Los poetas ecuatorianos cuyos cantos se propagan en el último cuarto del siglo anterior, señalan voluntad precursora en los asuntos y en los ritmos. Siempre se tratará de los últimos románticos o de los neo simbolistas, para volver al tema de los nuevos clásicos, y cuando la depuración de los años o las transformaciones del gusto dejen el espacio a la crítica que por distante del tiempo gana el reposo y la perspectiva, ha de hablarse del clasicismo de quienes en su edad fueron estimados como renovadores audaces. No de otro modo entraron ya por las arcadas de los clásicos, es decir de los mejores, de los que dieron modelos,
Góngora, Darío, Verlaine...
Es evidente, por otra parte, que las tendencias literarias, más que sucederse, se compenetran y coexisten. Podrá establecerse períodos en los cuales prevaleció determinada escuela o florecieron escritores y poetas unidos por la semejanza de la emoción, por la comunidad o parentesco de los asuntos y cuyas formas estilísticas acusan parecidos rasgos por influencias iguales y coincidencia cronológica de la sensibilidad y del ambiente. Allí las razones que explican, el
auge de los clásicos, la serena perfección y los modelos
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humanos en la literatura griega cuyos poetas aparecen relacionados, como en el caso de Homero y Hesíodo, o Esquilo y Sófocles, por la cercanía del estilo y sobre todo de la materia lingüística, y de los siglos o más bien ciclos
áureos, de España y Francia, de Italia y Portugal, y a poco de la relativa sequía y suerte refleja del pensamiento del siglo XVIII, la floración de los románticos, sensibilizados e imaginativos; exacerbados y delirantes, por aquello de
salirse de la lira, del surco, de la costumbre, y, después, como en contraste, la obra de los realistas para que la incansable aspiración artística, fatigada de aplicarse a los asuntos concretos, a la carne de la realidad, emprenda en nuevos
viajes, en busca del símbolo, de la liberadora metáfora, y, por fin, como reuniendo valores, emprenda en una especie de síntesis que no se apartará del fondo común de la naturaleza humana, pero ha de ensayar nuevas voces y decir las cosas en inesperado discurso, en cantos hasta entonces inoídos, cuando lleguen los poetas del modernismo.
Pero el análisis de las letras encontrarase en la imposibilidad de aislar, como en proceso químico, los elementos que se relacionan para darnos las imágenes reales o sublimadas de la vida y del hombre. He allí por qué afirman los tratadistas que la literatura española, pongamos por caso, es realista desde sus comienzos, sin dejar de ser idealista, como puede verse en las convincentes figuras de Don Quijote o de la Celestina, y por qué dijo Darío que todo el que es, es romántico. Las románticas raíces se descubren desde los primitivos cantos indostánicos, y si la tendencia se manifiesta enteramente en el ochocientos treinta, con los poemas y las novelas de Hugo y las detonancias de Gautier, la historia de sus orígenes no puede prescindir de la desdichada inquietud del Werther de Goethe o de los nerviosos parlamentos de Schiller, o en la necesaria víspera del fantasmal destino del habitante de la tierra, de angustias de Hamlet, tormentas de Otelo o amores de Romeo y Julieta, en las
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escenas de Shakespeare; de soliloquios desvelados de Segismundo y hasta de paseos quijotiles y señuelos de Dulcinea...
Los poetas y escritores ecuatorianos, en la relatividad de la distancia, aparecen en iguales trechos de una obra que con frecuencia escapa a las menudas clasificaciones. Más, deliberadamente o de espontáneo modo, significan el hito precursor o en sus metales líricos acierta el timbre de los acentos precursores, y ocurre en nuestra poesía, como en la de otros países de América, que los románticos, anteriores o penúltimos, anuncien las voces románticas o que en
la obra de los neoclásicos como Olmedo y Andrés Bello, despierten acusadas notas del decir romántico. En otras veces los románticos, por su formación y preferencias, aproxímanse de veras a las mejores expresiones de la clasicidad y
tales andares en los cuales hay el movimiento propio del ser curioso de la naturaleza, sugiere a los antologistas la búsqueda de rótulos, indeterminados en veces, para clasificar u ordenar compilaciones o selecciones.
Varios nombres pudiera citarse entre los premodernistas ecuatorianos, pero si bien se examina, corresponden aquellos a poetas románticos y a neoclásicos, como también a los primeros modernos en cuyos poemas se revelan la nueva sensibilidad, las metáforas recientes y los adelantados ritmos. Escriben algunos con el tacto, amigo de la perfección, de los parnasianos; quieren otros descubrir o continuar con mayor seguridad y eficacia, el poema terruñal, de ambiente propio y
personajes nativos, y si la crítica reconoce con alguna unanimidad a precursores del modernismo como César Borja y F. J. Fálquez Ampuero, la inicial de la tendencia señalada en antes, en el grupo que alrededor de mil novecientos seis quiso
explicar y defender el espíritu calificado por los adversarios con el mote de «decadentismo», sitúase algunos años más tarde, cuando llegan los que recibieron influencia de los simbolistas franceses, para asimilarla
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a maneras nuestras de melancolía y sonrisa, como Borja, Noboa Caamaño, Fierro, Silva...
Mercedes González de Moscoso (1860-1911), ha sido llamada generalmente la poetisa del hogar aun cuando en sus poemas pudieran verse, aparte de cantos cuya virtud enciende hogareñas devociones y cuyos motivos rozan, en amor y presentimiento, las cunas de los nietos, otros y otros temas que se abren a universales perspectivas del sentir.
Su poesía no surte a la manera de un Peza, frecuentemente optimista y cultivador de los que se habían dicho domésticos fervores. En doña Mercedes González de Moscoso, la tranquila dulzura con la que acaricia a la hija y mira las rubias cabezas de los angelillos en los que se prolonga su juventud abuelaria, aparece en ocasiones sombreada de la tristeza que le inspiran la brevedad de la vida, las antiguas memorias, el temor de morir, obligado extrañamiento que le apartará de aquellos a los cuales ha dado su corazón o el pensar en el destino de los seres amados, porque el de la existencia no es sólo un sendero de florideces y claridades.
«Procedía -escribe Isaac J. Barrera en su Historia de la Literatura Ecuatoriana-, de una familia de tradición literaria; su hermano mayor, Nicolás, ha sido uno de esos ingenios de sorprendente prodigalidad intelectual, que ha cultivado
el verso con maestría, hasta obtener brillantes triunfos en concursos literarios en los que tomaba parte al encontrarse de paso por la ciudad que los había convocado. A la vera de esa prodigalidad fecunda y asombrosa, creció su hermana Mercedes, la cual debe ser citada en puesto
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preferente al tratarse del cultivo del verso, porque hizo de su lirismo -modestamente contenido dentro de una subjetividad recatada-, melancolía discreta, intimismo sano. Su lira tuvo varias cuerdas, pero la que sonó más armoniosamente fue
la del amor para los pequeñuelos. Recogió a brazadas rosas, rosas frescas y blancas con que coronó las tersas frentes de sus netezuelos».
En 1910 edita su libro Cantos del Hogar que reúne composiciones de varios años, pero relacionadas por la emoción que allí prevalece como caricia materna; cuadros en los que el contraste es de tamizadas luces; cuentos azules en los que las muñecas insinúan formas de la vida y descubren primiciales sentimientos o ideas de las criaturas entre las que se mueve su ternura.
En algunos de esos poemas explica su espontaneidad, la marcha de sus imágenes que no piden colores a la extravagancia y se desarrollan como siguiendo el curso natural de su devoción. La estrofa es de suavidad, y prefiere, para henchirla, las figuras sedeñas. Cantan por allí aves novicias y es como si encendiera sin decaimiento votiva lámpara ante los dioses lares y penates de la morada de sus cariños, de su domus áurea por la que revuelan cabecitas blondas y en cuyo ambiente
revientan las palabras interrogadoras con las que los niños se plantean problemas de la vida con un inocente afán de descubrimiento.
Un año más tarde publica su libro Rosas de Otoño, de titular que se refiere a la floresta un tanto en sequía y a los subjetivos estímulos que comienzan a pintarse de ocre nostalgia. Pero allí es igual la frescura del espíritu, aun cuando se trate de una mayor presencia de la tristeza, y sus pinceladas, algunas de sombra, anuncien la llegada de invernales días. En este volumen hay poemas extensos por los que van el sueño y la realidad, la narración y el lirismo. Mantiénense los temas hogareños en los cantos de «En el
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nido», consagrados a la hija, al esposo, a Dios, a la Patria, o al tríptico indisoluble de hija, esposa y madre. Para los nietos son los cantos de cuadro y cuento, de juguetes y diálogos en los que alumbran, por igual, las sonrisas y las lágrimas, tales como Abuela, Alisa, Beatriz, Magdalena, Blanco y Negro, Remember, Miserere.
Lastenia Larriva de Llona, quien prologa el primero de los poemas dividido en seis cantos, se rinde ante la sensible savia de esas estrofas: «Lo que con el alma se expresa, al alma va directamente. Los versos de Mercedes González de Moscoso han
penetrado en la mía como por derecho de conquista, y se han enseñoreado de ella. Los siento; pero no puedo ni quiero analizarlos. La mujer, la madre, les da todos sus votos en favor y no consienten en escuchar el dictamen de la escritora que podría venir armada del criterio de la fría razón. Si la autora ha sabido tocar las fibras más sensibles y delicadas de mi ser; si me ha hecho gozar, si me ha hecho llorar, ¿qué más puedo pedirle?», y en el pórtico de Abuela va la letra epistolar de César Borja, el poeta de Flores Tardías, para quien el poema dedicado a Carlos, Aurelia y Esmeralda, encierra los más bellos y delicados pensamientos.
Julio E. Moreno, en uno de los primeros estudios críticos trazados para la Revista de la Sociedad Jurídico Literaria, repara en el contraste que establecen los poemas de Mercedes González de Moscoso, en los cuales se entremezclan, como en
la realidad del existir, las imágenes risueñas y las doloridas imágenes y encarece la facilidad con la que la cantora del hogar desarrolla sus conversaciones de niños a la vez asombradas y candorosas. Habilidad que le lleva a componer obras
dramáticas como Abuela, Martirio sin culpa, Nobleza, en parlamentos que descubren el espíritu amoroso de la dos veces madre que es el que se singulariza en su obra poética, y en otros que penetraban, siempre con el delicado tacto de su poética
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gracia, en conflictos sociales y análisis de temperamentos de mujer.
«El metro que preferentemente emplea en sus composiciones la señora de Moscoso -dice Julio E. Moreno- es el romance endecasílabo, llamado heroico;
y que lo maneja con maestría está en la conciencia de todos cuantos han saboreado las producciones de su numen. Todos sus poemitas, todos sus versos, rebosan poesía íntima, y muchos son un prodigio de dolor y de pureza artística, de imborrable impresión. En rigor, no tiene predecesores nuestra poetisa: sus emociones tiernas y dulces; sus ensueños de virgen, de esposa, de madre; sus nostalgias de abuela, de mujer amorosa que presiente cercano el implacable invierno de sus días, la bruma de su existencia: todo esto canta ella, y todo es sustancia íntima y propia de ella. La manera de la autora consiste en imperceptibles preparaciones, en pinceladas suaves, toques ligeros, que parecen sin importancia, pero que van abriéndose camino por el alma adentro, forman un conjunto admirable y seductor, sugieren la emoción sin que de ello nos demos cuenta exacta, hasta que la sentimos profundamente».
Adolfo Benjamín Serrano (1862-1935), pertenece a la generación azuaya en la que figuran Miguel Moreno, Honorato Vásquez, Crespo Toral. Entre los poetas que, sin fundar propiamente una escuela, establecen un «marianismo» original en los lares de Tomebamba y anotan efusiones líricas de tono religioso en los sábados de mayo o dicen de sus amores y de sus cuitas en El Libro del Corazón, Serrano es el meditativo, a trechos fervoroso y desengañado, cuyos primeros versos se trazan en aires becquerianos, buscando
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aclimatar una rima de las que se propagan en los países de América de la época, más que en continuación de romántica gesta, como la modalidad que se aviene con la inquietud de fines de un siglo que ya fuera en pos de anuncios realistas a través de las mismas evanescentes imágenes de las que se alimentaron algunas de las rimas. También las golondrinas de Bécquer agitaron sus alas entre los filos de la dura realidad y entre sus azules campanillas se alcanza más de uno de los agudos suspiros del hombre. Brisa costanera aligera las rimas de Baquerizo Moreno y en las de Serrano tiemblan aires morlacos, mientras en las de Antonio C. Toledo, el de temperamento más próximo al del sevillano que dio fe de la eternidad de la poesía, entre días de cielo de unánime azul e invernadas quiteñas, se forma el contraste de la bruma.
