligencia y mas no quiero contar lo que me pasó a la vuelta, porque sería repetir lo ya dicho; como que en situaciones semejantes las escenas se parecen unas a otras.

(Junio de 1832)




ArribaAbajoEl Prado


    «Irás al Prado, Leonor,
En cuya grata espesura
Toda divina hermosura
Rinde tributo al amor.
    ¡Cuántos mirándote allí
Aumentarán sus desvelos!
No quieran, Leonor, los cielos,
Que te los causen a ti».


Comedia antigua.                


«Hacia la parte oriental (de Madrid) luego en saliendo de las casas sobre una altura que se hace, hay un suntuosísimo monesterio de frailes Hierónimos con aposentamientos y cuartos para recibimientos y hospedería de reyes, con una hermosísima y muy grande huerta. Entre las casas y este monesterio hay, a la mano izquierda en saliendo del pueblo, una grande y hermosísima alameda; puestos los álamos en tres órdenes que hacen dos calles muy anchas y muy largas, con cuatro o seis fuentes hermosísimas y de lindísima agua, a trechos puestas por la una calle, y por la otra muchos rosales entretejidos a los pies de los árboles por toda la carrera. Aquí en esta alameda hay un estanque de agua que ayuda mucho a la grande hermosura y recreación de la alameda. A la otra mano derecha del mismo monesterio, saliendo de las casas, hay otra alameda también muy apacible, con dos órdenes de árboles que hacen una calle muy larga hasta salir del camino que llaman de Atocha. Tiene esta alameda sus regueros de agua, y en gran parte se va arrimando por la una parte a unas huertas. Llaman a estas alamedas el Prado de San Hierónimo, donde de invierno al sol, y de verano a gozar de la frescura, es cosa muy de ver, y de mucha recreación la multitud de gente que sale de bizarrísimas damas, de bien dispuestos caballos, y de muchos señores y señoras principales en coches y carrozas. Aquí se goza con gran deleite y gusto de la frescura del viento todas las tardes y noches del estío, y de muchas buenas músicas, sin daños, perjuicios ni deshonestidades, por el buen cuidado y diligencia de los alcaldes de la corte».

He aquí una pintura del Prado de Madrid hecha en el siglo XVI, y consignada en un librote nuevo de puro viejo, que, como varias personas, no tienen otra recomendación que los muchos años que sobre sí cuenta. ¿Qué diría el autor (maestro Pedro de Medina) si levantara la cabeza y fuérale permitido dar ahora un paseo desde la puerta de Recoletos hasta el convento de Atocha? -Diría... ¡qué había de decir! que el mundo se rejuvenece como cabeza de setentona con los específicos del doctor Oñez, y que lo que ayer era blanco, suele aparecer prieto al siguiente día.

Por lo demás, si tales alabanzas prodigaba al Prado, cuando lo desigual e inculto de su inmundo término, lo espeso de sus matorrales, la oscuridad de sus revueltas, el inmenso arroyo que corría por toda su extensión, y demás circunstancias que le afeaban, hacía olvidar tal cual trozo más bello que de trecho en trecho pudiera amenizarle, ¿qué diría, vuelvo a repetir, si le atravesase hoy en toda su extensión de cerca de media legua, marchando siempre por una superficie plana y sólida, diestramente compartida en magníficas calles de árboles, cuyas ramas se entrelazan formando una bóveda encantadora? ¿Qué al contemplar en toda su extensión ocho primorosas fuentes, entre ellas la de la Alcachofa, Neptuno, Apolo y Cibeles, cuya excelente ejecución honra la memoria de los artistas españoles? ¿Qué del lindísimo Jardín Botánico, de la elegante perspectiva del Museo, del gracioso peristilo de la Real Platería, de las magníficas calles que desembocan en el paseo, y de tantos objetos, en fin, como constituyen su actual hermosura?

Verdad es que en aquellos siglos de valor y de galantería el amor embellecía, como en éstos, los sitios más ásperos y escabrosos, pues aunque el festivo Lope de Vega, en un momento de mal humor, se dejó decir:


    «Los prados en que pasean
Son y serán celebrados;
Bien hacéis en hacer prados,
Pues hay hiel, para quien sean»,

el mismo Tirso de Molina, Calderón, Moreto y demás poetas de su tiempo, se esmeraron en encomiarle a porfía con las descripciones más interesantes y románticas. Así que el Prado desde aquel tiempo ha seguido ocupando un lugar privilegiado en las comedias y novelas españolas.

