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ArribaAbajo- XXIX -

¿Y cómo habían de aparecer, santo Dios, si el cura de La Bañeza, a consecuencia de una reyerta con el obispo de la diócesis había hecho la gracia de huir del pueblo, después de arrojar a un pozo todos los libros parroquiales? Véase aquí por dónde la tremenda y sorda lucha que entre el régimen absolutista y el espíritu moderno estaba empeñada, había de estorbar la felicidad de aquel candoroso Don Benigno, que, aunque liberal, en nada se metía.

Era el obispo de León, Sr. Abarca, absolutista furibundo de ideas y aragonés de nacimiento, con lo que basta para pintarle. De   —303→   consejero áulico del Rey y atizador de sus pasiones pasó a la intimidad de D. Carlos y a la dirección del partido de este, llegando a ser más tarde ministro universal de la corte de Oñate. El cura de La Bañeza se diferenciaba de su pastor en lo de liberal, y se le parecía en que era aragonés. Puede suponerse lo que sería una pendencia clerical y política entre dos aragoneses de sotana. El obispo tenía, entre otros defectos, el de los modos ásperos, los procedimientos brutales y las palabras destempladas; el cura, sobre todas estas máculas, tenía la de ser algo más presbítero de Baco que sacerdote de Cristo. Resistiose el cura a dejar la parroquia (que precisamente estaba a cuatro pasos de la taberna); insistió el obispo, salieron a relucir mil zarandajas, canónicas de un lado, liberalescas de otro, y al fin, vencido el subalterno, escapó una noche antes de que le cayera encima el brazo secular; pero como hombre de ideas filosóficas, pensó que los libros parroquiales, por ser expresión de la verdad, debían estar, como la verdad misma, en el fondo de un pozo, y de aquí la pérdida de los tales libros.

De orden de Su Ilustrísima hízose una información en el pueblo para restablecer los libros, y al cabo de algunos meses, D. Benigno supo por Carnicero que en la partida de bautismo   —304→   no había ya dificultades. Pero el Demonio, que siempre está inventando diabluras, hizo que apareciese nueva contrariedad. Uno de los libros del registro de matrimonios se había conservado y en el tal libro constaba que una Soledad Gil de la Cuadra había contraído nupcias en 1823. Indudablemente no era esta Soledad nuestra simpática heroína; pero mientras se ponía en claro, ji, ji, (así lo decía D. Felicísimo a su cliente Cordero) había de pasar algún tiempo, siendo quizás preciso llevar el asunto a un tribunal eclesiástico, pues estas delicadas cosas no son buñuelos, que se hacen en un segundo.

Así, entre obispos y curas aragoneses, pozos llenos de libros, agentes eclesiásticos y torna y vuelve y daca, el héroe de Boteros sufrió el martirio de Tántalo durante un año largo, pues hasta el verano de 1832 no se allanaron las dificultades. Cuando D. Felicísimo escribió a Cordero participándole este feliz suceso añadía que sólo faltaba una firma del señor Obispo Abarca para que todo aquel grandísimo lío terminase.

Durante esta larga espera la familia de Cordero continuaba sin novedad en la salud y en las costumbres. El invierno lo pasaron en Madrid para atender a la educación de los niños y a la tienda, que D. Benigno juró no   —305→   abandonar mientras el edificio de sus felicidades no fuese coronado con la gallarda cúpula de su casamiento. Desde la primavera se trasladaron todos a los Cigarrales, acompañados de Alelí que cada día tomaba más afición a la familia y se entretenía en enseñar a Mosquetín a andar en dos pies.

Innecesario será decir, pero digámoslo, que D. Benigno, si bien trataba familiarmente a Sola, no traspasó jamás, en aquella larga antesala de las bodas, los límites del decoro y de la dignidad. Se estimaba demasiado a sí mismo y amaba a Sola lo bastante para proceder de aquella manera delicada y caballerosa, magnificando su ya magnífica conducta con el mérito nuevo de la castidad. Ni siquiera se permitía tutear a su prometida, porque el tuteo, decía, trae insensiblemente libertades peligrosas, y porque el decoro del lenguaje es siempre una garantía del decoro de las acciones.

En este tiempo ocurrió también la dispersión de algunos personajes muy principales de esta historia. Salvador se fue a Andalucía donde encontró abundancia de cuadros y antigüedades de mérito. Luego subió por Extremadura a Salamanca, vino a Madrid, en febrero de 1832 a exigir a Carnicero el cumplimiento del pacto, y habiendo ocurrido ciertas   —306→   dilaciones, celebraron un nuevo pacto-prórroga, que terminó cuatro meses después con feliz éxito el asunto. El aventurero vio al fin en sus manos la mitad de la herencia de su tío, gracias a las uñas de D. Felicísimo, que acariciando la otra mitad, desenmarañó la madeja. Fue Salvador a París en la primavera para rendir cuentas a Aguado, y en el verano tornó a España y a Madrid para ultimar un asunto de vales reales que en la Corte tenía.

Jenara pasó en Madrid el invierno de 1831 a 1832 y en primavera se trasladó a Valencia, volviendo al poco tiempo para instalarse en San Ildefonso. La opinión pública que, tal vez sin motivo, le tenía mala voluntad, hacía correr acerca de su conducta rumores poco favorables, aunque eran de esos que cualquier dama ilustre de aquellos tiempos y de estos y todos los tiempos soporta sin detrimento alguno en el lustre de su casa, antes bien aumentándolo y viéndose cada día más obsequiada y enaltecida. Si en el año anterior fue tildada de aficionarse con exceso a la oratoria forense y parlamentaria, ahora decían de ella que se pirraba por la poesía lírica, prefiriendo sobre todos los géneros el byroniano, o sea de las desesperaciones y lamentos, sin admitir consuelo alguno en este mundo ni en el otro.

Enorme escuadrón de amigos la despidió   —307→   al marchar a la Granja. Adiós, gentil Angélica, engañadora Circe. No podemos seguirte aún. Nos llaman por algún tiempo en Madrid afecciones de literatos que nos son más caras que las propias niñas de nuestros ojos. Y era curioso ver cómo se iba encrespando aquel piélago de ideas, de temas literarios e imágenes poéticas del cafetín llamado Parnasillo. Sin duda de allí había de salir algo grande. Ya se hablaba mucho y con ardor de un drama célebre estrenado en París el 25 de Febrero de 1830 y que tenía el privilegio de dividir y enzarzar a todos los ingenios del mundo en atroz contienda. El asunto, según algunos de los nuestros, no podía ser más disparatado. Un príncipe apócrifo que se hace bandolero, una dama obsequiada por tres pretendientes, un viejo prócer enamorado, y un emperador del mundo, son los personajes principales. Luego hay aquello de que todos conspiran contra todos y de que pasan cosas históricas que la historia no ha tenido el honor de conocer jamás. Y hay un pasaje en que el prócer que aborrece al bandido lo salva del emperador; y luego el emperador se lleva la muchacha y el bandolero se une al prócer; y como uno de los dos está demás porque ambos quieren a la señorita, el bandolero jura que se matará cuando el prócer toque un cierto cuerno que aquel le da en prenda de   —308→   su palabra; y cuando todo va a acabar en bien porque el emperador ha perdonado a chicos y grandes y viene el casorio de los amantes con espléndida fiesta, suena el consabido cuerno: el príncipe bandolero se acuerda de que juró matarse, y en efecto se mata.

Si a unos les parece esto el colmo del absurdo, a otros les parece de perlas. Riñen los exaltados con los retóricos, y en medio de las disputas sale a relucir una palabra que estos profieren con desprecio, aquellos con orgullo. ¡Románticos!... Aguarde un poco el lector que ya vendrán a su tiempo la amarillez del rostro, las largas y descuidadas melenas, las estrechas casacas. Por ahora el romanticismo no ha pasado a las maneras ni al vestido, y se mantiene gallardo y majestuoso en la esfera del ideal.

El drama francés es un monstruo para algunos; pero ¡qué aliento de vida, de inspiración, de grandeza en este monstruo, pariente sin duda de las hidras calderonianas, ante cuya indómita arrogancia, a veces sublime, salvaje a veces, parecen gatos disecados las esfinges del clasicismo! Contra la frialdad de un arte moribundo protesta un arte incendiario; la corrección es atropellada por el delirio; las reglas con sus gastados cachivaches se hunden para dar paso a la regla única y soberana de   —309→   la inspiración. Se acaba la poesía que proscribe los personajes que no sean reyes, y se proclama la igualdad en el colosal imperio de los protagonistas. Rómpese como un código irrisorio la jerarquía de las palabras nobles e innobles, y el pueblo con su sencillez y crudeza nativa habla a las musas de . Caen heridos de muerte todos los monopolios: ya no hay asuntos privilegiados, y al templo del arte se le abren unas puertas muy grandes para dar paso a la irrupción que se prepara. Se suprimen los títulos nobiliarios de ciertas ideas, y se ordena que el Mar, por ejemplo, que de antiguo venía metiendo bulla y soplándose mucho con los retumbantes dictados de Nereo, Neptuno, Tetis, Anfitrite, sea despojado de estos tratamientos y se llame simplemente Fulano de Tal, es decir, el Mar. Lo mismo les pasa a la Tierra, al Viento, al Rayo.

