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ArribaAbajo- XXII -

Habiendo ordenado los médicos que la enferma fuera a convalecer en el campo, D. Benigno empezó a preparar el viaje a los Cigarrales de Toledo donde él poseía extensas tierras y una casa de labranza. Extraordinario gusto tenía el héroe en estos preparativos por ser muy aficionado a la dulce vida del campo, al cultivo de frutales, a la caza y a la crianza de aves y frutos domésticos. Por su desgracia él no podía abandonar su comercio en aquella estación, y érale forzoso seguir en la tienda por lo menos   —221→   hasta que pasase el Corpus, fiesta de gran despacho de encajes para Iglesia y modistería. Pero resignándose a su esclavitud en la Corte se deleitaba pensando en el dichoso verano que iba a pasar. Amaba la Naturaleza por afición innata y por asimilación de lo que había leído en su autor favorito y maestro. Así nada le parecía tan de perlas como aquella frase: el campo enseña a amar a la humanidad y a servirla.

Su plan era llevar a Sola a últimos de Mayo acompañada de Crucita y los niños menores. Inmediatamente regresaría él solo a Madrid y cuando acabase Junio, volvería con los otros dos chicos a los Cigarrales donde estarían todos hasta fin de Septiembre.

¡Los Cigarrales! ¡Cuánta poesía, cuántas amenidades, qué de inocentes gustos y de puros amores despertaba esta palabra sola en el alma del buen Cordero! ¡Qué meriendas de albaricoques, qué gratos paseos por entre almendros y olivos, qué mañanitas frescas para salir con el perro y la escopeta a levantar algún conejo entre las olorosas matas de tomillo, romero y mejorana! ¡Qué limpieza y frescura la de las aguas, qué color tan hermoso el de las cerezas, y qué dulzura y maravilla en los panales fabricados por el pasmoso arte de las abejas en el tronco hueco de añosos alcornoques   —222→   o entre peñas y jaras! En los cercanos montes el gruñido del jabalí hace temblar de ansiedad el corazón del audaz montero, y abajo, junto a la margen del río aurífero, del río profeta que ha visto levantarse y caer tan diferentes imperios, la peña seca y el remanso profundo solicitan al pescador de caña flor y espejo de la paciencia. Pensando en estos cuadros poéticos, y gozando ya con la fantasía estos legítimos placeres, D. Benigno se sonreía solo, se frotaba las manos y decía para sí.

-Barástolis, ¡qué bueno es Dios!

¡Y luego!... esta reticencia le regocijaba más que aquellas risueñas perspectivas bucólicas. Había decidido no hablar a Sola de cierto asunto hasta que ambos estuvieran en los Cigarrales y ella completamente restablecida.

Cordero fue una mañana a la Cava Baja en busca de arrieros y trajinantes para arreglar con ellos su viaje. Entró en la posada de la Villa, y en la que antiguamente se llamaba del Dragón. En esta y en uno de los aposentos más altos encontró a un mayoral que ha tiempo conocía, y después de concertar ambos las condiciones del viaje, siguieron en calorosa conversación sobre el mismo asunto, porque se había despertado en D. Benigno cierto entusiasmo pueril por la dichosa expedición.   —223→   Allí preguntó varias veces Cordero la distancia que hay desde Madrid a Toledo, hizo comentarios sobre tal cuesta, sobre cuál mal paso, y finalmente disertó largo rato sobre si llovería o no al día siguiente, que era el señalado para la salida. Cordero opinaba resueltamente que no llovería. Ya se marchaba, cuando al pasar por el corredor alto donde había varias puertecillas numeradas vio a un hombre que tocaba en una de estas. El hombre preguntó en voz alta:

-¿D. Jaime Servet vive aquí?

Detúvose Cordero y oyó una voz que de dentro gritaba:

-No ha llegado todavía.

El héroe no dio a lo que había oído más importancia de la que merece una simple coincidencia de nombres.

¡Qué afán puso el buen señor en preparar su viaje, en disponer lo referente a vestidos, provisiones y todo lo demás que se había de llevar! Creeríase que iban a dar la vuelta al mundo, según la prolijidad con que Cordero se proveía de todo y las infinitas precauciones que tomaba, y las advertencias que hacía, y el itinerario escrupuloso que trazaba, y la elección de vituallas, y el acopio de drogas por si ocurrían descalabraduras o molimiento de huesos. Todo le parecía poco para   —224→   que a Sola no faltara ninguna comodidad, ni se privase de nada que pudiera convenir a su espíritu y su salud. Y deseando anticipar las delicias del viaje, aquella noche le habló de la distancia, le describió los pueblos que habían de recorrer, pintole paisajes de ríos y montañas, diciendo estas o parecidas cosas: -Cuando pasemos de Torrejón de la Calzada, a Casarrubielos fíjese en aquellas lomas de viñas, que están en fila y hacen unos bailes tan graciosos cuando pasa el coche corriendo... Después en tierra de la Sagra verás unos panoramas que encantan... Luego que se pasa de Olías te quedarás pasmada cuando veas allá lejos la torre de la catedral que parece saluda al viajero... sin quitarse el sombrero, se entiende, el cual es un capacete que está emparentando con el cielo y que trata de tú a los rayos...

En fin, llegó la mañana y se marcharon despedidos por Alelí que se quedó muy triste. Cuando el coche, dejando atrás el puente de Toledo, entró en la extensa, libre y alegre campiña inundada de luz, D. Benigno sintió que la alegría se rebosaba del vaso de su espíritu, chorreando fuera como las caídas de una fuente de Aranjuez, y aquel chorrear de la alegría era en él risas, frases, exclamaciones, chascarrillos y por último la elocuente frase:

  —225→  

-Barástolis, ¡qué bueno es Dios!

Aquel mismo día corrió por Madrid la noticia de haberse escapado de la cárcel de Villa el preso que ya estaba destinado a la horca. Jenara se alegró tanto cuando Pipaón se lo dijo que al instante salió a la calle para felicitar a D. Celestino. Hacía ya dos semanas que había empezado a perder el miedo, y salía de noche a pie acompañada de Micaelita, vestidas ambas en traje tan humilde que difícilmente podían ser conocidas.

Después de dar la enhorabuena a D. Celestino y a su hija regresó a casa de Carnicero y se entretuvo escribiendo algunas cartas. Pipaón la visitó en su cuarto, donde hablaron un poco de política. Jenara fue luego a ver cenar a D. Felicísimo, operación que le hacía gracia por las singularidades y extravagancias de aquel santo hombre en tan solemne instante, y le halló sumamente ocupado con un alón que por ninguna parte quería dejarse comer, según estaba de cartilaginoso y duro.

-Bomba, señora... -dijo Carnicero picoteando el hueso por aquí y por allá de modo que unas veces se lo ponía por bigote y otras se lo tascaba como un freno-. En Portugal el señor D. Miguel está apretando las clavijas a aquel insubordinado reino. Ahora dicen que vendrán   —226→   del Brasil D. Pedro y doña María de la Gloria a disputar la corona a D. Miguel... Quisiera yo ver eso... Sigue, querido Tablas, lo que me estabas contando, que esta señora no puede ser insensible a las glorias del toreo, y si es verdad, como dices, que ese muchacho rondeño...

Tablas aseguró que el muchacho rondeño que acababa de llegar a Madrid y se llamaba Montes, por sobrenombre Paquiro, era un enviado de Dios para restablecer la decaída y casi muerta orden de la tauromaquia. Dijo también que cuando Madrid le conociera bien sería puesto por encima de todos sus predecesores en aquel arte, incluso Pepe-Hillo y Romero, pues tenía todas las cualidades de los antiguos y aun algunas más, siendo autor de varias suertes y reglas, y de un toreo nuevo...

-Por lo que deberá llamarse -dijo D. Felicísimo riendo como un bobo-, el Moratín de la muleta.

Algo más se habló de este tema, aventurando en él Jenara algunas observaciones; mas como esta dijera que se verificaría una revolución en el toreo, se enfadó Carnicero al oír la palabra y dijo que no habría revoluciones en nada y que bien estaba el mundo como estaba, aunque estuviera sin toros. Jenara dio su asentimiento y mientras el anciano tomaba   —227→   sus últimos bocados, se entretuvo en observar la habitación, pues nunca se cansaba de mirarla ni de reconocer la extraordinaria concordancia que había entre ella y su habitador, de tal manera que así como el capullo es molde del gusano, así parecía que D. Felicísimo había hilado su despacho envolviéndose en él. Detrás del sillón de la mesa había un largo estante del tamaño de la pared, cuyas puertas tenían en vez de vidrios rejillas de alambres y por los huecos de estas asomaban sus caras amarillentas los legajos, como enfermos que se asoman a las rejas de un hospital. Muchos tenían cruzados de cintas rojas y cartoncillos colgantes con rótulos. Algunos estaban tendidos horizontalmente, semejando no ya enfermos sino verdaderos cadáveres que no volverían a la vida aunque les royeran ratones mil; otros estaban inclinados sobre sus compañeros, como borrachos o mal heridos, y los menos aparecían completamente derechos y erguidos. Estos eran los que se asían a las rejillas y aun echaban fuera sus cintas rojas cual si meditaran una evasión arriesgada. En el más alto andamio de la sepulcral estantería Jenara vio una colección de objetos que semejaban tinajas negras, alternando con otros que si no eran avechuchos disecados, lo parecían. Eran los sombreros que había usado   —228→   D. Felicísimo en su larga vida, y que en aquel retiro estaban gozando de una pingüe jubilación de polvo y telarañas, ilusionados aún con remozarse y pasar a cubrir las cabezas de otra generación menos ingrata que la pasada.

Todo lo que decimos iba pasando por la fantasía de Jenara, y después esta se fijó en la mesa, donde aquella noche había, no ya un montón, sino una cordillera de legajos por cuya recortada cima aparecía de vez en cuando la cara de D. Felicísimo, iluminada de lleno por la lámpara, como luna que platea las cumbres de los montes. En aquella altura que podría ser Calvario estaba el Cristo de la espalda en llaga y del cuello en soga, y era de ver cómo volvía su rostro ensangrentado hacia la pezuña de macho cabrío, pidiéndole misericordia, y cómo no hacía maldito caso la pezuña, sólo ocupada en oprimir duramente, cual si quisiera patearla, una carta en cuyo sobrescrito se leía:

Al Sr. D. Jaime Servet. -Posada del Dragón.



  —229→  

ArribaAbajo- XXIII -

Jenara no vio tal carta. Llamáronla a cenar y cenó. Después doña María del Sagrario, siguiendo su tradicional costumbre, que por lo infalible debía haberse puesto en el Almanaque, se quedó dormida en un sillón, mientras Micaelita y Bragas, que acababa de entrar, se secreteaban de lo lindo en el comedor. La dama huésped esperó a que Tablas y la criada cenasen también para ir con aquel al rincón de los muebles viejos donde solían hablar de cosas reservadas. Llegó la ocasión y Tablas, que obedecía servilmente a la señora y era como un esclavo, por la cuenta que le tenía, contestó a las apremiantes preguntas de esta manera:

-Fue a las dos en punto. El señorito don José, el Sr. D. Celestino y yo habíamos convenido en que las dos era la mejor hora. Yo di al carcelero las onzas que me dio el Sr. D. Celestino y el carcelero pidió más, y le llevé más, y luego dijo que no era bastante y se le dieron otras pocas onzas. Al preso le llevé las mangas con galones de teniente coronel, y la gorra de cuartel, que eran el trapo para engañar   —230→   a cualquier carcelero de sentido. Ya se le había llevado puñal y pistola y un cinto de onzas, que son la mejor brega para parar los pies a la justicia y hacerla que obedezca al engaño. El carcelero y yo habíamos convenido en correr el cerrojo sin echarle el gancho, y D. Salustiano tenía ya una cuerda para descorrerle desde dentro. Para que no hiciera ruido untamos de aceite al cerrojo. El preso salió: yo no sé cómo se las compuso para que no ladraran los dos grandes perros que se quedan todas las noches en el pasillo. Debió de echarles pan o hacerles maleficio, porque aquellos animales no se empapan en el engaño. Ello es que bajó y por la escalera se le apagó la luz y tuvo que volver a subir para encender otra. Yo le sentía desde abajo y no me atrevía a ayudarle ni a decir esta boca es mía, por miedo a que los carceleros se escurrieran fuera percatándose del engaño. Todos habían recibido sus pases de dinero para que se atontaran; pero yo no tenía confianza y estaba con el alma en un hilo, esperando a ver qué tal se portaba la cuadrilla. Por fin, señora, apareció el preso en la sala de guardia de la cárcel donde estábamos varios, algunos vendidos y otros que no se habían dejado comprar, echándoselas de bravos y boyantes. Yo les había convidado a beber y estaban un poco fuera de la jurisdicción   —231→   del tino. Al ver al preso se quedaron pasmados. Venía con la capa terciada, enseñando la manga derecha y los galones de oro. En aquella mano traía un puñal, y en la otra la muleta o sea un puñado de onzas. ¡Qué momento! D. Salustiano arrojó al suelo las onzas y amenazó con la herramienta gritando: ¡onzas y muertes reparto!... Allá voy.

