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Ramón López Velarde

Biografía de Ramón López Velarde

Por Alfonso García Morales
(Universidad de Sevilla)

Julio Romero de Torres, Ángeles y Fuensanta (1909) Ya se ha dicho que desde 1908 empezó a hablar de «Fuensanta». Sobre el origen de este sobrenombre poético los estudiosos han propuesto hipótesis diversas, no concluyentes, señalando heroínas homónimas que aparecen en literatos mexicanos y españoles del posromanticismo y modernismo, hoy olvidados pero que López Velarde pudo conocer: Rubén M. Campos, Fernández Grilo, Eduardo Symonds y hasta el «Nobel» Echegaray. A estas coincidencias Octavio Paz sumó otra: el cuadro «Ángeles y Fuensanta» (1909) del andaluz Julio Romero de Torres, cuya pintura simbolista, atávica y provinciana, abrasada de erotismo y misticismo, López Velarde y Saturnino Herrán habrían visto en reproducciones. En realidad Fuensanta es un nombre de pila tradicional que López Velarde debió elegir simplemente por su motivación religiosa. Por la virtud del nombre la Josefa de los Ríos real se transfiguró e identificó con una imagen: la de la mujer espiritual que, a partir del modelo primigenio de la Virgen María, atraviesa la cultura occidental. Saturnino Herrán, Autorretrato con calavera (ca. 1918) La Fuensanta de López Velarde presenta, como señaló Octavio Paz, rasgos de aquella «Dama de la Tradición» que hace su aparición con el amor cortés y la poesía provenzal, y que tiene sus mayores representantes en la Beatriz de Dante y la Laura de Petrarca. Con ellas comparte el nombre secreto o simbólico (la cifra o senhal occitano), la inaccesibilidad por prohibición, lejanía o muerte, la idealización y la fidelidad absoluta del amante, y su función como guía espiritual, ángel custodio o mediadora celeste. Además, añadió Paz basándose en Denis de Rougemont, esta concepción del amor y de la mujer se corresponde con la cosmovisión maniquea, una de las tentaciones heréticas que radican en el corazón dualista del cristianismo. Ahora bien, a partir del siglo XIX, con la secularización y con la incipiente pero imparable liberación de la mujer, esta imagen tradicional masculina comienza a desmoronarse. Incluso cuando parece apuntalarse es por el hecho mismo de amenazar ruina. Así ocurre con Fuensanta, a la que López Velarde convierte en un mito personal en el que proyectar sus arraigados pero tambaleantes sentimientos hacia la mujer, la provincia y el catolicismo tradicionales. Su amor se confunde con la religiosidad y ambos con el temor y el deseo de la muerte. Cada uno de sus tres poemarios, y los tres en conjunto, cuentan una historia imaginaria de amor que presenta, simultánea y sucesivamente, devoción, profanación y necrofilia. Fuensanta, la novia siempre lejana, suspirante, agonizante de La sangre devota, muere en el primer poema de Zozobra, pero no desaparece, permanece como ausencia y termina resucitando en los poemas postreros del póstumo El son del corazón. En esta parábola interior resuenan relatos e imágenes del gran código bíblico y del catecismo: la expulsión del paraíso, el hijo pródigo, la boda del prometido y la esposa. Desde el comienzo López Velarde sabe que su sueño de inocencia -la boda con Fuensanta, el regreso a la provincia, la regresión a la infancia- es imposible, y decide proyectarlo en un más allá cada vez más lejano y definitivo. Sólo en la muerte, con el cese de la con-ciencia diabólica (diábolos: el que separa), el hombre caído y dividido deja de ser dos y de estar solo, recobra la ino-cencia paradisiaca y se reintegra en la unidad divina.

Escritores y artistas mexicanos en el primer aniversario de la Colección Cvltvra, 15 de agosto de 1917 Los poemas más tempranos de La sangre devota, de un romanticismo convencional y galante, con atisbos modernistas aprendidos de Nervo, constituyen una ofrenda lírica destinada a honrar y consolar fúnebremente a Fuensanta. «Amada, es primavera», «Mientras muere la tarde», «Ofrenda romántica», «Canonización», «Pobrecilla sonámbula» o «Hermana, hazme llorar», la presentan aureolada con los atributos de la mujer sublime y frágil, como virgen, novicia, madre o hermana. Su espiritualidad, postración, inmovilidad y sueño la aproximan hasta casi asimilarla a un cadáver. La idolatría por La Dama es también el culto oculto por La Muerta; la mitificación de la mujer tiene un revés de compasión y de inconfesado miedo misógino. «Viaje al terruño» y «Poema de vejez y de amor» plantean la fantasía del regreso y de las nupcias incruentas de los amantes en la tumba: en connubio sin mácula yacentes;/ una pareja fallecida en flor, carne difunta, espíritus en vela», «dos sombras adormidas/ en el tálamo estéril de una santa.