Mucho podríamos decir sobre esta revolución que tuvimos la gloria de presenciar; pero damos punto aquí porque no es llegada aún la sazón de ella, y sus insignes jefes no eran todavía más que conspiradores. El café del Príncipe era una logia literaria, donde se elaborara entre disputas la gloriosa emancipación de la fantasía, al grito mágico de ¡España por Calderón!

El teatro estaba aún solitario y triste;   —310→   pero ya sonaban cerca las espuelas de Don Álvaro. Marsilla y Manrique estaban más lejos, pero también se sentían sus pisadas, estremeciendo las podridas tablas de los antiguos corrales. Comenzaba a invadir los ánimos la fiebre del sentimiento heroico, y las amarguras y melancolías se ponían de moda.

Las grandes obras de Espronceda no existían aún, y de él sólo se conocían el Pelayo, la Serenata compuesta en Londres y otras composiciones de calidad secundaria. Vivía sin asiento, derramando a manos llenas los tesoros de la vida y de la inteligencia, llevando sobre sí, como un fardo enojoso que para todo le estorbaba, su genio potente y su corazón repleto de exaltados afectos. Unos versos indiscretos le hicieron perder su puesto en la Guardia Real. Fue desterrado a la villa de Cuéllar, donde se dedicó a escribir novelas.

Vega había escrito ya composiciones primorosas; pero sin entrar aún en aquellas íntimas relaciones con Talía, que tanto dieron que hablar a la Fama. Bretón había vuelto de Andalucía, y con sin igual ingenio explotaba la rica hacienda heredada de Moratín. Martínez de la Rosa trabajaba oscuramente en Granada. Gallego estaba a la sazón en Sevilla; Gil y Zárate, perseguido siempre por la inquisitorial censura del padre Carrillo, había   —311→   abandonado el teatro por una cátedra de francés. Caballero, Villalta, Revilla, Vedia, Segovia y otros insignes jóvenes cultivaban con brío la lírica, la historia y la crítica.

Al propio tiempo la pintura de la vida real, es decir, del espíritu, lenguaje y modo de la sociedad en que vivimos, era acometida por un joven artista madrileño para quien esta grande empresa estaba guardada.

Miradle. No parece tener más de veintiséis o veintisiete años. Es pequeño de cuerpo, usa anteojos y siempre que mira parece que se burla. Es, más que un hombre, la observación humanada, uniéndose a la gracia y disimulando el aguijoncillo de la curiosidad maleante con el floreo de la discreción. De sus ojos parte un rayo de viveza que en un instante explora toda la superficie y sin saber cómo se mete hasta el fondo, sacando los corazones a la cara; al mismo tiempo parece que se ríe, como dando a entender que no hará daño a nadie en sus disecciones de vivos.

Este joven a quien estaba destinado el resucitar en nuestro siglo la muerta y casi olvidada pintura de la realidad de la vida española tal como la practicó Cervantes, comenzó en 1832 su labor fecunda, que había de ser principio y fundamento de una larga escuela de prosistas. Él trajo el cuadro de costumbres,   —312→   la sátira amena, la rica pintura de la vida, elementos de que toma su sustancia y hechura la novela. Él arrojó en esta gran alquitara, donde bulliciosa hierve nuestra cultura, un género nuevo, despreciado de los clásicos, olvidado de los románticos, y él solo había de darle su mayor desarrollo y toda la perfección posible. Tuvo secuaces, como Larra, cuya originalidad consiste en la crítica literaria y la sátira política, siendo en la pintura de costumbres discípulo y continuador de El Curioso Parlante; tuvo imitadores sin cuento y tantos, tantos admiradores que en su larga vida los españoles no han cesado de poner laureles en la frente de este valeroso soldado de Cervantes.

En 1831 hizo el Manual de Madrid, anunciando en él sus dotes literarias y una pasión que le había de ocupar toda la vida, la pasión de Madrid. En Enero del año siguiente publicó El retrato en las Cartas Españolas de Carnerero, y tras El retrato vino sin interrupción esa galería de deliciosos cuadros matritenses, que servirá, el día en que la capital de España se pierda, para encontrarla aunque se meta cien estados bajo tierra. ¡Asombroso poder del ingenio! Aquellos revueltos tiempos en que se decidió la suerte de la nación española han quedado más impresos   —313→   en nuestra mente por su literatura que por su historia; y antes que la Pragmática Sanción, y el Carlismo y la Amnistía y el Auto acordado y la Corte de Oñate y el Estatuto, viven en nuestra memoria D. Plácido Cascabelillo, D. Pascual Bailón Corredera, D. Solícito Ganzúa, D. Homobono Quiñones y otras dignas personas nacidas de la realidad y lanzadas al mundo con el perdurable sello del arte.

En Agosto del mismo año de 1832 principió a salir el Pobrecito Hablador de Larra. De este quisiéramos hablar un poco; pero el insoportable calor nos obliga a salir de Madrid.

Antes de partir haremos una visita a D. Felicísimo, en cuya casa hallamos grandísima novedad, y es que al cabo de muchas dudas y vacilaciones, el insigne Pipaón se decidió a manifestar a Micaelita su propósito de tomarla por esposa, considerando para sí que si buenos desperfectos tenía, con buenas talegas iban disimulados. Es opinión admitida por todos los historiadores que Micaelita no rezó ningún Padrenuestro al oír nueva tan lisonjera de los labios del cortesano de 1815. D. Felicísimo y doña Sagrario se regocijaron mucho, pues no podían soñar mejor partido para aquel poco solicitado género, que un individuo encaminado a ser, por sus prendas especiales   —314→   el Calomarde de los venideros tiempos.

Nuestra buena suerte quiso que al dar un vistazo al agente de asuntos eclesiásticos halláramos al Sr. de Pipaón, que también se despedía. Deleitosa conversación se entabló entre los dos. Cuando el cortesano estrechó entre los suyos fuertísimos los dedos de corcho del Sr. D. Felicísimo, este exhaló un hipo y dijo:

-Me olvidaba... Querido Pipaón, puesto que va usted inmediatamente para allá, hágame el favor de llevar esta carta.

Y diciéndolo, el anciano levantó el pie de cabrón con ademán que algo tenía de ceremonioso y cabalístico, como el mágico que alza cubiletes y descubre signos. El sobre de la carta de que se hizo cargo Pipaón, decía:

Al Sr. D. Carlos Navarro, en San Ildefonso.




ArribaAbajo- XXX -

En los primeros días del mes de Setiembre, un viajero llegó a la posada del Segoviano en la Granja, y pidió cuarto y comida, exigencias a que con tanto tesón como desabrimiento se negó el fondista. Era inaudito   —315→   atrevimiento venir a pedir techo y manteles en una posada que por su mucha fama y prez estaba llena de gente principal desde el sótano a los desvanes. ¡Ahí era nada en gracia de Dios lo de personajes que en la casa había! Cuatro consejeros de Estado, un fiscal de la Rota, un administrador del Noveno y Excusado, dos brigadieres exentos, un padre prepósito, un definidor y seis cantores de ópera sobrellevaban allí con paciencia las incomodidades de los cuartos y compartían el ayuno de las parcas comidas y mermadas cenas.

-Perdone por Dios, hermano -dijo a nuestro viajero el implacable dueño del mesón, que reventaba de gordura y orgullo considerando el buen esquilmo de aquel año, gracias al ansia de los partidos que tanta gente llevaba a San Ildefonso.

Y el viajero redoblaba su amabilidad suplicante, en vista de la negativa venteril. Era tímido y circunspecto, quizás en demasía para aquel caso en que tenía que habérselas con la ralea de posaderos y fondistas.

-Deme usted un cuchitril cualquiera -dijo-. No estaré sino el tiempo necesario para conseguir que Su Ilustrísima el Sr. Abarca eche una firma en cierto documento.

-¿El Sr. Abarca?... Buena persona... Es muy amigo mío -replicó el ventero-. Pero   —316→   no puedo alojarle a usted... Como no sea en la cuadra...

Ya se había decidido el atribulado señor a aceptar esta oferta, cuando acertó a pasar D. Juan de Pipaón. El viajero y el cortesano se vieron, se saludaron, se abrazaron, y... ¿cómo había de consentir D. Juan que un tan querido amigo suyo se albergara entre cuadrúpedos teniendo él, como tenía, en la casa de Pajes, dos hermosísimas y holgadas estancias, donde estaba como garbanzo en olla?

