Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- XIV -

En la tienda, D. Benigno preguntó con mucho interés a su amigo por el resultado de la conferencia que con Sola había tenido.

-Muy bien -dijo Alelí-. Admirablemente bien.

Después se quedó perplejo, con los ojos fijos en el suelo y el dedo sobre el labio, como revolviendo en el caótico montón de sus recuerdos; y al cabo de tantas meditaciones, habló así:

-Pues, hijo, ahora caigo en que no llegué a decirle lo más importante, porque me acometió un sueño tal que no hubiera podido vencer aunque me echaran encima un jarro de agua fría... Ya la tenía preparada; ya, si no me   —139→   engaño, había ella comprendido el objeto de mi discurso, y manifestaba un gran contento por la felicidad que Dios le depara, cuando... Yo no sé sino que me desperté en la oscuridad de tu comedor que parece la boca de un lobo... Y qué quieres, hijo... lo demás puedes decírselo tú, o se lo diré yo mañana. Quédate con Dios y con la Virgen.

Marchose Alelí y D. Benigno se quedó muy contrariado y ofendido de la poca destreza de su amigo. Juró no volver a confiar misiones delicadas a un viejo decrépito y medio lelo, y al mismo tiempo se sentía él muy cobarde para desempeñar por sí mismo el papel que había confiado al otro. Cuando subió, después de cerrar la tienda, en compañía de Juan Jacobo que había entrado de la calle con un chichón en la frente, dijo a Sola:

-Ya estoy convencido de que ese estafermo de Alelí es el bobo de Coria... Apreciabilísima Hormiga, quisiera hablar con usted...

-¿Hablar conmigo?... Ahora mismo; ya escucho -dijo ella, sonriendo de tal modo que a Cordero se le encandilaron los ojos.

Pero en el mismo instante le acometió la timidez de tal modo, que no se atrevió a decir lo que decir quería, y sólo balbució estas palabras:

-Es que conviene ponerle a este enemigo   —140→   una venda y dos cuartos sobre el chichón, que es el mejor medio de curar estas cosas.

Aquella noche D. Benigno estuvo muy triste y se pasó algunas horas en su cuarto, sin leer a Rousseau, aunque bien se le acordaba aquel pasaje del Libro quinto del Emilio: «Emilio es hombre, Sofía es mujer... Sofía no enamora al primer golpe de vista, pero agrada más cada día. Sus encantos se van manifestando por grados en la intimidad del trato. Su educación no es ni brillante ni estrecha. Tiene gusto sin estudio, talento sin arte y criterio sin erudición... La desconformidad de los matrimonios no nace de la edad, sino del carácter...». Y luego añadía, alterando un poco el texto: «Sofía había leído el Telémaco y estaba prendada de él; pero ya su tierno corazón ha cambiado de objeto y palpita por el buen Mentor».

Después Cordero se reía de sí mismo y de su timidez, haciendo juramento de vencerla al día siguiente pues lo que él sentía era un afecto decoroso, un sentimiento de gratitud y de respeto y no pasión ni capricho de mozalbete.

Al día siguiente Sola mostraba excelente humor que rayaba en festivo, lo que dio muy buena espina al héroe de Boteros. Cantorreaba7 entre dientes, cosa que no hacía todos   —141→   los días, y su cara estaba muy animada, si bien podía observarse que tenía los ojos algo encendidos. Sin duda había visto y aceptado la posibilidad de un destino nuevo, honrado y honroso en extremo, y se complacía en él, creyéndolo dispuesto por Dios con extraordinaria sabiduría. Pero si no se entra en la vida sin llanto, también parece natural que no se entre en las felicidades nuevas sin algo de lágrimas. Los nuevos estados, aunque sean muy buenos y santos, no siempre seducen tanto que hagan aborrecible la situación vieja por detestable que haya sido. De aquí venía, sin duda, el que, estando con tan buen humor, tuviese en lo encendido de sus ojos el testimonio de haber lloriqueado algo.

O quizás aquella alegría que mostraba venía más bien de la voluntad que del corazón, como si aquel espíritu, tan hecho a la observancia de los deberes, hubiese resuelto que convenía estar alegre. La razón sin duda lo mandaba así, y la razón iba siendo la señora de ella... No hay más sino que se dominaba maravillosamente y lograba alcanzar tan grande victoria sobre sí misma, que era al fin, si es permitido decirlo así, un producto humano de todas las ideas razonables, una conciencia puesta en acción.

Su protector le dijo que aquella tarde se verían   —142→   los dos en su cuarto para hablar a solas. El héroe se atrevía al fin. Prometió ella ser puntual y esperó la hora. Pero Dios que, sin duda por móviles altísimos e inexplicables quería estorbar los honestos impulsos del héroe, dispuso las cosas de otra manera. Ya se sabe lo que significan todas las voluntades humanas cuando Él quiere salirse con la suya.

Sucedió que poco antes de la hora de comer, Juanito Jacobo, todavía vendado por los chichones del día anterior, andaba enredando con una pelota. Trabáronse las palabras de él y su hermano Rafaelito sobre a quién pertenecía la tal pelota. Hay indicios y aun antecedentes jurídicos para creer que el verdadero propietario era el pequeñuelo, y así debió de sentirlo en su conciencia Rafael; que tanto imperio tiene la justicia en la conciencia humana aunque sea conciencia en agraz.

Pero de reconocerlo en la conciencia a declararlo hay gran distancia, y si tal distancia no existiera no habría abogados ni curiales en el mundo. Por eso Rafael, no sintiéndose bastante egoísta para apandar la pelota ni bastante generoso para dejársela a su rival, hizo lo que suelen hacer los chicos en estas contiendas, es a saber: cogió la pelota y la arrojó a lo alto del armario del comedor donde no podría ser alcanzada ni por uno ni por otro.

  —143→  

¡Valiente hazaña la de Rafaelito!... Pero el pequeño Hércules no había nacido para retroceder ante contrariedades tan tontas. ¡Bonito genio tenía él para acobardarse porque el techo esté más alto que el suelo!... Arrastró el sillón hasta acercarlo al armario; puso sobre el sillón una silla, sobre la silla una banqueta, y ya trepaba él por aquella frágil torre, cuando esta se vino al suelo con estruendo y rodó el chico y se abrió la cabeza contra una de las patas de la mesa.

El laberinto que se armó en la casa no es para descrito. Salió D. Benigno, acudió Sola, puso el grito en el cielo Crucita, ladraron todos los perros, maldijo la criada todas las pelotas, habidas y por haber, lloró Rafael, gimieron sus hermanos, y el herido fue alzado del suelo sin conocimiento. Pronto volvió en sí, y la descalabradura no parecía grave, gracias a la mucha sangre que salió de aquella cabezota. En tanto que Sola batía aceite con vino, y la criada, partidaria de otro sistema, mascaba romero para hacer un emplasto, doña Crucita que en todas estas ocasiones se remontaba siempre al origen de los conflictos, repartía una zurribanda general entre los muchachos mayores, azotándoles sin piedad uno tras otro. Los perros seguían chillando y hasta la cotorra tuvo algo   —144→   que decir acerca de tan memorable suceso.

Toda la tarde duró la agitación y nadie tuvo ganas de comer, porque el muchacho padecía bastante con su herida. Vino el médico y dijo que sin ser grave, la herida era penosa, y exigía mucho cuidado. No hubo, pues, conferencia entre Cordero y Sola, porque la ocasión no era propicia. Por la noche Juanito Jacobo se durmió sosegadamente. Sola que en la misma pieza puso su cama, estaba alerta vigilando al niño enfermo. Ya muy tarde este se despertó intranquilo, calenturiento, pidiendo de beber y quejándose de dolores en todo el cuerpo. Sola se arrojó del lecho, medio vestida, y echándose un mantón sobre los hombros salió para llamar a la criada. Levantose esta, y entre las dos prepararon medicinas, encendieron la lumbre, fueron y vinieron por los helados pasillos. A la madrugada cuando el chico se durmió al parecer sosegado y repuesto, Sola sintió un frío intensísimo con bruscas alternativas de calor sofocante. Arrojose en su lecho y al punto sintió una postración tan grande que su cuerpo parecía de plomo. La respiración érale a cada instante más difícil, y no podía resistir el agudo dolor de las sienes. La tos seca y profunda añadía una molestia más a tantas molestias y en su costado derecho le habían seguramente   —145→   clavado un gran clavo, pues no otra cosa parecía la insufrible punzada que la atormentaba en aquella parte.

La criada que al punto conoció lo grave de tales síntomas, quiso llamar a D. Benigno y a Crucita; pero Sola no consintió que se les molestara por ella. Era la madrugada. Mientras llegaba el día la alcarreña preparó no sé cuántos sudoríficos y emolientes, sin resultado satisfactorio. Al fin cuando daban las siete Crucita dejó las ociosas plumas, y enterada de lo que pasaba, reprendió a la enferma por haberse puesto mala voluntariamente; que no otra cosa significaba el haber tomado aires colados, hallándose, como se hallaba desde hace días, con un catarro más que regular. La avinagrada señora echó por la boca mil prescripciones higiénicas para evitar los enfriamientos y otros tantos anatemas contra las personas que no se cuidaban. Cuando Cordero se levantó, Crucita, que tenía un singular placer en anunciar los sucesos poco lisonjeros, fue a su encuentro y le dijo:

-Ya tenemos otro enfermo en campaña. Sola se ha puesto muy mala.

-¿Qué tiene? -dijo el héroe con repentino dolor como presagiando una gran desgracia.

-Pues una pulmonía fulminante.

Si lo partiera un rayo, no se quedara Don   —146→   Benigno más tieso, más mudo, más parado, más muerto que en aquel momento estaba. Creía ver su dicha futura, sus risueños proyectos desplomándose como un castillo de naipes al traidor soplo del Guadarrama.

-Veámosla -dijo recobrando la esperanza, y corrió a la alcoba.

Sola le miró con cariñosos y agradecidos ojos. Quiso hablarle y la violenta tos se lo impedía. D. Benigno no pudo decir nada, porque indudablemente el corazón se le había partido en dos pedazos, y uno de estos se le había subido a la garganta. Al fin hizo un esfuerzo, quiso llenarse de optimismo, y echó una sonrisa forzada y dijo:

-Eso no será nada. Veamos el pulso.

¡Ay!, el pulso era tal, que Cordero, en la exaltación de su miedo, creyó que dentro de las venas de Sola había un caballo que relinchaba.

-Que venga D. Pedro Castelló, el médico de Su Majestad -exclamó sin poder contener su alarma-. Que vengan todos los médicos de Madrid... Diga usted, apreciable Hormiga, ¿desde cuándo se sintió usted mal?

-Desde ayer tarde -pudo contestar la joven.

-¡Y no había dicho nada!... ¡qué crueldad consigo mismo y con los demás!

  —147→  

-¡Ya se ve... no dice nada!... -vociferó Crucita-. ¡Bien merecido le está!... ¿Hase visto terquedad semejante? Esta es de las que se morirán sin quejarse... ¿Por qué no se acostó ayer tarde, por qué? ¡Bendito de Dios, qué mujer! Si ella tuviese por costumbre, como es su deber, consultarme todo, yo le habría aconsejado anoche que tomara un buen tazón de flor de malva con unas gotas de aguardiente... Pero ella se lo hace todo y ella se lo sabe todo... Silencio Otelo... vete fuera, Mortimer... No ladres, Blanquillo.

Y en tanto que su hermana imponía silencio al ejército perruno, el atribulado D. Benigno elevaba el pensamiento a Dios Todopoderoso pidiéndole misericordia.

Sin pérdida de tiempo hizo venir al médico de la casa, y a todos los médicos célebres precedidos por D. Pedro Castelló, que era el más célebre de todos.




ArribaAbajo- XV -

En tanto que esto pasaba en casa del vendedor de encajes, doña Jenara y Pipaón andaban atortolados por el ningún éxito de sus averiguaciones, y los días iban pasando y la   —148→   sombra o fantasma que ambos perseguían se les escapaba de las manos cuando creían tenerla segura. El terrible democracio albergado en la Trinidad resultó ser el más inocente y el más calavera de todos, hombre que jamás haría nada de provecho fuera de las hazañas en el glorioso campo del arte; gran poeta que pronto había de señalarse cantando dolores y melancolías desgarradoras. No sabiendo cómo lo recibiría la policía, acogiose a los frailes Trinitarios por indicación de Vega, que en aquella casa cumplió seis años antes su condena, cuando el desastre numantino. Los empeños de su familia y amigos le consiguieron pronto el indulto, y decidido a ser en lo sucesivo todo lo juicioso que su índole de poeta fuera compatible, solicitó una plaza en la Guardia de la Real Persona que le fue concedida más adelante.

