Pocos poetas habrá que con una producción tan
escasa como la de Joaquín María Bartrina, hayan
tenido tan unánime aceptación entre los lectores
cultos. Y si la cifra de ediciones que un libro alcanza puede
considerarse como el exponente de su valía, la obra de
Bartrina, sobre todo la colección Algo -que hoy
damos al público precedida del resto de su producción
poética de lengua castellana,- merece un primer puesto en la
literatura española. El autor no vio más que dos
ediciones de su libro (1874 y 1877), ya que poco después de
la segunda se extinguió aquella vida tan breve como
aprovechada para las bellas letras. Al año siguiente de la
muerte de Bartrina veía la luz la tercera edición
de Algo, y el mismo año la primera de sus
«Obras en prosa y verso», prologada por J.
Sardá, uno de los críticos ochocentistas de mayor
fuste conocido en toda España por su excelente
colaboración en los periódicos y revistas más
importantes. A la parte de verso de esta edición puso un
breve pero profundo estudio del poeta el notable escritor V.
Almirall.
Como fácilmente comprenderá el lector, poco le
queda por espigar al que, en afanoso rebusco, va
-6- a
zaga de escritores de tan espléndido bagaje literario como
Sardá y Almirall, tanto más cuanto que posteriormente
a ellos, otros historiadores de la literatura española han
estudiado la obra de Bartrina y emitido acerca de ella juicios tan
diversos como dispares eran los idearios políticos y
religiosos que cada uno de ellos representaba o incorporaba. Ya el
gran polígrafo Marcelino Menéndez y Pelayo, en la
época de su vida en que con mayor entusiasmo actuaba de
paladín de la ortodoxia católica, se fijó en
Bartrina, diciendo de él (Heterodoxos españoles,
t. III, p. 815, 1.ª edición): «Quien
desee conocer la literatura heterodoxa de estos últimos
años, puede fijarse en... los extrañísimos
versos pesimistas, ateos y heinianos del poeta catalán
Bartrina, coleccionados con título de Algo (hay
otro volumen póstumo de Obras en prosa y verso).
Bartrina tenía verdadero ingenio (mucho más que
juicio y gusto), pero versificaba muy mal y escribía
incorrectamente la lengua castellana». Otro de los
críticos que se fijaron en Bartrina fue el agustino
escurialense Blanco García, en su Literatura
española en el siglo XIX (Madrid, 1891-96), libro que
levantó gran polvareda, escandalizándose, o poco
menos, algunos espíritus timoratos de que un religioso
hubiese tenido en sus manos y leído las producciones de
tantos autores nada recomendables en el terreno de la moral. El P.
Blanco García es el que más hondo ha penetrado en la
obra de Bartrina, el que mayores elogios le ha tributado y a la vez
el que más sin piedad le ha fustigado, rebasando,
quizá alguna vez, las fronteras de la crítica
literaria -único terreno en que debería explayarse su
labor- y juzgándole desde el punto de vista
-7-
religioso. Vea el lector algo de lo que escribe Blanco
García: «Emanadas de un mismo principio tres son las
notas dominantes en los versos de Joaquín Bartrina: el
ateísmo, el materialismo y la misantropía. Su
aversión a Dios se manifiesta de soslayo en forma de dudas o
de burlón y grosero cinismo, con base
pseudocientífica, pero en realidad muy poco desemejante de
la blasfemia tabernaria. Pasman e indignan los alardes de impiedad,
con visos de prematura omnisciencia, en que prorrumpe el autor
sólo porque ha leído y mal digerido cuatro nociones
de fisiología y las obras de Carlos Darwin. Por cierto que
en una composición contra el naturalista inglés le
reprende sus aseveraciones sobre la descendencia simiana del
hombre, quien, en concepto de Bartrina, es mucho menos sensible y
caritativo que el mono. Digna filosofía de quien se
atrevió a escribir el siguiente aforismo:
«El hombre al hombre olvida,
si le es indiferente, cuando muere,
y si le debe algún favor, en
vida».
Alguna vez nos sorprende el atrabiliario poeta catalán
con relámpagos de peregrina agudeza y espíritu
analítico; pero aun entonces le perjudican la desnudez con
que exhibe las ideas, el aire pedantesco de su superioridad y el
desaliño selvático de la forma».
Más ponderado, aunque no tan profuso, el juicio que de
Bartrina hace el eminente hispanista y crítico literario
Fitzmaurice-Kelly, da una idea quizá más precisa y
exacta del poeta: «Nada contrasta tanto con su dulce
melancolía -alude el crítico -8- a
E. Silió a quien acaba de estudiar- como el áspero
pesimismo del catalán Joaquín María Bartrina
(1850-1880) que descubre en Algo (1876) las congojas de un
alma joven y desesperada: es -lo demostró más tarde-
de lastimosa sinceridad, y cada página de su pequeña
colección de poesías aparece iluminada por siniestro
resplandor. Bartrina no es un artista; su castellano es a menudo
defectuoso, pero tiene un acento personal inolvidable».