-Venga conmigo el buen Cordero -dijo con generosa bizarría- que le hospedaré como a un príncipe. La Granja rebosa de gente. Amigo -añadió, hablándole al oído, cuando ambos marchaban hacia la casa de Pajes- el Rey se nos muere.

-De modo que sobrevendrá...

-El diluvio universal... Háblase de componer la cosa en familia. Pero vamos, vamos a que descanse usted.

Cordero dio un suspiro y ambos entraron en la casa. Después de un ligero descanso y del desayuno consiguiente, Cordero salió a ver los jardines.

¡La Granja! ¿Quién no ha oído hablar de sus maravillosos jardines, de sus risueños paisajes, de la sorprendente arquitectura líquida   —317→   de sus fuentes, de sus laberintos y vergeles?... Versalles, Aranjuez, Fontainebleau, Caserta, Schoenbrünn, Potsdam, Windsor, sitios donde se han labrado un nido los reyes europeos huyendo del tumulto de las capitales y del roce del pueblo, podrán igualarle, pero no superan al rinconcito que fundó el primer Borbón para descansar del gobierno. Y no hay más remedio que admirar esta pasmosa obra del despotismo ilustrado, reconociéndola conforme a la idea que la hizo nacer. El despotismo ilustrado fomentó la riqueza en todos los órdenes, desterró abusos, alivió contribuciones, acometió mejoras en bien del pueblo; pero todo lo sometió a una reglamentación prolija. Hacía el bien como una merced y lo distribuía como se distribuye la sopa a los pobres recogidos en un asilo. Todo había de sujetarse a canon y a medida, y la nación, que nada podía hacer por sí, lo recibía todo con arreglo a disciplina de hospital.

El despotismo ilustrado da vida en el orden económico a los Pósitos, a los Bancos privilegiados, a los Gremios; en el orden político crea los pactos de familia, y en el artístico protege el clasicismo. Llega al fin un día en que pone su mano en la Naturaleza, y entonces aparece Le Nôtre, el arquitecto de jardines. Este hombre somete la vegetación a la   —318→   geometría y hace jardines con teodolito. A su mando inapelable los árboles ya no pueden nacer libremente donde la tierra, el agua y Dios quisieron que naciesen, y se ponen en filas, como soldados, o en círculo, como bailarines. No basta esto para conseguir aquella conformidad disciplinaria que es el mayor gusto del despotismo ilustrado, y son escogidos los árboles como Federico de Prusia escoge a sus granaderos. Es preciso que todos sean de un tamaño y que las ramas crezcan por reguladas dosis. El hacha se encarga de convertir un bosque en alameda, y surgen, como por encanto, esos bellos escuadrones de tilos y esas compañías de olmos que parecen esperar el grito de un pino para marchar en orden de parada.

El despotismo ilustrado y sus jardineros aspiran a más; aspiran a que la Naturaleza no parezca Naturaleza sino un reino fiel sometido a la voluntad de su dueño y señor. Las tijeras, que antes sólo eran arma de los sastres, son ahora la primera herramienta de horticultura y con ella se establece una igualdad de vasallaje que confunde en un solo tamaño al grande y al chico. Es un instrumento de corrección como la lima de que tanto hablaban los clásicos, y que a fuerza de pulimentar hacía que todos los versos fueran igualmente   —319→   fastidiosos. La tijera hace de los amorosos mirtos y del espeso boj las baratijas más graciosas que puede imaginarse. Córtalos en todas las formas, y talla guarniciones, muebles, dibujos, casitas, arcos, escudos, trofeos. Los jardineros redondean los árboles, dejándoles cual si salieran del torno, y las esbeltas copas se convierten en pelotas verdes. En el bajo suelo cortan y recortan el césped como se cortaría el paño para hacer una casaca, y luego bordan todo esto con flores vivas que ponen donde la topografía ordena. Hacen mil juegos y mosaicos, tapicerías y arabescos. ¡Ay de aquella florecilla indisciplinada que se salga de su sitio! La arrancan sin piedad. La lozanía excesiva tiene pena de muerte como la libertad entre los hombres.

A un jardín le hacen parecer teatro, plaza, cementerio o cosa semejante. Resulta un lugar frío, triste, desabrido, que trae al pensamiento las tragedias en que Alejandro salía vestido de Luis XIV. Es preciso poner algo que anime aquella soledad, algo que se mueva. ¿Quién será el juglar de este escenario amanerado? Pues el agua. El agua que es la libertad misma, la independencia, el perpetuo correr y la risa y la alegría del mundo, es sacada de aquellos plácidos arroyos, de aquellas tranquilas lagunas, de los agrestes   —320→   manantiales y sujeta con presas y trasportada en cañerías, y luego sometida al martirio inquisitorial de las fuentes que la obligan a saltar y hacer cabriolas de un modo indecoroso. El clasicismo hortícola quiere que en todo jardín haya mucha mitología, faunos groseros, ninfas muy fastidiosas, dioses pedantes, geniecillos mal criados. Pues todos estos individuos no tienen gracia si no echan un chorro de agua, quién por la boca, quién por ánforas y caracoles, aquel por todas las partes de su musgoso cuerpo, y diosa hay que arroja de sus pechos cantidad bastante para abrevar toda la caballería de un ejército.

En la Granja la fuente de la Fama escupe al cielo un surtidor de 184 pies de altura y el Canastillo traza en el espacio todo un problema geométrico con rayas de agua, mientras Neptuno, rigiendo sus caballos pisciformes, eleva a los aires sorprendente arquitectura de movible cristal que con los juegos de la luz embelesa y fascina. Las fuentes de Pomona, Anfitrite y los Dragones también hacen con el agua las prestidigitaciones más originales. Desde la plaza de las Ocho Calles se ven, con sólo girar la mirada, todas las extravagancias de gimnástica y coreografía con que el pobre elemento esclavizado divierte a reyes y a pueblos. Los atónitos ojos del espectador dudan   —321→   si aquello será verdad o será sueño, inclinándose a veces a creer que es un manicomio de ríos.

Era primer domingo de mes y corrían las fuentes. Toda la sociedad del Real Sitio estaba en los jardines disfrutando de la frescura del ambiente y de la perspectiva de los árboles, cosa bellísima aunque académica. Las damas de la corte y las que sin serlo habían ido a veranear, los militares de todas graduaciones, los señores y los consejeros, los lechuguinos y por último la gente del pueblo a quien se permitía entrar aquel día por causa del correr de las fuentes, formaban un conjunto tan curioso como rico en matices y animación. Por aquí corrillos de pastoreo cortesano como el que inspiró a Watteau, por allá rusticidades en crudo, más lejos Ariadnas que se quieren perder en laberintillos de boj, y por todas las rectas calles grupos que se cruzan, bandadas alegres que van y vienen. Como el agua salta risueña de las tazas de mármol, así surge la conversación chispeante de los movibles grupos. No se puede entender nada.

Allá va Pipaón con su amigo. Al pasar oímos que este le dijo: -Y Jenara ¿dónde está? No la he visto por ninguna parte.

-¿Qué la has de ver, si ha ido a Cuéllar? -replicó el cortesano.

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Y perdiéronse entre el gentío elegante. El vestir ceremonioso era entonces de rúbrica en los paseos, y no había las libertades que la comodidad ha introducido después. Entonces ni el calor ni el esparcimiento estival eran razones bastantes para prescindir de la etiqueta, y así lo mismo en el Prado de Madrid que en los jardines de San Ildefonso, el hombre culto tenía que encorbatinarse al uso de la época, que era una elegante parodia de la pena de muerte en garrote vil. ¡Ay de aquel cuya cabeza no se presentara sirviendo de cimiento a un mediano torreón de felpa negra o blanca con pelos como de zalea, ala estrecha y figura cónico-truncada que daba gloria verlo!

Las solapas altas, las mangas de pernil, las apretadas cinturas son accidentes muy conocidos para que necesitemos pintarlos. El paño oscuro lo informaba todo, y entonces no había las rabicortas americanas de frágil tela, ni los trajes cómodos, ni sombreros de paja, ni quitasoles.

¿Pues y el vestido y los diversos atavíos de las damas? Entonces el peinarse era peinarse; había arquitectura de cabellos y una peineta solía tener más importancia que el Congreso de Verona. Para calle las damas retorcían y alzaban por detrás el pelo sujetándole en la   —323→   corona con una peineta que se llamaba de teja, de sofá o de pico de pato, según su forma. ¡Qué cosa tan bonita!, ¿no es verdad? Pues ved ahora por delante los rizos batidos, como una fila de pequeños toneles negros o rubios suspendidos sobre la frente. Esto era monísimo, sobre todo si se completaba tan lindo artificio con la cadena a la Ferronière y broche a la Sévigné sujetando el cabello. Esto hacía creer que las señoras llevaban el reloj en el moño, de lo que resultaba mucho atractivo.