Había sonado la campanilla, y Tablas, interrumpiendo su relación, corrió a abrir. Aquella noche venía más gente que de ordinario a la misteriosa tertulia de D. Felicísimo, y así la campanilla no sabía estar callada ni un cuarto de hora.

-Pues decía -añadió Tablas- que al ver las onzas por el suelo y el puñal en el aire, se quedaron todos parados, ciñéndose en el engaño sin saber si atender al oro o al hierro, al trapo o al estoque. Pero la mayor parte se fueron al capote y anduvieron un rato a cuatro pies. Otros quisieron cortar el terreno. Ya el preso tenía la llave en la cerradura para abrir la puerta... Esta llave se había hecho días antes por moldes de cera que yo saqué...

La campanilla volvió a sonar. Jenara hizo un gesto de impaciencia. Cuando después de abrir volvió Tablas y dijo a la señora con mucho misterio:

-Ahí está.

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-¿Quién?

-El de ahí enfrente.

-¿Pero quién es el de ahí enfrente?

-El culebrón con pintas... Viene muy embozado en su capa y le acompaña un cura.

-¿Pero quién?

-El que se casó con la jorobada, el degollador de España, Calomarde, señora.

-Bien, siga usted.

-Puso la llave en la cerradura; pero en esto el bribón de Poela, que es el que había tomado más varas, quiero decir más onzas, se fue a él con muchos pies y le tiró a matar con un puñal. Felizmente no le hirió porque el preso llevaba sobre el pecho la tapa de un misal. Pero con el encontronazo se le cayó la llave de la cerradura y de la mano. Yo hice un cuarteo, apagué la luz, recogí la llave, se la di, abrió él a fondo, sin vacilar. En un mete y saca quedó hecho todo, y digo mete y saca porque D. Salustiano, después de abrir, tuvo alma para sacar la llave, salir y cerrar por fuera. Lo que pasó en la calle no lo sé, pero según entiendo ya está ese caballero en corral seguro. En la cárcel hubo luego porrazos, caídas, puños y varas. Yo saqué un rasguño en esta mano. Vinieron dos alcaldes de Casa y Corte y estuvieron tomando declaraciones... a mí con esas. ¡Buen trasteo les dimos! Yo,   —233→   aunque me citaban sus mercedes sobre corto y sobre largo y a la derecha y a la izquierda, no quise embestir a la palabra y me callé como un cabestro.

Apenas concluyó el atleta oyose allá en el fondo del pasillo una voz que decía: ¡Luz, luz!

Era que aquella noche como en otra ya mencionada la lámpara que alumbraba el congresillo furibundo resolvió apagarse y de nada valieron contra esta determinación autocrática las exclamaciones y protestas de D. Felicísimo. Es fama que la luz comenzó a palidecer precisamente cuando la tertulia llegaba a su grado más alto de calor político y de cólera apostólica; por lo que contrariados todos al ver que desaparecían las caras, clamaban en tonos distintos: ¡luz, luz!

Allá corrió Tablas, y sacando la lámpara les dejó completamente a oscuras, mas no callados. Salía de la sala un murmullo impaciente, del cual Jenara no pudo entender cosa alguna. Cuando volvió Tablas llevando en alto la lámpara encendida, como el coloso antiguo alumbrando el puerto de Rodas, la dama pudo ver por la entornada puerta las sombras que se movían en aquel antro blanquecino. Conoció a algunos y haciéndose cruces se apartó de allí y dijo:

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-¡También D. Juan Bautista Erro!

-Y el señor obispo de León -murmuró Tablas-. Es el que mete más ruido y el que, cuando yo entré decía: «Para nada hace falta la luz».

-Tiene razón. Para nada les hace falta. Y si no que se lo pregunten a los topos.

Después que supo cuanto podía saber de la evasión de Olózaga, intentó pescar algunas frases de las que en la sala se decían. Acercose y puso atención; pero el espesor de las antiguas puertas no permitía que se oyeran palabras. Aburrida dio algunos paseos por el corredor blanco en el cual los puntales interrumpían a cada instante la marcha, y los ladrillos del piso tecleaban bajo los pies. Sobre el yeso veíanse las correderas que de noche salían de las infinitas grietas de la casa para hacer sus excursiones, y el gato corría cazando y trepaba por las vigas y desaparecía por ignorados agujeros para reaparecer en la habitación más lejana, o bien se estiraba perezoso en el rincón de los muebles viejos, donde sus ojos brillaban como dos gotas de oro encendido. Cuando alguien andaba por los pasillos con paso muy vivo, sentíase un estremecimiento temeroso en la casa toda y los puntales parecían temblar, como los músculos del atleta que hace un esfuerzo grande, y caían algunas cascarillas   —235→   de yeso de las paredes y el techo. La casa tenía, pues, sus palpitaciones súbitas y sus corazonadas nerviosas.

Jenara se retiró a su cuarto y apagó la luz fingiendo que se acostaba. Cuando los apostólicos se fueron, y se fue Pipaón y se encerró en su dormitorio D. Felicísimo, la dama salió envuelta en manto negro y andando tan quedamente que sus pasos no se sentían más que los del gato. Vio a Tablas, le habló en secreto indicándole que deseaba salir sin que nadie lo supiera en la casa; vaciló un momento el gigante; pero su venalidad fue también llave de aquella evasión, no tan cara como la de Olózaga. ¿A dónde iba la aventurera? ¿A su casa, que continuaba puesta y servida, como si ella estuviera de viaje, o a otra parte misteriosa y no sabida de ser alguno vendido ni por vender? Lo ignoramos. Este es un punto en el cual todas nuestras pesquisas y diligencias han valido poco, y al tratarlo sin conocimiento nos ocurre decir como los apostólicos: «¡Luz luz!».

Al día siguiente muy temprano, cuando don Felicísimo y su hermana se levantaron, Jenara estaba en casa; pero salió muy tarde de su habitación porque había pasado, según indicó, muy mala noche. Cuando fue a saludar a Carnicero, este le dijo:

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-¡Qué mala noticia tenemos hoy! Ese bribón de Olózaga que se escapó de la cárcel de villa no parece. Se ha revuelto todo Madrid... ¡Ah!, es que no se habrá revuelto bien. Si la policía supiera cumplir con su deber... Por cierto, señora mía, que anoche uno de los amigos que me honran viniendo a mi tertulia me habló de usted... Por de contado, señora, ni las moscas saben que está usted en mi casa.

-¿Y no se puede saber por qué motivo me tomó en boca ese amigo de usted?

-Ese amigo -dijo Carnicero- sostiene que usted debe saber dónde se oculta Olózaga.

-¿Yo? Su amigo de usted es tonto rematado. ¡Qué sandeces se permiten algunas personas!

Y no dijo más porque, habiéndose acercado a la mesa de D. Felicísimo, tenía los cinco sentidos puestos en el sobre de la carta que bajo la pezuña estaba.

-Tablas, Tablas -gritó a la sazón el anciano-. Pero hombre, ¿que nunca has de estar aquí cuando haces falta...? Toma, ve, corre, lleva esta carta a la posada del Dragón.

Y levantó la pezuña de macho cabrío para tomar la carta, que violentamente oprimida por aquel pesado objeto parecía hallarse a punto de reventar echando fuera todas sus letras.

-Pues sí, señora mía -prosiguió D. Felicísimo   —237→   luego que marchó Tablas con el recado-. Eso me decía mi amigo, y me lo repitió tres veces... «Ella debe saberlo, ella debe saberlo y ella debe saberlo...». Y que le apearan de esto.

-Su amigo de usted -replicó Jenara- será un gran farsante y un perverso calumniador, porque esto envuelve una calumnia, Sr. Carnicero.

Y era verdad que la dama aventurera no sabía dónde se ocultaba el que después fue insigne tribuno y jefe de un partido. Siendo ella una de las personas que más ayudaron en el oscuro complot de la evasión, no fue partícipe del secreto del escondite, el cual, por excesivamente delicado y peligroso, no salió de la familia. Hoy se sabe que Salustiano al salir de la cárcel, cerrando por fuera la puerta, tropezó con un nuevo obstáculo, el centinela. Estaba concertado que un amigo, fingiéndose asistente del supuesto teniente coronel, entretendría al centinela contándole cuentos. Pero este amigo había faltado y el centinela se paseaba solo a la claridad de la luna, que aquella noche brillaba de un modo tan poético como importuno. Un buenas noches, centinela, pronunciado con serenidad asombrosa, salvó a Salustiano de este nuevo peligro. Avanzó   —238→   tranquilamente, y en la esquina de la calle de Luzón se le unió un amigo que le aguardaba. Por las calles menos concurridas se apartaron a buen paso de la cárcel, dirigiéndose a la vivienda destinada a servir de refugio al fugitivo, la cual era una sombrerería de la Puerta del Sol. Llegaron al centro de Madrid, y vieron que en el Principal se agolpaba la gente. Ya se tenía allí noticia de la escapatoria. Olózaga tuvo que dar un rodeo de un cuarto de legua para dirigirse a la sombrerería, entrando en la Puerta del Sol por la carrera de San Jerónimo, y al fin se vio seguro en el asilo que se le había preparado. Baráibar se llamaba el sombrerero, patriota generoso, que guardó el secreto con fidelidad admirable y supo arrancar al absolutismo una de sus víctimas. Escondido en el sótano de la tienda estuvo Salustiano muchos días, mientras se preparaba el no menos difícil ardid de ausentarle de España. Había trocado una prisión por otra; pero en esta última la esperanza, la idea de libertad y de triunfo le acompañaban en las solitarias horas. Por las noches, contra la opinión de su amigo Baráibar, que temblaba con las temeridades de Olózaga, este se disfrazaba hábilmente y se salía del sótano de la casa, no precisamente para pasearse por Madrid, sino para correr a misteriosas citas, en que no tenía   —239→   participación la política. Como estas atrevidas expediciones nocturnas son de un carácter reservado, debe interponerse entre ellas y la luz de la historia la pantalla de la discreción; y así, doblando esta página, sólo escribiremos en ella: «Oscuridad, oscuridad».




ArribaAbajo- XXIV -

«¡Barástolis, mayoral, que ya estamos en casa; pare usted, pare usted!». Esto decía D. Benigno, y al punto el desclavijado vehículo se detuvo en lo más fragoso de un caminejo lleno de guijarros y junto a una tapia carcomida. Bajaron todos molidos y aporreados, y D. Benigno enderezó la caminata hacia la casa, que distaba como dos tiros de fusil del lugar donde había parado el coche. Cada uno de los chicos iba abrazado con su hucha, y entre todos conducían mal que bien los cinco perros de Crucita. Esta no había querido confiar a nadie sus dos gatos, y por el camino no había cesado de echar maldiciones contra el mayoral, el camino y el coche, que era una verdadera fábrica de chichones.

El panorama de la finca se presentó de un golpe a la contemplación de los viajeros.   —240→   D. Benigno no cabía en sí de gozo, y a cada paso decía a Sola:

-Vea usted cómo están esos almendros... ¿Quién diría que esos olivos no tienen más que diez años?... Aquellos otros, que aún son estacas, los planté yo por mi mano hace tres años... Mire usted a la derecha; pues aquello es lo del tío Rezaquedito, tierras que vendrán a ser mías el año que viene.

La casa era de labor, medianamente arreglada para vivienda cómoda. Tenía una huertecilla, a la que daba frescura y sustancia el agua clara de una noria. Más allá había un prado muy lucido, en el cual pastaban algunos carneros, y las gallinas en bandadas, que regía un arrogante y enfatuado gallo, recorrían libremente todo, olivar, viñas y prado, respetando la huerta, donde les prohibía la entrada, con muy mal gesto, una cerca de zarza erizada de púas.

El sitio no era prodigio de hermosura pero sí muy agradable y tenía los inapreciables encantos de la soledad, del silencio campesino y del verdor perenne aunque un poco triste de los olivos. Los horizontes eran anchos, la luz mucha, el aire puro y sano. Todo convidaba allí a la vida sosegada y a desencadenar de tristezas y preocupaciones el espíritu, dejándole libre y a sus anchas.

