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Sobre la muerte de López Velarde1

Guillermo Sheridan





Mi punible promiscuidad...


Ramón López Velarde                


En mi biografía Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde, un personaje exterioriza una conseja sobre el poeta: que padeció sífilis y que eso tuvo que ver con su muerte prematura.

Si le di cabida a este rumor en la biografía -y sólo en su carácter de rumor-, fue por fidelidad al propósito que me hice al redactarla y que está anunciada en la «Advertencia»: narrar su vida con atención a los hechos, pero sin escatimar las leyendas, si es que aspiraba a reflejar «el caos de rasgos humanos que deja tras de sí, como una estela, toda existencia». Esas leyendas fueron de variada índole: desde que si el poeta colaboró en la redacción del «Plan de San Luis» hasta las causas de su muerte. ¿Quién respira debajo de «los escombros de la anécdota», como llegó a decir Octavio Paz?2

La conjetura sobre la sífilis de López Velarde, desagradable y todo, cae en la categoría de lo posible, que no probable. Nos falta mucho que descifrar en la atribulada y enigmática vida de este hombre extraordinario, y algunos de esos enigmas son de índole médica (en especial los cardiacos, más allá quizás del uso constante del corazón como símbolo central de las pasiones poetizables). Ante esos enigmas no hay otro recurso que investigar, realizar todas las investigaciones documentales posibles y, a la vez, considerar toda especulación, conjetura e hipótesis, con el objeto de precisarlas, explicarlas y, desde luego, si es el caso, refutarlas en su momento.

Se propone que la neumonía difícilmente habría bastado para aniquilar a un hombre de esa edad y tamaño, y se llegó a hablar de que el morbo gallico, que exacerba todo proceso agudo o crónico, pudo precipitar un desenlace. El doctor Pedro de Alba, amigo del poeta y de su familia, extendió un certificado médico en el que atribuye la defunción a una bronconeumonía. Esto es un documento oficial que, sin embargo, ante mi hipótesis, puede leerse con una cautela justificada por la discreción -y casi la deferencia- que en el caso de las llamadas enfermedades heroicas, se podía tener hacia las familias y hacia la memoria del difunto.

En «La flor punitiva», un texto recogido en El minutero, López Velarde se reconoce como uno de «los señalados por la diosa», Venus, patrona de las enfermedades venéreas. (Por eso se decía, refiriéndose a las consecuencias del contagio que «una noche con Venus» podía significar pasarse «toda la vida con Mercurio», en alusión a los medicamentos de la época, previa a la penicilina). El doctor Ruy Pérez Tamayo ya ha explicado por qué se puede decir que, en ese texto, López Velarde se refiere a la gonorrea3.

Desde luego, hay quienes dicen, o consideran la posibilidad de que la muerte de López Velarde se haya debido a la sífilis, y hay quienes proponen otros motivos. Hasta donde sé, solamente el doctor Héctor Pérez-Rincón había puesto por escrito la conjetura de que se debió a la sífilis, en un artículo publicado en 19894: el siquiatra se pregunta por qué, durante el centenario de López Velarde, «ninguno de sus estudiosos ha considerado importante ocuparse de la causa» de la muerte y se contesta con unas palabras del doctor Pérez Tamayo: porque «la idea de cultura de nuestra sociedad mexicana contemporánea no incluye a la medicina». De cualquier modo, el doctor Pérez-Rincón dice qué la afección, que puede lesionar el aparato cardiovascular, «parece ser el caso del zacatecano».

Más tarde, el doctor Pérez-Rincón me comentó haber tenido trato con médicos y escritores de la época que le dijeron que el poeta tuvo la enfermedad; por razones de discreción y de ética profesional, se abstenía de nombrarlos. Piensa también que «La flor punitiva» no se refiere sólo a la gonorrea: opina que el título del escrito pertenece al tipo de metáforas florales que constituye lugar común entre especialistas para referirse a las lesiones venéreas -la rosa de Hanoi, por ejemplo- con un tropo morfológico que sería imposible aplicar a la gonorrea, que no «florece».