Tentado estoy de describiros el peinado a la jirafa con tres grandes lazos armados sobre un catafalco de alambre, los cuales lazos aparecían como en un trono, rodeados de un servil ejército de rizos huecos.

¡Cielos piadosos, quién pudiera ver ahora aquellas dulletas de inglesina tan pomposas que parecían sacos, y aquellos abrigos de gros tornasol o de casimir Fernaux o tafetán de Florencia, guarnecidos de rulos y trenzas, todo tan propio y rico que cada señora era un almacén de modas! ¡Quién pudiera ver ahora resucitados y puestos en uso aquellos vestidos de invierno, altos de talle, escurridos de falda, y guarnecidos de marta o chinchilla! Lo más airoso de este traje era el gato, o sea un desmedido rollo de piel que las señoras se envolvían en el cuello, dejando caer la punta sobre   —324→   el pecho, y así parecían víctimas de la voracidad de una cruel serpiente.

Pero estas son cosas de invierno, y volvamos a nuestro verano y a nuestros jardines de La Granja. Todos los que esto lean, convendrán en que no podría darse cosa más bonita que aquellas mangas de jamón, abultadas por medio de ahuecadores de ballena, y con los cuales las señoras parecían llevar un globo aerostático en cada brazo. ¡Y dicen que entonces no había modas elegantes! ¿Pues, y dónde nos dejan aquel talle que por lo alto tocaba el cielo y aquella falda que intentaba seguir el mismo camino, huyendo de los pies, y aquel escote recto por pecho y espalda que a veces quería bajar al encuentro del talle y que disimulaba su impudencia con hipocresía de canesús y sofisma de tules? Si no fuera porque las damas ataviadas en tal guisa se asemejaban bastante a una alcazarra, este vestido merecía haberse perpetuado. ¡Qué precioso era! Tenía la ventaja de no alterar las formas, y entonces el pecho era pecho y las caderas caderas.

¡Ay!, entonces también los pies eran pies, es decir que no había esas falsificaciones de pies que se llaman botinas. Los zapateros no habían intentado aún enmendar la plana a Dios creando extremidades convencionales al   —325→   cuerpo humano. ¿Y qué cosa más bonita que aquellas galgas y aquel cruzado de cintas por la pierna arriba hasta perderse donde la vista no podía penetrar? La suela casi plana, el tacón moderado, el empeine muy bajo, eran indudablemente la última parodia de aquellas sandalias que usaban las heroínas antiguas y que servían para lo que no sirve ningún zapato moderno, para andar.

Ni que me maten dejaré de hablar de las mantillas, las cuales entonces eran a propósito para echar abajo la teoría de que esta prenda no sirve para nada. Entonces las mantillas eran mantillas; como que había unas que se llamaban de toalla19, y esto pinta su longitud. Aquellas mantillas tapaban y tenían infinito número de pliegues, cuya disposición y gobierno sometidos a la mano de la mujer que la llevaba, eran casi un lenguaje. La toquilla de ahora es un adorno, la mantilla de entonces era la persona misma. Las toquillas de hoy se llevan; las mantillas de entonces se ponían. Los pliegues relumbrones de su raso interior, el brillo severo de su terciopelo, la niebla negra de sus encajes, hechura fantástica de hilos tejidos por moscas, y la pasamanería de sus guarniciones reunían en derredor de una cara hermosa no sé que misterioso cortejo de geniecillos, que ora parecían   —326→   serios ora risueños y a su modo expresaban el pudor y la provocación, la reserva o el desenfado. El ideal se hizo trapo, y se llamó mantilla.

En cambio de otras ventajas que el vestir moderno lleva al antiguo, aquellos tenían la de la variedad de tonos. Entonces los colores eran colores, y no como ogaño variantes del gris, del canelo y de los tintes metálicos. Entonces la gente se vestía de verde, de colorado, de amarillo, y los jardines de la Granja vistos a lo lejos, eran un prado de pintadas florecillas. El alepín, la cúbica, el tafetán de la reina, el muaré antic, las sargas, la inglesina, el cotepali ofrecían variedad de bultos y colores. Los parisienses que en esto de hacer modas se pintan solos y cuando no pueden inventar formas y colores nuevos les dan nombres extraños, habían lanzado al mundo el color jirafa, el pasa de corinto, el no menos gracioso La Vallière, el azul Cristina; pero los que verdaderamente merecen un puesto en la historia son el color ayes de Polonia y el humo de Marengo.

El cuadro de interés indumentario con fondos de verdor académico que hemos trazado carece aún de ciertos tonos fuertes, que echará de menos todo el que hubiera contemplado el original. Con el pincel gordo apuntaremos   —327→   en los primeros términos algunas manchas de encarnado rabioso, amarillo y pardo que son las pintorescas sayas de las mujeres del campo venidas de los inmediatos pueblos. La elegancia de estos trajes se pierde en la oscuridad de los tiempos, y a nuestro siglo sólo ha llegado una especie de alcachofa de burdos refajos, dentro de la cual el cuerpo femenino no parece tal cuerpo, sino una peonza que da vueltas sobre los pies, mientras los hombres, (aquí es preciso volcar sobre el cuadro toda la pintura negra) fatigados y oprimidos dentro de las enjutas chaquetas y los ahogados pantalones y las medias de punto, parecen saltamontes puestos de pie, guardando la cabeza bajo anchísimo queso negro.

El pincel más amanerado nos servirá para apuntar, oscilando sobre esta multitud de cabezas, como las llamas de Pentecostés, los pompones de los militares; y si hubiera tiempo y lienzo, pondríamos en último término, con tintas graciosas, un zaguanete de alabarderos, que, semejante a un ejército de zarzuela, pasa por el jardín precedido de su música de tambor y pífanos. Lejos, más lejos aún que la vaporosa proyección del agua en el aire, ponemos la fachada del palacio, rectilínea, clásica, de formas discretas y limadas como los versos de una oda. ¡Ay!, en el   —328→   momento en que le contemplamos, gran gentío de cortesanos, militares y personajes de todas las categorías entra y sale por las tres grandes puertas del centro con afán y oficiosidad. De pronto el murmullo alegre de las fuentes cesa, y todas dejan de correr. El agua vacila en los aires, los chorros se truncan, se desmayan, descienden, caen, como castillos fantásticos deshechos por la luz de la razón, y en estanques y tazones se extingue el último silbido de los surtidores, que vuelven a esconderse en sus misteriosas cañerías. En los jardines reina un estupor lúgubre; la gente se para, pregunta, contesta, murmura, y de boca en boca van pasando como chispazos de pólvora fugaz estas palabras: «El Rey se muere, el Rey se muere».

Las puertas del palacio se abren de par en par. Entremos.




ArribaAbajo- XXXI -

-Se ha fijado la gota en el pecho...

-Así parece.

-Peligro inminente... ¡muerte!

-El Señor lo dispone así...

El que tal dijo (y lo dijo con el aplomo   —329→   del que está en los secretos de Dios y mantiene relaciones absolutamente familiares con Él) era un anciano corpulento, recio y hasta majestuoso, vestido de luengas ropas moradas. Parecía la efigie de un santo doctor bajado de los altares, y así sus palabras tenían una autoridad semi-divina. Hablaba dogmáticamente y no admitía réplica. Era obispo y aragonés.

Su interlocutor vestía también ropas talares pero negras, sin adorno alguno ni preciadas insignias. No parecía tener más de treinta y cinco años y se distinguía por su hermosura como el obispo de León por su apostólica majestad. Era el Padre Carranza, prepósito de los Jesuitas, hombre listo si los hay, y además de cara bonita, calidad que avaloraba su extraordinaria elocuencia, de tal modo que cuando subía al púlpito parecía un ángel con sotana, celestial mensajero para proclamar con encantadora voz lo pecadores que somos. Por su elocuencia y talento, (no por otras de sus eminentes cualidades, como la malignidad ha dicho alguna vez) ganó en absoluto la confianza de doña Francisca, a quien conoceremos en seguida.

-Diga usted a Sus Altezas que Su Majestad me ha llamado para pedirme consejo en estas críticas circunstancias. En este momento Su Excelencia el Sr. Calomarde está en la   —330→   cámara de Su Majestad, el cual... Dios lo quiere así... continúa en malísimo estado, en deplorable estado... Cúmplase la voluntad del Altísimo.