Bretón, desesperado por las horribles trabas del teatro, marchó a Sevilla con Grimaldi, autor de la Pata de cabra. Vega, que luchaba con la pobreza y era muy perezoso para escribir, quería hacerse cómico y aun llegó a ajustarse en la compañía de Grimaldi. Considerando esto los amigos como una deshonra, pusieron el grito en el cielo; pero como los alimentos no podían sacar al poeta de su atolladero, fue preciso echar un guante para rescatarle,   —149→   por haber cobrado con anticipación parte del sueldo de galán joven. Grimaldi era un empresario hábil que sabía elegir la gente, y en su memorable excursión por Cádiz y Sevilla, dio a conocer como actriz de grandísima precocidad a una niña llamada Matilde, que a los doce años hacía la protagonista de La huérfana de Bruselas con extraordinario primor.

En Madrid, después de la marcha de Grimaldi, el teatro se alimentaba de traducciones. Algunas de estas fueron hechas por un muchacho carpintero, de modestia suma y apellido impronunciable. Era hijo de un alemán y hacía sillas y dramas. Fue el primero que acometió en gran escala la restauración del teatro nacional, para sacar al gran Lope del polvoriento rincón en que Moratín y los clásicos le habían puesto juntamente con los demás inmortales del siglo de oro. El infeliz ebanista que no podía ver representadas sus obras originales, traducía a Voltaire y a Alfieri y refundía a Rojas y al buen Moreto. Pero su estrella era tan mala que no logró abrirse camino ni hacer resonar su nombre en la república de las letras; y así pocos años después, la víspera del estreno de su gran obra original que le llevó de un golpe a las alturas de la fama, el lenguaraz satírico de la época,   —150→   el mal humorado y bilioso escritor a quien ya conocemos, decía: «Pues si el autor es sillero, la obra debe de tener mucha paja». El enrevesado nombre del ebanista nacido de alemán y criado en un taller fue, desde que se conocieron Los amantes de Teruel, uno de los más gloriosos que España tuvo y tiene en el siglo que corre.

Y el satírico seguía satirizando en la época a que nos referimos (1831); mas con poca fortuna todavía, y sin anunciar con sus escritos lo que más tarde fue. Se había casado a los veinte años, y su vida no era un modelo de arreglo, ni de paz doméstica. Recibió protección de D. Manuel Fernández Varela, a quien se debe llamar El Magnífico por serlo en todas sus acciones. Su corazón generoso, su amor a la esplendidez, a las artes, a las letras, a todo lo que fuera distinguido y antivulgar, su trato cortesano, las cuantiosas rentas de que dispuso hacían de él un verdadero prócer, un Mecenas, un magnate, superior por mil conceptos a los estirados e ignorantes señorones de su época, a los rutinarios y suspicaces ministros. Era la figura del Sr. Varela arrogante y simpática, su habla afabilísima y galante, sus modales muy finos. Vestía con magnificencia y adornaba el severo vestido sacerdotal con pieles y rasos tan artísticamente   —151→   que parecía una figura de otras edades. En su mesa se comía mejor que en ninguna otra, de lo que fueron testimonio dos célebres gastrónomos a quienes convidó y obsequió mucho. El uno se llamaba Aguado, marqués de las Marismas, y el otro Rossini, no ya marqués, sino príncipe y emperador de la Música.

El Sr. Varela protegió a mucha y diversa gente, distinguiendo especialmente a sus paisanos los gallegos; fundó colegios, desecó lagunas, erigió la estatua de Cervantes que está en la plazuela de las Cortes, ayudó a Larra, a Espronceda y dio a conocer a Pastor Díez.

Cuando vino Rossini en Marzo de aquel año le encargó una misa. Rossini no quería hacer misas... «Pues un Stabat Mater» le dijo Varela. El maestro compuso en aquellos días el primer número de su gran obra religiosa que parece dramática. El resto lo envió desde el extranjero. Cuentan que Varela le pagó bien.

Algunos números del célebre Stabat se estrenaron aquella Semana Santa en San Felipe el Real, dirigidos por el mismo Rossini, y hubo tantas apreturas en la iglesia que muchos recibieron magulladuras y contusiones y se ahogaron dos o tres personas en medio del tumulto. Rossini fue obsequiado, como es de suponer, atendida su gran fama. Tenía próximamente cuarenta años, buena figura, y su   —152→   hermosa cara, un poco napoleónica, revelaba, más que el estro músico y el aire de la familia de Orfeo, su afición al epigrama y a los buenos platos.

Habiendo recibido en un mismo día dos invitaciones a comer, una del Sr. Varela y otra de un grande de España, prefirió la del primero. Preguntada la causa de esta preferencia, respondió:

-Porque en ninguna parte se come mejor que en casa de los curas.

En efecto; la mesa de este generoso y espléndido sacerdote era la mejor de Madrid. A sus salones de la plazuela de Barajas concurría gente muy escogida, no faltando en ellos damas elegantes y hermosas, porque, a decir verdad, el Sr. Varela no estaba por el ascetismo en esta materia.

Pero allí la opulencia del señor y su misma gravedad de eclesiástico no permitían la confianza y esparcimientos de otras tertulias. La de Cambronero, por el contrario, era de las más agradables y divertidas, dentro de los límites de la decencia más refinada. Era el señor D. Manuel María Cambronero varón dignísimo, de altas prendas y crédito inmenso como abogado. Durante muchos años no tuvo rival en el foro de Madrid, y todos los grandes negocios de la aristocracia estaban a su   —153→   cargo. Fue en su época lo que posteriormente Pérez Hernández y más tarde Cortina. Su señora era castellana vieja, algo chapada a la antigua, y sus hijos siguieron diversos destinos y carreras. Uno de ellos, D. José, casó por aquellos años con Doloritas Armijo, guapísima muchacha, cuyo nombre parece que no viene al caso en esta relación, y sin embargo, está aquí muy en su lugar.

El primer pasante de Cambronero era un joven llamado Juan Bautista Alonso, a quien el insigne letrado tomó gran cariño, legándole al morir sus negocios y su rica biblioteca. Alonso, que más tarde fue también abogado eminente, político y filósofo de nota, tuvo en su mocedad aficiones de poeta, y por tanto, amistad con todos los poetas y literatos jóvenes de la época. Él fue, pues, quien introdujo en las agradabilísimas y honestas tertulias de Cambronero a Vega, Espronceda, Felipe Pardo, Juanito Pezuela, y por último, al misántropo, al incomprensible, al que ya se llamaba con poca fortuna Duende Satírico, y más tarde se había de llamar Pobrecito hablador, Bachiller Pérez de Murguía, Andrés Niporesas, y finalmente Fígaro.

Como Pipaón había de meterse en todas partes, iba también a casa de Cambronero. Jenara, sin que se supiese la causa, había disminuido   —154→   considerablemente sus tertulias; recibía poquísima gente, y sólo daba convites en muy contados días. En cambio, iba a la tertulia de Cambronero, donde hallaba casi todo el contingente de la suya, y además otras personas que no había tratado hasta entonces, tales como D. Ángel Iznardi, D. José Rives, D. Juan Bautista Erro y el conde de Negri.

También se veía por allí al joven Olózaga, pasante, como Alonso, en el bufete de Cambronero, si bien menos asiduo en el trabajo. Desde los principios del año andaba Salustiano tan distraído, que no parecía el mismo. Iba a las reuniones como por compromiso o por temor de que al echarse de menos su persona, se le creyese empeñado en conspiraciones políticas. Su mismo padre, D. Celestino, se quejaba de sus frecuentes ausencias de la casa. Tal conducta no podía atribuirse sino a dos motivos, política o amores. La familia y los conocidos, inclinándose siempre a lo menos peligroso, presumían que Salustiano andaba enamorado. Su buena figura, su elocuencia, sus distinguidos modales, la misma exaltación de sus ideas políticas y otras prendas de mucha estima, dándole desde su tierna juventud gran favor entre las damas, justificaban aquella idea. De repente, Jenara dejó de asistir también con puntualidad a las tertulias. El   —155→   público, que todo lo quiere explicar según su especial modo de ver, comentó aquellas ausencias con cierta malignidad, y hasta hubo quien hablara de fuga al extranjero en busca de apartadas y placenteras soledades, propicias al amor. Se daban pormenores, se refirieron entrevistas, se repitieron frases, y sin embargo, todo esto y lo demás que se dijo y que no es para contarlo, era un castillo aéreo levantado por las delicadas manos de la chismografía. Pero acontece que tales obras, con ser de aire, son más fáciles de levantar que de destruir, y así de día en día aquella iba tomando consistencia y alzándose más y engalanándose con torreones de epigramas y chapiteles de calumnias.




ArribaAbajo- XVI -

Mediaba el mes de Marzo cuando estas hablillas llegaron a su más alto grado de malicia. Jenara no recibía a nadie; pero no estaba enferma, porque a menudo se la veía en la calle o paseando en coche o visitando a personajes de alto copete.

Un día se encontraron ella y Pipaón en la antesala de la Comisión Militar. Jenara salía,   —156→   Pipaón entraba. Eran las cinco de la tarde hora excelente para el paseo en aquella estación.

-Iba a su casa de usted -le dijo D. Juan-, para prevenirla del peligro que corre...

-¡Yo! -exclamó la dama con gesto de orgullo-. ¿También yo corro peligro?

-También.

-¿Y por qué?

-Salgamos de esta caverna, señora, que si en todas partes oyen las paredes, aquí oyen las ropas que vestimos, hasta la sombra que hacemos sobre el suelo. Vámonos.

-¿Qué hay? -dijo la señora, extraordinariamente alarmada-. Quiero ver a Maroto.

-No recibe ahora... Salgamos y hablaremos. Principiaré diciendo a usted que hemos errado en todos nuestros cálculos. Buscábamos a nuestro amigo en casa de Cordero, en el convento de la Trinidad, en la cárcel de Corte, en el parador de Zaragoza, en el sótano de la botica de la calle de Hortaleza, en la habitación del jefe del guardamangier de palacio, y ahora resulta que no estaba en ninguno de estos parajes, sino...

-¿En dónde, en dónde?

-Salgamos de esta casa, señora -añadió Pipaón al poner el pie en el último peldaño-. Advierta usted que no digo está, sino estaba.

-Quiere decir que...

  —157→  

-Quiere decir que le han llevado a un sitio de donde ni usted ni yo podremos fácilmente sacarle.

-Bravo, bravísimo, señor D. Inservible... -dijo la dama, toda colérica y nerviosa, abriendo con mano firme la portezuela de su coche.

En este había una joven que acompañaba a Jenara en todas sus excursiones, y a la cual, según las lenguas cortesanas, galanteaba el bueno de Pipaón con más calor del que la simple urbanidad consiente. Acomodados los tres en el coche, D. Juan dijo a la dama que, siendo largo lo que tenía que contarle, convenía extender el paseo hasta Atocha. Así se convino y partieron.

-Beso a usted los pies, Micaelita -dijo después el cortesano-. ¿Y cómo está el señor D. Felicísimo?

-Furioso con usted porque no ha ido a verle en tres días.

-Esta noche iremos todos allá. Con esto que pasa y el continuo trabajo en que vivimos nos falta tiempo para dar pábulo...

-Ahora salimos con pábulos... -dijo Jenara impaciente y mal humorada-. Basta de pesadeces y dígame usted lo que tenía que decirme.

-Pábulo sí; digo que no hay tiempo para   —158→   satisfacer los puros goces de la amistad, ni aun los del corazón.

Micaelita bajó los ojos. Pintémosla en dos palabras. Era fea. Y si no lo fuera, ¿cómo la habría escogido Jenara para ser su inseparable compañera y usarla cual discreta sombra de que se valía la pícara para hacer brillar más la luz de su hermosura?

-Si empiezan las tonterías me voy a casa -dijo la dama hermosa-. Vamos, hable usted, D. Plomo.

-Paciencia, señora, paciencia. Dígame usted, ¿se permiten las malas noticias?

-Se permite todo lo que sea breve.

-Pues derramemos una lágrima aquí, en este sitio nefando...

Al decir esto el coche pasaba junto al torreón del Ayuntamiento donde estaba la Cárcel de Villa. Micaelita, que para todas las ocasiones tristes llevaba siempre apercibido un paternoster, lo rezó con pausa y devoción. Jenara se puso pálida y sacó su cabeza por la portezuela para mirar la torre.

-¡Allí! -exclamó señalando con el abanico y con sus ojos.

Vuelta a su posición primera, echó un suspiro casi tan grande como el torreón y habló así:

-Ahora, dígame usted dónde estaba.

  —159→  

-Donde menos creíamos. En casa de Olózaga.