Pérez-Rincón explica que el certificado de defunción obviara la sífilis diciendo: «a mí me parece muy claro que el doctor De Alba quiso evitar el oprobio que en esa época representaba la enfermedad» y narra como ejemplo la forma en que el doctor Raúl Fournier -según Olivier Debroise- disimuló el verdadero motivo de la muerte del pintor Abraham Ángel. Si bien otros estudiosos descartan la sífilis como elemento concurrente en el desenlace, parece haber acuerdo en el sentido de que la pura neumonía no pudo matar a este hombre «sano física y moralmente», como insistió Alejandro Quijano5 en su oración fúnebre.

Gabriel Zaid propone que una depresión causada por una suma de agravios (la incapacidad para sostener a su familia, «los sentimientos de culpa y de fracaso», «la angustia de tener más ambiciones que recursos aceptables para su conciencia», su fracaso político) hicieron al poeta sentirse «un fracasado, con ganas de morir» y que la depresión subsecuente colaboró a su muerte: su pobreza, sus ambiciones frustradas y sus sentimientos de culpa -escribe- «lo asfixiaron con una bronconeumonía»6.

Hay tantas bases documentales para suponer que la depresión fue circunstancia concurrente, como para suponer que fue la sífilis, es decir: ningunas. Todos conjeturamos porque, a falta de pruebas documentales, no hay otro remedio (¡qué envidia de Henri Troyat, que narra la agonía de Maupassant con el expediente clínico ante los ojos!). En lo que a mí toca, creo que López Velarde estaba acostumbrado a que le fuera mal, a ser pobre, a sentirse culpable, a que le dijeran que no, a que en política lo dejaran con «las migajas del festín»; creo que es difícil que a un hombre de esa edad lo aniquilen contratiempos, culpas o reveses de cualquier índole. Por otro lado, hay datos que indican que, hasta poco antes de morir, no estaba deprimido: deseaba viajar a Italia, estaba aprendiendo a bailar, planeaba negocios. La víspera de su agravamiento, sus amigos lo recuerdan de muy buen humor, como Rafael Heliodoro Valle: «¡Cómo reímos jovialmente y comentamos a Góngora la noche última que anduvo en un restorán con flores y risas!»7; Jesús B. González dice que incluso cuando ya estaba en cama, López Velarde «estaba un poco tristón y decaído»8. Desde luego, era un buen humor que podía disfrazar su «pergeño lúgubre» sin reñir con esa angustia que le detectó el joven José Gorostiza y que tiene algunos rasgos maniaco-depresivos: «ensimismado a veces, a veces cordial y extrovertido... la bonhomía de López Velarde, que la tenía a carretadas, solía irse a pique en un mar de repentina lobreguez hasta alcanzar la profundidad de lo fúnebre y lo macabro...»9.

Sus escritos aportan información relacionada con su salud. No es difícil toparse con cierta frecuencia en los escritos de los últimos años con temas como la anafrodisia, la impotencia, el miedo a la locura y a la cirugía, que autorizan pensar en otra enfermedad (que, desde luego, podría de hecho fortalecer la tesis de la depresión). Pero, de ser así, de tratarse de una enfermedad no «vergonzosa», ¿por qué no habría ninguna referencia a ella, ni en López Velarde ni en los testimonios de sus amigos?

El doctor Manuel Torre -a quien convertí por cierto en personaje de Un corazón adicto- escribió en 1944 un trabajo titulado «Biopsia y raíz de López Velarde»10 en el que propone que «la prodigalidad de su virilidad sin trabas engendró en los años de madurez una continencia forzosa, y quizá una decepción biológica que es incuestionable» (no deja de ser curioso que el médico diga que algo es, a la vez, «quizás» e «incuestionable»). En su curioso comentario de «El candil» -ese poema sobre el barco de cristal que pende en la iglesia potosina, en el que el poeta dice que «he descubierto mi símbolo»-, Torre se detiene en la estrofa que dice:


¡Oh candil, oh bajel: Dios ve tu pulso
y sabe que te anonadas
en las cúpulas sagradas
no por decrépito ni por insulso!