Esto se decía en lujosa antecámara de esas que abundan en nuestros palacios reales y que en su ornato y mueblaje ofrecían mezcla confusa del estilo Luis XV y del gusto neo-clásico puesto en moda por el imperio francés. La tapicería era rica y graciosa; el piso, cubierto de finísimo junco, daba carácter español al recinto, y por el techo corrían entre nubecillas semejantes a espuma de huevo batido, varias ninfas a lo Bayeu que parecían representaciones de la retórica de Hermosilla y de la poesía Moratiniana20, según las baratijas simbólicas que cada una llevaba en la mano para dar a conocer su empleo en el vasto reino del ideal. La luz que alumbraba la pieza era escasa y apenas se distinguía un Carlos IV en traje de caza que en la pared principal estaba, escopeta en mano, la bondadosa boca contraída por la sonrisa, y con la vista un poco extraviada hacia el techo, cual si intentara dar un susto a las ninfas que por él se paseaban tranquilas sin meterse con nadie.

La hermosa figura del obispo y el elegante cuerpo negro del jesuita concordaban admirablemente con aquel fondo o decoración palatina.   —331→   Ambos dijeron algunas palabras precipitadas que no pudimos oír y salieron a prisa por distintas puertas. Seguiremos al jesuita guapo, quien rápidamente nos llevó a otra monumental y vistosa sala donde salieron a recibirle dos damas más notables por su rango que por su belleza. Eran la infanta doña Francisca y la princesa de Beira, brasileñas y ambiciosas. La primera habría sido hermosa si no afeara sus facciones el tinte rojizo, comúnmente llamado color21 de hígado. La segunda llamaba la atención por su arremangada nariz, su boca fruncida, su entrecejo displicente, rasgos de los cuales resultaba un conjunto orgulloso y nada simpático, como emblema del despotismo degenerado que se usaba por aquellos tiempos.

El padre Carranza les habló con nerviosa precipitación, y ellas le oyeron con la complacencia, mejor dicho, con la fe que el buen padre Carranza les inspiraba, y en el ardiente y vivísimo coloquio, semejante a un secreto de confesonario, se destacaban estas frases: «Dios lo dispone así... veremos lo que resulta de ese consejo... ¿y qué hará esa pobre Cristina?».

Los tres pasaron luego a la pieza inmediata, sólo ocupada en aquel momento por un hombre, en el cual conviene que nos fijemos por ser de estos individuos que, aun careciendo   —332→   de todo mérito personal y también de maldades y vicios, dejan a su paso por el mundo más memoria y un rastro mayor que todos los virtuosos y los malvados todos de una generación. Estaba sentado, apoyado el codo en el pupitre y la mejilla en la palma de la mano, serio, meditabundo, parecido por causa del lugar y las circunstancias a un grande emperador de cuyos planes y designios depende la suerte de toda la tierra. Y la de España dependía entonces de aquel hombre extraordinariamente pequeño para colocado en las alturas de la monarquía. Tenía todas las cualidades de un buen padre de familia y de un honrado vecino de cualquier villa o aldea; pero ni una sola de las que son necesarias al oficio de Rey verdadero. Siendo, como era, rey de pretensiones, y por lo tanto batallador, su nulidad se manifestaba más, y no hubo momento en su vida, desde que empezó la reclamación armada de sus derechos, en que aquella nulidad no saliese a relucir, ya en lo político, ya en lo marcial. Era un genio negativo, o hablando familiarmente, no valía para maldita de Dios la cosa.

Su Alteza se parecía poco al Rey Fernando. Su mirada turbia y sin brillo no anunciaba, como en este, pasiones violentas, sino la tranquilidad del hombre pasivo, cuyo destino   —333→   es ser juguete de los acontecimientos. Era su cara de esas que no tienen el don de hacer amigos, y si no fuera por los derechos que llevaba en sí como un prestigio indiscutible emanado del Cielo, no habrían sido muchos los secuaces de aquel hombre frío de rostro, de mirar, de palabra, de afectos y de deseos, como no fuera el vehemente prurito de reinar. Su boca era grande y menos fea que la de Fernando, pues su labio no iba tan afuera; pero el gran desarrollo de su mandíbula inferior, alargando considerablemente su cara, le hacía desmerecer mucho. El tipo austriaco se revelaba en él más que el borbónico, y bajo sus facciones reales se veía pasar confusa la fisonomía de aquel espectro que se llamó Carlos II el Hechizado. A pesar del lejano parentesco, la quijada era la misma, sólo que tenía más carne.

Cuando entraron las infantas D. Carlos levantó los ojos de su pupitre, miró con tristeza a las damas y después a un cuadro que frente a él estaba y era la imagen de la Purísima Concepción. El Soberano de los apostólicos dio un suspiro como los que daba D. Quijote en la presencia ideal de Dulcinea del Toboso, y luego se quedó mirando un rato a la pintura cual si mentalmente rezara.

-Francisquita -dijo al concluir-, no me   —334→   traigas recados, como no sean para darme cuenta de la enfermedad de mi adorado hermano. No quiero intrigas palaciegas, ni menos conspiraciones para sublevar tropa, paisanos o voluntarios realistas. Mis derechos son claros y vienen de Dios: no necesitan más que su propia fuerza divina para triunfar, y aquí están de más las espadas y bayonetas. No se ha de derramar sangre por mí, ni es necesario tampoco. Yo no conquisto, tomo lo mío de manos de Altísimo que me lo ha de dar. Esa, esa augusta señora -añadió señalando el cuadro-, es la patrona de mi causa y la generalísima de nuestros ejércitos: ella nos dará todo hecho sin necesidad de intrigas, ni de sangre, ni de conspiraciones y atropellos.

Doña Francisca miró a la imagen bendita, y aunque era, como su ilustre esposo, mujer de mucha devoción, no parecía fiar mucho, en aquellos momentos, de la excelsa patrona y generalísima. La de Beira fue la primera que tomó la palabra para decir a Su Alteza:

-Carlitos, no podemos estar mano sobre mano ni esperar los acontecimientos con esa santa calma tuya, cuando se van a decidir las cosas más graves. Nosotras no intrigamos, lo que hacemos es apercibirnos para cortar las intrigas que se traman contra ti, legítimo heredero del trono, y contra nosotras. No conspiramos;   —335→   pero estamos a la mira de la conspiración asquerosa de los liberales, que ahora se llamarán cristinos, para burlar tus derechos, emanados de Dios, y alterar la ley sagrada de la sucesión a la corona. En este momento, Cristina, por encargo del Rey, llama a Consejo al ministro Calomarde, al obispo de León y al conde de la Alcudia. ¿Sabes para qué?

-¿Para qué?

-Para proponer un arreglo, una componenda -dijo prontamente Doña Francisca, no menos iracunda que su hermana-. Pronto lo sabremos. Esa pobre Cristina apelará a todos los medios para embrollar las cosas y ganar tiempo, hasta que se desencadenen las furias de la revolución, que es su esperanza.

-¡Un arreglo!... -dijo D. Carlos con entereza-. ¿Con quién y de qué? Entre los derechos legítimos, sagrados y la usurpación ilegal no puede haber arreglo posible.

Dijo esto con tanto aplomo que parecía un sabio. Después miró a la Virgen como para tener la satisfacción de ver que ella opinaba lo mismo.

-Basta de cuestiones políticas -dijo Su Alteza volviendo a tomar una actitud tranquila-. ¿Sigue Fernando más aliviado del paroxismo de esta tarde?

  —336→  

-Hasta ahora no hay síntomas de que se repita...

-Pero puede suceder que de un momento a otro...

-¡Pobre Fernando! -exclamó D. Carlos dando un gran suspiro y apoyando la barba en el pecho. Incapaz de fingimiento y de mentira, la apariencia tétrica del Infante era fiel expresión de la vivísima pena que sentía. Amaba entrañablemente a su hermano. Para que todo fuera en desventaja de los españoles, Dios quiso que estos se dividieran en bandos de aborrecimiento, mientras los hermanos que ocasionaron tantos desastres vivieron siempre enlazados por el afecto más leal y cariñoso.

Poco más de lo transcrito hablaron el Infante y las dos damas, porque empezó a reunirse la camarilla en el salón inmediato, y Doña Francisca y su hermana abandonaron a Don Carlos para recibir a los aduladores, pretendientes y cofrades reverendos de aquella cortesana intriga. En poco tiempo llenose la cámara de personajes diversos, el conde de Negri, el padre Carranza, el embajador de Nápoles, vendido secretamente a los apostólicos desde mucho antes, y D. Juan de Pipaón, que según todas las apariencias, representaba en el seno de la comunidad apostólica a Calomarde. Luego aparecieron el obispo de León y   —337→   el conde de la Alcudia, y entonces la cámara fue un hervidero de preguntas y comentarios. Vanidad, servilismo, adulación, los rostros pálidos, las palabras ansiosas, el respeto olvidado, el rencor no satisfecho, la esperanza cohibida por el temor... todo esto había bajo aquel techo habitado por sosas ninfas, entre aquellos tapices representando borracheras a lo Teniers, remilgadas pastoras o cabriolas de sátiros en los jardines de Helicona.