-¿En casa de D. Celestino Olózaga?

-Calle de los Preciados.

-Usted bromea: no puede ser -manifestó la dama un poco aturdida-. Veo a Salustiano todos los días y nada me ha dicho.

-Esas cosas no se dicen.

-A mí sí... Hoy me lo dirá.

-No dirá nada, como no hable la torre.

-¿Por qué?... ¿También Olózaga ha sido preso?

-También está allí; ¡ay! -replicó lúgubremente Pipaón señalando la parte de la calle que iban dejando a la zaga.

-¡Qué atrocidad! Usted me engaña... Que pare el coche. Quiero entrar en casa de Bringas a preguntarle...

-Guarda, Pablo -dijo el cortesano deteniendo a la señora en su brusco movimiento para avisar al cochero-. El Sr. Bringas también...

-¿Está allí, en el torreón?

-No: a ese se le ha puesto en la de Corte.

-Iznardi me dirá algo... Cochero, a casa de Iznardi.

-¿Iznardi?... Ya pedí permiso para dar malas noticias, señora.

-¿También él?

  —160→  

-Y Miyar. Y la misma suerte habría tenido Marcoartú si no hubiera saltado por un balcón.

-Es una iniquidad. Yo hablaré a Calomarde -manifestó con soberbia la dama, echando atrás su mantilla, como si dentro del coche reinase un verano riguroso.

-¡Oh!, sí, hable usted a Su Excelencia -dijo el cortesano, con aquella sonrisa traidora que ponía en su cara un brillo semejante al del puñal asesino al salir de la vaina-. Su Excelencia desea mucho ver a usted.

-Dios maldiga a Su Excelencia y a usted -exclamó Jenara abriendo y cerrando su abanico con tanta fuerza y rapidez que sonaba como una carraca-. Pero todavía no me ha dicho usted lo principal.

-A eso voy. Nuestro amigo llegó aquí, según se supone, pues de cierto no lo sé, con recadillos de Mina, Valdés y demás brujos del aquelarre democrático. Estuvo oculto en Madrid por algunos días; luego pasó a Aranjuez y a Quintanar de la Orden para entenderse con ciertos militares que a estas horas están también a la sombra; regresó después acá concertando con Bringas, Olózaga, Miyar y compañeros mártires un plan de revolución que si les llega a cuajar ¡ay mi Dios!, se deja atrás a la de Francia... Nuestro buen amiguito   —161→   se pinta solo para estas cosas, y andaba por ahí llamándose Don No sé Cuántos Escoriaza.

-¿Y está usted seguro de que es él?

-Seguro, seguro no. Ahora será fácil saberlo, porque el Escoriaza está en la cárcel de Villa, y en la causa ha de salir su verdadero nombre... Sigo mi cuento. Un hombre dignísimo, tan enemigo de revoluciones como amante de la paz del reino, se enteró de la trama y avisó a Su Excelencia. Yo he visto las cartas del denunciante que se firma El de las diez de la noche, y si he de decir verdad su ortografía y su estilo no están a la altura de su realismo. Calomarde recompensó al desconocido dándole fondos para que pudiera seguir la pista a Escoriaza y los suyos, y con esto y un habilidoso examen de todas las cartas del correo, se hizo el hallazgo completo de los nenes, y anoche se les puso donde siempre debieran estar para escarmiento de bobos. Anoche no nos acostamos en Gracia y Justicia hasta no saber que los señores Alcaldes habían salido de su paso. ¡Ah!, esos señores Cavia y Cutanda valen en oro más de lo que pesan. No sé cuál de los dos fue a casa de Olózaga; pero un alguacil me ha contado que en el portal encontraron a Pepe y mandándole salir entraron con él en la casa y dieron al pobre D. Celestino   —162→   un susto más que mediano. Hicieron registro escrupuloso, encontrando, en vez de papeles de conspiración, muchas cartas de novias y queridas. Excuso decir que las leyeron todas, porque así cuadraba al buen servicio de Su Majestad, y cuando estaban en esta ocupación dulcísima, ved aquí que entra Salustiano muy sereno, con arrogancia, ya sabedor de que andaba por allí la nariz de los señores Alcaldes. El padre gimió, desmayose la hermana, siguió el registro dando por resultado el hallazgo de un sable, y a la media noche se llevaron a Salustiano a la Villa, y aquí se acabó mi cuento, arre borriquito para el convento... ¡Pobre Salustiano, tan joven, tan guapo, tan listo, tan simpático! ¡Desgraciado él mil veces, y desgraciado también ese amigo nuestro que ahora se esconde debajo del nombre de Escoriaza! Esta vez no escapará del peligro como tantas otras en que su misma temeridad le ha dado alas milagrosas para salir libre y triunfante... ¡Infelices amigos!

Micaelita, afectada por la tristeza del relato, volvió a cerrar los ojos y a rezar para sí el paternoster que tenía dispuesto para cuando lo melancólico de las circunstancias lo hiciera menester. Jenara seguía imprimiendo a su abanico los movimientos de cierra y abre, cuyo ruido semejaba ya por lo estrepitoso, más que   —163→   al instrumento de Semana Santa, al rasgar de una tela.

Durante un buen rato callaron los tres. Había entrado el coche en el paseo de Atocha cuando vieron que por este venía a pie D. Tadeo Calomarde, en compañía de su inseparable sombra el Colector de Espolios. Paseaba grave y reposadamente, con casaca de galones, tricornio en facha, bastón de porra de oro, y una vistosa comitiva de sucios chiquillos que admirados de tanto relumbrón le seguían. El célebre ministro, a quien Femando VII tiraba de las orejas, era todo vanidad y finchazón8 en la calle; si en Palacio adquirió gran poder fomentando los apetitos y doblegándose a las pasiones del Rey, frente a frente de los pobres españoles parecía un ídolo asiático en cuyo pedestal debían cortarse las cabezas humanas como si fuesen berenjenas. A su lado iba la carroza ministerial, un armatoste del cual se puede formar idea considerando un catafalco de funeral tirado por mulas.

-No le salude usted, ocúltese usted en el fondo del coche -dijo Pipaón con mucho apuro-. No conviene que la vea a usted.

Mas ella sacó fuera su linda cabeza y el brazo y saludó con mucha gracia y amabilidad al poderoso ídolo asiático.

-En estos tiempos -dijo la dama al retirarse   —164→   de la portezuela-, conviene estar bien con todos los pillos.

-Señora, que los coches oyen.

-Que oigan.

Seria, cejijunta, descolorida Jenara murmuró algunas palabras para expresar el desprecio que le merecía el abigarrado tiranuelo a quien poco antes saludara con tanta zalamería. En seguida dio orden al cochero de marchar a casa.

Pasaban por el Prado cuando Pipaón dijo con cierta timidez, precedida de su especial modo de sonreír:

-Señora, ¿se permite la verdad?

-Se permite.

-¿Aunque sea amarga?

-Aunque sea el mismo acíbar.

-Pues debo decir a usted que no puede ir a su casa.

-¡Que no puedo ir a mi casa!

-No, señora mía apreciabilísima, porque en su casa de usted encontrará al alcalde de Casa y Corte y a los alguaciles que desde la una de la tarde tienen la orden de prender a una de las damas más hermosas de Madrid.

-¡A mí! -exclamó la ofendida, disparando rayos de sus ojos.

-A usted... Triste es decirlo... pero si yo no lo dijera, sacrificando a la amistad el servicio   —165→   del Rey, la señora tendría un disgustillo. Ya está explicado este buen acuerdo mío de entretener a usted toda la tarde, impidiéndole ir a su casa y facilitándole como le facilitaré, un lugar donde se oculte.

-¡Presa yo!... No siento ira, sino asco, asco Sr. de Pipaón -exclamó la dama demostrando más bien lo primero que lo segundo-. ¿Por qué me persiguen?

-No sé si será por alguna denuncia malévola o causa de los papeles hallados en casa de Olózaga...

-Alto ahí, señor desconsiderado. En casa de Salustiano no se han encontrado papeles de mi letra porque no los hay.

-Perdones mil señora: no tuve intención...

-¡Presa yo!... será preciso que me oculte hasta ver... ¡Y yo saludaba a la serpiente!...

La rabia más que el dolor sacó dos ardorosas lágrimas a sus ojos; pero se las limpió prontamente con el pañuelo cual si tuviera vergüenza de llorar. Después rompió en dos el abanico. Al ver estas lamentables muestras de consternación, Micaelita se conmovió mucho, y sin pensarlo, se le vino a la boca el paternoster que de repuesto estaba. A la mitad lo interrumpió para decir a su amiga.

-Puedes venir a casa.

-Me parece muy bien. Nadie sospechará   —166→   que el Sr. Carnicero oculta a los perseguidos de la justicia Calomardina... Cochero, a casa de Micaelita.




ArribaAbajo- XVII -

Hacia el promedio de la calle del Duque de Alba vivía el Sr. D. Felicísimo Carnicero, del cual es bien que se hable en esta ocasión, no sólo porque se prestó a dar asilo a la afligida amiga, sino porque dicho señor merece un párrafo entero y hasta un capítulo. Era de edad muy avanzada, pero inapreciable, porque sus facciones habían tomado desde muy atrás un acartonamiento o petrificación que le ponía, sin que él lo sospechara, en los dominios de la paleontología. Su cara, donde la piel parecía haber tomado cierta consistencia y solidez calcárea, y donde las arrugas semejaban los hoyos y los cuarteados durísimos de un guijarro, era de esas caras que no admiten la suposición de haber sido menos viejas en otra época. Fuera de esta apariencia de hombre fósil, lo que más sorprendía en la cara de don Felicísimo era lo chato de su nariz, la cual no avanzaba fuera de la tabla del rostro más que lo necesario para que él pudiera   —167→   sonarse Y la chateza (pase el vocablo) del señor Carnicero era tal que no se circunscribía al reino de la nariz sino que daba motivo a que el espectador de su merced hiciera las suposiciones que vamos a apuntar. Todo el que por primera vez contemplaba al Sr. D. Felicísimo, suponía que su rostro había sido hecho de barro o pasta muy blanda, y que en el momento en que el artista le daba la última mano, la máscara se deslizó al suelo cayendo de golpe boca abajo, con lo que aplastada la nariz y la región propiamente facial resultó una superficie plana desde la raíz del cabello hasta la barba. El espectador suponía también que el artista, viendo cómo había quedado su obra, la encontró graciosa y echándose a reír la dejó en tal manera.

Ahora pongamos el santo en su nicho. A esta máscara chata, de color de tierra, rugosa y dura, añadamos primero por la parte superior un gorro negro que hasta el campo de las orejas se encaja y tiene su coronamiento en una borlita que ora se inclina al lado derecho, ora al izquierdo. Añadámosle por debajo un corbatín negro a quien sería mejor llamar corbatón, tan alto que por ciertas partes se junta con el gorro, dejando escapar algunos cabellos rucios, que a hurtadillas salen a estirarse al aire y a la luz, recordando aún con   —168→   tristeza suma las grasas olientes que han tenido en el pasado siglo. Desde los dominios de la corbata, en cuyas paredes metálicas parece tener cierto eco la voz de D. Felicísimo, pongamos un revuelto oleaje de pliegues negros, el cual o no es cosa ninguna o debe llamarse levitón, más que por la forma, por el ligero matiz de ala de mosca que en las partes más usadas se advierte; derivemos de este9 levitón dos cabos o brazos que a la mitad se enfundan en manguitos verdes con rayas negras como los mandiles de los maragatos, y hagamos que de las bocas de esos manguitos salgan, como vomitadas, unas manos, de las cuales no se ven sino diez taponcillos de corcho que parecen dedos. El resto de la persona no puede verse porque lo ponemos detrás de la mesa, la cual está cubierta de negro hule que en ciertos sitios pasaría por playa, a causa de la arenilla que en ella se extiende. Es mesa de camilla, y una faldamenta verde la tapa toda honestamente, la cual enagua no se mueve sino cuando el gato entra para enroscarse en la banqueta junto a los pies de D. Felicísimo. Encima de la mesa, se ve un Cristo pequeño atado a la columna, con la espalda en pura llaga y la soga al cuello, obra de un realismo espantoso y aterrador que se atribuye al célebre Zarcillo. La escultura está a la derecha y   —169→   vuelve su rostro dolorido y acardenalado al D. Felicísimo, cual si le pidiera informes y cuentas, más que de los azotes que le han dado los judíos, de los motivos porque está en aquella mesa y entre tal balumba de legajos como allí se ven. Son papeles atados con cintas rojas, paquetes de cartas y algunos libros de cuentas, cuyas sebosas tapas indican los años que llevan de servicio. La escribanía es de cobre, pues aunque D. Felicísimo posee algunas de plata, no las usa, y en la que allí está los dos cántaros amarillos tienen tinta y arena para seis meses. Las plumas de puro mosqueadas no tienen color, y hay un pisa-papeles que es la pezuña de un cabrón imitada en bronce, y está tan al vivo que no le falta más que correr.

