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ArribaAbajo- VI -

Lo azaroso de los tiempos traía entonces mudanzas muy bruscas en todo, y las pandillas variaban a menudo, modificadas por las muertes y destierros. En 1827 echábase de menos a Patricio, que estaba en París, y a Pepe que perseguido nuevamente por sus calaveradas se había marchado a Lisboa con muchas ilusiones y pocas pesetas, que por cierto arrojó al mar en la boca del Tajo. Quedaba   —61→   Veguita, a quien hallamos siendo núcleo de una nueva cuadrilla. Ya no se ocupaba de política inocente. La juventud abría los ojos, columbrando la grandeza lejana de sus destinos. ¡Generación valiente, en buen hora naciste!

Junto a Veguita hallamos a un joven riojano y por añadidura tuerto que hacía ya las comedias más saladas que podrían imaginarse. Había sido primero soldado raso y después empleado en los tres años, con su impurificación correspondiente el 24. Tenía las chuscadas más ingeniosas y las ocurrencias más felices. Hablaba mejor en verso que en prosa y montaba mejor en el Pegaso que en un burro alquilón, pues restablecido en la partida el uso de las expediciones asnales, nuestro soldado poeta apenas sabía tenerse sobre la albarda. Era el mismo demonio para contar cuentos y para buscar consonantes, siendo tal en esto su destreza que no le arredraban los más difíciles y enrevesados.

El más notable, después de estos, era un muchacho que hacía muy malos versos y no muy buena prosa, medio traductor de Homero, casi abogado, casi empleado, casi médico, que había empezado varias carreras sin concluir ninguna. Sabía lenguas extranjeras. Tenía veinte años, y en tan corta edad había   —62→   pasado de una infancia alegre a una juventud taciturna. Tan bruscas eran a veces las oscilaciones de su ánimo arrebatado en un vértigo de afectos vehementes, que no se podía distinguir en él la risa del llanto, ni el dudoso equívoco de la expresión sincera. Había en su tono y en su lenguaje un doble sentido que aterraba y un epigramático gracejo que seducía. Era pequeño de cuerpo y bien proporcionado de miembros. A su pelo muy negro acompañaban bigote y barba precoces, y su color era malo, bilioso, y sus ojos grandes y tristes. Tenía mala boca y peores dientes, lo cual le afeaba bastante. Fumaba sin descanso, como si padeciera una sed de humo, que jamás podía aplacarse, y era en su vestir pulcro, elegante y casi lechuguino.

Educado en Francia, afectaba a veces desprecio de su nación y la censuraba con acritud, quejándose de ella como el prisionero que se queja de la estrechez incómoda de su jaula. Frecuentemente, después de alborotar en el grupo de un café con palabras impetuosas o mordaces, se retiraba a un rincón rechazando toda compañía, o despidiéndose a la francesa, huía. Después de largas ausencias tornaba a la pandilla con humor hipocondríaco.

Daba su opinión sobre poesía y literatura con un aplomo y una originalidad de   —63→   juicios que pasmaba a todos. Ni Veguita ni el tuerto autor de comedias tenían conocimiento, por lo que sus maestros de aquí les enseñaban, de aquel nuevo y peregrino modo de juzgar, buscando el fondo más bien que la forma de las obras. Pero cuando nuestro atrabiliario quería echarse a poeta, los mismos que le admiraban como juez, se reían en sus barbas diciéndole que una cosa es predicar y otra dar trigo. Por mucho tiempo fue objeto de risa y chacota su oda a los Terremotos de Murcia, que es de lo peor que en nuestra lengua se ha escrito. Cuando se anunció que la reina Cristina estaba en cinta, todos los poetas echaron otra vez mano a la lira, y el hipocondriaco endilgó su soneto


Guarda ya el seno de Cristina hermosa
vástago incierto de alta dinastía...



Verdad es que no eran mucho mejores los que al mismo asunto compusieron Veguita y el autor de comedias.

Había en la pandilla otros muchos chicos. De ellos algunos no serán mencionados en razón de la oscuridad en que siempre han vivido, otros lo serán más tarde cuando las necesidades de esta verídica historia lo reclamen.

Reuníanse primero en el café de Venecia y   —64→   después en el del Príncipe, que desde entonces sacó el nombre de Parnasillo. Entonces la juventud no tenía más que dos medios para dar desahogo a su ardor y eran hacer versos o hacer diabluras. Los estudios estaban muertos, la prensa no existía, las letras mismas y el teatro principalmente yacían encadenados por una censura bestial y vergonzosa, el conspirar olía a cáñamo, la política era patrimonio de las camarillas, las bellas artes, música y pintura estaban en su primera alborada. Los muchachos que no sentían gusto por los soeces ejercicios de la tauromaquia se entretenían en trepar por las asperezas del Olimpo, y como la mayor parte carecían de estro, no tenían más recurso que la murmuración y las travesuras. De todas las musas, la que más andaba entre los de la pandilla, tratándoles de tú, era la Décima, por otro nombre el hambre, a quien Veguita dedicó una composición muy chusca. Sin dinero, sin ocupación, sin estímulo, aquellos insignes poetas o prosistas o simples mortales vivían de la poderosa fuerza íntima que en unos era la fantasía, en otros la conciencia de un gran valer y en todos el presagio de que habían de ser principio y fundamento de una generación fecunda.

Todo cansa en el mundo, hasta el hacer versos. Así es que no podían satisfacer al bullidor   —65→   espíritu de tales muchachos las sesiones del Parnasillo y el ardiente disputar sobre odas, comedias y poemas. La juventud necesita acción, necesita el elemento dramático de la vida, sin el cual esta no es más que un soliloquio de dolor o un quietismo morboso. La juventud de aquel tiempo, la más ilustre que había tenido España desde que envejeció la gran pléyade del siglo XVII, no sabía vivir sin drama. Es verdad que había amores y de lo fino, pero las aventuras galantes no podían satisfacer completamente a aquella juventud que era la empolladura de una gran época. Si la hubiesen dejado, ella habría hecho revoluciones, derribado gobiernos, aplastado ídolos entre el tumulto estrepitoso de millares de discursos. Sentía en sí, mezclado con la facultad y con la facilidad versificante, el germen de la gloriosa oratoria parlamentaria, que en nuestra tierra y en nuestro genio es una especie de poesía combatiente. En España es común que el fuego de las ambiciones rompa las liras para forjar con ellas las espadas.

La acción, que era una necesidad, un apetito irresistible de la insigne pandilla, estaba circunscrita por Calomarde a la esfera del Parnasillo. La policía no estorbaba que allí dentro se dispararan ovillejos, quintillas y décimas, llenas de pimienta como los antiguos   —66→   vejámenes; pero el libro, el drama, el periódico, todas las grandes armas del pensamiento, les estaban vedadas. No se les permitía más que los alfileres.

Su instinto de grandes empresas con la palabra o con la acción les llevaba derechamente a las travesuras, y aquellos rapaces inspirados se ocupaban de noche en salir por ahí a romper faroles y a dar bromazos a los vecinos pacíficos. ¡Romper un farol! ¡Cuántas delicias, cuánto ingenio, cuánta charla preparatoria y cuántos trámites para obra tan divertida! Escogida por el día la inocente víctima, bien por la diafanidad relativa de sus vidrios, bien por hallarse próxima a cualquier casa de habitantes pusilánimes, se le formaba causa criminal. Uno defendía en toda regla al farol, alegando sus buenos servicios, otro le acusaba probando su complicidad en las tinieblas de la calle, o por el contrario el robo que había hecho de los rayos del sol. Después de consultar toda la jurisprudencia farolística recaía sentencia en verso, y se nombraba la comisión ejecutiva. Por la noche un repentino estruendo y el salpicar de los vidrios rotos anunciaba el terrible cumplimiento de la justicia, y con la oscuridad, la alarma de los vecinos y la intromisión de algunos de estos en la gresca, venían nuevas   —67→   trapisondas y al cabo palos y carreras.

Otras veces se entretenían en llamar con fuertes aldabonazos a las puertas, y daban aviso a media docena de médicos, diciéndoles con mucho apuro que tal o cual enfermo se hallaba en crisis. Enviaban la partera a casa de quien menos la necesitaba y la caja de muerto a quien gozaba de excelente salud.

Desde Santa Catalina hasta la Cuaresma, menudeaban entonces las reuniones de máscaras, diversión que prevalece en épocas de poca libertad. Eran célebres y vistosas las de Aristizábal, Commoto y Mariátegui, familias ricas y que recibían y obsequiaban en el tono y forma de la urbanidad moderna. Pero el españolismo rancio tenía tantas raíces que las tertulias de aquella especie eran señaladas y aun puestas en ridículo por los enemigos de los cumplimientos, partidarios de la antigua llaneza ramplona, de quien eran secuaces la incomodidad, el desaseo, los modales burdos y la grosería.

Entre las pocas tertulias donde no imperaba el españolismo rancio, había una, que era sin duda la más agradable de todas. No ha llegado su fama hasta nuestros días; pero esto no importa ni hace al caso, toda vez que apenas hemos tenido, como los tuvo Francia, salones célebres que fueran centro de hábiles   —68→   tramas políticas. La tertulia o salón de Doña Jenara, que tal nombre se le daba, no tuvo importancia mayor como centro político ni podía tenerla en aquellos días; no era tampoco de primer orden por la riqueza de su dueña, y sus únicas preeminencias consistían en el buen gusto, en el trato amable, festivo, ligero y exquisitamente urbano, tan distante de la afectada etiqueta como de la llaneza, en lo exquisito de los manjares, en la comodidad del servicio de estos, en la libertad un tanto excesiva de los juegos de azar, y principalmente en la chispa inagotable de la charla ingeniosa, rica en intención y en travesura. Era opinión común que allí no entraban los tontos. Concurrían a la tertulia menos mujeres que hombres. De los poetas nuevos no faltaba uno, y de la gente antigua y machucha iba toda la turbamulta volteriana.

No quiere decir esto que la tertulia fuese un centro liberalesco, ni el volterianismo significaba de modo alguno entonces ideas avanzadas en política; por el contrario los más heterodoxos eran comúnmente los más cangrejos, como solía decirse. Si algún color político dominaba en las reuniones era el absolutista tolerante o ilustrado, el ideal monárquico con Carta a lo Luis XVIII, habilidosa   —69→   componenda de donde en tiempos más próximos había de salir el Estatuto, y luego los moderados, doctrinarios, etc.

La dueña de la casa parecía complacerse en sostener equilibrio perfecto entre el elemento apostólico y el reformista, pues ambos tenían algún adalid en sus tertulias. Pero no todo era política. Casi casi las tres cuartas partes del tiempo se invertían en leer versos y hablar de comedias, y la música no ocupaba el último lugar. Después que algún aficionado tocaba al clave una sonatina de Haydn o gorjeaba un aria de la Zelmira cualquier italiano de los de la compañía de ópera, solía el ama de la casa tomar la guitarra, y entonces... No hay otra manera de expresar la gracia de su persona y de su canto sino diciendo que era la misma Euterpe, bajada del Parnaso para proclamar el descrédito del plectro y hacer de nuestro grave instrumento nacional la verdadera lira de los dioses.

Era hermosa sobre toda ponderación y mujer de historia. Estaba separada de su esposo y no se le conocían desvaríos. Si alguien se aventuraba a hablar de cosas que ofendieran su buen nombre, era tan por lo bajo que aquellos vientecillos de murmuración apenas salían de un pequeño círculo. Había viajado mucho y hablaba el francés con perfección, cosa   —70→   que ya era de grandísimo valor entre los elegantes. Existían en su vida pasajes misteriosos que nadie acertaba a explicar bien, y que, por el mismo misterio, se trocaban en dramáticos; y finalmente, mariposeaban en torno a ella muchos individuos con pretensiones de cortejos; pero aunque a todas horas le echaban memoriales de suspiros o de galanterías, no dio ocasión a ninguno para que se creyera favorecido.