Historia de la literatura española (Madrid, 1913),
pág. 450.
He aquí los tres notables críticos que han
aplicado el escalpelo a la producción del vate
catalán, redactada, en su mayor parte, en la lengua de
Cervantes, a pesar de lo cual no ha obtenido fuera de
Cataluña la difusión que merecía. ¿A
qué hay que atribuir este fenómeno? Un pasaje de J.
Sardá (Prólogo a la edición de 1881)
dará quizá alguna luz acerca de él: «Las
obras de Bartrina no sólo muestran lo que erain actusu
talento, sino lo quein
potentia, esto es, su doble valor, realizado y
realizable... Ellas dicen asimismo la multiplicidad
simultánea de sus aficiones, que no era la estéril
multiplicidad del que busca en vano la orientación de su
talento, sino la fecunda del que, dotado de rara flexibilidad,
lleva en sí luz bastante a alumbrar cuanto se pone en la
visual de sus rayos; ellas revelan, a la vez que las propensiones
retozonas y paradoxales de su ingenio, la solidez científica
de su inteligencia; nos le pintan como él era, más
dado a los primores y filigranas del análisis que a las
grandiosidades de la síntesis; no esconden el fondo de
amargura y de ironía afectuosa por la que se
distinguía Bartrina aun en sus más festivas
expansiones; -9- y
sobre todo ello (causa y efecto, al par, de todo ello) un elemento
característico, el de la personalidad del autor, la cual,
aunque no llegada todavía a entera madurez, se manifiesta ya
en fogosas erupciones que acusan la presencia de algo no
común, de un talento que distaba ya y se hubiera ido
alejando cada día, de ser uno de tantos... Hasta sus
defectos -si tales pueden llamarse las condiciones inherentes a su
modo de ser- refléjanse en estas mismas obras: aquel
mariposear sin descanso; su inconstancia, esa inconstancia que
paraba en seco sus manos en el momento más feliz de la
actividad, y su afición -de que a pesar suyo no podía
librarse- a anteponer a lo brillante, a lo sólido, el rasgo
chillón del juego de palabras o de ideas, a la sobria cuanto
expresiva pincelada de la verdad. Su ingenio, que fue su gloria a
los ojos de los más, era el peor enemigo de su talento, que
había de ser y fue en realidad, su gloria a los ojos de los
menos, pero los más discretos». Los otros
-añadimos nosotros- ¿se escandalizaron quizá
por la sinceridad con que Bartrina se expresó? Ésta,
si otro perjuicio no le causó, por lo menos hizo que se
desorientase gran parte de la opinión acerca de la
pretendida heterodoxia de Bartrina.
En sentir de muchos, Bartrina es un ateo -recuérdense
las palabras antes citadas de Menéndez y Pelayo, -un
escéptico, un pesimista. Cuanto a lo primero, el que lea,
detenidamente y sin prejuicio de ningún género la
producción poética de Bartrina, se convencerá
de que nuestro poeta es un incrédulo que sólo
cree en Dios. Bartrina no cree en el amor:
-10-
«Sé que a tus ojos,
bien mío,
no soy lo que tú a mis ojos;
sé que mi amor, si no enojos,
al menos te causa hastío.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
No te pido tu querer
ni quiero que amor me implores;
yo no quiero que me adores,
sino que, me lo hagas ver».
(A mi beldad.)
Bartrina no cree en la amistad:
«Desengañado del
amor, mi anhelo
en la amistad buscó dulce consuelo
y mi vida partí con fe sincera;
no (digo mal: partí), se la di entera
a un amigo -que lo era me creía.-
Pero un día llegó ¡terrible
día!,
le tuve de pesar en la balanza
del interés, y aquel amigo mío
a quien quería yo con tanto exceso,
cedió a una onza de peso».
(Mis cuatro muertes.)
Bartrina no cree en la lealtad conyugal:
«Ante una imagen
sagrada
con el corazón ansioso,
con el alma desgarrada,
por la salud de su esposo
ruega triste una casada.
Y no su salud desea
-11-
por ser a su amor leal;
la quiere porque a la tal
el llanto la pone fea
y el luto le sienta mal».
(La oración de la
esposa.)
Bartrina no cree en sí mismo:
«...hace cuatro (años) que deseo
divorciarme de mí mismo».
(Ecce homo.)
Bartrina, empero, cree en Dios:
«Si no hay alma, ni hay Dios, ni hay otra
vida
después de la terrena,
¿por qué, para qué,
quién a este terrible
suplicio de la vida nos condena?».
(Íntimas, XXX.)
Ya antes había confesado la reacción obrada en su
espíritu por la severidad del templo cristiano,
reacción que también se obró en el alma de
otro poeta español, Núñez de Arce, como se ve
en su poema Tristezas. Bartrina confiesa a este
propósito:
«Pienso no creer en
nada,
y al penetrar en el severo templo,
a mi pesar se dobla la rodilla
y a mi pesar se humilla
mi orgullosa cabeza,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
-12-
a lo alto mi alma sube,
los muros espesísimos esquiva
y vacilante y trémula en su vuelo,
el azulado cielo
huye a través de la calada
ojiva».