En aquella mesa escribe casi todo el día el Sr. Carnicero, a quien el peso de los años no estorba para seguir trabajando; allí toma su chocolate macho con bollo maimón; allí come su cocidito con más de vaca que de carnero, algo de oreja cerdosa y algunas hilachas de jamón que el vacilante tenedor busca entre los garbanzos azafranados; allí duerme la siesta, echando la cabeza sobre las orejeras del sillón; allí se le sirve la cena que empieza invariablemente en migas esponjosas y acaba en guisado de ternera, todo muy especioso y aromático;   —170→   allí cuenta el dinero que es, según dicen, el más constante de sus visitadores, y se desliza sin hacer ruido por entre sus dedos alcornoqueños, cual si por virtud rara también el oro se sometiese a tomar las apariencias del corcho o del pergamino en aquel imperio del silencio; allí recibe a los que van a ocuparle, y son por lo general clérigos o frailes, y allí está cuando entran Jenara, Pipaón y Micaelita.

Era ya de noche. Un gran candil de cuatro mecheros, de los cuales sólo dos estaban encendidos, echaba luz no muy copiosa, que la pantalla dirigía sobre el pupitre. Al sentir gente, D. Felicísimo alzó la pantalla de cobre y entonces la claridad le hirió de frente en su cara plana, que parecía un bajo-relieve gótico, roído por los siglos. Pero esto duró poco tiempo, porque abatiendo la pantalla, volvió la luz a caer forzosamente sobre los papeles como un estudiante desaplicado a quien se obliga a no apartar la vista de los libros.

-¡Oh!... gratias tibi Domine... Bendito Pipaón, ¿usted por aquí? -dijo D. Felicísimo con agrado-. ¡Oh! ¿Es Jenarita? La misma que viste y calza. Sea muy bien venida a esta humilde morada. ¡Cuánto bueno por aquí!

  —171→  

Y alzando la voz, que era chillona y desapacible, prosiguió:

-Sagrario, Sagrario, ven, mira quién está aquí. Micaelita, di a tu tía que venga, y de paso da una voz en la cocina para que me traigan la cena.

Mientras viene doña María del Sagrario, hija del Sr. D. Felicísimo, demos acerca de este señor las noticias que son necesarias. Llevaba más de cuarenta años en la profesión de agente de negocios eclesiásticos, y le había sido tan favorable la fortuna que, según el dicho público, estaba podrido de dinero. Por los rótulos de los legajos y papeles que sobre su mesa estaban, podía venirse en conocimiento de la multiplicidad de asuntos que bajo el dominio de sus talentos agenciales caían. Él contemplaba con no disimulado embeleso los dichos rótulos, asemejándose, aunque esté mal la comparación, a un borracho que antes de beber se deleita leyendo las etiquetas de las botellas. Por un lado se leía Subcolecturía de Espolios, Vacantes, Medias Annatas y Fondo pío beneficial del obispado de León; por otro Santa Iglesia Metropolitana de Granada; más allá Juzgado ordinario de Capellanías, Patronatos, Visita Eclesiástica, etc.; junto a esto Tribunal de Cruzada, y al lado Racioneros medios patrimoniales de Tarazona,   —172→   Arcedianato de Murviedro o Señores Pabordres de Valencia; al opuesto extremo Agustinos Descalzos; más lejos Reyes Nuevos de Toledo, o bien, Nuestra Señora del Favor de Padres Teatinos.

Preciso es decir que D. Felicísimo se había distinguido siempre por su celo y actividad en despachar los mil y mil asuntos que se le confiaban. Les tomaba cariño, mirándolos como cosa propia, y ponía en ellos sus cinco sentidos y su alma toda en tal manera que llegó a identificarse con ellos y a asimilárselos, trayéndolos como a formar parte de su propia sustancia. Así no había en su larga vida suceso ni accidente que no se confundiera con cualquier negocio de su lucrativa profesión, y así jamás contaba cosa alguna sin empezar de este o parecido modo: Cuando el señor Vicario Foráneo de Paterna venía a esta casa, o bien así: Cuando me convidó a comer el Padre Prepósito de Portaceli...

Otra afición también muy vehemente, aunque secundaria, reinaba en el espíritu de nuestro insigne Carnicero; era la afición a los Toros, fiesta que, si no existieran los negocios eclesiásticos, sería para él cosa punto menos que sagrada. Como ya era tan viejo y no salía ya de casa, contentábase con hablar de los Toros pretéritos, poniéndolos cien codos más altos   —173→   que los presentes y en estas conversaciones también era común oírle decir: «Cierto día en que Sentimientos y el señor Rector del Hospital de Convalecencia de Unciones vinieron a buscarme para ir a ver el encierro...» u otra frase por el estilo.

La cantidad de dinero que D. Felicísimo había ganado en tantos años de actividad, celo y honradez, no era calculable. Algunos la hacían subir a un número grande de talegas, otros reducían un poco la cifra; pero el vulgo y los vecinos juraban que siempre que se daba un golpe en los tabiques de la casa de Carnicero o en el lienzo de los cuadros viejos que allí tenía, sonaba un cierto tintineo como de monedas anacoretas que en todos los huecos y escondrijos habitaban, huyendo del mundo y sus pompas vanas. Él gastaba poco, tan poco que se había llegado a hacer la ilusión de que era pobre, siendo rico. Contaban que para ilusionar a los demás en esta materia se negaba con tenacidad heroica a dar dinero, y ya podían irle con lamentos los menesterosos, que así les hacía caso como si fueran predicadores moros. Únicamente se desprendía de alguna cantidad siempre que mediaran garantías y un interés módico, así así como de diez por ciento al mes u otra friolera semejante.

La casa en que vivía era de su propiedad y   —174→   estaba toda blanqueada, sin papeles ni pinturas, con las vigas del techo apanzadas cual toldo de lienzo. Era de un solo piso alto, antiquísima, y en invierno tenía condiciones inmejorables para que cuantos entraban en ella se hicieran cargo de cómo es la Siberia. Había sido edificada en los tiempos en que la calle del Duque de Alba se llamaba de la Emperatriz, y ya, con tan largos servicios, no podía disimular las ganas que tenía de reposarse en el suelo, soltando el peso del techo, estirándose de tabiques y paredes para sepultar su cornisa en el sótano y rascarse con las tejas de su cabeza los entumecidos pies de sus cimientos. Pero D. Felicísimo que no consentía que su casa viviera menos que él, la apuntaló toda, y así desde el portal se encontraban fuertes vigas que daban el quién vive. La escalera, que partía de menguados arcos de yeso, también tenía dos o tres muletas, y los escalones se echaban de un lado como si quisieran dormir la siesta. Arriba los pisos eran tales, que una naranja tirada en ellos hubiera estado rodando una hora antes de encontrar sitio en que pararse, y por los pasillos era necesario ir con tiento so pena de tropezar con algún poste, que estaba de centinela como un suizo con orden de no permitir que el techo se cayera mientras él estuviese allí.

  —175→  

D. Felicísimo era toledano, no se sabe a punto fijo si de Tembleque o de Turleque o10 de Manzaneque, que los biógrafos no están acordes todavía. Estuvo casado con doña María del Sagrario Tablajero, de la que nacieron Mariquita del Sagrario y Leocadia. De esta, que casó pronto y mal con un tratante en ganado de cerda, nació Micaelita, que se quedó huérfana de padre y madre a los seis años. Esta Micaelita era, pues, heredera universal del Sr. D. Felicísimo, circunstancia que, a pesar de su escasa belleza, debía hacer de ella un partido apetitoso. Sin embargo, habiendo tenido en sus quince años ciertos devaneos precoces con un muchacho de la vecindad, quedó muy mal parada su honra. El mancebo se fue a las Américas, D. Felicísimo enfermó del disgusto, doña María del Sagrario, tía de la joven, enfermó también; divulgose el caso, salió mal que bien de su paso Micaelita, y desde entonces no hubo galán que la pretendiera. Cuentan los cronistas toledanos que desde entonces se arraigó en Micaelita la piadosa costumbre de reservar un Padrenuestro para todas las ocasiones apuradas en que se encontrase.

Pasados algunos años, la situación de la joven había cambiado: su carácter agriándose en extremo la hacía menos simpática aún de   —176→   lo que realmente era. Su abuelo, que entrañablemente la amaba, le permitía frecuentar la sociedad y gastar algo en tocados y ropas de moda. Ella quería borrar su mancha; pero no lo podía conseguir, careciendo de aquellas prendas que fácilmente inspiran el perdón o el olvido. Lo singular es que a su mal genio unía un cierto orgullito sobremanera repulsivo y que sin duda nacía de su seguridad de enriquecer considerablemente al fallecimiento del abuelo.

Todas las noches del año, en el de 1831, luego que D. Felicísimo con un mediano vaso de vino echaba la rúbrica a su cena (frase de D. Felicísimo), se levantaba de aquella especie de trono, y tomando con su propia mano el candil de cuatro mecheros se dirigía a la sala, donde ya doña María del Sagrario había encendido una lámpara de las llamadas de Monsieur Quinquet, y allí se encontraba a varios amigos que se reunían en amena tertulia. La estancia era como una gran sala de capítulo conventual; pero estaba blanqueada, sin más adorno que un gran cuadro del Purgatorio donde ardían hasta diez docenas de ánimas. Dos cortinas de sarga, cuya amarillez declaraba haber sido verde, cubrían los balcones, y por las cuatro paredes se enfilaban en batería tres docenas de sillas de caoba con el respaldo tieso   —177→   y el asiento durísimo. Cuatro sillones de cuero claveteado, contemporáneo del cuadro de las Ánimas del Purgatorio, si no del Purgatorio mismo, servían para la comodidad relativa; una urna con imagen vestida servía para la devoción, y una mesa que parecía pila bautismal para que dieran golpes sobre ella los de la tertulia. D. Felicísimo entraba diciendo, Pax vobis y después saludaba sucesivamente a sus amigos.

-Buenas noches, Elías ¿cómo te va?... Señor conde de Negri, buenas noches... Buenas noches, Sr. D. Rafael Maroto.




ArribaAbajo- XVIII -

Veamos ahora lo que pasó aquella noche. Jenara tomó asiento en el despacho del señor D. Felicísimo, y Pipaón, acercándose a este, le habló un poco al oído para contarle lo que a la dama le pasaba. A cada dos palabras que oía, D. Felicísimo articulaba una especie de chillido, un ji ji, que más tenía de suspiro que de interjección y que al mismo tiempo expresaba hipo y burla.

-Bueno, bueno -murmuró el anciano moviendo la cabeza en ademán de conciliación-.   —178→   En mi casa no será molestada; yo le respondo de que no será molestada, ji ji.

-Gracias -dijo la dama secamente tratando de darse aire con los restos de su abanico.

-El Sr. D. Miguel de Baraona y yo fuimos muy amigos -añadió Carnicero, volviendo a Jenara su faz plana, fría, sin expresión de sentimiento alguno-, pero muy amigos. Cuando aquellas cuestiones de la Santa Iglesia Colegial de Vitoria con los Canónigos cuartos11 de frutos de Calahorra, vino aquí don José Marqués, canónigo entero, D. Vicente Morales, racionero medio y D. Andrés de Baraona, canónigo cuarto12 de optación, hermano de su abuelo de usted que también vino. Yo le conseguí el arcedianato de Berberiega para su primo. ¡Cuántas tardes pasamos juntos en este despacho hablando de sermones y Toros! Era en los tiempos de Pedro Romero y dicho se está que había materia para dos buenos aficionados como nosotros. Si el señor de Baraona viviera se acordaría de cuando vimos la cogida de Pepe-Hillo y la célebre cornada de José Cándido, motivada por haberse escupido el toro, con lo que se atolondró José y quiso matarlo fuera de la jurisdicción, recibiendo un encontronazo...