De los poetas cuencanos de la época, es Adolfo Benjamín Serrano el de obra más parca y de más retraído destino frente a los días de la publicidad. Poco revela de su lírica que se contiene dentro de un recatado tono que justifica
su visión comarcana, por más que hubiera viajado y en el poema extenso que de él se conoce se refiriera con alguna insistencia a su extrañamiento, a la condición del destierro.
Dispersa rimas en revistas y hojas literarias y el poema que le define, «Recuerdos del camino», escrito en 1889, réplica a «Mi poema» de Remigio Crespo Toral, es un registro en el cual explora la memoria, a partir de los días de la infancia, deteniéndose en lugares y paisajes, pero buscándose más en los sitios interiores, como en retrospectiva suerte. No es posible fragmentar «Recuerdos del camino» y el lector debe seguirlo en sus sesenta y seis estrofas que parecen trazadas como a tiempo lento. Especie de liras, como las del primero y célebre poema de Crespo Toral, más bien construidas clásicamente, saben, sin embargo, a romántico. Desde la ronda de niños y los escolares afanes, allí, como en «Mi poema»,
frente a los perfiles de la alquería, las ramas y las flores de
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cuencana raíz, la oración y el incienso, y para medir el tránsito que desarrolla interrogantes, y prueba de frutos agridulces de adolescencia y juventud, aquel examen íntimo que al poeta no deja de parecer escabroso porque arrugó la quieta superficie del agua en cuyo espejo temblaban las desiguales luces de un rostro en antes inocente. Dúplice estado de ánimo para esa búsqueda de lo desconocido en que emprende el corazón: «... Sentía/ de ignorada tristeza la alegría/ de ósculo misterioso el aleteo...» Hipérbaton que acuerda con la golosa errabundez de los estudiantes: «Salvar queriendo la aldeana astuta/ árbol que daba codiciada fruta,/ de agudas moras singular muralla/ ponía al tronco, ¡cuántas veces supo/ de colegiales el travieso grupo/ subir al árbol sin tocar la valla!...» Y en una meditación que se pinta de madureces, como en el rubor de las manzanas o en la oscura sangre de los capulíes, cuando se desgrana la familia, cuando la distancia señala desdibujados trechos y el destino se interpone así para el recuerdo como para la desmemoria, el rostro de la Virgen de la Escuela, guardado de antaño como de ayer, y tal como en las liras de Crespo Toral, el anhelo de regresar al
alero del campanario, así fuese sólo como la doliente golondrina. Serrano aumentó, veinte años después, doce estrofas a sus «Recuerdos del camino», en memoria de sus padres, de sus patrias montañas, del valle de sus mayores.
Opiniones contemporáneas y posteriores situaron a Remigio Romero León (1871-1942), en una hora de poesía y artículo que se anima con su propósito de afiligranar la leyenda patria, de dar vigor a esa historia poética que es la de las tradiciones, de cultivar
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el canto ecuatorial. En antes Juan León Mera se había dicho poeta indiano y proclamando como indispensable para el americanismo literario la perseverancia en los motivos de raíz étnica y de conocimiento de tipos y caracteres, escribió su Cumandá, sus Melodías Indígenas, su La Virgen del Sol y aquellas novelitas ecuatorianas, ejemplares por la observación y el casticismo. Otros escritores se dieron al sabor de la tierruca, y en el noventa y seis, los jóvenes
de la Sociedad Fígaro buscaron el cuento y el poema de paisajes andinos, al tiempo que Calle, Roberto Andrade, Luis A. Martínez, empeñábanse, desde las páginas de la Revista de Quito, en la nota costumbrista, el capítulo de realidad y
la descripción de la naturaleza.
En Remigio Romero León la consecuencia tradicional explora en historias de lejano abolengo y en recientes episodios que revelan comunes orígenes como si fueran arrancados de iguales troncos de vitalidad, de contradicción y de lucha, de
aspiraciones y frustrados sinos. En sus Leyendas Olvidadas, libro que aguarda la rehabilitación para que perviva en la presencia patria, se ha encarecido el color local y el movimiento de personajes en cuyo barro primigenio se estudian condiciones y
excelencias dignas de incorporarse a los valores ecuatorianos. Leyendas como «La princesa de tumbes», poemas como «El capulí», marca de lugares bañados por los cuatro ríos del Austro; vigía que observa con sus «racimos de pupilas negras», hablarán de una poesía que despierte armonías de montañas y valles nuestros, que avive evocación de figuras serranas o que traiga el escorzo de voluntarios que marchan con el yaraví en los labios o cuadros de ingenua verdad como aquel en el que aparecen los áureos juguetes de la gloria.
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La obra parca y cincelada de Alfonso Moscoso (1879-1952), se revela a principios del siglo. Fino, selecto poeta, pertenece al que pudiera llamarse primer modernismo en el que se oyen las notas nuevas de Aurelio Falconi y de Luis F. Veloz, quienes fundan la revista Altos Relieves, acogiéndose, más que a los ritmos de Rubén Darío, a la entonación de los precursores José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Julián del Casal.
Privado por afán de perfección, Alfonso Moscoso publica raramente sus poemas. No llegan a una veintena los que ofrece a revistas y periódicos de su tiempo. Mantiene después un largo silencio, un hermetismo que para algunos suena a la
rodoniana sabiduría de «los que callan». Pero sus estrofas perduran en las antologías y se le compara con Leconte de Lisle por su maestría descriptiva y la corrección de la forma o se piensa en el antecedente de Heine al leer sus breves Suspirillos Germánicos, matizados de sonriente melancolía.
Acierta enteramente en su poema «Los aserradores», cuadro de los más tangibles y vigorosa expresión del canto ecuatoriano. Definitivo relieve, rodeado de atmósfera viva, rico de sol de nuestra tierra, que forma un lago de luz en la parte descuajada de la selva. La sierra, halada por las diestras hercúleas, eleva la música del trabajo, rompe el tronco secular. Se hinchan los músculos de los aserradores. En el remanso de sus vidas no ha caído la guija del misterio que alborota las aguas. Ellos ignoran de las cosas profundas y es su destino la monótona tristeza de tajar el árbol. Pero algo canta de misterioso en el afanar indefinido de sus almas.
«Los aserradores» llamó a la crítica como una de las más claras anunciaciones de un poema que encontraba caracteres propios, incautándose, con grande plasticidad, de nuestro paisaje, y que levantaba, también, como en una advertencia,
la inquietud social desde
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la parcela de los humildes. Poema recibido con entusiasmo, hizo pensar en el advenimiento del gran poeta, descriptivo, más cercano al nórdico Longfellow de «El herrero de aldea», que al autor de La Agricultura de la Zona Tórrida y sí menos reverberante que el Valencia de Anarkos, inclinándose a mirar tanto la fuerza tranquila como las desazones del espíritu de los hijos del trabajo.
El exigente Manuel de J. Calle celebró, como acabados, los poemas de Alfonso Moscoso, gozándose, sobre todo, en la relectura de ese biografismo lírico del «Viejo de la esquina», rumiador de recuerdos, víctima del garlito de la esperanza rota que revienta después en atroz risa.
Sonetos como el de la tormenta que soporta el pastor mientras el rayo fulmina a sus ovejas, en paisaje andino que se alumbra con relámpagos de aguacero; cantos de año nuevo, y trozos de su leyenda de las recordaciones, vuelan, para ser recogidos y guardados en las revistas contemporáneas. En esta, el nombre portugués, Saudade, corresponde a la memoria de distancia y presencia, a la remembranza que nos es acicate; al día en que parecen fundirse la partida y el regreso. No es solamente el recuerdo, aquel volver los seres y las cosas al corazón, ni el remember de los ingleses, retorno a la memoria, dos veces memoria. Insinúa la saudade raros sentidos de prolongación de las imágenes que no pueden asirse, pero que
duran más enteras que, cuando reales, se levantaron para vernos o esperarnos.
El poeta se retrae tempranamente. No quiere volver ni a sus alegatos en los cuales una justiciera pulcritud relievaba la letra de las leyes, ni a los estudios que trazó sobre las ciencias jurídicas, como el de su tesis de Licenciatura, Algo de lo más vulgar y conocido acerca del salario, de tan modesto título, no obstante lo adelantado de sus teorías, la lucidez del concepto
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y la brisa, seria y revoltosa a la vez, de la reforma que aligeraba sus párrafos sustanciales.
No deja, por supuesto, de escribir versos. Duran los papeles en los que fue dejando sus apuntes líricos de los últimos tiempos. Hay en ellos cuadros ambateños aclarados en verde de recuerdo. O acuarelas de esta ciudad de Quito a la que Moscoso dedicó sus lentos paseos para buscar el detalle y tejer los hilos de la memoria. Cuentos y romancillos, estrofas que ensayan el repentismo ingenioso, la breve impresión de la saeta de españoles toques; la copla que suena a bordón o los asuntos de la cantiga. Como en la parábola de su «Viejo de la esquina», revientan esperanzas, aparecen alegres propósitos, pero avanza su escepticismo que le llevaría a buscar la tarde silente, por más que en otras mañanas de tersa luz y de flor de recomienzos, quisiera abrir su corazón a una perspectiva sin matices sombríos.
Frente a la obra de Manuel María Sánchez, (1882-1935), pensamos en que la frase de Pereda Valdez, «la poesía sirve para llenar el hueco que existe entre dos hastíos», aplicable quizá, con toda su pesimista especie, al esporádico poeta que dice su palabra en los entretiempos del camino, quedaríase lejos de esa consecuencia casi ritual que se advierte siguiendo a Sánchez a través de las épocas de su vida en las cuales estuvo cerca de la poesía.
Nicolás Jiménez, el prologuista de su libro póstumo, se refiere a la sorpresa del encuentro, a la muerte del poeta, de abundante producción, florecida en todos los géneros, como para repartirla entre algunos autores. Por eso, el
ordenador de sus poesías, las
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clasificó en épicas, elegíacas, descriptivas y poesías varias, entre las que están en mayor número las de índole amorosa. Y es que Manuel María Sánchez no había revelado si no una parte de sus páginas, por más que
perseverara en el verso hasta sus últimos días, cuando en el poema de afecto y remembranza, con matices de historia, trazado en el metro de antigua prosapia que fue el de las renovaciones de Darío y los simbolistas, escribió su canto a la ciudad de San Francisco de Quito.
Hay que hallarle en su libro, como en la ruta de un diario íntimo, en esa confesión rítmica y de imágenes y de sentimientos en la que se desenvuelve. De tal modo nos parece que de regreso de la cotidiana labor o de la lucha y figuración políticas en las que dejó noble huella, buscaba el equilibrio suavizante de la poesía, para confiar a las cuartillas el mesurado alegrarse en el que se reconfortaba su espíritu de templanza; para decir de su enternecimiento o evocar a los muertos amados con el tacto élego que alborea en sus páginas desde los comienzos.
Las poesías conocidas antes de la aparición de su libro eran, sobre todo, las épicas de su primera juventud y algunas elegíacas. Cantos patrióticos como
aquel «Entre las selvas», dedicado a los muertos en el combate fronterizo de Angoteros y Solano, que se marca con algo de la rumorosa música de Tabaré, la leyenda de Zorrilla de San Martín, que habían logrado gran fortuna, por su mecido acento de naturaleza americana, entre los poetas del novecientos. Cantos a España y a Chile, a la libertad de imprenta, etc., surgieron por entonces y se habló del joven poeta tribunicio más que del poeta civil y del que podía manejar con
igual destreza los acerados ritmos como los que, cordiales, acertaron en las voces propicias a la confidencia.