Ramón López Velarde y Enrique Fernández LedesmaEn los poemas más tardíos y valiosos del libro López Velarde contempla su propia veneración por Fuensanta y por la provincia desde el escenario de la metrópoli y desde una actitud más distante e incisiva. En «Me estás vedada tú», «¿Qué será lo que espero?» y «En las tinieblas húmedas...», Fuensanta se vuelve un recuerdo inerme y desvalido, un enigma y una culpa cada vez más inexplicables:

En las alas oscuras de la racha cortante
me das, al mismo tiempo, una pena y un goce:
algo como la helada virtud de un seno blando,
algo en que se confunden el cordial refrigerio
y el glacial desamparo de un lecho de doncella.

López Velarde perfila con autoironía su propio personaje, la figura esquiva, entre desafiante y exculpatoria, de quien se adelanta a confesar sus debilidades antes de ser acusado: antiguo seminarista y reaccionario, sacristán fallido, pecador aferrado a la superstición del pasado, pobre diablo, donjuán chusco, sentimental y cómico, soñador destinado a caer una y otra vez en las acechanzas de la ciudad, a zozobrar «En el piélago veleidoso»:

Entré a la vasta veleidad del piélago
con humos de pirata...
Y me sentía ya un poco delfín
y veía la plata
de los flancos de la última sirena,
cuando mi devaneo
anacrónico viose reducido
a un amago humillante de mareo.

Una autorrepresentación más moderna de lo usual entre románticos y modernistas, un yo poético antiheroico pero que no llega al extremo del payaso ni del cínico, pues es capaz de perderlo todo menos la dignidad y la fe.

El aprendizaje de López Velarde durante la elaboración de La sangre devota podría ejemplificarse en «Mi prima Águeda», probablemente la mejor y más antologada composición del libro, síntesis personal de la corriente de modernismo provinciano e ironía sentimental propia del posmodernismo. Recrea el azoro del yo adolescente y pueblerino ante las visitas de la prima Águeda, y convierte a Eros y Tánatos en presencias familiares:

Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.

Imagen de la patrona, la Virgen de la Soledad del Santuario de Jerez López Velarde siempre termina poniéndose serio y para cerrar La sangre devota elige dos poemas cargados de añoranza y culpa. En «A la patrona de mi pueblo» se presenta volviendo arrepentido a Jerez, al Santuario de Nuestra Señora de la Soledad, ante cuyo altar debió haberse celebrado su boda: Señora: llego a Ti/ desde las tenebrosas anarquías/ del pensamiento y la conducta. Pero no es una vuelta definitiva, es sólo una visita y se despide con un doble ruego a la Virgen: que conforte a Fuensanta, quien permanecerá en el pueblo abdicando de la vida, y que a él le conceda regresar en el último suspiro, después de haber conocido el otro lado del paraíso. «Y pensar que pudimos» es una fantasía y un lamento sobre lo que hubiera sido su vida en común con Fuensanta. El hijo pródigo sigue atrapado entre nostalgias inversas, soñando con quedarse y también con partir.

Portada de Poetas Nuevos de México. Antología con noticias biográficas, críticas y bibliográficas, México, Ediciones Porrúa, 1916 Los críticos de la época saludaron La sangre devota como la introducción en la poesía mexicana de la temática provinciana. Hubo quien señaló que, en su sencillez, López Velarde apuntaba extrañas y difíciles maneras «lugonianas». Y Julio Torri llegó a vaticinar: López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue de ayer, Manuel José Othón. Poco después Genaro Estrada lo incluyó en Poetas nuevos de México (1916), la importante antología histórico-crítica que sirve de broche al modernismo de ese país, con varios poemas de La sangre devota y con los dos que figurarían al frente del siguiente libro, ya en preparación, Zozobra: «Hoy como nunca», inspirado en la agonía de Josefa de los Ríos, quien se había refugiado muy enferma en México, donde murió en mayo de 1917; y «Trasmútase mi alma», un reconocimiento de su nuevo amor por Margarita.

