Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

La edad vulnerable. Ramón López Velarde en Aguascalientes

Sofía Ramírez






ArribaAbajoAguascalientes (1898-1907)


Antecedentes

Aguascalientes fue fundado en 1575 por mandato de Felipe II, quien firmó la respectiva cédula el 22 de octubre de ese año. Fue poblándose poco a poco porque por aquel entonces era más atractivo vivir en el campo y dedicarse a la agricultura y a la ganadería que vivir en una villa que apenas comenzaba a formarse. «Se eligió fundar la ciudad en las cercanías de un hermoso manantial de aguas termales llamado Ojocaliente»1, lo que contribuyó a su desarrollo económico. De manera que para el siglo XVIII Aguascalientes se había transformado en una entidad con más habitantes. Ello terminó de impulsar la prosperidad del estado, lo que redundó en la edificación de iglesias, casonas, escuelas y fábricas.

Políticamente, Aguascalientes y su territorio estaban adscritos al vecino estado de Zacatecas, en calidad de Partido, y no fue sino hasta 1857 cuando se proclamó definitivamente su soberanía.




Político y económico

Durante la segunda mitad del siglo XIX una selecta minoría de alrededor de doscientas personas había tomado el control de la actividad política local; casi todos eran aguascalentenses, excepto Alejandro Vázquez del Mercado y José María Chávez, quienes, sin embargo, habían adoptado a la entidad como suya y se habían identificado con su historia.

Según Jesús Gómez Serrano, «la familia gobernante era liberal en materia de política, en buena medida porque después de la derrota del Imperio era imposible ostentarse como conservador y aspirar al mismo tiempo a un cargo público»2. Existía un grupo político pero dividido, puesto que desde su interior defendía posturas, ideologías y proyectos distintos; consecuentemente, luego del triunfo de la República el grupo se fraccionó en dos bandos rivales: uno radical, dirigido por Jesús Gómez Portugal y Agustín R. González, y otro liberal, dirigido por Ignacio T. Chávez.

Asimismo, desde una perspectiva generacional puede advertirse otra característica: la generación de los nacidos después de 1835 no se involucraría en la política sino hasta que fue derrotado el Imperio, y fue la que gobernó Aguascalientes durante un largo tiempo, en el que se unieron la época de la República Restaurada y la época del porfiriato; a esta generación pertenecen Rafael Arellano, Francisco Gómez Hornedo, Carlos Sagredo, Miguel Güinchard y Alejandro Vázquez del Mercado, quienes fueron gobernadores, así como también Alberto M. Dávalos, Fernando Cruz, Jesús Díaz de León, Manuel Gómez Portugal, Carlos M. López, Ignacio N. Marín, Melquíades Moreno y Felipe Ruiz de Chávez.

La agricultura había pasado ya a un segundo término y ocupaban el primer lugar entonces la minería y la industria; ambas actividades eran fomentadas y apoyadas por el gobierno. Dentro de este proceso modernizador emergió la clase obrera en Aguascalientes, la cual le otorgó una nueva fisonomía a la ciudad, incorporando a su paisaje el tranvía, el ferrocarril, los talleres, etcétera.

Los liberales, como lo explica Gómez Serrano, «no estaban poseídos por los demonios del estudio», pero tampoco tenían los desplantes de los radicales: sencillamente eran funcionarios seguros de su posición política y del sistema gubernamental para el que trabajaban, promotores del progreso y firmes porfiristas.

Transcurrido el triunfo de la República, por ejemplo, Francisco Gómez Hornedo empezó su carrera política como integrante del ayuntamiento de la capital y como diputado al Congreso Nacional. Hacia 1876 fue asimismo legislador del estado y para finales de ese año, luego del triunfo de Porfirio Díaz, fungió como gobernador interino de Aguascalientes, con lo que pudo ayudar al triunfo electoral de aquel, marginando a los lerdistas. El 11 de abril de 1877 fue electo gobernador constitucional del estado.

Durante sugestión Gómez Hornedo procuró el saneamiento de las finanzas públicas y la unificación política de los liberales, pero fue en el plano educativo donde obtuvo una mayor relevancia: promovió una nueva ley de instrucción pública, destinó un fondo especial para ella y apoyó la apertura del Liceo de Niñas.

Después del gobierno de Miguel Güinchard, en 1883 el Círculo Liberal Progresista propuso nuevamente como candidato a gobernador a Gómez Hornedo, cargo que asumió ese mismo año, y dentro de esta segunda gestión impulsó la expedición de una ley de instrucción secundaria, la creación de una academia de música y la conclusión del Teatro Morelos, cuya construcción su anterior administración había auspiciado.

Gómez Hornedo se convirtió así en el indiscutible líder de los liberales y reunía todas las características para convertirse en el gobernador perpetuo de Aguascalientes, pero murió en marzo de 1890, cediéndole la estafeta a Alejandro Vázquez del Mercado, quien sería uno de los principales protagonistas de la historia local.

Vázquez del Mercado fue para Aguascalientes lo que Díaz fue para México, puesto que fungió cuatro veces como gobernador del estado y fungió también como jefe político de partido, como diputado local y federal y como jefe de la fracción estatal de lo que solía llamarse Partido Porfirista.

Aunque nació en Sombrerete, Zacatecas, en 1841, Vázquez del Mercado vivió casi toda su vida en Aguascalientes. Hacia 1863 luchó contra los franceses en las filas del Batallón Aguascalientes (el cual estaba capitaneado por Esteban Ávila). En 1867 fue diputado local, en 1875 diputado federal y en 1877 figuraba ya como uno de los más relevantes colaboradores de Gómez Hornedo.

En 1887, gracias al apoyo de Díaz, Vázquez del Mercado es electo gobernador constitucional del estado; reelecto en 1891, concluyó su gestión, se trasladó a la Ciudad de México como senador y regresó a Aguascalientes en 1903 con la intención de postularse nuevamente a gobernador y de no dejar nunca el cargo.

Entre paréntesis, desde 1894 había firmado un contrato con la Guggenheim para el establecimiento en la entidad de una planta metalúrgica y, hacia 1903, Aguascalientes ya era considerado como uno de los estados más pujantes de la república.

En el plano educativo, Vázquez del Mercado transformó el Instituto de Ciencias en Escuela Preparatoria y se granjeó el respeto de Jesús Díaz de León, influyente líder del denominado Partido de los Letrados y director de El Instructor, periódico local «de carácter científico y literario».

Sin embargo, a pesar de que toda su intención consistía en permanecer en el cargo, Vázquez del Mercado renunció a la gubernatura al finalizar su cuarto periodo, en 1911, fundamentalmente debido a que firmó un costoso proyecto con una empresa privada para la introducción de una red de agua potable y alcantarillado, que fracasó.

Su antecesor, Rafael Arellano, exitoso agricultor, funcionario y hombre de ideas firmes, encabezaba la fracción moderada del Partido Liberal en Aguascalientes; ingresó a la política en 1873, durante la gestión de Ignacio T. Chávez y fungió como diputado local hasta que, en 1881, Miguel Güinchard renunció a la gubernatura, dándole así la oportunidad de apropiarse de ella.

Dentro de las características de su inicial gestión destacan el impulso de la instrucción pública y el saneamiento de las finanzas del erario.

En 1895, luego de encontrarse alejado de la política, sus partidarios presentaron otra vez su candidatura al gobierno del estado y en las elecciones le ganó a Antonio Morfín Vargas; Arellano se rodeó entonces de sus amigos Carlos M. López, Felipe Nieto, José Rincón Gallardo, Felipe Ruiz de Chávez y Carlos Sagredo, quien lo sucedería.

Durante esta gestión logró el establecimiento en la ciudad de los Talleres del Ferrocarril Central Mexicano, con lo que cambió en definitiva la economía de Aguascalientes.

Es conveniente abundar aquí en la influencia del arriba ya mencionado Partido de los Letrados, cuyos integrantes estuvieron presentes en todos los niveles de la administración pública de la época; conformaban el Partido profesionistas que se distinguían por su cultura y porque habían hecho del Instituto de Ciencias su sede, y se involucraron en la política hacia el primer periodo gubernamental de Gómez Hornedo, puesto que con la creación del Liceo de Niñas, el fortalecimiento del propio Instituto de Ciencias y la expedición de diversas leyes sobre instrucción elemental, su participación se volvió indispensable; en pocas palabras, fungirían como los consejeros del gobernador en turno.

El doctor Jesús Díaz de León es el más significativo representante de esta generación: diputado local y redactor de algunas de las leyes de instrucción pública, sobresale por la fundación del periódico El Instructor, meritorio vehículo de divulgación y de difusión de la cultura.

Significativo es también el doctor Manuel Gómez Portugal, quien fue gobernador, diputado local y catedrático del Instituto de Ciencias, tanto como el doctor Ignacio N. Marín, quien después se convirtió en el perpetuo director de éste, hasta que a su muerte lo relevó Alberto M. Dávalos, quien fue profesor de francés y, como Gómez Portugal, diputado local.

Puede decirse que todos estos personajes perseguían sus objetivos individuales y grupales y que supieron servirle al gobierno y, alternativamente, servirse de él.

En cuanto a la economía: uno de los acontecimientos que transformó a Aguascalientes fue la inauguración del ferrocarril México-Paso del Norte, hoy Ciudad Juárez, en 1884, iniciativa que abriría nuevos horizontes no sólo para el estado, sino para la región. El ferrocarril unió lo antes disperso o fragmentado, las distancias se acortaron y las comunidades más remotas se colocaron en la mira de agricultores e industriales, entrelazando así los mercados.

Igualmente, en 1889 la Compañía del Ferrocarril Central Mexicano inauguró una línea que iría de Aguascalientes hasta el puerto de Tampico pasando por San Luis Potosí y, de esta manera, la ciudad se constituyó en uno de los puntos neurálgicos del sistema ferroviario nacional. Aunado a ello, las minas de Asientos y de Tepezalá empezaron su explotación a gran escala y se edificaron o modernizaron en los alrededores de la capital establecimientos como el molino de harina La Perla, de Juan Douglas; la tenería El Diamante, de Felipe Ruiz de Chávez; las tabacaleras de Antonio Morfín Vargas; y las textileras La Aurora y La Purísima, entre otras.

En síntesis: se fincaron barrios, se construyeron avenidas y se multiplicaron las líneas del tranvía; Aguascalientes mudó así de fisonomía y adoptó una imagen acorde al progreso y al desarrollo que a nivel mundial promovía el porfiriato.




Educativo


Instrucción primaria

Desde 1861 la instrucción pública había sido reglamentada y la denominada Junta de Estudios decretó la obligatoriedad escolar pero sin prever las dificultades que implicaría. Tanto las leyes como los reglamentos en cuestión estaban llenos de errores y omisiones, por lo que no surtían el efecto que se esperaba; por ejemplo, no determinaban las atribuciones de la propia Junta de Instrucción ni de las escuelas particulares, que durante años gozaron de una completa libertad, al grado de que inclusive algunas ni siquiera reportaban su existencia a las autoridades.