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Interiormente la casa valía poco; pero Sola, en cuanto la vio, hizo mentalmente la reforma y compostura de toda ella, prometiéndose ponerla, si la dejaban, en un grado tal de limpieza, comodidad y arreglo que podrían allí vivir canónigos y aun obispos. Todo lo observaba ella, y si al principio no decía nada, cuando Cordero le preguntó su opinión, no pudo menos de darla, diciendo: -¡Qué bien vendría aquí un tabique...!, y abrir allá una puerta... y extender este corredor poniéndole escalera exterior para bajar a la huerta... y en la huerta yo plantaría una fila de árboles que dieran sombra a la casa por esta parte... y quitaría el gallinero de donde está para ponerlo allá en el fondo del corral donde están las mulas... Hay que cuidar mejor de la huerta y componer esa noria que sin duda es del tiempo de los moros.

Todo esto lo oía extasiado D. Benigno, prometiéndose formalmente hacer las reformas indicadas por Sola y aun algunas más.

Desgraciadamente para él, no podía estar en los Cigarrales sino un par de días, porque le precisaba volver a Madrid, pero ¡qué feliz sería cuando volviese definitivamente a sus queridas tierras para pasar todo el verano! Sí, sí, sí: era ya cosa decidida en el espíritu del bueno del comerciante liquidar cuentas,   —242→   traspasar la tienda, renunciar al comercio y hacerse labrador para el resto de sus días. Estos dulces pensamientos le hacían sonreír a solas.

La historia cuenta que D. Benigno regresó a Madrid sin que le ocurriera nada de particular en su viaje, dejando buenos y sanos, y además muy contentos, a los que en los Cigarrales se quedaron. También dice que vendió muchos encajes en la temporada del Corpus, y que allá por los últimos días de Junio el héroe hizo entrega de la tienda a un amigo de toda su confianza, y se dispuso a partir para Toledo con sus dos hijos, Primitivo y Segundo, que ya estaban de vacaciones, con buenas notas y las correspondientes huchas llenas de dinero. Para colmo de dicha, el padre Alelí, a quien los médicos de la Orden habían prescrito sosiego y campo, se disponía a acompañarle a los Cigarrales. ¿Qué faltaba? Sólo faltaba para poner la veleta al edificio de la felicidad Corderil que se resolviera un asunto delicado, un asunto del alma, un problema de corazón, del cual pendían todos los demás problemas, cuestiones y proyectos del héroe de Boteros. Una de las dificultades más graves, que era la de la enunciación o planteamiento verbal del problema, estaba ya vencida, porque D. Benigno halló un medio excelente de vencer, o mejor dicho, de esquivar   —243→   su timidez, y fue escribir a Sola una larga carta cuando ella se hallaba en los Cigarrales y él en Madrid.

La carta era tan fina, tan discreta y comedida, que no vacilamos en reproducir algunos párrafos de ella. Decían así:

«Esto que siento no es una pasión de mozalbete, que sería impropia de mi edad, es un afecto que empezó siendo compasión y poco a poco se fue volviendo un tanto egoísta; luego se robusteció mucho con admiraciones de las virtudes de usted, y más tarde se hizo fuerte con la consideración de asociar a mi vida una vida tan útil por todos conceptos y que me traería tan gran dote de riquezas morales y de méritos positivos.

»Aquí, apreciabilísima Hormiga, viene por sus pasos contados la cuestión del agradecimiento. Usted dirá que lo tiene por mí, y yo replico que mayor debe ser el mío porque los favores que me ha hecho son de los que no se pagan con nada del mundo. Usted ha criado a mis hijos, usted ha ordenado mi casa, usted ha hecho agradable, fácil y metódica la vida. Y quien tanto ha hecho, quien tanto merece, ¿no ha de tener una posición digna en el mundo? Sí, y mil veces sí. Huérfana y sola, pobre y sin más tesoro que sus virtudes, su amor al trabajo, su tierna   —244→   solicitud por todas las criaturas débiles o enfermas, usted ha cautivado mi corazón, no con afecto ardiente de esos que más bien hacen desgraciados que felices a los hombres, sino despertando en mí un sentimiento puro, en el cual se enlazan el amor y el respeto, la consideración y la ternura, el deseo vivísimo de ser feliz y el más vivo aún de hacer feliz, rica, considerada y señora a quien ya tiene en su alma todas las señorías de Dios.

»No me conteste usted por escrito. Medite usted mi proposición, y cuando yo vaya, que será dentro de ocho o diez días, me responderá verbalmente con una sola palabra, en la inteligencia, apreciable Hormiga, de que si mi proposición mereciera una negativa, sería usted para mí lo mismo que ahora es, la primera y más santa de las amigas, y siempre sería yo para usted el mismo leal, admirador y ferviente amigo.

Benigno Cordero».

Muy satisfecho y descansado se encontró el hombre después de escrita la carta. Leída y aprobada por el padre Alelí, D. Benigno la entregó por su propia mano al ordinario de Toledo. Aquel día vendió muchos encajes. Dios estaba de su parte.



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ArribaAbajo- XXV -

Por fin vino el último día de Junio, y el héroe, con sus dos hijos y el padre Alelí, se embanastó en el coche, y helos aquí en camino de los Cigarrales. Durante el viaje el fraile hablaba por siete, siendo tan extremado aquel día el desorden caótico de su cabeza que no hablara mejor ni con más gracia el mismo descubridor de los cerros de Úbeda, o el fabricante de los pies de banco. A cada instante suspendía sus paliques para quedarse mirando al cielo, con el dedo en el labio y el entrecejo lleno de pliegues y laberínticas arrugas, imagen exacta de la confusión que dentro reinaba. Las únicas palabras que entonces profería eran estas: -Benignillo, yo tenía que decirte una cosa... ¿Qué es lo que yo tenía que decirte, Benignillo?... Pues no me acuerdo.

El de Boteros, aunque anheloso y lleno de dudas, tenía presentimientos felices, y el corazón le aseguraba que sería venturoso el término o solución de sus amorosas ansiedades. Llegaron. Sola, doña Crucita y los chicos menores con regular escolta de perrillos y perrazos salieron a recibirles al camino. Por un rato   —246→   no se oyó más que el estallido de los besos con que se saludaban los hermanos. No poca parte del besuqueo fue para la correa y las flacas manos de Alelí, el cual, sintiendo un gozo superior a lo que las palabras podían expresar, echaba bendiciones a derecha e izquierda, como sembrador que desparrama a puñados el trigo sobre un fértil terreno. D. Benigno se encontró bastante cohibido en presencia de Sola; y así sus frases fueron balbucientes, truncadas y sosas. Ella estaba en su natural buen humor, alegre por la llegada de los viajeros, y un poco más decidora que de costumbre. Crucita no parecía la misma y andaba por el campo hecha una zagaleja, vestida con un deshabillé14 extravagante y cómodo, que no era ciertamente tomado de los figurines de la Arcadia ni del Zurguén.

Era una naturaleza constituida moralmente para la vida del campo, por su amor a las flores y a los animales, su espíritu de independencia y su actividad. Así cuando vio trocadas las arboledas de sus balcones por aquel espacioso tiesto en que había olivares, viñedos, albaricoques, establos, huerta, cerros y horizonte, enloqueció de contento y todo el día andaba por aquellos campos con un pañuelo liado a la cabeza y un garrote en la mano, echando de comer a las gallinas, vigilando los   —247→   carneros, expulsando a los guarros de los sitios donde no debían estar, o bien cogiendo fruta, regando lechugas, arreglando una espaldera de cañas para que se enredaran trepando las tiernas y vacilantes judías. Los chicos que ya llevaban un mes en aquella vida, estaban negros como cuervos de tanto andar por el campo, jugando a todas horas con tierra, palitroques y guijarros. Parecían dos pintiparados paletos, y en sus caras, color de pucheros de Alcorcón, brillaban los ojos de azabache despidiendo centellas de picardías.

Antes de que llegara la noche, D. Benigno recorrió la casa, hallando en ella y en la distribución de sus escasos muebles tanta novedad y arreglo que su corazón bailó de contento. Ya se conocía bien qué manos divinas habían andado por allí y qué instinto sublime había hecho de un caserón un hogar y del desmantelado hueco un delicioso nido.

-¡Qué admirable, qué encantadora manera de responder a mi proposición! -dijo Cordero para sí-. Me contesta con hechos, no con palabras. Estas paredes y estos muebles me responden por ella diciéndome: «Nos ha arreglado la señora de la casa».

En la huerta halló Cordero nuevos motivos de admiración. No parecía la misma que él había dejado al regresar a Madrid.   —248→   Todos los cuadros estaban sembrados de hortaliza; las gallinas expulsadas de allí tenían mejor acomodo en un local admirablemente elegido y dispuesto. La cerca limpia y podada reverdecía y echaba verdadera espuma de tiernos renuevos, como si en sus venas hirviera la savia; las callejuelas y paseos admirablemente enarenados parecían recibir con agradecimiento la blanda pisada del amo, cuando por aquellos frescos contornos se paseaba. La noria estaba ya compuesta y no se desperdiciaba el agua, ni quedaba ningún cangilón roto. Toda la máquina funcionaba dando vueltas majestuosamente y sin chirridos, semejando una vida serena, arreglada y prudente que iba sacando del hondo depósito del tiempo futuro los días para vaciarlos serenamente en el manso río del pasado. A Don Benigno se le antojaba que los árboles habían crecido mucho y era la verdad que si no habían crecido mucho, estaban verdes y lozanos y por haber sido limpiados de todo el ramaje viejo y seco. Extendían los morales su fresquísimo follaje como diciendo: «hemos echado estas hojas tan grandes y tan verdes para coronar a la señora de la casa».

-Parece mentira -dijo D. Benigno sintiendo su garganta oprimida por un dogal de satisfacción, pues también hay dogales de gozo-;   —249→   parece mentira, apreciable Sola, que haya hecho usted tantas maravillas con el poco dinero que le dejé. La casa está trasformada y la huerta también. De este tugurio y de este rincón de tierra ha hecho usted con su mano de oro un palacio y un edén.

Sola se ruborizó un poco y dijo que era preciso echar abajo dos tabiques y plantar una nueva fila de árboles, y traer algunos muebles.

¿Muebles? ¡Ah! D. Benigno habría traído, si en su mano estuviera, el trono de las Españas para sentar en él a la que de este modo inundaba su alma y su vida de esperanza y alegría. Al hablar de las reformas de la finca, Sola hablaba ingenuamente el lenguaje de la señora de la casa. Y en esto no había afectación de ninguna clase, ni menos desenfado de advenediza, sino que se expresaba así porque todo aquello le parecía suyo y muy suyo de hecho, aunque no mediasen las circunstancias que se lo iban a dar de derecho.

Cenaron. La cena fue alegre y opulenta. Abundante caza, sabrosos salmorejos, perdices escabechadas, estofado de vaca que propagó por toda la casa su exquisito olor de refectorio, legumbres fritas en menestra, festoneada con ruedecillas de huevos duros, vino fresco de Esquivias, y luego un bandejón de albaricoques de la finca, frescos, ruborizados, y echando   —250→   pura miel por aquella boquirrita con que se pegaban al árbol, compusieron la colación. En la mesa se encontraron cosas de los Cigarrales y cosas de Madrid. Llevaba en esto la palabra el fraile que en tocando a hablar se parecía a la noria tal como estaba antes, echando agua sin concierto ni orden. Más de una vez se quedó parado y lelo, diciendo: -«Benignillo, yo tenía que contarte una cosilla...». «¡Ah!, ya caigo» -añadía dando un grito. Y después decía: -«Pues no: se me fue. Me anda dando vueltas por el magín y no la puedo atrapar».

Con estas cosas se acabó la cena y el fraile rezó el rosario, contestado por Benigno y Sola, porque Crucita y los cuatro muchachos se quedaron dormidos teniendo entre los dientes el último hueso de albaricoque y el primer Padre nuestro.

-Ite, mensa est. A acostarse todo el mundo -gritó al concluir Alelí-. Estamos muertos de cansancio.

Y se acostaron todos. D. Benigno durmió con plácido sosiego y soñó que estaba su cabeza circundada de una aureola, de un disco de luz como el que tienen los santos. Por la mañana cuando se levantó y salió de su alcoba, persistía en él la ilusión de tener en su cabeza el nimbo y de estar despidiendo de sus sienes chorros de luz. Tomó su chocolate, encendió   —251→   un cigarrillo, entró en la sala baja y vio a Sola que estaba abriendo las maderas para que entrara el aire puro del campo, y al mismo tiempo para atar la cuerda donde se había de colgar la ropa que se estaba lavando. El otro extremo de la cuerda debía atarse en el moral grande que había en medio de la huerta. Don Benigno tomó la soga y salió muy contento a ayudar a su protegida en aquella faena doméstica.