-Una proposición inaudita, señores -dijo el reverendo obispo con fiereza-. Veremos lo que opina el Señor. Ahí es nada... Quieren que durante la enfermedad del Rey se encargue del gobierno doña Cristina, y que el Serenísimo Señor Infante sea... su consejero.

Una exclamación de horror acogió estas palabras. La princesa de Beira casi lloraba de rabia, y a la orgullosa Doña Francisca le temblaban los labios y no podía hablar.

-Es una desvergüenza -se atrevió a decir Pipaón, que siempre quería dejar atrás a todos en la expresión extremada del entusiasmo apostólico.

-Es una jugarreta napolitana -indicó Negri, que en estas ocasiones gustaba de decir algo que hiciera reír.

-Es burlarse de los designios del Altísimo -afirmó Abarca, atento siempre a entrometer   —338→   la Divinidad en aquellas danzas.

-Es simplemente una tontería -dijo el de Alcudia-. Veamos la opinión de Su Alteza.

El ministro y el obispo pasaron a ver a D. Carlos, que hasta entonces tenía la digna costumbre de huir de los conventículos donde se ventilaban entre aspavientos y lamentaciones los intereses de su causa, y al poco rato salieron radiantes de gozo. Su Alteza había contestado con enérgica negativa a la proposición de la madre de Isabelita; que de este modo solían allí nombrar a la Reina Cristina.

Entonces los cortesanos corrieron del cuarto del Infante a la cámara real, donde, en vista de la denegación, se buscaban nuevas fórmulas para llegar al deseado arreglo. Hora y media pasó en ansiedades y locas impaciencias. La Reina y los ministros conferenciaban en la antecámara del Rey. En la alcoba de este nadie podía penetrar, a excepción de Cristina, los médicos y los ayudas de cámara de Su Majestad. El Infante no salía del rincón de su cuarto, en que parecía estar recogido como un cenobita que hace penitencia; pero la bulliciosa Infanta, la implacable princesa de Beira, su hijo D. Sebastián y la mujer de este no se daban punto de reposo, inquiriendo, atisbando, en medio del vertiginoso ciclón   —339→   de cortesanos que iba y venía y volteaba con mareante susurro.

Al fin aparecieron el obispo y el conde de la Alcudia, trayendo las nuevas proposiciones de arreglo. ¿Cuáles eran? «¡Una regencia compuesta de Cristina y D. Carlos, con tal que este empeñase solemnemente su palabra de no atentar a los derechos de la Princesa Isabel!». Tal era la proposición que a unos parecía absurda, a otros insolente, a los más ridícula. Hubo exclamaciones, monosílabos de desprecio y amargas risas. «¡Los derechos de Isabelita!». Esta idea ponía fuera de sí a la enfática y siempre hinchada princesa de Beira.

¿Y quién sabrá pintar la escena del cuarto de D. Carlos, cuando el obispo y el ministro le comunicaron la última proposición de los Reyes? Por todos los santos se puede jurar que el que tal escena vio no la olvidará aunque mil años viva. Nosotros que la vimos la tenemos presente lo mismo que si hubiera pasado ayer, ¿pero cómo acertar a pintarla? Es tan rica de matices y al propio tiempo tan sencilla que es fácil se eche a perder al pasar por las manos del arte. ¡Pasó allí tan poca cosa y fue de tanta trascendencia lo que allí pasó!... No hubo ruido; pero en el silencio grave de aquella sala se engendraron las mayores tempestades españolas del siglo.

  —340→  

Al ver entrar al obispo y al ministro, seguidos de las infantas, D. Sebastián y el agraciadísimo Padre Carranza, D. Carlos se levantó solemnemente. Era hombre que sabía dar a ciertos actos una majestad severa que contrastaba con su llaneza en la vida privada. Mientras Alcudia leía el borrador del decreto en que se establecía la doble regencia, la princesa de Beira estaba lívida y Doña Francisca mordía las puntas del pañuelo. Ambas hermanas vestían modestamente. ¿Quién olvidará sus talles altos, sus ampulosos senos, sus peinados de tres lazos y sus pañoletas de colores? Estaban como dos estatuas de la ambición doméstico-palatina, erigidas en el centro del arco que formaba la comisión de príncipes y magnates. Miraban ansiosas a D. Carlos cual si temieran que el grande amor que al Rey tenía venciera su entereza en aquel crítico instante, haciéndole incurrir en una debilidad que se confundiría con la bajeza.

D. Carlos no tenía talento ni ambición, pero tenía fe, una fe tan grande en sus derechos que estos y los Santos Evangelios venían a ser para Su Alteza Serenísima una misma cosa. Esta fe que en lo moral producía en él la honradez más pura, y en los actos políticos una terquedad lamentable, fue lo que en tal momento salvó la causa apostólica, llenando   —341→   de júbilo los corazones de aquellos señorones codiciosos y levantiscas princesas. Mientras duró la lectura, D. Carlos no quitó los ojos del cuadro de la Purísima, a quien sería mejor llamar Capitana por las prerrogativas militares que el príncipe le había dado. Después hubo una pausa silenciosa, durante la cual no se oyó más que el rumorcillo del papel al ser doblado por el conde de la Alcudia. Las infantas miraban a los labios de D. Carlos y D. Carlos se puso pálido, alzó la frente más ancha que hermosa, y tosió ligeramente. Parecía que iba a decir las cosas más estupendas de que es capaz la palabra humana, o a dictar leyes al mundo como su homónimo el de Gante las dictaba desde un rincón del alcázar de Toledo. Con voz campanuda dijo así:

-No ambiciono ser rey; antes por el contrario desearía librarme de carga tan pesada que reconozco superior a mis fuerzas... pero...

Aquí se detuvo buscando la frase. Doña Francisca estuvo a punto de desmayarse y la de Beira echaba fuego por sus ojos.

-Pero Dios -añadió D. Carlos- que me ha colocado en esta posición me guiará en este valle de lágrimas... Dios me permitirá cumplir tan alta empresa.

Aún no se sabía qué empresa era aquella que Dios, protector decidido de la causa, tomaba   —342→   a su cargo en este valle de lágrimas. El conde de la Alcudia que a pesar de estar secretamente afiliado al partido de D. Carlos, quería cumplir la misión que le había dado el Rey, dijo algunas palabras en pro de la avenencia. Pero entonces don Carlos, como si recibiera una inspiración del Cielo, habló con facilidad y energía en estos términos, que son exactos y textuales:

-«No estoy engañado, no, pues sé muy bien que si yo por cualquier motivo, cediese esta corona a quien no tiene derecho a ella, me tomaría Dios estrechísima cuenta en el otro mundo y mi confesor en este no me lo perdonaría; y esta cuenta sería aún más estrecha perjudicando yo a tantos otros y siendo yo causa de todo lo que resultare; por tanto no hay que cansarse, pues no mudo de parecer».

Dijo y se sentó cansado. Las infantas dejaron a sus abanicos la expresión del orgullo y satisfacción que sentían por aquellas cristianísimas palabras. ¿Qué cosa más admirable que un príncipe decidido a reinar sobre nosotros, no por ambición, no por deseo de aplicar al Gobierno un entendimiento que se siente poderoso, sino por cristianismo puro, por temor de Dios y por miedo al Infierno? En aquel breve discurso nos explicó Su Alteza Serenísima   —343→   la clave de sus ideas y de su modo de hacer la guerra y de gobernar. No era ambicioso ni conquistador, sino una especie de cruzado de la Tierra Santa de sus derechos. Según él, Dios estaba profundamente interesado en aquel negocio, y tanto, que no se sabe lo que habría pasado en los reinos celestiales si al buen Infante le da la mala tentación de dejar reinar a Isabelita. Es sabido que estas contiendas de familia se miran allá arriba como cosa de casa. Bien enterado estaba de todo el confesor de Su Alteza, que así le había pintado la imposibilidad de ser modesto y la urgente precisión de ceñirse la corona por estar así acordado allí donde se hacen y deshacen los imperios. ¿Y cómo se iba a atrever el pobre D. Carlos a confesar en el temeroso tribunal de la penitencia el horrible delito de no querer ser Rey? ¿Y además no estaba de por medio la infeliz España a quien Dios no podía abandonar? ¿Y qué era el príncipe más que el instrumento de Dios, protector decidido en todos tiempos de nuestra nación con preferencia a todas las demás que ocupan la interesante Europa, la América lozana, la negra África y el Asia opulenta? ¡Instrumento de la Providencia! Esto y no otra cosa era D. Carlos, y bien lo comprendía así el bueno, el evangélico, el seráfico obispo de León, cuando al salir   —344→   de la cámara del Infante se abrió paso entre la multitud de cortesanos, diciendo con entusiasmo:

-¡Paso al partido del Altísimo!