(Arabescos, XXVIII.)
Con razón decía, poco después de la muerte
de Bartrina, uno de sus biógrafos: «A Bartrina le han
tenido por un escéptico y un descreído aquellos que
no han hecho sino atrapar las dudas y las sátiras de sus
escritos, al paso que los que le conocieron y trataron en vida,
tienen el verdadero concepto de aquella alma inquieta, aquel
espíritu que, si a menudo hizo labor negativa
afirmándose en la eterna duda, fue en gran parte para no
confundirse con tantos hombres de miras pequeñas o de
refinado egoísmo, que ante la conveniencia personal, no han
tenido empacho en llamarse creyentes, olvidando o ignorando el alto
significado de la palabra creer». (Lectura popular,
Barcelona, vol. III, n.º 110.)
Lo cierto es que cuando se olvida de hacer el ateo
(según cree conveniente por lo que se dirá más
adelante) pronuncia frases que revelan que no lo es:
«¡Oh!, ¡quisiéralo Dios!,
entonces fueran
hombres los hombres, las mujeres
ángeles».
(A un amigo.)
Finalmente, en su Epístola aconseja a
Fabio:
«Cree en Dios y en la
mujer.
¡Es tan cómodo el creer!».
-13-
Conforme con estas afirmaciones y como en apoyo de las mismas,
el catedrático del Instituto de Tarragona, I. Frías
Fontanilla, decía en una oración fúnebre
(Corona poéticapublicada por el Centro de Lectura de
Reus): «Yo que creo en Dios, nunca he podido ver en
Bartrina a todo un ateo; yo que creo en la espiritualidad del alma,
nunca he podido ver en Bartrina a todo un materialista; yo que
combato cual se merece, el horrible escepticismo, nunca he podido
ver en Bartrina a todo un escéptico». En efecto,
en De omni re scibili, después de afirmar que todo
lo sabe porque el materialismo lo explica todo, reacciona
diciendo:
«Mas ¡ay!, que cuando exclamo
satisfecho:
¡todo,
todo lo sé!...,
siento aquí en mi interior, dentro mi
pecho,
un algo, un no
sé qué».
¿Cómo se explican, pues, ciertos pasajes de la
producción de Bartrina, en los que aparece como ateo?
Aquella inquietud de espíritu en él innata (aquella
especie de seudocientificismo de que habla Blanco García),
le distrajo de profundizar en las verdades de la fe cristiana.
Pruébalo, entre otras cosas, la facilidad con que concede la
eternidad a la materia afirmando (tan gratuitamente por cierto) que
«todos los filósofos antiguos y la mayor parte de los
modernos han aceptado unánimemente este principio». En
todo lo demás debió de hacer lo mismo. Bartrina,
pues, en materia de religión era sencillamente un ignorante.
Si como -con un rasgo volterianesco- dice, en Te Deum:
«Voy a estudiar la teología en
Vich»,
-14-
se hubiese
tomado el trabajo de estudiar la religión en algún
buen tratado, sin necesidad de moverse de Reus, o donde residiese;
quizá no hubiera incurrido en las vulgaridades que se le
escaparon de la pluma. No hay que olvidar tampoco que la
actuación de Bartrina coincidió con una época
en que el volterianismo estaba de moda y en que, en Cataluña
sobre todo, prevalecían las ideas
«liberalizantes» -en la terminología de
entonces-, mejor diríase «masonizantes»; algunos
de los intelectuales cooperaban a su difusión bajo el
mecenazgo de Rosendo Arús, y los corifeos del movimiento
vieron en Bartrina un colaborador de primera fuerza, y él en
ellos un elemento favorable a la popularidad a que aspiraba. A esta
política obedeció la labor de Bartrina en el Ateneo
Catalán, enderezada a modernizar el ambiente que en
él se respiraba. Fue asimismo uno de los intelectuales que
más fomentaron el movimiento catalanista, sin apartarse,
empero, de la corriente puramente literaria. «Tan en cuerpo y
alma (dice Almirall en el prólogo a la edición de
1881) se había entregado al renacimiento de nuestras letras,
que a mediados del 78 había, junto con el que firma estas
líneas, solicitado autorización para publicar el
primer periódico diario que debía escribirse en
catalán».
Terminaremos esta parte del supuesto ateísmo bartriniano
con un dato histórico, de fuerza moral indiscutible: el
malogrado publicista Federico Rahola, en la biografía que
insertó de Bartrina en «La Publicidad» de 3 de
diciembre de 1880, después de describir todo lo relativo a
la ceremonia del acto fúnebre del entierro -el cortejo
salió de -15- la
casa n.º 2 de la calle de Tallers (Barcelona), donde
expiró el poeta- decía: «Encima de la mesa se
hallaba todavía La imitación de Cristo, que
leía Bartrina a su querida madre durante las interminables
horas de su enfermedad». (E. de Molins, Diccionario
biográfico,art. BARTRINA.)
