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ArribaAbajo- XVII -

Una tarde de Julio, paseando por el Prado, oímos estas coplas, cantadas por las tiernas niñas que jugaban al corro: ¿Dónde vas, Alfonso XII? -¿Dónde vas, triste de ti? -Voy en busca de Mercedes, -que ayer tarde no la vi. -Si Mercedes ya se ha muerto; -muerta está, que yo la vi: -cuatro Duques la llevaban -por las calles de Madrid. La simplicidad candorosa de estos versos, en boca de inocentes criaturas, se me metía en el corazón avivando la doliente memoria de la Reina sin ventura, muerta en la flor de la edad.

Otro día, en Recoletos, oí las mismas coplas, continuadas de este modo: Su carita era de Virgen, -sus manitas de marfil, -y el velo que la cubría -era un rico carmesí. -Los zapatos que llevaba -eran de rico charol, -regalados por Alfonso -el día que se casó. Recreándonos con tan ingenua cantata dimos la vuelta al corro, y pudimos enriquecer el poema infantil con esta otra cuarteta: El manto que la cubría -era rico terciopelo, -y en letras de oro decía: -Ha muerto cara de cielo.

«Fíjate -dije a Casiana-, y convendrás conmigo en que esos lindos cantares contienen más inspiración y mayor encanto que las odas hinchadas y las elegías lacrimosas con que los poetas de oficio lamentaron el prematuro fin de Merceditas, apedreándonos   —196→   con ripios duros y aburriéndonos con el desfile monótono de imágenes sobadas y terminachos rimbombantes».

Opinó como yo Casianilla y me dejó estupefacto al preguntarme: «Dime, Tito: ¿tú conoces a los poetas que hacen esos cantares? ¿Quiénes son, dónde están?

-No lo sé, hija mía -contesté-. Sólo te digo que el pueblo hace las guerras y la paz, la política y la Historia, y también hace la poesía».

Si no referí antes mi primera visita a Vicentito Halconero, fue porque en ella nada hubo digno de mención. Redújose a cortesías de ritual y a remembranzas de sucesos que se desvanecieron en el tiempo. Las posteriores entrevistas tuvieron más interés. Vivía mi amigo en la calle de San Quintín, Plaza de Oriente, y cuando le visitaba por la tarde, como a esas horas salía yo siempre con Casiana, quedábase mi compañera sentadita en un banco de los jardinillos entrando yo solo en la casa.

Requería Vicente mi persona un día y otro para convencerme de la necesidad de que yo me lanzase de lleno a la política activa, afiliándome con él al partido de Sagasta. Apuró Halconero sus razones sin persuadirme, y entre otras cosas me dijo que el propio don Práxedes le manifestó deseos de tenerme a su lado, porque ansiaba fortalecer el Partido Constitucional con gente moza, atraer a todos los jóvenes de mentalidad a la moderna, aunque hubiesen sido revolucionarios y   —197→   alborotadores en días no lejanos. El relleno de sus adeptos, consistente en progresistas acartonados, necesitaba renovación.

Después de hablar por boca de Sagasta, habló Vicente por la suya diciéndome que si me determinaba podía contar desde luego con un distrito seguro para salir diputado, bien cediéndome el suyo, La Guardia, bien Villarcayo, el de su suegro, pues este ansiaba retirarse de la vida pública. «Como ve usted -añadió-, tengo dos distritos. Escoja el que quiera».

Contestele que yo agradecía mucho su generoso interés, pero que me repugnaba el cunerismo y nunca pasó por mi mente pertenecer a esos rebaños parlamentarios que forma el Ministro de la Gobernación como Dios hizo el mundo, de la nada. Sostuve que en España no existe la representación nacional, y que los diputados no expresan más opinión que la de unos cuantos señores; que en las Cortes no reside ninguna parte de la soberanía, y que la ley fundamental del Estado no es más que una edición bonita y esmerada de las coplas de Calaínos. Todos los poderes residen en el Rey y en las camarillas, a las que están subordinados los jefes de las ganaderías políticas.

De estas afirmaciones surgió una discusión entre cómica y seria, y Halconero acabó por arrancarme la promesa de que iría yo con él a ver a Sagasta. Al salir de casa de mi amigo y entrar en los jardinillos para reunirme con Casiana, vi un ruedo infantil que cantaba   —198→   con dulces vocecitas las coplas que en otra página he transcrito, y estas que ahora copio: Los faroles de Palacio -ya no quieren alumbrar, -porque Mercedes se ha muerto -y luto quieren guardar. -Junto a las gradas del trono -una sombra negra vi, -cuanto más me retiraba -más se aproximaba a mí. -No te retires, Alfonso; -no te retires de mí, -que soy tu esposa querida -y no me aparto de ti.

Cumplí a Vicente Halconero mi promesa de visitar a Sagasta, y una mañana fui con él a casa del jefe de los Constitucionales, Alcalá, 52. Había yo tratado superficialmente a don Práxedes en años anteriores. Antes que Vicentito me presentase, Sagasta me reconoció, saludándome como si nuestro trato hubiera sido frecuente y nunca interrumpido. Ya sabéis que la característica de aquel hombre realmente extraordinario era el don de simpatía, el don de gentes, la flexibilidad del ingenio y de la palabra, sin que por ello dejase traslucir su pensamiento en la conversación. Entendía yo que en su afable sonrisa no debíamos ver un accidente, sino un estado constitutivo de la personalidad, y además la máscara impenetrable de su genial astucia.

Don Práxedes rompió la conversación sacando a relucir diabluras y extravagancias de mi temprana juventud, y no fue poco mi asombro al ver que tales simplezas conocía y recordaba. Pronto comprendí que trataba de ganar mi voluntad y atraerme a su esfera por la afinidad de los caracteres y la semejanza   —199→   de nuestros respectivos modos de expresión. De frase en frase nos metimos en la política, y Sagasta hizo el panegírico de la Monarquía constitucional, prometiendo a España días muy felices. La buena crianza obligome a una delicada conformidad con las opiniones del riojano, y al observar yo que recogía la sonrisa en su larga boca para departir con grave estilo, pensaba que seguía riéndose por dentro.

Una observación del amigo Halconero llevó a don Práxedes a tocar el tema de mi incorporación a su partido. Yo me excusé declarándome inepto para la vida pública, tal como aquí se practicaba entonces; y él, entre severo y festivo, me habló de este modo:

«Ya sé, ya sé que a usted las cavilaciones le han hecho algo metafísico y que los desengaños han matado su optimismo. Déjese de tonterías, amigo, que por ese camino no se va a ninguna parte. Usted sostiene que vivimos en un mundo de ficciones; que la representación nacional, base del régimen, será una farsa mientras hagamos los diputados por un sistema de moldes y cubiletes. Algo hay de verdad en todo lo que usted dice, lo reconozco; pero también afirmo que semejantes males sólo puede remediarlos el Partido Constitucional, maridaje perfecto entre el poder real y la soberanía del pueblo... No lo dude usted, amigo Liviano, pues mi partido, en la oposición, está haciendo ya una gran obra política. El porvenir es nuestro. Si usted no lo reconoce todavía, lo reconocerá bien   —200→   pronto. Yo he de intentar la regenaración de este país. ¿Fracasaré? Allá veremos. Lo que aseguro es que si mis esfuerzos resultan fallidos y sucumbo en la demanda, caeré siempre del lado de la libertad».

Con esto y poco más, terminó mi primera visita a don Práxedes. El rápido avance del verano interrumpió mis relaciones con Halconero porque este se fue a La Guardia, Vitoria y San Sebastián... Casiana y yo, no queriendo infringir la moda de la emigración estival, partimos para nuestras posesiones de La Sagra, radicantes en el término de un desconocido pueblo llamado Borox. Reducíase el patrimonio mísero de los Conejos a unas tierrucas de pan llevar y a una casucha propiedad de la tía Simona. Encantadas entraron Simonica y Casiana en su pueblo natal; pero a mí me pareció muy desagradable. En Borox no se conocía el árbol; había una sola fuente, y el agua de esta no servía para cocer los garbanzos: utilizábase en tales usos la que brotaba de un manantial distante cinco kilómetros del pueblo, y era transportada por arrieros-aguadores que surtían a todo Borox y sus aledaños.

Aunque la pobreza y sequedad de aquel suelo eran lo más apropiado a nuestra ingénita cursilería, yo no me conformé con tan ruin villeggiatura, y nos fuimos a Esquivias, lugar próximo donde Simona tenía parentela. Por mediación de esta alquilamos una hermosa casa, con huerta, rodeada de viñedos y frutales. Ya sabéis que Esquivias es la   —201→   patria de doña Catalina de Salazar, esposa de Cervantes, y que allí vivió algún tiempo el Príncipe de nuestros ingenios. Gozábamos el alto honor de veranear en una villa famosa en los anales de las Letras patrias. El pueblo era cómodo y alegre, y en su vecindario encontramos muchas personas de buena crianza, y algún señorío. Había no pocos veraneantes de Madrid, gente de medio pelo, pero campechana y cortés.

Tan bien nos fue en Esquivias que nos quedamos hasta la vendimia, muy entretenidos y gozosos. En aquella temporada placentera no teníamos más relación con el resto del mundo que las cartas que de vez en cuando nos escribía nuestro amigo Segis, desde San Sebastián primero, después desde Zaragoza y Barcelona. Al llegar a Madrid me enteré de acaecimientos que surgían y pasaban sin dejar tras sí más que el comentario fugaz de las lenguas ociosas: que Martos, después de entenderse con Ruiz Zorrilla, logró catequizar al Duque de la Torre y llevarlo a las trincheras revolucionarias; que los tres celebraron una conferencia en Biarritz, de la cual, según los ojalateros de Madrid, resultaría muy pronto el triunfo de la República. Estas ilusiones y otras de rosados matices se desvanecieron en la normalidad perezosa de la vida política en aquellos tiempos de glacial positivismo.

La intentona revolucionaria de Navalmoral de la Mata fue otro caso de la vacuidad histórica que caracterizó aquellas décadas.   —202→   El 25 de Octubre regresó el Rey Alfonso de un viaje que hizo a las provincias del Centro, y al pasar en coche por la calle Mayor, cerca ya de los Consejos, un jovenzuelo disparó contra él dos pistoletazos, sin causarle daño alguno. El agresor, detenido al instante, se llamaba Juan Oliva Moncasi, era natural de Cabra (Zaragoza), y según dijo, estaba afiliado a la Internacional. La emoción de este suceso no duró mucho. El tal Oliva era indudablemente un fanático; pero con menos visos de locura que de tontería. Según mi leal entender, en aquella época de una insipidez mal azucarada, hasta el regicidio era tonto, desaborido y sin picante. Del desdichado Oliva se habló un poco en aquellos días, y otro poco cuando le dieron garrote en Enero del año próximo.

El mundo marchaba, dejando atrás a personalidades ilustres que habían cumplido ya su misión en la vida. En Agosto del 78 falleció la que fue Reina Gobernadora, doña María Cristina; en Diciembre perdió la democracia al famoso tribuno don Nicolás María Rivero; y a principios del año siguiente, 1879, acabó sus días Espartero, Duque de la Victoria y Príncipe de Vergara, que durante un cuarto de siglo llenó con su nombre la Historia de España.

Mientras llega ocasión de traer a estas páginas las cosas de Cuba, os diré que la llamada paz del Zanjón (más bien tregua o convenio, al estilo del de Vergara) pactada entre Martínez Campos y los jefes de la insurrección,   —203→   no era del gusto del Partido Peninsular Español de la Gran Antilla. Sonaron con mayor estridencia que antes las declamaciones patrióticas; Martínez Campos, viendo que el Gobierno de Madrid se mostraba esquivo para realizar lo pactado con los insurrectos, se atufó, dio de lado al Capitán General Jovellar y a los españoles incondicionales, y se vino a Madrid decidido a plantear la grave cuestión ante el Rey, el Gobierno y las Cortes.

Cánovas del Castillo, estimando con razón o sin ella que el horno político de España no estaba para bollos autonómicos ni otras zarandajas ofrecidas a los cubanos, mostró su repugnancia a convertir en leyes las estipulaciones del convenio del Zanjón, y para salir de aquel convenio puso en práctica la consabida artimaña del medio mutis, que había empleado con éxito en los comienzos de la Restauración.

El 27 de Febrero planteó don Antonio la crisis total, aconsejando al Rey que encargase de formar Gobierno a Martínez Campos. ¡Lástima grande que un hombre como Cánovas desestimara el alto ideal que Martínez Campos defendía; error funesto que don Antonio, por falta de valor para imponerse a los patrioteros, entregase el Poder a un hombre que si en lo militar era eminente, en lo político carecía de trastienda y travesura para luchar con las pasiones humanas! ¡Fatalidad inexorable! Cánovas, no atreviéndose a resolver el gran problema antillano, cedía los   —204→   trastos de gobernar a quien, sobrado de valor para todo, no podía consumar la magna empresa por falta de aptitudes políticas. De este modo, entre un sabio que no quiere y un valiente que no puede, decretaron para un tiempo no lejano la pérdida de las Antillas.

Llevó Martínez Campos al Ministerio de la Gobernación a Paco Silvela, el más joven de los tres hermanos de este ilustre apellido, todos muy notables en la jurisprudencia, la literatura y la política. Fuera de disolver las Cortes y convocar otras nuevas, el Gabinete Campos-Silvela poco o nada hizo, a no ser que se tenga en cuenta su obra negativa. Las reformas políticas de Cuba, que se había comprometido a realizar don Arsenio, pasaron suavemente al panteón del olvido, y ni aun se trató de sacar adelante el proyecto de ley de abolición de la esclavitud que parecía lo de más urgencia.

En cambio, los Ministros pusieron toda su atención en el proyecto que daba por quebrada a la Compañía constructora de las líneas férreas del Noroeste, facultando al Gobierno para otorgar por concurso lo que restaba por construir. De ello resultó que adjudicaron el bonito negocio a un afortunado francés llamado Monsieur Donon, a quien, según se dijo, protegían altísimas personalidades.

Pasando de lo colectivo a lo personal, os contaré que Halconerito insistió en sus deseos de sacarme diputado, aprovechando aquellas elecciones. Yo me negué en absoluto, y nunca me pesó este apego a la dorada   —205→   obscuridad: así lo digo, porque en mi salvaje independencia llevo dentro una luz espiritual que me hace amable y placentera la vida.