Olvidábamos decir que D. Carlos, luego que dio aquella respuesta digna de un arcángel, encargado de defender una plaza del Cielo sitiada por los pícaros demonios, habló un rato con sus amigos y con su esposa y cuñada, repitiéndoles lo que ya les había dicho muchas veces, a saber: que se negaba resueltamente a apelar a las armas, que desaprobaba todas las conspiraciones fraguadas en su nombre y que se le enterase cada poco rato del estado de la salud del Rey.

Luego se encerró en su oratorio donde rezó gran parte de la noche, pidiendo a Dios, su superior jerárquico, y a la Limpia y Pura, su generala en jefe, que salvaran la vida de su amado hermano Fernando. Tal era, ni más ni menos, aquel D. Carlos que en España ha llenado el siglo con su nombre lúgubre, monstruo de candor y de fanatismo, de honradez y de ineptitud.



  —345→  

ArribaAbajo- XXXII -

Todos los manipuladores de aquella intriga se agitaban mucho, pero ninguno como Pipaón, el correveidile de Calomarde, el que tan pronto llevaba un recado al embajador de Nápoles, caballero Antonini, como un papelito al Padre Carranza para que lo diera a las infantas. Cuando el barullo cesó en los salones y empezó a reinar un poco de sosiego, el bueno de Bragas retirose con Calomarde y Carranza a una pieza lejana donde estuvieron charlando acaloradamente y revolviendo papeles y haciendo números hasta por la mañana. Cuando amaneció tenía la augusta cabeza tan caldeada por el hervir de ideas y proyectos que en aquella cavidad bullían, que juzgó prudente no acostarse y salir a los jardines para dar algunas vueltas. Largo rato estuvo recorriendo alamedas y bosquecillos de tallado mirto, pero sin parar mientes en la hermosura de la Naturaleza en tal hora, porque su ambición ocupaba al cortesano todas las potencias y sentidos. Así la deliciosa frescura de la mañana, el despertar de los pajarillos, la quietud soñolienta de la atmósfera, la   —346→   gala de las flores humedecidas por el rocío, eran para aquel infeliz esclavo de las pasiones, como páginas de un idioma desconocido, del cual no comprendía ni una letra ni un rasgo. Ciego para todo menos para su loco apetito no veía sino la cartera ministerial, el sueldazo, las obvenciones, las veneras, el título de nobleza y todo lo demás que del próximo triunfo de los apostólicos podía obtener.

Junto a la fuente de Pomona tropezó con D. Benigno Cordero, que volvía de su paseo matinal. Era hombre que madrugaba como los pájaros y daba paseos de leguas antes del desayuno. Aquella mañana el héroe estaba tan meditabundo como Pipaón; pero por diferentes motivos.

-No he dormido en toda la noche, señor Don Benigno -dijo el cortesano con énfasis-. Hemos trabajado para evitar derramamiento de sangre. El Rey se nos muere hoy: no llegará a la noche. ¡España por D. Carlos!

-Yo tampoco he dormido, pero no me desvelan a mí esas trapisondas palaciegas, no -repuso el héroe melancólicamente-. Barástolis, rebarástolis... ¡pensar que hasta ahora no he podido conseguir de ese intrigante la cosa más fácil y sencilla que se puede pedir a un obispo!... ¡una firma, una, D. Juan, una firma! He prometido una gran cesta de albaricoques,   —347→   amén de otras cosas, al familiar de Su Ilustrísima y... ni por esas... Su Ilustrísima no se puede ocupar de eso, Su Ilustrísima se debe al Rey y al Estado y al... ¿En qué país vivimos? ¿Pues así se tratan los intereses más respetables? ¿Es esto ser obispo?... ¡Le digo a usted, amigo D. Juan, que estoy de obispos hasta la corona!... ¿Qué es lo que pido? Una firma, nada más que una firma en documento corriente, informado y vuelto a informar, y que ha pasado por más manos que moneda vieja... ¡Oh!, malhadada España. ¡Y estos hombres hablan de regenerarte!

¡Una firma, nada más que una firma! Indudablemente el revoltoso obispo debía ser ahorcado. Pipaón consoló a su amigo lo mejor que pudo prometiéndole recomendar el caso a Su Ilustrísima, y conseguirle si triunfaban los apostólicos, no una firma, sino cuatro o cinco docenas de ellas.

Cuatro o cinco docenas de Barástolis echó después de su boca D. Benigno, y juntos él y Bragas se dirigieron hacia la casa de Pajes.

-Si estuviera aquí Jenarita -decía Cordero-, ella con su irresistible poder haría firmar a ese condenado.

Pipaón se acostó; pero llamado a poco rato por Su Excelencia, tuvo que dejar el blando sueño para acudir a los cónclaves que se preparaban   —348→   para aquel día. El inconsolable y aburridísimo Cordero, luego que se desayunó, volvió a los jardines, único punto donde hallaba algún esparcimiento en su tristeza, y no había llegado aún a la fuente de la Fama, cuando topó con Salvador Monsalud que de palacio venía cabizbajo y de malísimo humor. El día anterior se habían visto y saludado un momento como amigos antiguos que eran desde las trapisondas de la Milicia nacional del año 22, memorable por la hazaña del nunca bastante célebre arco de Boteros. D. Benigno se alegró de verle, por tener alguien con quien hablar en aquella desolada corte, tan llena de interés para otros y para él más triste y solitaria que un desierto. De manos a boca Monsalud le habló de Sola, del casamiento, y tales elogios hizo de ella y con tanto calor la nombró, que Cordero sintió inexplicables inquietudes en su alma generosa. No sabía por qué le era desagradable la persona y la amistad de aquel hombre, protector y amigo de su futura en otro tiempo, y luego nombrado en sueños por ella. Recordó claramente cuán triste se ponía Sola si le faltaban cartas de él, y cuánto se alegraba al recibir noticias suyas; pero al mismo tiempo le consoló el recuerdo de la perfecta sinceridad, signo de pureza de conciencia, con que Sola le supo referir su entrevista   —349→   con Salvador en los Cigarrales, mientras Cordero estaba en Madrid ocupado de los nunca bastante vituperados papeles. Recordó muchas cosas, unas que le agitaban, otras que calmaban su inquietud, y por último la fe ciega que tenía en el afecto puro y sencillo de la que iba a ser su señora le confortaba singularmente.

No obstante, quiso evitar la compañía de aquel hombre, y ya preparaba la conversación para buscar un pretexto de ausencia, cuando Salvador dijo:

-Reniego de esta cansada y revoltosa corte. Aquí estoy hace seis días atado por una pretensión fácil y sencilla, y aunque tengo relaciones en palacio, nada puedo conseguir. A usted no le sorprenderá el saber que lo que pretendo no es más que una firma, nada más que una firma en documento corriente. Pero el señor Calomarde que para daño eterno de nuestro país, sigue sin reventar todavía, no se ha decidido aún a tomar la pluma. ¡Y de que la tome y rubrique dependen mi fortuna y mi porvenir!

-Nuestra cuita es la misma -exclamó Don Benigno sintiéndose consolado con la desgracia ajena-. Yo también me aburro y me desespero y me quemo la sangre sólo por una   —350→   firma.

-¡Qué ministros!

-Están intrigando para arrancar al Rey un codicilo que dé la corona a D. Carlos.

-¡Qué menguados hombres!... ¡Que una nación esté en tales manos...!

-Y según los vientos que corren, barástolis, lo estará para in eternum. La consigna de esa gente es que el Rey se muere hoy. Parece que han sobornado al Altísimo.

-Es gracioso.

-Ya tratan a D. Carlos de Majestad.

-Lo creo. Será Rey. Vamos progresando. ¿Piensa usted emigrar?

-¿Yo? -dijo Cordero sorprendido-. Si triunfa ese partido brutal lo sentiré mucho, porque en fin, tengo ideas liberales... algo ha leído uno en autores filosóficos...

-Sí, ya sé que lee usted a Rousseau. Rousseau dice: «no hay patria donde no hay libertad». ¿Piensa usted emigrar?

-Emigrar no, porque no me mezclo en política. Viviré retirado de estos trapicheos dejándoles que destrocen a su antojo lo que todavía se llama España, y con ellos se llamará como Dios quiera. Un padre de familia no debe comprometerse en aventuras peligrosas. Usted...