Estas últimas frases no las dirigía D. Felicísimo a Jenara, sino a cierto personaje, desconocido   —179→   para nosotros, que a su lado estaba y había entrado poco antes que nuestros amigos. Era un joven de aspecto más bien ordinario que fino, de rostro tan salpicado de viruelas, que parecía criba, de complexión sanguínea y algo gigántea; de ajustada chaqueta vestido, con el pelo corto y la frente más corta acaso. Su facha, su traje y cierta expresión inequívoca que impresa en su rostro estaba como un letrero, decían que aquel hombre era del gremio de tablajeros, cortadores o tratantes en carnes. Los tres oficios había tenido, mas con tan poco aprovechamiento, que los cambió por una plaza de demandadero en la cárcel de Villa. Era hijo de una antigua sirviente de D. Felicísimo y este le había criado en su casa y le tenía bastante cariño. Pedro López, por otro nombre Tablas (que así le bautizaron en el Matadero), respetaba mucho a su protector. Iba a verle diariamente al anochecer, se sentaba a su lado, le hablaba un poco de la cárcel, de becerros si era invierno y de Toros si era verano; después le servía la cena, y por último le acompañaba a rezar el rosario, devoción a que no faltó D. Felicísimo ni en un solo día de su vida.

Doña María del Sagrario no tardó en venir. Era una señora que aparentaba más edad de la que realmente tenía, por causa de una   —180→   lamentable emigración de todos los dientes de su boca, no quedando en aquellos reinos más que algunas muelas, que temblando habían pedido también sus pasaportes. Ella no tenía pretensiones de belleza ni aun de buen parecer, y así su elegancia era la sencillez, su perfumería la limpieza y su peinado un trabajo simplicísimo. Este consistía en recoger en una sola trenza los cabellos fieles que le quedaban y hacer con esta un moño chiquito, el cual, atravesado de una horquilla o flecha, como corazón simbólico, parecía una limosna de cabellos enviada por el Cielo sobre su cráneo, que iba igualando a las encías en sus condiciones de país desierto. Por lo demás, Doña María del Sagrario era bondadosa, de excelente corazón y de mucho palique; pero tanto desentonaba su voz, por causa de estar su boca tan solitaria como casa de mostrencos, que las palabras parecían salir y entrar por aquellas cavidades jugando y haciendo cabriolas. Cuando reía creeríase que lloraba, y cuando regañaba a la criada parecía mandar un batallón, y el rezar era en ella como un soplamiento de fuelles rotos.

-Mucho nos honra usted, Jenarita -le dijo besándola- con aceptar nuestra hospitalidad. Eso no será nada. Algún mal entendido. ¡Es tan fácil ahora que los buenos se confundan con los pícaros! Ayer mismo ¿no apalearon   —181→   en esta calle al sacristán de la V. O. T. por confundirlo con un pícaro zapatero que fue condenado a horca y luego indultado en el llamado tiempo constitucional, que ni fue tal tiempo ni cosa que lo valga?

-Sagrario, mucha conversación es esa, ji ji -dijo a este punto D. Felicísimo-. Jenarita no es persona con quien debemos gastar cumplidos ni etiquetas; por tanto, tráeme mi cena, que la gusana me dice que es hora.

Poco después el Sr. Carnicero tenía delante la servilleta en lugar del papel y la cuchara en vez de la pluma. Tras los primeros bocados, habló así:

-No es extraño, Jenarita, que con la marcha que lleva este Gobierno por el camino de la francmasonería, sean perseguidos los buenos españoles. Ese pobre Rey se ha entregado en manos de la herejía y del democratismo; la Reina nos quiere embobar con músicas pero no le valdrán sus mañas para hacernos tragar la sucesión de su hija Isabelita, que así será reina de España como yo emperador de la China, ji ji. Ellos ven venir el nublado y se preparan, pero nosotros nos preparamos también... y es flojita cosa la que defendemos... así como quien no dice nada, la religión sacratísima, el trono español y nuestras costumbres tradicionales, puras, nobles y sencillas.   —182→   ¡Ah!, perdóneme usted, Jenarita, me olvidé de decirle si gustaba cenar. Pero aquí no andamos con etiquetas y en mi casa todo es llaneza y confianza.

-Gracias -repuso Jenara que solicitada de otros pensamientos no había oído ni una sola palabra del discurso del Sr. Carnicero.

Pipaón y Micaelita cuchicheaban en la sala inmediata y doña María del Sagrario había ido a preparar la cena para todos, lo que requería no poca habilidad por haber aumentado las bocas y no los manjares. Tablas servía la cena al Sr. D. Felicísimo, el cual le hablaba de este modo:

-Pues volviendo a lo que te decía cuando entraron estos señores, el toreo está ahora tan por los suelos que no se puede hablar de él sin que se le caiga a uno la cara de vergüenza. Y no me digan que se ha fundado un Conservatorio de Tauromaquia. Tonto de capirote es el que lo inventó. Yo admiro a Don Pedro Romero, yo le tengo por un Cid de los tiempos modernos; por eso no quisiera verle hecho un catedrático de brega. Mira tú, los toreros de hoy dan asco... Si el Señor Omnipotente te hubiera querido hacer el favor de criarte en aquel tiempo en que todo era mejor que ahora, todo, todo; en que era más honrada   —183→   la gente, más rico el país, más barata la comida, más guapas las mujeres, más religiosos los hombres, más valientes los militares, más benigno el frío, más alegre el cielo, más honestas las costumbres, más bravos los toros y más, mucho más hábiles los toreros... ji ji... ¿por qué te ríes?

El hipo de D. Felicísimo arreció de tal modo que hubo de pararse un rato para tomar aire. Después prosiguió así:

-Si hubieras vivido en aquel feliz tiempo, te habrías desbaratado de gusto viendo en medio del redondel a Joaquín Rodríguez, por otro nombre Costillares, o a José Delgado, mi amigo queridísimo, por otro nombre Pepe-Hillo. Me parece que le estoy mirando, cuando el toro se ceñía. Entonces tenías que ver su serenidad y destreza, ji. Él lo llamaba de frente, tomando la rectitud de su terreno conforme las piernas que le advertía la fiera, y luego que le partía, ji, le empezaba a cargar y tender la suerte, ¿entiendes? Con este quiebro el toro se iba desviando del terreno del diestro y cuando llegaba a jurisdicción, le daba el remate seguro, ji, ji, ji.

Con las cabezadas que daba D. Felicísimo brillaban sus ojos en el semblante plano como los agujeros de una palmeta. Al mismo tiempo su mano armada de tenedor tomaba las   —184→   actitudes toreriles amenazando el vaso de vino, puesto en el lugar del tintero.

-Señora, usted se aburrirá con esta conversación mía -dijo el anciano contemplando a Jenara que estaba con los ojos bajos-. Como aquí no hay cumplimientos, que es palabra compuesta de cumplo y miento, ni las pamemas que llaman etiqueta, yo hablo de lo que más me gusta, ji. Este buen Tablas es un chiquilicuatro que por no tener alma no ha emprendido el oficio de mirar cara a cara a la cuerna, y está de demandadero en la cárcel de Villa. Si no tuviera el defecto de coger sus monas los lunes y aun los martes, sería un cumplido muchacho, siempre que se corrigiera del vicio de sobar las cuarenta.

Tablas se ruborizó al oír su panegírico.

-Jenarita, venga usted a cenar -dijo Sagrario entrando-. Deme usted su mantilla.

Don Felicísimo había concluido.

-Hija, ¿ha venido esta tarde el padre Alelí? -preguntó.

-No ha parecido Su Reverencia.

-¿No se sabe nada de la pupila de Benigno Cordero, que está con pulmonía?

-Iba mejor, pero ha recaído. ¡Cristo, qué desgracia! -exclamó Sagrario en un desentono tan singular que parecía enjuagarse la boca con las palabras-. Cruz fue esta tarde   —185→   a la iglesia y me dijo que el pobre Benigno está como alma en pena. Va a la botica por las medicinas y se deja el sombrero sobre el mostrador, habla solo y cuando vende no cobra y cuando cobra no da la vuelta, y cuando la da, da oro por cobre.

-Es un alma de cántaro, ji... Tablas, ve después a preguntar por la enferma. Benigno es loco, pero es paisano y le aprecio... Jenarita, ¿por qué tiene usted ese aire de tristeza y abatimiento? Aquí no hay nada que temer. Estamos en sagrado, es decir en una casa pura y absolutamente, ji ji... apostólica.

Jenara no cenó. Había perdido el apetito, y la especial manera de guisar que en aquella casa había no era la más a propósito para despertarlo. A esta feliz circunstancia de la desgana de un convidado, debió Pipaón que le tocara algo, aunque no fue mucho, según consta en las crónicas que de aquellos acontecimientos quedaron escritas.

Levantose Jenara de la mesa antes que los demás para decir una cosa importante al señor D. Felicísimo, que aún no había salido de su guarida, y al llegar a la puerta de esta, oyó la voz del anciano muy desentonada y colérica. Decía así:

  —186→  

-Ladrón, verdugo, borracho, no te daré un maravedí aunque te me pongas de rodillas delante y me enciendas velas. Yo no soy bueno, yo no soy santo; no pienses que me embobarás con tus lisonjas. ¿Tengo yo alguna mina, ji? ¿Acuño moneda, ji? Quítateme, ji, de delante y púdrete si quieres. No hay un cuarto; hoy no se fía aquí. Toca a otra puerta, muérete, revienta, pégate un tiro y si no basta, ji, ji... te pegas dos o media docena.

Con voz humilde y ahogada por la pena, Tablas habló después para pintar con las frases más amañadas la enormidad de su apuro, y Carnicero redobló sus negativas, sus bufidos, sus hipos, todo en defensa de su bolsa. Jenara no necesitó oír más, y al punto renunció a decir a D. Felicísimo lo que había pensado. Mujer de recursos intelectuales, improvisaba planes con la celeridad propia de todo grande y fecundo ingenio.

La campanilla sonó y Tablas fue a abrir la puerta. Llegaron tres señores que se dirigieron a la sala, donde Sagrario acababa de poner luz. Entrando otra vez en el comedor la dama vio que Pipaón y Micaelita no parecían disgustados de hallarse juntos. Sagrario andaba por la cocina riñendo con la criada, en lenguaje discorde e inarmónico, semejando un órgano que tuviera todos los tubos agujereados. Jenara   —187→   volvió al pasillo, que era largo, complicado, anguloso y a causa del blanqueo daba más cuerpo a las sombras que sobre él caían. Allí vio la atlética figura de Tablas que salía del cuarto del señor, y dirigiéndose a un ángulo oscuro donde estaban algunos muebles viejos como en destierro, dejábase caer sobre una silla y apoyaba la cabezota en ambas manos mirando al cielo. Jenara se llegó a él. Era el ángel del consuelo.




ArribaAbajo- XIX -

-¿Cómo te va, Elías? Señor conde de Negri, buenas noches. Buenas noches, Sr. D. Rafael Maroto.

Así saludó D. Felicísimo a sus amigos, entrando en la sala, candilón en mano. Como aún no le hemos visto andar, no hemos podido decir que andaba a pasitos cortos, muy cortos, y así tardó una buena pieza en llegar al centro de la estancia. Viose entonces la longitud de su levitón negro, el cual le llegaba hasta los pies, de modo que no parecía que andaba, sino que estaba fijo sobre una tablilla con ruedas de la cual tirara con lentitud   —188→   una invisible mano. Puso el candilón sobre la mesa, y como la vecindad de la lámpara hacía que aquel palideciera de envidia, lo apagó.

-Usted siempre tan fuerte -dijo uno de los amigos dando un palmetazo en la rodilla de Carnicero.

Era este amigo un señor pequeño, o por mejor decir, archipequeño, adamado y no muy viejo.

-Defendiéndonos admirablemente -repuso Carnicero cogiéndose una pierna con las manos y levantándola para ponerla sobre la otra.

-Un cigarrito -dijo aquel de los amigos que llamaban Maroto, y era el más joven de los tres, de buena presencia, bigotudo y con señalado aspecto marcial.

El conde de Negri, con el cigarrito en la boca, sacó eslabón y piedra y empezó a echar chispas. Durilla era la faena y la mecha no quería encenderse.

-¡Maldito pedernal! -murmuró el señor conde.

Y las chispas iban en todas direcciones menos en la que se quería. Una fue a estrellarse en la cara plana de D. Felicísimo como un proyectil ardiente en la muralla de un bastión formidable, otra parecía que se le quería meter por los ojos al propio señor conde, y chispa   —189→   hubo que llegó hasta el cuadro de Ánimas dando instantáneamente un resplandor verdadero a aquel Purgatorio figurado. Al fin prendió la mecha.

-¡Gracias a Dios que tenemos fuego! -dijo D. Felicísimo entre dos hipos-. Con estos tubos de vidrio que han inventado ahora para encerrar las luces, no se puede encender en las lámparas.

En tanto el tercero de los amigos, que era bastante anciano y se distinguía por la curvatura exagerada de su nariz, había puesto unos papeles sobre la mesa, y los miraba y revolvía atentamente. De repente dijo así:

-No hay que contar con Zumalacárregui.

-¡Todo sea por Dios! -exclamó Carnicero-. ¿Ha escrito? Pues a mi carta no se dignó contestar. ¿Sigue en el Ferrol?