Licenciado Manuel Aguirre Berlanga, Secretario de Gobernación con Carranza, amigo del poeta En febrero de 1917 México estrenó una Constitución revolucionaria más nacionalista y radical en materia social y religiosa de lo que su propio impulsor Carranza hubiera deseado. Cuando en mayo éste tomó posesión como presidente tuvo que hacer grandes equilibrios para mantener la ley sin aplicarla, y así neutralizar las exigencias de obreros y campesinos, apaciguar a los Estados Unidos, que amenazaban con intervenir militarmente para defender sus intereses petrolíferos, y empezar a recuperar la nula confianza de la Iglesia. López Velarde entró a trabajar como secretario particular de Manuel Aguirre Berlanga, Secretario de Gobernación, que había sido su compañero en la Escuela de Leyes y en el Partido Antirreeleccionista de San Luis. Parecía que por fin el futuro empezaba a sonreírle. Entre marzo y julio codirigió con González Martínez y Efrén Rebolledo la revista de actualidad y literatura Pegaso. Eduardo J. Correa y los antiguos correligionarios en el Partido Católico lo veían como un oportunista vendido al enemigo jacobino. López Velarde simplemente intentaba sobrevivir, adaptándose sin renegar de sus convicciones, y deseando -como en el fondo el carrancismo en el gobierno y buena parte del episcopado- moderación y entendimiento entre la Iglesia y la Revolución. En este tiempo hizo alguna explícita declaración sobre la Guerra Europea, en la línea aliadófila de Pegaso; sobre política interna tuvo la prudencia de no volver a pronunciarse, pero en sus escritos siguió siempre defendiendo, más o menos entre líneas, que la esencia nacional de México, su único factor realmente unificador y capaz de resistir la temida absorción estadounidense era el catolicismo, la «médula guadalupana» de la patria.

Portada de la Revista Pegaso, México, 8 de marzo de 1917, tomo I, n.º 1 Anuncio de la película sobre las fiestas conmemorativas del XXV aniversario de la coronación de la Virgen de Guadalupe Esta moderación política contrasta con su creciente intransigencia artística. A partir de 1915 y de La sangre devota, López Velarde fue poniendo en sus poemas y prosas una osadía y una responsabilidad cada vez más acuciosas. Varias de estas prosas son verdaderas artes poéticas, en las que la poesía es concebida como una exploración espiritual y verbal, ardua y arriesgada. La titulada «La derrota de la palabra» asimila el acto creador a un combate a muerte con el lenguaje, y a un encuentro amoroso entre el poeta y su alma:

Oh alma, sibila inseparable, ya no sé dónde concluyes tú y dónde comienzo yo: somos dos vueltas de un mismo nudo fulgurante, de un mismo nudo de amor! [...] El alma finca sus delicias en trasmitirnos su confidencia; pero exige para ello una soledad y un silencio de alcoba. Yo anhelo expulsar de mí cualquiera palabra, cualquiera sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos.

«El predominio del silabario» se refiere a la tarea literaria como una consagración solitaria, no entendida por los más, a los episodios minuciosos e inadvertidos de la realidad de dentro y de fuera:

El roce de las ideas, el contacto con una vitrina de las piececillas desmontadas de un reloj, los pasos perdidos de la conciencia, el caer de un guante en un pozo metafísico.

En el citado «La corona y el cetro de Lugones» la modernidad impone al escritor la exigencia continua y extrema de repensar el lenguaje heredado y de repensarse a sí mismo:

El sistema poético hase convertido en sistema crítico. Quien sea incapaz de tomarse el pulso a sí mismo, no pasará de borrajear prosas de pamplina y versos de cáscara [...] Hemos perdido la inteligencia del lenguaje usual, y el Diccionario susurra.

La publicación de estas prosas y de los poemas destinados a Zozobra provocaron desconcierto. En el panorama literario mexicano, todavía aparentemente tan tranquilo y ajeno a las convulsiones históricas, la evolución de López Velarde se convirtió en motivo de discusión. Entre sus detractores estaban algunos jóvenes discípulos de González Martínez, continuadores de la tradición ateneísta, encabezados por Jaime Torres Bodet, que consideraban que al sencillo cantor de la provincia el éxito de su primer libro se le había subido a la cabeza, llevándolo a la extravagancia, el afán de asombrar y la oscuridad gratuita. En la revista San-ev-ank le dedicaron la parodia satírica «A las gatas anónimas de mi pueblo. Del libro en preparación Lo que sobra, original del autor de La sangre rebota». Si se recuerda el famoso motivo de los gatos en Las flores del mal, la burla está clara: López Velarde convertido en un Baudelaire payo, un dandy de pueblo. Salieron en su defensa escritores menos vinculados al Ateneo, entre ellos su amigo Tablada, que desde el exilio escribió:

Portada de Zozobra, México, Ediciones México Moderno, 1919 Después de La sangre devota López Velarde, que anuncia un nuevo libro, Zozobra, ha publicado algunas poesías bellísimas. Se acendra, depura su manera; se aparta del pasado y de la rutina a medida que avanza en su estética propia. La crítica lo tacha de oscuro y difícil, pero la crítica es posterior a la manifestación artística.