A los que se hayan sorprendido de no ver en mi compañía hace algún tiempo la figura de García Fajardo, les diré que poco después de irme yo al veraneo de Esquivias mi grande amigo se reconcilió con su madre, Segismunda Rodríguez, señora de circunstancias, dotada de no comunes talentos para traer dineritos de los bolsillos ajenos al suyo propio, y para decorar su vanidad con fáciles blasones. De esta dama os hablé hace algún tiempo, y aquellas referencias las completo ahora diciendo que doña Segismunda había realizado su dorado sueño de poseer un título nobiliario, aunque fuera pontificio: desde el verano anterior titulábase Condesa de Casa Pampliega.

Satisfecho este anhelo, y viéndose ya en la madurez de la vida, sin más afecto que el de su hijo, requirió la compañía de Segis con el ansia de completar su corrección teniéndole siempre consigo. Sacó al rebelde del poder de doña Leche, y firme en la idea de apartarle de las malas compañías de Madrid, emprendió con él largos viajes que fueron a un tiempo de recreo y de vanidad. Pasaron sus temporaditas en los balnearios y playas del Norte, visitaron después Barcelona, Zaragoza y otras capitales, y llegado el invierno se fueron a Andalucía, terminando su agradable excursión con la temporada de Semana Santa y Ferias en Sevilla.

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En cuanto supe el regreso de Segismundo a Madrid me fui a verle a su casa, y lo encontré más reformado de indumento que de lenguaje. La madre de García Fajardo, en el descenso de la vida, conservaba la siniestra hermosura de su rostro ceñudo y desapacible. En otro tiempo compararon su cabeza con la de Medusa, y aún podía sostenerse la comparación; sólo que su cabellera de serpientes había blanqueado. Al visitar por primera vez a mi amigo hablamos de sus recientes viajes, y la señora Condesa de Casa Pampliega se despachó a su gusto, contando con prolijidad enfadosa las preciosidades que había visto en el Norte y Sur de las Españas.

A la tarde siguiente volví a casa de Segismundo, y puedo aseguraros que esta segunda visita fue memorable, digna ciertamente de ser marcada con piedra blanca en mis historias. Al entrar yo se despedía una dama elegantísima, guapetona, de grandes ojos negros fulgurantes, carnosa, espléndida en hechuras, bien plantada... Quedé absorto ante tan seductora belleza, y dije para mí: «Sin saber quién es esta mujer, sé que la he visto en alguna parte. ¿Dónde, Señor, dónde?... No me acuerdo».

Cuando Segis volvió de despedir a la linda señora, notando mi asombro y perplejidad, me dijo: «¿Pero no la conoces? Parece que estás tonto. Es Elena Sanz.



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ArribaAbajo- XVIII -

-¿Elena Sanz?... ¡Ah!... sí... sí -exclamé yo golpeándome la frente-, la hermosa cantante española... Nunca la vi fuera de la escena; por eso la desconocía.

-En el teatro, querido Tito -me dijo Segis-, su belleza entra en el orden de lo monumental, y al pasar del escenario a la vida es un conjunto de gracias y seducciones que quitan el sentido. Recordarás que la aplaudimos en el Real por primera vez, interpretando el carácter de Leonor de Guzmán, favorita del Rey don Alfonso XI y madre del bastardo Trastamara y de sus hermanos, que tanta guerra dieron en estos Reinos.

-Ya, ya me acuerdo -contesté-. Luego la vimos en la Azucena de El Trovador, tipo musical a que da extraordinario relieve su potente voz de contralto».

Queriendo mostrar sus conocimientos en el arte del bel canto aplicado a la ópera, doña Segismunda intervino en la conversación con estas sensatas razones: «Entiendo yo que eso de contralto es lo mismo que barítona, o como quien dice, el barítono de las mujeres. Recuerden lo bien que estaba Elenita, vestida de muchacho, en esa ópera tan preciosa... no me acuerdo... ¿Cómo se llama?

-Lucrecia Borgia -contestó Segis-. El papel de Maffeo Orsini le va que ni pintado. ¡Qué elegante mozo, qué frescura, qué gracia!...   —208→   Como dice Asmodeo en sus formas críticas, Elena Sanz rayó a gran altura en el racconto del primer acto y en el brindis del tercero.

-Pero donde está incomparable, ideal, es en Aida -afirmé yo-. ¡Qué Amneris! Diríase que es la auténtica hija del Rey de Egipto... Cuando entra en escena parece que viene de dar un paseíto por el Nilo y de echar un vistazo a las Pirámides.

-Todas esas óperas y otras le hemos oído en Sevilla -me dijo Segismundo-. Cada vez está mejor.

-Además -añadió la Condesa de Casa Pampliega-, como vivíamos en el Hotel de París, donde ella moraba, nos hicimos muy amigas. Elenita es una mujer simpatiquísima, buena como el pan, toda pasión, generosidad, ternura».

Hijo y madre siguieron bosquejando con cariñosa benevolencia el retrato de la diva guapetona y adorable, y yo me retiré porque tenía que hacer en mi casa. Al bajar la escalera pareciome sentir leves pasos al compás de los míos; volví el rostro y nada vi. Cuando llegué a la calle, además de los pasos oí una voz tenue que deslizó en mi oreja estas dulces palabras: «Soy la Efémera a quien nuestra Madre augusta confía las comunicaciones de índole más delicada. ¿No me ves?

-Vagamente, como un espectro engendrado por la luz solar, veo tu perfil de mármol y tu ropaje azul.

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-No es azul; es verde con grecas de plata, fíjate bien. Y la región espiritual que cruzamos con fugaz vuelo mis hermanas y yo es aquella inmensa esfera encendida por el fuego de amor, que crea o destruye las familias humanas... Cuando hablabas con tu amigo y su madre estaba yo presente, pero no pudiste verme. Cuando salías te seguí para comunicarte el pensamiento de la divina Clío: ella movió la voluntad de tus amigos a fin de que te dieran a conocer a la gentil artista que, con su gallarda persona y sus acendrados sentimientos ha de ocupar grande espacio de la Historia... pero entiéndase bien, en los anales del ser interno de la Nación. Demasiado sabes tú que la vida externa y superficial no merece ser perpetuada en letras de molde. Lo que aquí llaman política es corteza deleznable que se llevan los aires. Desea Mariclío que te apliques a la Historia interna, arte y ciencia de la vida, norma y dechado de las pasiones humanas. Estas son la matriz de que se derivan las menudas acciones de eso que llaman cosa pública, y que debería llamarse superficie de las cosas».

Aplicando toda mi atención a las palabras de aquella fémina incorpórea, pude hacerme cargo de las excelsas órdenes que me transmitía. «Bueno -le dije-. Ya sé que la hermosa diva de los ojos de fuego trae, además de sus papeles de teatro, otro muy importante en la Historia. Dispuesto estoy a escribir lo que, tocante a esa señora, sea digno de pasar a la posteridad; pero ¿de dónde voy a   —210→   sacar los pormenores y noticias de una vida que desconozco? ¿Ha de relatarme ella misma su propia biografía? Los amigos suyos que también lo sean míos, ¿podrán contarme el pasado de esa mujer seductora, algo de su presente, y revelarme los pensamientos y propósitos con que intenta elaborar su porvenir?».

Ibamos por la Plaza de Santa Ana, y al atravesar el jardincillo donde años después se colocó la estatua de Calderón, la infantil y grácil Efémera brincaba, separándose por momentos de mí para pisotear el césped y volver luego a mi lado con paso de cabritilla juguetona. De pronto me cogió de la mano, y como yo le manifestase de nuevo mi perplejidad ante la falta de datos para escribir la Vida y Hechos de la bella cantatriz, obligome a sentarme en un banco y me dijo: «No te apures, Titín, que aquí tengo yo, y voy a dártelo, el remedio de tu ignorancia».

Acto seguido sacó del seno un cartuchito de papel, y de este una pluma que me entregó, acompañando la acción con las siguientes diabólicas palabras: «Tu Madre te envía la péñola que ella usó algunas veces para apuntar los nombres de los Reyes enamorados que por sus liviandades perdieron el trono, y los de otros que por las mismas o parecidas flaquezas lo ganaron. Todo lo que con ella se escribe es verdad, aunque otra cosa quiera el que la coge en su mano para llenar de letras un blanco papel. ¿Te vas enterando? Si te propusieras escribir con esta   —211→   pluma una mentira, ella no te obedecería y pondría la verdad».

Pronunciando la última palabra, introdujo la pluma en el bolsillo interior de mi levita y desapareció de mi vista... Apenas percibí un rumor, un viso verde rasgando el aire.

Sin detenerme a reconocer la dirección que por el alto espacio seguía la mensajerita de mi Madre, emprendí presuroso el camino de mi casa, espoleado por la inquietud y confusión que la presencia de la linda Efémera me causara, y con la esperanza de que cesarían mis dudas en cuanto pudiese probar la maravillosa virtud de la pluma que a despecho del escritor escribía siempre la verdad. Pocos minutos me bastaron para llegar a mi vivienda, y segundos tan sólo tardé en sentarme junto a mi mesa, requiriendo con ágil mano tintero y papel.

Púseme inmediatamente al trabajo, entregándome al arbitrio de la mágica péñola, la cual empezó a traducir mi pensamiento, o más bien a sugerirme el suyo en esta forma: «Elena Sanz nació en Castellón de la Plana por los años de 1852 ó 53, y no doy más referencias de su progenie, ni puntualizo la fecha de su nacimiento, porque ello ni quita ni pone un ardite en el valor documental de esta verídica historia. Os diré tan sólo que a mediados del 63 ingresó con su hermanita Dolores en el Colegio de las Niñas de Leganés, sito, como saben hasta los más indoctos, en la calle de la Reina, a mano derecha bajando de la calle del Clavel a la de San Jorge.

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»Acreditados autores dan a entender que la gentil Elenita y su hermana entraron a recibir educación en aquel benéfico instituto por los auspicios o voluntad expresa del representante del Patronato señor Marqués de Leganés, más conocido por los ilustres títulos de Duque de Sexto y Marqués de Alcañices. Cuestión es esa que dejo al libre criterio de los lectores, limitándome a consignar que la nueva colegiala se distinguió por su belleza, por su aplicación al estudio, y singularmente por su magnífica voz y extraordinarias aptitudes para la música y el canto. El maestro don Baltasar Sardoni, profesor del Colegio en las clases de solfa, vaticinó a Elenita un porvenir brillante y provechoso si consagraba su florida juventud y su admirable órgano vocal a la ópera italiana.

»Todo Madrid sabe que en algunas tardes y noches de Semana Santa, acude gran gentío al Colegio de Niñas de Leganés para oír cantar a las educandas motetes, misereres, y otras piezas religiosas propias de tales solemnidades. A fuer de historiador de indiscutible veracidad, aseguro que la voz angélica de Elena Sanz, sobreponiéndose a la de sus compañeras, subyugó al público, y que este llevó de la iglesia a la calle y de la calle a diferentes Círculos y salones el nombre de la precoz niña de Leganés, que anunciaba la extraordinaria mujer de teatro en un porvenir próximo. También sostengo, sin temor de ser desmentido, que el año 66, cuando salió Elena del Colegio, era una moza espléndida,   —213→   admirablemente dotada por la Naturaleza en todo lo que atañe al recreo de los ojos, completando así lo que Dios le había dado para goce y encanto de los oídos. Muchas familias aristocráticas se la disputaban para gozar de su canto en reuniones y tertulias. Por fin, en alas de su incipiente nombradía, fue llamada a Palacio por la Reina Isabel, que la oyó, la celebró, ofreciéndole su protección gallardamente, como siempre lo hizo, para que pudiera llegar pronto a las cumbres más excelsas del arte.

»Por conveniencia o por capricho, averígüelo Vargas, el historiador os anuncia que para seguir su relato dará un formidable salto en el tiempo, omitiendo no pocos episodios de la vida de Elena Sanz, que si para ella entrañan indudable importancia, no han de traer ningún hilo nuevo al sutil tejido de la historia presente. No tengo por qué decir, ni ello hace al caso, cómo fue Elena Sanz a Italia para perfeccionarse en el arte del canto; cómo se dio a conocer en los teatros de aquellos Reinos, obteniendo ruidosos éxitos por su belleza y su arte; cómo recorrió triunfalmente varias capitales de Europa y América; y cómo, en fin, volvió a París el año 73, en la plenitud de su hermosura y de su talento musical. En uso del sagrado derecho de preterición me callo lo que importa poco a mis fines, y me apresuro a consignar que uno de los primeros cuidados de Elenita en la capital de Francia fue visitar a su protectora y amiga la Reina Isabel en el Palacio Basileusky...».

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Cuando a este punto llegaba, acercóseme Casianilla muy quedito, y mirando por encima de mis hombros lo que yo escribía, me dijo: «Pero ¿qué haces, Titín? No has levantado mano del papel desde que entraste en casa. Eso que escribes, ¿es Historia o qué demonios es?

-Novela, chiquilla, novela -repliqué un tanto confuso-. Ahora me da por ahí. Pero esta invención supera en verdad a la misma Historia.

-¡Bonita cosa será! -exclamó Casiana pasando sus ojos por las cuartillas-. Ya veo que sacas una heroína y que esta se llama Elena.

-Nombre supuesto, convencional. Mi heroína es Doña Leonor de Guzmán, señora muy bella y frescachona, que cantaba como los ángeles y que tuvo amores con el Rey don Alfonso.

-¿Con este Rey de ahora, con el viudo de Mercedes?

-No, mujer, no digas desatinos. Fue con otro Rey, a quien llamaban Alfonso onceno allá en los tiempos de Maricastaña, siglo XIV.

-¿Y esa Doña Leonor era cantante?... ¿De malagueñas, de jotas, o de...?

-De ópera, hija mía. Uno de sus mayores triunfos era La Favorita. ¡Qué arias se cantaba ella sola, qué dúos con el Rey!

-Explícame, explícame eso. ¿Dices que el Alfonso cantaba también?

-No, Casiana, no es eso. Déjame ahora.   —215→   Temo que se me vaya el santo al cielo si me entretengo en hablar contigo... Vete a tus quehaceres... Esta noche te contaré todo el argumento».

Seguí mi trabajo con febril actividad, y la mágica pluma, que ya iba concordando sus verdades con la inspiración mía, trazó estas interesantes cláusulas: «Que doña Isabel II recibió a su amiga Elenita con la efusión más cariñosa, no hay para qué decirlo. La convidó a comer; llevola en su coche a los paseos por el Bois; y para que la oyeran cantar invitó en repetidas soirées a sus amigas, entre las cuales estaba la famosa soprano Ana de Lagrange, tan querida del público de Madrid. Aplaudida y celebrada pomposamente fue la Sanz en aquella linajuda sociedad. Todo esto es corriente y vulgarísimo. Lo que sigue, no sólo es interesante, sino que pertenece al orden de las cosas de indudable trascendencia en la vida de los pueblos... No reírse, caballeros...