La danza no podía faltar en las tertulias. ¡Ah!, entonces el baile era baile, un verdadero arte con todos los elementos plásticos que le hicieron eminente en Oriente y Grecia, por donde parece natural mirarle como antecesor de la escultura. Entonces había caderas, piernas, cinturas, agilidad, pies y brazos; hoy no hay más que armazones desgarbadas dentro de la funda negra del traje moderno.

Al ver en estos últimos años a ciertos hombres eminentes que han sido (y los que viven lo son todavía) el summum de la gravedad en la magistratura, en la política y en el ejército, y al mirarles, repetimos, ora en el sillón presidencial del Senado, ora en el banco azul, ya vestidos con la toga de la justicia, ya con el respetabilísimo uniforme de generales, no hemos podido tener la risa considerando que vimos a esos mismos señores dando brincos y haciendo   —71→   trenzados en el salón de doña Jenara con el más loco entusiasmo.

La política se trataba en aquella casa con toda la discreción que la época exigía. Ninguno de los sucesos que ocuparon la atención pública desde 1829 a 1831 dejó de tratarse allí, mezclándose los exteriores con los de casa, según los traía la revuelta corriente del tiempo. Allí se dijo cuanto podía decirse de la trascendentalísima Pragmática Sanción del 29 de Marzo del 30, origen inmediato de varias guerras crueles, pretexto de esa horrible contienda histórica, secular, característica del genio español del siglo XIX y que no ha concluido, no, aunque así lo indiquen las treguas en que el pérfido monstruo toma aliento.

Esa batalla grandiosa en que han peleado con saña los ideales más hermosos y las tradiciones poéticas, los entusiasmos más firmes y las ranciedades más respetables, los intereses más nobles y los más bastardos, mezclándose en una y otra parte el legítimo anhelo de la reforma con la terquedad de la costumbre, el generoso vuelo del pensamiento con la noble exaltación de la fe; esa batalla, digo, estaba trabada hace tiempo en el corazón y en el pensar de España y tarde o temprano había de venir al terreno de las   —72→   armas. Así tenía que ser por ley ineludible. Quiso el cielo que nuestra revolución fuera larga, sangrienta, toda compuesta de fieros encuentros, heroísmos, infamias y martirios, como una gran prueba; quiso que se desataran las pasiones en una guerra sin fin, empezada, concluida y vuelta a empezar y concluir en larga serie de años de zozobra.

Hay pueblos que se transforman en sosiego, charlando y discutiendo con algaradas sangrientas de tres, cuatro o cinco años, pero más bien turbados por las lenguas que por las espadas. El nuestro ha de seguir su camino con saltos y caídas, tumultos y atropellos. Nuestro mapa no es una carta geográfica sino el plano estratégico de una batalla sin fin. Nuestro pueblo no es pueblo sino un ejército. Nuestro gobierno no gobierna: se defiende. Nuestros partidos no son partidos mientras no tienen generales. Nuestros montes son trincheras, por lo cual están sabiamente desprovistos de árboles. Nuestros campos no se cultivan, para que pueda correr por ellos la artillería. En nuestro comercio se advierte una timidez secular originada por la idea fija de que mañana habrá jaleo. Lo que llamamos paz es entre nosotros como la frialdad en física, un estado negativo, la ausencia de calor, la tregua de la guerra. La paz es aquí un prepararse para la lucha, y   —73→   un ponerse vendas y limpiar armas para empezar de nuevo.

Pues esta guerra, esta inquietud que ha llegado a ser en la madre patria como un crónico mal de San Vito, se declaró abiertamente, después de ciertos amagos, cuando se quiso averiguar quién sucedería en el trono a nuestro amado soberano, toda vez que era creencia general que se nos moriría pronto. Felipe V establece la ley Sálica y Carlos IV la deroga en secreto. Fernando VII quiere hacerlo en público y lo hace. El problema terrible, o sea la rivalidad de las dos ideas cardinales, encuentra al fin un hecho en que encarnarse, la sucesión. Tradición y libertad se miran y aguardan con mano armada y corazón palpitante lo que dirá la esfinge. La esfinge en aquellos críticos días es una reina en cinta.

¿Varón o hembra? He aquí la duda, la pregunta general, la esperanza y el temor juntos, la cifra misteriosa. Cuando llegó el día 10 de Octubre de 1830, día culminante en nuestra historia, y retumbó el cañón llevando la alegría o el miedo a todos los habitantes de la Villa, el ingenioso cortesano de 1815, D. Juan de Pipaón, entró sofocado y sudoroso en casa de Jenara. Venía sin aliento, echando los bofes, con la cara como un tomate, por la violencia del correr y de las emociones.

  —74→  

-¿Qué?... ¿qué es? -preguntó Jenara con calma.

Pipaón se dejó caer en un sofá y dándose aire con el pañuelo exclamó:

-¡Hembra!... España es nuestra.

-¡Hembra! -repitió Jenara-. ¡Pobre España!




ArribaAbajo- VII -

Excusado es decir que las fiestas sucedieron a las fiestas, que a la alegría oficial correspondió la del inocente pueblo y que la inmensa mayoría de este no comprendió la importancia extraordinaria del suceso, origen de tanto cañoneo y regocijos tantos. Se había arrojado la moneda al juego de cara o cruz y había salido cara. Los de la cruz estaban como es fácil suponer. Había que oírles en sus camarillas, conventículos y madrigueras oscuras. No se hablaba más que de las Partidas, del Auto acordado y de la Pragmática Sanción, y la palabra legitimidad se escribió en la oculta bandera.

Luego que Jenara y Pipaón dijeron lo que escrito queda, empezaron a llegar a la casa los amigos, unos contentos, otros reservados.   —75→   Aquella misma noche leyeron algunos poetas los versos en que celebraban el feliz alumbramiento de la hermosa reina, y la señora de la casa obsequió a todos con espléndido ambigú, en el cual hubo tanta alegría y abundancia tal de exquisitos vinos, que algunos salieron a la calle con más soltura de lengua y más flaqueza de piernas de lo que fuera menester.

Por mucho tiempo los temas de política extranjera cedieron en la tertulia ante el grave tema de nuestros negocios. Ya no se habló más de la revolución de Julio en Francia, asunto socorridísimo que dio para todo el verano y otoño, ni del nuevo reinillo de Grecia, ni del reconocimiento de Luis Felipe, ni de Polonia, ni aun siquiera del famoso decreto de 1º de Octubre, en el cual, para acabar más pronto con los llamados negros, se condenaba a muerte a todo el género humano o poco menos. Y la causa de esta barrabasada draconiana fue que el buenazo de Luis Felipe, viendo que aquí no le querían reconocer como Rey de los franceses, abrió la frontera a los emigrados y aun dícese que les dio auxilio y adelantó algunos dineros. Ellos que necesitaban poco para armarla, cuando se vieron protegidos por el francés, asomaron impávidos por diversas partes del Pirineo. Mina Valdés y Chapalangarra,   —76→   acompañados de López Baños, Jáuregui Sancho y otros andantescos de la revolución aparecieron por Navarra. Cataluña vio en sus riscos a Milans y a Brunet, y por Roncesvalles vinieron Gurrea y Plasencia. En Gibraltar los más temibles aguardaban coyuntura para hacer un desembarco. Pero todos estos amagos no pasaron adelante. El gobierno acabó pronto con todas las partidas, y habiendo caído en la cuenta de que debía reconocer a Luis Felipe, hízolo así, y Francia cerró la frontera. De este modo ha jugado siempre la buena vecina con nuestras discordias, y lo mismo será mientras haya discordias, emigrados y fronteras.

Muchas particularidades desconocidas del público y aun del gobierno en las frustradas intentonas, fueron sabidas de los tertulios de Jenara. En la casa de esta había un grupo que solía reunirse a solas presidido por la señora, y en él la confianza y la amistad habían apretado sus dulces lazos. Allí solían leerse algunas cartas venidas de Francia, no ciertamente con intento de conspirar, sino como mensajes de cariño. Vega (a quien ya no es conveniente llamar Veguita) contaba que Pepe Espronceda había estado en la frontera batiéndose al lado del bravo y desgraciado Chapalangarra. Todo lo sabía Ventura por   —77→   una carta que recibió en Noviembre y en la cual se referían las aventuras que le salieron a Espronceda desde que entró en Lisboa hasta que pasó el Pirineo, las cuales eran tantas y tan maravillosas que bastaran a componer la más entretenida novela de amores y batallas.

En Lisboa le metieron en un pontón donde se enamoró de la hija de cierto militar compañero de encierro. Este le parecía ya más que cárcel un paraíso, cuando me le cogieron y embarcándole en un pesado buque, me le zamparon en Londres. Allí vivió, mejor dicho, murió algún tiempo de tristeza y desesperación, cuando cierto día en que acertó a pasar por el Támesis vio que desembarcaba su amada. Días felices siguieron a aquel encuentro; pero cuáles serían las aventuras del poeta que tuvo que salir a toda prisa de Inglaterra y huir a Francia, donde encontró a muchos emigrados, y juntándose con ellos y con estudiantes y periodistas, empezó a alborotar en los clubs. Vinieron las célebres ordenanzas de Polignac contra los periódicos. Ya se sabe que de las ruinas de la prensa nacen las barricadas. Espronceda se batió en ellas bravamente, y sucio de pólvora y fango respiró con delicia y gritó con entusiasmo viendo por el suelo la más venerada monarquía del mundo, que con toda su veneración había caído ya tres veces   —78→   con estruendo y pavor de toda Europa.

Espronceda no se contentaba con libertar a Francia. Era preciso libertar también a Polonia. Entonces era casi una moda el compadecer al pueblo mártir, al pueblo amarrado, desnacionalizado, cesante de su soberanía. La cuestión polaca fue llevada al sentimentalismo, y al paso que se hicieron innumerables versos y cantatas con el título de Lágrimas de Polonia, se formaban ejércitos de patriotas para restablecer en su trono a la nación destituida. El que cantó al Cosaco se alistó en uno de aquellos ejércitos, que en honor de la verdad más tenían de sentimentales que de aguerridos. Pero afortunadamente para el poeta, Luis Felipe que como Rey nuevecito quería estar bien con todo el mundo, incluso con los rusos, prohibió el alistamiento. A la sazón el banquero Lafitte daba (con mucho sigilo se entiende), dinero y armas a los emigrados españoles para que vinieran a meter cizaña a la frontera. En esto era correveidile del francés que deseaba probar a España los inconvenientes de no reconocer a los reyes nuevos. Espronceda, que se ilusionaba fácilmente como buen poeta, al ver los aprestos de la emigración creyó que ya no había más que entrar, combatir, avanzar, ganar a Madrid, repetir en él las jornadas de Julio y quitar a   —79→   Fernando el dictado de rey de España para llamarle de los españoles, trocándolo de absoluto y neto en soberano popular, bourgeois, bonnet de coton o como quisiera llamársele. Ya se sabe el término que tuvieron estas ilusiones. Después de las escaramuzas quedamos, con el sanguinario decreto de Octubre, más absolutos, más netos, más apostólicos, más narizotas y más calomardizados que antes.

Si Vega y otros de los tertulios recibían de peras a higos alguna carta, Jenara las tenía constantemente y con puntualidad, cosa notable en un tiempo en que la correspondencia o no circulaba o circulaba después que la paternal policía se enteraba bien de su contenido para evitar camorras. La correspondencia de Jenara se salvaba por mediación del gran Bragas, que la sacaba incólume del correo, y al mismo tiempo recibía de él numerosas confidencias de sucesos más o menos misteriosos. De estas confidencias muchas no le servían para nada, otras las utilizaba para favorecer a los amigos que caían en desgracia del gobierno, y de todas tomaba pie para burlarse a la calladita de Calomarde, personaje a quien estimaba lo menos posible6.