Otros poemas, de más ajustada técnica que no aminoró su espontaneidad, aparecieron más tarde, como
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su elogiado «Paz», del que se dijo que correspondía a un alejandrinista de toques originales, pues que su ritmo no recordaba exactamente al ágil Darío de los músicos mejores, ni al casi otoñal poeta de «Francisca», de acendradas esencias, ni a Machado, ni a Juan Ramón, en sus versos de las catorce sílabas. Alejandrinismo serpenteante, señalado por pausas suyas, que se manifestó en antes con flexibilidad en los versos dedicados a Bruzual López, canto delicadísimo a la madre, y que volvió a vibrar hasta sus estrofas de la víspera, las que consagrara a Quito, pidiendo ser arropado por la transparencia de una de las mañanas de esta ciudad de su nacimiento.
Otros de sus poemas miraron hacia el campo de sus mejores energías, vertiéndose, por eso, en la medida suscitadora y formadora de los cantos escolares. El Ministro de la reforma, el Rector del Mejía, mantuvo, en su obra poética, un sentido educativo que ya partiese de sus composiciones patrióticas, elegíacas o de otro carácter, se diría que contorneaba, como para los niños, el alma de la piedad.
De manera póstuma se descubrió y publicó una parte de sus cantos de autoelegía. Los de oír el latido del propio pecho, observa Nicolás Jiménez, como si se asistiese al cálculo de la hora en la que se quedará paralizado.
Los descriptivos permanecieron, también, en buena parte, ignorados. El poeta, frente a la naturaleza, empeñábase en las pinceladas de color, sin separar de su gusto paisajista el lirismo que brota, y buscándolo más bien en el estado de
alma. ¿Clásico, romántico, afilado en algunos versos en los rumbos precursores de la nueva poesía? Lo interesante es verle y seguirle en la fluencia de sus estrofas, en su historia anímica que se atersa como los valles, arrancándose de los duros filos de la cordillera.
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Verso armonioso el de Remigio Tamariz Crespo (1884-1948), le sirve igualmente para la pintura como para el subjetivismo que en su caso fue calificado de romántico por los comentadores de sus libros.
Continúa Tamariz Crespo la dinastía lírica de los Remigios de Cuenca, y tiene, como ellos, el gusto por la estrofa y por la música que si mantenida en clásicos diapasones no se aparta de cierto aire moderno que va con la época.
Su poema «Lucía» (1916) prosigue, en cierto modo, el tema de «Mi poema» de Crespo Toral y se desarrolla en estrofas iguales, semejantes a las que compusiera Garcilaso y sirvieran a fray Luis de León para sus odas a la vida del campo y al músico Salinas, ese de los ojos ciegos y el resplandor interno del tacto sutil y de la armonía. Dícese, entonces, que los poemas de Tamariz inician, en nuestro medio, una poesía descriptiva y sensible como la de Núñez de Arce y merece encomios su pictórica agilidad que llevándonos por campos del Azuay para descubrir alguna pincelada virgiliana, es también de los interiores paisajes del alma que se busca en sus ocultos caminos, en sus emotivos horizontes. Lucía es figura endulzante y romántica como la de Musset y el mismo poeta advierte que, muy libremente, ha parafraseado el admirable poema del autor de «Las noches» para lo que le sirvió de auxiliar, aunque en pequeña parte, la buena versión, en romance
heroico, de Llorente. Poema elegíaco que da en el pedido de Musset, al reclamar para su tumba la abatida cabellera del sauce que llora: «Amigos, cuando muera,/ plantad un sauce en la mansión postrera./ Amo su dulce, pálida verdura;/ de sus
frondas el manto funerario,/ y en mi lecho de tierra solitario/ propicia me será su sombra oscura».
A su «Malvarosa» le llama «margarita indiana», en carta con la que dedica el poema al escritor español Ricardo León. En sus diez cantos se apuntan los motivos de la égloga y del idilio en un desfile de cuadros
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de la naturaleza austral, en colorida profusión de sus flores y de sus frutos, de sus cielos de mañana o con arrebol de atardeceres. Repararon los críticos en la ingenuidad de sus personajes, pero era el comienzo del relato de criaturas pastoriles o de amores solariegos que entretejían escenas en son triste o trágico, en las riberas del Paute, acaso de la mayor belleza entre los parajes ecuatorianos, y que establecería continuidad hasta llegar a la «Égloga triste» de Remigio Romero y Cordero, flor del género.
Poeta vernáculo; como, expresa Víctor Manuel Albornoz, el mismo describe su condición en «El capulí», «rimada autobiografía de su modalidad sentimental/, elogio del árbol heráldico de su patria azuaya, árbol a la sombra del cual se teje y deshace la urdimbre de la mayor parte de las vidas de los soñadores hijos de la región» o eleva a personaje de pajonales y sembríos, al solitario o pinta sus «Cromos tropicales» del paisaje costanero.
El espíritu de la elegía, lamentación que baña todos los ámbitos, lágrima de las cosas en el sentir de Virgilio, en la extensión que al difundido dolor quiso dar el poeta latino, se cultiva profundo y vario en la obra de Gonzalo Cordero Dávila (1887-1933). Diríase que su visión decurre penetrando el sino fugaz, la erranza de los seres, la quebrada condición de la existencia.
Casi íntegramente en la forma del soneto se vierten sus elegíacos sones, reunidos en su libro Voces de la Adolescencia. «Me place esta monotonía -escribe Gonzalo Zaldumbide- de un corazón que se obstina, de una vena que manando crece. Y me place que
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su pena absorta, añada a su monotonía la del ritmo en que se condensa y de la forma en que dura. Siempre iguales de alma y jamás los mismos, esos perfectos sonetos fúnebres se diferencian en todo bajo la sombra uniforme y el fin idéntico. Lapidarios, simétricos, alineados, se alzan a guisa de estelas. O más bien esos sonetos concéntricos se suceden uno tras otro, y pasan como despertando en la estancada tristeza contemplativa, el temblor de emoción o recuerdo que se ensancha estremeciendo el alma».
Es cierto que, como observa Zaldumbide, el secreto último de su elegía que se concentra y a la vez se expande, reside en su propia tristeza que, siendo un tanto silenciosa, alcanza sin embargo a repartirse en lo circundante. Siente Cordero
Dávila esa potencia de adioses que hay en las personas y en los momentos y se adelanta a seguir la ruta por donde pasarán despedidas y trémulas alas que apenas nos rozan la frente. «Amaritudo magna», «Siempre errante», «No se vuelve», «Por mi tristeza», «Omnia Lugens», tales algunos de los títulos de sus sonetarios consagrados a dejar la memoria de lo que fue, y hasta la impresión de fugitivas dichas.
Acércase a las vidas humildes y no serán contadas las elegías que escriba para los labriegos, para los gañanes, cuyo humus se mezcla con la tierra de los cementerios pobres y parece evaporarse en la niebla de amaneceres en los que la
vida recomienza, pero siempre en su calidad de volverse al principio para indetenible viajar.
Gonzalo Zaldumbide quien estudió anunciadoramente a este poeta de estirpe de poetas, dice que «de las personas extiende su duelo a las cosas familiares abandonadas. Su melancolía les presta un alma doliente, constante. Tanto que no se sabe
si su pena está en ellos o en él. Poeta de la heredad, del huerto amado, del árbol fraternal; fiel a lo suyo y a los suyos; prisionero voluntario de su horizonte, Gonzalo Cordero Dávila ha hallado dentro del cerco de los aislantes
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montes natales su inagotable universo. Ha hallado su centro ahí donde le fijaba la ley del amor primigenio, donde reposan sus muertos, Lleva consigo su mundo, porque lo lleva en su corazón. ¡Feliz concordia del alma con todas las cosas hermanas, frescura a toda aridez en la pradera por siempre elísea de la infancia y la adolescencia!».
y en medio el lago, en medio de la áurea entraña abierta,
do rígida se cae sonante la hoja muerta,
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en las nudosas ramas de basto horcón reclina
el agrietado tronco, la corpulenta encina.
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En vaivén pausado del sol a los rigores,
laboran jadeantes los dos aserradores.
Medio inclinado el dorso, la frente hacia la altura,
los brazos levantados: la atlética figura
baña el uno en el polvo del aserrín dorado
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que al resbalar la sierra se esparce perfumado.
Sobre el horcón el otro como una estatua hercúlea,
realza sus gruesas líneas la atmósfera cerúlea:
echado atrás el tronco, la frente hacia la tierra,
los puños en el pecho, halando de la sierra.
30
Los dos tienen los rostros en bronce modelados,
los pómulos salientes, los labios abultados,
los negros ojos tristes, la greña lacia, oscura,
las almas impregnadas de matinal frescura.
En el desnudo pecho que se hincha palpitante
35
dibújase el esfuerzo del músculo pujante;
y allí no punza el dardo que aguija los anhelos,
que aviva las nostalgias, que enciende los recelos:
en sus pupilas hoscas de diáfana negrura
se ve la austera calma que alienta su alma pura.
40
¡Oh, los desnudos pechos que se hinchan palpitantes
luciendo los contornos de músculos pujantes...
No aspiran de la cumbre los nítidos blancores,
do imprime el sol que muere sus besos de colores;
de una tristeza ignota no abrásanles las llamas,
45
si las marchitas hojas se caen en las ramas;
no arráncales suspiros arcanas penas hondas,
si pueblan los espacios los cantos de las frondas;
no buscan el sendero que la esperanza finge;
no inquieren los abismos; no anhelan de la esfinge
50
saber el grave enigma... Sobre la negra oleada
que pasa tumultuosa, rugiente, desatada,
sus barcas milagrosas deslizan, mansamente,
hacia la mar sin playas la proa reluciente!
—65→
Los pechos que fatigan las rústicas labores,
55
ánforas son que guardan balsámicos olores.
Cuando la sed humana, sed de igualdad, despierta
la innata rebeldía, latente, nunca muerta,
calma el ardor que escuece la sensitiva entraña,
la húmeda y vital onda que llena la montaña.
60
Cuando la vida plácida ostenta claros soles
y dentro el alma surgen brillantes arreboles,
los corazones abren a la ventura humana
como rosales nuevos que enflora la mañana.
Y ellos, los que fatigan las rústicas faenas,
65
cuando sus broncos nervios crispan amargas penas,
quizá al clavar los ojos en la azulada comba
como a un conjuro, abaten la amenazante tromba.
En la tupida selva, de rico sol bañada,
lago de luz semeja la parte descuajada;
70
y allí en vaivén pausado, los dos aserradores
laboran jadeantes, del sol a los rigores.
Como estandarte inmenso que el aquilón flamea,
la selva inmensurable sus frondas balancea;
la sinuosa línea lejana de occidente
75
con los postreros ayos colora el sol muriente;
hay floración de rosas en el brillante cielo;
hay cantos y perfumes en el umbroso suelo,
y ávidos de reposo que en el hogar se anida,
para encender de nuevo las fuerzas de la vida,
80
hacia el sencillo albergue, quizá sin luz ni amores,
la selva opaca cruzan los dos aserradores.
—66→
El viejo de la esquina
Altar de luz donde el dolor oficia
llamo a la esquina blanca
que bruñe el lampo de oro que se cuela
por la angosta calleja de mi casa.
Allí, cuando derrocha sus tesoros
5
el sol de la mañana
y las ráfagas frías de la aurora
baten aún las transparentes alas
se para el viejo cuyos glaucos ojos
cercan rojizas manchas
10
y encapotan los párpados rugosos
que besa el pelo de sus cejas lacias.
La áspera barba gris al retratarse
sobre la esquina blanca,
finge contornos de un león gigante
15
que al sol calienta su dormida rabia...
—67→
Allí se para el viejo; y en la rubia
fulgurante cascada,
vigoriza la carne entumecida,
empapa la angulosa indumentaria;
20
y en tanto los ardores germinales
de la celeste llama
-beso de gloria que a la par disipa
el frío de las venas y del alma-
hieren las hoscas sombras de taberna
25
que giran apretadas
bajo la frente, surge para el viejo
de sus memorias viejas la luz pálida:
labios de hoguera en que el amor transforma
el corazón en ascua,
30
y en que elabora sus más puras mieles
la juventud florida: luz que irradian
dos húmedas pupilas más serenas
que la comba azulada
en que se expande el nacarino efluvio
35
de la infinita placidez del alba.