»Ello fue que al ir Elenita a despedirse de Su Majestad, pues tenía que partir para Viena, donde se había contratado por no sé qué número de funciones, Isabel II, con aquella bondad efusiva y un tanto candorosa que fue siempre faceta principal de su carácter, le dijo: «¡Ay, hija, qué gusto me das! ¿Conque vas a Viena? Cuánto me alegro. Pues mira, has de hacer una visita a mi hijo Alfonso, que está, como sabes, en el Colegio Teresiano. ¿Lo harás, hija mía?». La contestación de la gentil artista fácilmente se comprende:   —216→   con mil amores visitaría a Su Alteza; no, no, a Su Majestad, que desde la abdicación de doña Isabel se tributaban al joven Alfonso honores de Rey.

»Como testigo de la pintoresca escena, aseguró que la presencia de Elena Sanz en el Colegio Teresiano fue para ella un éxito infinitamente superior a cuantos había logrado en el teatro. Salió la diva de la sala de visitas para retirarse en el momento en que los escolares se solazaban en el patio, por ser la hora de recreo. Vestida con suprema elegancia, la belleza meridional de la insigne española produjo en la turbamulta de muchachos una impresión de estupor: quedáronse algunos admirándola en actitud de éxtasis; otros prorrumpieron en exclamaciones de asombro, de entusiasmo. La etiqueta no podía contenerles. ¿Qué mujer era aquella? ¿De dónde había salido tal divinidad? ¡Qué ojos de fuego, qué boca rebosante de gracias, qué tez, qué cuerpo, qué lozanas curvas, qué ademán señoril, qué voz melodiosa!...

»En tanto, el joven Alfonso, pálido y confuso, no podía ocultar la profunda emoción que sentía frente a su hechicera compatriota... Partió la diva... Las bromas picantes y las felicitaciones ardorosas de los Teresianos a su regio compañero quedaron en la mente del hijo de Isabel II como sensación dulcísima que jamás había de borrarse... Una de las primeras óperas que Elenita cantó en Viena fue La Favorita».

Escrito lo que antecede, suelto la mágica   —217→   pluma y me permito obsequiar a los conspicuos lectores con este monólogo de mi propia cosecha:

«¡Bien haya, oh tierna Isabel, Majestad bondadosa y desdichada, aquel filósofo-político que añadió a tu nombre el lastimero mote de La de los tristes destinos!... Digo esto porque en tu larga vida de Soberana pusiste siempre tu corazón blando sobre tu inteligencia, y abusaste irreflexivamente del poder afectivo y lo extendiste fuera de tu órbita personal, llevándolo a trastornar y corromper la vida del Régimen... ¿Quién te inspiró la diabólica idea de enviar a la linda histrionisa al Colegio Teresiano, donde tu hijo educábase para Rey constitucional, grave, reflexivo, guardador de las leyes, primer ciudadano de un país ávido de acomodar su vida a la virtud y a las buenas costumbres? ¿No pensaste que Alfonso se hallaba en la edad crítica de la formación del carácter, expuesto a llevar a la existencia del hombre los arrebatos de la edad juvenil? Sin darte cuenta de ello, ¡oh Reina!, movida de tu ardorosa ternura, cumpliste tu sino, en el cual hemos de ver siempre una modalidad incendiaria. Con la tea del buen querer pegaste fuego al templo del Estado».

Esto pensé, y por lo que valiera aquí lo digo, entre dos parrafadas de la divina péñola forjada por los geniecillos que a su servicio tiene la Verdad.



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ArribaAbajo- XIX -

Puestos los puntos de la pluma sobre el papel, rápidamente fue tomando estado caligráfico la vida de Elena Sanz. De las notas que aparté, creyéndolas de escaso valor para mi objeto, se me antoja sacar alguna en estas páginas para que los lectores se hagan cargo de la grandeza de alma de mi heroína. «Hallándose de paso en París durante la tremenda explosión revolucionaria de la Commune, apareció en los sitios de mayor peligro recogiendo y curando a los heridos, y cuando las tropas de Thiers acometieron y destrozaron a los valientes comunistas, la intrepidez de la diva tocó los linderos de lo sublime. Más tarde le concedió la villa de París distinciones y diplomas por su ejemplar conducta, y de permitirlo la ley se la hubiera condecorado con la Legión de honor. Añadiré a esto que en todo tiempo distinguió a Elena Sanz una generosidad inaudita; no se presentaba a sus ojos ningún infortunio que no fuese al momento espléndidamente socorrido; el pueblo la titulaba, con sobrada razón, la madre de los pobres.

»De un brinco me planto en el año 79 para deciros...». Al llegar este punto advertí que no necesitaba de la milagrosa pluma para continuar historiando, pues los hechos que ahora relataré fueron apreciados fácilmente   —219→   por mi propio conocimiento, o por fidedignas referencias de los amigos. Guardé en lugar seguro el cálamo de la verdad, y con el mío, vulgarísimo y comprado en la tienda, seguí pergeñando los anales de la vida hispana, sin distinguir lo interno de lo externo.

Según los verídicos informes de Segis y de su madre, en Sevilla dejaron de ser platónicas las relaciones de Alfonso XI con Doña Leonor de Guzmán. Durante algún tiempo permaneció esquiva la hechicera cantatriz, encendiendo más con sus desdenes la exaltada pasión del Monarca. Pero al fin, de tal modo extremó Alfonso sus delicadas artes de seducción, artes realmente soberanas, que la pobre Elenita, quebrantada en su tesón de mujer y de artista, cayó del lado de la libertad.

Declaro que al saber esto tuve lástima de la hermosa y popular artista. A mi modo de ver, fue gran necedad preferir el título de favorita del Rey al de favorita del público. Pronto habría de serle imprescindible el abandono de su brillante carrera teatral. Ved aquí el triste balance: pérdida de doscientos o trescientos mil francos anuales con que le pagaba el público sus gorgoritos; ganancia de una obvención de amor relativamente miserable. A este desnivel lastimoso habría de añadir la obscuridad, la social anulación a que fatalmente la condenaba el implacable principio de la Razón de Estado.

¡Oh, la Razón de Estado! Esta pícara norma del vivir de los Reyes, no siempre compatible   —220→   con los sentimientos humanos, vino a truncar la dicha de la bella del Rey 3. Cánovas, y todos los hombres importantes que con él dirigían la política de la Restauración, creyeron indispensable para la felicidad de España que Alfonso XII contrajera segundas nupcias, y que estas fuesen con Princesa católica de la más alta estirpe reinante. Busca buscando, encontraron en la familia de Hapsburgo 4 una joven Archiduquesa de la empingorotada parentela del Emperador de Austria Francisco José. Nuestros palaciegos se hacían lenguas de la distinción, talento y virtudes de la que habían elegido para compartir con Alfonso el solio de España.

Entabladas las negociaciones, pronto se llegó a un felicísimo acuerdo. Decidiose celebrar las acostumbradas vistas que preceden a los desposorios regios, y este trámite tuvo efecto en Arcachón, a donde acudió la novia con su madre la Archiduquesa Isabel, y don Alfonso con el séquito correspondiente a su alta jerarquía. Resultaron las vistas conforme a lo previsto en el Protocolo, es decir, que fuéronse gratos el uno al otro. ¡Ya teníamos Reina!

Un detalle que no debe preterirse es que el Rey fue a la entrevista de Arcachón con el brazo derecho en cabestrillo. En la temporada estival de La Granja sufrió Alfonso aquel año un accidente de caza, que le estropeó la mano, imposibilitándole para escribir durante muchos días. Por cierto que Su Majestad, hombre poco sufrido y algo voluntarioso, no   —221→   quería someterse al sistema de quietud y recogimiento que le impusieran los médicos para curarle. Ninguna de las personas que le rodeaban conseguía que el Rey refrenase su impaciencia por lanzarse a la vida ordinaria.

Sólo el criado de confianza de Alfonso, llamado Prudencio Menéndez, discreto mediador en las relaciones del Monarca con Doña Leonor de Guzmán, logró someter a su Señor a las prescripciones facultativas, gracias a este arbitrio de mágico efecto. Escribió a La Favorita una sentida carta. Entre otras cosas, le decía: «Cumpliendo mi primer deber os comunico, doña Elena, la verdad sobre la importancia que tiene el accidente sufrido por el Señor, para vuestra tranquilidad y para que no creáis tantas mentiras como os contarán. Le ruego, señora mía, que cuando le escriba le encargue por Dios no haga ningún esfuerzo hasta que la cura esté echa, pues de hacer ensayos podría quedar mal, digáselo usted por Dios, que a usted le hará caso». Para mayor exactitud no he querido alterar la ortografía arbitraria del documento.

Pertenece esta incidencia al ser interno de España. Ved de qué manera tan chusca el cabestrillo de Alfonso entrelaza la protocolaria etiqueta del ser externo, en las vistas de Arcachón, con el influjo decisivo de Elena Sanz. Después de lo que relatado queda, el Duque de Bailén partió para Viena al frente de una lucida Embajada, con objeto de pedir al emperador Francisco José la mano de la   —222→   Archiduquesa María Cristina. Mientras tanto, se preparaban en Madrid los imprescindibles y tan acreditados festejos reales, con iluminaciones, fuegos de artificio, corridas de toros con caballeros en plaza y demás requilorios que los esponsales de la Majestad requieren.

Enorme angustia produjo a toda España la inundación de Murcia, en la noche del 14 al 15 de Octubre de 1879. Desde que reventó el pantano de Lorca en el siglo XVIII, no se había visto en aquella comarca catástrofe tan terrible. Innumerables familias perecieron arrastradas por las aguas. Fue una especie de parodia del Diluvio Universal, sin arca de Noé, pero con aluvión de suscripciones, rifas, espectáculos, y sinfín de arbitrios que se idearon en toda Europa y en América, para socorrer a los infelices huertanos supervivientes de aquel espantoso cataclismo. Aún duraban las tómbolas y las cuestaciones cuando la Razón de Estado, y su inseparable compañera la Iglesia, unieron con lazos indisolubles al Rey don Alfonso de Borbón y a la archiduquesa doña María Cristina de Hapsburgo-Lorena.

Suprimo la cansada letanía de los festejos: el coruscante cortejo nupcial, las áureas carrozas, los pintorescos palafrenes, el derroche de percalinas, arcos de embadurnadas lonas, farolillos pitañosos y demás garambainas para recreo de transeúntes aburridos. Apenas efectuadas las nupcias mayestáticas 5, Martínez Campos y Silvela, que no habían hecho cosa de fundamento en la esfera gubernamental,   —223→   se retiraron por el foro, volviendo Cánovas a ocupar el Poder con su inseparable acólito Romero Robledo. Reanudadas las tareas parlamentarias, empeñáronse vivas discusiones políticas por si fuiste o no fuiste, y por si hicimos o dejamos de hacer. En una de aquellas sesiones ocurrió el famoso incidente llamado el sombrerazo. Hallábase no sé qué diputado contendiendo con don Antonio Cánovas, cuando este, dejándose arrebatar de su altanería, agarro el sombrero, y con mirada despectiva y ademán impropio de aquel lugar que algunos llamaban augusto, salió del Salón seguido de los demás Ministros, dejando al orador con la palabra en la boca. Gran escándalo, desenfreno de vocablos no muy parlamentarios, y retirada de todas las minorías.

Quedaron los ánimos un tanto agriados... La muerte no quiso que terminara el año sin arrebatarnos algunas personalidades ilustres. El 29 de Diciembre murió el General Zabala, una de las glorias más puras de nuestro Ejército, y el 30, Adelardo López de Ayala, Presidente del Congreso y figura culminante en el Parnaso español. Más le lloró la Patria como poeta que como político. El mismo día 30 quiso hacer de las suyas el fanatismo sectario: al entrar en coche por la Puerta del Príncipe del Palacio Real Alfonso XII con su esposa María Cristina, les disparó dos tiros un vesánico, Francisco Otero González, natural de Santiago de Nantín, aldea de la provincia de Lugo. Las alevosas balas no tocaron   —224→   a los Reyes. El criminal fue detenido en el acto. Revelose como un inconsciente, incurso cual su precursor Oliva en el pecado de estupidez. Repito que los regicidas de aquellos tiempos, en que hasta la exaltación política era rutinaria y pedestre, más bien parecían engendros del Limbo que del Infierno.

En los comienzos del año 1880, hízose más patente la invasión del positivismo en las almas de los afortunados políticos que entonces estaban en candelero. El sabio consejo de un estadista francés que dijo a sus contemporáneos enriqueceos, que ningún hombre público agobiado por la pobreza puede hacer la felicidad de su Patria, fue tomado al pie de la letra por los que aquí pastoreaban el rebaño nacional. El bendito Monsieur Donon, a quien se adjudicó en concurso la terminación de las líneas férreas del Noroeste, dio pruebas de ser hombre sagaz, y al propio tiempo muy agradecido. Al constituir su Consejo de Administración repartió las plazas de Consejeros, dotadas espléndidamente, entre lo más granado de la Situación conservadora, dando también su poquito de turrón a los liberales, y mucho más a la gente palatina.

Recuerdo ya las caras risueñas y complacidas que tenían en aquel tiempo todos los agraciados con los premios gordos de la lotería Dononiana. Recuerdo también que un conspicuo gacetillero hizo un chiste que ha quedado de repertorio. Disputaban varios   —225→   amigos en el Salón de Conferencias del Congreso para determinar cuáles eran los segundos apellidos de las dos ramas borbónicas. Alguien dijo que todos llamábanse Borbón y Este, y nuestro gacetillero contestó en el acto que el Rey de España se llamaba don Alfonso de Borbón y del Noroeste.

Platicando yo un día de tales cosas con mi amigo Segis, recordamos el caso de doña Baldomera. La sagaz arbitrista, cuya fuga relaté a su tiempo, había vivido tranquila en Ginebra, comiendo el fruto de sus ardides financieros. Libre, feliz e independiente permaneció en Suiza amparada por las leyes de aquel país, donde no había extradición. Alguien le hizo creer que en España ya no se acordaban de ella, y que podía recorrer a su antojo toda Europa si así le venía en gana. Alucinada por esta idea marchó a París. En mal hora lo hizo. Cuentan que por denuncia de su hermana Adela, la dama de las patillas, fue doña Baldomera Larra detenida y puesta a buen recaudo. Tramitada la extradición, trajeron a la pobre señora a Madrid entre gendarmes y guardias civiles.