  —80→  

Habían pasado muchos días desde el nacimiento de la princesa de Asturias, esperanza de la patria, cuando Pipaón fue a ver a Jenara y le anunció con misterio que tenía que comunicarle cosas de importancia.

-O yo no soy quien soy -dijo sentándose junto a ella en el gabinete-, o yo he perdido el olfato, o nuestro endemoniado amigo está en Madrid.

-¿Será posible? ¡En Madrid!... ¡qué locura!, ¡y sin ponerse bajo nuestra protección! -exclamó la dama palideciendo un poco.

-Yo no le he visto; pero hay en Gracia y Justicia algunos datos que permiten creer que está aquí... Y no habrá venido seguramente a matar moscas. Algún jaleo lindísimo traen entre manos esos bribones, que no quieren dejarnos en paz. El Gobierno teme algo en Andalucía, por lo cual no hay carta que no se abra ni vivienda que no se registre. Manzanares, Torrijos y Flores Calderón andan por allá preparando algo, y al fin, tanto va a la fuente el cántaro de la represión que en una de estas se rompe...

-¡Sangre... horca! -dijo maquinalmente Jenara mirando al suelo.

-D. Tadeo pierde cada día su fuerza, y el Rey se está haciendo todo mantecas a medida que la gente de orden y el respetabilísimo   —81→   clero ponen los ojos en el Infante, única esperanza de esta nación francmasonizada y hecha trizas por el ateísmo. Ya no es nuestro Rey aquel hombre que se ponía verde siempre que le hablaban de liberalismo. Con los achaques y el mal de ojo que le ha hecho la Reina, pues el amor que le tiene parece maleficio, está más embobado que novio en vísperas. Doña Cristina sabe a dónde va y dulcifica que te dulcificarás, está haciendo la cama al democratismo. Ya se habla de amnistía, de abrir la puerta a los lobos, señora, y traernos otros tres añitos como los de marras.

Al decir esto, el ilustre D. Juan, inflamado en patriótica ira, dio un porrazo en el suelo con la contera de su bastón, añadiendo luego:

-Pero no será, no será; que antes que doblar el cuello a las melifluidades pérfidas de la napolitana, antes que dejarnos llevar por ella a la ratonera liberalesca, echaremos a rodar Pragmática y Reina y la áurea cuna de la angélica Isabel, como dicen esos menguados poetastros, y habrá aquí un Vesubio, señora, un Etna...

La señora no le hizo caso y seguía meditando.

-Se levantará la nación -dijo el cortesano levantándose de la silla para expresar emblemáticamente   —82→   su idea-, y veremos cuántas son cinco. Tenemos un príncipe varón, sabio, religioso, honesto; tenemos doscientos mil voluntarios realistas que se beberán el ejército como un vaso de agua, tenemos el reverendo clero con los reverendísimos obispos a su cabeza; tenemos el apoyo de la Europa, que, fuera de la nación francesa, marcha por las vías apostólicas. ¡Viva el señor Don...!

-¡Silencio! -indicó la dama-. No me atormente usted con su entusiasmo. Estoy de apostólicos hasta la corona y deseo que los kirie-eleysones del cuarto de D. Carlos no lleguen hasta mi casa trayéndome el olorcillo a sacristía que tanto me enfada... Pasando a otra cosa, ¿sabe usted que es temeridad venir a Madrid sin ponerse bajo nuestro amparo?... Yo le ofrecí mi protección para que viniera... Sin ella está en grandísimo peligro y tan bien ahorca a Juan como a Pedro.

-Exactamente. ¿Pero le ha visto usted hacer cosa alguna que no fuera temeridad, locura y disparate?

-Trabajo le doy a quien intente averiguar dónde está escondido -dijo la dama sin cuidarse de disimular su inquietud-. ¿Será posible averiguarlo?

-Muy posible -repuso Pipaón soplando fuerte; que era en él signo claro de legítimo   —83→   orgullo-. Como que ya tengo si no averiguado, casi casi...

-¿De veras? Estará en casa de algún amigo.

-Que te quemas... digo, que se quema usted.

-¿En casa de Bringas?

-No.

-¿En casa de Olózaga?

-Nones.

-¿En casa de Marcoartú?

-Requetenones... En suma, señora mía, yo no sé fijamente dónde está; pero tengo una presunción, una sospecha...

-Venga... Si no me lo dice usted pronto, le contaré a Calomarde sus picardías.

-No por la amenaza de usted sino por mi cortesía y deseo de complacerla le diré que me tendré por el más bobo, por el más torpe de los cortesanos de este planeta si no resultase que nuestro temerario trapisondista está en casa de Cordero.

-¡En casa de Cordero!

La dama pronunció estas palabras con asombro y quedó luego sumergida en el mar de sus pensamientos, sin que los comentarios de Pipaón lograran sacarla a la superficie.

-¿Estorbo? -dijo al fin el cortesano advirtiendo que la dama no le hacía más caso que a un mueble.

  —84→  

-Sí -repuso ella con la franqueza que tanta gracia le daba en ocasiones.

-¿Va usted de paseo?

-No... me duele la cabeza... Abur, Pipaón, no olvide usted mis recomendaciones, a saber: la canonjía, la canonjía, Santo Dios, que esos benditos primos me tienen loca... la bandolera para el sobrino del canónigo; que su familia no me deja respirar... el pronto despacho en la censura de teatros de ese nuevo drama traducido por el busca-ruidos... en fin, no sé qué más. Esto no es casa, es una agencia.

Despidiose Pipaón después de prometer activar aquellos asuntos, y la dama, al punto que se vio sola, empezó a vestirse con gran prisa y turbación. Le había ocurrido que aquel día necesitaba de ciertos encajes y no quería dilatar un minuto en ir a comprarlos.




ArribaAbajo- VIII -

A pesar de su amor a la vida inalterable y metódica, D. Benigno no veía con gusto que transcurriese el tiempo sin traer cambios o novedades en su existencia. Es que se había amparado del alma del héroe cierto desasosiego   —85→   o comezoncilla que le sacaba a veces de su natural índole reposada. A menudo se ponía triste, cosa también muy fuera de su condición, y sufría grandes distracciones, de lo que se asombraban los parroquianos, los amigos y el mancebo.

En la casa no había más variaciones que las que trae consigo el tiempo: los muchachos crecían, los pájaros se multiplicaban, los gatos y perros se rodeaban de numerosa y agraciada prole, Crucita gruñía un poco menos y Sola había engrosado un poco más.

De todos los amigos de Cordero el más querido era el buen padre Alelí, de la orden de la Merced, viejísimo, bondadoso, campechano. Era de Toledo como D. Benigno y aun medio pariente suyo. Le ganaba en edad por valor de unos treinta años, y acostumbrado a tratarle como un chico desde que Cordero andaba a gatas por los cerros de Polán, seguía llamándole, por inveterado uso, chicuelo, Don Piojo, harto de bazofia, el de las bragas cortas. Cordero, por su parte, trataba a su amigo con mucho desenfado y libertad, y como las ideas políticas de uno y otro eran diametralmente opuestas y Alelí no disimulaba su absolutismo neto ni Cordero sus aficiones liberalescas, se armaba entre los dos cada zaragata que la trastienda parecía un Congreso. Felizmente   —86→   toda esta bulla acababa en apretones de manos, risas y platos de migas al uso de la tierra, rociadas con vino de Yepes o Esquivias.

He aquí un modelo de conversación Alelí-Corderesca:

-Buenos días, Benignillo. ¿Cómo vas de régimen nefando?

-Padre Monumento, vamos tal cual. Los del régimen se entretienen en tirarse coces unos a otros y no se acuerdan de perseguirnos.

-Don Fulastre, don Piojo, el asno será él. ¿Sabes algo del nuevo Papa que tenemos, Gregorio XVI, el cual, o no será tal Papa o no dejará un Rey liberal en toda la Europa?

-¡Barástolis! No sé más sino que allá me las den todas y que le beso las manos a mi señor Don Gregorio como católico que soy.

-¿Católico y jacobista? Átame esa mosca. Oye, tú, el de las bragas cortas; ¿qué pasaje leíste anoche?

-Tío Latinajo, leí el pasaje que dice: He visto en la religión la misma falsedad que en la política. No hay religión, por buena que sea, que no haya derramado sangre inocente.

-Sigue, que me muero de risa. Eres un filósofo de agua y lana. Cuando acabes de volverte loco con tu Emilio saldremos a enseñarte en las ferias a dos cuartos por barba. Ven acá, almacén de sandeces y tienda de   —87→   majaderías, ¿qué sabes tú lo que es religión?

-Me lo enseñan los de sayo y sandalia, a quienes se puede decir... «Je, je, son tontos y piden para las ánimas».

-Cuando tú y tus amigos los liberales herejes os desocupéis de la paliza que os están dando en toda la Europa, y soltéis el ronzal para formar Congreso y decir: «señor presidente, pido el rebuzno», no faltará quien os enseñe a hablar con respeto de las cosas sagradas.

-Día vendrá en que rompamos el ronzal, padre difinidor, y entonces difiniremos la conventualla, diciendo: Al fraile hueco, soga verde y almendro seco.

-También se dijo: Donde las dan las toman.

-Y también: Cuentas de beato y uñas de gato.

-¡Ah!, mercachifle, si fueras bueno no serías rico. Esas sí que son uñas de gato, que es como decir de filósofo.

-No sé si se dijo por mí aquello de A la puerta del rezador nunca eches tu trigo al sol.

-Ladrón y rapante tú; mas no nosotros, que de limosna vivimos.

-¿De limosna, eh? ¡Ah!, señor D. Cepillo de Ánimas, qué bien dijo el que dijo: Reniego de sermón que acaba en daca.

  —88→  

-Yo he oído que tienes la cabeza a pájaros.

-A propósito de pájaros. Yo he oído que el abad y el gorrión dos malas aves son.

-Mira, Benigno -dijo Alelí cuando el tiroteo llegaba a este punto-, vete al mismo cuerno, y echa acá un cigarrillo.

Cordero alargó su petaca al fraile, diciéndole:

-A la paz de Dios. Viva mil años mi fraile.

-¿Cómo están hoy tus nenes? -preguntó Alelí encendiendo su cigarro-. Lo de Rafaelillo resultó indigestión como te dije, ¿no es verdad? Dale hojas de Sen y créeme.

-No sólo de Sen sino de Can y Jafet se las ha dado Cruz, que tiene en casa el herbolario más completo de Madrid.

-¿Ha parido la podenca?

-Todavía, no; pero parirá su merced. Para ser un Retiro a esto no le falta más que el estanque; que de animales y hierbas tenemos cuanto Dios crió, sin que falte el león, que es mi hermana... ¡Ah!, me olvidaba: las perdices que traje ayer las están aderezando a la toledana, a lo Castañar puro. Si viene usted tendremos para diez perdices cuatro.

-¿Pues no he de venir, hombre de Dios?   —89→   Sr. D. Ladrón de encajes. No faltaba más sino desairar a la tierra... ¿Hoy?

-Hoy. Además yo tengo que hablar con usted de un asunto grave.

Al decir esto, Cordero tomó un aire de seriedad y de temor, que puso en gran curiosidad al padre Alelí.

-¿Un asunto grave? No será el primero que me consultas.

-Pero es seguramente el más delicado, el más peliagudo. Necesito consejo y ayuda.

-Para eso estoy yo. Vengan esos cinco.

Se estrecharon las manos, y Cordero besó las flacas y temblorosas del anciano fraile con mucho cariño.

-El mal camino andarlo pronto, y pues esto urge, tratémoslo ahora.

-Cuando quieras hijo. A bien que ambos somos toledanos y parientes.

-¡Viva la Virgen del Sagrario! -dijo Cordero con emoción-. Es temprano: ahora viene poca gente. El chico se quedará en la tienda. Subamos a mi cuarto y hablaremos.

-¿Es cosa larga?