Y propone que el «anonadamiento» a que se refiere -que no es por decrepitud ni por insulsez- «sólo puede justificarse por una causa quirúrgica o traumática» (por cierto que una lectura con diccionario de «El candil» produce información curiosa: el Diccionario del erotismo de Camilo José Cela aclara, en la entrada rameras, a qué se refería López Velarde al decir que su nombre de pila «es una ardiente cábala»; y el Ideológico de la lengua española de Casares explica que decrépito significa «amenguado de potencia» y que insulso significa «falto de viveza»). No hay que escandalizarse de la tendencia de López Velarde a confundir, o a proponer equivalencias, entre el ritual católico y sus rituales eróticos «con una suerte de exasperación blasfema», dice Paz11. López Velarde mismo, en «Semana Mayor», reconoce esta conducta y la achaca a su «punible promiscuidad», sexual, poética y hasta semántica.

Otros han comentado, con inteligencia y, a veces, con pudorosa imprecisión, la sexualidad lópezvelardeana: Villaurrutia12 no escatima habilidad para decir sin decir; otros; sí dicen, como Sergio Fernández, que inicia una lectura sexual de «Ánima adoratriz» pero no la completa13; Martha Canfield hace una lectura lacaniana y llega a proponer que el erotismo de López Velarde se reduce al sexo y el sexo a la genitalia14; el médico Elías Nandino, en su poema «Para el espíritu del poeta mexicano Ramón López Velarde» dice que comprende


el peso del dolor en tus entrañas,
comprendo los tatuajes que las nubes
olvidan en tu cielo subcutáneo...15



Carmen de la Fuente declara que su muerte «según sus amigos íntimos, tuvo caracteres suicidas... López Velarde había dejado avanzar la enfermedad y nada pudo hacerse...» (esta enfermedad no pudo ser la neumonía, que no pide permiso para detenerse o avanzar), y propone que si la enfermedad es venérea había una «culpa grave, porque deliberado ha sido su encuentro con la concupiscencia... la certidumbre de su delito lo lleva a exclamar que siente entre sus brazos latir un hijo ciego»16; Fernández Ledesma se refiere al «cuchillo de cirujano» del que habla el poeta, diciendo que su poesía estaba hecha de «los accidentes de su ser y de su vida. Con esos accidentes, sublimados hasta la tortura, escribió esos renglones... Emoción hermética para los que no atinen a dilucidar la esfinge»17; Gerardo Deniz discurre elegantemente en sus «Curiosidades velardeanas»18 sobre el «Mal» de la decrepitud y la impotencia sexual pero también regatea información (sería interesante que explicara lo de las «impedimentas»); Rivas Sáenz cree que el corazón de López Velarde «ha descendido a sus vísceras y se expone a una mezcla de todas las afecciones humanas»19.

Se tiene la impresión de que si la palabra fatídica no aparece nunca, resuena por su silencio o se disfraza en eufemismos («decepción biológica», «delito», «tatuajes», «culpa grave», «impedimentas», «afección») como es natural, y hasta tradicional, en esta establecida estrategia del eufemismo y el miramiento que caracteriza a las enfermedades venéreas.

Tratemos sin embargo de «elucidar la esfinge» como propone Fernández Ledesma. Una razón por la que calculé que se podía insinuar la sífilis en la biografía radica en las apreciaciones sobre la epidemia en la época. El doctor Bernardo Gastélum, amigo y patrocinador de los Contemporáneos, que fue jefe de Salubridad y fue tan salubre que alcanzó los cien años, dice en un estudio publicado en 1926, que el cincuenta por ciento de la población sexualmente activa del Distrito Federal tiene sífilis; que de las 20 000 prostitutas que hay en la ciudad, 18 000 la padecen, y que el treinta por ciento de la población entre los quince y los treinta años está infectada20. Si López Velarde dice que ha «besado mil bocas», que hubieran pertenecido a la mitad de las no infectadas sería portentoso. Además hay que tener en cuenta que el número de bocas besadas, en el caso de López Velarde, no es del todo hiperbólico. Varios testimoniantes, como Bernardo Ortiz de Montellano en «Sombra y luz de Ramón López Velarde»21 han dejado constancia de su fervor lupanario, del que el poeta no se avergonzaba y del que incluso presumía.