¡Quién no tiene en la memoria aquellas escenas interesantes, aquellas damas tapadas, que a hurtadillas de sus padres y hermanos venían a este sitio al acecho de cuál o cuál galán perdedizo, o bien que se le encontraban allí sin buscarle! ¡Quién no cree ver a éstos tan valientes, tan pundonorosos, tan comedidos con la dama, tan altaneros con el rival! ¡Aquellas criadas malignas y revoltosas, aquellos escuderos socarrones, en fin, que el actor Cubas nos representa tan al vivo en el teatro! -Qué es el escuchar en estas ingeniosísimas comedias (únicas historias de las costumbres de su tiempo) aquellos levantados razonamientos, aquellas intrigas galantes, aquella metafísica amorosa, que no sólo estaba en la mente de los autores, pues que el público la aplaudía y ensalzaba como pintura fiel de la sociedad y espejo de sus acciones! ¡Qué gratas memorias no deberían acompañar a este Prado que todos los poetas se apropiaban como suyo! Pero al mismo tiempo, ¡qué de venganzas, qué de intrigas, qué de traiciones no cubrieron también su suelo! Con efecto; su fragosidad, las circunstancias políticas y la inmediación ala corte del Retiro, llegaron a darle en los últimos reinados de la casa de Austria una celebridad casi funesta.

Por fortuna, en el estado actual de nuestras costumbres el Prado sólo ha conservado la parte galante. Las damas, no ya encubiertas, sino ostentando todo el encanto de sus amables atractivos, vienen periódicamente todas las tardes a este delicioso sitio, seguras de hallar en él al galán o galanes, objeto u objetos de sus suspiros; la reunión de la parte más visible del pueblo, y la franqueza que da la costumbre de verse en él, hacen a este paseo la primera tertulia de Madrid.

Figurémonos verle en una de las apacibles tardes del verano, cuando ya pasada la hora de la siesta, regado durante ella, y refrescado además con las exhalaciones de los árboles y las fuentes, empieza a ser el punto de reunión general. Sea en aquel momento en que la multitud, abandonando las calles estrechas del lado de San Fermín, y las de Atocha, las del Jardín Botánico y las del paseo de Recoletos, viene a refluir en el gran salón, centro de todo el Prado. Situémonos para el efecto de la perspectiva en la entrada de dicho Salón por delante de la fuente de Neptuno; a la derecha tendremos la calle destinada a los coches, que corre a lo largo de todo el paseo. Mirarémosla henchida de carruajes de todas formas, de todos tiempos y de todos gustos, que desfilan en vuelta pausadamente, dejando en el medio espacio para los coches de la familia real, a cuyo paso todos paran y saludan con respeto.

Esta parte del paseo tiene un carácter de originalidad peculiar del país y de la época, y que revela la confusa mezcla de nuestras costumbres antiguas con las imitadas de los países extranjeros; v. gr.: Detrás de un elegante tilbury, que Londres o Bruselas produjo, y que rige su mismo dueño desde un elevado asiento, conduciendo pacíficamente al lacayo, sentado una cuarta más abajo, viene arrastrando con dificultad un cajón semi-oval y verdi-negro, a quien el maestro Medina podría muy bien llamar carroza en el siglo XVI, y en el XIX llamamos simón, verdadero anacronismo ambulante. Síguele en pos linda carretela abierta charolada y refulgente, con sendas armaduras en los costados y letras doradas en el pescante; hermosas damas elegantemente ataviadas a la francesa con sombreros y plumas ocupan el centro; el cochero, de gran librea, obliga con pena a los briosos caballos a seguir el paso del furgón que va delante, y dobles lacayos con bellos uniformes, bandas y plumeros, coronan aquella brillante máquina. Inmediato a ella sigue un coche cerrado, conducido por pacientes mulas que duermen al paso, permitiendo también gozar de las dulzuras de Morfeo al cochero, al lacayo y al señor mayor que va dentro; no lejos de él pasa el modesto cabriolé que la bondad marital de un médico dispensó aquella tarde a su esposa; ni falta tampoco almagrado y extraño coche de camino con grandes faroles, y ataviado a la calesera; ni berlina redonda con soberbios caballos andaluces, que comprometen la pública prosopopeya; por último, unos de grado y otros por fuerza, todos se sujetan al carril trazado desde la entrada del paseo por la fuente de Cibeles hasta la puerta de Atocha, y en el mismo, aunque por entre las filas de coches, lucen su gallardía los elegantes jinetes, quiénes solos, quiénes acompañados de damas que ostentan su bizarría dominando un fogoso alazán.