-Primero una confesión, un secreto, que si no lo suelto pronto, creo que me hará daño; después un consejo sobre lo que se ha de hacer, y por último... a ver si se luce el buen Padre Engarza-credos con una comisión delicada.

  —90→  

-Vamos, por el hábito que visto, que estoy curioso.

Salieron. Media hora después, D. Benigno y su amigo reaparecieron en la trastienda. El comerciante traía el semblante alegre y las mejillas más que de ordinario encendidas. Alelí movía su cabeza con más nerviosidad y temblor que de ordinario, y al despedirse de su paisano, le dijo:

-Me parece muy bien, Benigno de mi corazón. Yo quedo encargado de arreglarlo.




ArribaAbajo- IX -

Dulce melancolía inundaba el alma pura del buen Cordero. Parecíale que todo lo de la tienda, incluso el feo hortera, concordaba con el estado de su espíritu, tiñéndose de inexplicable color lisonjero, y que había una sonrisa general en todo lo externo, como si cada objeto fuera espejo en que a sí propio se miraba. Para más dicha, hasta hubo muchas ventas aquel día, que fue, si no estamos mal informados, uno de los de Febrero del año de 1831, al cual se podría llamar, como se verá más adelante, el año sangriento.

Serían las once cuando entró en la tienda una dama y tomó asiento. Era parroquiana y   —91→   amiga. D. Benigno la saludó y al punto empezó a sacar género y más género, blondas de Almagro, Valenciennes, Bruselas, Cambray, Malinas, en tal abundancia y variedad que no parecía sino que la señora iba a llevarse todo Flandes a su casa.

-¡Qué carero se ha vuelto usted!... Ya no vuelvo más acá... Me voy a casa de Capistrana... ¿Cincuenta y seis reales?, ¡qué herejía!... Esto no vale nada... Es imitación... Vaya una carestía... No doy más que tres onzas por todo.

-No es sino muy barato... Por ser usted lo llevará en cincuenta duros todo... ¿Capistrana? No hay allí más que maulas, señora... Volverá usted por más... Es legítimo de Malinas... lo recibí la semana pasada. Este encaje de Inglaterra me cuesta a mí veinticuatro. Pierdo el dinero.

-Lo que pierde usted es la caridad... ¡Santo Dios, cómo nos desuella! Así está más rico que un perulero... Con estos precios que aquí usan, ¡ya se ve!, no es extraño que se compren casas y más casas.

Tantos dimes y diretes concluyeron con que la dama pagó en buenas onzas y doblones. Mientras Cordero empaquetaba las compras para mandarlas a la casa de la señora, esta le preguntó si era cierto que se había hecho propietario   —92→   de la finca donde estaba la tienda, y como el encajero le contestara que sí, la parroquiana aparentó alegrarse mucho diciendo:

-Precisamente estoy muy descontenta del cuarto en que vivo y deseo mudarme. ¿No viven en este principal los de Muñoz? ¿No se van de Madrid? Pues si dejan la casa yo la tomo.

-Mucho me alegraré -replicó el héroe-. Pero me figuro que mi principal será pequeño para quien tanto lujo tiene y a tanta gente recibe en sus tertulias.

-¡Oh!, no... pienso reducirme mucho y vivir más para mí que para los otros -dijo la dama con mucha gracia-. Estoy cansada de poetas, de mazurcas y de chismes políticos. El Gobierno ha principiado a mirar con malos ojos mis reuniones, a pesar de que mi absolutismo pasa por artículo de fe. Ya sabe usted lo que es Calomarde y toda esa gente: van de exageración en exageración... están ciegos. El poder absoluto es como el vino, una cosa muy buena y un vicio, según el uso que de él se haga. No lo dude usted, esa gente está borracha, y mientras más bebe y más se turba más quiere beber. El año comienza mal, y según dicen, las conspiraciones arrecian y el Gobierno no se para en pelillos para ahorcar.

-No faltará tampoco quien amanse y dulcifique -dijo Cordero apoyando sus codos en   —93→   el mostrador para atender mejor a un tema tan de su gusto-. La Reina...

-¡Oh!, sí, la Reina... -exclamó la dama con ironía-. Sus dulcificaciones, de que tanto se ha hablado, son pura música. Ya lo ve usted, ha fundado un Conservatorio por aquello de que el arte a las fieras domestica. Me hace reír esto de querer arreglar a España con músicas. Al menos el Rey es consecuente, y al fundar su escuela de Tauromaquia, cerrando antes con cien llaves las Universidades, ha querido probar que aquí no hay más doctor que Pedro Romero. Eso es, dedíquese la juventud a las dos únicas carreras posibles hoy, que son las de músico y torero, y el Rey barbarizando y la Reina dulcificando nos darán una nación bonita... ¡Ah!, me olvidaba de otra de las principales dulcificaciones de Cristina. Por intercesión de ella ¡oh alma generosa!, se va a suprimir la horca para sustituirla ¡enternézcase usted, amigo Cordero!... para sustituirla con el garrote... No sé si en el Conservatorio se creará también una cátedra de dar garrote... con acompañamiento de arpa.

D. Benigno se rió de estas despiadadas burlas; mas lo hizo por pura galantería, pues siendo entusiasta admirador de la joven y generosa Reina, no admitía las interpretaciones malignas de su parroquiana.

  —94→  

-Ello es, querido D. Benigno -añadió esta- que yo he determinado quitarme de en medio. Presiento no sé qué desgracias y persecuciones. Deseo una vida retirada y oscura. No más tertulias, no más versos dedicados a bodas reales, embarazos de reinas y nacimientos de princesas, no más murmuración ni secreto sobre lo que no me importa. Si su casa de usted me gusta, a ella me vengo y en ella me encierro... Decidido, señor de Cordero.

-Como buena y cómoda no hay otra en Madrid.

-Yo quisiera verla.

-Lo haré presente al señor de Muñoz y de seguro me dará permiso para que usted la vea.

-No, no se moleste usted -dijo la dama, observando con atención el rostro de Cordero, por ver si se turbaba-. ¿No son iguales todos los pisos?

-Todos enteramente iguales.

-Pues enséñeme usted el entresuelo donde usted vive... Pero ahora mismo. Tengo prisa. Quiero decidir de una vez.

Levantose resueltamente dirigiéndose a alzar la tabla del mostrador para pasar a la trastienda. De aquel modo brusco y ejecutivo hacía ella todas sus cosas.

-No hay inconveniente, señora -dijo Cordero manifestando más bien agrado que contrariedad-.   —95→   Pero la señora me permitirá que no la acompañe, porque tendría que dejar la tienda sola. El chico no está.

-No faltaba más sino que también conmigo gastara usted cumplidos. Quédese usted... subiré sola, ya sé el camino... por esta escalerilla...

-¡Sola!... ¡Cruz!... -gritó D. Benigno desde el primer peldaño.

La dama subió con ágil pie por la escalera, la cual era tan estrecha que en la angostura de las paredes se le chafaron a la señora las huecas mangas de jamón, y el chal de cachemira se le resbaló de los hombros.

En aquel mismo momento Crucita estaba limpiando jaulas y soplando la paja del alpiste, sin parar un momento en su conversación con todos los pájaros, la cual era un lenguaje compuesto de suavísimas interjecciones cariñosas, de voces incomprensibles, cuyas variadas inflexiones no expresaban ideas, sino un vago sentimiento de arrullo o los apetitos y anhelos del instinto. Era aquella charla como los rudimentos o albores de la palabra humana cuando el hombre pegado aún a la Naturaleza por el cordón umbilical de la barbarie, desconocía las relaciones sociales. ¡Oh!, ¡qué dato para aquel filósofo que tenía en D. Benigno el más entusiasta de sus admiradores! Oyendo hablar   —96→   a doña Crucita con los habitantes enjaulados de su selva de balcón, Rousseau habría comprendido mejor el estado feliz y perfecto del hombre, y su amigo Voltaire se habría puesto de cuatro pies para practicar, no de burlas, sino de puras veras, las teorías del autor del Contrato.

Doña Cruz era una mujercita seca y bastante vieja, muy limpia, fuerte y dispuesta como una muchacha, lista de pies y manos, con la cabeza medio escondida dentro de una escofieta que parecía alzarse y bajarse con el mover de la cabeza, como las moñas o tocas de ciertas aves. Para mirar daba a la cara un brusco movimiento lateral, lo mismo que los pájaros cuando están azorados o en acecho. Fuera por la asociación de ideas o por verdadera semejanza, ello es que al verla daban ganas de echarle alpiste.

Interrumpida en lo mejor de su faena, doña Cruz se escandalizó, se asustó, aleteó un tanto con los bracitos flacos, miró de lado, graznó un poquillo. Al mismo tiempo dos, tres o quizás cuatro perrillos se abalanzaron a la dama, ladrando y chillando, rodeándola de tal modo que si fueran mastines en vez de falderos, la dejarían malparada. La cotorra y el loro ponían en aquel desacorde tumulto algunos comentarios roncos que aumentaban   —97→   la confusión. La dama expresó el objeto de su subida al entresuelo, mas como Crucita no podía oírla, fuele preciso alzar la voz, y con esto alzaron la suya los perros, mayaron los gatos, se enfadaron cotorra y loro y los pájaros prorrumpieron en una carcajada estrepitosa de cantos y píos. Mientras más gritaba la turba animalesca más se desgañitaba doña Cruz diciendo: «¿Qué se le ofrece a usted? ¿Por quién pregunta usted?». Y a cada subida del diapasón de la vieja más elevaba el suyo la señora, mientras D. Benigno desde la escalera gritaba sin que le escucharan: «¡Cruz! ¡Sola!» armándose tal laberinto que sin duda hubiera parado en algo desagradable si no se presentara afortunadamente la Hormiga a desvanecer aquella confusión, imponiendo silencio y enterándose de lo que la dama quería.

Sorprendida y algo cortada estaba Sola ante aquel brusco modo de ver casas, y pasado el asombro primero dio en sospechar que otra intención distinta de la manifestada tenía la dama. Aunque esta le inspiraba miedo, por figurársele que su presencia le anunciaba alguna trapisonda, quiso disimular su temor. Tan bien lo consiguió, que la señora empezó a sorprenderse a su vez de hallar en la protegida de Cordero un semblante tan festivo, un   —98→   ánimo tan sereno y tal disposición a la complacencia, que dijo para sí con despecho y tristeza: -O esta disimula mejor que yo, o no hay aquí hombre escondido ni cosa que lo valga.




ArribaAbajo- X -

Vieron la casa toda, que la señora encontró más pequeña de lo que creía y bastante oscura en lo interior. Después Sola, que no había tenido tiempo de echarse un mantón por los hombros, ni aun de quitarse el delantal, que era su librea de gala por las mañanas, acompañó a la señora a la sala para que descansase y le pidió indulgencia por el mal pergenio con que la recibía. Considerándose ella como una especie de ama de gobierno más bien que como dueña de la casa, su posición frente a la otra era, en verdad, un poco desairada. Pero no le importaba nada ser allí un poco más o menos señora, y sentándose a cierta distancia de la visitante, esperó a que Crucita o el mismo D. Benigno vinieran a relevarla de su señorío provisional. Crucita se había encerrado en el gabinete para colgar las jaulas y echar agua a los tiestos, y   —99→   no se cuidaba de que hubiese o no en el estrado una persona extraña. Cordero estaba vendiendo, y tampoco podía subir.

En cambio, Juanito Jacobo se adelantaba lentamente pegado a la pared y rozándose con las sillas, como una babosa que marcha pegada a las piedras de una tapia. Con el ceño fruncido, un dedo en la boca y ambas manos teñidas con la pintura de un caballejo de palo, a quien acababa de dar un baño en la cocina, miraba a Sola y a la otra señora, esperando que cualquiera de ellas le llamase.

-¿Es este el niño más pequeño de D. Benigno? -preguntó la dama.