Zozobra se publicó a finales de 1919 en la editorial México Moderno. La palabra «zozobra» se refiere a los irresolubles conflictos entre el espíritu y la carne, la formación tradicional y la inquietud contemporánea, el ayer y el hoy, la infancia y la madurez, la seguridad y la libertad. Sintetiza las ecuaciones vitales con las que tantas veces el poeta, y tras él la crítica, intentaron descubrir y definir su personalidad contradictoria: sus conocidas fórmulas duales («la dualidad funesta», «la moral de la simetría», «la devoción católica y la brasa de Eros», «la lucha de la Arabia feliz con Galilea», «el León y la Virgen», «el vigor sensual y la atrofia cristiana», el clamor «pagano y nazareno», «ultramontano e islamita») y sus figuras de oscilación y suspensión (el péndulo, la balanza, la cuerda floja, el reloj y sobre todo el corazón). Pero el título también alude a las incertidumbres y sufrimientos causados por la Revolución. Y si se pone en relación con el modernismo mexicano, cabe entenderlo como el reverso de Serenidad (1914) de Amado Nervo, de quien López Velarde dijo que en sus últimos años, a fuerza de buscar la simplicidad, había terminado perdiendo la magia; incluso como una respuesta al maestro González Martínez, cuya previsible prédica de sosiego espiritual y poético nunca le cautivó.

Rafael López El contexto polémico en que se escribió Zozobra explica que apareciera precedido del soneto prólogo de Rafael López «A Ramón López Velarde», en el que se habla de su «audacia lírica», de su desafío «al solemne dios, el lugar común», de sus adjetivos que han enloquecido a la Academia, y de su equívoco personaje, entre beato y libertino, que tiene desorientadas a las mentes rutinarias: Imagino tu sensualidad de católico/ en la misa del Arte. Sutilmente diabólico/ distraes a los fieles/ con tu ambigua actitud.// Diácono que con manos perfumadas de sándalo,/ en tu cáliz elevas hostias rojas, escándalo/ de Sancho, que comulga lívido de inquietud.

López Velarde dio al libro cierto orden simbólico. Comienza con el citado «Hoy como nunca», su despedida luctuosa, eternamente prolongada y por ello no realmente efectiva a Fuensanta: No soy más que una nave de parroquia en penuria,/ nave en que se celebran eternos funerales,/ porque una lluvia terca no permite/ sacar el ataúd a las calles rurales; mi vida sólo es una prolongación de exequias/ bajo las cataratas enemigas. El duelo no cerrado deja a Fuensanta, su mundo y sus símbolos, insepultos. Sigue «Transmútase mi alma…», que a su vez abre el ciclo más numeroso de poemas, el inspirado en la «dama de la capital». Ésta, a diferencia de la pasiva y penumbrosa «dama de la provincia», es imaginada con metáforas vehementes, como «torbellino», «volcán» o «criatura solar» quemante y súbita, reveladora y cegadora. Representa el peligro y al mismo tiempo la oportunidad de escapar de Fuensanta y de asumir definitivamente la vida adulta. Pero la oportunidad se frustra. Según los testimonios biográficos, Margarita Quijano rechazó la petición de matrimonio por alguna razón: la decisión de quedarse soltera, la diferencia de edad o, tal vez, la diferencia social. El ciclo se cierra con «La lágrima». El poeta se instala en un dolor y una soledad casi voluptuosos, y añade a su personaje de perdedor la máscara del solterón que se complace en el sabor salado de la esterilidad y en la amargura por el hijo no tenido:

lágrima en que navegan sin pendones
los mástiles de las consternaciones;
lágrima con que quiso
mi gratitud salar el Paraíso;
lágrima mía, en ti me encerraría,
debajo de un deleite sepulcral,
como un vigía
en su salobre y mórbido fanal.