Inmediato a ese paseo, mírase una estrecha calle, que formaría parte del salón principal, sólo interrumpida por la fila de bancos de piedra, si el buen tono no hubiera hecho en ella una división más sensible. Como los carruajes van despacio, y los elegantes que no tienen coche tomarían muy a mal el ser confundidos con la multitud, eligieron este pequeño recinto como el punto más a propósito para conservar cierta correspondencia con la sublime sociedad que se pasea sentada, y aun a despecho del olor ingrato de las mulas y caballos, y del polvo que ellos y los carruajes levantan, todo lo más notable del paseo se extracta aquí: no sin graves apreturas, encontrones, distracciones y contorsiones. Cierran con los bancos este recinto multitud de sillas, ocupadas todas mediante el modesto rédito de ocho maravedís, que es al poco más o menos el valor del capital. La extensión del paseo proporciona la ventaja de volverse a encontrar varias veces durante la tarde, con un período, ni tan corto que fatigue, ni tan largo que enoje o haga olvidar.

¡Qué campo tan fecundo para el observador! Sentado en una silla, cruzados los pies sobre otra, los anteojos sobre la nariz, y el bastón bajo la barba, si se inclina al lado de las fuentes en la parte principal del salón, mira desfilar delante de él la inmensa multitud; por poca que sea su penetración, muy luego descubre las intriguillas amorosas, sorprende las furtivas miradas de las niñas, las sonrisas de inteligencia de los mozos; marca los saludos expresivos; nota en los semblantes de las madres los diversos síntomas de la vanidad, del cariño maternal o del desprecio; tiembla al contemplar la imprudente seguridad del padre, que entretenido por el travieso niño, se distrae con él, mientras que su hermanita acaba de recibir un billete que un apuesto mancebo resbala en su mano; sorprende las expresiones de doble sentido y las que se dicen al paso mirando a otro lado; está en antecedentes respecto al juego de pañuelos y al lenguaje del abanico, y nada, en fin, se escapa a su vista penetrante y escudriñadora.

Si girando sobre su silla (con cuidado por supuesto, para que no se destruya tan débil máquina con notable desmán del caballero contemplativo) vuelve la vista al estrecho y elegante recinto, advierte la misma escena, aunque más mímicamente representada. -Mira a los elegantes rigoristas, afectando en su traje, en sus modales y en su habla las costumbres extranjeras; obsérvalos andar tortuosamente y sin dirección fija, ora arrimándose a los coches para ver pasar uno y recibir la grata sonrisa de alguna hermosa dama, ora volviendo rápidamente cerca de los bancos para asistir al paso de otra con quien aparecen en cierta inteligencia; hablar alto, formar corro, acompañar entre sí un momento a éstas, y dejarlas rápidamente para dar media vuelta en sentido inverso siguiendo a otras.

Todas éstas y más mudanzas habían hecho una tarde el caballero Don-Tal y el caballero Don-Cual, sujetos ambos cuya fama se extiende desde la Puerta del Sol hasta la Red de San Luis, desde el Salón del Prado hasta el teatro del Príncipe; miran pasar un elegante landó, corren precipitadamente a situarse en paraje conveniente, mientras que una hermosa joven baja acompañada de un caballero de edad; síguenla de cerca, y entablan en francés el diálogo siguiente:

Ce mari, mon cher, est un homme bien original... toujours auprès de sa femme.

- Cela t'etonne?... Un chevalier du quinziéme siècle.

- Epoux d'une elégante du dixneuvième.

-Que veux tu, mon cher? ces vieux maris dissent que le cœur ne viellit pas.

- Oui... et leurs petites femmes... hein? (con sonrisa irónica).

-Chut, mon cher, notre homme peut nous entendre.

-Bah! Tu oublies que de son temps n'apprennait en Espagne que notre pauvre langue! Car, je conviens, nos ayeux etaint des sottes gens!

-Cependant, malgré nos avantages modernes, Madame fait la creulle... Elle ne te regarde pas, mon cher...

-Elle m'adore cependant, car elle rit toujours lors qu'elle, me voit... oui, mon cher, elle rit.