Hacia octubre de 1897 el Congreso local expidió una Ley de Instrucción Primaria que tenía como propósito «mejorar la escuela primaria sustituyendo los antiguos métodos de enseñanza con los del sistema moderno, reconocidos generalmente como los más racionales y provechosos para la niñez»3; entre otras disposiciones, establecía también la obligatoriedad, circunscribiéndola a la primaria y fijando ésta en cuatro años aunque con la posibilidad de extenderla a dos más en las escuelas para párvulos.

Compuesta de nueve artículos, la Ley especificaba los medios que emplearía con el objeto de hacer dicha obligatoriedad efectiva; asimismo, la Junta de Instrucción se comprometía a establecer las suficientes escuelas y a dotarlas de la infraestructura apropiada que les permitiera impartir la enseñanza moderna.

Ésta incluía cursos de Cálculo Mental, Lecciones de Cosas, Gimnástica y Geometría Intuitiva, además de los tradicionales cursos de Geografía, Historia y Urbanidad; a cada uno de ellos se le adjuntaba una meticulosa descripción de sus contenidos.

Un agregado: aunque las disposiciones tenían como meta elevar la calidad del sistema educativo, explicablemente generaron la compartida inconformidad de los maestros y de los padres de familia, puesto que la mayoría prefería el método ya establecido o creía que se desembocaría en el laicismo.

«El gobernador Arellano confesaba, a fines de 1899, que la aplicación de la Ley tropezaba con numerosos obstáculos»4 porque la población desconocía el sentido de las reformas y los beneficios derivados de ellas; sin embargo, aun así, los avances eran visibles: se incrementó notablemente el número de alumnos y pronto el gobierno se vio obligado a establecer más escuelas públicas.

La Ley de Instrucción Pública de 1897, que tenía el carácter de provisional, fue sustituida por otra completamente nueva en 1900, lo que ratifica la preocupación del gobierno en relación con esta materia; de paralelo modo, los liberales estaban convencidos de que la instrucción pública era la base de la sociedad y de que únicamente la educación podía asegurar la prosperidad ciudadana.

En la nueva Ley el Estado se adjudicaba la responsabilidad de «cuidar de la buena educación del pueblo y de fomentar la instrucción primaria, elemental y superior»5. Debe de subrayarse que por primera vez aceptaba semejante responsabilidad el Estado, ya que hasta entonces diversas instancias decían auspiciar la instrucción, como el clero, la iniciativa privada y, por supuesto, el poder público, pero en realidad ninguna lo hacía.

Las escuelas oficiales eran de cuatro clases: maternales o de párvulos; completas o de primera clase, en las que se impartía la enseñanza primaria a lo largo de un periodo de seis años; incompletas o de segunda clase, en las que se impartía la instrucción primaria limitándola a los cuatro primeros años; y de tercera clase, en las que sólo se impartía lo esencial de la instrucción primaria.

En referencia a los programas de estudio: no registraban modificaciones sustanciales y eran esencialmente iguales a los de la Ley de 1897.

En general, las escuelas funcionaban gracias a sus propios recursos y en la medida de sus posibilidades, pero, sobre todo, conforme a los intereses de los directivos, enfocándolas más a aspectos morales y de higiene que al conocimiento mismo.




Educación media y superior

Como ya se dijo arriba, los liberales estaban convencidos de que la transformación de la sociedad únicamente era posible a través de la educación y afirmaban que era en las aulas donde el hombre recibía la oportunidad de convertirse en un ser útil.

Estaban convencidos también de que la enseñanza no debía de dejarse en manos del clero ya que éste continuaba apegado a una educación tradicional, caduca y anquilosada, en total desacuerdo con las necesidades del siglo. Era indispensable entonces deshacerse de los manuales de escolástica, de los textos latinos y de cualquier bagaje cultural, formativo pero poco práctico.

Así, el gobierno se concebía como la única instancia capaz de dirigir y de administrar un plantel de educación superior donde se impartieran disciplinas modernas como Geometría, Agrimensura y Botánica.

Dentro de esta tónica, siendo gobernador, Manuel Gómez Portugal procedió a la creación de la Escuela de Agricultura6; ésta se inauguró el 15 de enero de 1867 y con ella se pretendía que, además de ofrecer los estudios medios, se ofrecieran las carreras de agricultor, ingeniero, geógrafo, agrimensor, veterinario y comerciante; sin embargo, ya en 1871 Ignacio T. Chávez opinaba que la apertura de carreras profesionales debía esperar más, argumentando que primero era necesario consolidar los programas de los estudios preparatorios.

En 1883, durante el gobierno de Rafael Arellano, la Escuela de Agricultura se transformó en Instituto Científico y Literario y, dos años después, a instancias del gobernador Francisco Gómez Hornedo, en Instituto de Ciencias, uniformando su plan de estudios con respecto del plan de estudios de la Escuela Nacional Preparatoria, esto con el objetivo de actualizarlo y de brindarle a sus egresados la oportunidad de revalidarlo tanto en instituciones de Guadalajara como de la capital de la república.

El nuevo plan de estudios se integró a la Ley de Instrucción Pública de 1897 y, adicionalmente, se incrementaron las bibliotecas y los gabinetes de profesores y se introdujeron cursos de Historia Natural y de Química. Se resolvió asimismo que el primer año sería introductorio y que se impartirían en él cursos de Aritmética, Álgebra y Castellano; en síntesis, poco a poco aumentó el número de disciplinas y su grado de complejidad y entonces se establecieron también cursos tales como Trigonometría Rectilínea, Botánica, Lógica, Ideología y Zoología, y los cursos de Raíces Griegas y de Latín fueron obligatorios para todos los estudiantes, excepto para los futuros ingenieros.

Se instauró después la Junta de Catedráticos, que funcionaría igualmente como consejo consultivo, es decir, como la instancia responsable de supervisar los cursos que se impartirían, de indicar los libros de texto que se utilizarían en cada uno de ellos e, inclusive, de aplicar el reglamento interno.

El gobierno otorgaba becas y pensiones a los estudiantes que decidieran continuar con su preparación en la Ciudad de México; independientemente de ello, Ignacio N. Marín consideraba que el número de inscritos en el Instituto (entre ochenta y noventa) aún era bajo.

Él se conformaba con que los alumnos fueran respetuosos y que los exámenes anuales fueran satisfactorios. También presumía de contar con un «ilustre cuerpo de profesores», dentro del cual se encontraban el propio Ignacio N. Marín, quien impartía Física; Jesús Díaz de León, Historia, Raíces Griegas y Latín; Alberto M. Dávalos, Lógica y Francés; Manuel Gómez Portugal, Química y Sociología; Leocadio de Luna, Matemáticas, Cronología y Geografía; y José Herrán, Teneduría de Libros. Conformaban en segundo término este «ilustre cuerpo de profesores» Tomás Medina ligarte, Jesús P. Maldonado y Francisco C. Macías.

De acuerdo con Jesús Gómez Serrano, se trataba de «un grupo muy cerrado, quizá no muy brillante desde el punto de vista académico, pero convencido de que la dirección del Instituto no podía ser confiada a otras manos que las suyas, celoso de su poder y enemigo de cualquier innovación que hiciera peligrar su hegemonía»7.

El Instituto de Ciencias operó de esta manera a lo largo de veinte años aunque para 1911, después de la caída del régimen porfirista, se había transformado orgánicamente ya en Escuela Preparatoria.




Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe

Comenzaría sus actividades el 19 de octubre de 1885 y su fundador, el sacerdote José María Díaz, consideró cuatro aspectos con relación al objetivo de establecerlo: primero, que por su ubicación y por las características de sus habitantes Aguascalientes era el lugar idóneo para constituir la Diócesis del Centro; segundo, que la instrucción religiosa estaba desatendida; tercero, que la juventud corría cierto riesgo de perderse a causa de la falta de educación moral; y cuarto, que «el Instituto de Gobierno, situado en el centro de la población, atrae a los jóvenes que quieren dedicarse a la carrera de letras con el peligro de corromperse en sus ideas por el texto que allí se usa y por los profesores, que no siempre son de sanos principios»8.

José María Díaz fundó el Seminario, pues, con la intención de educar a los jóvenes, y no sólo de formar sacerdotes.

Así, se instaló en el edificio de lo que fue el Convento y Colegio de las Madres de la Enseñanza (hoy Casa de la Cultura), bajo el apelativo de Seminario Tridentino de Nuestra Señora de Guadalupe, auxiliar del de Guadalajara.

En 1887 el rector del Seminario, el sacerdote Mauricio M. López, instituyó los llamados Exámenes de Distinción, o Exámenes Públicos y de Honor, debido a dos razones: porque existían en el Seminario de Guadalajara, y porque deseaba incentivar la superación individual de los alumnos pensando en que incluían estímulos.

En 1902 el Seminario dejó de ostentarse como auxiliar, puesto que ese mismo año se erigió la Diócesis de Aguascalientes, y cambió de sede: se localizó ahora en el Instituto San Francisco Javier, anexo al Templo de la Merced, en su área trasera, y con entrada por la calle del Socorro, hoy Allende. Hacia esta época disminuyó paulatinamente su alumnado, quizá porque a instancias del primer obispo de Aguascalientes, José María Portugal y Serratos, el entonces rector, Ramón C. Gutiérrez, privilegió la formación sacerdotal sobre los otros estudios.

En uno de sus informes éste admite incluso que la Iglesia buscaba «preparar ministros dignos de las altas funciones del sacerdocio; y, para la sociedad, directores ilustrados que la lleven a su prosperidad y engrandecimiento. Los Seminarios han producido siempre copiosos frutos de virtud y de saber»9. Paralelamente, quizá la disminución de su alumnado se debió también a que existían ya algunos colegios que impartían todas aquellas cátedras «que implicaban las carreras profanas, y el Seminario se orientó más a su objetivo fundamental»10.




Social

Con respecto de la ciudad: hacia aquella época se habían empedrado y embanquetado las calles del centro; construido una red de agua potable; mejorado los servicios de seguridad y de higiene; edificado plazas, monumentos, jardines; en síntesis, todo iba como correspondía a la capital de un estado que competía al tú por tú con las más pujantes y modernas urbes industrializadas.

Según parece a diversos historiadores, la obra pública más significativa que alude a la época del porfiriato en Aguascalientes es el Teatro Morelos, cuya construcción fue acordada durante la administración gubernamental de Rafael Arellano bajo las siguientes características: que tuviera la capacidad de albergar a un promedio de mil personas; que el tiempo empleado en su edificación no excediera de los dos años y medio; y que el concepto arquitectónico fuera moderno. Su construcción comenzó entonces en 1882 y sería inaugurado el 25 de agosto de 1885. En El Instructor, José Herrán escribió: «Al fin la culta sociedad de Aguascalientes ha logrado ver concluido el hermoso teatro que hace tres años comenzó a construirse en la parte occidental de la plaza principal»11.

