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Ramón López Velarde: visión y versión de la Patria

Hervé Le Corre





Hay también en Ramón López Velarde una curiosa predilección por la poesía menor de Lugones, el «incomensurable autor del Libro fiel»1. Ramón López Velarde, como Fernández Moreno, pone la provincia al alcance de la mano, la mira, la respira, le habla y hace de ella su devocionario. Antes que Paz o Sucre, Jaime Torres Bodet supo que lo provinciano en la poesía de López Velarde era una manía, un uso lujurioso de la palabra ampulosa que le hace, por ejemplo, preferir la palabra esdrújula a la palabra llana, la palabra rara a la corriente2. Sucre lo resume perfectamente, asemejándolo al mismo tiempo con otros posmodernistas en su trabajo de mezcla de registros y voces:

caben en él no sólo los giros corrientes del lenguaje, con sus frases hechas y sus refranes, las pausas prosaicas, los vocablos vernáculos, sino también lo literario, los cultismos y aún los tecnicismos3.



Manuel José Othón había escogido el retiro provinciano para mejor esculpir sus estrofas, recamar el paisaje mexicano, lejos de la ciudad y en contra de la débauche modernista. Enrique González Martínez era también de provincias: en su obra, la provincia actúa como sobriedad propiciando un retorno a lo natural, al panteísmo en su versión franciscana, que a Díaz Rodríguez le parecía característica de la espiritualización-interiorización del último modernismo4. López Velarde parte de lo provinciano católico, maneja un latín florido, una lengua broncínea retorcida y ablandada por las suaves llamas de un catolicismo pecaminoso y reconciliador.

Lo mexicano en López Velarde tiene su monumento, «mínimo y prócer»: «La suave patria» (1921), y un cuerpo de doctrinas del que descuella «Novedad de la patria», publicado el mismo año que el poema y en la misma revista, El maestro, dirigida por Vasconcelos. Es probable que «La suave patria» no sea uno de los mejores poemas del mexicano, pero lo mexicano en ella es «decoroso», como lo deseara el poeta. «El poema, en su género, es perfecto», escribe Paz5.

Si el poema evita los escollos de la voz engolada y no se confunde con una poesía estatal fue, quizás, porque nació de una crisis, de lo que debió de ser (y fue en cierta medida) una catástrofe para el poeta católico: la Revolución. No fue López Velarde un reaccionario pero, como para todos los mexicanos, la Revolución fue para él un drama (que le tocó vivir directamente, con la muerte de su tío sacerdote). Pero ese drama le obliga a un destierro, real y simbólico, que hace que deba renunciar a

la idea de una patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado [...] para concebir una patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa6.



Ese destierro significa asimismo que la posesión simbólica de la provincia le está como vedada, que todo retorno es «maléfico», que Fuensanta (¿no es éste más nombre de aldea que de mujer?) se salva por lo inalcanzable.

La patria «multimillonaria», la del «descanso material», de los «treinta años de paz», era la del porfiriato, de la modernización, de la europeización del país, que la revolución viene a interrumpir en seco. La élite próxima al régimen envejecía, por supuesto, pero los jóvenes, en particular los del Ateneo, se preparaban para la transición, para el relevo. A la voz fuerte de Díaz Mirón, cuya «Oda a Hidalgo» (1910) «decepcionó a sus antiguos admiradores», dice Castro Leal7, iba a suceder el aticismo de los ateneístas, que era a la vez un hispanismo, una occidentalización, y una mayor atención a lo mexicano. Muerto Othón, a quien Reyes y López Velarde tributaron su admiración, el poeta elegido por el Ateneo resultó ser González Martínez, cuya sencillez prevaleció sobre el «arte aldeano y [...] complicado» (Reyes)8 del zacatecano.

Su muerte prematura y el éxito que obtiene «La suave patria», le hacen a López Velarde merecedor de los elogios (fúnebres) oficiales. Sus versos, sin embargo, no lo son: puede ser que haya en ellos, como lo escribe Torres Bodet, un propósito de vulgarización de sus procedimientos9, pero ello no significa ni una traición ni una adhesión a una ideología oficial.

El poema, no tan largo para el género (153 endecasílabos) consta de dos «actos», precedidos por un «proemio» y dividido por un «intermedio». En realidad, pese a su aparente solemnidad, hay algo en él de ópera bufa costumbrista o de género chico cuyos actores vistieran «de percal y de abalorio». Pasa lo mismo en la escenificación de la voz del yo poético: «alzo la voz a la mitad del foro / a la manera del tenor que imita / la gutural modulación del bajo». Esta modulación nada tiene que ver con la prosopopeya nacionalista grandilocuente.

El desafío al que responde López Velarde, el de «cortar [...] un gajo» a la «épica sordina», impide sin duda que «La suave patria» sea un «gran» poema -porque es, en cierta medida, un poema programático y transigente-, pero al mismo tiempo, como ha dicho Sucre, su autor llega a salvarse honradamente de una ímproba representatividad.

El poema, además, sabe mantenerse fiel a elementos esenciales de la poesía del mexicano: la «épica sordina» tiene su antecedente en otro oxímoron de «A las provincianas mártires» (Zozobra): «Me enluto por ti, Mireya, / y te rezo esta epopeya». ¿En qué estamos, en el murmullo de la oración o en la voz clamante de la épica? Esa fidelidad impide también que López Velarde ocupe un lugar central, hegemónico. El tempo de su patria, de la provincia, es reacio a lo lineal, al progreso. La voz que canta es femenina y es como la del «zenzontle impávido», de buche más que de laringe.