-Más fuerte -le dijo Sola riendo.

Si Cordero se atara la soga en el mismo cogollo de su corazón, no sintiera este más alborotado y palpitante.

-Más flojo -dijo Sola.

-¿Así?

-No tanto. Si se tira mucho se rompe, y si se afloja mucho, el viento se lleva la ropa. Ahora está bien.

D. Benigno volvió a la sala. Una gran cesta de ropa blanca aguardaba a la robusta moza que había de llevarla a la huerta. La moza salió, Sola se quedó allí mirando a fuera. D. Benigno se acercó a ella. Ambos hablaron un rato, diciéndose todo lo más quince palabras que nadie pudo oír, ni aun el narrador mismo que todo lo oye. La moza y dos criados más entraron. D. Benigno salió con la aureola de su cabeza tan crecida que le   —252→   parecía ir derramando una claridad celestial por donde quiera que iba. Pasó a la huerta donde topó de manos a boca con un maestro de obras que había mandado venir de Toledo para encargarle las reformas de la casa.

D. Benigno no le conocía, pero le dio un abrazo. Estaba muy nervioso; pero su discreción y buen juicio pugnaban por sobreponerse a aquella exaltación, y al fin pudo lograrlo.

-Maestro -dijo-, es preciso emprender las obras inmediatamente. Hay que derribar dos tabiques y construir una galería exterior sobre la huerta... En fin, la señora le dirá a usted; póngase usted a las órdenes de la señora. ¡Ah!... lo principal es arreglar la pieza que va a ser gabinete de la señora, ¿me entiende usted?, gabinete de la señora. ¿Cuánto se tardará en las obras? Hay que concluirlas pronto; pero muy pronto. Tienen ustedes una calma...

-Señor...

-Sí, mucha calma. Empiece usted pronto. ¿Ha traído las herramientas?

-Si no sabía...

-¡Qué cachaza! Quiero que la casa sea una tacita de plata. La señora dirigirá las obras. Pensamos vivir aquí constantemente. ¿Qué hace usted que no toma medidas? ¡Qué cachaza! ¡Barástolis, barástolis!

El maestro se excusó de no haber empezado   —253→   las obras que aún no estaban formalmente encargadas, y D. Benigno, que en los momentos de mayor exaltación era hombre razonable, comprendió la justicia de las excusas y le dio otro abrazo. Juntos recorrieron la casa. Uniose a ellos Sola y durante un rato no se habló más que de pies castellanos, de una puerta por aquí, de cuatro vigas por allá, de las paredes que debían empapelarse y de las que debían ser pintadas, del nuevo corredor15 para ir a la cocina, del cielo raso y de otras menudencias. Sola explanaba sus proyectos y deseos con una claridad admirable, demostrando en todo la elevación de su genio doméstico.

Cuando el maestro se retiró, Cordero y Sola hablaron larguísimo rato. Separáronse al fin, porque ella no podía abandonar ciertas ocupaciones de la casa, y cuando entró Sola en el cuarto donde estaban planchando se secó los ojos, que pestañeaban como si quisieran lloriquear un poco. Después cantó entre dientes, apartando la ropa que iba a repasar.

D. Benigno salió a la huerta y de la huerta al campo, porque necesitaba dar un paseo largo que sirviera de expansión a su alma. Iba por en medio de los olivos cuando oyó la voz de Alelí que decía:

-Benigno, ¿dónde estás?

  —254→  

La espesura de los árboles no permitía que se vieran.

-¿Dónde está usted, padre Monumento?

-Hijo, aquí estoy. Este enemigo malo, esta buena pieza de Jacobito me ha traído a estos andurriales para que viera un nido y aquí estoy en una zanja de donde no puedo salir.

Acercose Cordero a donde la voz sonaba y vio a su venerable amigo en lo más bajo de una hondonada que el terreno hacía. Jacobito se había subido a los hombros del fraile, montando a horcajadas sobre su cuello, y desde aquella eminencia alargaba la mano con un palo queriendo alcanzar el nido.

-Mírame aquí sirviendo de caballería al bergante de tu hijo... Lobezno, si coges el nido o lo rompes te tiro al suelo. No espolees, verdugo, que me rompes una clavícula. Benigno, por Dios, quítame este jinete y ayúdame a salir del hoyo.

-Abajo, abajo, atrevido, insolente chiquillo -dijo D. Benigno riendo-. ¿Pues qué, nuestro amigo es campanario?

Desmontose el muchacho y Alelí, libre de tan molesto peso y ayudado de Cordero, salió del atolladero en que estaba. Arreglándose el hábito, tomó de la mano a su amigo y le dijo así:

-Ya me acuerdo de lo que tenía que decirte.   —255→   Vaya con mi memoria que está dando vueltas como una veleta y tan pronto apunta al Norte como al Sur. ¿Sabes lo que tenía que decirte? Pues era que se susurra que Su Majestad napolitana está otra vez en cinta. Como salga varón ¡quién verá la cara que ponen mis señores los apostólicos!

-Eso me lo ha dicho usted catorce veces durante el viaje, tío Engarza-Credos.

-Dale bola, es verdad -repitió Alelí pegando en el suelo-. Pues no era eso. Era que... ¿qué era?

Después de una larga pausa diose un palmetazo en la frente y agarrando a D. Benigno por la solapa tiró de él y le dijo:

-Ya lo pesqué... ya di con mi idea... ¡Cómo se escapan las ideas! Oye tú, D. Sábelo Todo. ¿Quién es Monsieure Servet?

D. Benigno miró al cielo.

-No sé -dijo- ni me importa.

Después estuvo un momento confuso, porque aquel nombre sonaba en sus oídos de un modo extraño.

-Pues el día de nuestra salida, cuando tú estabas fuera de casa arreglando las cosas del viaje y yo en tu tienda charlando con el mancebo, llegó un caballero preguntando por ti. Preguntó por todos los de la casa y dijo que no podía esperar porque tenía prisa. Se fue   —256→   soltándonos su nombre que era D. Yo no sé cuántos Servet, y como por el modo de vestir y la arrogancia y el habla y el sonsonete del apellido me pareció francés, lo llamo monsieure.

Alelí pronunciaba esta palabra, así como todas las palabras francesas, lo mismo que se escribe.

-¿Y no dejó recado?

-Que ya volvería. Pero la del humo. Y el mancebo y yo opinamos que es un extranjero de los que vienen a enredar y hacer diabluras y revoluciones.

D. Benigno meditó un momento. Después desechó las ideas que le asaltaban, diciendo:

-No sé quién es, ni me importa. Ese apellido lo han llevado otras personas que ya no existen; con que padre Monumento, basta de sandeces y vamos de paseo. Jacobito, ven. Corre por delante: no te alejes de nosotros... Reverendísimo fraile, todo va bien, muy bien.

-Gracias a Dios... ¿Y para cuándo?

-Lo más pronto posible. Hoy mismo se pedirán los papeles. Barástolis...

-Sí, echa, echa de ese cuerpo dos docenas de barástolis, y yo te acompañaré echando cuatro... Ya era tiempo, ya era tiempo.



  —257→  

ArribaAbajo- XXVI -

Deseoso de que su dicha fuera realidad dentro del más breve plazo, D. Benigno arregló sus papeles y pidió los de Sola que estaban en un pueblo del reino de León. Entretanto que venían aquellos malhadados documentos, sin los cuales no es posible encender cristianamente la antorcha de Himeneo, los futuros cónyuges vivían en intimidad honesta y dulce, en una especie de luna de miel de la amistad, en pleno reinado de la paz doméstica, cuyos encantos se multiplicaban con la deliciosa existencia campesina. Los días pasaban empujándose suavemente unos a otros y cada uno de ellos tenía sobre sus propias alegrías la esperanza de las alegrías del siguiente. Nunca faltaba una operación de labranza, un paseo al monte, una merienda en las praderas del río, y nunca como en aquellas gratas ocasiones se le venían a la memoria al buen Cordero los pensamientos del filósofo de la libertad y la naturaleza. Tan pronto recitaba aquel pasaje en que Rousseau encomia las dulzuras de la amistad como aquel otro en que hace el panegírico de las comidas rústicas preparadas   —258→   por el ejercicio, sazonadas por el apetito, la libertad y la alegría. El anatema de los convites urbanos no es menos enérgico que la apología de las meriendas sobre la hierba.

Emprendiéronse las reformas de la casa con gran actividad. Cordero encargó a Madrid los regalos con que pensaba expresar a Sola la pureza de su afecto y la enormidad de su admiración. También ella hacía sus preparativos, aunque en pequeña escala, pues quería que los nuevos dominios que iba a poseer se rigieran por la ley de sus dominios antiguos que era la modestia.

Sólo una contrariedad agriaba el ánimo de Cordero, poniéndole de mal humor a ratos. Era que los papeles de Sola no venían. Era que en los libros parroquiales de la Bañeza había no sabemos qué embrollo o confusión, y quizás algo de ineptitud o mala fe en la persona comisionada para arreglar el asunto. Llegó el mes de Agosto y los dichosos papeles no parecían. A mediados de dicho mes, el cansancio de Cordero no podía ser mayor, y recordando que tenía en Madrid un amigo que era el mejor agente de negocios eclesiásticos de toda España, le escribió una larga carta encomendándole la reclamación y pronto despacho de aquel asunto, que era la clave de su dicha. En el sobrescrito puso: «Sr. D. Felicísimo   —259→   Carnicero, calle del Duque de Alba en Madrid».

¿Y qué?, ¿perderemos esta ocasión de trasladarnos otra vez a la Villa y Corte sin pagar costas de viaje? No mil veces; que estas ocasiones no se presentan todos los días. Callandito nos deslizamos dentro de la carta, y henos aquí en poder del ordinario de Toledo que puntualmente la llevará a su destino, y con ella a nosotros.

Muy bien se va dentro de una carta. Además de que no hay mejor aposento que un pedazo de papel doblado, tenemos la ventaja de conocer los secretos que nuestras compañeras de viaje, las señoras letras, llevan consigo. Una oblea es llave de nuestra breve cárcel y un dedo vacilante rompiendo la frágil pared nos devuelve la libertad.

Ya estamos.

Abierto el papel, salimos un poco estropeados y entumecidos a causa de la postura violenta que es indispensable en los viajes epistolares, y de pronto nos hallamos frente a frente de una tabla que se esforzaba en ser semblante humano. Era D. Felicísimo, que en aquel momento en que le vimos decía:

-Permítame usted que lea esta carta.

Tenía visita. Miramos, y en efecto, frente a la mesa estaba un caballero de muy buena   —260→   presencia, el cual si no tenía cuarenta años andaba muy cerca de ellos. Vestía bien. Su rostro era moreno, su frente alta y hermosa, su complexión robusta, sin dejar de ser delicada, su modo de mirar triste, sus ojos negros y ardientes a la vez como las noches de verano.

Carnicero leyó la carta, y dijo entre dientes: «bueno».

Después la puso bajo el pie de cabrón y prosiguió lo que con aquel buen señor hablaba cuando llegamos.

-Decía que el negocio de usted es de los más delicados que he visto. Parte de la fortuna de su tío de usted el señor canónigo de la Sonora, ha debido pasar al Monte Pío beneficial de la diócesis de Pamplona. Lo que está en la escribanía de la Puebla de Arganzón puede ser recogido por usted si tiene valimiento y trabaja mucho. ¿Por qué no se presentó usted a recoger su herencia cuando tuvo noticia del depósito? Ya me ha dicho usted que en aquellos días estaba emigrado y perseguido por las leyes. Pero eso no es una razón. Hoy también lo está usted y si se le deja en paz y aun se le permite abandonar la farsa del nombre supuesto es porque ha traído recomendaciones de altos personajes legitimistas. Yo... puesto en lugar de usted me decidiría a   —261→   perder la mitad de la herencia del señor canónigo de la Sonora con tal de sacar libre la otra mitad, y confiaría mi pleito a un agente hábil y astuto que supiera mover los trastos y sacar adelante el negocio con toda prontitud.

-Ya lo he pensado -dijo el caballero- y no tengo inconveniente en ceder la mitad de la herencia a la persona que arregle esta cuestión sacando del Monte Pío Beneficial de Pamplona lo que indebidamente ha sido llevado a él. ¿Quiere usted que hagamos el convenio ahora mismo?