Rafael de Penagos, Tórtola Valencia (1915) Julio Ruelas, Mujer alacrán (1904) El protagonista lírico de Zozobra también se exhibe zarandeado por prototipos opuestos y bien conocidos de mujeres. De una parte entona panegíricos «A las jerezanas», esas «buenas mujeres y buenas cristianas» cuyo sacrificio al varón las destina -como no deja de reconocer con encomio y tal vez con terror- a acabar sus días «marchitas, locas o muertas»; «A las provincianas mártires» y «Las desterradas», sobre las paisanas víctimas y exiliadas de la guerra. De otra parte rinde homenajes a las bailarinas internacionales de gira por la capital (Antonia Mercé y Tórtola Valencia), Salomés que encarnan el poder sexual sobre el hombre. También proyecta su interior estrafalario en evocaciones provincianas, como «El viejo pozo», sobre el pozo del patio familiar, confidente de sus antiguos sueños ahora fracasados; y «Memorias del circo», en la que la «troupe» tragicómica del Circo Bell de la infancia vuelve a desfilar desacompasadamente hasta dejarlo ante el triste espejo del verso final: «en el viudo oscilar del trapecio». Es el mismo personaje que reconoce su violencia interior en la figura de un zezontle llevado prisionero a la ciudad, cuyo canto nocturno nace de un cruel celibato; y en las vírgenes rebeldes y sumisas, a las que dedica estos sorprendentes versos, probablemente inspirados en las mujeres escorpiones del dibujante Ruelas: «y las que en la renuncia llana y lisa/ de la tarde, salís a los balcones/ a que beban la brisa/ los sexos, cual sañudos escorpiones!».

Julio Ruelas, Implacable (1901) Zozobra contiene varios poemas del López Velarde más libre y exigente: «Mi corazón se amerita», «Tierra mojada», «El retorno maléfico», «El mendigo», «Hormigas», «Ánima adoratriz», «La última odalisca», «Todo». Poemas que fuerzan la estética modernista más allá del decorativismo fin de siglo y del costumbrismo provinciano; que hablan sobre la experiencia ávida, sobresaltada y dolorosa del mundo con un tono «trágicamente sacerdotal, mortalmente funambulesco»; que logran, mediante una combinación explosiva de «fósforo y sangre», la «plenitud cordial y reflexiva» en que «la intensidad de la vida coincide con la intensidad de la muerte».

Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara al día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
y al oírlo batir su cárcel, yo me anego
y me hundo en la ternura remordida de un padre
que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego.

Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Placer, amor, dolor... todo le es ultraje
y estimula su cruel carrera logarítmica,
sus ávidas mareas y su eterno oleaje.

Por momentos parece que el poeta, liberado, va a entregarse al misterio íntegro de la existencia, conmovido -como se dice en «Todo»- con la ignorancia de la nieve/ y la sabiduría del jacinto. Pero el miedo y la contrición pueden más, y el libro se repliega y cierra con «Humildemente». Otra vez el poeta imagina que, antes de morir, vuelve a Jerez para postrarse ante el Santísimo que pasa en procesión: Cuando me sobrevenga/ el cansancio del fin,/ me iré, como la grulla/ del refrán, a mi pueblo,/ a arrodillarme entre/ las rosas de la plaza,/ los aros de los niños/ y los flecos de seda de los tápalos. El hijo pródigo sueña que está de nuevo en casa del padre, que la virtud cristiana de la humildad vence al pecado de la soberbia, que el tiempo se anula y el Edén provinciano se restituye. Es el sueño del regreso a la inocencia que va a dictar los poemas más significativos -«La suave patria» y los nuevos poemas a Fuensanta- de sus difíciles años finales.

Ramón López Velarde a los 32 años, en uno de sus últimos retratos (1920) Las discusiones sobre el segundo estilo de López Velarde tuvieron como colofón la dura reseña que González Martínez en persona dedicó a Zozobra: El ansia de esquivar el cliché poético y de huir del lugar común, sirve de estímulo para echarse a buscar lo inesperado y, lo diremos de una vez, lo despatarrante.