Este fervor suponía un grave riesgo a la salud. Sólo en la ciudad de México, en un trimestre de 1926, se reportan dos mil casos de sífilis nuevos y se registran doscientas muertes por su causa22. La situación obliga a la Academia Nacional de Medicina a organizar encuentros de especialistas a partir de 1918 (en los que, por cierto, participa el doctor Mario Torroella, a quien López Velarde dedica «La flor punitiva»)23. Eran los años en que se hablaba de la sifilización occidental, por la dimensión de la pandemia. Alain Corbin cree que, sólo en París, en esos años, hay 125 000 mujeres sifilíticas -el veinte por ciento de las cuales son «esposas honestas»-, y A. Duclaux, director del Instituto Pasteur, afirma en 1902 que hay un millón de sifilíticos en Francia.

La epidemia adquirió tales dimensiones, que en 1913 se convirtió en un problema geopolítico y hasta de estrategia militar: los norteamericanos calcularon que «la nación que primero consiga hacer retroceder la enfermedad, habrá adquirido una superioridad considerable sobre sus adversarios»24. La sifilofobia se tradujo entonces, según Aries y Duby, en nuevas formas de vida, de organización familiar y de comportamientos jurídicos y pedagógicos que modificaron a fondo las costumbres. Ellos mismos, en el tomo cuarto de su obra25, explican el desarrollo de unas «mitologías de la herencia» a partir de la segunda mitad del XIX, que médicos y novelistas (como Emile Zolá) propagaron para fortalecer «el banco genético», atacando las sexualidades riesgosas, origen de degeneraciones raciales que sustituyen «la buena sangre» con la «sangre averiada» de la sífilis, a la que se le achacaba popularmente toda anormalidad física y casi toda la mental26.

Es muy interesante también, en el mismo libro de estos historiadores de la vida privada, el comentario sobre la palabra fatal y el padecimiento, que se disimulan en un código fantástico de evasiones (el «fracaso», la «avería», «el pago de la Verónica»27). Para entender el tema en López Velarde, conviene tener en cuenta este código, una de cuyas expresiones más curiosas es la de referirse a la sífilis con terminología bancaria y financiera: lo que estaba en juego era «el banco genético» de los individuos y la sociedad, como explican Aries y Duby.

En su repaso de esa historia, Aries y Duby mencionan al doctor Bergeret, uno de los principales combatientes contra la sifilización. Bergeret llegó a denunciar el disimulo, y condenó el miedo a usar la palabra y a nombrar la verdad como uno de los ingredientes que agravaban la epidemia. Este doctor Bergeret, por cierto, es al que se refiere López Velarde en «Semana Mayor»28, que no al seudónimo de Anatole France como lo señala el índice onomástico. Bergeret era el principal propugnador de las campañas profilácticas que consideraban que el primer paso contra la epidemia de sífilis era el control de la prostitución. El gobierno del Distrito Federal, en su campaña de 1916 puso en práctica sus recomendaciones, que es a lo que alude López Velarde en ese texto en el que se describe atento a la literatura especializada sobre la enfermedad y que la leyera, como dice, «un poco triste, según corresponde a un coetáneo de la filosofía médica».

Sería conveniente, para apreciar la perspectiva que discuto aquí, imaginar por un momento la gravedad de la epidemia y al mismo tiempo aquilatar su naturaleza vergonzosa. Después, considerar la profusa creación social de códigos, alusiones y secretos en los que se resuelve esta necesidad de, a la vez, hablar del problema y escamotearlo. Y finalmente calcular lo que podría suceder en el caso de un buen poeta, para quien esta situación significaría no sólo en un problema grave de salud, sino, en caso de decidirse a escribir sobre el asunto, hasta una estilística.