Refiere Gómez Serrano: «El teatro Morelos fue desde sus inicios, desde su concepción misma, un lugar de esparcimiento destinado a una élite con pretensiones crecientes de ilustración y cosmopolitismo»12.

Pero lo que realmente le otorgó personalidad a la ciudad de Aguascalientes fue la obra arquitectónica de Refugio Reyes Rivas, quien diseñó, construyó y remodeló casas, iglesias y edificios. Su muy particular estilo transformó el centro de la ciudad y entre sus aportes más relevantes se cuentan el Templo de San Antonio, la Iglesia de La Purísima, la sucursal del Banco Nacional de México, el Hotel París y el Hotel Francia13.






Cultural y artístico

El Águila fue el primer periódico impreso en Aguascalientes y data de 1837. En cambio, el primer periódico oficial del estado, El Patriota, data de 1847 y fue impreso en los talleres tipográficos del gobierno a cargo de José María Chávez; complementariamente: en 1850, y ya en sus propios talleres, éste editó asimismo el semanario literario La imitación, que sólo se proponía demostrar que el pueblo mexicano poseía el recurso de imitar las grandes obras literarias de los autores extranjeros.

Aun así, La Imitación marcó la pauta que adoptarían otros impresos culturales, científicos y literarios: El Crepúsculo Literario (1861), fundado por Esteban Ávila como órgano oficial de la sociedad literaria del mismo nombre; La Juventud (1873), dirigido por Epigmenio Parga; La Aurora (1873), dirigido por Miguel C. Brun como órgano oficial de la sociedad literaria El Iris de la juventud; El Porvenir (1876), órgano oficial de la sociedad literaria del mismo nombre; El Búcaro (1877), editado en Calvillo; La Infancia (1878); El Año Nuevo (1883), fundado por Raúl G. Ferniza; El Instructor (1884), dirigido por Jesús Díaz de León; El Perfume (1886), editado por Melquíades Moreno; La Enseñanza (1889), etcétera; sin embargo, los impresos con un estricto perfil literario que mantuvieron un nivel de calidad uniforme serían La Bohemia (1896) y La Provincia (1903), ambos dirigidos por Eduardo J. Correa. Un paréntesis: en el segundo fungió como tesorero José Villalobos Franco. Ahora bien, además de los textos del propio Correa y de sus colaboradores, el lector de La Bohemia y de La Provincia podía aproximarse igualmente a la obra de autores mexicanos como Enrique González Martínez y de autores clásicos extranjeros como Johann Wolfgang Goethe y Edgar Allan Poe.

La Provincia sería el escenario idóneo inclusive para que determinados precursores de la temática provinciana como Amando J. De Alba, Manuel Caballero, Celedonio Junco de la Vega, Severo Amador y Francisco González León debutaran.

Especial mención merece el semanario El Observador (1900), fundado por José Flores Vaca y por Eduardo J. Correa; sus contenidos estaban enfocados a cuestiones políticas y noticiosas, se publicó hasta 1903 y reapareció hacia 1906, con Correa como editor y como director. «En esta etapa se convirtió en el primer periódico diario aguascalentense, ya que con motivo de la Feria de San Marcos apareció [diariamente] entre el 20 de abril y el 5 de mayo, siendo esto posible por la adquisición de una nueva prensa»14. El Observador sería asimismo el primer impreso en editar un suplemento literario a manera de encarte, llamado La Lira Aguascalentense, donde publicarían sus esbozos profesionales Ramón López Velarde y Enrique Fernández Ledesma.

En cuanto a esto, es necesario mencionar aquí a escritores anteriores a los ya consignados, como Esteban Ávila (1827-1880), Antonio Cornejo (1821-1885), Agustín R. González (1836-1907) y Jesús F. López (1830-1901), quienes con su obra contribuyeron al establecimiento de la tradición de la escritura estética en Aguascalientes.

De las asociaciones literarias que se instauraron durante esta época, destacan El Crepúsculo Literario (1860), quizá la primera de este tipo en Aguascalientes, y El Porvenir (1874). En 1886, Jesús Díaz de León y Manuel Gómez Portugal fundaron la Sociedad Didascálica de Emulación para las Ciencias, las Letras y la Instrucción Pública, de la que fueron socios Melquíades Moreno y José Herrán. A su vez, en 1896 Eduardo J. Correa y Valentín Resendes fundaron la Sociedad Artes y Letras. Comprensiblemente, aunque sus integrantes se afanaban en conservar las sociedades y en trabajar en proyectos de interés, así como éstas surgían se disolvían y no alcanzaban ninguna trascendencia dentro del plano cultural o artístico.

Para evaluar mejor todo esto: Aguascalientes no contó con una biblioteca pública sino hasta 1877, gracias al acervo que aportó Miguel Rul (y el cual sería después propiedad oficial del Instituto de Ciencias, cuya biblioteca comenzó a funcionar en 1891).

Como ocurría en la mayoría de los estados de la república, tampoco en Aguascalientes existía una cultura relativa al consumo del libro, pero la labor de Jesús Díaz de León y de Eduardo J. Correa, entre otros, permitió «perfilar el México y el Aguascalientes contemporáneos»15.




Artistas, intelectuales y promotores

Es conveniente considerar ahora el papel que jugaron tres intelectuales de la entidad a nivel nacional, quienes tuvieron la fortuna de estudiar y de trabajar en Europa, y cuya obra trascendió las barreras del espacio y del tiempo.

Jesús Fructuoso Contreras representa el prototipo tanto del artista como de la visión plástica predominante dentro del régimen porfirista, puesto que vinculó la producción escultórica con el proceso de industrialización del país. Nacido en Aguascalientes en 1866, estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes en la Ciudad de México y obtuvo una beca para estudiar en París (1887-1889). En 1900 le fue otorgado el Gran Premio de Escultura y la Cruz de la Legión de Honor Francesa en la Exposición Universal de París.

En su personalidad convivieron juntos el genio creativo y el genio empresario, lo que le permitió establecer la Fundición Artística Mexicana, en la cual reunió su propio estudio, el centro de estatuaria en bronce más importante del país y el Taller de la Alfarería Mexicana. Además, aunque realizó su carrera fuera de Aguascalientes, sus logros estimularon a aquellos artistas locales con ambiciones similares.

Manuel M. Ponce está catalogado como el iniciador del nacionalismo en lo que se refiere a la música, ya que introdujo aspectos claves del folclor en el orbe clásico. Nacido en Fresnillo, Zacatecas, en 1882, desde muy niño llegó a Aguascalientes. A los ocho años de edad ya recibía clases formales de música y a los nueve compuso su primera obra, La danza del sarampión. Se empleó como organista en el Templo de San Diego (1895-1897), estudió después en el Conservatorio Nacional de Música y también en la academia del músico español Vicente Mañas. Regresó a Aguascalientes e impartió clases de música y colaboró en El Observador. Viajó a los Estados Unidos y a Europa lo mismo para ofrecer conciertos que para estudiar, lo que le otorgó una posición protagónica dentro del plano cultural del país. Es de justicia reconocer su aporte al fomento y a la difusión de la música, hecho que indirectamente contribuyó a renovar la tradición de ella en México.

Ezequiel A. Chávez nació en Aguascalientes, en 1868, y muy joven viajó a la Ciudad de México con el propósito de ingresar a la Escuela Nacional de Jurisprudencia y de cursar la carrera magisterial, paralelamente. En 1888 presentó dos iniciativas (que serían aprobadas) para reorganizar las escuelas primarias y la Escuela Nacional Preparatoria, incluyendo en ésta las cátedras de Psicología y de Ética, de las que fungió como fundador ante el Ministro de Justicia e Instrucción Pública. Fue enviado como maestro de intercambio a Francia y a España.

Electo diputado, participó de la reorganización posterior del Sistema Educativo Nacional, instituyó la Escuela Nacional de Maestros y, al lado de Justo Sierra, en 1910, la Escuela de Altos Estudios, que se convertiría, con el tiempo, en la Universidad Nacional Autónoma de México.








ArribaAbajoRamón López Velarde: los años de su formación


1898-1900: Colegio Particular de Niñas de Nuestra Señora de Guadalupe. Colegio Particular del Señor San José para Varones

A finales de 1898, el licenciado Guadalupe López Velarde fue nombrado notario público en Aguascalientes, por lo que la familia tuvo que trasladarse a esta ciudad. De inmediato abrió su despacho, aunque después su espíritu emprendedor le condujo a otros proyectos, como lo fue la compra de los terrenos que pertenecían a la antigua hacienda Las Trojes. Así, en 1904 obtuvo del gobierno del estado la concesión para abrir una calzada en los terrenos que formaban parte del antiguo potrero de Los Arellano con el objetivo de comunicar el barrio de Guadalupe (desde la bocacalle Alamán) con la Fundición Central y de construir casas a ambos lados de la misma; el padre del poeta consiguió la concesión el 3 de marzo con la condición de destinar «tres metros cincuenta centímetros para el servicio de tranvías; ocho metros con cincuenta centímetros para el servicio de coches y demás vehículos; tres metros para banqueta; y cinco metros para prados o para jardines al frente de los edificios que se construyan»16.

Más aún, en 1906 se asoció con Isidoro Brenner con la finalidad de instaurar la Colonia Nueva de la Fundición, planeando convertirla en la mejor de los alrededores de la ciudad, por lo que ofrecieron grandes ventajas en la adquisición de los lotes: «No hay que pagar contribuciones ni rédito sobre el dinero. Se da tierra suficiente para hacer adobes sin que le cueste nada. El terreno es alto y parejo. No hay nada de salitre. El agua de los pozos Arellano la obtendrá en su propia casa a una profundidad de 15 a 20 metros. Puede Ud. tomar posesión de su lote al hacer el primer pago»17.

Contrario a lo que ciertos investigadores afirman, la familia López Velarde Berumen no se trasladó a la ciudad de Aguascalientes a causa de problemas económicos, aunque seguramente sus aspiraciones y sus expectativas iban más allá de lo que Jerez podía ofrecerle; asimismo, y puesto que el padre era originario de Paso de Sotos, un pueblo cercano a la ciudad de Aguascalientes, resulta lógico que eligiera a esta última para vivir (recordemos que aceptó radicar en Jerez sólo porque lo nombraron allí juez de letras).

En una entrevista con Guadalupe Appendini, Jesús López Velarde explica: «Nuestra niñez fue muy feliz: primero en Jerez, más tarde en Aguascalientes (mi familia vivió allí trece años)»18. La familia López Velarde Berumen fue muy apreciada tanto en Jerez como en Aguascalientes y sus integrantes valoraban ambos lugares, el primero como la cuna y el segundo como la casa de los acontecimientos trascendentales: «[...] cinco de mis hermanos nacieron en Aguascalientes; allí murió mi papá y también allí Ramón comenzó a proyectar su obra literaria»19.