López Velarde no se había recuperado aún de sus descalabros sentimentales y literarios, cuando vio llegar un terrible revés. En 1920 Carranza cometió el error fatal de querer desplazar al favorito a la sucesión presidencial, el general sonorense Álvaro Obregón, quien se sublevó con el ejército. López Velarde, adiestrado en el peligro, intentó alejarse obteniendo algún puesto diplomático (Antes de echar el ancla en el tesoro/ del amor postrimero, yo quisiera/ correr el mundo en fiebre de carrera,/ con juventud, y una pepita de oro/ en los rincones de mi faltriquera). Las discusiones sobre el segundo estilo de López Velarde tuvieron como colofón la dura reseña que González Martínez en persona dedicó a Zozobra: El ansia de esquivar el cliché poético y de huir del lugar común, sirve de estímulo para echarse a buscar lo inesperado y, lo diremos de una vez, lo despatarrante. Demasiado tarde. Los rebeldes acosaron la capital; el 7 de mayo el gobierno emprendió la huida a Veracruz en un gran convoy de trenes, y él tuvo que acompañar a su jefe Aguirre Berlanga, pero a los pocos kilómetros consiguió bajar y volver a pie a su casa. Dos semanas después se conoció la noticia del asesinato de Carranza. De nuevo se encontraba sin trabajo, sin dinero, absolutamente derrotado (Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma/ de todos los voraces ayunos pordioseros; estoy colgado en la infinita/ agilidad del éter, como/ de un hilo escuálido de seda...). Era imposible prever la serie de circunstancias históricas y personales que iban a conjuntarse en 1921, esa «hora oficial o astronómica» como él la llamó, para terminar dándole la vuelta a su situación y para provocar, irónicamente a destiempo, su inmediato triunfo póstumo y su conversión en el primer mito literario de la Revolución.

Obregón inauguró su presidencia apelando a la reconciliación y la reconstrucción nacionales. Aprovechó la buena racha de las exportaciones petrolíferas; los éxitos de imagen de la gran campaña educativa y cultural puesta en marcha por su ministro José Vasconcelos; y la existencia misma de un enemigo exterior, los Estados Unidos, que se negaban a reconocerlo pero que ya no pensaban seriamente en una intervención militar. También, aunque en principio no tenía interés en ello, la conmemoración del otro Centenario, el de la consumación de la Independencia, que había de celebrarse en septiembre, y al que decidió a imprimir un carácter mexicano, popular y revolucionario, que lo distinguiese del elitista, extranjerizante y derrochador Centenario de 1910. Pero sobre todo aprovechó la necesidad que los mexicanos, exhaustos por una década de guerra, tenían de creer de nuevo.

Portada de El Maestro: Revista de Cultura Nacional, México, n.º I, 1921 López Velarde había prometido no volver a ocupar el menor cargo público, pero la situación económica familiar se hizo insostenible. Sus amigos Pedro de Alba, Fernández Ledesma y Cravioto intercedieron ante Vasconcelos, que lo invitó a sumarse a la tarea intelectual de reconstrucción. Entró a dar clases de literatura en la Universidad y a colaborar en proyectos promovidos por la Secretaría de Educación. En México Moderno, la revista posdata del modernismo mexicano, publicó poemas y prosas destinadas a sus libros en preparación El son del corazón y El minutero respectivamente. Para el número inaugural de El Maestro, la revista cultural de la causa vasconcelista, reservó el ensayito «Novedad de la Patria»; y para el número tres, el poema «La Suave Patria». Fueron sus dos especiales contribuciones a la efemérides del Centenario, con los que logró salir airoso de un difícil trance: participar en el clima general de consenso y celebración sin traicionar sus convicciones personales y su dignidad literaria; decir una palabra pública de alegría y esperanza desde el duelo y el desencanto interior.

Primera página de «Novedad de la Patria» de Ramón López Velarde en El Maestro: Revista de Cultura Nacional «Novedad de la patria» puede leerse como un anticipo del poema. Frente al falso modelo porfirista, después de los sufrimientos de la Revolución, propone empezar a redescubrir -con amor, sin ira, con renovado entusiasmo e infinita prudencia- un México más auténtico:

El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una Patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado. Han sido precisos los años de sufrimiento para concebir una Patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa [...]; nuestro concepto de Patria es hoy hacia dentro [...], una Patria, no histórica ni política, sino íntima [...]. Hijos pródigos de una Patria que ni siquiera sabemos definir, empezamos a observarla.

Manuscrito de «La suave patria», página 1 (Versión definitiva) En el proemio de «La suave Patria» vuelve a justificarse (Yo que sólo canté de la exquisita/ partitura del íntimo decoro,/ alzo hoy la voz a la mitad del foro) y se compromete a no caer en los peligros del himno épico: Navegaré por las olas civiles/ con remos que no pesan; Diré con una épica sordina. Y en efecto, evita escrupulosamente la temática histórica y política, y el tono protocolario y altisonante. Reduce al silencio el panteón, amasado en sangre y lodo, de padres de la patria y de hazañas oficiales. Sólo exceptúa a Cuauhtémoc (Joven abuelo: escúchame loarte,/ único héroe a la altura del arte), el último emperador azteca, de cuya noble derrota también se celebraba en 1921 el cuarto centenario. A cambio ofrece un sorprendente himno íntimo y subjetivo, hecho de recuerdos y detalles pintorescos, cotidianos, nimios, que para él ilustran «lo criollo neto», la esencia «impecable y diamantina» de México, detalles elegidos, montados y recreados con primor de «diamantista», en una animada y vistosa sucesión de estrofas, rimas, imágenes y vocablos:

Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.