Díjome Segismundo que solía visitar a la cautiva en la Cárcel de Mujeres, por agradecimiento a las bondades que tuvo con él en los días felices del Banco Popular. Últimamente habíala encontrado sosegada, risueña, expresándose con el donaire y afabilidad que usar solía tiempos atrás en su conversación. Creyó entender Segismundo por el tono y actitud de la sutil financiera, que esta, repartiendo   —226→   con arte y discreción los dineritos que aún poseía, esperaba ser absuelta libremente. «Pues nada más justo -dije yo-. ¿Qué razón hay para condenar a esa señora? La cárcel debe ser para todos o para ninguno. Sí; que la absuelvan, y en cuanto esté libre que restablezca su Banco, y otra vez se le llenará la casa de dinero».

Los progresos del positivismo en nuestra sociedad conocíanse, no sólo en las caras sonrosaditas y alegres de los que se procuraban enormes sueldos para dulcificar la vida, sino en las incorporaciones de diversos grupos al Partido Constitucional, de que resultó el inmenso conglomerado llamado Fusionismo. Antes de esto, Martínez Campos, procediendo con gallardo desinterés y harto de las arrogancias de don Antonio Cánovas del Castillo, se agregó a la hueste sagastina.

Tales movimientos del ánimo pertenecen al ser interno de la Nación, preferente objeto de mis investigaciones en la tarea histórica. Cultivando gozoso el huerto de la vida intrínseca seguiré el cuento de Elenita, que en este año de 1880 me ofrece particularidades de incitante interés. Ya sabía yo que la simpática y bondadosísima doña Isabel II no veía con malos ojos los deslices de su hijo Alfonso con Elena Sanz, y que no había retirado a esta el cariño que le profesaba desde que fue lucida colegiala en las Niñas de Leganés. Nacido el primer hijo de aquel idilio morganático, doña Isabel hizo manifestaciones muy sinceras y expresivas, aunque reservadas,   —227→   en favor de Elena Sanz. A este primer vástago le pusieron el nombre de Alfonso.

Robustecí mi conocimiento de tales cosas requiriendo la maravillosa péñola, que un día me escribió este trozo de palpitante verdad: «La Reina Madre Isabel II comisionó a un venerable sacerdote que había sido su confesor, don Bonifacio Marín, para que visitase a don Alfonso XII, interesándole por la que ella llamaba su nuera ante Dios. El dichoso cura expresó a Elena Sanz sus impresiones de la visita en una carta fechada en 4 de Abril, de la que transcribo este sustancioso parrafito: 'He sido recibido y oído con gratitud y amabilidad inexplicables, cuyo júbilo particular le comunico por orden expresa, a la par que con toda mi espontaneidad'».

La pluma me ha suministrado referencias de otra carta del criado y confidente del Rey, Prudencio Menéndez, en la que este, después de notificar a Elenita que el Señor se proponía escribirle con extensión, terminaba así, haciendo referencia al bastardo Alfonso: «Celebro mucho que esté tan bueno el Señorito, y que la distraiga a usted, que bien lo necesita...». La péñola me dio asimismo noticia de otra epístola del Marqués de Alta Villa, fechada en el Palais de Castille de París, en la que se lee un membrete que dice: Grand Maître de la Real Casa de doña Isabel II. En esta epístola, el Grand Maître pide a Elena Sanz que recomiende con eficacia al Rey una   —228→   porción de cosas de mucho interés para él, para el señor Marqués, naturalmente. Luego hace referencia a una cestilla de dulces que Elenita le envió para doña Isabel, y concluye con estas cariñosas admoniciones: «Adiós, Elena. Tengan ustedes juicio. Acuérdese usted y tenga él presente que puede usted perder su voz y su carrera... y esto tiene consecuencias bien desagradables».

La Razón de Estado, sorda y ciega ante los casos idílicos tocantes al augusto fuero de la pasión humana, continuaba elaborando tranquilamente la vida externa de España, ora con hechos de carácter político, ora con otros de un orden familiar. Entre estos debo señalar el parte que publicó en la Gaceta la Facultad de Medicina de la Real Cámara, notificando al país con tonos jubilosos que Su Majestad la Reina doña María Cristina se hallaba en estado interesante.




ArribaAbajo- XX -

En los mismos días en que la pregonera del vivir oficial comunicaba al pueblo español albricias y congratulaciones, por la probable felicidad de que nuestros Reyes tuvieran pronta y quizá masculina sucesión, empezó a correr por Madrid rumor muy denso de los amores de Alfonso con doña Leonor de Guzmán, y hasta llegó a decirse que había   —229→   nacido el primer bastardo, el primer Trastamara. ¡Bonito porvenir te esperaba, oh Nación española!

Revolviendo en mi mente tan inauditos casos, y pensando en las complejidades que podían ocasionar en tiempos próximos o lejanos, despertose en mí cierta conmiseración simpática por la Reina doña María Cristina. ¿Tendría conocimiento la augusta señora de los hechos que delataba el obstinado mosconeo popular? Sospechaba yo que sí. La sospecha se trocó en certidumbre un día que me encontré con mi antiguo amigo Quintín González, esposo de la sensible planchadora Nieves, con la que yo tuve algo que ver en los tiempos para mí venturosos de don Amadeo I. Quintín ya no era portero de Palacio, sino ujier de antecámara, cargo cuyas funciones le aproximaban a las reales personas. Díjome que la Señora lo sabía. Pero que se encastillaba dentro de su dignidad como Reina de cuerpo entero, no dejando traslucir agravios de cierta índole, que rebajan más al que los manifiesta que a quien los infiere.

Deseaba yo ver de cerca a la Reina María Cristina. Una tarde, mi buena suerte me deparó la ocasión de satisfacer esta curiosidad en el Real Sitio de Aranjuez. Fuimos Casiana y yo a pasar el día en aquellos amenos lugares, y un amigo residente en el pueblo nos proporcionó papeletas, con las cuales podíamos ver los jardines y la casita de abajo, no el Palacio, por estar allí los Reyes.   —230→   Paseamos tranquilamente por la Isla, y el señor que nos acompañaba nos dijo que no veríamos a Sus Majestades, pues desde por la mañana hallábanse en La Flamenca, con los Duques de Fernán Núñez y unos Príncipes austriacos.

Admirábamos Casianilla y yo los gigantescos álamos que parecían tocar las nubes, las copiosas y murmurantes aguas que por una y otra parte embelesaban la vista, cuando divisamos a los Reyes con lucido acompañamiento, que en dirección contraria a la nuestra venían. Al llegar las regias personas cerca de nosotros, nos detuvimos para dejarles paso y saludar con todas las ceremonias que nuestra buena educación, a falta de monarquismo, nos exigía.

La Reina pasó muy cerca de mí, y en su elegante persona se saciaron mis ojos. Agradome en extremo su porte señoril y su aire de dignidad y nobleza. A nuestro saludo contestó la Soberana con una reverencia graciosa y afable. Casianilla, con la boca abierta y los ojos espantados, veía alejarse a María Cristina, admirando tanto su persona como su ropaje. Luego me dijo: «Bien se le conoce el nacimiento, la estirpe que es, como tú dices, la más encumbrada del mundo».

De regreso del paseo di a mi compañera una compendiosa lección histórica de la Casa de Austria. Rebañando en mis vagos recuerdos hablé del Rey de Romanos, del entronque de la Casa de Borgoña con la de Castilla, de doña Juana la Loca, del Emperador   —231→   Carlos V, de su hermano don Fernando, heredero de la Corona imperial, y luego de toda la serie de Hapsburgos y Hapsburgos-Lorenas hasta la familia reinante a la sazón en Austria.

Aquel verano nos arrastró a San Sebastián y a sus baños de ola la Condesa de Casa Pampliega. No me pesó ir con Segis y su madre, porque así nos dimos el pisto de veranear en el sitio de moda y de refrescar nuestra sangre con las aguas cantábricas. Fueron muy de mi gusto la frescura del ambiente, la belleza del país, la cultura de la ciudad, la buena educación de sus habitantes. En cambio, no me hizo maldita gracia la sociedad que allí se congregaba, que era la misma gente frívola de Madrid, con sus cargantes etiqueteos, sus rutinas y su cursilería.

Al volver a la Villa y Corte me encontré sorprendido por el fausto suceso del alumbramiento de la Reina María Cristina, en 11 de Septiembre. El parto fue muy feliz, según los luminosos dictámenes de la Facultad de Medicina de la Real Cámara y los concienzudos informes de la Prensa. Mas como vino al mundo una niña, quedaron chasqueados y cariacontecidos los que esperaban anhelantes sucesión masculina para la Corona de España. Apenas nacida la tierna criatura, descendiente de tantos Reyes y Emperadores, su dorada cuna se meció en un campo de Agramante, por el recio altercado que sostuvieron políticos y palatinos sobre si correspondía o no a la nueva Infanta el   —232→   título de Princesa de Asturias. Contra el sentir general, Cánovas sostuvo la negativa, robusteciéndola con los grandes elementos de su vasta erudición. El heráldico litigio encendió los ánimos de toda la gente ociosa y formulista, y nunca hubiera terminado a no cortar la cuestión Alfonso XII con fallo inapelable.

Mayores disturbios y disputas más agrias produjeron las ridículas cuestiones de etiqueta suscitadas en las solemnidades de la presentación y bautizo de la Infanta, a quien dieron el nombre de María de las Mercedes. Los Cardenales Moreno, Primado de las Españas, y Benavides, Patriarca de las Indias, se tiraron las mitras a la cabeza -valga la figura- por si correspondía al uno o al otro el honor de administrar el Sacramento. Ambos Prelados y sus parciales se lanzaron a enfadosas polémicas en lo restante del año 80, sosteniendo cada cual sus pretendidos derechos.

Contienda tan ridícula no había yo visto en mi vida. Me divirtió de lo lindo. Pero aún me regocijó más el enojo de los Capitanes Generales porque, habiendo tomado asiento en no sé qué banco preferente de la Real Capilla, un palatino obligoles a cambiar de sitio diciendo que aquel era el puesto de los mitrados. ¡Jesús, la que se armó! Los Príncipes de la Milicia, así como los de la Iglesia, que en este pobre Estado español no tenían nada que hacer, pues sus funciones eran puramente decorativas y pintureras, mantuviéronse   —233→   alborotados y de puntas hasta el año siguiente, sin que les aplacaran las gracias y mercedes que el Gobierno derramó sobre ellos a manos llenas.

¡Delicioso país este rincón occidental de Europa! Da grima leer la Prensa en aquellos meses. Todos los periódicos llenaron columnas y columnas con los piques de este General y de aquel Obispo, con las conferencias y cabildeos entre los agraviados y el Jefe Superior de Palacio o el Presidente del Consejo de Ministros, para domesticar a las fieras de la vanidad. Por si fuera poco esto, los Consejeros de Estado elevaron una imponente protesta a Su Majestad el Rey por habérseles dado un puesto poco decoroso en le Real Capilla, y, si no estoy equivocado, también los claros varones de la Sociedad Económica de Amigos del País solicitaron mayores preeminencias en los actos de fanfarronería oficial. Yo dije a Casiana: «Un país sin ideales, que no siente el estímulo de las grandes cuestiones tocantes al bienestar y a la gloria de la Nación, es un país muerto. La Prensa, consagrada a glosar y a comentar los incidentes de estas chabacanas querellas, exhala de sus columnas un olor cadavérico. Prensa, Gobierno, Partidos, altos y bajos Poderes, todo ello anuncia su irremediable descomposición».

Para mayor ignominia, las mercedes concedidas por el Rey en celebración del natalicio de la Infantita, ofrecen nuevo ejemplo de la degradante frivolidad a que habían llegado   —234→   las clases superiores del Estado. El reparto de dos Toisones, de no sé cuántos collares de Carlos III, de grandes cruces, encomiendas, bandas de María Luisa, Grandezas de España y títulos de Castilla, dio margen a una rebatiña vergonzosa. Tal espectáculo era el signo más característico de unos tiempos en que las turbas que se llamaban directoras no tenían otros móviles que el egoísmo, la farsa y el delirio de las distinciones farandulescas.

Con la feria de fatuidades coincidió aquel año la era de las expansiones gastronómicas. Todos los españoles grandes o mediocres que tenían algo que manifestar a sus amigos o al pueblo, derramaban su elocuencia sobre los blancos manteles, ante unos comistrajes indigestos y mal servidos. Balaguer en Valencia, Barcelona y Lérida, Vega de Armijo en Córdoba, Romero Robledo en Sevilla, Castelar en Alcira, y Carvajal en Málaga, lanzaron sus trenos patéticos o jocosos tras el solemne momento de descorchar el champagne. Luego gemían las prensas reproduciendo en largas columnas toda esta caudalosa palabrería que, con excepción del verbo soberano de Castelar, era como remolinos de hojarasca que se lleva el viento.

Mis relaciones con Segis y con su madre se estrecharon más en aquel Otoño. La Condesa de Casa Pampliega, a pesar de su finchación nobiliaria, no repudiaba el trato con mi pobre Casianilla. Cierto que no la presentó en sus salones heteróclitos, a donde   —235→   concurrían familias de nobles tronados y de tenderos enriquecidos. Pero cuando yo iba con mi compañera por las tardes a la mansión condal, recibía su visita la señora con mucho agrado, gustosa de la llaneza, buen apaño y suave condición de la señorita de Conejo. Indudablemente, doña Segismunda, mujer desprovista de toda cultura, simpatizaba con Casiana al verla tan instruidita y al oírla expresarse con un claro sentido, que para ella era el colmo de la sapiencia. Excuso decir que la improvisada Condesa se había hecho conservadora furibunda, y que sentía por don Antonio Cánovas un entusiasmo delirante.

«¡Qué hombre, qué talento, qué elocuencia! -solía exclamar-. ¿Y dicen que es bizco? No, señor. ¡Qué bizco ni qué niño muerto! Es un caballero que ve largo y mira muy por derecho».

Desde que volvió de San Sebastián, la Condesa de Casa Pampliega frecuentaba el santuario y colegio de las Hermanas del Corazón de Jesús, en le calle del Caballero de Gracia. A esto la movía, más que su propio misticismo, el afán de codearse con damas de la más alcurniada sociedad de Madrid. Por hacer el papelón apencaba con los enfadosos ejercicios espirituales, y asiduamente se dejaba ver en las diarias solemnidades de Novenas, Triduos, Cuarenta Horas, etcétera. En este trajín hizo amistades con varias señoras beatas y con algunos de los jesuitas predicadores, que constantemente estaban   —236→   metidos en aquella santa casa. Por cierto que, según oí, un Padre de los más sagaces puso los puntos a doña Segismunda para sacarle dinero; pero a tanto no llegaba la piedad fashionable de la flamante Condesa. La discreta y astuta dama paró el golpe... Mas ya se lo dirían de misas cuando se hallase in articulo mortis... Entonces sí que no se escapaba... ¡Pobre Segis! Como se descuidara le dejarían en cueros vivos.