En una carta juvenil, López Velarde ya lo tenía claro: «Debe escribirse [...] no con la energía de Díaz Mirón, sino con la delicadeza femenina de mi idolatrado Nervo»10. El hecho de que la frase iba dirigida a Correa, como consejo para acabar un soneto, y de que la admiración por Nervo no perduró sin restricciones, no debe ocultar lo esencial: la búsqueda afanosa de una voz, de un tono diferenciador, menor.

Ahora bien, la fascinación por la voz femenina está relacionada de manera privilegiada con la provincia, con los primeros amores. Fuensanta es ante todo un venero sonoro: «Antífona es tu voz, y en los corales / de tu mística boca he descubierto / el sabor de los besos maternales» («Elogio a Fuensanta», 1908), y preludia a una constante escucha de la voz femenina, que se templa -recordatoria- en cuerpo sonoro, la «garganta criolla de Carmen García / que mandaba su canto hasta las calles» («El minuto cobarde», Zozobra), o «se asfixia» -zozobra- «bajo toses y toses» («Hoy como nunca...», Idem), cuando muere Fuensanta.

El «silencio provinciano» («Tus ventanas», 1912), que había aprendido quizás de Rodenbach, es el marco, la cámara sonora, del aprendizaje erótico y poético: «por las calles del pueblo solíamos vagar, / y jugando aprendimos los dos el alfabeto» («Una viajera», 1912), «amiga que te turbas / con turbación de niña al repasar / nuestra común lectura» («Por este sobrio estilo», La sangre devota). Voz de la madre o boca de la amante, el poeta es siempre el «párvulo» que recoge los sonidos esenciales de los labios femeninos, desde el «timbre caricioso» de la voz de la «prima Águeda» hasta la «sílaba lenta» de Margarita Quijano («Boca flexible, ávida...», Idem).

El tejer y destejer acompasa el tiempo moroso de la provincia y de la plática amorosa («La tejedora», La sangre devota):


Tejedora: teje en tu hilo
la inercia de mi sueño
y tu ilusión confiada;
teje el silencio, teje la sílaba medrosa
que cruza nuestro labios y no dice nada.

Algo de oarystis amoroso se desliza también entre los versos de «La suave patria». La suave patria es una mujer, un «mujerío» que confirma «el momento arcano de la dominación femenina por la voz» («Novedad de la patria»)11 a expensas de la poética, máscula, de la «laringe»: «La rabia está bien muerta. Apenas si la soportamos en Díaz Mirón [...]. El asunto civil ya hiede»12, había dictaminado el poeta en «El predominio del silabario».

Al tiempo de la capital donde «cada hora vuela / ojerosa y pintada, en carretela», la «suave patria» prefiere «el reloj en vela» y «las campanadas [que] caen como centavos», de la provincia. «El minuto cobarde» es el anhelo de aquel tiempo de los «anticuados relojes del Curato» y de la «obesidad de aquellas lunas», como de un remanso. Un tiempo redondo como la «estrofa concéntrica» de «El viejo pozo» (Zozobra), semejante en su lento transcurrir al agua que «gotea su gota categórica» («El retorno maléfico», Idem), «destila» y «se decanta» («El minuto cobarde», Idem).

La poesía de López Velarde es celebratoria, y por eso puede «cantar» a la patria, pero lo es como eviterna silabación erótica y religiosa, letanía y superstición fetichista («Día 13»). El tiempo y el texto son un ir y venir, que no excluye la violencia angustiada, pero se aleja del tiempo lineal del Progreso y de la Historia. El minuto es «cobarde», el corazón «retrógrado», la tristeza «reaccionaria». La voz poética parece resistirse al tiempo avasallador de la Revolución («El retorno maléfico»):


Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.



La Revolución retrocede aparentemente a lo etimológico, es un retorno, un gozarse en la repetición:


Las golondrinas nuevas, renovando
con sus noveles picos alfareros
los nidos tempraneros;
bajo el ópalo insigne
de los atardeceres monacales,
el lloro de recientes recentales
por la ubérrima ubre prohibida
de la vaca, rumiante y faraónica,
que al párvulo intimida;
campanario de timbre novedoso;
remozados altares;
el amor amoroso
de las parejas pares;
noviazgos de muchachas
frescas y humildes como humildes coles,
y que la mano dan por el postigo
a la luz de dramáticos faroles;
alguna señorita
que canta en algún piano
alguna vieja aria;
el gendarme que pita...
...Y una íntima tristeza reaccionaria.



Sin embargo, no menos necesaria es la interrupción (marcada aquí por los puntos suspensivos) que la recordación, la espacialización actúa quizás como irreductible diferencia y perennización, pero el tiempo de la ruptura histórica cierra las puertas del edén, lo hace deseable, inalcanzable. La Revolución, o la muerte de Fuensanta, son un destierro y una liberación. La poética velardeana es una erótica de la palabra -vibrátil y errante- en el tiempo, no es la revelación de un dogma o de un sentido de la Historia.

Lo mismo que Baldomero Fernández Moreno, de manera por supuesto muy diferente, Ramón López Velarde participa del interés posmodernista por el asunto nacional. Si bien es preferentemente criolla, la patria de ambos es una mezcla, una patria «café con leche», dijo el mexicano. Ambos hablan desde el margen, con un tono menor, que no pretende a una representatividad hegemónica. Fernández Moreno fragmenta el tiempo epopéyico, conserva vestigios de sus figuras heroicas, López Velarde lo subvierte, dialogiza y feminiza. Mantiene así la diferencia, la autonomía del texto poético, pero no en el sentido de una absurda pureza.





 
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