Tocante al escepticismo de Bartrina, téngase ante todo
en cuenta que nuestro poeta era un hastiado de la vida, no por
grandes contrariedades que hubiese experimentado -treinta
años no bastan para sufrir desengaños tan fuertes que
produzcan el pesimismo bartriniano,- sino por convicción.
Aquel espíritu, de inteligencia precoz, falto de la luz de
la fe, que tantos y tan arduos problemas de la vida resuelve, y no
hallando en lo humano, en la ciencia, en la razón, una cabal
explicación de ciertos fenómenos de orden moral,
desfalleció, se declaró vencido, cayendo en aquella
especie de abulia que él mismo expresa en la
epístola A un amigo:
«..............................no
siento
para creer ni voluntad ni fuerza».
Su escepticismo, pues, no era precisamente el que niega la
existencia de la verdad o la capacidad del hombre para conocerla,
ni era tampoco el de los enciclopedistas franceses, que se cebaba
en todo lo que significa religión y metafísica. Era
más bien la resultante de su temperamento y su ignorancia
religiosa. No sabe -por lo menos aparenta no saberlo- cuál
es el fin del hombre en este mundo (una de las primeras lecciones
del catecismo). También confiesa que mirando al cielo nunca
vio el nombre de Dios escrito:
-16-
«Si miro al cielo en estas
noches bellas
en que mi alma se eleva al infinito,
en caracteres mágicos de estrellas
nunca el nombre de Dios sé ver
escrito».
(Arabescos, XXI.)
¿Cómo podía verlo sin la fe, sin la antorcha
que ilumina al hombre en la oscura senda de la vida? No sin
razón dijo otro poeta:
«La esperanza del hombre es arpa santa,
pulsa la fe sus cuerdas, y sublime
en medio del dolor, preludia y canta».
(G. Núñez de Arce,
«Raimundo Lulio».)
De la otra fase del escepticismo bartriniano, o sea, el que
radica fuera de su persona, dice el ya citado Frías
Fontanilla: «Verdad es que Bartrina retrata, más de
una vez, a la sociedad con colores quizá extremadamente
recargados; pero ¿tan escéptico es, que pinte el mal
sin hablarnos de un próximo iris de bienandanza? No;
él mismo dice en el prólogo de su obra:
«Llegarán otros tiempos, a buen seguro, en que tal
estado de intranquilidad moral se considerará como un caso
patológico, digno de estudio». Y no solamente
creía Bartrina en el restablecimiento de la tranquilidad
moral, sino que la reconocía ya un hecho y la envidiaba en
los últimos versos de aquella epístola A un
amigo, que recuerdan los de Fray Luis de León en su
oda ¡Qué descansada vida!
El pesimismo de Bartrina, otra de sus características,
tiene también una explicación obvia: calculando
-17-
por lo breve de la vida de nuestro poeta, puede afirmarse que
fue una de las inteligencias que más ahondaron en el
conocimiento de aquella maldad del corazón humano, que
más o menos lamentamos todos y de la cual es víctima
el hombre; aquella maldad que dio alas a los anacoretas para volar
a los desiertos de Libia y Nitria, huyendo del trato de los
hombres; sólo que Bartrina, ante este profundo conocimiento
del fenómeno de la vileza humana, reaccionó en
sentido contrario al de las grandes figuras del Cristianismo; ni
siquiera adoptó la comprensiva actitud de nuestro Argensola
en su admirable soneto:
«Dime, padre común, pues eres
justo...».
Colocado Bartrina (permítasenos la comparación)
frente a la aguja de empalme, echó el convoy a la izquierda
en vez de dirigirlo a la derecha, a la única solución
del problema, que es la sabiduría y previsión del
Creador. Claramente lo dice en Mis cuatro muertes:
De este pesimismo, del que rebosa la mayor parte de su
producción literaria, quiso sincerarse también
Bartrina en el prefacio de la primera edición de Algo
(1874) atribuyéndolo al «malestar moral que
produce en nosotros la lucha sin tregua que sostienen dentro de
nuestro ser el sentimiento y la razón». En esto, sin
embargo, no hizo sino repetir un muy socorrido concepto, aquel
pensamiento tan bellamente expresado por Hugo Foscolo en Il
proprio ritratto:
............................................Do lode
alla ragion, ma
corro ove al cor piace.