Es claro que López Velarde padecía una serie de temores que, desde luego, pueden ser atribuidos a una singular moralidad de vida, como su reiterado terror a la secuencia fertilidad-paternidad-herencia («Vale más la vida estéril que prolongar la corrupción más allá de nosotros», dice en «Meditación en la Alameda»). Octavio Paz le dedica un párrafo impecable al problema: se trata

de algo más que una anomalía psicológica, algo distinto a la fantasía de una sensibilidad desollada: es un juicio sobre el mundo y sobre el valor de la existencia. La vida parece una infección invisible e incurable. Aunque llamamos tiempo a esa enfermedad su verdadero nombre es el Mal. Propagar la existencia es servir al demonio»29.



La vida «como infección» moral es una propuesta enérgica, real y sostenible en López Velarde. Que en esa apreciación pudiese o no haber un ingrediente clínico, casi se antoja irrelevante, subsidiario. Con o sin ese ingrediente, la poesía de López Velarde es testimonio de una visión particular y misteriosamente atroz sobre el valor de la existencia.

Sin embargo, sin pretender de ninguna manera que la enfermedad hubiese sido el disparador, o siquiera la vitamina de esa apreciación, no se puede dejar de calcular que nos hallamos, quizás, ante una conducta moral que con ese ingrediente clínico o sin él, igual propone una ecuación sui generis que otorga relevancia especial a la imaginación expresiva que expresa poéticamente esa apreciación moral: el escepticismo sobre el valor de la existencia elige como representación poética al cuerpo mismo, y, dentro del cuerpo, a la enfermedad física por un lado, y a la facultad de reproducción por el otro, con el deseo como un intermediario incómodo. En este sentido, la infección que Paz aprecia (el tiempo y el Mal/el tiempo como Mal) no podría haber encontrado mejor ilustración, durante la vida de López Velarde, que la pandemia sifilítica. La sífilis, en este sentido, se convierte en una metáfora de la existencia misma la haya tenido o no el poeta.

Y si no la tuvo ¿por qué hay tantas referencias a ella, a su sintomatología (el miedo a procrear un «hijo ciego», por ejemplo, que recicla un mitema central de la heredosífilis) y a su abrumadora traducción en el lenguaje y el folclor de la época? Y tan complicado como eso ¿hasta dónde se puede llevar una lectura del problema sin caer en interpretaciones serviciales?

Por ejemplo, en otra estrofa de «El candil» dice:


Paralelo a tu quimera,
cristalizo sin sofismas
las brasas de mi ígnea primavera,
enarbolo mi júbilo y mi mal
y suspendo mis llagas como prismas.



En esos juegos, en los que el quehacer poético se equilibra en la imprecisa frontera entre el hermetismo de la significación y la belleza expresiva -que divertían a tal grado a López Velarde, que llegaba a retar a sus amigos a que los desentrañasen-, el comentarista tiene que decidir si prefiere el riesgo de excederse al de guardar silencio. No es infrecuente que, después de La sangre devota, López Velarde aludiese a la «primavera» como metáfora del deseo sexual, y en este caso además sea una «ígnea primavera» (por ejemplo en el multicitado «La flor punitiva», se autocaricaturiza como un «orangután en primavera»). El poeta se declara «paralelo» a ese candil no sólo por su quietud suspendida en una iglesia, ni por su paradoja de ser un barco aéreo e inmóvil a la vez, sino también porque «sin sofismas» (es decir, sin mentira, sin disimulo) los cristales de sus llagas se asemejan a los prismas de cristal del barco... ¿sería lícito entender esto como una alusión a la apariencia de los medicamentos a base de arsénico, que se cristalizan al aplicarse, que se empleaban contra la sífilis en ese tiempo?