Ramón, el hijo mayor, cursó la primaria en el Colegio Morelos, del cual su padre fue fundador, en Jerez. Luego, cuando la familia se instaló en Aguascalientes, en 1898, Ramón fue inscrito en un colegio particular de niñas bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe; como más adelante lo diría en su prosa «La escuela de Angelita»: «[...] los niños principales concurren a una escuela de mujeres. En tal costumbre hay, quizá, un gentil acierto de la sociedad provinciana»20.

El Colegio se localizaba en la segunda calle de Allende, en el número 11, lo que le facilitaba a Ramón el traslado, ya que la familia vivía en la calle Santa Bárbara (hoy Emiliano Zapata), es decir, a unas cuadras. La directora era Ángela Díaz Sandi y sus hermanas Petra y Lola la auxiliaban: «Angelita representaba la modernización; Petrita, justificando su nombre, ejercía el mando con dureza y nos pellizcaba y nos tiraba de las orejas, para arriba, para arriba, obligándonos a pararnos sobre la punta de los zapatos; Lola gobernaba sin dictadura y sin amabilidad, por lo cual no la envolvía la opinión pública ni en cariño ni en rencores»21. La clase de Música era impartida por Cipriano Ávila y la de Dibujo por Néstor Dávalos.

Según archivos de Instrucción Pública, fechados el 11 de octubre de 1898, Aguascalientes contaba con cincuenta y cuatro instituciones primarias: veintisiete eran exclusivas para varones, dieciséis para niñas, y once mixtas; veintiséis eran públicas y veintiocho privadas. Para 1899, el colegio de las hermanas Díaz Sandi tenía treinta alumnas y siete alumnos, siendo la asistencia diaria de un promedio de treinta; sin embargo, en el expediente «Noticia de los Establecimientos Particulares de Instrucción Primaria»22 no se reporta a los alumnos varones, lo que nos hace pensar que la Junta de Instrucción resaltaba las características de la generalidad de la población que se atendía, por lo que los planteles educativos se identifican simplemente como para niñas o para niños o mixtos.

Asimismo, si bien Ángela Díaz Sandi tenía el respaldo de la libertad de cátedra, debía de acatar las reformas aprobadas por el Congreso local en octubre de 1897 e incluidas en la Ley Provisional de Instrucción Primaria que, entre otras, sancionaba el carácter obligatorio de ésta en cuatro años (con la opción de incrementarle dos más y de cursar la escuela de párvulos antes), y que en nueve artículos exponía los medios que emplearía para hacerse efectiva. Al programa escolar le agregaba también las materias de Cálculo Mental, Lecciones de Cosas, Gimnástica más Geometría Intuitiva, disponiendo impartirlas junto con las ya establecidas de Geografía, Historia y Urbanidad (cada una de ellas contaba con la descripción de sus contenidos, entendiendo que la adquisición del conocimiento era un proceso gradual).

Una acotación necesaria: dentro de la enseñanza primaria del Aguascalientes de finales del siglo XIX no se aplicaban aún los modernos métodos y los alumnos aprendían del Silabario de San Miguel, un texto donde se despertaba más el temor de Dios que la curiosidad intelectual, y las escuelas, para reiterarlo, funcionaban según sus posibilidades, motivo por el que las mejoras estaban sujetas a la iniciativa de los directivos y a sus propios recursos23.

Ramón López Velarde retrata con enorme maestría esta época en la ya comentada prosa «La escuela de Angelita», donde manifiesta su fascinación, valorando que eran pocos los privilegiados que podían estudiar en una escuela para niñas; igualmente, evoca las travesuras que perpetraban en contra de algunas de ellas, como robarles el almuerzo o las golosinas, y donde acepta que la mujer es lo único capaz de nutrir el espíritu de los hombres.

Es de suponerse entonces que el cambio de Ramón a una escuela para varones tuviera que haberle sido traumático atendiendo a que después de cursar un año en la institución de las hermanas Díaz Sandi, Ramón fue inscrito en el Colegio Particular del Señor San José para Varones, del cual era director Sostenes Olivares y Juan Olivares su asistente. El Colegio estaba ubicado en la segunda calle de San Diego, en el número 1 (hoy calle Francisco de Rivero y Gutiérrez) y contaba con cuarenta y tres alumnos, aunque el promedio de asistencia diaria sería apenas de treinta y cuatro.

A propósito, el problema de la inasistencia en las escuelas particulares era una constante; por ejemplo, ya en los Informes del Inspector General de Instrucción de 1899 se hace hincapié en la autonomía de aquellos a este respecto, y en cómo a la propia Junta de Instrucción le era muy difícil establecer los criterios para dar seguimiento a la obligatoriedad en la asistencia de los alumnos: «[...] resulta que las Escuelas Parroquiales y Particulares son la rémora principal con que el Estado tropieza para realizar la obra civilizadora de ilustrar al pueblo. En efecto, ¿de qué sirven los esfuerzos del Gobierno, las disposiciones de la Junta, las tareas y sinsabores de la Inspección y contrariedades que sufre la policía escolar si con sólo matricularse en una Escuela Parroquial o Particular consiguen los niños faltar meses y años enteros sin que nadie reclame a sus padres tamañas faltas?»24.

De acuerdo con una típica boleta de calificaciones de 1898, las materias que se impartían en las escuelas oficiales y particulares, aunque éstas introdujeran algunas variantes, eran: Lectura, Escritura, Moral, Aritmética, Lengua Nacional, Geometría, Geografía, Historia Patria, Instrucción Cívica, Lecciones de Cosas, Historia Natural, Labores Manuales, Urbanidad, Dibujo, Canto y Gimnástica; comúnmente con éstas solía incluir materias como Cálculo Escrito, Escritura Gótica y Urbanidad.

En los textos del jerezano no hay ninguna referencia al periodo de su vida en el Colegio Particular del Señor San José para Varones, probablemente porque su estancia fue breve. La única alusión indirecta es la que nos ofrece Alejandro Topete del Valle: según él, Ramón utilizó el pseudónimo «Ricardo Wencer Olivares», sugerido éste por Enrique Fernández Ledesma, para firmar su poema «A Suiza», el cual apareció en el segundo número de la revista Bohemio, «inspirado en Ricardo Olivares, hijo de don Sostenes Olivares»25.

Después de haber estudiado durante dos años en Aguascalientes, en el Colegio Particular de Niñas de Nuestra Señora de Guadalupe y en el Colegio Particular del Señor San José para Varones, respectivamente, Ramón se mudó al Seminario Conciliar y Tridentino de Zacatecas, donde estaría de 1900 a 1902. En él cursó los dos primeros años de humanidades y obtendría en ambos el Premio de Primer Orden, la nota de «Perfectamente Bien» y la Mención Honorífica por su aplicación y su buena conducta26.




1902-1906: Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe

Un septiembre de 1902, Ramón López Velarde es admitido en el Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe, en Aguascalientes. Como ya se dijo, desde su fundación el Seminario se propuso contribuir no sólo a la educación de los futuros sacerdotes, sino también a la educación de la totalidad de los jóvenes, puesto que su primer rector, José María Díaz, juzgaba que ésta estaba desatendida, especialmente en el plano religioso; de complementaria manera, numerosas familias tenían interés en que sus hijos recibieran una educación conforme a los preceptos establecidos por la Iglesia y en darle así a la sociedad hombres preparados intelectual y moralmente.

El Seminario ocupó primero el edificio del antiguo Convento y Colegio de las Madres de la Enseñanza, donde hoy se ubica el Instituto Cultural de Aguascalientes, y el edificio del Instituto de San Francisco Javier, anexo al Templo de la Merced, en seguida. López Velarde concurrió durante un mes al primer edificio y se trasladó al segundo en octubre.

Como alumno, al jerezano le correspondió vivir una de las etapas más difíciles del Seminario: recuérdese aquí que el rector de aquella época, Ramón C. Gutiérrez, olvidando los propósitos de su fundador, privilegió la formación estrictamente sacerdotal y descuidó las otras carreras. Aunado a ello, los reglamentos eran bastante severos, por lo que quizá disminuiría aún más el número de sus inscritos.

Para precisarlo: en el Seminario se impartían principalmente materias humanísticas y López Velarde cursó Filosofía Especulativa, Historia de la Filosofía, Filosofía Moral, Religión y Derecho Natural. En lo que se refiere a las ciencias exactas, cursó Matemáticas y Física Experimental. Cursó también Francés, que era una materia optativa, al igual que el Inglés, y la elección de este idioma le facilitaría después la lectura y la comprensión de algunos poetas franceses que admiraba, Baudelaire entre ellos (sin olvidar que en aquel tiempo la influencia francesa imperaba en la cultura nacional, sobre todo en las artes).

Durante el primer año en el Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe de Aguascalientes, López Velarde obtuvo algunos de los premios que se les otorgaban a los alumnos más distinguidos: medalla y diploma en el curso de Religión y Catecismo de la Perseverancia; medalla y diploma en Historia Sagrada; y medalla, diploma y bolo en Sublimidad de la Oración. Recuérdese también además que desde 1887 en el Seminario se acostumbraban los exámenes de distinción, denominados Exámenes Públicos y de Honor, los cuales eran apadrinados por personas destacadas de la sociedad hidrocálida. El padre de Ramón, paradójicamente, apadrinó un examen público de Bella Literatura (paradójicamente porque siempre se opuso a la actividad literaria de su hijo).

El 2 de agosto de 1903 se llevó a cabo el examen público de cátedra de Lógica, Psicología, Metafísica e Historia de la Filosofía, en que López Velarde consiguió el primer premio con un «S-S-S», es decir, «Sobresaliente» por unanimidad del jurado. En 1904 obtuvo el primer premio en el examen público de cátedra de Filosofía Moral, Religión y Derecho Natural (el examen, fechado el 19 de julio, fue apadrinado por su tío, el cura Inocencio López Velarde). Por último, el 20 de julio de 1905 se llevó a cabo el acto público del Primer Curso de Matemáticas, sustentado por los hermanos Ramón y Jesús López Velarde, y el 22 el poeta presentó el examen público de Física, mismo que fue apadrinado por Alejandro Vázquez del Mercado, gobernador del estado (a López Velarde se le otorgó el primer premio y a su condiscípulo Cecilio González el segundo). Es presumible que éste haya sido uno de los exámenes públicos más importantes de la época, pensando en que constituía un inusual privilegio que el gobernador en turno lo presenciara.

En lo que concierne a la cátedra de Geografía, en el Seminario López Velarde no era un alumno con la capacidad como para realizar un examen público; por tal motivo, en 1903 y en 1904 se examinó en privado, y también en privado presentó el examen correspondiente al Segundo Curso de Matemáticas. A diferencia de él, su hermano Jesús siempre participaba en los exámenes públicos, resultando premiado, por ejemplo, en Latín, Gramática Castellana y Griego; por cierto: es muy curioso que Ramón López Velarde tampoco presentara los exámenes públicos correspondientes a estas materias, constatando que pertenecía a la Academia Latina «León XIII».