Donde con mayor claridad y precisión expuso Bartrina la
teoría de su pesimismo fue en la epístola, premiada
por el Consistorio de los Juegos Florales de 1876 y que, traducida
al castellano, figura en la colección Algo con el
título de A un amigo. De ella dice el mencionado
crítico Blanco García: «Quizá
ningún otro escrito del autor sirve como la epístola
para comprender el extraño y antitético dualismo de
su naturaleza moral, y la generosa aspiración al bien, que
sentía, como corriente de dulces y cristalinas aguas, oculta
debajo de las negras y corrosivas que se mueven en la superficie,
saturadas de los ácidos de la negación, la
misantropía y la blasfemia. Si de ordinario el escepticismo
de Bartrina rehuye la luz del consuelo, se mofa de todo o se
retuerce con las convulsiones de la desesperación, siquiera
adopten igualmente el disfraz de carcajadas; en la epístola
se contiene dentro de los límites de la sátira,
mordaz e implacable eso sí, exageradamente pesimista, pero
con -19- el
pesimismo que engendra la oposición entre un ideal
acariciado y las brutales impurezas de la vida real. Le repugnan el
egoísmo y la falsía; descubre en la elevación
de los que se llaman grandes hombres, no el vuelo del águila
que se remonta a las alturas, sino la industria del reptil que para
ascender se arrastra; fustiga la indolencia de los que, no
explotando el vicio, le sirven de pedestal; sonríe con
amargura ante las muchedumbres esclavas de la ignorancia y las
pasiones, mientras dan vivas a la libertad; y no hallando la virtud
donde la busca, sospecha que ha huido de las ciudades populosas,
porque son muy pequeñas para ella
'.........................acostumbrada
a vivir en el alma de los justos'».
Después de este juicio crítico
¿quién osará decir, como Fitzmaurice-Kelly,
que Bartrina no es un artista? ¿A qué llamaremos,
pues, arte? Y si no basta este elocuente testimonio del
crítico escurialense, pasemos la vista por la
producción bartriniana y hallaremos verdaderas preciosidades
artísticas. Porque Bartrina no fue un poeta adocenado, ni
los defectos de que adolece su producción son bastantes a
negarle la entrada en el templo de la gloria, como excelso poeta y,
por ende, como artista.
Y henos ya en la tarea de calcular la valía de la obra
de Bartrina desde el punto de vista artístico-literario. En
este respecto, lo que más destaca en la obra bartriniana es
la sátira, y se comprende si se tiene en cuenta que nuestro
poeta padecía una especie de misantropía
ingénita; en este terreno tuvo puntos de contacto con
Bécquer y E. Heine -también -20-
alguno con Campoamor,- pero sin tinte, ni matiz de lirismo, de
aquel lirismo de que rebosan las estrofas de estos poetas.
Véanse si no, Arabescos:
«El último
alquimista,
cuando hubo ya agotado su tesoro,
encontró una manera de hacer oro:
inventó el accionista».
(XI)
«Esos que buscan leyes en
la historia
o crean leyes y hechos
y se quedan después tan satisfechos
¿me sabrían decir qué fuera
hoy día
de la Europa moderna y su cultura
si en vez de ir con ventura
(y que a Colón acompañó es
muy cierto)
a descubrir la América nosotros,
los de allá nos hubiesen
descubierto?».
(XII)
«Oyendo hablar a un
hombre, fácil es
acertar dónde vio la luz del sol:
si os alaba a Inglaterra, será
inglés;
si os habla mal de Prusia, es un
francés;
y si habla mal de España, es
español».
(XX)
Y
en el Fragmento c) se lee:
«Quien un buen manjar
barrunta,
la mejor ciencia en sí junta,
pues nunca por sabio tomo
a aquel que '¿cómo?' pregunta,
sino al que responde: 'como'.
La prensa es poder muy hondo,
mas se prefiere (y respondo
-21-
de que en contra se responda)
a un artículo de fondo
un artículo de fonda».
Decimos de Bartrina que tiene puntos de contacto con Heine, no
tantos quizá para que sus versos puedan calificarse de
heinianos (con perdón del insuperable maestro de la
crítica literaria, Menéndez y Pelayo); pero de Heine
le separa el espíritu: Heine para cantar el amor perdido,
echa mano de la lira y compone endechas rebosantes de lirismo;
Bartrina trata sus quiebras de amor con una melancolía
más bien estoica, cuando no acude a la ironía zumbona
o fustiga implacable, como en el Fragmento a):
«¡Oh!, tú que fuiste mi
amiga,
has de saber que te has muerto.
¿Qué respondes, que ayer mismo
admiré tu lindo talle,
pues pasaste por mi calle?
¡Efectos del galvanismo!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
Además, en conclusión,
del cadáver, en verdad,
tienes la misma frialdad
y la misma corrupción».
Donde más se acerca al poeta alemán es en
«Íntimas», y entonces para superarlo.
¿Cuándo dijo Heine cosas tan bellas y profundas a la
vez, como Bartrina bajo el mencionado epígrafe?
Hojéese esta sección:
-22-
«Milloncito de mi alma,
mi amor, escribir no sé,
papel y pluma me sobran;
sólo lo escribiera bien,
a ser la pluma mis labios
y tus labios el papel».