-Bravo, mon cher, bravo; c'est bon signe».

A este punto pasó un quídam del lado de la pareja marital, y habiéndola saludado le cogió el esposo del brazo y siguieron andando; viendo el recién venido que ambos consortes iban riendo, no pudo menos de preguntarles la causa, y el marido con suma cachaza lo dijo en voz alta:

-Amigo, no puede V. figurarse lo que me voy divirtiendo con esos tontos de extranjeros que vienen detrás.

-(Diable, dijo uno de los dos. -Tais toi; replicó el otro.)

-Porque han pasado y repasado mil veces por delante para ver a mi mujer; vuelven, se paran, y hacen, en fin, más mudanzas que los danzantes que suelen ir delante de las procesiones.

-Pero habla V. bajo, que lo van a comprender.

-¡Qué han de comprender! Si no saben el español; nada; impunemente puedo decir que son unos majaderos.

(La esposa en este momento estrechó el brazo de su marido, como temiendo que ellos lo entendiesen.)

-No tengas miedo. ¿Te parece que esos tontos se habían de ocupar en aprender el español? Nada menos que eso. En su tiempo no se aprende tal lengua.

-Es que, replicó el amigo, pudieran ser españoles, y acaso me atrevería a apostarlo, pues en sus modales echo de ver más caricatura que carácter francés.

-¡Cómo es posible que lo sean? ¿No va usted que no entienden lo que digo?

-Cierto, que eso me hace dudar...

(Durante esta conversación, ellos, haciendo los indiferentes, siguieron hablando de cosas generales, siempre en francés, sin darse por notificados del contenido diálogo.)

Cerca ya de anochecer, subieron en su coche los consortes y salieron del Prado. Inmediatamente corrieron casi a escape por la Carrera de San Jerónimo los dos elegantes ambiguos, siguiendo el coche; pero el cochero (a quien sin duda habían descuidado aquella tarde) no les tenía consideración, pues sacudiendo los caballos, obligó a los de a pie a volar y sudar, hasta que convencidos de que con cuatro pies se va más lejos, y que ellos por la bondad del cielo no podían contar más que con dos cada uno, dieron media vuelta y regresaron al Prado, metiéndose por el medio del Salón.

Todo lo observaba yo desde la fuente de Neptuno, y no siéndome indiferente averiguar el final de sus aventuras, seguilos con disimulo, y pude escuchar su conversación. Por supuesto, era en español corriente, y por los nombres que mutuamente se dieron, no pude menos de conocer que eran en un todo originales. Hablaron largo rato de su aventura, rieron estrepitosamente, y después se lamentaron de que por haber paseado del lado de allá habían faltado a la ella con ciertas chicas que les habrían estado esperando del lado acá.

-Ya ves -decía el uno, durante la fuerza de la tarde-, ya conoces que sería muy plebeyo pasear a este lado.

-Es verdad, y aunque acaso nos hubiera traído más cuenta...

-Sí, pero tú debes decirlas que hasta el anochecer no nos esperen.

-Cierto que ya al anochecer es distinto, porque al cabo esta es una intriguilla de tercer orden, y como si dijéramos de entre sol y sombra.

En esto, una viejecilla con dos muchachas frescas y francas apretaron el paso detrás de ellos, y llegando bonitamente a su lado, les insinuaron con mucha suavidad la punta de un alfiler en cada brazo. -¡Ah! Fulanita, Zutanita, ¡son VV.! -Y desde este punto y hora, una conversación jovial y animada se entabló entre los cinco, mientras subían graciosamente interpolados por la calle de Alcalá. Pasaron (sin entrar) por el elegante café de Solís; dejaron a uno y otro lado los concurridos de la Aduana, los Dos Amigos, La Estrella, Buen Gusto, etc., y dieron fondo en uno de los ángulos del sombrío y emparrado patio del café de Europa, calle del Arenal, donde les dejaremos por ahora para descansar un rato.