Academia. Latina «León XIII»

En 1901 el rector del Seminario, Francisco Ruiz y Guzmán, fundó esta Academia «para el mejor aprovechamiento del Latín [...] Una academia que se dedique exclusivamente al perfeccionamiento de un ramo tan importante y trascendental para los seminaristas»27; aun así, la Academia Latina «León XIII» fue más bien una asociación literaria, identificada en términos académicos con el Seminario; fungía como su presidente el rector y, como su vicepresidente, Margarito Santiago, quien en realidad era el verdadero director de ella, tanto que entre las cátedras que impartía estaba precisamente la de Latín (e inclusive sería nombrado después traductor oficial de los documentos latinos propiedad de la Diócesis de Aguascalientes).

Los socios de la Academia organizaban exámenes de distinción y disertaciones, traducciones y análisis gramaticales, y al informe de trabajo que rendía el rector se le anexaba el de la Academia; aparte de los socios activos, la Academia tenía también un regente de estudios, elegido mediante examen, responsable de coordinar éstos en el plano operativo por el lapso de un trienio; de 1903 a 1906 López Velarde tuvo ese cargo, con Melquíades Venegas como vicerregente.

Dentro de este contexto, se impone agregar que el 2 de enero de 1906 se efectuó una velada literaria, organizada por el Seminario, en la cual participaron los hermanos Ramón y Jesús López Velarde. El programa constaba de una lectura de poesía a cargo del regente de estudios de la Academia, es decir, de Ramón, y de una alocución del hermano. Para ese entonces Ramón ya manifestaba su interés por la literatura y por la expresión poética, interés que tiene como punto de partida la lectura de los clásicos a que accedió gracias a la Academia. Ramón ensayó traducciones de Virgilio y de Horacio. De igual manera, ya había leído la poesía de Francisco González León y de Amando J. de Alba28. En su texto «El capellán» refiere que, a través del padre Mireles, del Santuario de La Soledad, en Jerez, ya tenía noticias de su obra: «Descubrí con sorpresa que el capellán se interesaba por los trabajadores de las letras. Hablaba con pasión de Amando Alba [...] Me reveló a Francisco González León, ese privilegiado temperamento que se sume en la indiferencia de Lagos para enhebrar delicadezas»29; asimismo, el más antiguo poema que se conoce de Ramón fue escrito en esta época, 1905, y se titula «A un imposible».

La velada literaria fue la última actividad pública en que López Velarde participó como regente de la Academia y como estudiante del Seminario.






1906-1907: Instituto de Ciencias de Aguascalientes

Ramón López Velarde ingresó al Instituto de Ciencias de Aguascalientes cuando éste gozaba de la fama de poseer un alto nivel académico. Allí cursó materias tales como Gramática Castellana, Geografía, Lógica, Moral y Psicología; Matemáticas, Física, Química; Historia, Raíces Griegas, Raíces Latinas; Francés, Inglés, Sociología, Cronología, Teneduría de Libros; Dibujo, Literatura, Historia Natural, Cosmografía y Taquigrafía.

Para aspirar a ser admitido como alumno, Ramón debió de presentar exámenes de revalidación, igual que el resto de quienes habían estado en el Seminario; dichos exámenes se efectuaron entre septiembre y diciembre de 1905, para así poder incorporarse al ciclo de estudios que comenzaba a principios de 1906. En el examen de Gramática Castellana, fechado el 22 de septiembre de 1905, Ramón obtuvo un «PB» (es decir, «Perfectamente Bien»). En el examen de Primer Curso de Matemáticas (Aritmética y Álgebra), del 25 de septiembre, obtendría una «B» (es decir, «Bien»). En el examen de Raíces Latinas, del 11 de diciembre, consiguió también una «B». En el examen de Gramática General, Lógica, Moral y Psicología, del 22 de diciembre, obtuvo un «MB» (es decir, «Muy Bien»). El último de los exámenes fue el legendario examen de Literatura, del 28 de diciembre de 1905, del que tanto y tantas veces se ha discutido.

Algunos investigadores aseveran que López Velarde fue reprobado por unanimidad en Literatura, lo cual no es del todo correcto: de los tres sinodales, sólo uno lo calificó con una «R» (es decir, «Reprobado»); aseveran también que ese sinodal se llamaba José María González, y que lo calificó así porque sentía una particular animadversión por el padre. La realidad es que en el acta aparece «Aprobado por Mayoría», ya que los otros dos lo calificaron con una «A» (es decir, «Aprobado»), y que en conjunto obtuvo «A-A-R», pero que no se especifica quiénes lo calificaron con «A» y quién con «R»; además de José María González, el resto de los sinodales estuvo integrado por José G. Cruz y Manuel Gómez Portugal.

Durante este periodo, López Velarde no sería sino un estudiante discreto: en contraposición a las del Seminario, sus calificaciones oscilan entre «MB», «B» y «M» (es decir, «Medio»), aunque su promedio es de «B» («Bueno»).

En el Instituto de Ciencias tenían lugar diversos tipos de exámenes: además de los de revalidación, había comunes, privados y públicos. Los comunes y los privados podían presentarlos uno o más estudiantes en la propia aula, ante tres maestros; los públicos, en que el sobrio lucimiento de los mejores era lo que los justificaba, se celebraban en un espacio más amplio, puesto que concurrían, aparte de los evaluadores, maestros, condiscípulos, familiares, etcétera; al igual que los comunes, éstos eran presentados por uno o por más estudiantes (habitualmente tres). Los diversos exámenes se efectuaban entre los meses de septiembre y diciembre, cuando finalizaban los cursos. López Velarde nunca presentó un examen público en el Instituto, lo cual puede comprobarse acudiendo a las actas, donde consta que solamente participó en exámenes comunes.

Así, el 14 de septiembre de 1906, Ramón presentó el examen de Dibujo a Mano Libre, obteniendo la calificación de «M-M-M». El 21 obtuvo la calificación de «B-B-B» en el examen de Primer Curso de Francés y de «B-B-M» en el examen de Primer Curso de Inglés. El 22 realizó el examen de Historia Patria y Cronología, obteniendo la calificación de «MB-B-B». El 24, obtuvo la calificación de «B-B-M» en el examen de Segundo Curso de Inglés y el 25 la calificación de «M-M-M» en el examen de Segundo Curso de Matemáticas. El 27 presentó el examen de Geografía Física y Descriptiva de México, obteniendo la calificación de «MB-MB-MB». Su último examen fue el de Elementos de Mecánica y Física, y obtuvo la calificación de «MB-B-B».

En 1907, también durante el mes de septiembre, presentó los exámenes comunes de Segundo Curso de Francés, el día 19, obteniendo la calificación de «MB-B-B»; el 24, de Raíces Griegas, Química General y Cosmografía, y obtuvo las calificaciones de «B-B-B», de «M-M-M» y de «B-B-M» respectivamente; el 25, presentó el examen común de Historia Natural, obteniendo la calificación de «B-B-B», y por último, el 26, el de Mineralogía y Geología, y obtuvo una calificación de «M-M-M».

Como puede ratificarse entonces, López Velarde fue un buen alumno, a secas. La mejor calificación que mereció durante su etapa en el Instituto fue la correspondiente a Geografía Física y Descriptiva de México. En lo que se refiere al conocimiento de lenguas extranjeras, tenía más habilidad para el francés que para el inglés. Y sus calificaciones más bajas fueron las relativas a Dibujo a Mano Libre, Segundo Curso de Matemáticas, Química General y Mineralogía y Geología.

Contrario a estudiosos como Antonio Castro Leal, quien creía que Ramón López Velarde nunca pudo apreciar textos que no estuvieran escritos en español, puesto que «[López Velarde] se rehusaba a leer a los grandes autores extranjeros en traducciones, declarando que sólo los leería en su lengua original, lo cual era condenarse a no leerlos nunca porque no tenía interés en el aprendizaje de los idiomas»30, desde el Seminario (ya se dijo) el jerezano prefirió el francés al inglés y lo estudió alrededor de cinco años.

Finalmente: para López Velarde el cambio del Seminario al Instituto fue muy significativo, no sólo por la apertura que implicaba la educación liberal, la cual permitía la lectura de textos muchas veces censurados por la Iglesia, sino por la amistad con nuevos condiscípulos, a los que le unía el interés por las letras y por el arte. Durante esta época, su aprendizaje fue entonces más allá de las aulas: las lecturas que efectuaba, ya sea por elección o por recomendación, debieron de llevarlo a descubrir a poetas del tipo de Amado Nervo, Leopoldo Lugones, Manuel Gutiérrez Nájera, Luis G. Urbina y Manuel José Othón.


Maestros y autoridades educativas

El cuerpo de profesores lo coordinaba Ignacio N. Marín, director del Instituto de Ciencias, y quien lo fue casi a perpetuidad, puesto que detentó el cargo de 1871 a 1908, año de su muerte (aunque durante la administración gubernamental de Rafael Arellano lo dejó en manos de José María Ávila); médico, profesor y político, partidario incondicional de Alejandro Vázquez del Mercado, a quien sucedió como gobernador interino en ocasiones diversas (durante el también largo periodo de gestión de éste), ejerció numerosas responsabilidades públicas: diputado local y diputado federal suplente, candidato a la gubernatura del estado (en 1881) y presidente de la Junta de Instrucción Pública, del Consejo de Salubridad y del Hospital Civil «Miguel Hidalgo» de la ciudad de Aguascalientes; aparte de director del Instituto de Ciencias, fue profesor de la materia de Física.

El subdirector, Alberto M. Dávalos, además de impartir las materias de Francés y de Lógica, era abogado y notario público. Como Marín, también fue partidario incondicional del gobernador Vázquez del Mercado y partidario del régimen porfirista; diputado local, diputado federal, presidente municipal y gobernador interino en tres ocasiones (1909, 1910 y 1911), cuando Marín falleció asumió la dirección del Instituto.

Manuel Gómez Portugal tenía a su cargo los cursos de Química y de Sociología; científico, escritor y periodista, fue diputado, funcionario de instrucción pública y presidente del Club Reeleccionista de Aguascalientes.

Completando el cuadro, Leocadio de Luna fue profesor de Matemáticas, Cronología y Geografía; diputado en 1911 por el Partido Democrático de Obreros, dimitió luego de que se le acusó de traidor, comprendiendo que su ideología conservadora estaba en contra de la postura política del gobernador Alberto Fuentes.

Francisco C. Macías impartió la materia de Gramática Castellana y fue secretario del Instituto y gobernador interino de Aguascalientes en 1924.

Como prefecto, aparecía Julián Jáuregui.