(V)
«Ríe, en el
hermoso hoyuelo
un beso quiero enterrar,
luego ponte seria, y nadie,
nadie lo conocerá».
(IX)
«Rodó una perla de
tu collar,
cayó
en tu seno,
y allí, a tu seno, fuila a buscar
de gozo
lleno.
¡Creílo un nido! ¡Dulce
calor,
fuertes
aromas,
y acurrucadas hallé en su amor
a dos
palomas!».
(XII)
«Cual la abeja los
olores
en el cáliz de las flores,
bebo en tus labios la esencia
del amor que te consume:
¡el deseo!... ese perfume
de la flor de la existencia».
(XIII)
«¡Mis labios en tus
labios...,
mis manos en tu seno...,
y un canto sin palabras,
con música de besos!».
(XV)
-23-
La sátira, al censurar con acritud o poner en
ridículo a personas o cosas -tal es su naturaleza, roza a la
filosofía moral, a tal extremo, que puede considerarse como
una modalidad de esta. Es la psicología tomada en el sentido
de la introspección. Según esto y teniendo en cuenta
su modo de sacar consecuencias de la vida, Bartrina es un verdadero
psicólogo que analiza, medita, reflexiona en lo
íntimo del espíritu humano. Y así como al leer
a un humorista, sentimos el movimiento espontáneo de la
sonrisa de agrado que asoma a nuestros labios, así
también al leer al psicólogo, decimos para nuestro
adentro, convencidos de que retrata el alma: ¡cuán
cierto es! Y esto sucede al leer las poesías de Bartrina: el
lector siente que el poeta le habla al alma y que le dice cosas de
las que se da ahora cuenta. Y ¿no cabría afirmar que
es ésta la cualidad más relevante de nuestro poeta?
Por lo menos, en este terreno no tiene parigual en su época,
y sus reflexiones son tan verdaderas y obvias dentro de la
originalidad, que alguna de ellas ha pasado a ser aforismo, como la
moraleja con que corona su Fabulita:
«Si quieres ser feliz, como me dices,
no analices, muchacho, no analices».
Y qué reflexión moral más exacta que la
que dice:
«Esta moneda y esa espada, creo
que son lo más notable del museo;
ambas antigüedades
son restos de las bárbaras edades.
Su origen el catálogo ya aclara:
-24-
lástima que decir también no
pueda
cuál de las dos más crímenes
causara,
la espada o la moneda».
(Arabescos, XVIII.)
En Casos comunes define Bartrina maravillosamente la
envidia, y termina con este notable aforismo:
«Podemos deducir de esos
extremos
que, de la vida atados en el polvo,
felicidad es lo que no tenemos.
Tal vez mejor diremos:
felicidad es lo que tiene el otro».
Y en Un viaje fantástico, pone como un
complemento a esta definición, diciendo en la última
estrofa:
«La felicidad que
amamos
siempre está en lo que perdemos
y siempre en lo que buscamos
y ¡ay!, nunca está en lo que
hallamos
y nunca en lo que tenemos».
El haber puesto de relieve las dos mencionadas
características de Bartrina, no sería suficiente para
dar por completo el estudio de su personalidad, si no se ponderase
como merece aquella vis
ingenii que produjo «relámpagos de
peregrina agudeza y espíritu analítico»,
pinceladas de mano maestra que revelaban un alma de verdadero
artista. Entre estos primores de arte, figuran los que damos a
continuación, como remate de este estudio:
-25-
Delirium, que es un poemita heiniano, de gran fuerza y
originalidad, termina con esta filigrana poética:
«Tiñose Oriente del
color de rosa,
encendida, fragante y hechicera,
que tienen las mejillas de la esposa
al tálamo al saltar por vez
primera».
Difícilmente podría expresarse con mayor
delicadeza la impresión que recibe el pudor santificado por
el lazo conyugal. Tampoco podía expresarse con mayor ingenio
la belleza de unos ojos que con las palabras que se leen en la
misma sección (Arabescos, 1.ª serie):
«¿Que cada estrella
es un mundo?,
¿que es un mundo cada sol?
¡Desde que miro tus ojos
bien me lo sabía yo!».
En Mis cuatro muertes pinta Bartrina con vivos colores
aquella gigantesca lucha que en su interior tenía
empeñada:
«Volví a la
vida.
Mi mente fue atraída
por esa meretriz que llaman gloria,
y la seguí; confiado en la victoria,
por ella batallé; la mente mía
un día y otro día
luchó con frenesí... Mi loco
anhelo
un desengaño halló, que no un
consuelo,
y vi a aquella que virgen yo creía
prostituirse vilmente a la
Osadía».
-26-
Y que también en su lira podía vibrar la cuerda
del optimismo, lo expresó claramente en su ya mencionada
epístola A un amigo:
«¿Y remedio no
habrá? ¿Es por ventura
el progreso una rueda que nos vuelve,
después de recorrer siglos de gloria,
al estado salvaje, nuestro origen,
cual vuelve al mar la pobre gota de agua
que desde el mar se remontó en la
nube?