-Sí, señora... ¡y es tan malo!... Ven acá, chico, ven; saluda a esta señora.

El muchacho no se hizo de rogar y vino con ademán de recelo y azoramiento, metiéndose, no ya el dedo, sino toda la mano dentro de la boca. La abundante pintura negra y roja que en los dedos tenía se le pasó a los labios y carrillos.

-Estás bonito por cierto... pareces un salvaje -le dijo Sola-. ¿No te da vergüenza de que te vean así, grandísimo tunante?

-No le riña usted.

-¡Eh!... no te acerques a la señora con esas manazas puercas... Tira ese caballo, que está chorreando pintura. Le ha dado ahora   —100→   por lavar todo lo que encuentra, y el otro día metió en la tinaja las gafas de su padre.

-Es un fenómeno de robustez esta criatura -afirmó la señora acariciándole.

-Eso sí; está más sano que una manzana y come más que un sabañón -dijo Sola apretándole una nalga y dándole un palmetazo en el cogote para que por el chasquido de las carnazas del chiquillo juzgase la señora de su robustez.

Parecía una madre en plena manifestación de su orgullo de tal.

Juan Jacobo miró a la señora con expresión de desvergüenza, la cual se aumentaba con los manchurrones de su cara.

-¿Quieres mucho a esta señorita? -le preguntó la dama, dándole un golpe con su abanico.

El muchacho, que apoyaba sus codos en la rodilla de Sola, alzó la pierna para montarse arriba.

-No, no, fuera, fuera... -dijo Sola quitándose de encima la preciosa carga-. No faltaba más... A fe que es chiquito el elefante para llevarlo en brazos... Quita allá, mostrenco.

-¿Un hombre como tú no tiene vergüenza de que le coja en brazos una mujer? -le dijo la señora riendo.

  —101→  

-¡Le tenemos tan mimoso...! -dijo Sola con naturalidad-. Como es el más pequeño... Su padre está medio bobo con él, y yo...

No pudo seguir porque el muchacho, que era tan ágil como fuerte, saltó de un brinco sobre las rodillas de Sola y echándola los brazos al cuello la apretó fuertemente.

-Ya ve usted... -dijo ella-, me tiene crucificada este sayón... Si le dejaran estaría así todo el día... Vaya, vaya, basta de fiestas... Sí, sí, ya sé que me quieres mucho. Haz el favor de no quererme tanto... Abajo, abajo... ¡Qué pensará de ti esta señora! Dirá que eres un mal criado, un niño feo...

-No extraño que los hijos de Cordero la quieran a usted tanto... -manifestó la dama-. Es usted tan buena, y les ha criado con tanto esmero... Así está D. Benigno tan orgulloso de usted, y así no concluye nunca cuando empieza a elogiarla. ¡Cómo la pone en las nubes!... Y verdaderamente el amigo Cordero ha encontrado una joya de inestimable precio para su casa. Yo creo que en el caso presente el agradecimiento le corresponde a él más bien que a usted.

Sola protestó de esta idea con exclamaciones y también con movimientos negativos de cabeza.

-¿Pues qué ha hecho usted sino sacrificarse?   —102→   -añadió la dama-. Bien podría vivir hoy, si lo hubiera querido, en otra posición, en otro estado, que de seguro sería más independiente... pero dudo que fuera más tranquilo y feliz.

-No creo que para mí pudieran existir posición ni estado mejores que los que ahora tengo -repuso la Hormiga con sequedad.

-Verdaderamente así es, porque, si no recuerdo mal, usted se encontró después de la muerte de su señor padre, sola y abandonada en el mundo. Me parece haber oído que alguien la protegió a usted en aquellos días; pero como andando el tiempo, ese alguien o se murió o desapareció o no quiso acordarse más de usted, el resultado es, hija mía, que su orfandad no ha tenido verdadero y seguro amparo hasta que este angelical D. Benigno la trajo a su casa. En él tiene usted un padre cariñoso... ¡Oh!, páguele usted con un cariño de hija y no busque fuera de esta casa otros afectos ni otro estado de mejor apariencia. Cuidado con casarse; no cambie usted el arrimo de este santo varón por el de cualquier hombrecillo que no sepa comprender su mérito.

Siguió apurando el tema la señora y vino a parar en una filípica contra los hombres, sin especificar si la merecían en el concepto de maridos o en el de novios o cortejos; pero deteniéndose de repente, se echó a reír.

  —103→  

-Mas usted dirá que le doy consejos sin que me los pida y que hablo de lo que no me importa.

-No, señora; todo lo que usted dice me parece muy puesto en razón, y es natural que dé el consejo quien tiene la experiencia... Estate quieto, por amor de Dios, chiquillo...

-Bien, bien -dijo la dama riendo otra vez-. En fin, señora, yo estoy molestando a usted y quitándole el tiempo...

-De ningún modo.

Levantáronse ambas.

-Tiene una hermosa sala el amigo Cordero -indicó la señora alargando la mano a Sola, y observando al mismo tiempo las cortinas blancas, las rinconeras, los candeleros de plata y las plumas de pavo real-. La parte de la casa que da a la calle me parece muy bonita... En fin, en mí tiene usted una servidora... Adiós, hermoso; dame un beso... ¡Ah!, ¿no sabe usted lo que me ocurre en este momento?

La señora que ya iba en camino de la puerta, se detuvo, retrocedió algunos pasos y mirando a Sola fijamente, le dijo así:

-Me olvidaba de hacer a usted una pregunta.

Sola esperó, palideciendo un poco, por sentir corazonada de que la tal pregunta iba a ser de cosa triste. Su instinto zahorí lo adivinaba   —104→   y parecía leer en los ojos de la hermosa dama la pregunta misma con todas sus palabras antes de que la primera de estas fuese pronunciada.

-Dígame usted -preguntó la señora, afectando poco interés-, aquel caballero, aquel joven, aquel, en fin, a quien usted llamaba su hermano, ¿dónde está?

-No lo sé, señora -replicó Sola pasando bruscamente de la palidez al rubor-. Hace tiempo que no sé nada.

-¿Vive, o qué es de él?

-No sé una palabra. Hace dos años que no me escribe... ¿Usted sabe algo?

El rubor desapareció en ella dejándola en su natural color y aspecto tranquilo.

-Dos años justos hace que tampoco sé nada... Es muy particular...

Para la astuta dama no pasó inadvertida la circunstancia de que si la joven se turbó al recibir la primera impresión de la pregunta, supo contestar con serenidad a ella. Ya fuese por disimulo, ya porque realmente se interesaba poco por el personaje recordado tan bruscamente, no se afectó como la otra creía.

-O está aquí -pensó la dama-, y la muy pícara lo oculta con admirable disimulo, o si no está, ella no se cuida ya de él para maldita la cosa.

  —105→  

-Quiero ser franca con usted -dijo después de ligera pausa, en que la miró a los ojos como se miraría en un espejo-. Me dijeron hace días que estuvo en Madrid y que D. Benigno le había ocultado en su casa.

-¡Aquí!... ¡señora! -exclamó Sola echando sorpresa por sus ojos con tanta naturalidad que la dama no pudo menos de sorprenderse también-. La han engañado a usted... Apuesto a que Pipaón... ¡Ah!, ese buen don Juan miente más que habla... Todos los días viene contando unas patrañas que nos hacen reír. En cuanto a ese desgraciado, yo creo que no puede ocultarse aquí ni en ninguna parte...

-¿Por qué?

-Yo tengo mis razones para creer... Sí, bien lo puedo asegurar casi sin temor de equivocarme: mi hermano ha muerto.

Parecía que iba a llorar un poco; pero no lloró ni poco ni mucho. La dama vaciló un momento entre la emoción y la incredulidad. Llevose el pañuelo a la boca como si quisiera poner a raya los suspiros que contra todas las leyes del disimulo querían echarse fuera, y dijo esto:

-¡Válganos Dios, y cómo mata usted a la gente!... Con permiso de usted no creo...

¡Horrible y nunca oída algazara! Quiso el Demonio, o por mejor hablar, doña Crucita,   —106→   que en el momento de decir la señora no creo, se abriese la puerta del gabinete y diera salida a dos falderillos, un doguito y un pachón que soltando a un tiempo el ladrido atronaron la sala; y como por la misma puerta venía el chillar de los pájaros, y como de añadidura subían por la angosta escalera los tres chicos de Cordero, procedentes de la escuela, se armó un estrépito tal que no lo hiciera mayor la diosa misma de la jaqueca, caso de que pueda haber tal diosa. Los perros se tiraban a acariciar a los Corderillos, los Corderillos a los perros y en medio del tumulto se oyó la pacífica voz de D. Benigno que también por la escalera subía diciendo: «orden, silencio, compostura, que hay visita en casa».

Detrás de D. Benigno apareció la figura de Zurbarán a quien llamaban padre Alelí, y con el furor que los chicos ponían en besar la mano del padre y la correa del amigo, se aumentó el estruendo, porque los perros también querían dar pruebas de su veneración con ladridos. Al fin, para que nada faltara, apareció doña Crucita echando toda la culpa de la bulla a los muchachos, y les llamó perros, y a los perros nenes y a su hermano borrego de Cristo y a Sola Doña Aquí me estoy, y al buen fraile el Zancarrón de Mahoma.

-Cállate, Cruz del Mal Ladrón -dijo   —107→   Alelí riendo-, y guarda adentro toda esta jauría del Infierno... ¡Oh! Cuánto bueno por aquí. Sí, ya me ha dicho Benigno que había subido usted a ver la casa. ¿Y qué tal? Tiene magníficas vistas nocturnas el patio, y en jardines colgantes no le ganaría Babilonia, así como en diversidad de alimañas no le ganaría el África entera.

La dama habló un momento de las condiciones de la casa; después se despidió para marcharse, porque era la una, hora sacramental de la comida.

-Un momento, señora -dijo D. Benigno, ahuyentando a sus hijos y a los perros-. Aquí tiene usted al buen Alelí con más miedo que un masón delante de las comisiones militares. Usted que tiene valimiento puede sacarle de este apuro. Figúrese usted...

-Nada, nada, señora -dijo Alelí nerviosamente, con extraordinaria recrudescencia en el temblor de su cabeza sobre el cuello que parecía de alambre-. No es más sino que hace un rato se ha metido por la puerta de mi celda un emigrado, un terrible democracio que se ha colado en España sin pedir permiso a Dios ni al Diablo, y con palabras angustiosas me ha rogado que le ampare y le esconda allí...

-¿Y qué es un democracio? -preguntó la dama riendo.

  —108→  

-Un perdis, un masón, un liberalote, un conspirador, un democracio, así les llamamos.

-¿Y cuál es su nombre?

-Eso, señora -dijo Alelí con gravedad-, no lo revelaré, pues aunque estoy decidido a no tenerle oculto más que el tiempo necesario para que reciba contestación escrita de los que puedan o quieran protegerle mejor, no cantaré quién es, aunque me ahorquen. Confío en la discreción de todos los presentes. Bien saben que no amparo conspiradores contra mi rey y la religión que profeso, y si a este he amparado, hícelo porque me juró que no venía acá para armar camorra, sino para corregirse y vivir pacíficamente, confiado en el perdón que espera alcanzar de Su Majestad.

-Sabe Dios a qué vendrá mi hombre -dijo Cordero, gozándose en aumentar el susto de su amigo-. Me parece que de la Trinidad Calzada van a salir sapos y culebras si Calomarde no da una vuelta por allí.

-Yo me lavo las manos... y callandito, que estamos hablando más de la cuenta. Benigno, a comer se ha dicho. Esta señora nos va a acompañar a hacer penitencia.

Rehusando los obsequios e invitaciones de aquella buena gente retirose la dama con harto dolor suyo, por no poder alcanzar el fin de la interesante noticia que el fraile traía del   —109→   convento. Por la calle iba pensando en el desconocido que se acogía al amparo de la celda de Alelí. Al llegar a su casa encontró a Pipaón que la aguardaba.