A propósito de Segis diré que su indómita rebeldía se iba modificando por las flexibilidades de aquella época positivista. Evolucionó con suavidad hacia el arte o ciencia del buen vivir, y acabó por entregarse a un filosofismo atrozmente cínico. Dejábase llevar por la Condesa a las beaterías del Caballero de Gracia, y de otras iglesias de moda, afectando cierta contrición y propósito de enmienda que a muchos engañaba, y a mí, que tan bien le conocía, causábame el efecto más cómico que puede imaginarse. El principal objeto de esta farsa era vigilar constantemente a su madre, para estar al quite de los ataques con que los sagaces caballeros de la faja negra amenazaban al saneado caudal de Casa Pampliega.

En las francas expansiones que conmigo tenía Segismundo, se quitaba la máscara hipócrita para revelarme con esta leal llaneza los móviles de su conducta: «Ni tú ni yo, querido Tito, podemos esperar nada del estado social y político que nos ha traído la dichosa Restauración. Los dos partidos, que se   —237→   han concordado para turnar pacíficamente en el Poder, son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el Presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve, no mejoraran en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que de fijo ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos... Si nada se puede esperar de las turbas monárquicas, tampoco debemos tener fe en la grey revolucionaria. ¿Crees tú, Titillo, en la revolución?

-Yo no -contesté resueltamente-. No creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni en los antediluvianos, esos que ya chiflaban en los años anteriores al 68. La España que aspira a un cambio radical y violento de la política se está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar años, lustros tal vez, quizá medio siglo largo, antes que este Régimen, atacado de tuberculosis étnica, sea sustituido por otro que traiga nueva sangre y nuevos focos de lumbre mental.

-De acuerdo, querido -dijo Segis-. Por eso yo he cambiado mi rebeldía por un epicureísmo que me asegure el regalo y el reposo   —238→   del presente y el porvenir. Quiero vivir bien y sin fatigas; quiero asegurar la posesión venidera del caudal que afanó mi madre... como Dios le dio a entender; quiero construirme, en fin, un bello refugio contra la miseria. ¿Qué me importa doblegar la frente ante un curángano vestido de ropones negros o colorados, ni prestarme a prácticas de puro formulismo y exterioridad, si esto que yo llamo etiqueta litúrgica, no exenta de belleza en algunos casos, jamás penetra en mi libre espíritu? Al principio me violenté no poco para lograr acomodarme a las beaterías de mi señora madre. Pero luego fui entrando por grados, insensiblemente... Todo se reduce a una farándula más entre las múltiples que regulan la conducta social del hombre civilizado, como por ejemplo, la buena educación, el respeto a las personas que ostentan alguna dignidad aunque sean unos gaznápiros, el someterse a las modas del comer, del beber, del vestir y del calzar, y otras tonterías que hacemos de continuo, sin parar mientes en nuestra imbecilidad».

No iba descaminado el amigo García Fajardo en su apreciación de las cosas de España; pero las ideas que expresó para justificar su proceder, me parecieron más ingeniosas que razonables. Pocos días después de lo que acabo de contaros, supe que la infatuada 6Condesa de Casa Pampliega había concebido el plan de casar a su hijo con una señorita honesta y de buen ver, hija única de opulento matrimonio, muy notado por su catolicismo   —239→   a macha martillo y por sus conexiones con toda la gente de la Iglesia. Nació este proyecto de las amistades que doña Segismunda contrajo en el Sagrado Corazón con damas ilustres y con algunos Reverendos de la Compañía.

La candidata a la mano de Segis llamábase Ritita, y en sus padres se habían reunido los linajes de Erro, Sureda, Socobio y Landázuri, todos ellos, como sabéis, rabiosamente absolutistas. Parentesco tenía también Rita con los Emparanes, Trapinedos y Pipaones, y llamábase sobrina de los Marqueses de Beramendi y de la Marquesa de Villares de Tajo. Andando días me aseguraron que la boda de Segis era un hecho. Directamente acudí a mi amigo para que me sacase de dudas diciéndome la verdad, y con gran estupor mío habló de esta manera:

«No es todavía un hecho, querido Tito; pero podrá serlo pronto, muy pronto. He consagrado largas cavilaciones a madurar el asunto, y al fin, tanto se ha obstinado mi madre y tales razones me han expuesto mi tío Beramendi y mi tía María Ignacia, que he acordado rendirme a discreción. La muchacha es buena, muy rezadora y amiga de comerse los santos. En su vida leyó más libro que El Año Cristiano. Pero a mí ¿qué me importa? Parece que le he caído en gracia, y que me quiere un poquitín».

Contagiado del fantástico catolicismo de Segis, me persigné, diciéndome con picante ironía: «¡Alabado sea Dios! Ya veo bien clara   —240→   la lenta pero continua evolución de nuestra bendita sociedad hacia las ollas del ultramontanismo».




ArribaAbajo- XXI -

Tratábamos una mañana Segis y yo de esta interesante y hasta cierto punto divertida mudanza, cuando se llegó a nosotros la Condesa de Casa Pampliega cargada con un rimero de polvorientos librotes, que puso sobre un velador, diciendo: «Mi marido, que en gloria esté, heredó de su hermano Ramón la mar de libros viejos que yo he conservado largo tiempo en la bohardilla, entre los montones de trastos inservibles. Ayer mandé a Micaela que los bajase para dárselos al trapero con unos miriñaques míos, y los bragueros y otras prendas de mi difunto. Pero cuando la chica y yo quitábamos la mugre a los librachos, pensé que estos mamotretos son muy del gusto de don Antonio Cánovas, el cual tiene en su casa gran acopio de ellos y los cuida como a las niñas de sus ojos. Se me ha ocurrido que debo, no vendérselos, sino regalárselos, pues seguramente estimará mucho el obsequio. Si te parece bien, Segismundo, llévaselos tú mismo y ofréceselos en mi nombre, poniendo en cada uno tarjetas de las nuevas que ayer me trajiste con mi nombre, título y corona condal».

A esto dijo García Fajardo con agria displicencia, que aunque él se dejaba llevar del   —241→   curso evolutivo de las aguas sociales, no tenía maldita gana de presentarse a don Antonio, ni a ningún otro fantasmón de la ganadería conservadora. En tanto, yo levantaba las tapas de pergamino para ver los títulos de aquellos vetustos infolios, y leí los rótulos que siguen: Diversas fazañas y Tractado de los rieptos y desafíos, por Mosén Diego de Varela, cronista de la Reina Católica.-Memorial en detestación de los grandes abusos en los trajes y adornos nuevamente introducidos en España, por Alfonso Carraza (Madrid 1640).-Clavellinas de recreación, por Ambrosio de Salazar (Ruan 1614).-Geometría y trazas pertenecientes al oficio de sastre, por Martín de Andújar (Madrid 1640).-Diálogo de la verdadera honra militar, por don Hierónimo de Urrea (Venecia 1566), y otros rarísimos títulos, entre los cuales distinguí el de la obra del Reverendo Padre Hernando de Talavera, primer Arzobispo de Granada, Tractados de la mesa, del vestir e calçar e de la mormuración.

Examinados los libros, dije a doña Segismunda que no tenía yo inconveniente en ofrecer a don Antonio las obras con que la señora Condesa le obsequiaba. Dos veces había visitado yo a Cánovas y sin duda me acogería con agrado, pues, a pesar de su fama de mal genio, era hombre cortés y de cortesana educación. Conformes hijo y madre en darme credenciales de embajador de los Casa Pampliega cerca del Presidente del Consejo, me personé en el número 2 de la calle de Fuencarral el segundo domingo de Adviento,   —242→   5 de Diciembre, porque me constaba que las mañanas de los días festivos pasábalas el gran don Antonio en el recreo de su magnífica biblioteca. Recibiome con gran displicencia el famoso criado Ramón, dándome a entender que era notoria osadía intentar acercarse al Presidente sin traer etiqueta o marchamo de personaje muy calificado de la Situación. Con risita guasona levanté el papel que era envoltura de los librotes, para que Ramón viese el título con que yo pretendía ser llevado a la presencia del grande hombre. En cuanto el fámulo vio los arrugados pergaminos, desarrugó el entrecejo y me dijo:

«¿Viene usted a vender al señor sus libros?

-No, no. Vengo a regalárselos de parte de la Excelentísima señora Condesa de Casa Pampliega. Son obras muy raras, y pienso que algunos de estos incunables no figuran en la biblioteca del Presidente».

Suplicándome que esperase un momento se internó Ramón en la casa, para anunciar a su amo la visita de un bibliófilo. Instantes después me encontraba en la presencia del insigne político y erudito historiógrafo. Había yo entrado con cierto temor en la morada del estadista, pensando que mis anteriores visitas al monstruo fueron fantásticas, obra de mi desbordada imaginación o artífice dispuesto por las Efémeras obedientes a misteriosos dictados de mi divina Madre. Contra lo que yo esperaba, don Antonio me reconoció al instante, y con llaneza y afecto me dijo:

  —243→  

«Hola, señor Liviano... Mucho gusto en verle... ¡Ah! ¿libritos viejos? ¿También padece usted mi chifladura? Veamos, veamos qué es eso».

Con ágil mano alzó Cánovas las tapas de los volúmenes para examinarlos, y al llegar al de Fray Hernando de Talavera, exclamó lleno de júbilo: «¡Ay... esto no lo tengo, no lo tengo! Conocía la obra por citas que de ella hacen otros autores... Tractados de la mesa, del vestir e calçar e de la mormuración. Es un libro interesantísimo. ¡Cuánto se lo agradezco!... Los demás que me trae usted creo que los tengo todos, menos este: Carro de las dona, por Fray Francisco Ximénez, Obispo (Valladolid 1542)... ¡Ah! Tampoco poseía este otro: De las cosas que traen de las Indias que sirven al uso de la Medicina, por Monardes (Sevilla 1569)... En cambio poseo una edición lindísima del Libro del arte de las comadres, por Damián Carbón, y dos ejemplares, uno de Venecia y otro de Amberes, del Diálogo de la verdadera honra militar, de Hierónimo de Urrea... Difícilmente podrá usted traerme una obra de arte militar que yo no tenga... Deme usted ahora las señas de la señora Condesa de Casa Pampliega, que quiero ofrecerle personalmente mis respetos y darle las gracias por su valioso regalo».

Pensaba yo en el loco entusiasmo de la vanidosa doña Segismunda al saber que sería visitada por el Presidente del Consejo, cuando este, reteniéndome con bizarra cortesía, se dignó mostrarme los primores de su rica   —244→   biblioteca. Vi preciosos incunables, manuscritos de inmenso valor, y los cuadernos de las Cortes de Castilla, Aragón, Valencia y Navarra, con las pragmáticas y cédulas reales emanadas de sus acuerdos. Convencido regalista, Cánovas puso ante mis ojos un verdadero tesoro diplomático y bibliográfico de las cuestiones habidas entre España y Roma desde los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II, hasta Felipe V y Carlos III.

A propósito de esto, entablamos una conversación, iniciada por él gallardamente. Sentados junto a la gran mesa central del salón de la biblioteca, don Antonio me honró más de lo que yo merecía, oyendo mis opiniones sobre la independencia del poder civil. Orgulloso de la gentileza con que me hablaba, considerándome equivocadamente como historiador de la actualidad palpitante, me atreví a expresar esta idea:

«¿Y qué me dice usted, señor don Antonio, de la irrupción de los frailes expulsados de Francia por las leyes y edictos del pasado Noviembre?

-Reconozco la gravedad del problema que se nos presenta -me contestó Cánovas, mordiéndose el bigote y afirmándose los lentes sobre el caballete de su nariz-. Pero ha de reconocer usted, como historiador imparcial, atento a la circunstancialidad de las cosas públicas y a la estructura interior de cada partido, que yo no soy el llamado a cerrar el paso a la caterva de regulares despedidos de Francia. Por ahí se dice que los constitucionales,   —245→   llamados ahora fusionistas, verán calmada muy pronto su impaciencia por gobernar a la Nación. Créame usted: no encontrarán en mí esos señores la menor resistencia para sustituirme en el puesto que ocupo. Dos cosas deseo: el descanso mío, y ver el estreno del nuevo partido en las funciones del Gobierno. Si Sagasta no reniega de su historia, su primer cuidado al llegar al poder será poner diques a la inundación frailesca, ateniéndose estrictamente a la letra del Concordato. Cada cual debe permanecer en su terreno propio, gobernando conforme a sus ideales y a sus compromisos. La realidad histórica, el carácter y sentido de las fracciones políticas que me han dado su apoyo para consolidar la Restauración, me impiden realizar con acento vigoroso la política regalista. Sagasta es el llamado... ¿no lo cree usted así?».

Con expresivas cabezadas asentí a las observaciones del Presidente, el cual siguió mostrándome curiosos ejemplares de su soberbia librería. Cual padre amoroso encariñado con sus tiernas criaturas, me presentó el precioso incunable Coronación de D. Íñigo López de Mendoza y coplas de Juan de Mena, editado en 1489. Después admiré el Doctrinal de Caballeros, del Obispo de Burgos don Alonso de Cártagena, impreso en 1487, fijándome en las anotaciones que el propio don Antonio puso en las guardas de tan interesante y arcaico libro. Vi también la Invención liberal y arte del juego de axedrez, por Ruy López de   —246→   Segovia, clérigo, vecino de la Villa de Çafra, dado a la imprenta en Alcalá de Henares el año 1561, y otras joyas preciadísimas del arte de imprimir en los siglos XV y XVI.

En este punto hirió mi olfato un fuerte aroma de tomillos. ¿Eran los tomillos del monte Hymeto?... Creí entrar en la esfera de las alucinaciones: al olfato se agregaron los ojos haciéndome ver una figura de mujer, arrogante, de luengos paños negros vestida, que de las estanterías sacaba los libros para ponerlos en las manos del poseedor de tanta riqueza tipográfica. Entregado de lleno al trastorno de mis sentidos o a la percepción del vidente que explora el mundo ultraterreno, reconocí a mi excelsa Madre que hacía el servicio de auxiliar de bibliotecaria. Mariclío clavó en mí una mirada de fuego, transmitiéndome los pensamientos que literalmente traslado:

«Toda esta ciencia arcaica y este fárrago que tuvieron su porqué y sazón en siglos remotos, ¿le sirven al buen don Antonio para consumar y sutilizar sus artes de estadista y gobernador de los Reinos hispanos, o sería el mismo sujeto, que descuella hoy al frente de los negocios públicos, si estuviera privado del continuo trato con los treinta mil volúmenes que adornan las paredes de esta noble vivienda? Las venerables antiguallas de arte de guerra, y de las armas e ingenios militares de tiempos remotos, ¿ayudan al conocimiento y régimen de los Ejércitos de nuestros días? Voy creyendo que esto no es más que   —247→   un bello delirio de coleccionista, ávido de gozar tesoros raros no poseídos por otro alguno, monomanía que satisface los amores de la erudición platónica, con poca o ninguna eficacia en el arte de aplicar las sabidurías trasnochadas al vivir contemporáneo».