El Niño Dios te escrituró un establo
y los veneros de petróleo el diablo.

Sobre tu Capital, cada hora vuela
ojerosa y pintada, en carretela;
y en tu provincia, del reloj en vela
que rondan los palomos colipavos,
las campanadas caen como centavos.

Patria: tu mutilado territorio
se viste de percal y de abalorio.

Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande, que el tren va por la vía
como aguinaldo de juguetería.

Y en el barullo de las estaciones,
con tu mirada de mestiza pones
la inmensidad sobre los corazones.

López Velarde reduce la heterogeneidad física y cultural de México a la provincia interior; y, a su vez, identifica a ésta con su mito de la mujer tradicional. A lo largo del poema la Patria-mujer se va transfigurando sin dejar de ser la misma: novia con la que el poeta entabla una relación amorosa, sensual y sentimental, ella es quien siempre dice sí, la generosidad que se regala alegremente a sí misma, quien, ante los oprobios y ruinas de la historia, limpia y renueva la casa, llena la alcancía y la alacena, organiza la fiesta y el festín, y por encima de todo, quien mantiene el sagrario de la intocable esencia católica de la nacionalidad.

José Guadalupe Posada, El gran panteón amoroso (ca. 1910) Boceto para la escenografía de Fuensanta de Roberto Montenegro (1943) Pese a su oportunidad, popularidad e instrumentalización política, que han provocado reservas en algunos lectores, «La Suave Patria» no es un poema oportunista sino excepcional y al mismo tiempo coherente con la trayectoria de López Velarde, un poema diferente pero análogo a sus mejores y más inquietantes poemas finales -«El sueño de la inocencia» o «El sueño de los guantes negros»- en los que se plantea una vuelta consciente y alucinada, sombría y alegre, como de moribundo que encuentra una extraña paz, a su añorado pero imposible mundo infantil, provinciano y católico, al pueblo natal destruido y milagrosamente renacido, y a Fuensanta resucitada. López Velarde es el hijo pródigo o, para intentar decirlo más sutil y borgeanamente, el hijo pródigo que decide soñar, en el momento de su muerte, con el regreso.

El 19 de junio de 1921, días después de salir publicado el poema, López Velarde murió, a los 33 años, oficialmente de una bronconeumonía (extraoficialmente nunca dejaron de correr rumores: enfermedad venérea, depresión). Parece que alguien le habló del poeta y le mostró «La Suave Patria» a Obregón, el presidente aficionado a los versos, y que éste autorizó a Vasconcelos disponer los funerales por cuenta del gobierno. Empezó así la mitificación oficial.

La cultura de la Revolución institucionalizada, cuyos enfrentamientos con la Iglesia pronto llevarían a las guerras cristeras, no dudó en apropiarse del católico López Velarde. Lo convirtió en el «poeta nacional», en el adánico descubridor del nuevo México. Surgieron imitadores de lo más externo y decorativo de su literatura: el mexicanismo de feria popular, cohetería, percal y abalorio. Paralelamente, los integrantes del grupo de vanguardia Contemporáneos no dejaron de reivindicar su consciente e irrepetible modernidad. Ambas imágenes, la del poeta nacional y la del poeta moderno, llegaron a oponerse en los momentos álgidos del nacionalismo revolucionario, que fueron asimismo los del enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia.