D. Felicísimo pareció dudar. Su cara de fósil sufrió trasformaciones ligerísimas en color y contextura cual si estuviera sometida en un laboratorio a fuertes influencias químicas. Variaron sus mejillas del gris cretáceo al rojo de cinabrio, su frente se llenó de arrugas como un terreno que se cuartea a causa de un recalentamiento interior, y sus ojos cambiaron un momento la trasparencia imperfecta del talco por el brillo del feldespato16.

-La mitad, la mitad y punto concluido -dijo el otro, que sin duda era más vivo que un azogue y gustaba de las resoluciones prontas-. Hagamos el contrato hoy mismo y fijemos seis meses para el despacho del negocio.   —262→   Si a los seis meses está resuelto, la mitad para mí, la mitad para usted.

D. Felicísimo empezó a balbucir excusas y a presentar sus muchos años y su retraimiento de los negocios como un obstáculo para emprender aquel que se le proponía. Habló mucho reconociéndose incapaz. Por los dos ángulos de su boca salía la saliva como una erupción bituminosa que en aquellas concreciones y repliegues de la barba rapada se dividía en menudos arroyos. El taimado viejo ponderaba las dificultades del pleito y su ineptitud, sin duda porque no le parecía bastante la mitad y quería dos tercios de la herencia.

-La mitad -manifestó resueltamente el otro-. ¿Quiere usted, sí o no?

-Por ser usted recomendado del señor don Alejando Aguado, marqués de las Marismas -replicó el viejo- acepto y tomo a mi cargo su negocio.

-La mitad... seis meses.

-La mitad... seis meses -repitió Carnicero, y su vocecilla salió de la espelunca de su boca, rugiendo como el oso prehistórico-. Hagamos hoy nuestra escritura.

Tomando el pie de cabrón con su mano de corcho dio un porrazo sobre la mesa, que hizo temblar hasta en sus cimientos el montón de legajos.

  —263→  

Después rodó la conversación sobre diversos asuntos, y concluyó en política. Acerca de ella dijo el caballero lo siguiente:

-He perdido todas las ilusiones. He vivido mucho tiempo en España en medio de las tempestades de los partidos victoriosos, y mucho tiempo también en el extranjero en medio del despecho de los españoles vencidos y desterrados. La experiencia me ha hecho ver que son igualmente estériles los Gobiernos que persiguen defendiéndose y los bandos que atacan conspirando. Yo he conspirado también algunas veces, y en aquellos trabajos oscuros he visto en derredor mío pocos móviles generosos y muchas, muchísimas ambiciones locas, apetitos y rencores que no se diferenciaban de los del despotismo más que en el nombre. La realidad me ha ido desencantando poco a poco y llenándome de hastío, del cual nace este mi aborrecimiento de la política, y el propósito firme de huir de ella en lo que me quedare de vida.

-Bien, bien -dijo D. Felicísimo agitándose en su asiento y golpeando sus manos una con otra en señal de júbilo-. Es usted un enemigo más de esas endiabladas teorías constitucionales y de esas invenciones satánicas llamadas partidos y del estira y afloja de Cortes que gobiernan y rey que reina y hurga, por   —264→   aquí y escarba por allá, y el demonio que lo entienda... De pensar así a ser apostólico proclamando esta gloriosa monarquía del porvenir no hay más que un paso. Le veo a usted en el buen camino y en jurisdicción apostólica.

El caballero no pudo reprimir la risa que estas palabras provocaron en él.

-¡Yo apostólico! -dijo-. No espere tal cosa el Sr. D. Felicísimo. Para que eso suceda será preciso que Dios varíe mi natural ser, y arranque de mí la memoria. Esa forma nueva del despotismo que se anuncia ahora va a ser más brutal que cuantos despotismos se han conocido, porque sobre todos sus inconvenientes va a tener el de ser populachero. No es el absolutismo de Felipe II o de Luis XIV, grande, aristocrático, batallador, adornado de mil glorias militares y artísticas, y que disculpa sus atrocidades con grandes empresas y conquistas de mundos; va a ser un sistema de mojigatería y desconfianza, adicionado con todas las corruptelas de las camarillas que vienen funcionando desde los tiempos de Godoy. Se alimentará del suelo por dos grandes raíces, una que estará en las sacristías, claustros y locutorios de monjas, y otra que se fijará en las tabernas donde se reúnen los voluntarios realistas. Va a ser una tiranía ramplona   —265→   que si es sufrida por nuestro país, lo que dudo mucho, pondrá a este en un lugar que no envidiará seguramente ninguna región del África.

Al oír esto D. Felicísimo hizo un gesto tan displicente que su cara se arrugó toda, y desaparecían los ojos, y los pliegues de sus labios se extendieron multiplicándose y describiendo un número infinito de rayas hasta el último confín de las orejas.

-Según eso es usted liberal...

-Lo soy, sí, señor; soy liberal en idea, y deploro que el país entero no lo sea. Si no estuvieran tan arraigadas aquí las rutinas, la ignorancia, y sobre todo, la docilidad para dejarse gobernar, otro gallo nos cantara. El absolutismo sería imposible y no habría apostólicos más que en el Congo o en la Hotentocia. Por desgracia nuestro país no es liberal ni sabe lo que es la libertad, ni tiene de los nuevos modos de gobernar más que ideas vagas. Puede asegurarse que la libertad no ha llegado todavía a él más que como un susurro. Es algo que ha hecho ligera impresión en sus oídos, pero que no ha penetrado en su entendimiento ni menos en su conciencia. No se tiene idea de lo que es el respeto mutuo, ni se comprende que para establecer la libertad fecunda es preciso que los pueblos se acostumbren   —266→   a dos esclavitudes, a la de las leyes y a la del trabajo. A excepción de tres docenas de personas... no pongo sino tres docenas... los españoles que más gritan pidiendo libertad entienden que esta consiste en hacer cada cual su santo gusto y en burlarse de la autoridad. En una palabra, cada español, al pedir libertad, reclama la suya, importándole poco la del prójimo...

-Luego usted -dijo D. Felicísimo, que ya había recobrado la fijeza pétrea de su rostro- no es liberal al modo de acá.

-Lo soy al modo mío, según mi idea, y creo que estos principios, aprendidos donde no son sólo principios sino hechos, prevalecerán en todo el mundo y conquistarán todas las tierras incluso España; pero cuando me detengo a calcular el tiempo que tardaremos en ser conquistados, me confundo, me mareo, porque todos los años me parecen pocos para tan grande obra. De aquí mi escepticismo, que no es realmente escepticismo, sino tristeza. Creo en la libertad porque he visto sus frutos en otras partes; pero no creo que esa misma libertad pueda darlos allí donde hay poquísimos liberales y de estos la mayor parte lo son de nombre. España tiene hoy la controversia en los labios, una aspiración vaga en la mente, cierto instinto ciego de mudanza;   —267→   pero el despotismo está en su corazón y en sus venas. Es su naturaleza, es su humor, es la herencia leprosa de los siglos que no se cura sino con medicina de siglos. He visto hombres que han predicado con elocuencia las ideas liberales, que con ellas han hecho revoluciones y con ellas han gobernado. Pues bien, esos han sido en todos sus actos déspotas insufribles. Aquí es déspota el ministro liberal, déspota el empleado, el portero y el miliciano nacional; es tiranuelo el periodista, el muñidor de elecciones, el juntero de pueblo y el que grita por las calles himnos y bravatas patrióticas. La idea de libertad entrando súbitamente aquí a principios del siglo nos dio fórmulas, discursos, modificó algo las inteligencias; pero ¡ay!, los corazones siguen perteneciendo al absolutismo que los crió. Mientras no se modifiquen los sentimientos, mientras la envidia que aquí es como una segunda naturaleza, no ceda su puesto al respeto mutuo, no habrá libertades. Mientras el amor al trabajo no venza los bajos apetitos y el prurito de vivir a costa ajena no habrá libertades. No habrá libertades mientras no concluya lo que se llama sobriedad española que es la holgazanería del cuerpo y del espíritu alimentada por la rutina; porque las pasiones sanguinarias, la envidia, la ociosidad,   —268→   el vivir de limosna, el esperarlo todo del suelo fértil o de la piedad de los ricos, el anhelo de someter al prójimo, la ambición de sueldo y de destinos para tener alguien sobre quien machacar, no son más que las distintas caras que toma el absolutismo, el cual se manifiesta según las edades, ya servil y rastrero, ya levantisco y alborotado.

-Según eso -dijo D. Felicísimo que empezaba a estar algo confuso-, usted considera a nuestro país inepto para las libertades. Por consiguiente, como no puede haber más que dos clases de gobiernos y el liberal es imposible, tenemos que aceptar el absoluto.

-No -replicó el otro-, porque una ley ineludible arrastrará, mal de su agrado, a España por el camino que ha tomado la civilización. La civilización ha sido en otras épocas conquista, privilegios, conventos, fueros, obediencia ciega, y España ha marchado con ella en lugar eminente; hoy la civilización tan constante en la mudanza de sus medios como en la fijeza de sus fines, es trabajo, industria, investigación, igualdad, derechos, y no hay más remedio que seguir adelante con ella, bien a la cabeza, bien a la cola. España se pone las sandalias, toma su palo y anda: seguramente andará a trompicones, cayendo y levantándose a cada paso; pero andará. El absolutismo   —269→   es una imposibilidad, y el liberalismo es una dificultad. A lo difícil me atengo, rechazando lo imposible. Hemos de pasar por un siglo de tentativas, ensayos, dolores y convulsiones terribles.

-¡Un siglo!

-Sí, y esta es la causa de mi tristeza. Yo me encuentro en la mitad de mi vida. He trabajado mucho por la idea salvadora; pero ya me siento fatigado y me reconozco sin fuerzas para esta labor inmensa que será cada día mayor. Otros vendrán que arrimen el hombro a tan terrible carga. Yo no puedo más. Las circunstancias en que me encuentro, solo, sin familia, lleno de tedio y viendo cuán poco hemos adelantado en la cuarta parte de un siglo, me desaniman atrozmente. Reconozco que cuanto de mis fuerzas dependía ya lo hice; está mi conciencia tranquila y me retiro. Hasta ahora yo no he vivido para mí ni un solo día. Llega la hora en que me es necesario vivir un poco para mí. No obteniendo gloria ni siquiera éxito, el sacrificio de mi existencia a un ideal sería estéril; pues vivamos, vivamos siquiera un poco y descansemos. Sobre las ruinas de mis quiméricas ambiciones se levanta hoy una ambición grande, potente, la ambición de ser feliz, tener una familia y vivir de los afectos puros, humildes, domésticos.   —270→   ¡Es tan dulce no ser nada para el público y serlo todo para los nuestros! Apartado de todo lo que es política, deseando el olvido, miro a todas partes buscando un rincón en que ocultarme y a donde no llegue el fragor de la lucha.

D. Felicísimo movía la cabeza, sonriendo. Creía firmemente que el caballero, su amigo y cliente, tenía la cabeza vacía de lo que llaman seso, ¿pues qué mayor locura, en aquellos agitados días, que no ser apostólico, ni absolutista, ni siquiera liberal?

Ya iba a decir algo muy ingenioso sobre esta enfermiza manía de no ser nada, absolutamente nada, cuando entró Pipaón y estrechando con ímpetu amistoso la mano del caballero, le dijo:

-Enhorabuenas mil, queridísimo amigo. Vengo de ver a su Excelencia, que ya ha leído las cartas que trajiste del Sr. D. Alejandro Aguado, marqués de las Marismas, y de su parte te aseguro que puedes vivir aquí tan libremente como en el mismo París o Londres. El Sr. Aguado es, como soberano absoluto del dinero, una potencia de primer orden, una autoridad indiscutible; ahora bien: considerando que el mencionado Sr. Aguado (Pipaón no abandonaba jamás su estilo de expediente) garantiza bajo su palabra de oro que vienes   —271→   exclusivamente con la misión de comprarle cuadros para su rica galería, y además a asuntillos tuyos que nada tienen que ver con la política, se ha dado cuenta a S. M. de todo lo actuado y S. M. se ha servido disponer que no se te moleste en lo más mínimo. Tendreislo entendido, y ahora, discreto amigo, ruégote que adoptes tu verdadero nombre y vengas a comer conmigo a mi casa, donde encontrarás personas que más desean verte que escribirte...

El caballero se levantó y muy gozoso dijo:

-Confío sin vacilar en la libertad que se me ofrece y recobro mi nombre.