(Junio de 1832)3




ArribaAbajoLas casas por dentro

Carta de un curioso provincial al curioso madrileño


«Señor Curioso, muy señor mío: desde que hallándome en esa capital empezó V. a publicar sus observaciones sobre las costumbres de Madrid, en el periódico titulado Cartas españolas, me incluí en el número de los suscritores a dicho periódico, lisonjeado por la idea de que, aun después de mi salida de ésa, refrescaría en mi servicio aun imaginación (con el auxilio de V.) aquellos cuadros que tantas veces habían herido mis sentidos. Otro servicio aún más importante me ha hecho V., cual es el de haberme relevado de la insoportable precisión de responder a tantas preguntas como al regresar de mis correrías me hacían siempre mi mujer, mis hijos y mis amigos; precisión a la verdad más dura que lo que parece; pues ya sabe usted que el hacer descripciones no es para todos, y más si han de reunir las circunstancias de verdad, chiste e interés. Así es que vi el cielo abierto con la oferta de usted, y desde entonces, cuando alguno me importuna con sus dudas sobre tal o cual objeto de la corte, siempre le remito al momento en que a V. se le ponga en las mientes hablar de él.

»Pero es el caso, señor Parlante, que como quiera que es más fácil preguntar qué responder, casi siempre me encuentro atrasado de contestaciones con estas gentes, y Dios sabe lo que V. me hace penar hasta que llega la suya. Pero llega, y entonces es el pavonearme yo, reunir la asamblea, desplegar majestuosamente el papel, correr la vista en silencio por las primeras líneas, sonreírme un tanto, gozándome en la impaciencia de mis oyentes, y empezar en fin mi lectura con todo el énfasis de un poeta novel.

»Mas la exigencia de los demandantes rara vez se da por satisfecha con la ración que V. nos concede; quisieran ellos en pocos momentos ponerse al corriente de lo que sin duda habrá costado a V. muchos años de observación; y si bien esta ansiedad me parece injusta e irreflexiva, no dejo, sin embargo, alguna vez de convenir con ellos en ciertos extremos.

»Por ejemplo, no pudo menos de hacerme fuerza la reflexión de una de mis niñas, que decía días pasados: -¿Por qué ese señor Curioso casi siempre nos habla de los objetos públicos, como calles y paseos, y nada nos ha dicho aún del interior de las casas? Pues qué, ¿nada hay que decir de ellas en Madrid? -Calla, niña (la contesté yo), que todo se andará si el palo no se rompe, y trazas lleva el tal señor de no dejarlo tan pronto. -Mas si bien es cierto que la hice callar, no así calló mi imaginativa, que me inclinó a pensar que la chica podría tener razón, y que si en lo sucesivo habíamos de juzgar con acierto de los dramas íntimos que nos presente en sus cuadros familiares, era indispensable ante todas cosas hacernos tomar conocimiento exacto del lugar de la escena.

»Fue tanta la fuerza que me hizo esa consideración, que me determiné a escribirle a V., y para más empeñarlo en mi objeto (y sin que sea visto querer introducirme en su terreno), me ha parecido conveniente hacerle una ligera descripción de la casa en que yo viví en Madrid por si en ella encuentra alguna o algunas circunstancias que pueden aplicarse cómodamente a las demás.

»Pero antes de dar principio a mi bosquejo, será bien enterar a V. de que mi marcha a Madrid fue convidado por los veraces ofrecimientos de un antiguo amigo, sujeto de consideración en la corte, el cual exigió de mí la circunstancia de haber de habitar en su casa, con el objeto de no apartarnos un punto en mis correrías por el pueblo; la posición social de mi amigo, y sus más que medianas facultades, me convencieron de que sus ofertas no le serían molestas, y acepté el convite.

»Di fondo en una de las cinco grandes calles que desembocan en la famosa Puerta del Sol, y delante de un longísimo caserón. La multitud de sus balcones y ventanas; la elegancia de su pintura, aún reciente, y las demás circunstancias que constituían su adorno exterior, me afirmaron en la idea de que iba a habitar en un palacio y en el seno de las comodidades; pero puse el pie en el portal y desapareció la ilusión, echando de ver, por mi desgracia, que éste era el primer petardo que se me ofrecía en Madrid.