Lejanos ecos que a compás repiten
canciones de esperanza
cuyas notas de perlas desgranaron
los sonrosados labios de la infancia.
40
Y en mágico desfile van pasando
las visiones aladas
que, del recuerdo los sedeños pliegues
al distender, seducen la mirada
con las alegres tintas luminosas
45
del amplio panorama
de juventud ardiente, primavera
que la de abril más fúlgida y rosada.
—68→
¡Ay, volandera ronda de visiones
que a la tarde del alma,
50
paseáis la antorcha funeral que un día
lució la esplendidez de la mañana!
¡Oh vanidad del todo!... ¡Cómo dejan
un reguero de lágrimas,
el dorado garlito del ensueño
55
y el mentir celestial de la esperanza!
¡La hermosa mano que besamos trémulos,
la mano delicada
do se visten de seda las caricias,
entre las sombras el puñal recata
60
con que nos hiere pérfida!... ¡Oh quimérica,
oh libertad menguada!,
Dónde está tu poder, ¡ay!, ¿dónde, dónde?
Cuando un turbión de sombras nos arrastra
por una agria pendiente, y es en vano
65
que fulja la luz clara,
si nos cegó con rosas y jazmines,
¡asaz traidora, la ternura humana!...
¡Oh, la ilusión bendita!... ¡Oh, el anhelo!...
¡Abrumadoras cargas
70
que en el amargo viaje de la vida
aumentan el rigor de la jornada!...
¡Oh la vida... la vida!... pensó el viejo
y orlaron su frente alba
profundos surcos de dolor. Sus labios
75
contrajo de la muerte la nostalgia
y de pronto inundó su faz hierática
una atroz carcajada,
y mirando hacia el cielo, lentamente
se alejó por la calle de mi casa.
80
—69→
Mi canción de año viejo
Pendientes de la mano nacarada
la cestilla y la hoz,
la blanca segadora, sonriente,
se va a mi corazón.
Las uvas hinchadas de jugo sabroso,
las áureas espigas rizándose al soplo
del viento a que baña la lumbre del sol...
¡A coger, a coger
fruta almibarada, sazonada mies!
Abrió el surco fecundo la esperanza
con su reja de luz,
regó el ensueño la simiente fresca
una mañana azul.
¡Cómo habrá rasgado la savia prolífica
los senos arcanos que guardan la vida,
si ardió a calentarlos fe de juventud!
¡A coger, a coger
fruta almibarada, sazonada mies!
—70→
Los senderos bordados por las flores
que revienta el rosal;
lleno el ambiente del fecundo vaho
de aromosa humedad;
vibrantes y lustras mil alas de seda;
movible el enjambre, llamando a la siesta
con su perezoso, lánguido zumbar...
Ven, segadora, ven
te aguarda la espiga, te espera la miel.
Pendientes de la mano nacarada
la cestilla y la hoz,
la segadora blanca: mi memoria,
llegó a mi corazón.
La hincaron las zarzas, las zarzas arteras,
las zarzas del campo cubierto de nieblas
que lentas plegaban su denso girón.
Con perezoso andar
la espuma del cielo, la niebla se va.
Ascendieron las nieblas la montaña
del lejano confín,
y allí orlaron las crestas y el barranco
con su plumaje gris.
Y mostrose el yermo que el viento cruzaba,
los pámpanos secos llevando en las alas,
hacia un mundo helado que no tiene abril.
La muerte doquier,
por doquiera olvido, silencio, aridez.
¡Oh! Blanca segadora melancólica
que soñaste un edén
y viste yermo el campo de esperanzas
que nacieron ayer,
torna al pensamiento, torna al frío alcázar
do nunca sus iris quiebra la luz blanca,
do, si todo es claro, ¡todo sabe a hiel!...
[...]
¡Qué negro y triste está
el hondo vacío de mi soledad!
—71→
Acuarelas
Ha florecido el geranio
de los pétalos granates,
tan rojas están las flores
como si fueran de sangre.
De sangre viva que afluye
al corazón palpitante,
que no de sangre de heridas
abiertas por los puñales.
¡Ramos que guardo, por suyos
sus ojos no han de mirarles!
La ausencia apagó la hoguera,
más los rescoldos aún arden.
Fue llama, cual de la zarza
bíblica, que es lumbre de ángeles,
palabra de oro del cielo,
no fuego para el desastre.
Se apagó como el lucero
del alba en la luz del aire,
—72→
como el esplendor del día
en el turquí de la tarde.
[...]
Luz diamantina; mar de ámbar;
brisa que la vela expande;
bordando las lejanías
alas de garzas errantes;
y en la barca de los sueños,
alma rosa del paisaje,
mañanera flor de amores,
la virgen de los cantares.
Después... la barca en la orilla;
neblina azul de saudade;
lento esfumino de ausencias
dando a las cosas distantes
la vaguedad de las sombras;
y, al fin, para el alma amante,
fue sólo un haz de perfumes,
como la Ofelia de Hamlet...
Florece en mí su recuerdo,
cuando, de flores granates,
se viste el viejo geranio
que ella me dejó, al dejarme.
—73→
Quito
Los breñales que el lar y las trincheras
fueron ayer de la cobriza gente,
solar son hoy de la urbe sonriente
que ata al morrión turquí, nubes cimeras.
Con dulce zumo azul de sus heleras,
5
la nutre el monte que ciñó a su frente
gloria eternal y lleva reverente
las llagas del de Asís en sus laderas.
Cachorra de leona, sus blasones,
aves en vuelo y orla de cordones,
10
ostentan con la plata de un castillo;
y es para la rebelde hija de España,
que lactó cuatro siglos la montaña
un seno maternal el Panecillo.
—74→
A Hipatia Cárdenas de Bustamante
La chispa de tus ojos,
una centella,
y un ascua tu palabra
de ática cepa.
¡Cuánta candela
5
pronta a soltar la furia
de las tormentas!
Así Dios, que entre rayos
se anuncia y crea,
que arde en el sol y es llama
10
de luz eterna.
Su obra más bella,
el reguero de fuego
de las estrellas.
De tu fragua mirífica
15
salen las peñas,
leves como el perfume
de las esencias.
¿Otoños?... ¡Deja!
No hay los tonos oscuros
20
en tu paleta.
—75→
Sombras, sólo en tus ojos,
caos y hogueras,
carbones encendidos
de la Leyenda;
25
pero perpetua
en tu alma, alada música
de castañuelas.
Soberana divina
cuya luz quema
30
y prende en los espíritus
la primavera,
¡oh maga excelsa!
A tu lado, un arcángel
guía tus huellas.
35
—[76]→
—77→
Manuel María Sánchez
—[78]→
—79→
Patria
(Recitación escolar)
Patria de mis ensueños, tu nombre soberano
es como el sol, despide calor y claridad,
y no hay una palabra que en el lenguaje humano
tanto como ella exprese dulzura y majestad.
Patria, tu nombre vibra, vibra cual una nota
5
de una maravillosa y divina canción,
cuando, como la cifra de mis amores, brota
aún más que de mis labios, de aquí, del corazón.
Patria, tu nombre tiene para mí una fragancia
primaveral y suave, deliciosa y sutil,
10
y, al pronunciarla, creo que se enflora mi infancia
con todos los rosales con que sonríe abril.
Luz y ritmo, y perfume, compendio peregrino
de cuanto hay en la vida de amable y seductor,
—80→
si traducir no puedo lo que eres, te adivino
15
en el azul del cielo, en el trino, en la flor.
Te admiro en la blancura de la alta cumbre austera
que eligen los cóndores para hacer su nidal
y en tus valles jocundos de eterna primavera
donde enrojece el fruto y se dora el trigal.
20
Estás en cuanto yo amo y estás en cuanto anhelo,
en el santuario oculto de mi bendito hogar,
en todo lo que es canto y en todo lo que es vuelo.
¡Hasta en mi sangre ardiente te siento palpitar!
Patria, tierra sagrada de honor y de hidalguía,
25
que fecundó la sangre y engrandeció el dolor,
¡cómo me enorgullece
poder llamarte mía,
mía, como de madre, con infinito amor!
Por tus cruentos martirios y tus dolientes horas,
por tus épicas luchas y tu aureola triunfal,
30
por tus noches sombrías y tus bellas auroras,
cúbrenos siempre, ¡oh Patria!, con tu iris inmortal.
Bajo la sombra augusta de tu glorioso emblema,
que es sobre nuestras frentes como una bendición,
hará nuestra inocencia, cual oblación suprema,
35
el ara de tu culto, de cada corazón.
—81→
Sangre gloriosa
Sangre de los anónimos guerreros
que en sus anales olvidó la Historia,
tu empurpuraste, un día, los senderos
que recorrió la Gloria.
Sangre de sacrificio, en inexhausto
5
venero de virtud, fuiste vertida
y, en la sublimidad del holocausto
de ti brotó la vida.
Vino de las vendimias de la Muerte
escanciado en el valle y en la sierra,
10
en su profunda entraña al absorberte,
se fecundó la tierra.
Y convertida en savia milagrosa
y hecha del todo universal sustancia,
eres miel en el fruto y en la rosa
15
eres suave fragancia.
Sangre de innominados campeones
regada en legendarias aventuras,
aún palpitas en nuestros corazones
para lides futuras.
20
—82→
De «San Francisco de Quito»
Así, Naturaleza con manos maternales
te entrega sus riquezas, y, colmando tu anhelo,
te muestra el ondulante manto de sus candeales
que fray Jodoco Ricke depositó en tu suelo.
Aunque no lo haya dicho, tal vez, ningún cronista,
5
pienso yo que, mirando la amenidad de tu agro,
al llegar a tus puertas, tras de la ardua conquista
hincose de rodillas el mariscal Almagro.
Tranquila y apacible, rebelde y tormentosa,
hecha, como el Pichincha, de nieves y de llamas,
10
sonriente y ceñuda y terrible y graciosa
aun para tus desgracias encuentras epigramas.
Aunque eres aborigen, eres también latina.
Roma, París, Toledo te dieron su grandeza,
y has heredado toda la inspiración divina
15
de aquellos que elevaron a un culto la belleza.
—83→
Para cada convento, para cada santuario,
y para las mansiones de próceres y oidores,
hubo derroche de arte. Fuiste, así, un relicario
que guarda, noblemente, los más raros primores.
20
Por Santiago y Gorívar, Carrillo
y Caspicara,
en las tierras hispanas tu fama se extendía;
pero llegaste, Quito, a ser aún más preclara
por tu alma generosa de insigne rebeldía.
Eres predestinada para todo heroísmo,
25
para toda injusticia lanzas tus anatemas,
y cuando se levanta, soberbio, el despotismo,
esgrimes el acero en las horas supremas.
Fue tu gesta en la noche colonial, una aurora;
tu grito en la tiniebla como un clarín guerrero
30
que a somatén llamaba. La empresa redentora
halló en tu sacrificio el esfuerzo primero.
Cuando quiera que surge menguada
tiranía,
le opones resistencia, rechazas sus agravios,
vindicas el derecho, sancionas la osadía,
35
y retas a la muerte con la risa en los labios.
Y así como ante el crimen de indignación te inflamas
y estallas, como el rayo, en fieras explosiones,
eres plena de gracia y de bondad cuando amas
y robas dulcemente todos los corazones.
40
—84→
Paz?...
En el jardín de Antipas, los floridos rosales
de Jericó esparcían sus divinos aromas;
se oían los conciertos de las fiestas pascuales
y en el atrio del templo se amaban las palomas.
Tenía aquella tarde radiante de Judea
5
un encanto muy suave y una dulzura extraña,
cual la diáfana tarde en que oyó Galilea
al Rabí el inefable Sermón de la Montaña.
Bajo un cielo azul pálido, en esa hora de nona,
en el confín lejano del inmenso horizonte,
10
formaba el sol como una luminosa corona
sobre la yerma cumbre del descarnado monte.
Y, allí, -mármol sangriento- inerme ya y exhausto,
el pálido Profeta de las consolaciones,
en el leño infamante, ara de su holocausto,
15
agonizaba, en medio a escribas y sayones.