-Pues nos pasaremos sin él -indicó el conde de Negri-. La causa revienta de partidarios, quiero decir que los tiene de sobra en todas las clases de la sociedad, y así no es bien que solicite coroneles, como es uso y costumbre entre liberalejos.

-Ya sabemos -dijo con tono de autoridad el llamado Elías alzando los ojos del papel-, que la causa que defendemos es legalmente una batalla ganada. Habiendo sucesor varón no puede suceder una hembra.   —190→   Moralmente también es cosa fuera de duda. El clero en masa apoya al partido de la religión y con el clero la mayoría del reino, y la aristocracia.

-Y el ejército -declaró el conde pequeñito, plegando mucho los párpados porque le ofendía la luz.

-Eso está por ver -replicó Elías Orejón-. Desde la guerra de la Independencia, el ejército, lo mismo que la marina, están carcomidos por la masonería. La revolución del 23 obra fue de los masones militares; las intentonas de estos años también son cosa suya, y en estos momentos, señores, se está formando una sociedad llamada la Confederación Isabelina, en la que andan muchos pajarracos de alto vuelo, y que por el rotulillo ya da a entender a dónde va. Necesitamos...

-¡Claro, clarísimo, indubitable! -exclamó Carnicero, que deseaba meter baza, por no hallarse conforme con su amigo en aquel tema.

-Necesitamos -prosiguió el otro alzando la voz en señal de enojo por verse interrumpido-, necesitamos, aunque el escrupuloso señor Infante no lo crea así, asegurar y comprometer aquellas cabezas militares más potentes. Ya se puede decir que son de acá los siguientes señores: el conde de España, capitán general   —191→   del Principado; el Sr. González Moreno, gobernador militar de Málaga...

-Buenos, buenos, bonísimos -dijo Carnicero, que no podía contener sus ganas de interrumpir a cada instante.

Orejón citó otros nombres, añadiendo luego.

-En el ramo de hombres civiles o eclesiásticos de gran nota, andamos a la conquista del Sr. Abarca, obispo de León, y de D. Juan Bautista Erro, consejero de Estado, a los cuales sólo les falta el canto de un duro para caer también de la parte acá.

-Bueno es que los clérigos y hombres civiles vengan -dijo Maroto- pero por santa y gloriosa que sea la causa de Su Alteza, y yo doy de barato que es la causa de Dios, no se hará nada sin tropa.

-¿Y los voluntarios realistas?

-Son buenos como auxilio; pero nada más. Denme generales aguerridos, jefes de valor y prestigio, y el día en que D. Fernando acabe, que no tardará, al decir de los médicos, don Carlos será Rey por encima de todas las cosas.

-Eso, eso -afirmó Elías sentando la palma de su mano sobre los papeles- generales aguerridos, jefes militares de valor y prestigio; al grano, al grano.

-Todo vendrá -indicó Carnicero- cuando   —192→   el caso llegue. Cuando se cuenta, como ahora, ji, con el santo clero en masa, capaz de alzar en masa al reino todo, como en la guerra de la Independencia, lo demás vendrá por sus pasos contados. En cartas y por manifestaciones verbales, me han demostrado su conformidad las siguientes órdenes y religiones: los Agustinos calzados de Madrid, la Congregación benedictina Tarraconense Cesaraugustana de la corona de Aragón y de Navarra, los Menores de San Francisco, los Agustinos Recoletos o Calzados, los Canónigos seglares del Orden Premonstratense...

-Espadas, espadas -dijo bruscamente Maroto- y con espadas, no sólo no estarán demás las correas y rosarios, sino que servirán de mucho.

-Y yo -indicó el conde de Negri dirigiéndose al balcón a punto que sonaba en la calle el estrepitoso rodar de un coche- me atrevo a proponer que todas las conquistas se pospongan a la conquista del vecino.

El coche paró junto a la casa. Era el carruaje de Calomarde, que vivía frente por frente de Carnicero, en el palacio del duque de Alba.

-Su Excelencia ha entrado en su palacio -dijo el conde de Negri, atisbando por los vidrios verdosos y pequeñuelos de uno de los balcones.

  —193→  

-Todo se andará -manifestó D. Felicísimo-. La conversación que tuvimos él y yo hace dos días, me hace creer que D. Tadeo tardará en ser apostólico lo que tarde Su Majestad en tener, ji, el ataque de gota que corresponde al otoño próximo.

-Y si no -dijo Negri tornando a su asiento-, le barrerán. Después veremos quién toma la escoba... ¡Cuidado con doña Cristina y qué humos gasta! Si creerá que está en Nápoles y que aquí somos lazzaronis... ¿Pues no se atrevió a pedir mi destitución del puesto que tengo en la mayordomía del señor Infante? Gracias a que los señores me han sostenido contra viento y marea. Aquí entre cuatro amigos -añadió el conde bajando la voz-, puede revelarse un secreto. He dado ayer un bromazo a nuestra soberana provisional, que va a dar mucho que reír en la Corte. En imprenta que no necesito nombrar se están imprimiendo unos versos de no sé qué poeta, en elogio de su majestad napolitana. Hacia la mitad de la composición se habla de la angélica Isabel y de la inmortal Cristina. Pues yo...

El conde se detuvo, sofocado por la risa.

-¿Qué?

-Pues yo, como tengo relaciones en todas partes, me introduje en la imprenta, y di ocho duros al corrector de pruebas para que quitara   —194→   bonitamente la t de la palabra inmortal.

-La inmoral Cristina, ji ji...

-Espadas, espadas -gruñó Maroto-, y no bromas de esta especie que a nada conducen.

-Toda cooperación debe aceptarse -dijo Elías refunfuñando-, aunque sea la cooperación de una errata de imprenta.

Cuando esto decían, la luz de la lámpara, ya fuera porque doña María del Sagrario, firme en sus principios económicos, no le ponía todo el aceite necesario, ya porque D. Felicísimo descompusiera a fuerza de darle arriba y abajo el sencillo mecanismo que mueve la mecha, empezó a decrecer, oscureciendo por grados la estancia.

-Voy a contar a ustedes, señores -dijo Elías-, la conversación que ayer tuve con el Sr. Abarca, obispo de León, el hombre de confianza de Su Majestad... Pero D. Felicísimo, esa luz...

-Empiece usted. Es que la mecha... -replicó Carnicero moviendo la llave.

-Pues el señor Abarca me pidió informes de lo que se pensaba y se decía en el cuarto del Infante. Yo creí que con un hombre tan sabio y leal como el señor Abarca no debía guardar misterios... Le dije pan pan, vino vino... Pero esa luz.

-No es nada; siga usted; ya arderá.

  —195→  

-Le expuse la situación del país, anhelante de verse gobernado por un príncipe real y verdaderamente absoluto que no transija con masones, que no admita principios revolucionarios, que cierre la puerta a las novedades, que se apoye en el clero, que robustezca al clero, que dé preeminencias al clero, que atienda al clero, que mime al clero... Pero esa luz, señor D. Felicísimo...

-Verdaderamente no sé qué tiene. Siga usted.

-Él convino conmigo en que por el camino que va el Rey, marchamos francamente y él el primero por la senda de la revolución... ¡Que nos quedamos a oscuras!...

La luz decrecía tanto que los cuatro personajes principiaron a dejar de verse con claridad. Las sombras crecían en torno suyo. Los empingorotados respaldos de los sillones parecían extenderse por las paredes en correcta formación, simulando un cabildo de fantasmas congregados para deliberar sobre el destino que debía darse a las ánimas. Las rojas llamas del cuadro se perdían en la oscuridad, y sólo se veían los cuerpos retorcidos.

-Díjome también Su Ilustrísima que ahora se va a emprender una campaña de exterminio contra los liberales... ¡Por Dios, Sr. don Felicísimo, luz, luz!

  —196→  

La lámpara se debilitaba y moría derramando con esfuerzo su última claridad por las paredes blancas, y por el techo blanco también. La llama lanzaba a ratos un destello triste como si suspirase y después despedía un hilo de humo negro que se enroscaba fuera del tubo. Luego se contraía en la grasienta mecha, y burbujeando con una especie de lamento estertoroso, se tomaba en rojiza. Las cuatro caras aparecían ora encendidas, ora macilentas y la sombra jugaba en las paredes y subía al techo, invadiendo a veces todo el aposento, retirándose a veces al suelo para esconderse entre los pies y debajo de los muebles.

-Esa campaña de exterminio que se va a emprender, fíjense ustedes bien -prosiguió Orejón-, no favorece al Rey, sino al Infante. Todo lo que ahora sea reprimir es en ventaja de la gente apostólica. Así nos lo darán todo hecho, y lo odioso del castigo caerá sobre ellos, mientras que nosotros... ¡Luz, luz!

D. Felicísimo quiso llamar; pero en aquella casa no se conocían las campanillas. Así es que empezó a gritar también:

-¡Luz, luz; que traigan una luz!

La lámpara se extinguió completamente y todos quedaron de un color.

-¡Luz, luz! -volvió a gritar D. Felicísimo.

Orejón, que estaba muy lleno de su asunto   —197→   y no quería soltarlo de la boca, a pesar de la oscuridad, prosiguió así:

-Que utilizando con energía la horca y los fusilamientos, limpien el reino de esas perversas alimañas, es cosa que nos viene de molde.

-Aguarde usted, hombre... Estamos a oscuras...

-Ji... se han dormido y no nos traen luz -dijo D. Felicísimo-. Sagrario, Sagrario. Tablas... Nada: todos dormidos.

Así era en verdad.

-¿Tiene usted avíos de encender, señor Conde? Aquí en este cajoncillo de la mesa debe de haber, ji, ji, pajuela.

Pronto se oyó el chasquido del eslabón contra el pedernal. Las súbitas chispas sacaban momentáneamente la estancia de la oscuridad. Se veían como a luz de relámpago las cuatro caras apostólicas, la fúnebre fila de sillas de caoba y el cuadro de ánimas.

-La raza liberalesca y masónica estará ya exterminada cuando llegue el momento de la sucesión de la corona -decía Orejón entusiasmado-. ¡Admirable, señores!

D. Felicísimo tenía la pajuela en la mano para acercarla a la mecha luego que esta prendiese, y al brotar de la chispa, su cara plana, en que se pintaban la ansiedad y la atención, parecía figura de pesadilla o alma en pena.

  —198→  

-Trabajan para nosotros, y ahorcando a los liberales se ahorcan a sí mismos.

-Es evidente -murmuró D. Rafael Maroto.

-¡Demonches de pedernal!

-¡Luz, luz! -volvió a decir D. Felicísimo-. Pero Sagrario... Nada, lo que digo: todos dormidos.

Por fin prendió la mecha y aplicada a ella la pajuela de azufre, ardió rechinando como un condenado cuyas carnes se fríen en las ollas de Pedro Botero. A la luz sulfúrea de la pajuela reaparecieron las cuatro caras, bañadas de un tinte lívido, y la estancia parecía más grande, más fría, más blanca, más sepulcral...

-De modo -continuaba Elías, cuando D. Felicísimo encendía el candilón de cuatro mecheros-, que en vez de apartarles de ese camino, debemos instarles a que por él sigan.

-Sí, que limpien, que despojen...

-Pues ahora -dijo Negri-, contaré yo la conversación que tuve con Su Alteza la infanta doña Francisca.

-Y yo -añadió Carnicero-, referiré lo que me dijo ayer fray Cirilo de Alameda y Brea.



  —199→  

ArribaAbajo- XX -

Jenara no pudo dormir en el abominable camastrón que le destinara doña María del Sagrario, el cual estaba en un cuarto más grande que bonito, todo blanco, todo frío, todo triste, con alto ventanillo por donde venían mayidos y algazara de gatos. Al amanecer pudo aletargarse un poco, y en su desvariado sueño creía ver a D. Felicísimo hecho un demonio, ora volando, montado en su pluma, ora descuartizando gente con la misma pluma, en cuchillo convertida. La casa se le representaba como un lisiado que suelta sus muletas para arrojarse al suelo, y allí eran el crujir de tabiques, el desplome de paredes, la pulverización de techos, y las nubes de polvo, en medio del cual, como ave rapante, revoloteaba D. Felicísimo llorando con lúgubre graznido, mientras los demás habitantes de la casa se asfixiaban sepultados entre cascote y astillas.

Al despertar sin haber hallado reposo, sus ojos enrojecidos reconocieron la estancia, que más tenía de prisión que de albergue, y acometida de una viva aflicción lloró mucho. Después   —200→   las reflexiones, los planes habilísimos que había concebido y más que nada la valentía natural de su espíritu la fueron serenando. Vistiose y acicalose como pudo, echando muy de menos los primores de su tocador, y pudo presentarse a Micaelita y a Doña Sagrario con semblante risueño.