»Por de pronto, el tal portal era medianamente estrecho, oscuro y prolongado, y la mitad de su espacio hallábase acotado por un remendón de zapatos, que a falta de portero, ejercitaba no mal el oficio de despertador; la otra mitad se hallaba interrumpida por el doble y repugnante depósito indispensable en los portales de la corte; por manera que para ganar la escalera era forzoso atravesar entre ambos escollos; es verdad que, en logrando pillar ésta, ya podía uno olvidarse de aquéllos, para ocuparse exclusivamente en las revueltas, desniveles y tortuosidades de tan ingeniosa arquitectura; sólo tenía una contra tan prolijo examen, y era que si por casualidad se oían resonar en la parte más alta las rotundas pisadas del aguador asturiano, no había más remedio que volver a bajar, o hacer que él volviese a subir, por la imposibilidad de hallar paso simultáneo. El adorno de tan magnífica escalinata era correspondiente, y consistía en una barandilla de hierro, enemiga natural de todo guante de color; unas ventanas que daban a un patio, cubiertas con vidrios verduscos y ennegrecidos por las moscas (a excepción, empero, de algunos más claros que los de Venecia, por donde se trasmitía, no sólo la luz, sino el aire y el agua), y en lo alto de toda la fábrica, un tragaluz, que propiamente se la tragaba, y aun también a una numerosa cohorte de bichos centípedos que habitaban aquellas regiones.

»Delante de la meseta principal, un vaso de vidrio, enclavado cerca de una ventanilla, prestaba su escasa luz durante las primeras horas de la noche. Por último, en cada descanso había dos o tres o más puertas que indicaban otras tantas habitaciones separadas, y al lado de cada una colgaba un pedazo de cordel, un hilo de alambre o una cadena tosca de hierro para llamar. Exceptúanse, sin embargo, algunas puertas del piso tercero, donde, sin necesidad de llamar, solían abrir al menor ruido de botas.

»Mi amigo, según pude averiguar a duras penas, ocupaba una de las habitaciones principales. No puedo negar a V. que la primera vista de ella me causó mucha extrañeza, no acertando a encontrar la más mínima analogía entre las circunstancias del sujeto y las de la habitación; pero poco a poco me fui convenciendo de que todo consiste en los nombres de las cosas más que en las cosas mismas, y que tal podría yo tomar por estrecha y mezquina venta, que no fuese sino espléndido y cómodo castillo.

»Después de una antesala, que por lo breve podría pasar por esdrújulo, se entraba en el gran salón, que consistía en un cuadri no más longo que de unos veinte pies por quince de ancho. Compartían la pared de fachada dos balcones, dejando en el medio un espacio suficiente para un espejo, una mesa con un reloj y dos quinqués. La pintura de toda la sala era sencilla, de color caña, interrumpida en las esquinas por fajas de otros colores, un sofá, una docena de sillas, cuatro chucherías en las rinconeras, seis vistas de la Suiza en sendos marcos de caoba, una modesta lámpara pendiente del techo, y un velador colocado debajo concluían el adorno del salón principal; el gabinete inmediato jugaba por el mismo estilo, si bien ostentaba dos muebles más, a saber, el indispensable brasero y una jaula dorada cerca del balcón. La alcoba principal no tenía más relieve que la cama lisa, llana y limpia de colgaduras y garambainas. Pasábase después a unos dormitorios a guisa de camarotes de fragata, tan espaciosos, que el durmiente podía muy bien formarse una perfecta idea de su última mansión. En seguida me ostentó mi amigo sus galerías, que eran dos corredores, cuyas inevitables paredes se iban desgastando en los codos de los transeúntes. Éstas estaban adornadas con colecciones muy entretenidas de mapas de las provincias de Valaquia y Moldavia.

»También tenemos aquí nuestro jardín» -(me dijo, asomándome a un estrecho patio, donde campeaban hasta unos ocho tiestos, y cuya elevada altura, cruzada en todas direcciones de cuerdas llenas de ropas puestas a secar, le daban cierta semejanza al interior de un buque empavesado). Luego me llevó al comedor; verdad es que entonces estaba haciendo de sala de baño; después me mostró su estudio, cuyas vistas agradables sobre un tejadillo le hacían muy a propósito para el caso. -¿Y el tocador de tu esposa? le dije yo. -Ya le hemos dejado adelante, en aquella pieza donde tengo mi biblioteca. -¿También ésa? -También ésa. -En efecto; luego pasamos por la biblioteca, y vi sobre una mesa dos legajos de Diarios de Avisos, una Guía de forasteros, un calendario, un tomo cuarto del Quijote, y una novela sentimental, que el maestro de baile había prestado a la señorita. -Por último, vimos la cocina, que era ancha como cañón de chimenea y tan clara como las Soledades de Góngora; no tengo necesidad de advertir que se hallaba adicionada con el estrecho recinto que más lejos de ella debía colocarse, porque ya se sabe que ésta es circunstancia indispensable en las cocinas de Madrid. Desde allí se pasaba a una despensa, lo suficientemente húmeda para prestar cierto saborete a todos los bastimentos en ella apiñados; y, por último, se bajaba a los sótanos y bodegas, cuya extensión era tal, que había que mirarlos desde la escalera siempre que estaban surtidos de un carro de carbón o de dos arrobas de vino.