Hay un caso más claro, y con menos «sofismas» aún. Si nada es prueba documental de que López Velarde tuviera sífilis, hay algo que me conduce, de haber recogido el rumor ambiente en mi libro, a postularlo casi como una certeza. Leyendo «Ánima adoratriz», de Zozobra, un poema sumamente hermoso (que, además, quizá sea el más hermético de ese libro) estamos de acuerdo con Sergio Fernández, que propone que se trata de un poema genital («el barómetro lúbrico, que en su enagua violeta», etcétera). En su novena estrofa aparece una situación importante:


Espiritual al prójimo, mi corazón se inmola
para hacer un empréstito sin usuras aciagas
a la clorosis virgen y azul de los Gonzagas
y a la cárdena quiebra del Marqués de Priola.



En una peculiar urdimbre de martirologio y contabilidad, el corazón se sacrifica en la forma de un «empréstito» -un préstamo con documentos y al portador; o no venal, sin intereses, dependiendo del diccionario- para las dos vertientes que complementan el espíritu de López Velarde: la santidad azul de la familia de San Luis Gonzaga, y la sangre en quiebra del Marqués de Priola, son una articulación más de la «dualidad funesta».

La estrofa contiene un ingrediente tan eruditamente rebuscado que no se había comprendido hasta ahora. El Marqués Jean de Priola es el protagonista de un drama titulado Le Marquis de Priola, escrito por Henri Leon Lavedan en 1901 y estrenado por la Comedia Francesa el 7 de febrero de 1902, en plena epidemia. Una semana después de su estreno, el 15 de febrero de 1902, fue publicado por L'Ilustration en forma de suplemento30. El Marqués de Priola fue representado en México, por la Compañía Dramática Italiana Ruggeri-Borelli, en el Teatro Arbeu, por lo menos dos veces, el jueves trece de enero y el sábado 19 de febrero de 191031. La pieza de Lavedan, sin interés literario hoy en día, tuvo éxito porque, de manera simultánea, rompía el pacto social de silencio sobre la sífilis y atizaba la sifilofobia ambiental moralizando sobre el problema.

El argumento es como sigue: el Marqués de Priola es un «nuevo Donjuán» que educa a su protegido, Pierre, en estos términos: «Engaña a las mujeres, engáñalas siempre, por nada, por gusto, por la elegancia y el orgullo de engañarlas». Cuando el protegido, que es médico, trata de indagar por qué su mecenas es así, éste le contesta: «No lo sé. Me viene de lejos. Todos los crímenes, las ruinas, las orgías, los dramas voluptuosos y sangrientos del pasado se han acumulado sobre los Priola». El Marqués evoca su genealogía: un catálogo de burladores que culmina con su padre, suicida a los 38 años por culpa «de su fracaso» (que es una de las palabras más polivalentes de la época y que tiene acepción sifilítica). El Marqués es ya, se entiende, por herencia o por irresponsabilidad, un desfalcador del «banco genético», lo mismo que su padre suicida.

Luego de una serie de situaciones vehementes, el protegido Pierre descubre que es hijo del Marqués, quien ha destruido a su propia familia adoptiva, se enfrenta a él y se cobra venganza anunciándole su castigo:

PRIOLA.-   ¿Estoy enfermo?

PIERRE.-  Perdido...

PRIOLA.-   ¿Qué es lo que tengo?

PIERRE.-  Sus excesos lo han envenenado. ¡La sangre de los Priola! Esa sangre de la que tanto presume acarrea todas las inmundicias degeneraciones... ¡Es usted víctima del mal que no perdona!



En ese punto, el Marqués, que sabe cuál es ese mal, pierde la conciencia. Pierre y el médico de cabecera del Marqués lo examinan. El médico diagnostica lacónicamente: «Ataxia aguda. Antes de seis meses quedará ciego e impotente. Después, la locura. Y así podrá durar veinte años». Telón.