-¡Necio! -exclamó, sentándose muy fatigada-. En casa de Cordero no hay nada... Como siga usted rastreando de este modo, pronto le dedicará Calomarde a coger moscas... Pero una feliz casualidad...

-¿Ha descubierto usted...?

-Sí, hombre ¿qué cosa habrá que yo no descubra? Vea usted por dónde... Déjeme usted que descanse.

-En Gracia y Justicia se sabe que continúa funcionando en Francia, más envalentonado que nunca, el famoso Directorio provisional del levantamiento de España contra la tiranía.

-Noticia fresca.

-Se sabe -añadió Pipaón dándose mucha importancia- que constituyen el tal Directorio los patriotas, o dígase perdularios, Valdés, Sancho, Calatrava, Istúriz y Vadillo.

-Que Mendizábal es el depositario de los fondos.

-Que Lafayette les protege ocultamente y les busca dinero, y finalmente que han enviado a Madrid a cierto individuo con nombre supuesto...

  —110→  

-El cual, o yo soy incapaz de sacramento, o está en la Trinidad Calzada.

Pipaón abrió su boca todo lo que su boca podía abrirse y después de permanecer buen rato haciendo competencia a las carátulas de mármol que de antiguo existen en los buzones del correo, repitió con asombro:

-¡En la Trinidad Calzada!




ArribaAbajo- XI -

El padre Alelí amenizó la comida con su charla, que habría sido la más sabrosa del mundo, si por efecto de los muchos años no tuviera la cabeza tan desvanecida y descuadernada que todo era desorden y divagaciones en sus discursos. Sucedía que el buen señor empezaba a contar una cosa, y sin saber cómo se escurría fuera del tema principal y pasando de un incidente a otro hallábase a lo mejor a cien leguas del punto adonde quería ir. Era hombre que antes de llegar a la decrepitud, tuvo una memoria fresquísima y una chispa especial para contar cosas pasadas y presentes; pero estaba ya tan débil de cascos que de aquel recordar prodigioso y de aquel arte admirable   —111→   para la narración ya no quedaba más que una facundia deshilvanada, un chorrear de ideas y palabras, y un grandísimo enfado si alguien le interrumpía o intentaba llamarle al orden.

-Puesto que queréis conocer el caso del democracio que se ha metido por las puertas de mi celda -dijo al principiar la comida-, os lo voy a contar como se deben contar las cosas, con todos sus pelos y señales. Empecemos por donde debe empezarse. Pues señor... iba yo por la calle de Carretas arriba, y al llegar a la esquina de Majaderitos veo que viene hacia mí un elefante con los brazos abiertos. Era para causar espanto a cualquiera la acometida de aquel monstruo con sotana y manteo; pero yo que conozco a mis fieras me dejé abrazar y le abracé también con mucho gozo. «¿Cómo va? Bien, ¿y tú, gigantón?»... En fin, para no cansar, era Juan Nicasio Gallego. Ya sabéis que fue discípulo mío en Salamanca donde leí sagrados cánones por los años de 792 a 794. Era entonces Nicasio el jayán más guapote que había salido de la tierra del garbanzo; sus disposiciones eran grandes, tan grandes como su pereza, y hubiéramos tenido en él un acabado canonista si no cayera en la tentación de enamorarse de Horacio y Virgilio, fomentadores de la holgazanería.   —112→   El bribón de Meléndez le tomó mucho cariño, y lo mismo el calzonazos de Iglesias que fabricó su reputación con chascarrillos... Yo digo que si Iglesias no se llega a morir a los treinta y ocho años hubiera puesto el Breviario en epigramas... Pero sigo contando con orden. Quedamos en que una tarde paseábamos por el Zurguén el maestro Peláez, Meléndez, Gallego y yo. Por aquellos días había venido la noticia de la degollación de Luis XVI, y estábamos consternados, muy consternados, atrozmente consternados. A mí no me digan, ¿hay en la historia antigua ni moderna un crimen tan atroz?...

-Por vida de Sancho Panza -dijo D. Benigno riendo- que eso se parece al cuento del hidalgo y el labrador... ¿A dónde va usted a parar con sus divagaciones, ni qué tiene que ver Luis XVI con el poeta zamorano?...

-Allá voy, hombre, allá voy -replicó Alelí muy amostazado-. Yo sé lo que cuento y no necesito de apuntadores.

-Sepamos ante todo lo que le dijo Gallego en la esquina de Majaderitos, si es que esto tiene algo que ver con el cuento del democracio.

-Seguramente tiene que ver. Gallego es también un grande y descomedido democracio, y a eso iba... Pues me contó Juan Nicasio cómo   —113→   le está engañando Calomarde, fingiéndole protección, y cómo el Rey le ha prometido no sé cuántas prebendas sin darle ninguna. Además, el hombre está temblando porque le han delatado por franc-masón, y bien sabemos todos que el año 8 fue empleado de los liberales en Cádiz, y el año 10 diputado en las pestíferas Cortes.

-Eso de pestíferas no pasa -exclamó Cordero, dando un golpe en la mesa con el mango del tenedor-. Repórtese el fraile o se sabrá quién es Calleja.

-Vete con dos mil demonios.

-Siga el cuento.

-Sigo, y no interrumpirme.

-Pero cuidado con echar por los cerros de Úbeda.

-Que diga Sola si voy mal.

-Va admirablemente -replicó ella sonriendo-. Eso se llama contar bien, y no falta sino saber lo que dijo ese señor gallego o asturiano.

-Pues dijo que está empleado en la biblioteca del duque de Frías y que hace poco le fueron a prender por revoltoso, y equivocándose los de policía, en vez de cogerle a él cogieron al archivero y le plantaron en la cárcel. Cuando el Rey lo supo se rió mucho, y dijo a Calomarde: «Tan malos sois como tontos». Después, Gallego fue a ver al Rey, y como este tiene debilidad   —114→   por los poetas... Ya sabéis cuánto se entusiasma con Moratín. ¡Ah!, hace dos años que murió ese buen hombre y yo me acuerdo, como si fuera de ayer, de haberle visto trabajando en la platería de su tío el joyero del Rey. Creo haberos contado que Moratín tuvo una novia, una tal doña Paquita, hija de la dueña de la casa donde vivía Mustafá. Ya sabéis que así llamábamos al pobre Juan Antonio Conde por ser escritor de cosas de moros.

-Nos lo ha contado unas doscientas veces -dijo Cordero al oído de Sola.

-No sabíamos eso -añadió esta en voz alta, para no desanimar al bondadoso fraile-. ¿Con que Moratín...?

-Sí, hija mía, estuvo enamorado de esa doña Paquita, habitante en la calle de Valverde con su madre, la señora doña María Ortiz, que fue el pintiparado modelo de la saladísima doña Irene de El sí de las niñas. Moratín ya no era mozo y doña Paquita apenas tendría los dieciocho años, es decir, que con veinte de por medio entre los dos, ¡qué había de suceder...! Leandro, enamorado como suelen estarlo los machuchos que se reverdecen, la niña afectando acceder por timidez, por hipocresía o por agradecimiento, hasta que vino el desengaño, un desengaño cruel, horrible...

-¡Barástolis!... señor don Plomo -exclamó   —115→   Cordero con repentino enfado-, que estamos hartos de oírle contar lo de Moratín y doña Paquita. ¿Qué tiene eso que ver ni con el amigo que encontró en Majaderitos, ni menos con el democracio que está escondido en la Trinidad?

-A ello voy, a ello voy, señor don Azogue -replicó Alelí enojándose también-. Pues qué ¿no se han de contar los antecedentes de los sucesos? Precisamente iba a decir que en el momento de despedirme de Gallego acertó a pasar ese muchacho americano, Veguita, un enredadorzuelo que dio que hablar cuando aquella barrabasada de los Numantinos y fue castigado con dos meses de encierro en nuestra casa para que le enseñáramos la doctrina. El tal es de buena pasta. Pronto le tomamos afición. Cantaba con nosotros en el coro y rezaba las horas. Yo le daba golosinas y le hacía leer y traducir autores latinos, y él me leía sus versos o me representaba trozos de comedias. Esto lo hace tan perfectamente que si mucho tiene de poeta, más tiene de cómico. Yo le animaba para que abandonase el mundo y entrase en la Orden... ¡Oh, amigos míos!... Cuando uno considera que en nuestra Orden vivió y murió el primero de los predicadores del mundo Fray Hortensio Paravicino, cuya celda ocupo en la actualidad...

  —116→  

-Que te descarrías, que te pierdes -dijo riendo D. Benigno-. Por Dios, querido padre mío, ya está usted otra vez a setecientas leguas de su cuento.

-Iba diciendo que Ventura me besó las manos y después se las besó al padre de la Constitución, que así llama a Gallego la gente apostólica, y de esta manera le calificó en su infame delación el religioso agonizante Fray José María Díaz y Jiménez, a quien nuestro soberano llama el número uno de los podencos por lo bien que huele, rastrea, señala y acusa toda conspiración y astucia de esos tontainas de liberales. No sé si os he dicho que, según confesión del buen elefante zamorano, Calomarde le odia más que a un tabardillo pintado, y si no fuera porque D. Miguel Grijalva, amigo mío y de Nicasio, vio a Su Majestad y le llevó aquel famoso soneto que hizo Gallego cuando la Reina estaba de parto...

-Al grano, al grano, que eso más que referir sucedidos es marear a Cristo.

-Un poquitín de paciencia, señores. Yo decía que se llegó a nosotros Veguita, a quien, después del encarcelamiento en nuestra casa yo no había visto más que dos veces, una en casa de Norzagaray cuando él y sus amigos ensayaban la comedia de Zabala Faustina y Gerwal, y otra en la Puerta del Sol cuando le   —117→   llevaban preso por tener la audacia de dejarse las melenas largas, al uso masónico. Por cierto que ese atrevidillo se ha dejado crecer un bigote que no hay más que ver, y con aquellos precoces pelos insulta públicamente a la gente que manda, y hace descarado alarde de liberalismo... En una palabra, queridos, Venturilla y Gallego empezaron a hablar del censor de teatros Reverendo padre Carrillo, y excuso deciros que le pusieron como siete caños porque no deja resollar a los autores. Después... y aquí entra lo principal de mi cuento...

-Gracias a Dios... Aleluya.

-Pues Veguita dijo una cosa al oído de Gallego... y después acercose a mí poniéndose de puntillas, porque él es muy pequeño y yo más que regularmente alto, y me dijo también cuatro palabras al oído.

-¿Qué? -preguntó con mucha curiosidad Cordero.

-Pues no faltaba más sino que os fuera a revelar lo que se me confió como un secreto.



  —118→  

ArribaAbajo- XII -

-¡Barástolis!, que estamos enterados -dijo Cordero comiéndose las últimas almendras del postre.

Pero el famoso Alelí no paró mientes en estas palabras, y empezó a rezar en acción de gracias por la comida. Poco después se habían levantado los manteles, y los muchachos, bien fregoteadas las manos y la boca, tornaron a la escuela. D. Benigno, que acostumbraba dormir muy breve siesta, la suprimió aquel día y bajó sin demora a la tienda porque la comida había sido aquel día más larga que de ordinario. Doña Crucita que no podía pasarse sin su regalado sueño de dos o tres horas, se fue a su cuarto, llevando en un plato las golosinas con que solía obsequiar en tal hora a sus queridas alimañas, y tras ella se fue Juan Jacobo, con el sombrerón del padre Alelí encajado en la cabeza hasta tocar los hombros, y en la mano un látigo que él mismo había hecho con una orilla de paño amarrada al mango roto de un molinillo de chocolate. Alelí buscó el blando acomodo de un sillón que en el testero del comedor estaba, y que parecía decir dormid en mí   —119→   con la suave hondura de su asiento, la inclinación de su viejo respaldo gordinflón y la curva de sus cariñosos brazos. Allí dormía antaño la siesta doña Robustiana, y allá solía hacer sus digestiones el buen Alelí, las cuales no eran difíciles, por ser él la sobriedad misma.