En síntesis, estos profesores cumplían con su encomienda, aunque aspiraban a puestos más ambiciosos dentro del plano político. El Instituto de Ciencias era su «cuartel» y se apegaban al régimen del gobierno en turno, lo que les impedía involucrarse en la modernidad educativa; no obstante, el Instituto mantenía por sí mismo un prestigio y los alumnos que llegaban a él, como López Velarde, creyeron en la posibilidad de acceder al mundo a través de sus profesores y de sus libros de texto.




La «cofradía superficial y aturdida»

En alguna ocasión Agustín Yáñez expresó: «[Es] Aguascalientes la ciudad madre o maestra, maestra o madre, de los artistas que pudieron plasmar el anhelo patrio, antiguo como la nacionalidad misma de hacer obras típicamente mexicanas; y no de un mexicanismo superficial y manido, sino auténtico y profundo, capaz, por esto, de alcanzar jerarquía universal»31. No es casualidad entonces que Aguascalientes contribuyera a la formación de grandes intelectuales y artistas. Así, ya fuera como cuna o como escuela, Aguascalientes propició que a principios del siglo XX coincidieran Saturnino Herrán, Enrique Fernández Ledesma, Manuel M. Ponce, Pedro de Alba y Ramón López Velarde. En aquella época Aguascalientes germinaba y los talentos de estos jóvenes crecieron en un terreno fértil, «abonado con el trabajo de varias generaciones»32.

Ello quizá explica igualmente que a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX el estado atrajera a infinidad de inversionistas, empresarios y profesionistas: a José L. García, propietario de la Hacienda de Trancoso; a Luis B. Lawrence, quien estableció su Fundición de Fierro y Bronce; a Enrique Escobedo, comprador de la Hacienda del Ojocaliente; a Refugio Reyes, extraordinario maestro de obras y arquitecto empírico, etcétera; asimismo, arribaron expertos británicos y estadounidenses en ferrocarriles, mercaderes franceses e intelectuales alemanes (como por ejemplo Isidoro Brenner, padre de Anita Brenner, quien decidió dejar la comunidad de inmigrantes judíos asentada en Chicago para probar suerte en México).

Dentro de una sociedad de estas características, llena de vitalidad y en constante movimiento, surgió entonces un espontáneo grupo como el referido arriba, ya que «aunque no hayan nacido en Aguascalientes, su clima espiritual labró la sensibilidad de estos artistas en los días de su ávida y permeable juventud»33.

Uno de los mejores amigos de Ramón López Velarde sería Enrique Fernández Ledesma; nacidos ambos en 1888 (un día 15: Fernández Ledesma de abril, López Velarde de junio), ambos eran también originarios de Zacatecas (Enrique de Pinos, Ramón de Jerez) e hijos de padres abogados.

Como la familia López Velarde Berumen, Miguel Fernández y Modesta Ledesma se trasladaron a Aguascalientes bajo la idea de un proyecto de vida más ambicioso con respecto del que podían aspirar en Zacatecas. Enrique había realizado sus primeros estudios en Pinos y, desde los diez años, los continuaría en Aguascalientes. Se encontró con Ramón en el Instituto de Ciencias y las afinidades los hicieron frecuentarse hasta la muerte del jerezano; en efecto: uno y otro manifestaron pronto su interés por la literatura, la poesía, el arte y el periodismo y participaron de una semejante postura política, no sólo de palabra, sino de acto (uno como articulista, otro como diputado). Más específicamente: su capacidad les permitiría transformar la expresión poética, impregnándola de los colores de la provincia y de su individual visión de la patria, rompiendo así con el típico modelo modernista. Refiriéndose a esto, Jesús Reyes Ruiz afirma: «Enrique Fernández Ledesma es copartícipe (no discípulo) de muchos temas poéticos que les pertenecían a los dos por igual»34; sin embargo, cada uno encontró «el metal de su propia voz»35 y eligieron distintos caminos: López Velarde se perfiló hacia la exploración de un lenguaje que fue el punto de partida de la poesía moderna y Fernández Ledesma hacia el encanto y la magia evocativa del siglo XIX y de sus personajes, puesto que «su verdadera vocación [...] es este arte circunspecto, urbano, que tan bien practica»36, según lo explicó en su día López Velarde; consecuentemente, «las fuentes nativas» (como las denomina José Luis Martínez) de ambos eran casi idénticas, hecho explicable si pensamos en que vivieron en los mismos lugares y en la misma época, y son tantas sus similitudes y sus coincidencias que pueden confundirse en cuestiones de fondo, aunque no de forma: la genialidad del jerezano es una.

Evaluándola, la época del Instituto fue de incesante búsqueda: de conciencia y de sentimiento, e incluso de la búsqueda centrada en la simple intuición de que faltaba algo. Entonces vinieron los descubrimientos y aquellos jóvenes encontraron la poesía; sin embargo, recuérdese que en un inicio se ocuparon más bien de «la infecunda tarea de esos académicos acartonados que huronean por anaqueles y anaqueles, juzgando que crear equivale a sobar menguadamente la herencia de los siglos»37.

Así, poco a poco Ramón López Velarde y Enrique Fernández Ledesma se insertaron en lo que el primero catalogó como criollismo, es decir, en la revelación de «lo mexicano» entendido éste no como «curiosidad», sino como «médula». Gracias a lo anterior, de acuerdo siempre con el criterio de José Emilio Pacheco, López Velarde integra y personifica «la tercera generación del modernismo», puesto que cierra magistralmente la etapa de éste en la poesía mexicana y abre la etapa de la modernidad de la poesía contemporánea38.

López Velarde expuso su relación con Fernández Ledesma en dos textos conmovedoramente íntimos: en el poema «Introito» y en la prosa «Enrique Fernández Ledesma». El poema está dedicado «para el libro de Enrique Fernández Ledesma» (Con la sed en los labios, el cual además sería el único), y habla de los años juveniles: «Éramos aturdidos mozalbetes:/ blanco listón al codo, ayes agónicos,/ rimas atolondradas y juguetes»39. El poema deja entrever también una de las características obsesiones de López Velarde: la imposibilidad del regreso. Complementariamente, el tiempo ha pasado y, con él, los «ripios venturosos», el «entusiasta deletreo», el «casto aprendizaje», el «tanteo feliz» y, sobre todo, los «aturdidos mozalbetes». La nostalgia es quien dicta el poema.

El texto «Enrique Fernández Ledesma»40 pertenece a la crítica literaria que con singular maestría cultivó López Velarde y alude a las peculiaridades estilísticas de la obra de Fernández Ledesma; no obstante, más allá de ello lo que se constata es la demostración hacia él de respeto, de estima. Con absoluto conocimiento de causa, López Velarde ensalza la congruencia entre un autor y una obra: «Su obra artística mantiene con su persona una concordancia, en lo sustancial y en lo externo, que no se ve frecuentemente»41. Y agrega: «Sus versos, con un equilibrio igual al de su persona, jamás se oyen como una detonación»42. Obviamente, López Velarde no puede evitar la parcialidad, ya que comparte con Fernández Ledesma una profunda experiencia de juventud, y el lector lo agradece; debido a esto, sabemos que Fernández Ledesma era «hombre de sociedad, optimista, comodino, creyente en el fondo, de pasiones equilibradas»43, generoso, mesurado, cauteloso.

Más aún, López Velarde le dedica asimismo el bello poema «Viaje al terruño», incluido en su primer libro, La sangre devota (1916).

Pedro de Alba también perteneció a la cofradía de Ramón López Velarde y de Enrique Fernández Ledesma; nacido en San Juan de los Lagos, Jalisco, en 1887, muy joven se trasladó a Aguascalientes para cursar sus estudios preparatorios en el Instituto de Ciencias y jamás se cansó de explicar lo que significó esta etapa en su vida: «Me considero favorecido con una parte de la herencia de don Jesús Terán; el Instituto que él fundó fue hogar intelectual de mis estudios de bachillerato; en él abrí los ojos hacia el panorama del mundo; allí despertó mi curiosidad por los estudios científicos y literarios»44, decía.

Como muchos otros jóvenes de provincia, De Alba abrigaba la esperanza de continuar con su escolaridad al concluir la escuela primaria; de manera que, gracias al apoyo de su tío paterno, José María, quien «ejercía su ministerio de buen cura de almas»45 en la hacienda de Ciénega de Mata, tributaria del curato de Ojuelos, pudo trasladarse a Aguascalientes a estudiar en el Instituto en 1902, a los quince años. Este afortunado apoyo fue decisivo para De Alba porque desde ese momento quedará vinculado para siempre a la historia y a la ciudad de Aguascalientes.

Gracias además a las relaciones de su tío con la señora Merced Rodríguez, propietaria de una casa de huéspedes (después Hotel Colón y actualmente Hotel Señorial), De Alba consiguió alojamiento. Recuerda: «Me sentí arraigado en aquella casa y en aquella ciudad como si fueran las propias. Descubrí los encantos de la ciudad, gocé del bondadoso arrimo de personas desprendidas, de la amistad, de familias con las que doña Merced tenía relaciones y del compañerismo múltiple y la amistad sin reservas de estudiantes y profesores de mi Escuela Preparatoria; me consideraba ahí como en el mejor de los mundos»46.

Desde su primer día en el Instituto, Pedro de Alba entabló una complicidad con Enrique Fernández Ledesma. Ahora bien, es necesario advertir que por aquel entonces (1902) López Velarde todavía estudiaba en el Seminario y que no se encontraría con ellos sino hasta 1906; aun así, De Alba calificaría a éste como «el más grande amigo entre todos»47 y sobre él escribiría varios ensayos.

Fernández Ledesma le reveló a De Alba un universo de poesía, de pintura, de música, haciéndole cobrar conciencia de que el arte abre posibilidades de elegir qué vida vivir y de cómo vivirla. Específicamente, Fernández Ledesma le recomendó y le obsequió diversos libros representativos del movimiento poético de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, tanto mexicano como extranjero. Según De Alba, Fernández Ledesma «sabía de memoria poemas de Espronceda y Núñez de Arce, de Amado Nervo y Gutiérrez Nájera, que aplicaba a situaciones de nuestra vida diaria»48, lo mismo para enamorar muchachas que para conversar con los amigos. Pedro de Alba confiesa inclusive que el primer libro que Fernández Ledesma depositó en sus manos fue La vida bohemia, de Enrique Mürger, libro que sería emblemático después entre ellos.

Cuando López Velarde llegó al Instituto, la amistad entre Fernández Ledesma y De Alba estaba más que afianzada y él simple y sencillamente se integró a ella. Las muchachas serían también uno de los ejes centrales de su rutina y los escenarios más frecuentes para admirarlas fueron el Jardín de San Marcos, sobre todo durante las fiestas de abril, cuando se cantaban «Las mañanitas» al evangelista, y el Liceo de Señoritas, al que solían acudir para presenciar los exámenes públicos.