El mal de Priola se caracteriza velozmente, y con una sintomatología que el espectador de la época podía reconocer, como una neurosífilis en sus etapas avanzadas32. (La ceguera es uno de los síntomas que más rápidamente se anexaron al folclor -y al miedo popular- sobre el problema). López Velarde asiste a una representación teatral, o lee la pieza en L'Ilustration, y se impresiona a tal grado que utiliza el nombre del protagonista para cifrar una situación crítica en el centro de un poema fundamental.

El corazón del poeta, pues, se inmola, dentro de su sistema de «dualidades funestas», hacia dos apellidos contradictorios que simbolizan los extremos de la sexualidad: la clorosis y la sífilis. La clorosis con la que López Velarde caracteriza a los Gonzaga es otra enfermedad de época: en la idea de que las enfermedades femeninas tenían su origen en la sexualidad, se llamaba clorosis a una «morbosidad polimorfa», a una «demencia puberal», que atacaba a las mujeres que, rigurosamente vírgenes, empalidecían hasta el verdor (cfr. «La doncella verde») y languidecían hasta el «angelismo», para poblar decenas de novelas y poemas (como el ciclo de Damiana de Amado Nervo, o el mismo de Fuensanta), hasta que llegaba la única curación posible según la idea de la época: el lecho nupcial33.

A la «clorosis virgen y azul», forma extrema de pureza sexual que roza el sadismo34, que configura parte del ámbito de lo deseado, habitual de López Velarde, se contrapone -y se complementa- la realidad de una «cárdena quiebra» que no puede leerse sino como la «avería» de la sangre, el fracaso de la sífilis. Entre la virginidad impoluta que conduce a la demencia y los excesos sexuales que, por la ruta de la sífilis, la precipitan, se cierra el círculo del poema, del interdicto sexual y de la enfermedad. El conflicto entre la sangre demacrada del ángel y la sangre pútrida del enfermo, se confunde en el sinfín de la demencia, cuya amenaza recorre la escritura y la conciencia de nuestro poeta. Podría suponerse, claro, que la alusión se limita a la necesidad de representar ante sí mismo, de modo dramático y elocuente, una caracterización pendular de sus atributos utilizando los apellidos extremos. Pero el hecho de que el «empréstito» sea al portador y esté girado no al Marqués, sino a su sangre enferma, modifica la interpretación: el espíritu de López Velarde venera la clorosis de las vírgenes y se siente parte de su grey; pero su sangre acarrea la sífilis, y ambas sangres son demenciales. Tiene también su peso el legado de su sangre, sin testamento -es decir, sin herencia- que se propone en la estrofa anterior:


Dejo, sin testamento, su gota a cada clavo
teñido con la savia de mi ritual madera;
no recojo mi sangre, ni siquiera la lavo...



«Nadie quería confesarlo, pero la muerte de Ramón fue una tragedia pavorosa. Ahora puedo decirlo: la muerte no fue para él un accidente natural de la vida, sino el golpe repentino e inexplicable que, de vez en vez, tienta la resignación de los hombres», escribió José Gorostiza35. No sé cómo haya que interpretar ese «golpe repentino y fatal» que no quería confesarse. En todo caso, es algo que no logrará hacerse si nos atenemos sólo a lo que el acta de Pedro de Alba nos permite ver desde su comprensible pudor.

Le decía José Emilio Pacheco36 al fantasma de López Velarde en su centenario: «Queremos entrar a saco en tus papeles privados, revisar tus sábanas, descubrir tus huellas genitales... has caído en manos de la policía judicial literaria [...] Llamamos investigación a lo que si estuvieras vivo repudiarías como chisme, libelo, asalto inadmisible a tu intimidad...». A pesar de que López Velarde mismo jugó calculadamente un tenso juego de revelaciones y solipsismos en su poesía, esas líneas de Pacheco me conmueven y me apenan. No sabríamos cómo mirarlo de frente, pero necesitamos leer su poesía.

La gravedad de esa pena se atenúa, relativamente, en el hecho de que hay una razón para fungir de judicial, la que el mismo Pacheco aporta y a la que todos nos ceñimos: tú tienes la culpa por haber escrito esos libros maravillosos.