—85→
De sus mustios cabellos caía, gota a gota,
la sangre del martirio, y sobre su cabeza
que la diadema hiriente de espinas dejó rota,
esplendían aureolas de luz y de belleza.
20
El Gran Ajusticiado, inmóvil, casi inerte,
no miraba los gestos de las turbas, no oía
los acerbos sarcasmos; sonreía a la muerte
dulcemente y soñaba en esa hora sombría.
Soñaba que vendrían otros tiempos mejores
25
y que en la tierra, fértil con el sangriento riego,
brotarían, piadosas y lozanas, las flores
del amor, no los cardos del odio insano y ciego.
Soñaba que del germen que regaban sus manos
torturadas, salían sólo frutos de vida;
30
soñaba que los hombres eran todos hermanos
y ya no se esgrimía el puñal homicida.
¡Cuán vano fue el anhelo de tus supremas horas,
cuán vana tu esperanza, doliente visionario!...
La noche aún nos envuelve; no brillan las auroras
35
de paz y de justicia que viste en el Calvario.
Aún es la especie humana como un rebaño hambriento
de lobos insaciados, en perdurable guerra,
aún se esgrime en combate implacable y cruento,
la quijada del asno de Caín, en la tierra.
40
¿En donde está, ¡Oh Profeta!, la visión de aquel día,
cual la virtud fecunda de tu amoroso empeño?
Menesterosos siempre de amor y de alegría,
los pueblos, ¡Oh! Maestro, aún sueñan con tu ensueño.
—86→
Piedad
Piedad para los débiles, los niños
que van por los caminos de la vida,
huérfanos de esperanzas y cariños,
de caída en caída.
Piedad para sus frentes -abrileños
5
lirios que el viento del dolor inclina-
donde jamás tejieron los ensueños
su tela peregrina.
Piedad para sus ojos errabundos
que parecen mirar cosas extrañas;
10
ojos meditativos y profundos
de pupilas hurañas.
Para sus labios secos y marchitos
que la miseria con sus hieles llena,
piedad; piedad para sus roncos gritos
15
de hambre, de sed, de pena.
—87→
Piedad para sus rostros demacrados,
pálidos como rosas del invierno,
que nunca se han sentido acariciados
por el beso materno.
20
Piedad para sus manos, esas manos
que, cruzadas de rojas cicatrices,
demandan compasión de sus hermanos,
los ricos, los felices.
Piedad para sus plantas diminutas
25
que hieren y ensangrientan los zarzales,
plantas que, acaso, seguirán por rutas
y senderos fatales.
Piedad para sus cuerpos mal vestidos
que el frío azota y el calor hostiga;
30
cuerpecitos dolientes de vencidos
que caen de fatiga.
Piedad para sus tristes corazones
en donde nada canta ni florece,
yermos que el huracán de las pasiones
35
desvasta y aridece.
Piedad para sus almas sin ternuras
de donde huyeron ya las alegrías;
almas faltas de sol,
almas oscuras como ánforas vacías.
40
¡Piedad para sus días sin encanto,
piedad para sus noches sin sosiego,
piedad para su llanto,
piedad para su ruego!
—88→
Al pastaza
Tú me recuerdas al Titán vencido,
en tu ira excelsa, en tu infinita saña.
Tú, como él, pretendiste la montaña
escalar, y al abismo has descendido.
Un implacable dios te ha retorcido,
5
como a serpiente colosal y extraña
y de las pétreas rocas en la entraña
te hundes aún más y lanzas tu rugido.
Pero aún tienes aliento todavía,
a pesar del dolor con que te abruma,
10
y, al extinguirse tu imposible anhelo,
magnífico y terrible en tu osadía,
a lo alto arrojas tu sutil espuma
para escupir tus cóleras al cielo.
—89→
El maestro
Se fueron los chiquillos,
quedó vacía el aula,
vacía y silenciosa, como queda una jaula,
cuando, en busca de espacio, vuelan los pajarillos.
Y, cuando lentamente
5
se apagó, a la distancia,
el eco de las voces, tornó el maestro a la estancia
y un pliegue de tristeza se dibujó en su frente.
El último reflejo
de la tarde moría
10
y la sombra medrosa de la noche invadía
la clase solitaria y el corazón del viejo.
El maestro, el buen maestro,
en el silencio grave
de la hora, en su cerebro, como fatídica ave
15
sentía que aleteaba pensamiento siniestro.
—90→
Tras de esa despedida
parecida a la muerte,
¿cuál sería el destino, el porvenir, la suerte,
que a esos hijos de su alma reservaba la vida?
20
La vida es la madrastra
que implacable tortura;
la vida es la corriente cenagosa e impura
que a abismos insondables de pasión nos arrastra.
Y vio, en largos desfiles,
25
en su angustia suprema,
con la vertiginosa rapidez de un cinema,
de todos sus alumnos los rostros infantiles.
Cabecitas castañas
y cabecitas brunas
30
y cabecitas rubias ¿qué diversas fortunas
tendréis por los senderos, qué fortunas extrañas?
¿Esa risa que enflora
vuestros labios de grana,
risa alegre y divina, perdurará mañana
35
cuando se desvanezca la edad encantadora?
¿Vuestras bocas, las bocas
que hoy desgranan canciones,
no mancharéis, acaso, con las imprecaciones,
en el vértigo infame de las orgías locas?
40
¡Oh! niños, ¡Oh! inocentes,
¿que será de vosotros?
¿Subiréis a las cumbres o como tantos otros,
del crimen o del vicio iréis por las pendientes?
Ante ese colosal
45
enigma pavoroso,
el pobre viejecito tan bueno y cariñoso
sintió que su garganta oprimía un dogal.
—91→
Y, en su inmenso dolor,
el maestro, el buen maestro,
50
lloró, bajo la garra de su pensar siniestro
en su Huerto de Olivos, como Nuestro Señor.
—[92]→
—93→
Remigio Tamariz Crespo
—[94]→
—95→
De «Lucía»
La heredad
En el confín de pintoresco valle,
do acaba de un sauzal la umbrosa calle,
se levanta el hogar, de limo y piedra,
en cuyos grises e imponentes muros
prenden sus mantos de esmeralda oscuros
la pasionaria y la amorosa yedra.
Mansión primaveral, llena de
encanto,
donde es mansa la pena, el amor santo,
huésped eterno Dios, las dichas ciertas,
y en cuyas tibias, plácidas estancias,
percibe el alma no sé qué fragancias,
quizá perfumes de venturas muertas...
Bajo las frondas de árboles añosos
se esquiva de los rayos ardorosos
de los estivos meses;
—96→
y desde los antiguos ventanales,
contémplanse los huertos de frutales,
la sierra, el río y las ondeantes mieses.
El patio extenso, por allá, limitan
las mansiones vetustas donde habitan
del amo patriarcal los servidores;
y por acá, el Melado, donde, al yugo
dócil, la yunta exprime el dulce jugo
de la caña, entre hierros chirriadores.
Cerca, luce el jardín su gala eterna;
allí, la nieve del jazmín alterna
con la viviente grana de las rosas,
y de la luz cautivan los encantos
amancayes, claveles, amarantos,
lirios de argento y castas tuberosas.
¡Aún florece el rosal, prez de mi ensueño,
pasión y encanto de mi ausente dueño!
Canta en sus frondas fúnebres arrullos
el aura de las tardes campesinas,
y siento dentro el alma las espinas
que defienden sus mágicos capullos.
¡Oh rosas de su culto!, en mudo idioma,
un himno cruel me canta vuestro aroma!
Lucisteis en su frente sin mancilla,
y os eclipsaron las mejillas de Ella,
que acaso mora en la primer estrella,
que, desde que Ella huyó, más pura brilla!
Cruzan el huerto plácidos senderos,
que bordean duraznos y limeros,
chirimoyos, perales y granados
y -de Ceres gentil dulce tesoro-
los naranjos de oro
de nupciales guirnaldas coronados.
Los cañaros, con flores como llamas,
los aguacates de opulentas ramas
y los magnolios de hojas siempre erguidas,
—97→
cuyas flores de espléndida blancura
semejan, del follaje en la verdura,
bandada de palomas adormidas.
En la cumbre, de próxima colina,
brilla el estanque de agua diamantina,
que, cuando llega el abrasante otoño,
derrama su caudal en las praderas,
brindando a las marchitas sementeras
la esmeralda y frescura del retoño.
¡Oh lago de ilusión, cuyas riberas
decoran madreselvas y moreras;
márgenes do me rindo a la agonía
de amar el muerto bien, y vago a solas,
ansiando ver su imagen en las olas,
como en el alba de la gloria mía!...
Partiendo el valle senda dilatada,
por sauces y eucaliptos sombreada,
conduce en sesgo curso al hondo río,
que rompe en rudos cánticos triunfales,
reverberando en fúlgidos cristales
las pompas de los cielos del estío.
Arriba, las dehesas verdeantes,
do rueda el agua en trémulos diamantes
y el paisaje se enferma de tristeza,
y donde las vacadas mugidoras
alegran las auroras
con gritos de pasión y fortaleza.
Abajo, de la pampa el atractivo,
donde, en lagos sonantes de oro vivo,
se yergue altiva la dorada caña,
preciado don de la fecunda tierra,
que en áureas copas, generosa, encierra
toda la miel de su materna entraña.
Los campos de guisantes florecidos;
los maizales erguidos;
el alfalfas oscuro, y los trigales,
—98→
cuyas blondas espigas,
del bien del hombre y del Señor amigas
aprisionan los oros estivales.
Y bajo el alisar de opacas frondas,
el Paute azul, de turbulentas ondas,
que azota de la margen los taludes
y avanza por el valle dilatado,
cual un grifo de espumas coronado,
entre coros de armónicos laúdes.
Capulíes de verdes y áureas hojas,
lucen doquier racimos de uvas rojas,
dulce codicia de aves y pastores;
y en baldíos, vallados y colinas,
los ágaves de entrañas nectarinas
al viento baten su pendón de flores.
Desde lo alto de setos y barrancas
el agreste moral de flores blancas
la tierra con sus pétalos alfombra;
y, en pomposas hileras, los olivos,
desbordando sus vástagos altivos,
convidan a soñar, bajo su sombra.
Los molles, que ornan la arenosa senda,
dan al suelo sus frutos en ofrenda,
que en él semejan un sangriento rastro;
y en farallones y viscosas faldas,
ostenta la aguacolla sus guirnaldas
de cálices de aromas y alabastro...
¡Dulce valle de ensueños y ventura:
en tu seno se aduerme la hermosura;
en su lira de flores, primavera
te canta; el ave, en su argentino idioma,
y en vario acento, el agua que se aroma
en el hierbabuenal de la pradera!
Los chirotes, alondras serraniegas,
que pueblan de himnos las azuayas vegas,
del arverjal en flor y del barbecho,
—99→
en parábola airosa se levantan
y en el ambiente azul alegres cantan,
luciendo al sol la púrpura del pecho.
Junto al nido que esconde la espesura,
plañe en golpes de arrullo su amargura
la tórtola infeliz, cuya existencia
acechan por doquier los cazadores;
¡y por ello, aun si canta sus amores,
preludia su orfandad o eterna ausencia!
Oculto en las retamas del sendero,
su honda veloz restalla el pajarero,
y, como chispas de dorada pira,
de los trigales, surge la miríada
de jilgueros, y vuela a la enramada,
que se transforma por encanto en lira.
Quizá, del Paraíso peregrinas,
las inquietas, alegres golondrinas
de negras alas y argentado pecho,
revuelan sobre el campo, entre el celaje;
trinan en el boscaje,
y son cual flores de la cruz del techo.
Donde ostentan las flores sus carmines,
del picaflor, don Juan de los jardines,
luce el peto de azul, oro y topacio,
y, con el ansia cruel de los amores,
besa temblando el cáliz de las flores,
y, cual flecha de luz, cruza el espacio.
Discurre el mirlo, a saltos por el llano,
y huye chillando al matorral cercano;
da in crescendo su queja el triguerillo,
y en la margen, do la onda se golpea,
el ceniciento cuerpo balancea,
en sus frágiles zancos, el patillo.
Pirata de los aires, belicoso,
desde el follaje de gomero umbroso,
otea el gavilán, en vil acecho,
—100→
y en el alto nogal de aromas rico,
el calvo cuervo, con el corvo pico,
lustra las plumas del cetrino pecho.