Llegó el momento de despedirme del patriarca de la Restauración, el cual me reiteró su afecto, invitándome a repetir mis visitas en su casa o en la Presidencia, donde esperaba recibir poco tiempo más.

Al salir yo de la biblioteca repitiéronse los fenómenos peri-espirituales, pues si no me engañaron mis ojos, la divina Clío, gallarda y bien oliente, despidiendo de su ropaje el aroma de las hierbas del monte Hymeto, me condujo de la mano hasta el vestíbulo, entregándome al celoso guardián de su Excelencia, conocido en el mundo político por su nombre de pila.

Ramón, más complaciente a mi salida que a mi entrada, me abrió la puerta, y tranquilamente descendí la escalera, satisfecho de haber aumentado el tesoro bibliográfico de don Antonio Cánovas del Castillo.




ArribaAbajo- XXII -

En la calle me esperaba Casiana, algo inquieta por mi tardanza.

«Ya sabes -me dijo- que doña Segismunda está en ascuas por saber cómo ha recibido   —248→   este buen señor los librotes del tiempo de Maricastaña. ¿Nos volvemos allá?

-No -repliqué-. Vámonos calle arriba para que se me despeje la cabeza. Estoy un poco mareado de ver infolios y legajos, que a mi parecer no sirven más que para llenar de telarañas el entendimiento... Nos llegamos hasta la Era del Mico o el Campo del Tío Mereje, y confortaremos nuestros cuerpos ateridos con la benéfica luz del sol. No nos faltará espacio para pasear a gusto y charlar sabrosamente cuanto nos dé la gana.

-Por esos lugares no me lleves, Tito -indicó mi Casiana un tanto medrosa-. Allí se reúnen las brujas, según me has dicho, y yo no quiero trato con esa caterva.

-No temas nada, chiquilla -le repondí riendo-. Una mujer ilustrada como tú no debe asustarse ante las viejas carroñas que, ya cabalgando en sus escobas, ya montadas una sobre otra, acuden a la cita del Gran Cabrón. Fíjate además en que los aquelarres son funciones esencialmente nocturnas, y a estas horas, en pleno mediodía, no hay que temer las visitas de las almas del otro mundo ni de las vejanconas puercas que hociquean con el diablo.

-Pues vamos allá, que aunque no tengo la debida ilustración, donde tú estés yo no me asusto de nada.

-Muy bien. Pero no me niegues la verdad de tu cultura, Casiana mía, que anoche bien te luciste en la tertulia íntima de la señora Condesa, cuando contendías discretamente   —249→   con aquellas dos damas de las aristocracia que acaba de salir ahora, una de las cuales soltó el disparate de que los Reyes Católicos eran los padres de Felipe II y de Fernando VII.

-Fue la que llaman Marquesa de San Epifanio la que echó de su bonita boca ese garrafal desatino. Yo no me atreví a corregirla más que con una frase por tabla, y tú remataste la suerte. La otra, señora muy entonada, que se enriqueció con el comercio de petróleo, lleva el apellido de Cucúrbitas, es muy redicha y punto fuerte en las modas del vestir, y no se le escapa ninguno de los requilorios y perendengues que ahora se llevan. Sus lindas niñas se educan en el Sagrado Corazón.

-Donde aprenden Catecismo a todo pasto, nociones incompletas de Aritmética y Geografía, mascullar el francés, un machaqueo de piano para romper los oídos de toda la familia, y etiquetas y saluditos a estilo de París de Francia... Al cuidado de los buenos Padres, estos aguardan a que las educandas sean señoras para meter las narices en sus hogares, adueñándose del marido y de los hijos, y por fin, esperan cachazudos y tenaces a que se hagan viejas idiotas para quitarles todo lo que tienen.

-Así es y así será. Y ahora te digo que la de San Epifanio anda muy a la cola en ortografía. Ayer vi casualmente una tarjeta que escribió a doña Segismunda, en la cual noté que pone hombre sin hache y ayer con hache   —250→   y elle. La de Cucúrbitas dice ivierno, ferroscarriles y Espirituisanto.

-Ya lo ves, Casianilla: con lo poquito que tú sabes eres muy superior a esas señoronas hartas de dinero, que nos miran a nosotros por encima del hombro. Compárate, y verás bien claro tu superioridad. Vuelve la vista al pasado, y te harás cargo del inmenso adelanto que has conseguido desde que te saqué de la abyección y la miseria para elevarte hasta donde ahora te encuentras. Ido te enseñó a leer y escribir, y entre ese buen hombre y yo te dimos las nociones elementales con que apareces superior a todo este señorío hecho de pronto que sólo brilla por el oro ganado sabe Dios cómo».

Andando, andando, y cuando íbamos frente al Hospicio, pasó junto a nosotros rapidísima una figura de mujer, que me tocó en el codo y siguió su camino con la velocidad del viento. De lejos me miró sonriente: era una Efémera. No bien rebasamos el terreno antaño llamado los Pozos de Nieve, donde a la sazón se construían hermosas casas, pasaron con loca presteza y travesura, no una, sino dos o tres Efémeras, rozándome con dedos ligerísimos como para hacerme cosquillas. Desparecieron delante de nosotros, perdiéndose entre los grupos de transeúntes, y dejando tras sí ecos de risas livianas y de interjecciones burlescas.

En estos prodigios del orden quimérico no se fijó Casiana, y sí lo hizo con atención discreta en que era la hora de comer y debíamos   —251→   volvernos a casa. Aferrado a una idea tenazmente alojada en mi cerebro, propuse hacer rabona en nuestra hospedería, y retrocediendo algunos pasos nos metimos en el bodegón llamado La Criolla. Pedimos para sustentamos dos raciones de batallón, un besugo, vino y café.

O yo me había vuelto tarumba, o en una mesa no distante de la nuestra estaban dos Efémeras vestidas de negra túnica, manducando tortilla con jamón, a la que siguieron sendas raciones de pepitoria. En lo restante del local almorzaban tranquilamente hombres y mujeres, sin reparar en las fantásticas hembras que eran tal vez proyección de mis alborotados pensamientos.

Mientras comíamos con buen apetito, di a Casiana una lección de Historia, enlazando, como es uso y costumbre de todo buen narrador de las cosas públicas, lo presente palpitante con lo pretérito fosilizado ya en las capas geológicas del Tiempo.

He aquí fielmente copiados mis pinitos históricos: «Nuestra respetable amiga doña Segismunda, la Marquesa de San Epifanio, la de Cucúrbitas y otras tales, están locas de contento con la venida de los frailes que, lanzados de las Galias a puntapiés, pasan la frontera esperando encontrar aquí comederos bien provistos por la piedad española. Esas y otras damas de la misma flaca mentalidad, se aprestan a rascarse el bolsillo para favorecer a los inmigrantes consagrados al servicio de Dios Nuestro Señor. Doña Segismunda   —252→   entiendo que no se correrá mucho, porque es larga en el prometer y muy encogida en el dar. Otras señoras, las antes citadas así como las Emparanes, Zuredas y Landazuris, serán algo más pródigas en el socorro de la frailería galicana. Pero todas ellas juntas no llegarán a la inaudita magnanimidad de la eximia Duquesa de Pastrana, que ha legado íntegramente los cuantiosos bienes raíces, urbanos y suntuarios de su ilustre Casa, opulenta rama del árbol del Infantazgo, a los caballeros de Loyola. Esta sacra y militar Orden ha venido a ser casi tan poderosa como el Estado mismo.

»Constituyen el cuantioso donativo el soberbio palacio donde moró Napoleón I cuando vino a poner sitio a Madrid en Diciembre de 1808, inmensos terrenos de labor y de monte en el término de Chamartín de la Rosa, donde ya se trata de formar una población suburbana, otro palacio en la Plaza de Leganitos esquina a la calle de los Reyes, las casas de la calle de Isabel la Católica y de la Flor Baja, fincas rústicas en la provincia de Guadalajara, una millonaria riqueza mobiliaria y muchos cuadros de mérito, entre los cuales había uno de Rubens, muy famoso, que los felices herederos vendieron a Rostchild en tres millones de reales.

-¿Pero esa señora -dijo Casianilla espantada- no tenía parientes a quien legar su riqueza?

-Sí que los tenía. A unos sobrinos, no sé si en segundo o tercer grado, les favoreció la   —253→   Duquesa con piadosas mandas para que no les faltase un cocido. No hizo más la señora por la prisa que tenía en subir al cielo para recoger el galardón de su extremada santidad. Los ignacianos, caballeros y caritativos en este caso, determinaron educar gratuitamente a los hijos de la olvidada parentela, y a una sobrina de la santa testadora quieren casarla con un caballero chileno muy rico, para que todos queden contentos».

Despachado el batallón, y antes de emprenderla con el besugo, proseguí mi leccioncita con el siguiente paralelo histórico, que a mi parecer no carece de enjundia: «Recordarás, Casianilla de mis entretelas, que cuando comencé tu educación hice que te fijaras en las correrías de diferentes pueblos por el territorio de esta península. Bien enterada quedaste de la entrada de los fenicios, de los romanos, de los cartagineses, de los visigodos, y por fin, de los árabes. Luchó la primitiva raza española con tales pueblos, sin lograr impedir que ocuparan y explotaran una parte o el todo de nuestro suelo durante años, lustros o siglos. Determinan dichas ocupaciones las diferentes etapas o períodos históricos de España. Pues bien, el regalo que ha hecho la Duquesa de Pastrana a los caballeros de San Ignacio, marca el dominio de estos en el solar hesperio por un lapso de tiempo que nadie puede precisar. En la santísima dama linajuda y generosa tienes otro Midácrito, otro Asdrúbal, otro Sertorio, otro Ataúlfo, otro Tárik, y ella nos trae una nueva intrusión   —254→   de gente, a la cual habrá que vencer y despedir como fueron vencidos y mandados a paseo los anteriores bárbaros.

»Presumo yo que los guerreros de la faja negra, traídos ahora por una dama, cuando se aseguren en el territorio recientemente adquirido, extenderán su dominio a todas las esferas y serán nuestros amos. Fortalecerán su poder educando a las generaciones nuevas, interviniendo la vida doméstica, y organizando sus ejércitos de damas necias y santurronas, paulatinamente dotadas con el armamento piadoso que les llevará a una fácil conquista. Preparémonos, ¡oh Casiana de mis pecados!, y pues sufrimos esclavitud, seamos cautos y comedidos con nuestros dominadores, hasta que llegue, si es que llega en vida nuestra, el momento de darles la zancadilla. Cuando salgamos de paseo y nos encontremos con un ignaciano, yo me quitaré el sombrero y tú darás una discreta cabezada en señal de aparente sumisión, rezongando para nuestro sayo: Adiós, Reverendo, vive y triunfa, que ya te llegará tu hora».




ArribaAbajo- XXIII -

Mientras tomábamos café salieron presurosas las dos Efémeras, y una de ellas, en quien creí reconocer a la que me dio la pluma milagrosa en la plazuela de Santa Ana, dijo,   —255→   tocándome en el codo: «Aprisita, que es tarde»... Al pasar las dos rapazuelas del bodegón a la calle, advertí que sus flotantes túnicas se trocaron de negras en verdes.

Reparadas las fuerzas con el sabroso condumio, Casiana y yo seguimos paseando. Nuestra lenta y maquinal andadura nos llevó por los Pozos de Nieve y la antigua Ronda de Santa Bárbara hasta encontrarnos, sin saber cómo ni por qué, en el Campo del Tío Mereje, lugar asoleado y polvoriento que en verano suele ser invadido por los jayanes que apalean alfombras, y en todo tiempo es academia donde maestros de tambor enseñan a los quintos el paso redoblado, el paso lento, y demás fililíes del sonoro parche guerrero.

Al llegar nosotros al ejido, que antaño debió de ser Eras de Madrid, vimos tan sólo unos hombres que machacaban cañas para tejer cañizos de cielo raso. Nos entreteníamos en contemplar aquella ruda faena cuando Casianilla, mirando al cielo, exclamó asustada: «¡Cristo bendito! ¿No ves el sin fin de aves que giran en el aire trazando círculos con aleteo y greguería infernal? Parece que bajan hacia nosotros. ¿Serán estas las brujas, que de día vienen a reconocer el lugar donde han de reunirse por la noche en juntas y concilios demoníacos?».

Alcé yo mis ojos al cielo y dije a mi amiga: «No son brujas, Casiana. Son las Efémeras, espíritus mensajeros de lo que en el mundo llamamos la Actualidad. Traen y llevan el suceso del día. Aquí se congregan   —256→   sin duda para distribuirse el trabajo y ver a dónde transmiten sus raudas informaciones. No tengas miedo, que aunque algunas veces son portadoras de mentirijillas o falsedades inocentes, no hacen daño a los mortales, sino antes bien los entretienen y halagan. ¿Ves cómo abaten el vuelo, acercándose cada vez más a nosotros? Parece que quieren conversación. Has de saber, hija mía, que son muy traviesas y habladoras».

Gradualmente descendían las sílfides en su giro vertiginoso, y nos aturdían con aquel rumor, que no sé si era cháchara o graznido, bullanga de risas o estridentes exclamaciones de alegría burlesca. Con rápida inspiración pedí a los tejedores de cañizo que nos prestasen dos cañas, y pertrechados Casiana y yo con estas inocentes armas acometimos a cañazo limpio a las Efémeras, cuando ya pasaban rozando nuestras cabezas.

Por fin logré atrapar a una, cogiéndola por la túnica, y la traje al suelo. Era lindísima, sus mejillas coloradas echaban fuego, sus ojos luz, sus cabellos negros y rizados delataban las manos del viento juguetón.

«¿De dónde vienes tú? -le dije-. ¿Has visto entrar en España muchos frailes?