Para mayor comodidad Sola le ponía delante una silla para que estirase las piernas, y tras de la cabeza una mofletuda almohada de su propia cama, con lo que el padre estaba tan bien, que ni en la misma gloria. Aquella tarde, cuando Sola trajo silla y almohada, el fraile le tomó una mano, y mirándola con sus ojos soñolientos, le dijo: -Cordera...

Sonriendo como la misma bondad sonreiría, Sola acomodó en la almohada la venerable cabeza que parecía la de un santo, y dijo así:

-¿Qué me quiere Su Reverencia?

-Cordera -murmuró el fraile sonriendo también como un bienaventurado-, vete al cuarto de Benigno, y en el chaquetón, bolsillo de la izquierda... ¿entiendes?

-Sí, un cigarrito.

-Se me olvidó pedírselo antes que bajara...

Ni medio minuto tardó la joven en traer el cigarrito, y con él la lumbre para encenderlo.

  —120→  

-Es que quiero echar una fumada para despabilarme, porque desearía no dormir siesta... ¿entiendes, paloma?

Como el fraile estaba con la cabeza echada atrás, en la más blanda y cómoda postura que pueden apetecer humanos huesos, Sola no quiso que se incorporase y ella misma le encendió el cigarro en el braserillo, no siendo aquella la primera vez que tal cosa hacía. Chupó un poco con la inhabilidad que en tal caso es propia de mujeres (como no sean hombrunas), y cuando logró hacer ascua de tabaco, no sin perder mucha saliva, presentó el cigarro a su amigo, cerrando los ojos por el picor que el humo le causaba en ellos.

-Gracias, gracias, serafín de esta casa. Comprendo muy bien que ese santo varón... Pues, hija de mi alma, quiero despabilarme con este cigarrito, porque necesito hablarte de una cosa grave, delicada, digo mal, archi-delicadísima.

A Sola le pasó una nube por la frente, quiero decir, que se puso seria y pensativa.

-Tiempo hay de hablar todo lo que se quiera -dijo, inclinada sobre uno de los brazos del sillón en que el religioso estaba-. Duerma su Reverencia.

-Bueno, hijita, con tal que me llames a las tres y media...

  —121→  

-Eso es poco. A las cinco.

-No, no. Si me duermo, no podré hablarte del susodicho negocio, y lo he prometido, cordera, he prometido que esta tarde misma...

Esto decía cuando llegó un corpulento y bellísimo gato, que solía echar sus dormidas en el mismo sillón donde estaba Alelí, y viendo ocupado aquel lugar delicioso, dio algunas vueltas por delante con rostro lastimero. Al fin, discurriendo que había sitio para todos, subió al regazo del fraile y como encontrara agasajo, se enroscó y se echó a dormir cual un bendito.

A poco de esto oyose un ruido estrepitoso, y fue que Juanito Jacobo había cogido una bandeja de latón vieja, que olvidada estaba en la despensa, y venía batiendo generala sobre ella con el palo del molinillo, tan fuertemente que habría puesto en pie, con el estrépito que hacía, a los siete durmientes. Acudió Sola y le trajo prisionero por un brazo.

-¡Condenado chico! ¿No sabes que está tu tía durmiendo la siesta?... Ven acá: suelta eso... Ya, ya es tiempo de que tu padre te mande a la amiga... Ríñale, Padre Alelí. No se le puede aguantar. Cuando el señorito está de vena, parece que hay un ejército en la casa.

Diciendo esto, Sola le iba quitando sombrero,   —122→   bandeja y palo, y después de sentarse le acercó a sí y le acarició pasando suavemente su mano por los hermosos cabellos del niño.

-Si hace bulla -dijo Alelí acariciando también con su mano los rizos-, no le traeré a mi señor don Juan Jacobo las hostias que le prometí, ni las velitas de cera, ni el San Miguel de alcorza... Pues te decía, hija, que ahora vamos a hablar los dos de un asunto superlativamente delicado... Mira, vuelve al chaquetón de Benigno y tráeme otro cigarrito, o mejor dos.

Sola hizo lo que le mandaba el reverendo y se volvió a sentar aguardando aquello tan delicado que manifestarle quería. Durante un rato no pequeño, los dos estuvieron callados, y Alelí fijaba sus ojos en el reloj, que era de los antiguos con las pesas colgando al descubierto. La péndola se paseaba lenta y solemnemente en el breve espacio que las leyes de la gravedad y las de la mecánica le señalan, y así marcaba con el tono más severo el compás de la vida. Sola, por mirar algo, que es acto preciso a las meditaciones, miraba a la Creación, gran lámina que con otra representando el monumento de la catedral de Toledo, decoraba artísticamente el comedor. En la primera estaban nuestros primeros padres en el traje que es de suponer, en medio de un fértil país poblado de todas suertes de animales, recibiendo   —123→   la bendición del Padre Eterno, que muy barbado y envuelto en una especie de capote se asomaba por un balcón de nubes.

-¡Qué buenos cigarros tiene Benigno! -dijo Alelí, que al fin había encontrado la fórmula del exordio-. Pero mejor que sus cigarros es él mismo. Te digo con toda verdad que yo he visto muchos hombres buenos, pero ninguno como nuestro Benigno. Es el corazón más puro y la voluntad más cristiana que he conocido en mi larga vida; es incapaz de hacer nada malo y capaz de las bondades más extraordinarias. Su razón es firme, sus sentimientos generosos, su vida la carrera del bien. No aborrece a nadie, y cuando quiere, quiere con toda su alma. Tiene un carácter entero para hacer frente a las adversidades, y en las bienandanzas no puede vivir contento si no distribuye su ventura entre los que le rodean, quedándose él con la absolutamente precisa para no ser desventurado. Si tú nos oyes diciéndonos majaderías, es por lo mucho que nos queremos. Él me llama Tío Engarza-Credos, y yo le llamo Don Leño o Chiribitas, y así nos reímos. Eso sí, en ideas políticas somos, como quien dice, el toma y el daca, lo más opuesto que puede existir; pero estos arrumacos de la política no han de tocar, no, a las cosas del alma ni a la amistad... Porque yo   —124→   digo, ¿qué me importa que Benigno tenga la manía de leer a ese perdido hereje de Rousseau, si por eso no deja de ser buen cristiano y de obedecer a la Iglesia en todo?... Viva Benigno, y viva con su pepita, es decir, con su Emilio y su Contrato social, que así me cuido yo de estas cosas como de los que ahora se están afeitando en la luna... No creas tú, los padres del convento me critican por esta tolerancia mía, y yo les contesto: «vale más un amigo en la mano que cien teorías volando». Mi carácter es así; en burlas disputo y machaco como todos los españoles; pero antes que tronos y repúblicas, antes que congresos y horcas está el corazón... ¡Cómo me reí una tarde hablando de esto! Paseaba yo a eso de las cinco por Atocha con dos hombres de ideas contrarias, D. José Somoza, liberal, poeta, hombre ameno y dulce y cabal si los hay, y D Juan Bautista Erro, absolutista siempre, ahora apostólico vergonzante. Pues señor...

-Paréceme -dijo Sola, cortando la digresión, que le parecía muy importuna- que se resbala usted, como dice D. Benigno. Ya está sabe Dios a cuántas leguas de lo que me estaba contando...

-¡Ah! Sí, perdona, hija... me distraje. Te decía que ese bendito amigo juan-jacobesco es el mejor tragador de pan y garbanzos que he   —125→   conocido, y que ahora ha dado en la flor de querer casarse...

-¡Casarse! -exclamó Sola poniéndose encarnada.

-¿Te asombras, hija?... Más me asombré yo... No, no, no me asombré; al contrario, me pareció muy natural. Le conviene por mil razones; y ahora te pregunto yo: cuando Benigno tome estado ¿no será para ti un gran motivo de amargura el salir de esta casa, donde has sido tan amada, y separarte de estos chicos que has criado y que como a madre te miran?...

El padre Alelí fijó en ella sus ojos, ávidos de leer en los de la joven lo que de su alma saliese al rostro, si es que algo salía. El buen fraile, que a pesar de su decrepitud llena de perturbaciones mentales, conservaba algo de su antigua penetración, creyó ver en Sola una pena muy viva. Esto le hacía sonreír, diciendo para su sayo: «mujercita tenemos».

-D. Benigno no se casará -dijo ella-. ¿Será posible que caiga en tan mala tentación? Yo de mí sé decir que si salgo de esta casa me moriré de pena; tan tranquila, tan considerada y tan feliz he vivido en ella. Y luego, estos diablillos del cielo, como yo les llamo; estos muchachos, a quienes quiero tanto sin ser míos, y no tengo mejor gusto que ocuparme   —126→   de ellos... No, digo que D. Benigno no se casará. Sería un disparate; ya no está en edad para eso.

-¿Qué dices ahí, tontuela? -exclamó Alelí incorporándose con enojo-, ¿con que mi amigo no está en edad de casarse? ¿Es acaso algún viejo chocho, está por ventura enfermo? No, más sana y limpia está su persona y su sangre noble que la de todos esos mozuelos del día.

Esto decía cuando Juan Jacobo, cansado de estarse quieto tanto tiempo y no teniendo interés en la conversación, empezó a tirarle de los bigotes al gato que dormido estaba en la falda del fraile. Sentirse el animal tan malamente interrumpido en su sueño de canónigo y empezar a dar bufidos y a sacar las uñas fue todo uno. Alborotose el fraile con los rasguños, y dio un coscorrón al chico, Sola le aplicó dos nalgadas y todo concluyó con enfadarse el muchacho y coger al gato en brazos y marcharse con él a un rincón donde le puso el sombrero del mercenario para que durmiera.

-Eso es, sí, está mi sombrero para cama de gatos -refunfuñó Alelí.

-¡Jesús qué criatura!... le voy a matar -dijo Sola amenazándole con la mano-. Trae acá el sombrero.

  —127→  

Juan trajo el sombrero, y aprovechándose del interés que en la conversación tenían el fraile y la joven, rescató su molinillo y su bandeja y bajó a la tienda para escaparse a la calle.

-Vaya con la tonta -dijo Alelí continuando su interrumpido tema-. Si Benigno es un muchacho, un chiquillo... Si me parece que fue ayer cuando le vi arrastrándose a gatas por un cerrillo que hay delante de su casa... ¡Qué piernazas aquellas, qué brazos y qué manotas tenía! ¡Y cómo se agarraba al pecho de su madre, y qué mordidas le daba el muy antropófago! Yo le cogía en brazos y le daba unos palmetazos en los muslos... Sabrás que fui al pueblo a restablecerme de unas intermitentes que cogí en Madrid cuando vine a las elecciones de la Orden. Entonces conocí al bueno de Jovellanos, un Voltaire encubierto, dígase lo que se quiera, y al conde de Aranda, que era un Pombal español, y a mi señor D. Carlos III, que era un Federico de Prusia españolizado...

-Al grano, al grano.

-Justo es que al grano vayamos. Cuando Nicolás Moratín y yo disputábamos...

-Al grano.

-Pues digo, que Benigno es un mozalbete. ¿No ves su arrogancia, su buen color, sus bríos?   —128→   Bah, bah... Oye una cosa, hijita: Benigno se casará, tú te quedarás sola, y entonces será bien añadir a tu nombre otra palabra, llamándote Sola y monda en vez de Sola a secas. Pero aquí viene bien darte un consejo... ¿Sabes, hija mía, que me está entrando un sueño tal, que la cabeza me parece de plomo?

-Pues deme Su Reverencia el consejo y duérmase después -repuso ella con impaciencia.

-El consejo es que te cases tú también, y así del matrimonio de Benigno no podrá resultar ninguna desgracia... ¡Qué sueño, santo Dios!