Y doquier el paisaje y la hermosura
del monte, del alcor y la llanura,
en áurea luz bañados;
bellos, rientes cuando el día empieza,
y heridos de nostalgia y de tristeza
cuando llora la tarde en los collados.
—101→
De «Malvarosa»
Canto tercero
Juan Flor; del Romeral, es un mancebo
que, a fuerza de ser cándido y honrado,
aún tiene el corazón tan puro y nuevo
como el día en que Dios lo hubo formado.
Alto, de recios miembros; bronceada
la faz, donde contrasta la dulzura
con el vigor; la frente sombreada
por una greña rígida y oscura.
Cuando sonríe, tras los labios rojos,
fulguran dos hileras de granizos,
y brilla en la negrura de sus ojos
la luz de los nostálgicos hechizos.
Sus ojos, ojos que piedad inspiran,
hechos para mirar dichas ajenas;
¡ojos que el fondo de las almas miran,
y cuando hablan de amor, hablan de penas!
—102→
De su cotona gris por la abertura,
se ve de bronce y bíceps un tesoro;
¡si bien puede el gañán, según el Cura,
desjarretar de un puñetazo a un toro!
Quien contrata con él, no va perdido,
porque él ama su
honor y odia el estanco;
quiere a todos; de todos es querido
y en sus sueños ve siempre un ángel blanco.
Es el mejor bracero de la aldea
no hay labor que supere a su energía,
y la más ruda e ímproba tarea
concluye siempre al promediar el día.
Perdió el triste al autor de su existencia,
y lucha, desde niño, por la vida
y por su madre, a quien tenaz dolencia
tiene en el lecho del dolor sumida.
De natural huraño y algo esquivo,
mira mucho, habla poco y nada finge,
y desde que el amor le hirió furtivo
se ha vuelto más callado que una esfinge.
Su patrón es don Cosme de Pedrales,
único rey de aquellos campesinos,
que funda su poder en sus caudales
y su orgullo, en añejos pergaminos.
Ha muchos meses que perdió la calma,
Juan, para el bien y la aflicción nacido;
oculta tempestad agita su alma
y se le queja el corazón herido.
La causa de su pena es Malvarosa,
que ignora su pasión, y ni lo mira,
¡y como él es tan pobre, y ella hermosa,
cuando la sueña y ve, sólo suspira!
—103→
Juan, aquel día de placer rebosa,
porque, al amanecer, Marta le dijo:
Estoy de minga, Juan, ven a mi choza
y el mingado mejor serás de fijo.
Fuese Juan a la cita muy temprano,
con fulgores de gloria en la mirada,
al hombro el poncho, y en la ruda mano
-cetro del bien y de la paz- la azada.
Marta y Griselda, ufanas lo acogieron;
la copa de la fiesta le brindaron;
de su tristeza y esquivez rieron,
y a ser galán y alegre le invitaron.
Diose luego principio a la deshierba;
dispersose al comienzo del sembrado
de los garridos mozos la caterva,
que presidía Juan, siempre callado.
Y del cortante hierro el golpe duro,
con que hería a la tierra su hijo y dueño,
vibró, cual himno, en el ambiente puro
de esa mañana, azul como un ensueño.
A las hierbas salvajes, arrancadas,
del sol el fuego bienhechor hería,
y del maíz las cañas aporcadas,
la tierra nueva con amor ceñía.
Entre la verde mies, veíanse a trechos
blancas cotonas, faldas amarillas,
membrudos brazos, jadeantes pechos
y el manchado blancor de los toquillas.
Juan, dejó atrás a todos, y su azada
con tal vigor la tierra removía
que, según un anciano, en su parada ninguna
hierba inútil crecería.
—104→
Griselda, en tanto, sin cesar calmaba
la sed del grupo intrépido y bizarro,
dándole -recompensa que anhelaba-
rubio licor, en jícaras de barro.
Hallole a Juan, cual siempre, pensativo,
entregado al rigor de su tormento,
y, en un arranque ingenuo y compasivo,
díjole en blando y cariñoso acento:
-Bajo este sol abrasador que enerva,
trabajas sin descanso, y ¡tan sereno!
Vas a acabar tú solo la deshierba;
¡Dios te lo pague, Juan! ¡eres tan bueno!
Él la miró, callado y dolorido,
como se mira siempre el bien lejano;
suspiró, a su manera, en un gemido;
hundió en la greña la convulsa mano,
y dijo: -Si es tu tierra, Malvarosa,
¡que mucho que la rieguen mis sudores;
a que sea tu mies siempre copiosa
y tengas tantos frutos como flores!
Griselda, tantas veces quise hablarte,
decirte que por ti sufro y deliro,
fue inútil afanar, porque, al mirarte,
se me va el corazón en un suspiro.
Tengo aquí dentro unos sentires crueles;
no sé si tú me causas gozo o pena;
en veces siento una embriaguez de mieles,
y en veces, amarguras de verbena.
Por vez primera, ha meses, te vi en misa,
y pensé, Malvarosa, aunque te admire,
que el Cura la decía muy aprisa,
a que tu pobre Juan menos te mire...
—105→
Desde entonces, te finge mi deseo
hasta en el agua que mi sed apura,
en las estrellas del azul te veo,
y en las ondas del río que murmura.
Te llevo en mí por playas y desiertos;
vas, a mi ser, como mi sombra, unida,
y tus ojos en mi alma, siempre abiertos,
con su fuego y su luz queman mi vida.
Por ti soy bueno, y sin
cesar trabajo,
por ti, sólo por ti, tan pura y bella,
capaz me siento de arrancar de cuajo
un monte; y de los cielos, una estrella...
Si esto es querer... ¡te quiero, Malvarosa!
¡y mísero! te ofrezco en mi tristeza:
la humilde sombra de mi pobre choza;
el pan honrado de mi humilde mesa;
¡la callada pasión que me tortura;
mi corazón que tu piedad implora,
mi corazón que sueña en tu hermosura,
y esta alma que por ti vive y te llora!
-Trémulo y sin color, el triste hablaba,
henchido su mirar de extraño fuego,
y en sus acentos, al amor, juntaba
la queja, el grito, la oración y el ruego.
Malvarosa le oyó, pálida, huraña,
como airado reproche escucha un niño,
pero su diestra, en ansiedad extraña
torturaba el cairel de su corpiño.
Luego mirole, y en su rostro hermoso
carmínea luz rieló la primavera,
y díjole en arrullo melodioso:
-Confía, Juan... Será lo que Dios quiera...
Después, vertió, sin tino; en tosco vaso
la chicha que salud y ardor encierra,
y como a Juan también le tembló el brazo,
¡más que él, ese licor bebió la tierra!
—106→
El solitario
Flor alada de los tristes pajonales
donde reina la infinita soledad,
¡cual se hermana tu lamento con los gritos funerales
de las ráfagas que cruzan la desierta inmensidad!
¿Es tu canto de la América sojuzgada la elegía?
5
¡Solitario, en tus gemidos de ternura honda y humana,
que entristecen el silencio de la yerma serranía,
hay la cruel melancolía
con que llora la doliente raza indiana!
A tu acento mi alma evoca las leyendas del pasado:
10
los laureles que cubrieron las andinas soledades;
de los shirys y los incas el reinado,
que colmara de prestigio las incógnitas edades.
Sueño ver el magno Imperio
florecido en gemas de oro, bajo la égida del sol,
15
cuya fúlgida realeza sepultose en el misterio,
en la noche de la Historia,
cuando en la índica ribera flotó el lábaro español,
y, en audaces carabelas, llegó el rayo,
de la tierra de Pelayo,
20
de la tierra que es palenque del honor y de la gloria.
—107→
Sueño ver en las arenas a los Hércules desnudos,
cual broncíneos paladines,
combatiendo a la falange castellana,
con los pechos por escudos,
25
con la flecha y la macana,
entre el coro de los bélicos clarines,
al tronido de arcabuces y cañones,
mientras pasan, como trombas, los bridones,
sacudiendo las revueltas, negras crines,
30
por sabanas y peñascos
que retumban y chispean bajo el hierro de los cascos...
Ave heráldica del indio. ¿Simbolizas la tristeza
de la raza que en la tumba se ocultó con su tesoro,
y que hoy vierte amargo lloro
35
sobre el yugo de los siervos, de sus glorias en la huesa?...
Cuando el alba prende velos de oro pálido en las cumbres
y aljofáranse las flores
con el llanto de los últimos luceros;
cuando el véspero derrama, cual caléndulas, sus lumbres
40
y se escuchan en las sierras melancólicos rumores,
¡solitario, siempre triste, siempre a solas,
en las piedras de la pampa y en la paz de los oteros,
das al viento del eriazo tus gemidos,
único himno que se eleva de las huacas y las tolas,
45
donde duermen los esclavos, los vencidos!...
En los blancos, silenciosos peñascales
en que brotan pasionarias y arirumbas;
de las míseras aldeas en el viejo campanario;
en las tapias derruidas, en los nichos sepulcrales
50
tu funéreo nido labras, Solitario,
con el liquen de las rocas, con el limo de las tumbas
y las briznas de las chozas olvidadas.
—108→
Así el paria de los Andes, por quien lloras:
en las cimas desoladas,
55
en las quiebras y declives de la adusta cordillera
do son lúgubres las tardes y sombrías las auroras,
con la greda del baldío que fecunda su trabajo,
de las cumbres con la undosa, cenicienta cabellera
forma y cubre su cabaña, que «es un nido vuelto abajo».
60
Mientras flotan, cual sudarios de la sierra; las neblinas,
y opacada y fría luce la sidérea claridad,
y las ráfagas andinas
van gimiendo por la gris inmensidad,
repercuten en cañadas y vertientes,
65
de los mudos pajonales en las rutas blanquecinas
el sollozo de las quenas, el clamor de las bocinas
y las notas, como lágrimas, del azuayo
rondador;
y en la música del indio, mi alma encuentra las dolientes
armonías de tu queja Solitario,
70
y comprende que el desierto tienen ambos por calvario,
que ambos tienen por verdugos el olvido y el dolor. Flor.
Flor alada de las ruinas, trepo vivo de la sierra,
¡soy tu hermano!
En mis versos gime el alma dolorida de mi tierra,
75
y en tus himnos, la nostalgia del desierto americano.
Peregrino por un yermo de brumosas lejanías,
donde el sol es frío y pálido; donde hay flores olvidadas;
donde surgen en las noches misteriosas elegías;
y no cesa el alarido de las ráfagas heladas.
80
¡Solitario; nuestra cruz es el recuerdo...! Tus querellas
son ignotas resonancias de tus cantos de orfandad.
Solitario, nuestras cuitas dejan lágrimas por huellas
en el
reino melancólico de la eterna soledad.
—109→
Ya, muy pronto, veré lejos los zarzales que me hieren,
85
y el fulgor amarillento de mi tarde postrimera
copiará de mis pupilas apagadas en el llanto
los celajes y esplendores de la mágica ribera
«donde viven los que mueren»;
y, en angosto y frío lecho, dormiré en el camposanto
90
que la niebla de los Andes arrebuja en su capuz,
y tú, entonces, del crepúsculo a la luz,
desde el risco que endoselan las orquídeas del barranco,
dando al viento tu plumaje gris y blanco,
como lirio de ceniza, bajarás hasta mi cruz;
95
¡y allí tu himno será, en alas de los cierzos gemidores,
postrer eco de mi adiós
a la tierra donde en cardos florecieron mis dolores,
y la nieve del olvido
cubrió el nido de los dos...!
100
—[110]→
—111→
Gonzalo Cordero Dávila
—[112]→
—113→
Tragedias ignoradas
Melancólica tarde solariega
que lloras en la paz de las colinas,
a donde el eco de los valles llega
con las íntimas quejas vespertinas;
senda que el retamal en oro riega
5
y erizada de indómitas espinas,
de las silentes granjas de la vega
a los bohíos del erial caminas;
¿en dónde está la flauta gemidora
que el dolor del crepúsculo sentía
10
como si fuese el alma de aquella hora?
Tarde estás muda, senda estás desierta;
así, de toda
animación vacía,
queda esa choza, en el breñal, abierta.