-Sí, señor don Tito -respondió ella con amable donosura-. Yo pertenezco al grupo Céfiro, y trabajo en la parte de los aires que ustedes llaman Noroeste. En Coruña vi entrar una partida de hombrachos vestidos de estameña y con unas correas llenas de nudos. Eran franciscanos. Llegaron en un vapor.   —257→   Salieron a recibirles muchos señores beatos, y las damas pías les enviaron a su alojamiento jamones y tortas de dulce. Al día siguiente desembarcó otra caterva de frailes, con diferentes vestiduras, y marcharon a Santiago llamados por el Arzobispo, que les tenía dispuesto un hermosísimo convento. Mi hermana, que estaba en Vigo viéndoles venir, presenció el desembarco de un porción de gandules que dijeron ser de los de Santo Domingo. Al instante partieron para Pontevedra, donde ya les tenían apercibida casa cómoda y mesa bien provista de cuanto Dios crió».

Casiana logró atrapar otra ninfa, rubia como las espigas, de ojos azules, la cual, antes que la interrogaran, se arrancó con esta graciosa respuesta: «Yo soy del grupo Boreas, que vosotros decís Norte, y en la frontera de Irún he visto entrar una patulea sin fin de frailucos. Unos traían baberos blancos, melenitas que les tapaban las orejas y sombreros tricornios que parecían cosa de máscara. Dijeron que venían a España para poner escuelas y enseñar a los niños. ¡Bonitas cosas les enseñarán!... Luego entraron otros, vestidos de blanco y canelo, lucios y fornidos como mozos de cuerda. Parece que estos son carmelitas. Salieron a recibirles la mar de señoras aristocráticas y ricachonas, que les besaban los rosarios, popándoles y haciéndoles fiesta como si les hubieran conocido toda la vida. A ellos se les saltaban las lágrimas de contento, y miraban a todos lados en busca   —258→   de alguna mesa donde pudieran matar el hambre atrasada que de Francia traían... ¡Pobre España: buena nube de langosta te ha caído!».

Sin necesidad de esgrimir nuestras cañas, otras Efémeras fueron bajando, alegres y decidoras. Una de ellas, de cabello castaño y ojos verdes, ondulante y saltarina, vestida de túnica roja, nos dijo: «Mi puesto de vigilancia está entre las regiones de Coecias y Apellotes, que es como decir Nordeste y Este. Vi entrar por el golfo de Rosas una barcada de dominicos, y otra de trinitarios, que fueron bien acogidos en la playa y marcharon a ponerse bajo la custodia de los obispos de Gerona y de Vich. Mis hermanas y yo presenciamos en Barcelona la llegada de una banda de capuchinos procerosos, bien cebados y con unas barbas hasta la cintura. Al pasar por la Rambla les arrearon una silba espantosa. Los frailes barbudos, azuzados por mujeres y chiquillos, tuvieron que buscar refugio en le iglesia del Pino, a donde acudió el Gobernador con policía para sacarlos de aquel trance y llevarles con mucho mimo al Palacio episcopal. El señor Prelado, después de tenerlos varios días en su casa a mesa y mantel, les alojó solícito en varios conventos de Cataluña».

Otra de las mensajeritas aéreas nos contó que en Tortosa dieron fondo unos benedictinos jacarandosos que, según se dijo, venían a montar en Tarragona fábricas de licores tan ricos y celebrados como los que en Francia   —259→   elaboraban... Compadeció seguidamente una nueva Efémera de túnico negro recamado de oro, quien, después de declarar que venía de la región del Eurus (Sudoeste), nos informó de que en Cartagena habían penetrado mesnadas de agustinos-recoletos, los cuales tomaron al punto el caminito de Orihuela, donde el Obispo les tenía prevenido un holgado monasterio. Allí se instalaron todos los que en él cabían. Los demás recibieron albergue en el Seminario, hasta que se les habilitara definitiva vivienda en un convento de Alicante. Añadió la informadora que, tras de los agustinos-recoletos, llegó un nutrido cargamento de los frailecitos de babero y tricornio. Parte de estos quedaron en Cartagena, bajo la tutela y amparo de una junta de damas sumamente pías y rezadoras, y los otros tomaron el tren para irse a Murcia, pues allí les esperaban con los brazos abiertos individuos del Comité conservador y el Prelado de la diócesis.

Recorriendo el cuadrante hacia la región Notus, entiéndase Sur, otra ninfa de los aires, no menos graciosa que sus hermanas y muy bachillera, nos contó que por Almería había penetrado un buen golpe de monjas, llamadas descalzas aunque todas llevaban medias y zapatos. Venían afligidas del mareo y de la inanición. Pero al punto se las socorrió con cuanto pudieran necesitar. Con ellas desembarcaron unos frailucos mal trajeados, desnudos de pie y pierna, si que también muertos de hambre. Las esposas del Señor   —260→   encontraron su nido y agasajo en la propia ciudad de Almería, y los frailachos se metieron tierra adentro a la querencia del Obispo de Guadix.

Con todo lo referido no es completa la información efemerídea. Yo la resumo y sintetizo, agregando otras noticias y datos que nos dieron las vagarosas hijas del viento. Por Sevilla hubo también inundación de religiosas clarisas; a Valencia llegaron trapenses y paúles; la frontera de Francia, por Navarra y la Seo de Urgel, dio paso a espesas caravanas de salesianos, premonstratenses, terciarios, redentoristas, adoratrices, trinitarias, capuchinas, ursulinas y otras muchas castas y familias del inmenso mundo monástico.

Cuando ya las aladas mensajeras comenzaban a remontarse de nuevo en los aires, apareció la Efémera mía, la de Tafalla, que en aquella ocasión me pareció capitana de todas ellas, la que al pisar el suelo tomaba apariencias marmóreas y formas del más puro helenismo.

«¿A dónde vais ahora? -le pregunté tembloroso.

Ella me contestó con suprema tranquilidad: «Vamos a llevar por todo el mundo las nuevas de esta plaga de insectos voraces que devastará tu tierra».

Y quitándole a Casianilla la caña que esta conservaba en sus manos, la figura estatuaria azuzó a las Efémeras rezagadas. Todas remontaron el vuelo en alegre remolino bullicioso.



  —261→  

ArribaAbajo- XXIV -

Las vimos subir rápidamente hasta una región muy alta del espacio, donde se fraccionó la bandada en grupos que partieron hacia distintos puntos del horizonte.

Emprendimos Casiana y yo nuestro regreso al centro de Madrid, buscando la vuelta de Recoletos por la Ronda de este nombre y las inmediaciones de lo que fue huerta de las Salesas. Por aquella parte, la Villa trataba de embellecerse, y abría en los solares polvorosos la cimentación para nuevas y elegantes casas de vecindad. Charlando de las peregrinas cosas que habíamos visto y oído, caminábamos a la ventura, guiados, más que por la intención, por el instintivo movimiento de nuestros propios pasos.

Sin darnos cuenta de ello, costeamos la maciza fundación de doña Bárbara de Braganza, y por calles a medio construir llegamos a internarnos en el Parque de Buenavista. Hicimos alto para descansar en un banco de las rampas que dan a la calle de Alcalá, frente al palacio de Alcañices. Aunque el sol picaba templando el ambiente invernal, yo sentía un frío que no pude mitigar embozándome en mi capa hasta las narices, porque aquella tiritona era síntoma febril de mi estado anímico al considerar la invasión monástica,   —262→   principio de un período histórico desastroso para nuestra pobre España.

A mis quejas lastimosas contestó Casianilla: «Como nosotros no podemos impedir que España se convierta en un gran monasterio, nuestro papel es ver y esperar. Si llega el caso de que no haya más remedio que ser yo monja y tú fraile, no te apures, Tito, que ya encontraremos conventos donde convivan ambos sexos.

-Así tendrá que ser, nenita -dije yo, y como estaba helado propuse que siguiéramos andando hasta la calle de Sevilla, y que allí tomásemos la dirección de nuestra casa, con escala en algún café para matar las horas de la tarde.

Por ambas aceras de la calle de Alcalá bajaba un tropel de paseantes que iban a tomar el sol en el Prado y el Retiro. Eran a mi parecer funcionarios que abandonaban la ociosa oficina para espaciarse con la señora y los niños, pensionistas de poco pelo, tenderos desocupados, rentistas de mediano pasar, provincianos con dinerito fresco, que practicaban la deambulación como un obligado empleo de la actividad en los días serenos.

Por el centro de la calle rodaban los mismos carruajes que habíamos visto el día anterior y todos los días, conduciendo a las damas de siempre, bien emperifolladas, y a los señores del margen que acompañaban a sus esposas en el asiento zaguero de las carretelas. Acrecían el tumulto los gallardos   —263→   jinetes y los caballos que guiaban faetones o tílburis con la pericia de consumados aurigas. En las caras de toda esta gente, así la de a pie como la de coche, así la de alto como la de rastrero pelaje, observé una tranquilidad paradisíaca. Sus cabezas no alojaban otra idea que la del momento presente, el goce del paseo al sol, la vanidad de exhibirse con galas y arreos de distinción fantasiosa.

¡Pobres majaderos! Desconocían en absoluto la gravísima situación de nuestro país, el momento histórico, semejante a la entrada de los cartagineses ávidos de riqueza, de los bárbaros visigodos o de los insaciables y feroces agarenos. Nada sabían, nada sospechaban: se enterarían de la nueva esclavitud cuando esta ya no tuviese remedio. Me costó trabajo contener este grito de alarma: «¡Bobalicones, despertad de vuestra modorra estúpida! ¡No tenéis gobernantes que sepan contener, ya que no extirpar, la horrible plaga que se os viene encima!».

Al pasar por la calle de Sevilla entramos en la tienda de mi amigo Matías Luengo, sobrino del famoso comerciante, parlanchín y entrometido don Plácido Estupiñá, de quien tanto hablé en diferentes ocasiones. Traficaba Matías en objetos de escritorio. Comprámosle un paquete de sobres, charlamos, le pregunté si estaba contento de su negocio, y me contestó que de sus ventas no sacaba más que lo preciso para mal vivir. El Cielo le había dado cuatro hijos, y su mujer, que era una coneja, le traería el quinto retoño para   —264→   Febrero próximo. En vista de este crecimiento del familiaje, pensaba añadir a su tráfico el de devocionarios, florilegios, novenas, cilicios, recordatorios de difuntos, estampitas de todos los santos del cielo, escapularios y demás chirimbolos pertinentes a la santa Religión.

Yo le felicité, palmoteándole en los hombros, y le dije: «Eres un genio, Matías. Has previsto el fetichismo farandulero a que nos llevará la maldita Restauración. Ahora empieza, fíjate bien, ahora empieza el reinado de la Muerte y de las santurronerías bobaliconas. Tú serás rico. Haz todos los hijos que puedas, que el negocio místico te dará pan para ellos, y para tus nietos y biznietos, hasta la cuarta generación. Adiós, chico. El Espíritu Santo ha entrado en tu casa. Adiós».

A lo largo de la calle íbamos tropezando con cómicos y toreros, y en ellos vi caras satisfechas aunque perecían de hambre por la falta de contratas. A mi paso por diferentes tiendas vi también sastres, joyeros y perfumistas, que parecían muy contentos viviendo al día con menguadas transacciones. Junto a nosotros pasaron dos curas, ante los cuales me quité el sombrero haciendo acto de sumisión y reverencia. Era muy cuerdo y saludable vivir en santa paz con nuestros opresores.

En la esquina del callejón de Gitanos encontramos a Delfina Gil. Después de saludarme con rígida frialdad, me dijo que iba a poner una nueva Funeraria de gran lujo en   —265→   la propia Carrera de San Jerónimo, y que introduciría en España las últimas novedades en féretros de cinc sobredorados y en carrozas-estufas a la gran Daumont. Pensaba adornar su escaparate con espléndido surtido de coronas fúnebres de hilo de cristal, elegantísimas, y con unos angelitos, arrodillados, que daban el opio. La colmé de parabienes, vaticinándole un éxito formidable. Merecía enterrar la vida española con todo el boato y chic de las artes mortuorias.

Seguimos, y al embocar la Carrera de San Jerónimo, tropecé de manos a boca con Vicente Halconero, que salía del Casino. Cortés y afable como siempre estrechó mis manos, no escatimando un gentil saludo ceremonioso a mi compañera humilde.

«Ya sabrá usted -me dijo- que está próximo el advenimiento de los Constitucionales al Poder. El turno se impone, y la tocata liberal ha de sustituir a la tocata conservadora. Espero yo que entre ambas músicas haya bastante diferencia, así en lo fundamental como en lo externo... Entiendo que tendremos elecciones generales en Febrero o Marzo, y usted no me negará entonces lo que tantas veces le pedí. Aceptará usted un acta de diputado, y en los escaños de la mayoría lucharemos juntos por el progreso, con su poquito de morrión y sus toques democráticos, todo ello dentro del orden más perfecto.

-Sí, sí, Vicentito -le contesté, con la socarronería   —266→   que en aquella hora dominaba en mi ánimo-. Puede usted hacer de mí lo que quiera. Y si tocan a repartir algunos destinillos denme a mí el de Inspector de Monjas, quiero decir, de los monasterios que han de ser creados para reunir los dos sexos en la vida contemplativa.

-¿Pero qué dice el amigo Tito? ¿Se ha vuelto loco?... ¡Ah! Es que a usted le solivianta lo que se cuenta por ahí de si vienen o no vienen los religiosos regulares expulsados de Francia. No haga usted caso. Ataremos corto a los que vengan no más que a darse buena vida, y recibiremos con estimación a los que traigan la idea de establecer en España buenos Colegios, donde podamos dar decorosa educación a nuestros hijos».

No quise hablar más y me despedí de Halconero con breves razones amistosas, lamentando que un caballerete tan espiritual no apreciara el feo cariz del nublado cartaginés y agareno que entenebrecía el cielo español, ni viera claramente que se iniciaba un período de larga y pavorosa esclavitud. ¡Pobre Vicentito, tan joven, tan simpático, y ya contagiado del negro y pestilente virus!




ArribaAbajo- XXV -

Casiana y yo nos colamos en el café de La Iberia, dirigiéndonos a las mesas donde habitualmente concurrían mis amigos. En efecto,   —267→   allí estaban Campo y Navas, Llano y Persi, Casalduero, y Carratalá. En una piña inmediata vi a Díaz Quintero, republicano, que alternaba con Fernández Bremón y Mariano Zacarías Cazurro, conservadores, y con Pablo Cruz, León y Llerena, Zoilo Pérez y Cándido Martínez, sagastinos.