»Tal, amigo mio, era la habitación principal de esta casa; juzgue V. ahora de las demás. Pues siendo cual era, tenía dos tiendas, y en ellas vivían un sombrerero y un ebanista; el zapatero del portal dormía en un chiribitil de la escalera; un diestro de esgrima en el entresuelo; un empleado y un comerciante en los principales; un maestro de escuela y un sastre en los segundos; una ama de huéspedes, una modista y una planchadora en los terceros; un músico de regimiento, un grabador, un traductor de comedias y dos viudas ocupaban las buhardillas, y hasta en un desvancillo que caía sobre éstas había encontrado su asiento un matemático, que llevaba publicadas varias observaciones sobre las principales alturas del globo.

»Por lo que a mí toca, bien pronto empecé a suspirar por las comodidades a que estaba acostumbrado, y así es que a los dos meses abandoné aquella mansión y volví esta provincia; pero júrole a V. que no pude hacerlo sin notable deterioro de mis sentidos; pues gracias a la escasa luz que el patio empavesado nos suministraba, perdí algunos grados de vista; mi olfato llegó casi a neutralizarse con las continuas exhalaciones de los pozos, albañales, comunes y vertederos de la tal casa; por una consecuencia inmediata vino a resentirse el gusto, que siempre tuve delicado; el oído perdió su natural fineza con la bataola del zapatero, del ebanista, del esgrimidor, de los chicos de la escuela y del músico, sólo el tacto llegó a sutilizárseme hasta un punto tal, que atajaba en su camino en el punto y hora que quería a las antropófagas chinches que paseaban mi persona en aquellas fementidas alcobas durante la hora de la siesta.

»He aquí, curiosísimo señor, la pintura fiel de mi habitación en Madrid; ignoro si las demás (hablo tan sólo de las de la clase media) se le parecen, y en este caso no puedo menos de compadecer a ustedes, porque pagan aprecio de oro tantas inconveniencias, mientras aquí disfrutamos habitaciones cómodas y aun regaladas por lo que ahí cuesta una buhardilla. De todos modos, espero que me conteste para desengañarme, y que reconozca desde ahora uno de sus apasionados en -El Provinciano».

Y el Parlante, poco deseoso de decidir tamaña cuestión, deja por hoy a sus lectores la propiedad de inclinarse al partido que bien quieran, y al Provinciano la posesión de ejercitar su despiadada sátira contra las casas de Madrid.

(Julio de 1832)

NOTA. -Desde que se escribió este artículo en 1832 (hace casi medio siglo) ha cambiado el caserío de la capital, casi en su totalidad, de modo que ya afortunadamente puede decirse que carece de exactitud aquella pintura, que entonces tenía toda la que exige la verdad. -La reconstrucción de Madrid, que empezó tímidamente en 1821, a consecuencia de la creación de la importantísima Sociedad de Seguros Mutuos, y se desarrolló después con la desamortización de millares de fincas de manos muertas, tomó un crecido vuelo en 1845, hasta el punto de renovar por completo calles, barrios, distritos enteros, como los de la plaza de Oriente, el Barquillo, el Congreso, la Puerta del Sol y calles adyacentes, y dirigidas las obras nuevas por inteligentes arquitectos, las realizaron con otro gusto y hasta con magnificencia y esplendidez, verificándose una completa revolución en esta parte de nuestras costumbres. -Hoy, siguiendo el progreso de las artes y la aplicación a esta industria de los grandes capitales, no sólo ha desaparecido casi del todo el antiguo caserío, y sustituido por otro más cómodo, elegante y de mejor aspecto, sino que con la duplicación, por lo menos, de la actual población de Madrid, se ha ensanchado su perímetro en más de una mitad, formando los barrios nuevos y hasta magníficos de Recoletos, Salamanca, la Castellana, Chamberí, Pozas, Argüelles, etc., y haciendo caducar con esta transformación mi antiguo «MANUAL DESCRIPTIVO», 1831-1844, reduciéndole a ser un documento histórico, tan retrospectivo, o poco menos, que mi otro libro «EL ANTIGUO MADRID».