Portada de El minutero, México, Imprenta de Murguía, 1923 (Obras Completas)Dos libros póstumos prolongaron la fama de López Velarde: El minutero (1923) y El son del corazón (1932), publicados por sus amigos a instancias oficiales. El minutero y Zozobra son libros -para usar un adjetivo característico del poeta- «consanguíneos». Hay todo un «sistema arterial» que une los poemas y las prosas poéticas de uno y otro: si «Novedad de la Patria» adelanta «La Suave Patria», «No me condenes» se corresponde con «Mi pecado», «El retorno maléfico» con «En el solar» y «Fresnos y álamos», y los poemas a las bailarinas son el embrión de «El bailarín». El título mismo «el minutero» hace pensar en el corazón, el reloj y los minutos que marcan tantas composiciones de Zozobra: el reloj de agonías, cuyo tic-tac nos marca/ el minuto de hielo de «Hoy como nunca»; los minutos de inmemorial espera de «La tejedora»; los hiperbólicos minutos en que la plétora de vida/ se resuelve en renuncia capital/ y en miedo se liquida de «El minuto cobarde»; el minuto fraudulento de «La mancha de púrpura» y el «perdurable» de «Día 13»; el furor de vivir en el cogollo/ de cada minuto de «Todo»; el minuto mágico de «Humildemente», en que al paso del Divinísimo, las calles de Jerez, el reloj de la torre -de redondel de luto/ y manecillas de oro- y el corazón de imán del poeta, se quedan como una juguetería sin cuerda. El título también hace pensar en la brevedad (minutus: pequeño), la precisión del mecanismo verbal, la móvil complejidad interior y la intensidad palpitante de vida y muerte que caracterizan a sus mejores composiciones: «Obra maestra», «En el solar», «Las santas mujeres», «El bailarín» o «José de Arimatea». Se ha repetido que El minutero representa frente a Zozobra lo que Le Spleen de Paris frente a Les fleurs du mal. Su carácter póstumo, su obsesivo tratamiento del tiempo, como si se tratase de una tensa cuenta atrás, la inclusión de varias necrológicas, como las dedicadas al amigo Saturnino Herrán, el hecho de aparecer precedido de un melancólico homenaje poético de Tablada y de cerrarse con un solemne soneto de Rafael López (Queda aquí, para siempre, detenida/ por un polvo de tumba, la preclara/ mano que estos minutos señalara/ en el reloj del tiempo y de la vida), dan a todo el libro una gravedad de epitafio. Por su concentración y originalidad El minutero queda como una de las obras maestras de la prosa artística del modernismo mexicano, comparable en calidad a la aérea musicalidad de Visión de Anáhuac (1917) de Alfonso Reyes, y al brillo esteticista de Ensayos y poemas (1917) de Julio Torri.

Portada de El son del corazón, México, Bloque de Obreros Intelectuales, 1932 Manuscrito de «El sueño de los guantes negros», página 2En El son del corazón, junto a «La Suave Patria» y a poemas que reiteran, perdiendo algo de tensión, los conflictos de Zozobra, López Velarde vuelve a sorprender con una serie, que, desde una lectura póstuma, produce una impresión premonitoria. Poemas de miedo ante el tránsito y la corrupción del cuerpo, y de búsqueda de consuelo final en Fuensanta: «Gavota», «En mi pecho feliz», «La Ascensión y la Asunción», «¡Qué adorable manía» y sobre todo la pareja, de ambiente fantasmagórico, «El sueño de la inocencia» y «El sueño de los guantes negros». El primer sueño devuelve al poeta al Santuario de la Virgen de Jerez: Soñé que comulgaba, que brumas espectrales/ envolvían mi pueblo, y que Nuestra Señora/ me miraba llorar y anegar su Santuario. La fe vence a la conciencia, la inocencia a la experiencia: y yo era ante la Virgen, cabizbaja y benévola,/ el lago de las lágrimas y el río del respeto.... «El sueño de los guantes negros» transcurre en una capilla misteriosa de una necrópolis de la ciudad de México: Soñé que la ciudad estaba dentro/ del más bien muerto de los mares muertos./ Era una madrugada de invierno/ y lloviznaban gotas de silencio. Allí el cadáver del poeta y el cadáver de Fuensanta parecen desposarse por fin. Lo turbador de esta visión de amor, religiosidad y muerte, está reforzado por el carácter inacabado o destruido, materialmente descarnado del mismo poema, en cuyo manuscrito hay palabras que faltan o resultan ilegibles, como si el misterio rubricase con su caligrafía el final de la historia poética.

La mitificación de López Velarde como primer escritor nacional y moderno de México culminó en 1988, con la celebración del centenario de su nacimiento y -nuevas coincidencias significativas- con el principio del fin del PRI y la recuperación de la imagen de López Velarde como poeta católico. La novela de Juan Villoro El testigo (2004), sobre el reciente México de la transición, está presidida por la leyenda de López Velarde y cuenta irónicamente entre sus historias el intento de convertirlo en santo. Nacional, moderno o católico son caracterizaciones distintas y al final concurrentes que tratan de explicar, sin lograr agotarlo, el irremplazable misterio de su figura y su literatura.

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