A De Alba y a López Velarde los unieron lazos de lealtad y de afecto que igualmente se afianzarían con el tiempo. En una carta fechada el 26 de abril de 1916 (De Alba regresa a Aguascalientes entonces, después de haber estudiado medicina en la Ciudad de México), López Velarde se lamenta de la distancia que los separa, puesto que lo catalogaba como un amigo con quien había logrado «la más extensa y segura adaptación», reconociendo que ambos «vivimos la misma vida incalculable, rabiosa, demoniaca, y, por el aspecto contrario, leve como un giro de mariposa y llena de episodios cristalinos»49. Y concluye diciendo: «Una sólida fraternidad nos vincula...»50.

Consecuencia lógica de su juvenil amistad, Pedro de Alba fue partícipe de los desasosiegos anímicos de Ramón López Velarde a causa de las mujeres y se convertiría después en una especie de autoridad capaz de dilucidar algún enigma relativo al tema, sabedor privilegiado de las referencias que sólo veladamente el jerezano incluía en sus poemas. Fruto de ello, De Alba escribió asimismo un ensayo acerca de los amigos y las mujeres de López Velarde51.

Entre paréntesis, es probable que por la anterior razón López Velarde le dedicara a De Alba el poema «Pobrecilla sonámbula...»52.

Con respecto de la verdadera y posterior trascendencia de aquella época, sirvan para valorarla estas palabras del propio De Alba: «Es un hecho comprobado que la mayoría de los "profesionistas" guardan entrañable recuerdo de su preparatoria y segunda enseñanza; los años de plenitud y madurez los vuelven nostálgicos y los hacen alimentar calor romántico para los colegios que albergaron su adolescencia y su primera juventud»53.

A Fernández Ledesma, De Alba y López Velarde se les unirían otros amigos: en el texto «Bohemio»54, donde López Velarde habla de la «cofradía superficial y aturdida», dice que ésta se encontraba conformada por él y por Enrique Fernández Ledesma, Pedro de Alba, José Villalobos Franco, Rafael Sánchez, Luis Valdepeña y Alfonso Romo Alonso; estos dos últimos tenían inclinaciones hacia el dibujo y hacia la pintura más que hacia la poesía, y Romo Alonso estaba interesado aparte en la música. José Villalobos Franco tenía inclinaciones hacia la poesía y el periodismo y Rafael Sánchez hacia la filosofía.

El grupo sucumbió inevitablemente al encanto de la vida bohemia a que Fernández Ledesma les introdujo: «Siempre Fernández Ledesma invitaba a sus amigos a que leyeran buenos libros y a los pintores [a] que representaran escenas francesas. Enrique llegó al punto de inventar más de un café parisiense donde nos reuniéramos sucesivamente en los barrios castizos de Aguascalientes: El Encino, San Marcos, Zaragoza»55.

En lo particular, Villalobos Franco colaboraría durante un largo periodo con Eduardo J. Correa, fungiendo como jefe de redacción de algunos de sus periódicos o como administrador de algunos de sus otros negocios. Hombre metódico, a Villalobos Franco le debemos, por ejemplo, la clasificación de los archivos de Correa, gracias a lo cual a los investigadores les fue posible adentrarse de una mejor manera en la vida de López Velarde.

La complementaria inclinación de Villalobos Franco hacia la grafología lo condujo a coleccionar manuscritos de los poetas de la región que colaboraban en los periódicos y revistas de Correa, incluyendo tres poemas de Ramón López Velarde: «Pureza», «Auna pálida» y «La canción del hastío», que José Luis Martínez recuperó e incluyó después en las obras completas del jerezano (segunda edición, aumentada, 1990), ya que hasta entonces eran desconocidos y, por ende, inéditos. Es necesario agregar aquí que su descubrimiento fue resultado de una cuidadosa investigación de Guillermo Sheridan56. Entre 1898 y 1910 Villalobos Franco se dedicó a recopilar también poemas y prosas publicados en periódicos y revistas de la región acumulando con ello un significativo acervo que ofrece «un mapa sentimental incomparable de la poesía romántica y modernista»57 típica del interior de la república mexicana.

Así pues, el «ambulante y animoso ateneo»58 integrado por Ramón López Velarde, Enrique Fernández Ledesma, Pedro de Alba, José Villalobos Franco, etcétera, tenía un fresco espíritu que aspiraba a la renovación intelectual de la idiosincrasia provinciana y a insertarse dentro del futuro de la vida cultural del país. Apenas y hace falta decir que de esta «cofradía superficial y aturdida de muchachos»59 destacó obviamente Ramón López Velarde, «el artista impar que supo dar en poesía sabor a lo mexicano como nadie lo hizo antes, y como nadie [...] lo ha hecho después»60.




Bohemio

Con tono nostálgico Pedro de Alba afirmaba: «Todos fuimos un poco bohemios; bohemia de la pobreza, de la emoción, del culto a la belleza, de ingenua y categórica confianza en nosotros mismos; de decisión para vencer las dificultades y valor para dar el asalto a la fortaleza del futuro»61.

Enrique Fernández Ledesma era la cabeza de aquella «bohemia provinciana». Históricamente, la conformarían de inicio Rafael Sánchez, Luis Valdepeña y Alfonso Romo Alonso; con ellos «se formó el Cuarteto de Amigos de la Bohemia, y aquel grupo de artistas, que fue un balbuceo de los primeros años del siglo, se convirtió en plena Revolución en el "cenáculo" literario de Aguascalientes»62. Ingresaron luego a «la cofradía» Pedro de Alba y José Villalobos Franco, pero estos bohemios serían más ambiciosos y no se limitarían al puro hecho de sentarse a compartir sus lecturas.

El último en integrarse fue precisamente Ramón López Velarde: «Sus juicios sobre el mundo que nos rodeaba eran reactivo estimulante para los demás y testimonio fiel de su espíritu selecto»63.

En 1906 el grupo se reunía ya con cierta frecuencia y sus integrantes acostumbraban recorrer el centro de la ciudad, deteniéndose a conversar largo y tendido en el Parián o en el Jardín de San Marcos, y seguramente de alguna de estas conversaciones nació entonces Bohemio.

Bohemio fue el proyecto de los cofrades; adoptó la forma de revista literaria y tendría como antecedente el periódico El Estudiante, fundado en 1896 por otro grupo de alumnos del Instituto de Ciencias con el propósito de contribuir a las actividades educativas de éste; tendría como antecedente, asimismo, el conjunto de las publicaciones periódicas de Eduardo J. Correa, una de las cuales fue una revista aparecida en 1896 y que sería bautizada bajo el título de La Bohemia. Contextualizándola: dirigida por Correa y por José Flores, la revista se tiraba el primero y el tercer domingo de cada mes. Las colaboraciones eran en su mayoría literarias, aunque se introdujo en el mercado como «revista de arte». Pronto La Bohemia enfrentaría, sin embargo, un serio problema: la imprenta donde se imprimía fue clausurada, lo que provocó irregularidades en su periodicidad; consecuencia de ello, viviría incluso una segunda época presentándose únicamente como Bohemia (1901), y al comienzo de ella destacarían las colaboraciones de Manuel Caballero, Valentín Resendes, José Herrán, Manuel Olavarrieta, Francisco Sustatita y Celedonio Junco de la Vega. En seguida, cuando Bohemia acabó, apareció La Provincia (1903), otra revista literaria dirigida por Correa, quien después de su experiencia con Bohemia se concentró en la viabilidad de La Provincia, la cual gozó de más y mejores perspectivas, puesto que Correa contaba ya para aquel entonces con su propia imprenta, en la que semanalmente también publicaba el periódico El Observador. La Provincia se convirtió así «en uno de los mejores periódicos literarios de la región»64. La revista circulaba cada quince días, contó con las colaboraciones de Amando J. de Alba, Francisco González León, Manuel Caballero, Severo Amador, José Flores Vaca, etcétera, y llegó a los cuarenta números (dejó de publicarse a finales de 1905). Cabe destacar aquí que en el número 3, correspondiente al 15 de junio de 1904, La Provincia incluyó un texto titulado «Epístola a Fuensanta», firmado por Guillermo Eduardo Symons. Algunos investigadores piensan que se trata quizá de uno de los primeros textos de Ramón López Velarde, fundamentándose sólo en el nombre de la amada, Fuensanta; ello puede descartarse porque en el número 18 de la revista, correspondiente al 31 de enero de 1905, la columna de la administración incluye una «Súplica» remitida al señor Guillermo Eduardo Symons pidiéndole saldar su cuenta por concepto de suscripción y notificando de su residencia en Pachuca, Hidalgo. Otros investigadores, en cambio, niegan que se trate de un texto lopezvelardeano fundamentándose en cuestiones temáticas y estilísticas; asimismo, recordemos que Octavio Paz en su momento afirmó que Fuensanta era un nombre muy hispánico, afirmación que sustentó en el título de un cuadro del pintor cordobés Julio Romero de Torres, Ángeles y Fuensanta, lo que lo llevó a suponer que tanto el tipo femenino que describen López Velarde y Romero de Torres como el nombre Fuensanta son estereotipos de la época.

En cuanto a El Observador (1900): éste empezó como un semanario de información política y social, aunque sin descuidar nunca la literatura y el arte, con José Flores como editor y con Eduardo J. Correa como director, interrumpió su circulación en 1903 y resurgió con nuevos bríos en 1906, con Correa en solitario como director y como editor. Ya se dijo que en 1907 los talleres donde se imprimía incrementaron su infraestructura al adicionárseles una prensa mecánica y que gracias a ello El Observador inauguraría el periodismo diario durante las anuales fiestas de San Marcos. Conviene decir ahora que El Observador tenía una sección literaria en la que publicaron Enrique Fernández Ledesma y Ramón López Velarde, y que cuando Correa comprobó el éxito de la sección entre los lectores decidió anexarle al periódico un inserto en forma de folletín exclusivo de poesía llamado La Lira Aguascalentense, convencido de que «en Aguascalientes todos somos poetas... y hay que dar rienda suelta al espíritu literario de nuestros coterráneos»65; aun así, en 1908 El Observador concluyó de manera definitiva a raíz de un muy penoso atentado que sufrió Eduardo J. Correa, quien posteriormente decidió abandonar la ciudad.

La revista Bohemio apareció probablemente entre marzo y abril de 1906. No se ha localizado en archivos el número 1, pero el número 2 está fechado el 19 de agosto de ese año (a partir de entonces sus editores procuraron tirarla el primero y el tercer jueves de cada mes). Sus oficinas estaban en la 2.ª Calle de Nieto y en sus memorias Pedro de Alba asegura que se publicaron entre diez y doce números66.

El objetivo que determinó la edición de Bohemio, según lo rememoraría diez años después López Velarde, fue el de «fundar un periódico en que habláramos todos»67. Fungían como sus directores Enrique Fernández Ledesma y Pedro de Alba. Luis Valdepeña era el responsable de la administración y Archibaldo Pedroza de la edición. La revista fue elogiada, entre otros, por Manuel Caballero en el periódico El Entreacto, y acogida con agrado por intelectuales del lugar como el propio Eduardo J. Correa.