El hombre que ha enlazado extraños
pueblos
esclavizando al rayo ¿nunca, nunca
podrá salvar esa distancia inmensa
que entre cabeza y corazón existe?
El que torna el carbón en diamante
¿no sabrá transformar el
egoísmo
en amor y engarzarlo en su corona?».
El amor puro inspiró a Bartrina ideas de gran
originalidad y belleza, que son, a la vez, un mentís a su
tan decantado escepticismo. En Íntimas bordó
las siguientes estrofas:
«Toda una noche del
Polo;
los dos en un lecho solo:
tú aterida por el frío,
témpanos en derredor...,
y en tu pecho y en el mío
el fuego del Ecuador».
(X)
«¿Por qué
es menor el placer
que el deseo en el amor?
Porque el fruto no ha de ser
tan bello como la flor».
(XVII)
-27-
«Hay en tu ser otro
ser
que forjó mi fantasía
y encarnó la mente mía
en tu cuerpo de mujer».
(XXII)
«Amor, deseo, goce,
hastío, enojo,
colores son del iris de la vida.
¿Quién, mirando el del cielo,
habrá que mida
dónde acaba el azul y empieza el
rojo?».
(XXV)
La musa de Bartrina le inclinó siempre, como a su
elemento propio y peculiar, al poema breve, ligero y de contenido
psicológico. Éste era su campo, su esfera de
acción; cuando probó el teatro, pudo convencerse de
que se apartaba de lo suyo. Su producción dramática
se reduce a la zarzuela «La dama de las camelias», el
drama «Nuevo Tenorio» y el sainete «Lo matrimoni
civil». Como prosador, dejó una serie de
artículos de prensa publicados en periódicos y
revistas.
E.
M.
Barcelona, febrero 1939. III Año Triunfal.
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Lógica extraña
-Todo, todo en el mundo
crece cuarenta metros por segundo.
Esto decía un loco a
cierto sabio
que visitaba un día el manicomio,
y al oír inferir tan rudo agravio
5
al sentido común, con vehemente
celo, digno de encomio,
quiso pulverizar rápidamente
la afirmación absurda del demente.
...Inútilmente, en vano busco el modo:
10
cortole el paso esta verdad probada:
-«A crecer cuanto ve nuestra mirada,
»creciendo nuestros ojos, como todo,
»no crecería a nuestros ojos
nada».
Pensó que si el absurdo
aconteciera,
15
creciendo todo en proporción debida,
eternamente igual la razón fuera
entre lo mensurable y la medida.
No encontró medio el
sabio
de combatir del loco el desvarío,
20
y dijo al fin con balbuciente labio:
-Por más que me es sensible
tu afirmación extravagante y vana,
yo no puedo probar que es imposible...
¡Es limitada la razón humana!
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¡Dios la hizo así!
¡No hay Dios!
- ¡Cállate,
impío!
¿Podrás probarme acaso
que Dios no existe?
-Y de que yo no pueda
probarlo ¿no resulta el mismo caso
de antes? ¿O quieres que a tu juicio
ceda?
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Hay Dios: corriente; concedido queda,
pues no puedo probar que Dios no existe;
pero te exijo -y la razón me asiste,
y así, en tu misma lógica me
fundo-
que has de admitir el hecho extraordinario,
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de que todo en el mundo
crece cuarenta metros por segundo,
pues no puedes probarme lo contrario.
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Casos comunes
Juan envidia de Bruno la nobleza
y Bruno a Juan envidia la riqueza;
ambos envidian a Luis la calma,
y éste envidia a los dos, con toda el
alma,
honores y fortuna ¡qué simpleza!
5
Bruno con lo de Juan feliz sería,
Juan sería feliz con lo de Bruno;
lo de Luis a los dos contentaría
y a Luis feliz lo de los dos haría;
¡y con lo propio no es feliz ninguno!
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Podemos deducir de esos
extremos
que, de la vida atados en el potro,
felicidad es lo que no tenemos.
Tal vez mejor diremos:
felicidad es lo que tiene el otro.
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-34-
Beati illi
(A tantos...)
¡Qué monos! Saben
bailar
y hablar con una mujer
-ciencias las dos a la par
que tras de mucho estudiar
nunca he podido aprender.-
5
¡Y hallan un dulce tesoro
de Escrich en una novela!,
y su voz siempre hace coro
cuando se pide otro toro,
¡¡¡y les gusta la
zarzuela!!!,
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¡¡¡y juegan al
dominó!!!,
¡y si jugando les veis,
siempre les escucharéis
disputando quien faltó,
o poniendo el doble seis!
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Siempre alegres se les ve
y tiene nada más que
veinte años toda su vida,
y en la mía, consumida,
yo ya nunca los tendré.
20
Imbécil yo les
parezco,
y es cierto, pues cuando lidio
con mi constante fastidio,
¡verdad que les compadezco!,
mas ¡verdad que les envidio!