Sola se echó a reír.

-¡Casarme yo!... Qué bromas gasta el padrito.

-Hija, el sueño me rinde... no puedo más -dijo Alelí luchando con su propia cabeza que sobre el pecho se caía, y tirando de sus propios párpados con nervioso esfuerzo para impedir que se cerraran cual pesadas compuertas.

-Otro cigarrito.

-Sí... chaquetón... humo -murmuró Alelí, cuya flaca naturaleza era bruscamente vencida por la necesidad del reposo.



  —129→  

ArribaAbajo- XIII -

Sola corrió a buscar el despertador y a su vuelta encontró al pobre religioso más que medianamente dormido, la cabeza inclinada a un lado, la boca entreabierta, roncando como un viejo y sonriendo como un niño. No quiso despertarle, aunque estaba curiosa por saber en qué pararía aquel asunto del casamiento de su protector. Sospechaba la intención del fraile y todo el intríngulis de aquella conferencia cortada por el sueño, y gozaba interiormente considerando los rodeos y la timidez de su protector.

Acomodó la cabeza del anciano en la almohada, le puso una manta en las piernas para que no se enfriase y le dejó dormir. Sentada en una silla al pie de la Creación le miró mucho, cual si en el semblante frailesco estuvieran estampadas y legibles las palabras que Alelí había dicho y las que no había tenido tiempo de decir. Profundo silencio reinaba en el comedor. Oíase, sin embargo, el paseo igual y sereno de la péndola y un roncar lejano, profundo, que tenía algo de la trompa épica, y era la melopea del sueño de doña   —130→   Crucita cantada en tonante estilo por sus órganos respiratorios. Los del reverendo Alelí no tardaron en unir su autorizada voz a la que de la alcoba venía, y sonando primero en aflautados preludios, después en períodos rotundos, llegaron a concertarse tan bien con la otra música que no parecía sino que el mismo Haydn había andado en ello.

Entre las dos ventanas de la pieza, que recibían de un patio la poca luz de que este podía disponer, había un armario lleno de loza fina, tan bien dispuesta que bastaba una ojeada para enterarse de las distintas piezas allí guardadas. Las copas puestas en fila y boca abajo, sustentando cada cual una naranja, parecían enanos con turbantes amarillos. En todas las tablas las cenefas de papel recortado caían graciosamente formando picos como un encaje, y de este modo los arabescos de la loza tenían mayor realce. Algunas cafeteras y jarros echaban hacia fuera sus picos como aves que, después de tomar agua, estiran el cuello para tragarla mejor, y las redondas soperas se estaban muy quietas sobre su plato, como gallinas que sacan pollos. En el chinesco juego de té que regalaron a D. Benigno el día de su santo, las tacitas puestas en círculo semejando la empolladura recién salida y piando junto a la madre. Un alto y descomedido botellón cuya   —131→   boca figuraba la de un animalejo, era el rey de toda aquella muchedumbre porcelanesca y parecía amenazar a las piezas vasallas con cierta ley escrita en el fondo de una fuente. Era un letrero dorado que decía: «Me soy de Benigno Cordero de Paz. Año de 1827».

Junto al armario había una silla de tijera en la cual estaba Sola, con los brazos cruzados. Miraba a Alelí, a la lámpara de cuatro brazos, a la Creación, al monumento de Toledo y al suelo cubierto de estera común. También fue objeto de sus miradas el aguamanil, cuya llavecita, un poco desgastada, dejaba caer una gota de agua a cada diez oscilaciones de la péndola. La caja de latón en que estaba el agua tenía pintado un pajarillo picando una flor, con tan desdichado arte que más bien parecía que la flor se comía al ave. También miraba Sola al techo donde había cuatro ligeras manchas de humo correspondientes a los cuatro quinquets de cada uno de los brazos de la lámpara. Tales manchas eran las únicas nubes que empañaban el azul de aquel cielo de yeso que en verano se estrellaba de moscas.

La joven dirigía sus ojos a todas estas partes, cual si estuviese buscando sus pensamientos perdidos y desparramados por la estancia. Creeríase que habían salido a holgar   —132→   volando como mariposas a distintos parajes, y que su dueña los iba recogiendo uno a uno o dos a dos para traerlos a casa y someterlos al yugo del raciocinio.

Y así era en efecto. Ella tenía que concertar algo en su cabeza y discurrir. Convidábanle a ello la soledad en que estaba y la suave sombra que empezaba a ocupar el comedor dominando primero los ángulos, el techo, y extendiéndose poco a poco y avanzando un paso al compás de los que daba la péndola. Las voces o díganse ronquidos se apagaron un momento cual si los músicos que las producían descansasen para tomar más fuerza. La de doña Crucita empezó luego a crecer, a crecer, desafiando a la del padre Alelí. La de este sonaba entonces en el registro del caramillo pastoril y parecía convidar a la égloga con su gorjeo cariñoso. Y en tanto el murmullo de Crucita se tornaba de llamativo en provocador y de provocador en insolente como si decir quisiera: «en esta casa nadie ronca más que yo».

Indudablemente Sola discurría con muy buen juicio en medio de estas músicas. Pensaba que era un disparate vivir tanto tiempo en un mundo quimérico. La edad avanzaba; la juventud, aunque todavía rozagante y lozana en ella, había dejado ya atrás una buena parte de sí misma. Su vida marchaba ya   —133→   muy cerca de aquel límite en que están la razón y la prudencia, las posibilidades y las prosas, de tal modo que las ilusiones se iban quedando atrás envueltas en brumas de recuerdos, mal iluminados por la luz vespertina de esperanzas desvanecidas. La fantasía se cansaba de su trabajo estéril, de aquella fatigosa edificación de castillos llevados del viento y descompuestos en aire como las bovedillas de la espuma, que no son más que juegos del jabón transformándose por un instante en pedrería de mil matices. Llegaba Doña Sola y monda a la edad en que parece verificarse en la mente un despejo de todas las jugueterías y figuraciones que traemos de la niñez, y queda aquel aposento de nuestro espíritu limpio de las telarañas que parecen tapices por capricho de la luz filtrada.

El sentimiento de la realidad empezaba a hacer en ella su tardía y radical conquista, y así sentía la imposición ineludible de ciertas ideas. ¿Cómo vivir más tiempo por y para un fantasma? ¿Cómo subordinar toda la existencia a lo que tal vez no tenía ya existencia real o si la tenía estaba tan distante que su alejamiento equivalía al no existir? ¿No podía suceder que sin quererlo ella misma, se destruyesen en su alma ciertos afectos, y que de las ruinas de estos nacieran otros con menos   —134→   intensidad y lozanía, pero con más condiciones de realidad y firmeza?

Tan abstraída estaba que no advirtió cuán bravamente aceptaba la voz del padre Alelí el reto de los lejanos bramidos de doña Crucita, y dejando el tono pastoril, iba aumentando en intensidad sonora hasta llegar a un toque de clarines que habrían infundido ideas belicosas a todo aquel que los oyera. Los cañones respiratorios del reverendo decían seguramente en su enérgico lenguaje: «cuando yo ronco en esta casa, nadie me levanta el gallo». Acobardada y humillada por tan marcial alboroto, doña Crucita se recogió y se fue aplacando hasta que su música no fue más que un murmullo como el de los perezosos beatos que rezan dentro de una vasta catedral, y luego se cambió en el sollozo de las hojas de otoño arrancadas por el viento y bailando con él.

A su vez, el victorioso ronquido de Alelí remedó el fagot de un coro de frailes, y después dejó oír varias notas vagas, suspironas, fugitivas como los murmullos del órgano cuando el organista pasa los dedos sobre el teclado en tanto a que el oficiante le da con sus preces la señal de empezar. La música roncadora se había hecho triste, coincidiendo con la oscuridad casi completa que llenaba la pieza.

Pero el alma de doña Sola y monda no estaba   —135→   triste. Había echado una mirada al porvenir y lo había visto placentero, tranquilo, honroso y honrado. Su corazón al declararse vencido por las realidades un poco brutales, como conquistadores que eran, no estaba vacío de sentimientos, antes bien se llenaba de los afectos más puros, más delicados, más profundos. La vida nueva que se le ofrecía, debía inaugurarse, eso sí, con un poco de tristeza; pero ¡cuánta dignidad en aquella nueva vida!, ¡qué hermoso realce en la personalidad!, ¡qué ocasión para mostrar los más nobles sentimientos, tales como la abnegación, la constancia, la fidelidad, el trabajo!, ¡qué ocasión para perfeccionarse constantemente y ser cada día mejor, realizando el bien en todas las formas posibles y gozando en el sostenimiento de esa deliciosa carga que se llama el deber!

¿Pero qué estruendo, qué fragor temeroso era aquel que Sola sentía tan cerca y que interrumpía sus discretos pensamientos en lo mejor de ellos? Sonaban ya sin duda las trompetas del Juicio Final, pues no de otro modo debían llamarse los destemplados y altísonos ronquidos de Crucita y el Padre Alelí. Los de este se detuvieron bruscamente, cual si fuera a despertar, y oyose su voz que entre sueños decía:

-Vete, vete de mi celda, terrible democracio...   —136→   ¿Qué buscas aquí?, ¿a qué vienes a España y a Madrid, si no es a que te ahorquen?... ¡Vuélvete a la emigración de donde jamás debiste salir!... ¡conspirador... vagabundo!

Doña Sola y Monda se acercó al fraile para oír mejor lo que entre dientes seguía diciendo.

Alelí extendió los brazos quedándose un buen rato como un crucifijo en sabroso estiramiento de músculos, y con voz clara y entera dijo así:

-Esproncedilla... busca-ruidos... vagabundo, no me comprometas... vete de mi celda.

Sola se acercó y le tomó una mano.

-¿Pero qué oscuridad es esta?, ¿en dónde estoy?

-¡Vaya un modo de dormir y de disparatar! -replicó Sola riendo.

-¿Pues qué, he dormido yo?... Si no he hecho más que aletargarme un instante, cinco minutos todo lo más... Vaya, que se pone pronto el sol en esta dichosa casa... Chiquilla, dame mi sombrero que me voy.

-Primero voy a traer luz -dijo la Hormiga saliendo.

Al poco rato volvió con una lámpara, cuyos rayos ofendieron la vista del fraile.

-Yo creí que ya habían empezado a crecer los días... ¿qué hora es? Las cinco y media...   —137→   Lo dicho dicho, querida señorita... ¿Reflexionarás en lo que te he dicho?

-Pues qué he de hacer sino reflexionar.

-¿Y comprenderás que se te entra por las puertas la fortuna y que vas a ser la más dichosa de las mujeres?

-Pues claro que sí.

-¡Bendita seas tú y bendito quien te trajo a esta casa! -exclamó Alelí con acento muy evangélico.

Abriose con no poco estrépito la puerta del comedor y apareció Crucita de malísimo talante diciendo:

-No he podido pegar los ojos en toda la tarde con la dichosa conversación de la niña y el fraile.

-Quita allá, Cruz del Mal Ladrón -replicó Alelí-. Lo que ha sido es que con la trompeta de tus roncamientos no me has dejado a mí descabezar un mal sueño.

-Sí, porque a fe que el Padrito toca algún cascabelillo sordo cuando duerme... Me habéis tenido toda la tarde despabilada como un lince, primero con la charla de sus mercedes y luego con los piporrazos de Su Reverencia... ¡qué importunidad, santo Dios! Busque usted un momento de tranquilidad en esta casa.

-Cállate, serpiente del Paraíso, que así guardas silencio dormida como despierta, y   —138→   no hables de eso, que el que más y el que menos todos, todos repicamos, y abur.

Echáronse a reír Sola y el fraile, y al fin se rió un poco Crucita, pues su genio arisco también tenía flores de cuando en cuando, si bien estas eran como las plantas marinas que están en el fondo y casi siempre en el fondo mueren.