ArribaAbajo- XXVII -

Tenía sus papeles en regla, pasaporte, partida de bautismo, a más de otros documentos importantes, y aquel mismo día se celebró la escritura para llevar adelante lo pactado con D. Felicísimo, asistiendo a este acto solemne, como notario, el licenciado Lobo, a quien conocemos desde hace veinticuatro años. Por la tarde Pipaón se llevó al amigo a su casa, donde le obsequió bizarramente con suntuosa comida,   —272→   cigarros exquisitos y licores de primera. Esta esplendidez y el lujo de la vivienda en que estaba admiraron mucho al convidado, que no podía menos de traer a la memoria la humildad con que el Sr. Bragas dio los primeros pasos en la carrera de covachuelista. El medro había sido grandísimo y el aprovechamiento tan colosal, que allí podrían tomar lecciones cuantas hormigas hay en el mundo.

Los dos camaradas charlaron de lo lindo sobre cosas diversas, pero especialmente sobre el destino y vicisitudes del amigo que por tanto tiempo había estado ausente de España y envuelto en misterios. Las preguntas sucedían a las preguntas y las explicaciones a las explicaciones, y no fue todo paz y concordia en su interesante diálogo, porque a lo mejor de él hubo peligro de que los ánimos se soliviantaran dando al traste con la amistad y buena armonía que son compañeras inseparables de una serie de buenos platos. Parece ser que el amigo había enviado a Pipaón, durante los últimos años, todas las cartas que tenía que dirigir a Madrid. El objeto de esta mediación era que el diestro cortesano salvara de las asechanzas de la policía en Correos una correspondencia inocente en que nada se hablaba de política. Así lo hizo durante algún tiempo; pero desde mediados del 29, don   —273→   Juan Bragas, que en las cosas privadas lo mismo que en las públicas había de mostrar la doblez y bajeza de su carácter, abusó de la confianza del emigrado dejando de entregar algunas de sus cartas a la persona a quien se dirigían, para dárselas a otra.

La cuestión de las cartas salió, pues, a relucir en la mesa, y Pipaón que en frescura y demás dotes para el fingimiento no tenía rival en el mundo, se desenvolvió gallardamente de aquel compromiso. Su sofistería, sus protestas de amistad, auxiliadas de su serenidad hacían quiebros admirables, y no se dejaba él coger en mentira aunque la lógica misma se encargara de acometerle.

-Puedes estar seguro, amigo Salvador -le decía-, de que desde Octubre del 29 no he recibido ningún paquete tuyo. Si lo recibiera, tonto, ¿para qué lo quería yo? ¿De qué podrían valerme tus cartas, no trayendo nada de política?, y aunque trajeran algo, hombre, aunque fuera cada letra de ellas una bomba explosiva, ¿me crees capaz de vender a un amigo de la infancia?, ¿me crees capaz de abusar indignamente de tu confianza?, ¿me crees capaz de violar el sacratísimo misterio de la correspondencia...? ¡Oh!, no me des a entender que hay en ti, no digo sospecha, pero ni siquiera un átomo de sospecha, porque nace   —274→   en mí cierta indignación terrible que me hará olvidar la amistad, la consideración; me desvanezco, me exalto, me sulfuro... No, tú no puedes tener de mí tan baja opinión, tú bromeas, tú has perdido la memoria de mis buenas partes, y allá en la emigración has olvidado lo arraigada que está la hidalguía en pechos españoles.

El amigo no se convenció con estas vehementes razones; pero no queriendo volver sobre lo pasado, dejó aquel tema para tomar otro. Apremiado por Bragas, contó lo más notable de su vida durante las largas ausencias, extendiéndose mucho en los dramáticos sucesos de su expedición a Cataluña, durante la insurrección apostólica de este país. Pasmado lo oía todo el buen cortesano, y cuando su amigo llegaba a narrar un peligro extraordinario o el acometimiento de alguna aventura terrible temblaba y sudaba como si él mismo se sintiera empeñado en aquellos grandes riesgos y compromisos; tal verdad e interés había en la relación.

Ya estaba en los postres, cuando Pipaón, oído el relato del convidado contó a su vez los chascos que él (Pipaón) y otra persona (Jenara) se habían llevado en Madrid, creyendo ver al buen amigo en cada uno de los individuos que sucesivamente iba deteniendo   —275→   la policía por creerlos emisarios de Mina o Valdés.

-Como no recibíamos cartas tuyas -dijo-, y en tanto los emigrados se agitaban en París y en Londres, siempre que teníamos noticia de la llegada misteriosa de algún conspirador, creíamos que eras tú. En Gracia y Justicia me enteraba yo de los soplos de la policía, y... francamente, como siempre tuviste afición a zurcir voluntades de revolucionarios y preparar sediciones... no levantaban una pieza los buenos podencos de la Superintendencia, sin que Jenara y yo dijéramos: «él es». Cuando Espronceda vino y se escondió por unas horas en la Trinidad, creímos que eras tú. ¿Llegó un tipo, un no sé quién y estuvo tres días en la botica de la calle de Hortaleza?... pues eras tú. ¿Hablose de otro que se metió en el guardamangier de Palacio y que luego resulto ser un choricero perseguido por haber dado unos palos?... pues tú. ¿Súpose por los serenos que un hombre encopetado había entrado a deshora varias noches en casa de Olózaga?... pues tú. Pero el más gracioso engaño de todos es el que padeció nuestra paisanita durante la prisión de Olózaga, engaño en el cual no he tenido parte ni responsabilidad. Ella sobornó carceleros y compró mequetrefes de cárcel de esos que   —276→   traen y llevan recados. Esta gente sirve bien, como anden las onzas por medio, y lo prueba la evasión de Olózaga. Pues bien. En el torreón de la Villa había un preso a quien daban el nombre de Escoriaza, el cual unas veces atribuía su encerramiento a cosas de mujeres, y otras a tramas políticas. Intrigando para salvar a Olózaga, nuestra amiga, cuyo corazón es tan grande como su entendimiento, se interesaba por el misterioso Escoriaza, creyendo... no podía faltar la muletilla... creyendo que eras tú. Él recibió recados y dineros, comprendió que había un engaño y lo sostuvo hábilmente. En fin, querido, a la postre resultó ser ese raterillo a quien llaman Candelas, que si Dios no lo remedia, pasará a la posteridad por sus hazañas. Mira, Salvador, cuando lo supe, estuve riéndome dos horas... Por último, al cabo de tantas equivocaciones vino la verdad, y la sin par Generosa, que te buscaba en todas partes, te encontró de improviso en su propia casa, en casa de D. Felicísimo. Y fue de la manera más inesperada y más teatral. Un día vio sobre la mesa de Carnicero una carta para D. Jaime Servet, nombre que usaste en Cataluña, según nos dijo el marqués de Falfán de los Godos, que te encontró en Canfranc cuando volvías sano y salvo a Francia. Al punto Jenara... ya sabes que es un fuego   —277→   vivo de actividad y de impaciencia... corrió a la posada del Dragón... ¡Qué desgracia!, no estabas... Pasaron días. La carta para ti volvió a la mesa de D. Felicísimo donde ha estado dos meses esperándote. Pero ayer nuestra amiga sintió una voz en el despacho de Carnicero; ella y Micaela se acercaron, entreabrieron la puerta, miraron... Eras tú, tú mismo, real, verdadero, efectivo. Jenara se desmayó en el pasillo y Micaela y yo la llevamos a su cuarto, donde sin más medicina que un vasito de agua, volvió en sí y de repente me dijo entre riendo y llorando: «Ha engrosado bastante ese badulaque...». Y en conclusión, chico, esta tarde tendrás el gusto de verla, porque para eso estás aquí y para eso te he convidado de acuerdo con ella, y ya...

El cortesano miró el reló17, añadiendo con socarronería:

-No, no es hora todavía... ¿Llevarás a mal lo que he hecho? ¡Qué demonios! Si supieras el interés que tiene por ti... Te quiere como a un hijo.

Salvador no dijo cosa alguna concreta acerca de este inopinado amor de madre que la señora le tenía, y volviendo al tema pasado riose mucho de los lances cómicos ocurridos con su supuesta persona, y principalmente de haber sido confundido con dos hombres que   —278→   habían de ser pronto celebridades del siglo, si bien de orden muy distinto, Espronceda y Candelas. Dijo luego que al volver a Francia de vuelta de Cataluña, había seguido ayudando a Mina en sus planes; pero que, desde la intentona del año 30, había cesado en sus trabajos, renunciando para siempre y con decidido propósito a la política. Desde que tal resolución tomó, habíase aplicado a buscar los medios de volver libremente a España, donde le llamaban afectos nobles y una regular herencia por recoger. Tuvo la suerte entonces de conocer a D. Alejandro Aguado, el cual le empleó en diferentes comisiones en Bélgica e Inglaterra. Sirvió con celo y habilidad al banquero, y el banquero se encargó de abrirle las puertas de España. Quiso traerle cuando vino Rossini en Marzo del 31; pero entonces no fue posible. A la vuelta de Aguado a Francia, el célebre contratista dio a Salvador el encargo de reunirle cuadros para su afamada colección (que hoy puede admirarse en el Louvre), y para esto, y para hacerle posible la residencia en España, escribió en su obsequio cartas de recomendación de esas que todos los obstáculos allanan y vencen dificultades que al oro mismo son rebeldes. Aguado era el prestamista del Tesoro español y tenía en su mano la fortuna pública y gran parte de la   —279→   privada de esta nación venturosísima. Por estas causas sus relaciones en Madrid eran sólidas y su firma como una especie de fórmula abreviada del Evangelio.

D. Felicísimo había tenido a principios de 1831 correspondencia con Aguado, con motivo de ciertos negocios de los Santos Lugares que este arregló en París y Roma. Concluidas y zanjadas las cuentas a gusto de ambos, lo mismo el banquero que el agente eclesiástico deseaban ocasión de servirse mutuamente, y como en poder de Carnicero obraba todavía una cantidad, resto de la negociación realizada y de la cual debía disponer Aguado, este suplicó a su amigo la entregase al Sr. D. Jaime Servet, su amigo y corresponsal que llegaría a Madrid en época concertada. Reservadamente enteraba Aguado a Carnicero de quién era este Servet y de su verdadero nombre y la herencia y los cuadros y los propósitos pacíficos que llevaba a Madrid, por lo cual esperaba que le ayudase en todo. Con esto y con las cartas que Salvador trajo para Calomarde, Varela, Ballesteros y la Reina Cristina, no fue difícil que al llegar a Madrid dejase su falso nombre, entrando en el pleno goce de lo que podría llamarse derechos civiles y que era en realidad tolerancia o benignidad del gobierno absoluto. La carta para   —280→   Cristina, que entregó el primer día, fue como es de suponer eficacísima, y todo lo demás se le hizo fácil. Ya tenemos noticia de las buenas disposiciones de Carnicero, el cual miraba al Sr. Aguado como a un Dios; pues en aquel espíritu el furor apostólico no excluía la adoración de becerros de oro con todos los servilismos que esta religiosidad insana trae consigo.

Ya habían concluido de comer y estaban de sobremesa fumando excelentes puros, cuando sonó la campanilla, y Pipaón dijo a su amigo:

-Me parece que ya está ahí. Es puntual como la hora triste.

Salvador hizo una pregunta interesante por demás, a la cual contestó el tunante de Pipaón con sonrisa maliciosa y en voz tan baja que el narrador se quedó en ayunas. Es evidente que la pregunta se refería a la señora que en aquel momento llamaba a la puerta, y también lo es que Pipaón contestó con un nombre. Lo único que pudimos percibir de este oscurísimo coloquio fue la observación de Salvador, diciendo:

-Me lo figuré... le vi en Francia... ¡qué cosas!

Era ella en efecto. Salvador, dejando a su amigo, fue a la sala, donde la encontró de pie, fijos los ojos en la puerta. Se saludaron   —281→   con afecto, demostrándose el uno al otro sentimientos de amistad y alegría por verse después de tanto tiempo. En ella había cierto alborozo del alma que luchaba por encerrarse en el círculo de lo que se llama satisfacción en lenguaje de urbanidad, y en él había frialdades que se mostraban de improviso, rompiendo el velo de expresiones convencionales con que las quería cubrir. Ella estaba turbada, tan turbada que después de los primeros saludos decía una cosa por otra; él no parecía muy sereno, pero se recobró antes que ella y fue de los dos el primero que rió. ¡Sabe Dios cuál sería el último!

La discreción que en el uno emanaba naturalmente del desamor y en la otra del remordimiento, les llevó a una conversación en que ni por incidencia se tocó ningún punto de la vida pasada de ambos. Hablaron del tiempo y de política, los dos temas obligados en toda reunión donde no hay nada de que hablar. Allí parecía más bien que ella y él temían abordar otros asuntos. Lo único que se permitió Jenara fuera de los lugares comunes de la política y el tiempo, fue algunas exhortaciones que demostraban bastante interés por el que fue su amigo.