Apenas cambié con ellos los primeros saludos, algunas palabras referentes a sucesos de actualidad, comprendí que ninguno de aquellos esclarecidos ciudadanos paraba mientes en el capital suceso histórico que a mí me volvía tarumba. O lo ignoraban, o las menudencias y chismorreos políticos les impedían fijarse en los hechos que, afectando intensamente al porvenir de la Patria, se nos presentan revestidos de una insignificancia traicionera. Los afectos a la Situación imperante aseguraban que había Gobierno de Cánovas para rato. Al proclamarlo así, reforzaban su opinión con apuestas humorísticas de cinco duros contra dos reales. Los otros, entonando con diferentes inflexiones el esto se va, vaticinaron rotundamente que antes de dos meses cogería Sagasta las riendas y la tralla del Poder.

De pronto llegaron a nuestras mesas otros dos individuos, cuyos nombres no son del caso. Con frase tajante y enfática sostuvieron la tesis de que don Antonio se había hecho imposible por su soberbia, y porque no supo desprenderse a tiempo de los pulpos del moderantismo. Un tercer sujeto, que presuroso vino de las mesas interiores, nos dijo en tonillo   —268→   parlamentario: «¡Ah, señores! Mi teoría es que política nueva pide hombres nuevos. Las cosas caen del lado a que se inclinan. O la regia prerrogativa no sabe lo que se pesca, o ha de poner en seguida en manos de don Práxedes el timón de la nave del Estado».

Reunidos todos, enzarzaron sus ágiles lenguas en el discreto político sin tocar ningún punto de interés público, picoteando tan sólo en las cuestiones de orden burocrático, que eran para los Fusionistas o Constitucionales el único imán de sus pueriles ambiciones. Diferentes nombres sonaron de mesa en mesa para distribuir entre ellos los cargos políticos de la nueva Situación, Direcciones generales y Gobiernos de provincia. Entre aquellos ociosos charlatanes no faltaron algunos vivos que graciosamente se adjudicaron las mejores prebendas. A la entrada de los agarenos, o si se quiere cartagineses, no consagró ninguno de los allí reunidos, hombres de diferente cartel político, una sola palabra.

Asqueado de la frivolidad de tales majaderos, que con raras excepciones sólo apreciaban la vida pública por los apremios de su vanidad o de su flaco peculio, pretexté para retirarme un repentino dolor de estómago con ganas de vomitar, y cogiendo del brazo a Casianilla nos plantamos en la calle. ¿A dónde iríamos? A casita, a mi caverna solitaria, o a darle albricias a nuestra coruscante amiga la Excelentísima señora Condesa de Casa Pampliega.

Ibamos por la calle del Lobo, y en los extremos   —269→   de ella vimos lujosa berlina parada junto a una puerta humilde. De esta salió una dama en quien al punto reconocí a la Marquesa de Villares de Tajo, mujer talentuda y de historia, vistosa todavía y de buen talle aunque había rebasado con creces las fronteras del medio siglo. En su coche partió hacia la Carrera de San Jerónimo. ¡Pobrecilla! Venía de parlotear con los Caballeros de la Tenaza, albergados a espaldas de la iglesia de San Ignacio. Pensé que ya le estaban ajustando las cuentas para mandarla al otro mundo bien limpia de pecados, y aliviada del peso de sus cuantiosos intereses.

Permanecíamos Casiana y yo junto a la puerta mísera, contemplando la lobreguez del hondo zaguán, cuando vimos que de aquellas tinieblas salían un cura joven, gallardo, desenvuelto, y una señora hermosísima. ¡Oh asombro de los asombros! La señora era Lucila Ansúrez, más conocida en estas historias por el lindo mote de La Celtíbera.




ArribaAbajo- XXVI -

La nieve que blanqueaba el cabello de la viuda de Halconero no era estorbo de su belleza, que se defendía bravamente contra la edad, frisante ya en los cincuenta años si no fallan mis cómputos cronológicos. Apenas me vio en la calle, honrome Lucila con expresivo saludo, presentándome incontinenti   —270→   al clérigo, mocetón elegante, limpio, y cumplido galán por su melosa cortesía.

«El Padre Garrido -dijo La Celtíbera en la ceremonia de la presentación-. Don Proteo Liviano...».

Al pronunciar Lucila mi nombre se arrancó el jesuita con estas hiperbólicas alabanzas: «¡Ah, el señor Liviano! Mucho gusto en verle. Ya le conocía y le admiraba como historiógrafo eminente. Yo también soy aficionado a la Historia, y en el nuevo Colegio de Chamartín tendré a mi cargo esa importante asignatura. Mi ciencia es corta; pero supliré la escasez de conocimientos con mi firmeza de voluntad, imitando en lo posible al maestro que me escucha...».

Intervino Lucila con esta donosa corrección: «No se achique, Padre Garrido... Y usted, amigo Tito, no le haga caso, que la más alta virtud de este santo varón es la modestia, una modestia verdaderamente angelical».

Al protestar el clérigo de los elogios de La Celtíbera, llegó hasta ruborizarse, y yo, penetrando en la médula de aquel carácter más fino que el coral y con más conchas que un galápago, le devolví sus lisonjas con este golpe de incensario:

«Bien sé con quién hablo, reverendo Padre. He leído en el Iris de Paz la respuesta que da usted a las diatribas con que La Ciudad de Dios, el periódico de los agustinos, trata de mermar las glorias de La Compañía. Es usted escritor de primer orden y dialéctico   —271→   formidable. Así como suena... En esfera humilde, hago yo lo que puedo por la ilustración del pueblo español, tan católico como desgraciado... Esta señora que a mi lado está es mi esposa, doña Casiana Coelho, insigne pedagoga, maestra en todas las artes y ciencias, de quien tomo ejemplo, apropiándome su saber al mismo tiempo que imito sus virtudes... virtudes excelsas, noble señora y caballero tonsurado, pues en mi dulce cónyuge se confunden y amalgaman la prudencia, la castidad, la paciencia, la caridad, las artes caseras, el filosofismo más espiritual y el don de escudriñar las obscuridades del porvenir...».

Colorada y balbuciente, Casianilla quiso desmentir los embustes que en honor suyo desembuché, y en el rostro del clérigo advertí un ligero mohín de desconfianza: sin duda interpretaba en sentido burlesco mi lenguaje hiperbólico. Lucila, también un poquito recelosa, inició la marcha hacia la calle del Prado. Detrás fuimos los tres, y yo, arrimándome al Padre Garrido, de quien no quería separarme sin soltarle alguna barbaridad, acaricié su tímpano con esta blanda ironía:

«Dios me ha deparado el placer de ofrecer a usted hoy mis respetos, Padre Garrido... Ya sé, ya sé que ayer llegó usted de un corto viaje a París, a donde fue con el mandato de organizar la nueva traída de jesuitas para el Colegio de Chamartín de la Rosa, institución educatriz que será el coronamiento de la sublime   —272→   longanimidad de la señora Duquesa de Pastrana.

-El objeto de mi viaje a Francia no está bien que yo lo diga -replicó el clérigo un tanto amoscado-. Sólo indicaré a usted que hace tres días estaba ya de regreso en la Villa y Corte, donde seguiré hasta que lo disponga quien puede hacerlo, consagrado al servicio del Señor y a la salvación de las almas españolas.

-A lo mismo nos dedicamos nosotros -dije, poniéndome la mano, no precisamente en el corazón, pero muy cerca de él-. Mi esposa y yo también servimos a Dios y salvamos almas cuando se tercia... En la persona de usted, Padre Garrido, reverenciamos a la milicia cristiana, a quien el Altísimo otorga el mandato de gobernar a los pueblos y conducirlos a la eterna gloria. Ya nuestra España es de ustedes. Aquí no reina Alfonso XII sino el bendito San Ignacio, que a mi parecer está en el cielo, sentadito a la izquierda de Dios Padre... Los españoles somos católicos borregos, y sólo aspiramos a ser conducidos por el cayado jesuítico hacia los feraces campos de la ignorancia, de la santa ignorancia, que ha venido a ser virtud en quien se cifra la paz y la felicidad de las naciones... Nos prosternamos, pues, ante el negro cíngulo, y rendimos acatamiento al dulcísimo yugo con que se nos oprime ad majorem Dei gloriam».

No se le escapó al ladino y sutil clérigo el saborete irónico que ponía yo en mis palabras.   —273→   Con forzada sonrisa y frunciendo el ceño, doble y equívoca expresión facial de su índole solapada, el joven Padre me alargó la mano buscando la fórmula de despedida. También Lucila mostraba deseo de cortar nuestra conversación, poniendo tierra entre los dos grupos, y así me dijo:

«Sigan ustedes paseando, Tito; el Padre y yo tenemos que ir a la Nunciatura para un asunto...

-La Virgen les acompañe, reverendo caballero y señora ilustre -dije yo destapando mi cabeza-. Y si se acuerdan de estos pobres pecadores, tengan la bondad de implorar para nosotros la bendición apostólica, por mediación del santísimo Nuncio... Adiós, adiós».




ArribaAbajo- XXVII -

Viéndoles partir hacia la Plaza del Ángel, Casianilla, súbitamente alterada y colérica, me dijo: «Si estuviéramos en descampado les apedrearíamos. ¿No te parece?

-No, hija mía, no -repliqué yo, cogiéndole el brazo con que imitaba el manejo de la honda-. Modera tu arrebato bélico, que los tiempos son más de paciencia solapada que de fiereza impulsiva. Si apedreáramos, podría suceder que nuestros tiros no dieran en la cabeza del Reverendo, que bajo la capa de su finura exquisita esconde las intenciones de un grandísimo bellaco, y fuesen a descalabrar   —274→   a la hermosa Celtíbera, persona ciertamente estimable y digna de respeto... Esta buena señora fue en sus días juveniles la corza ligera y elegante que a todos cautivaba; ahora es la oveja tarda y simplísima que no puede con el peso de sus lanas... No hemos de ver en las beaterías de Lucila un movimiento espontáneo de su ánimo, el cual, digan lo que quieran, aún conserva la independencia celtíbera. Sus concomitancias con lo que podríamos llamar el elemento jesuítico, son puro artilugio para ponerse a tono con la caterva elegante y santurrona que hoy rige los destinos de España. A tal comedia la mueve el amor de su hijo Vicente, y el anhelo de empujar al chico en su carrera política. Ya verás, ya verás cómo, auxiliada por los padres, las madres y las tías, consigue hacer Ministro a Vicentito, con Sagasta o con el demonio coronado... ¿Entiendes, Fabia, lo que voy diciendo?... No debemos acometer a nuestros enemigos con palo ni piedra. Esperemos a que tomen posiciones y nos manifiesten el poder de sus armas, y la eficacia de sus ingenios de guerra.

-Está muy bien, Tito mío -dijo Casiana agarrándose de mi brazo-. Y ahora decidamos si nos metemos en casa o nos vamos a visitar a la señora Condesa. Quiero ver la cara que pone doña Segismunda cuando se le diga que el grande hombre del siglo, don Antonio Cánovas, irá pronto a ofrecerle sus respetos y a darle las gracias por los librachos del tiempo de la Nanita.

  —275→  

-Yo también deseo contemplar el cariz de nuestra Medusa y su cabellera de serpientes -contesté-. Pero antes, si te parece, debemos personarnos en la Academia de la Historia, que está muy cerca como sabes. ¿Te olvidas de que hace unos días tengo allí mi asignación, y aún no he ido a cobrarla? Lo primero es lo primero, Casianilla. Vamos allá, vamos».

Minutos después estábamos en el ancho zaguán de la Academia. Mas no hallándose presente la señora portera, que según nos dijeron había subido al segundo piso llamada por el Bibliotecario para que le prestase servicios de cocina y despensa, aguardamos sentaditos en la modesta estancia conserjeril, donde pasamos el rato en vagos comentarios sobre nuestra situación económica, que no era en aquellos días muy despejada.

Llegó en esto el anciano portero, a quien yo con caprichosa travesura imaginativa daba el nombre de Tucídides, por su puesto en aquella Casa y por el trazo helénico de su rostro visto de perfil. Lamentose el buen hombre de la ausencia de su esposa, secuestrada por las impertinencias del señor Bibliotecario, hombre excelente, pero un tanto enfadoso. Diciéndolo, puso en mis manos el pliego de mi Madre... ¡Ay! Fue cual onda luminosa que súbitamente disipó las tinieblas de mi espíritu.

Retirose Tucídides, que tenía precisión de arreglar la Sala de Juntas para la tenida de aquella noche, y nos dejó en la portería   —276→   indicándonos que estábamos en nuestra casa y podríamos permanecer allí todo el tiempo que quisiéramos. Solitos Casiana y yo, abrimos el pliego y... ¡Oh inefable sorpresa y alegría! La Musa excelsa me mandaba doble suma de la presupuesta para cada mensualidad.




Arriba- XXVIII -

Después de justificar este doble socorro, enumerándome las privaciones y agobios que había yo de sufrir si me conservaba incorruptible y puro en medio del general positivismo, la Madre exponía su pensamiento acerca del porvenir de España en la forma elocuente y profética que traslado a mis buenos lectores:

«Hijo mío: cuando a fines del 74 te anuncié en una breve carta el suceso de Sagunto, anticipé la idea de que la Restauración inauguraba los tiempos bobos, los tiempos de mi ociosidad y de vuestra laxitud enfermiza. La sentencia de mi buen amigo Montesquieu, dichoso el pueblo cuya Historia es fastidiosa, resulta profunda sabiduría o necedad de marca mayor, según el pueblo y ocasión a que se aplique. Reconozco que en los países definivamente constituidos, la presencia mía es casi un estorbo, y yo me entrego muy tranquila al descanso que me imponen mis fatigas seculares. Pero en esta tierra tuya, donde   —277→   hasta el respirar es todavía un escabroso problema, en este solar desgraciado en que aún no habéis podido llevar a las Leyes ni siquiera la libertad del pensar y del creer, no me resigno al tristísimo papel de una sombra vana, sin otra realidad que la de estar pintada en los techos del Ateneo y de las Academias.

»La paz, hijo mío, es don del cielo, como han dicho muy bien poetas y oradores, cuando significa el reposo de un pueblo que supo robustecer y afianzar su existencia fisiológica y moral, completándola con todos los vínculos y relaciones del vivir colectivo. Pero la paz es un mal si representa la pereza de una raza, y su incapacidad para dar práctica solución a los fundamentales empeños del comer y del pensar. Los tiempos bobos que te anuncié has de verlos desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis, que os llevará a la consunción y a la muerte.

»Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás   —278→   si vives que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.

»Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento... Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío... Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro... me duermo...».




 
 
FIN DE CÁNOVAS
 
 


Madrid-Santander.- Marzo-Agosto de 1912.