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-35-
Lo que se dice y lo que se piensa
-Conque ¿te han dado un
destino?,
¡lo mereces! (por pollino).
-Yo, no (tu envidia declaras).
-¡Me alegro! (¡así
reventaras!).
¿Y mis versos?
-A luz dalos,
5
están de poesía llenos.
-¡Son muy malos! (son muy buenos).
-¡Son muy buenos! (son muy malos).
-Tu opinión en mucho aprecio.
-Yo te los corrijo pronto.
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-¡Ah!, mil gracias (es un tonto).
-¡Hombre!, al contrario (es un necio).
-Tú siempre hermosa,
Enriqueta
(¡qué necia y qué
fastidiosa!).
-Y tú, Julia, siempre hermosa
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(¡qué pesada y qué
coqueta!).
¿Me amas?
-¿Yo?, ¡más que
a mi vida!,
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¿y tú?
-¡Que si te amo yo!...
¿Me olvidarás nunca?
-¡No!,
¿cómo olvidarte, querida?
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(y mi Julia que me espera).
(-Y mi Juan que ha de venir.)
-Sin ti no puedo vivir.
-Yo, sin ti, mi amor, muriera.
(¿Cómo echarle?)
(-¿Cómo irme?,
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no quiero que Julia aguarde.)
¡Adiós!
-¿Tan pronto? (¿tan
tarde?),
¿no tienes más que decirme?
-¡Ah!, sí; volveré muy
pronto.
-¡Adiós! (la tonta, me ama...)
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-¡Ay!, ¡adiós! (me adora, el
tonto...)
-37-
En Poblet
¡Qué bien tus
ruinas,
Poblet, me declaran
que vive la dicha
do vive la nada!
Sólo de estos sitios
5
hoy turban la calma
el verde lagarto
al huir de mis plantas,
la mosca que zumba
y se agita ansiada,
10
ya presa en las redes
de la astuta araña,
la piedra que cae
del tiempo empujada,
el aura que gime
15
del bosque en las ramas
y que hasta mí llega
remisa, apagada,
y el eco perdido
de triste campana
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que al vecino pueblo
a la iglesia llama.
Aquí, en estas ruinas
mi pecho se ensancha:
todo es luto y muerte...,
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¡me siento en mi patria!
-38-
-¡Cómo corren los
postes telegráficos!-
yo de niño, al viajar en tren,
decía,
como decía luego, cuando joven:
-¡cómo pasan los días!
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Hoy veo que los días no
se mueven
ni los postes tampoco. ¡Y adivina
mi mente con dolor, con amargura,
que era entonces el tren el que corría
y que, en lugar del tiempo, la que corre
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rápida, es nuestra vida!
-39-
En sus días
Mientras el tiempo nuevos
encantos
preste a tu rostro que tiene tantos;
mientras lo mires todo sonriente,
llena de dichas, indiferente,
al fin del año tu exclamarás:
5
¡un
año más!
Mas en pos de uno vendrá
otro año
y, desengaño tras desengaño,
verás ya mustias tus ilusiones,
y esclava al verte de tus pasiones,
10
al cumplir años, triste dirás:
¡un
año más!
Si feliz eres y entre la
suerte
das al olvido la fatal muerte,
ésta cada año vendrá a
avisarte
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de que te espera para llevarte,
y tú, anhelante, le pedirás
¡un
año más!
Yo que he sufrido, yo que he
llorado
y he visto males siempre a mi lado,
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si hoy cumples años, como yo creo,
que tantos goces sólo deseo
como mis penas, y vivirás
¡un
año más!
-40-
A una mujer
Pura, en tu amante fortuna
buscando un dulce consuelo,
le pedías a la luna
de tu
cielo.
Liviana, ciega e importuna
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buscando un torpe consejo,
hoy lo pides a la luna
de tu
espejo.
-41-
Imitación de Heine
La luna en el zenit pura
brillaba,
lucían en el cielo estrellas mil,
y su luz melancólica copiaba
el río deslizándose sutil.
En alas de lo ideal cruce el
espacio
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buscando de mi amada la mansión
y al hallar dentro el bosque, su palacio,
de gozo palpitó mi corazón.
Reclineme en la grada,
miré en torno,
y sus peldaños ávido bese
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donde veía aún, cual vago
adorno,
la breve huella de su lindo pie.
De repente, cual hada
misteriosa
la vi en el ajimez aparecer,
incitante mirarme y voluptuosa
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sonreírme de amor y de placer.
-42-
A una
(En un álbum)
Al arroyuelo
«sierpe de plata»
como los poetas
siempre le llaman,
pareces, niña,
5
niña adorada:
en que eres pura,
en que eres casta,
en que eres dócil,
en que eres mansa...
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y en que murmuras...
y en que resbalas.
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Al maestro Juan Goula
La noche de su beneficio
en el Teatro Principal de Barcelona, (14 junio 1876)