-No te fíes de esta gente, ni de la buena acogida que te han hecho -le dijo-. Esta   —282→   canalla es más temible cuanto más halaga, y cuando parece que perdona es que prepara el golpe de muerte. La protección de la Reina Cristina, que tanto considera al Sr. Aguado, te servirá de mucho mientras haya tal Reina; pero, hijo, aquí no hay nada seguro; estamos sobre un abismo. Al Rey le repiten ya con más frecuencia los ataques de gota y el mejor día nos quedamos sin él. Ya supones lo que pasará en la botella de cerveza el día que le falte el corcho. Muerto el Rey, adiós Reina y Roque; se armará aquí una marimorena de todos los demonios, y el bando apostólico será dueño del reino y nos hará gustar las delicias del gobierno de Cafrería. Como no me resigno a que me gobiernen a la africana, tengo todo preparado para marchar en cuanto haya síntomas; así desde que el Rey cojea del pie izquierdo, ya me tienes haciendo las maletas. Prepárate tú también, y no te fíes de la protección de Cristina, un ídolo a quien derribará de su pedestal el último suspiro del Rey.

Salvador, conviniendo en muchas de estas apreciaciones respondió que por nada del mundo volvería a la emigración, y que resuelto a huir de la política, esperaba que nadie le molestaría. No queda duda alguna de que la hermosa dama, al oírle hablar tenía en su alma   —283→   eso que no se puede designar sino diciendo que estaba agobiada bajo un formidable peso. Claramente decían sus ojos que tras de la fórmula artificiosa y vana que articulaban los labios, había una reserva de palabras verdaderas que al menor descuido de la voluntad saldrían en torrente diciendo lo que ellas solas sabían decir. Que se echara fuera, por capricho o audacia, una palabra sola y las demás saldrían vibrando con el sentimiento que las nutría. Por un instante se habría creído que el volcán (demos al fenómeno referido su nombre platónico convencional) llegaba al momento supino de la erupción echando fuera su lava y su humo. Salvador tembló al ver con cuánto afán, digno de mejor motivo, contaba la señora las varillas de su abanico, pasándolas entre los dedos cual si fueran cuentas de rosario, y mirándolo y remirándolo como si él también hablase. Después la dama alzó los ojos que tenía empañados, cual si fluctuara sobre aquel cielo azul la niebla del lloriqueo, y echando sobre su amigo una mirada que era más bien explosión de miradas, desplegó los labios, empezó una sílaba y se la tragó en seguida juntamente con otras muchas, que estaban entre los lindos dientes esperando vez. La señora se sometió a sí misma con formidable tiranía y en vez de aquello que iba a decir no dijo más que esto:

  —284→  

-Hoy me han regalado una cesta de albaricoques.

A esta noticia insignificante contestó Monsalud diciendo que a él le gustaban poco los albaricoques, y que delante de un racimo de uvas no se podía poner ninguna otra especie de fruta. Con esto se empeñó un eruditísimo coloquio sobre cuáles eran las mejores frutas, defendiendo la señora con argumento irrebatible el melón de Añover y los albaricoques de Toledo, pasando la conversación a los Cigarrales, y por último a D. Benigno Cordero, a cuya obsequiosa amistad debía Jenara la cestilla mencionada. Entonces el otro dio en hacer pregunta tras pregunta sobre la honrada familia del encajero, y Jenara dio en responderle con malísima gana y con tanta avaricia de palabras como liberalidad de movimientos para darse aire con el abanico. Creeríase que se estaba azotando el seno para castigarle de haber engrosado más de la cuenta, y así todos los faralanes18 de su vestido en aquella parte se agitaban como flámulas y gallardetes en día de festejo y de temporal. De repente la señora cortó la conversación diciendo:

-Son las seis y Micaelita me espera para ir al Prado. Yo estoy libre también; ya me ha dicho hoy D. Felicísimo por encargo del esposo   —285→   de la jorobada (Calomarde) que se acabó la tontería de mi persecución.

Salvador manifestó alegrarse mucho de aquella franquicia, y no dijo sino palabras convencionales y frías para retener a la dama en la visita. También habló de su próximo viaje a Toledo. Ella se levantó, y sus bellos ojos ya no echaban de sí sentimientos amorosos sino un chisporroteo de orgullo. Despidiose secamente diciéndole: «Nos veremos otro día» y se retiró majestuosa, como soberana que no sabe lo que es abdicar y antes consentirá en equivocarse mil veces que en ceder una sola.




ArribaAbajo- XXVIII -

A principios de Setiembre todavía el benignísimo D. Benigno no había podido allanar aquel endiablado obstáculo de los papeles. El agente no contestaba nada de provecho, y todo era dilaciones, por lo cual Cordero, que ya iba perdiendo la paciencia, determinó hacer un viaje a Madrid para comunicar algo de su inquietud y de su prisa al Sr. Carnicero. El héroe había resuelto encontrar los papeles, aunque tuviera que ir por ellos a la misma   —286→   villa de La Bañeza o al fin del mundo. Así lo dijo al partir, despidiéndose para poco tiempo.

Dos días después de su partida estaba Sola en una de las piezas altas, ocupada, por más señas, en pegar botones a una camisa de su futuro esposo, cuando recibió aviso de que un señor acababa de llegar a la finca y deseaba hablar con la señorita. Comprendiendo al punto quién era, Sola se quedó como estatua, sin habla, sin ideas en la cabeza, sin sangre en las venas, sintiendo una alegría disparatada, que al mismo tiempo era pena muy viva, y miedo y cortedad de genio. Ella sabía quién era el visitante; se lo decía aquel mismo azoramiento súbito en que estaba y el horrible salto de su corazón alarmado. Había tenido noticia por D. Benigno, dos semanas antes, de la aparición de Salvador en Madrid, padeciendo con esto un trastorno general en sus ideas. Pocos días después había recibido una carta del mismo anunciándole visita, y desde que recibiera la carta el barullo de sus ideas y la estupefacción de su alma habían aumentado. Grandes cosas se preparaban sin duda, anunciándose en la infeliz joven con sentimientos de miedo y espasmos de alegría. Armándose de valor, se dispuso a recibir al que un tiempo se llamó su hermano. Mientras se arreglaba un poco para presentarse a él, miró   —287→   por la ventana. Allá abajo, entre los olivos, había un caballo, sujeto por un muchacho de la casa. Era el caballo de él. La puertecilla de la huerta por donde se pasaba para llegar a la casa, estaba abierta. Él la había dejado abierta al pasar. En la salita baja se sentían pasos. Eran sus pasos.

Sola bajó, apoyándose fuertemente en el barandal para no bajar de cabeza. Entró en la salita... ¡Qué grueso, qué moreno!... ¡tenía algunas canas!... Sola no pudo decir nada y se dejó abrazar fuertemente.

-¡Ay! -exclamó sintiéndose inerte entre los brazos de su hermano, que parecían de hierro.

Sola no se hacía cargo de nada. Estaba pálida y con los labios secos, muy secos. No se dio cuenta de que él se sentó en un sofá de paja, que era el principal adorno de la salita; no se dio cuenta de que él, tomándole las manos, la llevó al mismo sofá y la sentó allí como se sienta una muñeca; no se dio cuenta tampoco de que Salvador dijo:

-Ya sé que no está D. Benigno; ¡cuánto lo siento!

Sola no hacía más que mirarle asombrada, encontrándole grueso, no tan grueso que perdiera su gallardía de otros tiempos; asombrada de verle mucho más moreno y curtido que   —288→   antes y con algunas manchas de canas en el cabello.

-¡Me miras las canas! -dijo él-. Estoy viejo, hermana, viejo del todo. A ti te encuentro más guapa, más mujer, más saludable. Ya sé que eres tan buena como antes o más buena aún, si cabe. El marqués de Falfán me ha hablado mucho de ti, y me contó tu grave enfermedad. ¡Pobrecita! También sé que no has recibido mis cartas desde hace dos años, como no las recibió Falfán ni otros amigos míos. Es una traición de Bragas, aunque él jura y perjura que no ha recibido paquetes míos en mucho tiempo. La última carta que me escribiste la recibí en Inglaterra hace dos años. Después, yo escribía, escribía, y tú no me contestabas.

Hablaron un rato de aquel singular extravío de cartas, que no podía ser sino pillada de Pipaón, falaz intermediario; pero como ya el mal pasado no tenía remedio, dejaron de hablar de ello para ocuparse de cosas más vivas y más interesantes para uno y otro.

-¡Cuántos años sin verte! -dijo él, mirándola de tan buena gana que bien se conocía el largo ayuno que de aquellas vistas habían tenido sus ojos.

-El marqués de Falfán -repitió ella- que iba algunas veces a la tienda de D. Benigno y   —289→   siempre me hablaba de ti, me contó que pasando él la frontera cierto día del año 27 te encontró. Ibas a caballo disfrazado y te habías puesto el nombre de Jaime Servet. Este nombre se me quedó tan presente que lo dije muchas veces cuando estaba delirando. Después de esto me escribiste desde París. Un día que fuimos a ver entrar a la Reina Cristina a casa de Bringas, me dio Pipaón una carta tuya; fue la última. Poco después el marqués de Falfán me dijo que tenía ciertos indicios para creer que habías muerto.

Salvador le contó luego a grandes rasgos los principales sucesos de su vida en el período de ausencia, y le explicó las causas de su venida a España. Lo que más sorprendió a Sola de cuanto dijo su hermano fue aquel aborrecimiento a la política y al conspirar. Salvador le dijo:

-Cuando el hombre se enamora desde su niñez de ciertas ideas, o sea de lo que llamamos ideales... no sé si me entiendes... y se lanza a trabajar en ellos, se crea una vida artificial. Las ambiciones, la sed de gloria y el afán de todos los días la forman. Así pasa el tiempo y así consume el hombre las fuerzas de su alma en un combate con fantasmas. Cuando hay éxito, querida hermanita, cuando Dios dispone las cosas para que determinados   —290→   hombres en determinados países sean instrumento de planes providenciales, entonces la vida que he llamado artificial puede dejar de serlo, mudándose en realidad hermosa. Pero cuando no hay éxito, cuando después de mucho desvarío hallamos que todo es quimera, sea por el tiempo, por el lugar o porque realmente no valemos para maldita de Dios la cosa, resulta uno de estos dos fenómenos: o la desesperación o el recogimiento y el deseo de la vida vulgar, tranquila, compartida entre los afectos comunes y los deberes fáciles. Yo he querido optar por lo segundo, que es más natural. Un poeta hablando de estas cosas dijo: Es como una encina plantada en un vaso, la encina crece y el vaso se rompe. Yo creo que en la generalidad de los casos hay que decir: El vaso es muy duro y la encina se seca, y este es el caso mío, querida.

Sola dio un suspiro por único comentario.

-La encina se seca -añadió Monsalud-. En mí se empezó a secar hace tiempo, y ya quedan en ella muy pocas ramas con vida; pero a su sombra ha nacido un árbol modesto que vivirá más y a falta de laureles dará frutos... Pronto tendré cuarenta años. ¡Si vieras tú qué efecto tan raro nos hace el vernos de cerca de esta edad y reconocer que no hemos vivido nada en tan larga juventud! Porque un   —291→   hombre puede haber emprendido muchas cosas, haber estudiado, leído y haber querido a muchas mujeres, y sin embargo encontrarse el mejor día con la triste seguridad de no ser nada, ni saber nada, ni amar a nadie. Pronto empezaré a ser viejo. ¡Qué triste cosa es la vejez sin otros goces que las memorias de una juventud alborotada ni más compañía que el rastro que dejaron todos aquellos fantasmas y figurillas al convertirse en humo!... Se me figura que comprendes esto perfectamente... ¿Pero a que no sabes cuál es ahora la aspiración de mi vida?

-Ya me lo has dicho, no ser nada.

-Pues aspiro a ser el vecino tal, de tal calle, de cual pueblo; nada más que un vecino, querida. ¿Crees que esto es fácil? Mira que no lo es. La vida errante me fatiga, la vida solitaria me entristece. Para ser vecino de tal calle es preciso fijarse y tener compañía que nos ate con cuerda de afectos y deberes. No hay nada que tan dulcemente abrume al hombre como el peso de un techo propio.

Esta frase, dicha así como sentencia, conmovió a Sola hasta lo más profundo de su alma. Por un momento creyó que todo se volvía negro en su alrededor.

-¿Qué dices a esto? -le preguntó él-. Hace un año, hallándome en París curado ya de   —292→   la manía del vivir quimérico, y prendado de amores por la vida posible, por la vida que no temo llamar vulgar, te escribí, manifestándote lo que pensaba.