En sus planes entraba el de amoldar su conducta y sus opiniones a las opiniones y conducta de los dueños de la casa, y así cuando visitó al Sr. D. Felicísimo en su despacho y hablaron los dos, era tan apostólica que el mismo Infante la habría juzgado digna de una cartera en su ministerio futuro. Según ella, la perseguían por apostólica, y su apostoliquismo (fue su palabra) era de tal naturaleza que la llevaría valientemente a la lucha y al martirio. Carnicero, que en su marrullería no carecía de inocencia (virtud hasta cierto punto apostólica), creyó cuanto la dama le dijo, y establecida entre ambos la confianza, el anciano le contaba diariamente mil cosas de gran sustancia y meollo, referentes a la causa. Sirvan de ejemplo las siguientes confidencias.

«¡Bomba, señora! Direle a usted lo más importante que he sabido anoche. Una monjita de las Agustinas Recoletas de la Encarnación soñó no hace mucho que el Infante se ceñía la   —201→   corona asistido de no sé cuántas legiones de ángeles. Escribió su sueño en una esquelita que remitió a Su Alteza, el cual la besó y tuvo con esto un grandísimo gozo. Me lo ha contado Orejón».

«¡Bomba, señora! La trapisonda de Andalucía ha terminado. Los marinos que se sublevaron en San Fernando están ya fusilados y el bribón de Manzanares que desembarcó con unos cuantos tunantes ha perecido también. ¡Si no hay sahumerio como la pólvora para limpiar un reino! Que desembarquen más si quieren. El Gobierno se ha preparado, arma al brazo. Ahora, vengan pillos».

«¡Gran bomba, señora! Mañana ahorcan a Miyar, el librero de la calle del Príncipe, por escribir cartas democráticas. Pronto le harán compañía Olózaga, Bringas y Ángel Iznardi».

Generalmente estas noticias eran dadas al anochecer o durante la cena, en presencia de Tablas. Después se rezaba el rosario, con asistencia de todos los de la casa, y de Jenara que desempeñaba su parte con extraordinario recogimiento y edificación.

Ya se habrá comprendido que la muy pícara se valió de los ahogos pecuniarios del bueno de Perico Tablas para sobornarle y ponerle de su parte. El demandadero de la cárcel de Villa, que no era ciertamente un Catón,   —202→   se rindió a la voluntad dispendiosa de Jenara sirviéndole como se sirve a una dama que reúne en sí afabilidad, hermosura y dinero.

Dos días habían pasado desde la prisión de Olózaga, cuando se vio a Tablas y a Pepe Olózaga hermano menor de Salustiano, bebiendo medios chicos de vino en la taberna de la calle Mayor, esquina a la de Milaneses. Jenara no sólo supo explotar en provecho propio los buenos servicios de Tablas, sino que los utilizó en pro de Salustiano por quien mucho se interesaba.

Este insigne joven, que después había de alcanzar fama tan grande como orador y hábil político, fue primero encerrado en lo que llamaban El Infierno, lugar tenebroso, pero más horrendo aún por sus habitantes que por sus tinieblas, pues estaba ocupado por bandidos y rateros, la peor y más desvergonzada canalla del mundo. No creyéndole seguro en El Infierno, el alcaide le trasladó a un calabozo, y de allí a una de las altas bohardillas de la torre. Antes de que mediara Tablas pudo Pepe Olózaga ponerse en comunicación con su hermano, valiéndose de una fiambrera de doble fondo y del palo del molinillo de la chocolatera.

El ingenio, la serenidad, la travesura de   —203→   Salustiano eran tales, que en pocos días se hizo querer y admirar de los presos que le rodeaban y que allí entraron por raterías y otros desafueros. Los demás presos no se comunicaban con él. Pepe Olózaga, después de ganar a Tablas, a quien hizo creer que su hermano estaba encarcelado por cosas de mujeres, intentó ganar también a uno de los carceleros; pero no pudo conseguirlo. Más afortunado fue Salustiano, que seduciendo dentro de la prisión a sus guardianes con aquella sutilísima labia y trastienda que tenía, pudo comunicarse con Bringas. Ambos sabían que si no se fugaban serían irremisiblemente ahorcados. Discurrieron los medios de alagar los procedimientos para ver si ganando tiempo adelantaba el negocio de su salvación, y al cabo convinieron en que Bringas se fingiría mudo y Olózaga loco.

Tan bien desempeñó este su papel, que por poco le cuesta la vida. Principió por fingirse borracho; propinose después una pulmonía acostándose desnudo sobre los ladrillos, y los carceleros le hallaron por la mañana tieso y helado como un cadáver. Tras esto venía tan bien la farsa de su locura, que siete médicos realistas le declararon sin juicio. Así ganó un mes.

Miyar, que no era travieso, ni abogado,   —204→   ni hombre resuelto, pereció en la horca el 11 de Abril.

Mejor le fue a Olózaga con su locura que a Bringas con su mutismo, porque impacientes los jueces con aquel tenaz silencio, que les impedía despachar pronto, imaginaron darle un tormento ingenioso, el cual consistía en clavarle en las uñas astillas o estacas de caña. Nada consiguieron con esto; pero Bringas perdió la salud y no salió de la cárcel sino para morirse. Es un mártir oscuro, del cual se ha hablado poco, y que merece tanta veneración como lástima.

Pepe Olózaga y los amigos de Salustiano trabajaban sin reposo. Las comunicaciones con el preso eran frecuentes, y no sólo recibió este ganzúas y dinero, que son dos clases de llaves falsas, sino también el correspondiente puñal y un poquillo de veneno para el momento desesperado. Antes el suicidio que la horca.

Jenara, que salía de noche furtivamente de la casa de Don Felicísimo, iba a donde se le antojaba sin que nadie la molestase, y así pudo ayudar a la familia de Olózaga. Hízose muy amiga de la mujer del escribano señor Raya, y también de la mujer del alcaide. A la sangre fría del preso primeramente, a la constancia y diplomacia de su hermano Pepe, al oro de la familia, y por último,   —205→   a la compasión y buen ingenio de algunas mujeres, debiose la atrevidísima y dramática evasión, que referiremos más adelante en breves palabras, aunque referida está del modo más elocuente por quien debía y sabía hacerlo mucho mejor que nadie.

Jenara, preciso es declararlo, no tenía puestos sus ojos en la cárcel de Villa por el solo interés de Salustiano y su apreciabilísima familia. Allí, en la siniestra torre que modernamente han pintado de rojo para darle cierto aire risueño, estaba un preso menos joven que Olózaga, de gentil presencia y muchísima farándula, el cual pasaba por preso político entre los rateros y por un ladronzuelo entre los políticos. Era, según Tablas, hombre de grandes fingimientos y transmutaciones, al parecer instruido y cortés. Figuraba en los registros con dos o tres nombres, sin que se hubiera podido averiguar cuál era el suyo verdadero. Tablas reveló a la señora que no era ella sola quien se interesaba por aquel hombre, sino que otras muchas de la Corte le agasajaban y atendían. Las señas que el demandadero indicaba de la persona del preso convencían a Jenara de que era quien ella creía, y más aún las respuestas que a sus preguntas daba este. No obstante la dama no pudo lograr ver su letra por más que   —206→   a entablar correspondencia le instó por conducto del mandadero. El preso pidió algunas onzas y se las mandaron con mil amores. Se trabajó con jueces y escribanos para que le soltaran, estudiose la causa y ¿cuál sería la sorpresa, el despecho y la vergüenza de Jenara al descubrir que el preso misterioso no era otro que el celebérrimo Candelas, el hombre de las múltiples personalidades y de los infinitos nombres y disfraces, figura eminente del reinado de Fernando VII, y que compartió con José María los laureles de la caballería ladronera, siendo el héroe legendario de las ciudades como aquel lo fue de los campos?

Corrida y enojada la señora descargó su colera sobre Pipaón, a quien puso cual no digan dueñas, y no le faltaba motivo para ello, porque el astuto cortesano de 1815 la había engañado, aunque no a sabiendas, diciéndole que el que buscaba estuvo primero en casa de Olózaga y después preso en la Villa con los demás conjurados, noticias ambas enteramente contrarias a la verdad.

A todas estas, Jenara no tenía valor para abandonar la hospitalidad que le había ofrecido D. Felicísimo y continuaba embaucándole con su entusiasmo apostólico, sabedora de que la mayor tontería que podía hacerse en tan   —207→   benditos tiempos era enemistarse con la gente de aquel odioso partido.

Al anochecer de cierto día de Mayo, Jenara vio salir al padre Alelí del cuarto de D. Felicísimo, y poco después de la casa. Hacía días que no tenía noticias de Sola ni del estado de su peligrosa y larga enfermedad, y así, luego que el fraile se marchó, fue derecha a la madriguera de D. Felicísimo para saber de la protegida del Sr. Cordero.

-¡Grande, estupenda bomba, señora! -dijo el anciano a quien acompañaba, rosario en mano, el atlético Tablas.

-¿Se sabe algo de esa joven?...

-Ya pasó a mejor, o peor vida, que eso Dios lo sabrá -repuso Carnicero volviendo hacia Jenara su cara plana que iluminada de soslayo parecía una luna en cuarto menguante.

-¡Ha muerto! -exclamó la dama con aflicción grande.

-Ya le han dado su merecido. Conozco que es algo atroz, pero no están los tiempos para blanduras. Hazme la barba y hacerte he el copete.

-Yo pregunto por la pupila de nuestro amigo Cordero.

-Acabáramos; yo me refiero a esa joven que han a ahorcado en Granada. ¿Cómo la llamaban, Tablillas?

  —208→  

-Mariana Pineda.

-Eso es. Bordadme banderitas para los liberales desembarcadores. El cabello se pone de punta al ver las iniquidades que se cometen. ¡Bordar una bandera, servir de estafeta a los liberales!, y ¡sabe Dios las demás picardías que los señores jueces habrán querido dejar ocultas por miramientos al sexo femenino...!

-¡Y esa señora ha sido ahorcada! -exclamó Jenara, lívida a causa de la indignación y el susto.

-¿Que si ha sido...? Y lo sería otra vez si resucitara. O hay justicia o no hay justicia. Como el Gobierno afloje un poco, la revolución lo arrastra todo, monarquía, religión, clases, propiedad... Esta doña Mariana Pineda debe de ser nieta de un D. Cosme Pineda que vino aquí por los años de 98 a gestionar conmigo cierto negocio de las capellanías de Guadix... buena persona, sí, buena. Era poseedor de una de las mejores ganaderías de Andalucía, la única que podía competir con la de los Religiosos Dominicos de Jerez de la Frontera, donde se crían los mejores toros del mundo.

-Y esa doña Mariana -dijo Jenara- era, según he oído, joven, hermosa, discreta... ¡Bendito sea Dios que entre tantas maravillas de hermosura, ha criado, Él sabrá por qué, tantos monstruos terribles, los leones, las serpientes,   —209→   los osos y los señores de las Comisiones Militares...!

-¿Chafalditas tenemos...? -dijo don Felicísimo echando de su boca un como triquitraque de hipos, sonrisillas y exclamaciones que no llegaban a ser juramentos-. Mire usted que se puede decir: «al que a mí me trasquiló, las tijeras, ji, ji, le quedaron en la mano».

La dama le miró, reconcentrada en el corazón la ira; mas no tanto que faltase en sus ojos un destello de aquel odio intenso que tantos estragos hacía cuando pasaba de la voluntad a los hechos. En aquel momento Jenara hubiera dado algunos días de su vida por poder llegarse a D. Felicísimo y retorcerle el pescuezo, como retuerce el ladrón la fruta para arrancarla de la rama; pero excusado es decir que no sólo no puso por obra este atrevido pensamiento homicida, sino que se guardó muy bien de manifestarlo.

-Yo no soy tampoco de piedra -añadió Carnicero echando un suspiro-; yo me duelo de que se ahorque a una mujer; pero ella se lo ha guisado y ella se lo ha comido, porque ¿es o no cierto que bordó la bandera? Cierto es. Pues la ley es ley, y el decreto de Octubre ha proclamado el tente-tieso. Con que adóbenme esos liberales. Dicen que fueron tigres   —210→   los señores jueces de Granada. Calumnia, enredo. Yo sé de buena tinta... vea usted: aquí tengo la carta del Sr. Santaella, racionero medio y tiple de la catedral de Granada... hombre veraz y muy apersonado, que por no gustar del clima de Andalucía, quiere una plaza de tiple en la Real capilla de Madrid... pues me dice, vea usted, me dice que cuando la delincuente subió al patíbulo, los voluntarios realistas que formaban el cuadro se echaron a llorar... Un Padre nuestro, Tablas, recémosle un Padre nuestro a esa pobre señora.