—114→
Y el indio ya no vuelve. ¡Pobre hermano
15
que de la vida al llamamiento vino
para vivir besando aquella mano
que a la abyección torciera su destino!
¡Súbitamente iluminose el llano
ante su faz de ignoto peregrino...
20
cerró los ojos al dolor humano,
y se perdió por el postrer camino...!
Con su propio azadón se abrió la fosa
que iba a sembrar su corazón inerte
del camposanto en la quietud llorosa;
25
y vi hundirse su carne atormentada
por el hondo silencio de la muerte
en el consuelo inmenso de la nada.
El esquilón dolido de tristeza,
amargaba la pompa solitaria;
¡y era en toda la gran naturaleza
el recuerdo del sol una plegaria!
La luna su apoteosis de pureza
5
impuso a la honda soledad agraria,
y yo, ante el surco en que el misterio empieza,
vi en la muerte una noche necesaria;
porque no tiene la existencia encanto;
¡para el que cruza por la faz terrena
10
como una amarga encarnación del llanto!
Y ante el ser que en martirio se
convierte
y la vida que es cárcel de una pena.
¿que fuera de la vida sin la muerte...?
—115→
Dura de agosto el calcinante fuego;
pero en la linde azul del Cabugana
se consuela la vista del labriego
con las nieblas que deja la mañana.
La bendición del cielo está cercana;
5
pronto del campo el íntimo sosiego
palpitará al clamor de la besana
y al dulce peso de la vida, luego:
laderas que sin él no hubisteis flores,
tierra desnuda que vistió su mano
10
del cariño de todos los verdores;
con su ausencia llorad vuestro infortunio.
¡Adiós maizales del abril lozano,
y trigos de oro del ardiente junio...!
—116→
Diciembre
La vida, flor de trébol en el prado,
murmullo y luz errante en la fontana,
pone esta vez en mi jardín cerrado
la dulce primavera más lejana.
En tremante esmeralda de sembrado
5
palpita el haz de la extensión aldeana;
y sobre ella, radiante y azulado
se queda todo el día en la mañana.
Olor de incienso, pajas y floresta
tiene hoy día la casta perspectiva
10
del campo que Belín pone de fiesta.
Camino del distante Nacimiento,
Navidad de la dicha primitiva,
¿por qué no vuelo alegre como el viento...?
—117→
No se vuelve
Eran las cuatro... y jueves... Al camino
que se va desde la urbe a la alquería
robó alegre su toque blanquecino
la gente aldeana que al hogar volvía.
Sonó por las tabernas del vecino
5
henchida de rural melancolía,
alguna concertina que se vino
con un novio a la feria de aquel día.
Oliéndose a totoras y cantueso
corría el viento, que en la sementera
10
la primera hoja alzábase travieso...
Sentí los años de la edad primera
y, herido de nostalgias de regreso,
sólo pude pensar: ¡quién se volviera!
—118→
De «Omnia lugens»
Llanura del Azuay, vieja llanura
de alegre sol y cariñoso día,
que entre setos, collados y verdura,
te pierdes en la agreste serranía;
los diáfanos torrentes de la altura,
5
con sus ritmos de extraña melodía,
te adormirán: aromas y frescura
tendrás del monte en la quietud bravía;
pero la dulce lira gemidora,
esa que vive y siente, cuando llora,
10
encanta este rincón americano,
no te ha dado la gran Naturaleza.
Nació, cuando del indio la tristeza
invadió el corazón del castellano.
—119→
De «Amaritudo magna»
Su huerto, pobre huerto, no recibe
la caricia de su agua bienhechora;
y no sé cómo, si él ha muerto, vive;
¡y no sé cómo, si él ha muerto, enflora!
No habrá una abeja que sus flores libe;
5
tendieron todas su ala emigradora,
pues en julio faltó quien las esquive
del frío viento que en las peñas llora.
Cada día en el bosque que él criara
muere algún árbol que sin él no pudo
10
seguir luchando con la tierra avara,
y yo, que sé que lo plantó su mano,
me acuerdo de él, y, de congoja mudo
me abrazo a los despojos de ese hermano.
—120→
Por mi tristeza
Él, que fue como el sol, alegre y bueno;
que irradió claridad en la existencia;
y del abismo al nebuloso seno
se llevó como antorcha su conciencia:
que dio su llanto al corazón ajeno,
5
y, en la envidiable paz de la creencia,
se fue del mundo con el rostro lleno
de la diáfana luz de la inocencia:
en la amable expansión de su alma franca,
como el cielo, la brisa o la pradera,
10
llevaba el lauro en la cabeza blanca...
Le vi cruzar los campos paternales,
contrastando el laurel su primavera
con el oro senil de los trigales.
—121→
A la tarde fugaz de la alquería
ya sólo vuelve mi alma. ¡Hora por hora,
se hizo triste la senda y llegó el día
en que otra gente en la alquería mora!
¡Tierra de mi niñez!... ¡se perdería!
5
y aunque nadie mi ausencia en ella llora,
cuando vuelve el recuerdo a hacerla mía,
mi sol la tarde de esos campos dora.
Y desde el poyo del hastial ruinoso,
o la paz de los vientos corredores,
10
siento llegar el nocturnal reposo.
Despiértanse en la sombra los candiles,
y, en la estancia que fue de mis mayores,
hay laureles de sombra en
sus perfiles.
Y le vuelvo a encontrar en donde quiera
que al éxodo fatal detuvo el paso:
a la azul inocencia mañanera,
al lloroso tormento del ocaso.
Mi dolor no le llama ni le espera;
5
mas yo a la sombra que pasó me abrazo,
y me quiero engañar con que le viera
y a los días de ayer la vida atraso.
Esta noche, a la lluvia, está desierta
la calle... entre el gotear de los aleros,
10
su recuerdo, sin voz, llama a mi puerta...!
Suena la hora en las torres misteriosas;
están negros y mudos los senderos:
¡cuánto frío de lluvia habrá en las fosas...!
—122→
Ayer y hoy mi vivienda está callada.
Dura en ella un crepúsculo lejano:
se queda indiferente a la alborada,
y le busca el calor del día en vano.
Me puso, para siempre, la jornada
5
ante la inmensa soledad de un llano,
que no cruzó la voz de mi llamada,
y mi padre, al confín, ¡se hundió en lo arcano...!
Desde entonces la sombra del alero,
como mi sombra, es triste. En la tortura
10
de hoy, esa noche de mis cosas quiero...
Sin el consuelo de una estancia obscura,
cuando escuché este día el son postrero,
¿a dónde se volviera mi amargura...?
—123→
Por todo
¡No tienen hora las tristezas mías,
ni es dolor que da fin este que siento;
pasaré por el sol todos los días
seguido de mi sombra: el sentimiento!
Poblaron mi alma de melancolías
5
todos los seres puestos en
tormento:
como las aguas que están siempre frías,
y el suelo estéril, del raudal sediento.
El árbol a la tierra encadenado;
el granito, indolente a las edades;
10
el cielo a los misterios condenado;
y el indio, esa alma triste de la quena,
odiado por sus mismas soledades,
¡y encarnación viviente de mi pena...!
—[124]→
—125→
Apéndice
Un elegíaco ecuatoriano
Por Gonzalo Zaldumbide
Porque en el fondo del alma es un elegíaco, hay, para este poeta, aun en medio de los suyos, aun en medio de sus campos, donde están todos sus amores, una soledad, la más vasta de las soledades, la soledad interior, poblada de inasibles sombras, de presencias inalcanzables, de recuerdos como adioses inacabables...
Lleva en el alma una música, que excita sin cesar el canto de sus memorias, como el de un coro asiduo de plañideras. Podría decirse en verdad que no ha cantado, hasta aquí de lo hondo, sino a sus muertos. Le inspiran como envolviéndole de continuo en una espiral de visiones y reminiscencias, por donde su alma gemebunda parece ascender, descender, ir buscando como obsedida lo que ha perdido.
Corazón muy humano el suyo, más sensible parece al vacío; a la ausencia que a la presencia de los seres mejor amados; necesita perderlos para amarlos bien: una vez desaparecidos en todas partes los ve.
La muerte, el sentimiento o pensamiento de la muerte; su sombra suspensa sobre la vida, la filosofía final del destino humano, grandeza que acaba en
—126→
tierra, todo lo que es meditar en la existencia perecedera, se diría que es, para él, sólo concepto sin forma y no realidad sensible, y que en siendo mal universal no le impresiona en abstracto. Pero la muerte real y concreta, la de los seres amados, que le despoja a él de ellos como desgarrándole y mutilándole, la muerte, en suma, de sí mismo en las muertes de los demás, que le van privando de sus amores, despoblando su camino diario, desolándole el porvenir, esa muerte que hace su obra de devastación en los vivos más que en los muertos que a sí se ignoran, ¡cómo le afecta!
Amaritudo Magna. No se resigna. Su ciencia del dolor y su don de lágrimas, mantienen vivos a sus muertos. Y cuando olvida por un momento, llora de
no haber llorado, padece de no padecer. El temor de que se le agote, de que desfallezca en su vigilia fiel, el dolor insomne, renueva sin fin su duelo. Su desolado fervor votivo recomienza cada vez su trepo con asombrada
insistencia.
Me place esta monotonía, de un corazón que se obstina, de una vena que manando crece. Y me place que su pena absorta añade a su monotonía la del ritmo en que se condensa y de la forma en que dura. Siempre iguales de alma y jamás los mismos, esos perfectos sonetos fúnebres se diferencian en todo bajo la sombra uniforme y el fin idéntico. Lapidarios, simétricos, alineados, se alzan a guisa de estelas. O más bien, esos sonetos concéntricos se suceden uno tras otro, y pasan como despertando en la estancada tristeza contemplativa, el temblor de emoción o recuerdo, que se ensancha estremeciendo el alma.
De las personas, extiende su duelo a las cosas familiares abandonadas. Su melancolía les presta un alma doliente; constante. Llena el paisaje, vela el horizonte. Tanto que ya no sabe si su pena está en ellos o en
él.
—127→
Recuerdo que hoy mi soledad aromas,
por la ternura del pasado, di:
¿el olor de romero con que asomas,
todavía es del campo, o está en mí...?
No acaba nunca de desprenderse de las cosas y los seres que la muerte, y aun la vida, le arrancan como de los brazos. Así amó a la finca, al huerto paternales como a personas vivas y con alma: al pasar su propiedad a otras manos fue como si aquel sensible rincón de tierra para él muriese. La muerte de su heredad le dejó en orfandad más vasta.
Ya una tarde la granja no fue mía...
Se me echó, para siempre en el camino
con mi alma que a la granja se volvía
¡y este dolor que a todas partes vino...!
[...]
El alma se me fue por los caminos...
[...]
Pero ya mi sendero no termina
en la sombra olorosa de esa estancia,
a la que, en vano, mi ilusión camina...
Sentimiento que me recuerda el de la visita que hizo Lamartine a sus queridas tierras de Saint-Point, para dar, a los testigos de su adolescencia y de su juventud, el adiós que nos cuenta en impalpable prosa, en su carta al señor d'Esgrigny, donde, como en la sencilla majestad homérica de su canto a La Tierra natal, la tristeza romántica asume una serena nobleza antigua. Este poeta, de sensibilidad a un tiempo angélica y desprendida, nostálgica y voluptuosa, cantó en manera sublime la vulgar vicisitud de ver pasar a otras manos un pedazo de tierra amado.
Bientôt un étranger, inconnu du village,
viendra, l'or à la main, s'emparer de ces lieux...
Pero como siempre, se alzó el poeta sobre su pena como sobre escombros a contemplar la vida y su destino,
—128→
para perder su miseria en sentimiento más vasto, como va el río a la mar. Menos resignado, con desdén menos contemplativo y menos bíblica magnificencia de renunciamiento, Gonzalo Cordero Dávila se obstina amorosamente y extiende en su derredor el sentimiento de lo perdido:
Pero el caballo viejo, que era mío,
porque en otro poder perdió su brío,
¡me apena en este julio el corazón...!
La naturaleza amiga le acompaña. Va Por los campos, regando el ritornelo de su congoja. Parecen callados, atentos, corresponderle, en no sé qué secreta comprensión de intimidad. Tanto que ya no sabe si su pena
está en ellos o en él...