-¡A mí! -exclamó Sola figurándose en el acto, como por inspiración divina, la carta que no había recibido, y viéndola toda letra por letra.

-A ti... Ya sé que no la recibiste. Sería preciso desollar vivo a Pipaón. En mi carta te consultaba, te pedía consejo. Fue aquel un tiempo en que tú te realzabas a mis ojos de un modo nuevo y no iba mi pensamiento a ninguna parte sin tropezar contigo. Siempre había admirado yo tus virtudes, siempre había sentido por ti un afecto entrañable; pero entonces todos los sueños de la vida posible venían a mi cerebro como envueltos en ti, quiero decir que todas las ideas de esta nueva existencia y las imágenes de mi reposo y de mi felicidad futura se me presentaban como un contorno de tu cara. Esto es concluir por donde otros han empezado, esto es cosa de mozalbetes; pero los que no han sabido vivir la vida del corazón cuando niños, la viven cuando viejos, y así...

La miró un rato y viéndola perpleja, él que gustaba de expresar las cosas con prontitud y claridad, le dijo en un galanteo máximo   —293→   todo lo que tenía que decirle. Sus palabras fueron estas.

-Y así vengo a proponerte que nos casemos.

Sola no estaba ya confusa sino espantada. Se mordía un labio y la yema de un dedo. Se los mordía tan bien que a poco más arrojara sangre. Al mismo tiempo miraba al suelo, temerosa de mirar a otra parte. Su alma estaba, si es permitido decirlo así, como una grande y sólida torre que acababa de desplomarse sacudida por terremotos. No acertaba a pensar cosa alguna derechamente, ni a concretar sus ideas para formar un plan de respuesta. Salvador le tomó una mano. Entonces ella, herida de súbito por no sé qué sentimiento, por el pudor, por la dignidad tal vez o quizás por el miedo retiró su mano y dijo:

-Soy casada.

-¡Tú!...

-Como si lo fuera. He dado mi palabra.

-En Madrid me dijeron eso, como una sospecha. Yo creí que era falso.

-Es cierto -dijo Sola que, recobrándose con gran esfuerzo, luchaba con sus lágrimas para que no salieran-. Si no hubieran ocurrido ciertos entorpecimientos, ya estaría casada con el mejor de los hombres.

A Salvador tocó entonces el morderse el labio y la coyuntura del índice de su mano   —294→   derecha. Sola invocó mentalmente a Dios, tomó fuerzas de su valeroso espíritu y de la idea del deber que era siempre su confortante más poderoso, y quiso dominar la situación haciendo el panegírico de su futuro esposo.

-Hay un hombre -dijo-, a quien debo la vida, de quien he sido hija cuando no tenía padre ni hermano. Siente por mí un respeto que yo no merezco y un cariño que no podré pagar con cien vidas mías. Cuantos miramientos, cuantas atenciones se puedan tener con una persona amada, ha tenido él para mí. Yo he pedido a Dios que me diera algo con que poder pagar beneficios tan grandes, y Dios ha puesto en mi corazón lo que me hacía falta. Ese hombre ha querido tener casas, tierras, criados para que yo fuera señora de todo, y él mío por toda la vida.

Salvador miró por la ventana los árboles, la deliciosa paz y abundancia que todo aquel conjunto rústico expresaba. Sintió el corazón oprimido de pena y lleno de la noble envidia que infunde el bien no merecido. En la ventana que frente a él estaba, un arbolillo agitado por el viento tocaba con sus ramas los vidrios. Varias veces durante el curso del diálogo precedente, Salvador había mirado allí creyendo que alguien llamaba en los vidrios. Ya llegado el momento de su desengaño, miró   —295→   la rama y viendo que daba más fuerte, murmuró: «Ya me voy, ya me voy».

Volviéndose otra vez a Sola, le dijo:

-Me has hablado en un lenguaje que no admite réplica. No debo quejarme, pues he venido tarde, y habiendo tenido el bien en mi mano durante mucho tiempo, lo he soltado para seguir locamente un camino de aventuras. Pero algo me disculparán mi desgracia, mi destierro y también mi pobreza, causa de que antes no te propusiera lo que ahora te propongo. Aquí me tienes razonable, con esperanzas de ser rico, y a pesar de tales ventajas, más desgraciado y más solo que antes.

Animada por el pequeño triunfo que había obtenido en su espíritu, Sola quiso ir más allá, quiso hacer un alarde de valentía diciendo a su amigo: ya encontrarás otra con quien casarte; pero cuando iba a pronunciar la primera sílaba de esta frase triste no tuvo ánimos para ello y fue vencida por su congoja. No dijo nada.

-Yo quería -dijo Salvador, no desesperanzado todavía- que meditaras...

Sola que vio un abismo delante de sí, quiso hacer lo que vulgarmente se llama cortar por lo sano.

-No hables de eso... -dijo-. No puede ser... Figúrate que no existo.

  —296→  

Sin darse cuenta de ello le miró con lágrimas. Pero sobrecogida repentinamente de miedo, se levantó y corriendo a la ventana se puso a mirar los morales al través de los vidrios. Allí la infeliz imaginó un engaño o salida ingeniosa para justificar su emoción. Volviose a él segura de salir bien de tal empeño.

-¿Sabes por qué lloro? Porque me acuerdo de tu pobre madre, que murió en mis brazos, desconsolada por no verte... Dejome un encargo para ti, un paquetito donde hay una carta y varias alhajas, encargándome que a nadie lo fiara y que te lo diera en tu propia mano. ¡Y yo tan tonta que no te lo he dado aún, cuando no debí hacer otra cosa desde que entraste!... Lo que me confió tu madre no se separa nunca de mí... Aquí lo tengo y voy a traértelo.

Sin esperar respuesta, Sola subió a su habitación y al poco rato puso en manos de Monsalud un paquete cuidadosamente cerrado con lacres. Salvador lo abrió con mano trémula. Lo primero que sacó fue una carta, que besó muchas veces. En pie al lado de su amigo, que continuaba en el sofá de paja, Sola no podía apartar los ojos de aquellos interesantes objetos. La carta tenía varios pliegos. Salvador pasó la vista rápidamente por ellos antes de leer.

  —297→  

-¡Mira, mira lo que dice aquí! -exclamó señalando una línea-. Mi madre me suplica que me case contigo.

-Te lo suplicaba hace mucho tiempo -dijo Sola disimulando su pena con cierta jocosidad afectada, que si no era propia del momento venía bien como pantalla.

-Necesito una hora para leer esto -dijo Monsalud-. ¿Me permites leerlo aquí?

Sola miró a las ventanas y por un momento pareció aturdida. Su corazón atenazado le sugería clemencia, mientras la dignidad, el deber y otros sentimientos muy respetables, pero un poco lúgubres, como los magistrados que condenan a muerte con arreglo a la justicia, le ordenaban ser cruel y despiadada con el advenedizo.

-Mucho siento decírtelo, hermano -manifestó la joven sonriendo como se sonríe a veces el que van a ajusticiar-, lo siento muchísimo; pero va a anochecer. Tú que estás ahora tan razonable, me dirás si es conveniente...

-Sí, debo marcharme -replicó Salvador levantándose.

-Debes marcharte y no volver... y no volver -afirmó ella marcando muy bien las últimas palabras.

-¿Y qué pensaré de ti?

  —298→  

Sola meditó un rato y dijo:

-¡Que me he muerto!

Se apretaron las manos. Sola miraba fijamente al suelo. Fue aquella la despedida de menos lances visibles que imaginarse puede. No pasó nada, absolutamente nada, porque no puede llamarse acontecimiento el que Doña Sola y Monda se acercase a los vidrios de la ventana para verle salir y que le estuviese mirando hasta que desapareció entre los olivos, caballero en el más desvencijado cuartago que han visto cuadras toledanas. Ni es tampoco digno de mención el fenómeno (que no sabemos si será óptico o qué será) de que Sola le siguiese viendo aun después de que las ramas de los olivos y la creciente penumbra de la tarde ocultaran completamente su persona.

La noche cayó sobre ella como una losa.

Fatigado y displicente, con los hábitos arremangados y su gran caña de pescar al hombro, subía el padre Alelí la cuestecilla del olivar. Ya era de noche. Los muchachos acompañaban al fraile, trayendo el uno la cesta, el otro los aparejos y el pequeño dos ranas grandes y verdes. Esto era lo único que el reino acuático había concedido aquella tarde a la expedición piscatoria de que era patrón el   —299→   buen Alelí. Todas nuestras noticias están conformes en que tampoco en las tardes anteriores fueron más provechosas la paciencia del fraile y la constancia de los muchachos para convencer a las truchas y otras alimañas del aurífero río de la conveniencia de tragar el anzuelo; por lo que Alelí volvía de muy mal humor a casa echando pestes contra el Tajo y sus riberas.

Todavía distaba de la casa unas cincuenta varas cuando encontró a Sola que lentamente bajaba como si se paseara, saliendo al encuentro de las primeras ondas de aire fresco que de los cercanos montes venían. Los niños menores la conocieron de lejos y volaron hacia ella saludándola con cabriolas y gritos, o colgándose de sus manos para saltar más a gusto.

-¿Usted por aquí a estas horas? -dijo Alelí deteniendo el paso para descansar-. La noche está buena y fresquita. ¿Querrá usted creer que tampoco esta tarde nos han dicho las truchas esta boca es mía? Nada, hijita, pasan por los anzuelos y se ríen. Esos animalillos de Dios han aprendido mucho desde mis tiempos y ya no se dejan engañar... Hola, hola, ¿no son estas pisadas de caballo? Por aquí ha pasado un jinete. Dígame usted, ¿ha enviado Benigno algún propio con buenas noticias?

Sola dio un grito terrible, que dejó suspenso   —300→   y azorado al bondadoso fraile. Fue que Jacobito puso una de las ranas sobre el cuello de la joven. Sentir aquel contacto viscoso y frío y ver casi al mismo tiempo el salto del animalucho rozándole la cara fueron causa de su miedo repentino; que este modo de asustarse y esta manera de gritar son cosas propias de mujeres. Alelí esgrimió la caña, como un maestro de escuela, y dio dos cañazos al nene.

-¡Tonto, mal criado!

-No, no han venido buenas noticias -dijo Sola temblando.

Aquella noche cenaron como siempre, en paz y en gracia de Dios, hablando de Cordero y pronosticando su vuelta para tal o cual día. La vida feliz de aquella buena gente no se alteró tampoco en lo más mínimo en los siguientes días. Sola estaba triste; pero siempre en su puesto, siempre en su deber, y todas las ocupaciones de la casa seguían su marcha regular y ordenada. Ninguna cosa faltó de su sitio ni ningún hecho normal se retrasó de su marcada hora. La reina y señora de la casa, inalterable en su delicado imperio, lo regía con actitud pasmosa, cual si ni uno solo de sus pensamientos se distrajese de las faenas domésticas. Interiormente fortalecía su alma con la conformidad y exteriormente con el trabajo.

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Fuera de algunos breves momentos, ni el observador más perspicaz habría notado alteración en ella. Estaba como siempre, grave sin sequedad, amable con todos, jovial cuando el caso lo requería, enojada jamás. Sin embargo, cuando Crucita y ella se sentaban a coser, podían oírse en boca de la hermana de D. Benigno observaciones como esta:

-Pero mujer, está Mosquetín haciéndote caricias y ni siquiera le miras.

Sola se reía y acariciaba al perro.

-Hace días que estás no sé cómo... -continuaba el ama de Mosquetín-. Nada, mujer, ya vendrán esos papeles; no te apures, no seas tonta. Pues qué, ¿han de estar en la China esos cansados legajos?... ¡Vaya cómo se ponen estas niñas del día cuando les llega el momento de casarse! Todo no puede ser a qué quieres boca. Menos orgullito, señora, que ya que el bobalicón de mi hermano ha querido hacerte su mujer, Dios no ha de permitir que este disparate se realice sin que te cueste malos ratos.

Sola se volvía a reír y volvía a acariciar a Mosquetín.

Una mañana, los chicos, que estaban en la huerta haciendo de las suyas, empezaron a gritar: «Padre, padre». D. Benigno llegaba. Entró en la casa sofocado, ceñudo, limpiándose   —302→   con el pañuelo el copioso sudor de su inflamado rostro, y dejándose caer en una silla con muestras de cansancio, no decía más que esto:

-¡Los papeles!... ¡Los papeles!... ¡D. Felicísimo!...

-¿Qué?... ¿Han parecido?... -le preguntó Sola con ansiedad.

-¡Qué han de aparecer!... ¡Barástolis! No hay paciencia para esto, no hay paciencia...