Igual congoja que los voluntarios realistas sintió Jenara al oír el rezo de Carnicero y Tablas; pero dominándose con su voluntad poderosa, varió de conversación diciendo:

-¿Se sabe de la pupila de Cordero?

-Esa... -replicó D. Felicísimo con desdén- está fuera de peligro. Hierba ruin no muere.




ArribaAbajo- XXI -

-Sí, ya está fuera de peligro, gracias al Señor y a su Santísima y única madre, la Virgen del Sagrario. Decir lo que he padecido durante esta larga y complicada dolencia de la apreciable Hormiga, durante estos cuarenta   —211→   y tantos días de vicisitudes, mejorías, inesperados recargos y amenazas de muerte, fuera imposible. El corazón se me partía dentro del pecho al ver cómo caía y se deslizaba hasta el borde del sepulcro aquella criatura ejemplar dotada por el Cielo de tantas riquezas de espíritu y que parece puesta adrede en el mundo para que sirva de espejo a los que necesitamos mirarnos en un alma grande para poder engrandecer un poquito la nuestra. Y más me angustiaba el ver cómo se moría sin quejarse, aceptando los dolores como si fueran deberes; que su costumbre es llevar sobre sí las pesadumbres de la vida, como llevamos todos nuestra ropa.

»Ya está fuera de peligro, y gracias a Dios ya sigue bien. Me parece mentira que es así, y a cada instante tiemblo, figurándome que su cara no recobra tan prontamente como yo quisiera, los colores de la salud. Si la oigo toser, tiemblo, si la veo triste tiemblo también. Pero D. Pedro Castelló, que es el primer Esculapio de España, me asegura que ya no debo temer nada. Es fabuloso lo que he gastado en médicos y botica; pero hubiera dado hasta el último maravedí de mi fortuna por obtener una probabilidad sola de vida. Mi conciencia está tranquila. Ni sueño ni descanso ha habido para mí en este período terrible. He olvidado   —212→   mi tienda, mis negocios, mi persona y al fin con la ayuda de Dios he dado un bofetón a la pícara y fea muerte. ¡Viva la Virgen del Sagrario, D. Pedro Castelló y también Rousseau que dice aquello tan sabio y profundo: «no conviene que el hombre esté solo»!

Así hablaba D. Benigno Cordero en la tienda con un amigo suyo muy estimado, el marqués de Falfán. Y era verdad lo que decía de sus congojas y del gran peligro en que había puesto a Sola una traidora pleuresía aguda. La naturaleza con ayuda de la ciencia y de cuidados exquisitos triunfó al cabo; pero después recayó la enferma, hallándose en peligro igual si no superior al primero. Cuanto humanamente puede hacerse para disputar una víctima a la muerte, lo hizo D. Benigno, ya rodeándose de los facultativos más reputados ya procurando que las medicinas fueran escogidas aunque costaran doble, y principalmente asistiendo a la enferma con un cuidado minucioso, y con puntualidad tan refinada que casi rayaba en la extravagancia. Digamos en honor suyo que había hecho lo mismo por su difunta esposa.

Aunque parezca extraño, Doña Crucita manifestó en aquella ocasión lastimosa una bondad de sentimientos y una ternura franca y solícita de que antes no tenían noticia más que los irracionales. Sin dejar de gruñir por   —213→   motivos pueriles, atendía a la enferma con el más vivo interés, velaba y hacía las medicinas caseras con paciencia y esmero. Bueno es decir para que lo sepa la posteridad, que doña Crucita tenía en su gabinete el mejor herbolario de todo Madrid.

Cuando D. Pedro Castelló dijo que la enferma no tenía remedio, D. Benigno manifestó grandeza de ánimo y resignación. No hizo aspavientos ni habló a lo sentimental. Solamente decía: «Dios lo quiere así, ¿qué hemos de hacer? Cúmplase la voluntad de Dios». La Paloma ladrante, que tenía en su natural genio el quejarse de todo, no supo mantenerse en aquellos límites de cristiana prudencia y dijo algunas picardías inocentes de los santos tutelares de la casa; pero a solas cuando nadie podía verla, se limpiaba las lágrimas que corrían de sus ojos. La posteridad se enterará con asombro de las palizas que la buena señora daba a sus perros para que no hicieran bulla ni salieran del gabinete en que estaban encerrados.

Los Corderillos mayores compartían la pena de su padre y tía, y los minúsculos, sin darse cuenta de lo que sentían, estaban taciturnos y con poco humor para pilladas. Deportados con las cotorras en el gabinete de su tía, jugaban en silencio, desbaratando una   —214→   obra de encaje que Crucita tenía empezada, para rehacerla después ellos a su modo. Cuando Sola estuvo fuera de peligro y sin fiebre, lo primero que pidió fue ver a los chicos. Radiante de alegría los llevó D. Benigno al cuarto de la enferma diciendo: «aquí está la Guardia Real Granadera» y al mismo tiempo se le aguaron un poco los ojos. Sola les besó uno tras otro y puso sobre su cama a Juan Jacobo, diciendo:

-¡Cómo ha crecido este!... y ¡qué gordo está! Bendito sea Dios que me ha dejado vivir para que os siga viendo y queriendo a todos.

Cordero se había vuelto de espaldas y hacía como que jugaba con el gato: después se quitó las gafas para limpiarlas. Lo que realmente hacía era defender su emoción de las miradas de Sola y los chicos. Aun en aquel primer día de su convalecencia, pudo Sola hacer a la Guardia Real Granadera un obsequio inusitado. Desde el día anterior había guardado cuatro piedras de azúcar de pilón, y dio una a cada muchacho, destinando la mayor a Juanito Jacobo, precisamente por ser el más chico y a la vez el más goloso.

-Un ángel -les dijo- que ha venido todas las noches a preguntar por mí y a ver si se me ofrecía algo, me dio anoche estos terrones para todos, encargándome que no se los diera   —215→   si no se habían portado bien. Yo no sé qué tal se han portado...

-Muy mal, muy mal -dijo doña Crucita-. No merecían sino azúcar de acebuche y miel de fresno.

-Lo pasado pasado -añadió Sola-. Ahora se portarán bien.

Esto no se había acabado de decir cuando ya se oían los fuertes chasquidos de los dientes de Juanito Jacobo, partiendo el azúcar. Los cuatro besaron a la que había hecho con ellos las veces de madre y se retiraron muy contentos. D. Benigno no podía contener cierta expansión de gozosa generosidad que naciendo en su corazón le llenaba todo entero. Fue tras los muchachos y dio cuatro cuartos a cada uno para que compraran chufas, triquitraques, pasteles o lo que quisieran. Después le pareció poco y a los dos mayores les dio una peseta por barba, advirtiéndoles que aquel dinero era para correrla en celebración del restablecimiento de Sola, y por tanto no debía ser metido en la hucha. Cada uno tenía su hucha con sendos capitales.

Crucita se fue a sus quehaceres y D. Benigno se quedó solo con la Hormiga. En los días de gravedad, cuando le acometía fuertemente la calentura, Sola deliraba mucho. Los individuos conservan en sus desvaríos febriles   —216→   casi todas las cualidades que les adornan hallándose en estado de perfecta salud, y así Sola enferma era diligente, bondadosa y afable. Agitándose en su lecho con horrible desvarío, mandaba a los chicos a la escuela, le pasaba la lección a Rafaelito, reñía a Juanito Jacobo por romper los figurines del Correo de las Damas, bromeaba con Crucita por cuestión de pájaras lluecas o de perros con moquillo, daba órdenes a la criada sobre la comida, se afligía porque no estaban planchadas las camisas de D. Benigno, le pedía a este cigarros para el padre Alelí, preguntaba a los dos qué plato era el más de su gusto para la próxima cena y hablaba con todos de los Cigarrales y de cierta expedición que tenían proyectada; era una reproducción o un lúgubre espejismo de su actividad y de sus pensamientos todos en la vida ordinaria. Acontecía que después de un largo período de exaltación febril, Sola se quedaba muda y sosegada otro largo rato sin decir más que algunas palabras a media voz. D. Benigno que atendía a estos monólogos con tanto dolor como interés, pudo entender algunas palabras entre ellas: D. Jaime Servet13.

Aquel famoso día de los terrones de azúcar,   —217→   D. Benigno, luego que con ella se quedó solo, le preguntó quién era el tal D. Jaime Servet que en sueños nombraba, y ella quiso explicárselo punto por punto; pero apenas había empezado cuando entraron Primitivo y Segundo trayendo un grande, magnífico y oloroso ramo de rosas que ofrecieron a Sola con cierto énfasis de galantería caballaresca. Los dos muchachos tuvieron la excelente idea de emplear las dos pesetas que les dio su padre en comprar flores para obsequiar con ellas a su segunda madre en el fausto día de su restablecimiento; y en verdad que era de alabar la delicadeza exquisita con que procedían los muchachos, probando que en la edad de las travesuras no escasea cierta inspiración precoz de acciones generosas y de la más alta cortesía. Decir cuánto agradeció Sola la fineza, fuera imposible, y si el fuerte olor de las flores no la marease un poco, habría puesto el ramo sobre la almohada. Les dio besos y luego pasó el ramo a Cordero para que aspirase la rica fragancia.

D. Benigno no cabía en sí de satisfacción. Se puso nervioso, se le resbalaron las gafas nariz abajo, y esta parecía hacerse más picuda, tomando no sé qué expresión de órgano inteligente. Sonrisa de vanagloria retozaba en sus labios, y aquel aroma parecíale que llevaba a   —218→   su alma un regalado confortamiento, una paz deleitosa, un gozo, una esperanza, una vida nueva. Los muchachos, al ver el éxito de su hazaña, estaban soplados de orgullo.

D. Benigno se los llevó prontamente a su cuarto y les dijo:

-Tomad... un duro para cada uno. Sois caballeros finos y agradecidos. Muy bien; muy bien, señoritos: este rasgo me ha gustado mucho. En vez de comprar golosinas que os ensucian el estómago... comprasteis el ramo... pues... Idos a paseo: no vayáis esta tarde al colegio. Yo lo mando... Adiós... un duro a cada uno.

Cuando volvió al lado de Sola, Crucita había llevado, para que la enferma los viera, los pajarillos en cría, pelados y trémulos dentro del nido, mientras la pájara saltaba inquieta de un palo a otro, y el pájaro ponía muy mal gesto por aquel desconsiderado trasporte de la jaula. Sola admiró todo lo que allí había que admirar, la sabiduría y la paciencia de aquellos menudos animalillos que así pregonaban con su manera de criar la sabiduría maravillosa y el poder del Criador, el cual en todas partes donde algo respira ha puesto un bosquejo de la familia humana.

-Lléveselos usted -dijo Sola-, que se asustan y se enojan, y creo que el enojo lo   —219→   van a pagar los pequeñuelos, quedándose hoy sin almorzar.

Después cargó Crucita, no sin trabajo, con algunos tiestos de minutisa y pensamientos para que Sola viera cómo con el calor de la estación se cubrían de pintadas florecillas, las unas formando ramilletes o grupos, como un canastillo de piedras preciosas, otras sueltas con diferentes tamaños y matices; pero todas guapas y alegres. También trajo un lirio que parecía un obispo, vestido de largas faldamentas moradas, un moco de pavo que más bien parecía gallo de cresta roja, y otras muchas hierbas que llevaban la alegría a la alcoba, pocos días antes tan silenciosa y tan fúnebre. ¡Con cuánto gusto recibía Sola aquellas visitas! Era la vida que le enviaba aquellos mensajes para cumplimentarla; era la casa amada que la saludaba con lo más hermoso y agradable que en sí tenía. Para que nada faltase, vino también la cotorra, a quien Sola encontró más crecida, vino el loro que le pareció haber sufrido algún desperfecto en su casaca verde, y por último entraron también los perros en tropel, y se lanzaron a la cama aullando y lamiendo. En tanto D. Benigno, después de estar un rato como en éxtasis, bajó los ojos y apoyó la barba en su mano trémula. O rezaba o recitaba algún famoso texto   —220→   de Rousseau: en esto no parecen acordes las crónicas, y por eso ponemos las dos versiones para que el lector elija la que más le cuadre.

Pasó un rato. Todo estaba en silencio. El héroe de Boteros saboreaba en el pensamiento la dicha presente que no era sino anticipado anuncio de su dicha futura.

-Pues como decía a usted... -indicó Sola.

-Eso es, apreciable Hormiga. Siga usted su cuento y dígame quién es ese D. Jaime Servet.

Sola satisfizo cumplidamente la curiosidad de su amigo.