En el mencionado número 2 aparecieron colaboraciones del doctor Manuel Gómez Portugal y del licenciado Valentín Resendes (magistrado del Supremo Tribunal de Justicia), lo que le dio a Bohemio un carácter formal y, según afirma también López Velarde68, la revista tendría resonancia en las principales ciudades del país: «Y la prensa de los Estados y de la Capital en sus trece: que nosotros éramos unos niños prodigiosos; modestos, pero brillantes»69, debido esto quizá a las múltiples relaciones profesionales de Correa.

El mismo número incluye el poema «Suiza», firmado por Ricardo Wencer Olivares, autor al que Enrique Fernández Ledesma dedica su texto «Explosión», asimismo incluido en ese número. Como se recordará, Ricardo Wencer Olivares es el pseudónimo que Fernández Ledesma le sugirió a López Velarde pensando en el nombre del «hijo de don Sostenes Olivares, quien fue maestro del poeta»70.

«Suiza» es el primer poema que publicó López Velarde y el tercero que escribió, de acuerdo con la compilación que José Luis Martínez realizó de la obra completa de éste71. En palabras de Elisa García Barragán: «Sigue llamando a extrañeza que el poeta zacatecano utilice como motivación una geografía que desde todo punto de vista le es exótica. Más, sabiendo que una de las características primordiales de la poética velardeana es una referencia directa a sus propias emociones y experiencias personales»72. La explicación radica en que los intelectuales de Aguascalientes de principios del siglo XX consideraban que la ciudad tenía ciertas semejanzas y similitudes con el país de Europa. Pedro de Alba cuenta: «Desde nuestros años [...] en el Instituto de Ciencias de Aguascalientes algún maestro eufórico había repetido la aseveración de que Aguascalientes estaba destinada a ser la Suiza de México por su historial y su posición central en el territorio, igual que es central Suiza en el mapa de Europa»73. Es factible entonces que López Velarde se sintiera orgulloso de la comparación, sobre todo si tomamos en cuenta que Suiza representaba (y representa aún, al menos como imagen) la democracia y la libertad, la civilidad y la ética, la inteligencia y la cultura, la estabilidad y la paz.

Aunque «Suiza» es un poema en el que López Velarde emplea una rima elemental («halago», «vago», «lago»), se dejan entrever ya en él algunas de las futuras características de su poética: la inserción del tema dentro de una atmósfera rural y su adjetivación, por ejemplo; subráyese, además, que el jerezano contaba apenas con dieciocho años de edad.

Ramón López Velarde habla de un número de Bohemio dedicado a la memoria del poeta potosino Manuel José Othón; en efecto: se trató del número 9, fechado el 9 de septiembre de 190774. En El Observador del 14 de septiembre apareció una breve nota inclusive, promoviéndolo, firmada por «Aquiles», es decir, por López Velarde, oculto tras de uno de sus pseudónimos75: «Trae este número de Bohemio dieciséis páginas de buen material literario que en su totalidad se compone del "Canto de regreso" y un autógrafo de Othón, prosa de Juan B. Delgado, Alberto Herrera y licenciado Valentín Resendes, y versos de Severo Amador, Manuel Caballero, C. Junco de la Vega y Enrique Fernández Ledesma»76. El número incluía también una página musical de Manuel M. Ponce a partir de unos poemas de Othón.

Fin de ciclo: transcurrido cierto tiempo, Bohemio corrió la misma irremediable suerte que muchas de las publicaciones de la época y dejó de publicarse. La causa principal fue la mala administración, de acuerdo con el conocido diagnóstico de López Velarde: «Nuestra fe no vacilaba; lo que vacilaba era la caja del periódico. Comunismo a la Mürger y teneduría por partida doble no podían andar de bracero. Llegó a pronunciarse la palabra "desfalco"»77; paralelamente, los cofrades eligieron rumbos distintos y se dispersaron: Ramón López Velarde se fue a San Luis Potosí y Pedro de Alba a la Ciudad de México. Enrique Fernández Ledesma, quien permaneció en Aguascalientes, intentó retomar el proyecto y a comienzos de 1909 se involucró en la edición de la revista Nosotros, de la que al parecer sólo vio la luz el primer número.




Manuel M. Ponce y Saturnino Herrán

Existe la romántica creencia de que Ramón López Velarde, Manuel M. Ponce y Saturnino Herrán compartieron tardes enteras en el Jardín de San Marcos en medio de conversaciones acerca de la necesidad de promover y de impulsar el criollismo en el arte (o el arte criollo) alejándolo de toda falsedad autóctona, maquillada o europeizada; pues bien, semejante escena no ocurrió nunca, aunque sí recupera las inclinaciones de López Velarde, Ponce y Herrán, quienes coincidieron, cada uno dentro de su particular disciplina, en valorar el criollismo como el esencial ingrediente de su creación.

Para precisarlo, hacia aquella época Herrán ya se encontraba viviendo en la Ciudad de México: el padre, José Herrán, había muerto en 1903, y la madre, Josefina Güinchard, inscribió a Saturnino en la Academia de San Carlos con la idea de que estudiara pintura, al parecer cumpliendo así una promesa hecha por el propio padre al hijo.

En cuanto a Ponce, éste estuvo en 1903 en Aguascalientes impartiendo clases en la Academia de Música del Estado, pero continuó viajando periódicamente, atendiendo a sus conciertos de piano, y entre 1904 y 1907 vivió en los Estados Unidos, Alemania e Italia.

Más todavía, incluso admitiendo que los tres estuvieron al mismo tiempo en la ciudad, es imposible que entablaran relación alguna: López Velarde tenía quince años de edad y estudiaba en el Seminario, Herrán tenía dieciséis y estudiaba en el Instituto de Ciencias, y Ponce tenía casi veintiuno y regresó a Aguascalientes sólo después de haber estudiado en el Conservatorio Nacional de Música y en la Academia de Música de Vicente Mañas.

En el ya aludido texto, «Bohemio», López Velarde únicamente escribe: «Los cofrades más provincialistas llevaban y traían los nombres del licenciado Ezequiel A. Chávez, y los de Contreras y de Ponce. A Saturnino Herrán no se le mencionaba porque apenas iba despabilándose en la capital»78; asimismo, Marco Antonio Campos acota al respecto: «En los textos y las menciones sobre el lapso aguascalentense (1902-1907), y concretamente sobre Herrán y Ponce, López Velarde no hace ningún recuerdo de Herrán compartiendo los días de adolescencia»79.

Complementariamente, la relación entre López Velarde y Ponce no fue una relación especial, puesto que cuando se refiere a éste denota una cierta distancia. Incluso en su texto «Melodía criolla»80, aunque comienza celebrando la llegada de Ponce al país81, López Velarde lo hace sólo para abordar el tema del criollismo en el arte, el cual ya había esbozado en su texto «Enrique Fernández Ledesma», afirmando que «no somos ni hispanos ni aborígenes» y que el arte popular y el formal «deben contener no lo cobrizo ni lo rubio, sino este café con leche que nos tiñe»82.

Herrán (como Marco Antonio Campos lo explica) sería, en cambio, el «hermano del alma» del jerezano, pero su amistad nació no en Aguascalientes, sino en la Ciudad de México, alrededor de 1912 (los hermanos Ramón y Jesús López Velarde llegaron a vivir a la capital en ese año).

Existen infinidad de anécdotas y testimonios con respecto de la relación entre el poeta y el pintor, incluyendo entre éstos uno fundamental: el de su propia obra; dicho en otros términos: resulta difícil, quizá imposible, disociar la pintura de Herrán de la poesía de López Velarde, y viceversa.

Con incuestionable maestría y acierto ambos expresaron plástica y poéticamente el concepto de una Patria íntima, «una Patria menos externa, más modesta y probablemente mas preciosa»83.

José Luis Martínez discierne con claridad lo que es este criollismo estético: «No sólo lo provinciano y lo pueblerino y no sólo el color local, sino algo más que nos lleva a descubrir y hacer duradero en el arte el aroma profundo y peculiar de México, lo mismo el de las plazas de Jerez que el de los campos yermos y el de las avenidas urbanas, y lo mismo el de las novias provincianas que el de las "con sabidas náyades arteras" de la artera capital»84.

Tres textos específicamente demuestran la marcada simpatía de López Velarde por Herrán, todos ellos incluidos en El Minutero85. El primero, «El cofrade de San Miguel», nos describe cómo el cuadro del mismo nombre habría de conmoverlo. El segundo, «Oración fúnebre», es un «retrato moral del pintor»86 en el que reflexiona sobre su obra con la intención de «dilucidar su herencia como el plumaje del ave del paraíso»87. El tercero, «Las santas mujeres», gira alrededor de la presencia de las mujeres en los últimos instantes de la vida de Herrán: «En el indecible desastre de la pérdida de Saturnino Herrán, infortunio cuya sola enunciación es un dislate, las mujeres flordelisaron el precipicio con hazañas caritativas»88.

Asimismo, en Zozobra encontramos el poema «El minuto cobarde», dedicado a Herrán, cuya fuerza estremece al lector, contagiado de las complejas pasiones contrapuestas en López Velarde. Una: la imposibilidad de volver, no tanto al «paraíso perdido de la infancia», sino a los sentimientos que éste generaba; es decir, el poema reitera el conflicto entre el alma y la carne que de continuo se manifiesta en su obra: «Cobardemente clamo, desde el centro/ de mis intensidades corrosivas/ a mi parroquia, al ave moderada/ a la flor quieta y a las aguas vivas»89. Desea acogerse entonces de nuevo al recato y a la conciencia «de aquellas cosas que me hicieron bien...»90. Y finalmente reconoce que, aunque apele a ello, en su pecho germinan «las plantas venenosas/ y mi violento espíritu se halla/ nostálgico de sus jaculatorias/ y del pío metal de su medalla»91.

«El minuto cobarde» constituye un indirecto testimonio también del fraterno y profundo lazo que unió al pintor y al poeta. En la ya referida carta de 1916, escrita a Pedro de Alba, López Velarde expresa dubitativamente: «Nuestros amigos, descontando a Herrán, son hombres de una pieza, sin contradicciones amargas, sin anatomía absurda»92; de manera implícita: que Herrán y los propios De Alba y López Velarde son individuos de «contradicciones amargas» y de «anatomía absurda».

Por su parte, recuérdese que Herrán ilustró la portada de la primera edición de La sangre devota (1916) y que colaboró con López Velarde en la revista Pegaso (a propósito: es curioso que no lo haya pintado nunca, aunque José Luis Martínez asegura que delineó una máscara de él al carbón para la revista Vida Moderna, misma que se destruyó o que permanece extraviada).







IndiceSiguiente