Ya los románticos nos dieron todas las consonancias del alma con la naturaleza, en su amor casi panteístico. Y a pesar de su don de la inexactitud poética, nos dieron, además, trazadas a grandes rasgos, todos
los grandes cuadros, la belleza universal, genérica, el alma flotante y vaga de los paisajes, la primera impresión del ánimo, la emoción madre como si dijéramos ante los espectáculos de la tierra, del cielo, del mar. Y fundieron el amor humano en el amor de la naturaleza. Este amor así humanizado cobra en los modernos un sentido más individual. Y en este nuestro poeta ese sentimiento es muy personal: nostálgico y elegíaco.
Al ir él Por los campos, se ve su pena más que los campos. Sin embargo, los reconozco, mis dulces campos de las serranías... Montes meditabundos; valles en que, a la tarde, vierte su sombra una austera melancolía,
pero que de día ríen a todo sol; haciendas patriarcales, rudas y plácidas... Allá el páramo lívido, atormentado por la constancia del viento en pena, del viento loco; aquí el sembrado trabajoso, la choza prosternada, la loma árida a cuyo flanco, lentamente
—129→
se cicatriza un sendero... No que estén descritos, mas sí sentidos y evocados. Ni descripciones ni discursos en esta poesía sobria y plena, toda sentimiento. Su instinto del arte le aparta del vicio espontáneo
de la descripción, y del desarrollo: tan dueño está de su materia, que una simple alusión le basta para expresarla en su plenitud. Aquí y allá un toque intenso que suscita, en vibración indefinida, el complemento de visión o de emoción que hiciera falta, a modo como en Bécquer, por ejemplo, un silencio o un suspiro, una alusión, una pregunta, una reticencia, delatan un drama completo con su nudo y su desenlace. En esta
poesía hechizada de silvestres jugos, florece de repente en un gran verso, en un ritmo, en un epíteto, en un aire, todo el paisaje, en honda perspectiva, con su color, su lontananza y su alma toda. La evocación surge natural de detalles simples. El más característico es el indio,
el indio, esa alma triste de la quena,
odiado por sus propias soledades,
¡y encarnación viviente de mi pena...!
Le ha puesto como centro del paisaje. El sollozo reiterado de la flauta indígena pasa aquí por entre las estrofas, como por el campo, como cuando, en la mansedumbre crepuscular, vuelve el peón a su choza por las quebradas, dejando impregnado el sendero de su oscura congoja indecible.
Después del errado, falso, o por lo menos incompleto americanismo de intención, que vio en el indio de las selvas, en el salvaje mal domado de los bosques, algo así como el héroe epónimo y legítimo de una
poesía americana; después de las tentativas que, sin pararse en la incongruencia y contradicción, hacían blanco a medias al protagonista, para lograr dramatizar su fábula; después de nuestra Cumandá, después de las Melodías Indígenas, de candorosa ficción incaica y orientalista, de nuestro benemérito don Juan León Mera, necesario se hacía, de seguir cantando
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al indio como asunto peculiar y característico, venir a dar, por más exacta y verídica, en la poesía del gañán, de nuestro oscuro siervo de la gleba. Pasar de lo pintoresco y remoto a lo patético y presente a nuestros ojos, era dejar la visión del romanticismo para acercarse a la realidad actual. Pero algo queda de la tendencia romántica: el peligro de caer en sensiblería y en melodrama, y de sentir por el indio compasión de angustia que en su alma obliterada tal vez no existen. Porque el indio tal vez ignora la congoja que para nosotros llora en su flauta monótona: le obstruye el alma un estupor de siglos, y su silencio, cargado de atavismos densos, es inconsciente casi animal. Su tristeza está en nosotros más bien que en él. Por eso cuando este poeta, compasivo, efusivo, ve en él «la encarnación viviente de su pena», lo que hace no es sino prestar a la tristeza indígena la suya propia: tristeza múltiple, sabia, fértil en motivos, tristeza inventora, invasora que se escucha y se complace en sí, y nada tiene de común con la tristeza del indio, embotada,
hermética, profunda sólo por oscura. Mas si no existe esta tristeza como creen verla algunos otros poetas dentro del alma del indio, en forma de sentimiento sofocado, de fuente lírica cegada, de meditación que incuba
visiones desesperadas de raza y de porvenir de grandeza pretérita, existe la tristeza física que imprime un sello a cuanto le concierne. Gonzalo Cordero Dávila sabe verla admirablemente así en detalle como en conjunto.
En medio al afán del exotismo e irrealidad, que aún aloca a poetas imberbes, este poeta ha cantado sólo lo que ven sus ojos y su corazón.
Poeta de la heredad, del huerto amado, del árbol fraternal; fiel a lo suyo y a los suyos; prisionero voluntario
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de su horizonte, Gonzalo Cordero Dávila ha hallado dentro del cerco de los aislantes montes natales su inagotable universo. Ha hallado su centro ahí donde le fijaba la ley del amor primigenio donde reposan sus muertos. Lleva consigo su mundo, porque lo lleva en su corazón. ¡Feliz concordia del alma con todas las cosas hermanas, frescura a toda aridez en la pradera por siempre elísea de la infancia y la adolescencia!
Su voz es de las que llaman hacia lo propio. Las voces que nos incitan a dejar lo propio, a cambiar de alma, a buscar a lo lejos el otro yo indecible que inquieta adentro, tienen un fatal encanto, una turbadora, persuasiva
insidia. Aunque resulte falaz su prometida felicidad, vierten en nosotros filtros irresistibles. ¿Cómo negar su seducción? ¿Cómo resistir al llamamiento de los caminos desconocidos, cómo no amar bajo otros cielos, cómo desoír el canto innumerable de las sirenas? Pero luego vamos por el mundo como el Pierre Schemihl del cuento de Chamisso; que creyó no perder nada al perder su sombra, a cambio de venturas maravillosas. La buscamos después en vano por el suelo ajeno.
Gonzalo Cordero Dávila, de natural casi refractario en literatura a novedad forastera, poco iluso o poco curioso en lo tocante a escuelas y cenáculos, no ha dejado modelar su índole tal vez huraña por influencia adventicia. Es evidente, sin embargo, que, preservado como se hallaba de mentira y de extravío por su fuerte genio de arraigado, habría ganado mucho sin perder nada con el cultivo inteligente de los poetas modernos. Cuando se tiene un armazón interior de esa consistencia, poco se arriesga al plegarlo a disciplinas extrañas. Habría ganado sobre todo en el sentido y la práctica del ritmo, todavía en él monótono y amartillado
cual si Darío no hubiera consumado su Obra de cíclope sabio. Habría ganado también en maleabilidad de genio, en variedad de actitudes líricas. Los mil recursos del arte nuevo del verso,
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del epíteto, de la imagen en escorzo, la sugestión evanescente de la música, de las pausas llenas, de las resonancias y correspondencias interiores, todo ese mundo de analogías interminables pero ciertas, incorporado a nuestra visión moderna del alma y del universo, no ha querido hacerlos suyos.
De haber aprendido el oficio y educado el gusto en los modernos, Gonzalo Cordero Dávila hubiera podido ser el precursor que faltó quizás, en ejemplo y obras, a la generación que se inició algo tarde con Arturo
Borja, de conmovedor recuerdo, perdido demasiado pronto para la conquista de la belleza por él soñada y apenas entrevista. Su compañero fraternal y dolorido, Ernesto Noboa Caamaño, que se mantiene algo aparte y guarda en recato excesivo una fina sensibilidad; y un gusto puro; Humberto Fierro, que ha acertado con toques singulares y sones hondos; varios otros poetas ya reconocidos por su innegable talento, que no es del caso enumerar aquí; y en fin, ese chiquillo genial, certero y melodioso, en quien culminó de lleno, culminó en belleza, de pronto claro y sereno, el movimiento en otros turbio y confuso, el malogrado Medardo Ángel Silva, con quien perdimos lamentablemente un admirable poeta; todos habrían recibido con entusiasmo, y algunos con provecho, el aporte de renovación que hubiera traído un poeta de la índole infalsificable de Cordero Dávila, al amaestrarse en las tendencias nuevas. Desde luego hay en él, visible y connatural, cierta aptitud que sin duda hubiérale mantenido dentro de un delicado parnasianismo de forma, pero que habría también dado a su don
de imágenes, a su sentido del alma en relación con las cosas sensibilizadas por la inexhausta transfusión lírica, un giro simbolista tenue y sugeridor. De natural tan verídico, exento de falsedad laboriosa y de
extravagancias buscadas, habría podido dejar así, a los epígonos más recientes, el ejemplo de lo que más falta les hace a ellos, lo que a él le caracteriza y a todos salva: el respeto a la verdad y sobre todo el
respeto a la verdad de sí mismos.
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Ha preferido abstenerse y seguir trazando su surco dentro del campo heredado; ¡Y qué valor no necesitaba, este joven modesto y estoico, para mantenerse en su ser, cuando los que ahora forman la corte más vocinglera, distribuidora de la fama diaria, son los muchachos más insinceros y que así propios se engañan por hacer creer a los demás que hay algo en su vanistorio y su vaniloquio. Cuando cursis exquisitos, con pobres almas literarias compuestas como a recortes de lecturas ignorantísimas, nos hablan ¡todavía! de sus grotescos Versalles, de las dieciochescas gracias de princesinas y marquesitas de carnaval provinciano, de perversiones y refinamientos que harían sonreír al más inocente y crédulo de los snobs, ¡cuán reposante el acento de la verdad vieja, de la verdad viva! Lejos de la comparsa arlequinesca, Gonzalo Cordero parece
vêtu de probité candide et de lin blanc.
Viril y veraz, no teme empequeñecerse con la pequeñez de lo propio.
Rien n'est vil, rien n'est grand! L'âme en est la mesure.
En arte la medida es el talento, la substancia que le nutre, la sinceridad. A la sinceridad y talento, pocos como éste.
Tal cual es encabeza también un movimiento poético, que tiene de preferencia, por asunto y marco, lo conterráneo. Va a la cabeza de un séquito de poetas
regionales en quien se ve su influjo fraternal. Se le advierte no sólo en la adopción y desenvolvimiento de los asuntos de su señalada predilección, sino en la
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manera de sentirlos, de ordenarlos, conforme al giro personal de su imaginación y de su ingenua sensibilidad. Entrelaza a la poesía tradicional una manera nueva que la distingue, sin divorciarla, de la antigua poesía discursiva, elocuente, raciocinadora, o simplemente descriptiva, genérica o narrativa. La verdad que canta no es nueva, ni es toda nuestra verdad, ni encierra el destino de nuestra lírica, llamada a más amplio horizonte.
Pero si es menos turbadora que la voz errante que nos incita a partir, la que nos llama a lo propio y nos invita a volvernos nosotros mismos, es la que al cabo triunfa de las demás.
Oigamos pues a este poeta con la emoción grave de los retornos definitivos. Al ver ondular en sus cuadros nuestros caros montes y valles. Los hallaremos más bellos que los ven desnudos nuestros ojos. Alfonso de Lamartine, en su admirable canto a Milly su rincón natal, habla de la yedra que tapiza un muro del viejo castillo paterno. Esta yedra no existía al tiempo en que la inventó el poeta. Su madre, -cuenta él mismo en sus comentarios
a sus Harmonies Poétiques et Religieuses-, sembró la planta trepadora que su hijo había inmortalizado antes de que existiera. Así la poesía reviste la realidad, y la ficción se convierte en verdad más profunda
y verídica.
A nuestra tierra desnuda, cúbranla nuestros poetas con la profusa yedra de sus cantos. Dé el arte un alma de belleza a nuestros campos humildes. Y ya que la historia los ha revestido aun escasamente del prestigio de
glorias universales, ya que falta a la novedad de nuestros monumentos la nobleza de las piedras viejas, de majestad milenaria, cúbranlos de viviente y sensitiva hermosura poemas nutridos de savia de amor por el propio suelo.
Cuenca tiene sus poetas lares. Ahí está, tutelar, sagaz y magnífico, Remigio Crespo Toral. Apoya una mano en el hombro de Gonzalo Cordero Dávila,
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en quien se afianza así más, la gloria ya secular de la tradición3.