-Yo no soy padre de familia ni cosa que lo valga -dijo el otro dejando traslucir claramente   —351→   una pena muy viva-. No tengo a nadie en el mundo. No hay casa, ni hogar, ni rincón que guarden un poco de calor para mí; soy tan extranjero aquí como en Francia; soy esclavo de la tristeza; no tengo en derredor mío ningún elemento de vida pacífica; la última ilusión la perdí radicalmente; vivo en el vacío; no tengo, pues, otro remedio, si he de seguir existiendo, que lanzarme otra vez a las aventuras desconocidas, a los caminos peligrosos de la idea política, cuyo término se ignora. Mi antigua vocación de revolucionario y conspirador, que estaba amortiguada y como vencida en mí, vuelve a nacer ahora, porque el freno que le puse se ha roto, porque la vocación nueva con que traté de matar aquella se ha convertido en humo. Hay que volver al humo pasado, a las locuras, a la lucha, a las ideas, cuya realización, por lo difícil, toca los límites de lo imposible.

D. Benigno le oía con estupor. Habíanse internado en uno de aquellos laberintos hechos con tijeras, que parecen decoraciones teatrales construidas para una sosa comedia galante o para una opereta de Metastasio. Solitarias y placenteras estaban las callejuelas y las bovedillas verdes. Nadie podía oírles allí. Salvador no puso trabas a su lengua y se expresó de este modo:

  —352→  

-Cuando vine aquí persistía en mi propósito de huir para siempre de la política, aunque estaba muy indeciso considerando que alguna dirección o empleo había de dar a mi pensamiento y a mi voluntad. No se puede vivir de monólogos, como yo vivo ahora. Mi desgracia o mi fortuna, que esto no lo sé bien, quisieron que entrara algunas veces en Palacio. Allí traté a gentiles-hombres y cortesanos, hice amistad con ministriles y empleadillos menudos; todo por el negocio maldito de esta rúbrica que pido a Su Excelencia y que no me quiere dar. Además soy amigo de un montero de Espinosa que me ha enterado de todo lo ocurrido ayer y anoche. ¡Qué cosas, amigo mío; qué horrores! Si cuando se lee la historia sentimos emociones tan hondas y queremos ser actores en los sucesos pintados, ¿qué será cuando vemos la historia viva, antes de ser libro, y asistimos a los hechos antes de que sean páginas? El drama de anoche me ha espeluznado. Pues se prepara otro drama, junto al cual el de anoche será comedia. No, no es posible ver esto como se ven por anteojo los muñecos y las vistas de un tutilimundi. De repente me he sentido exaltado, y mis antiguas vocaciones han renacido con ímpetu irresistible.

-Cuidado, cuidado -dijo D. Benigno, temeroso   —353→   del sesgo peligroso que aquella conversación tomaba-. Los arbolitos oyen; chitón. Le veo a usted en camino de ser un cristino furibundo.

-Yo no sé por qué camino voy; sólo sé que cuando veo a esa Reina joven, hermosa, inocente de todos los crímenes del absolutismo: cuando considero sus virtudes y la piedad con que asiste al Rey enfermo, que sólo merece lástima; cuando veo los peligros que la cercan, los infames lazos que se le tienden y el desdén con que la miran los mismos que hace poco se arrastraban a sus pies, siento arder la sangre en mis venas, y no sé qué daría, créame usted, D. Benigno, por hallarme en situación de enseñar a esos murciélagos apostólicos cómo se respeta a una señora y a una Reina. En la corona que no han podido quitarle todavía, y que sobre su hermosa frente tiene mayor brillo, veo la monarquía templada que celebra alianzas de amistad con el pueblo; pero en la corona de hierro que esos intrigantes clérigos y cortesanos están forjando en el cuarto de D. Carlos, veo la monarquía desconfiada, implacable, que no admite más derechos que los suyos. No, no hay ya en España caballeros, si España consiente que esa turba de fanáticos expulse a la Reina y arrebate la corona a su hija...

  —354→  

-Sí, sí -exclamó Cordero sintiendo que revivía lentamente en su pecho su antiguo entusiasmo liberalesco-. Pero cuidado, mucho cuidado, amigo. Lo que usted dice es peligrosísimo. Todo el Real Sitio es de los apostólicos. No nos metamos en lo que no nos importa.

-¿Cómo que no nos importa? -dijo el otro con viveza-. Es cuestión de vida o muerte, de ser o no ser. En estos momentos se está decidiendo, y pronto se probará si los españoles no merecen otro destino que el de un hato de carneros o si son dignos de llamar nación a la tierra en que viven. Yo que había tomado en aborrecimiento las revoluciones y el conspirar, ahora siento en mí un apetito de rebeldía que me llevaría a los mayores atrevimientos si viera junto a mí quien me ayudase. Desanimado ayer y deseoso de la oscuridad, hoy que la vida doméstica me es negada por Dios, quisiera tener medios de revolver a España, y amotinar gente, y hacer que todo el mundo se rebelara, y romper todos los lazos, y levantar todos los destierros, y desencadenar todo lo que está encadenado por este régimen brutal. Yo iría a esa Reina atribulada y le diría: «Señora, lance Vuestra Majestad un grito, un grito sólo en medio de este país que parece dormido y no está sino asustado. No tema   —355→   Vuestra Majestad; estas situaciones se vencen con el valor y la confianza. Abra Vuestra Majestad las puertas de la patria a todos los emigrados, a todos absolutamente sin distinción. Para vencer al Infante se necesita una bandera; para hacer frente a un principio se necesita otro; nada de términos medios, ni acomodos vergonzosos; esa gente pide todo o nada; pues nada y guerra a muerte. Levántese Vuestra Majestad y ande con paso seguro; no se deje asustar por los errores de los que no han sabido establecer la libertad. Es preciso tolerarles como son, porque son la salvación, y si aseguran el trono y la libertad sus imperfecciones y extravíos les serán perdonados. Y entonces, señora, se alzará del seno de la nación oprimida y deseosa de mejor suerte, un sentimiento, un prurito incontrastable, y miles de hombres generosos se agruparán al lado de Vuestra Majestad protestando con la palabra y con la espada de que quieren por soberana a la Reina del porvenir, la Reina liberal, Isabel II».



  —356→  

ArribaAbajo- XXXIII -

-¡Chitón, chitón por todos los santos del cielo! -dijo D. Benigno poniéndole la mano en la boca para hacerle callar.

El héroe participaba de aquel noble ardor, pero temía que tales demostraciones les trajeran a ambos algún perjuicio. Tembloroso y ruborizado, Cordero llevó a su amigo fuera del verde laberinto, incitándole a que callara, porque -y lo dijo en la plenitud de la convicción- si el obispo Abarca y el ministro Calomarde llegaban a tener noticia de lo que se habló en los jardines, no firmarían ni en tres siglos. Salvador tranquilizó al buen comerciante sobre aquel endiablado negocio de las firmas y cuando se separaron invitole a que comieran juntos aquella tarde. Excusose D. Benigno, por sentirse, al oír la invitación, tocado de aquel mismo recelo o inquietud de que antes hablamos; pero las reiteradas cortesanías del otro le vencieron al fin. Mientras Cordero entraba en la casa de Pajes pensando en el convite, en la muerte del Rey, en la firma y sobre todo en los que le esperaban en los   —357→   Cigarrales, Salvador penetró en Palacio y no se le vio más en todo el día.

Era aquel el 18 de Setiembre, día inolvidable en los anales de la guerra civil, porque, si bien en él no se disparó un solo cartucho, fue un día que engendró sangrientas batallas, un día en el cual se puede decir figuradamente que se cargaron todos los cañones. Desde muy temprano volvió a reinar el desasosiego en los salones y en todas las dependencias. Su Majestad seguía muy grave, y a cada vahído del monarca la causa apostólica daba un salto en señal de vida y buena salud; así es que cuando circulaban noticias desconsoladoras no se veía el dolor pintado en todas las caras, como sucede en ocasiones de esta naturaleza, aun en reales palacios, sino que a muchos les bailaban los ojos de contento, y otros aunque disimulaban el gozo, no lo hacían tanto que escondieran por completo la repugnante ansiedad de sus corazones corrompidos.

En medio de esta barahúnda, la Reina apuraba ella sola en el silencio lúgubre de la alcoba regia el cáliz amargo de la situación más triste y desairada en que pueda verse quien ha llevado una corona. Los cortesanos huían de ella; a cada hora, a cada minuto veía disminuir el número de los que parecían fieles a su causa, y cada suspiro del Rey moribundo   —358→   producía una defección en el débil partido de la Reina. El día anterior aún tenía confianza en la guardia de Palacio; pero desde la mañana del 18 las revelaciones de algunos servidores leales la advirtieron de que, muerto el Rey, la guardia y probablemente todas las fuerzas del Real Sitio abrazarían el partido del Infante.

Cristina se vistió en aquellos días el hábito de la Virgen del Carmen, y con la saya de lana blanca estaba más guapa aún que con manto regio y corona de diamantes. No salía de la alcoba regia sino breves momentos, cuando el Rey parecía sosegado y ella necesitaba ver a sus hijas o desahogar su pena en amargas lágrimas, derramadas sin testigos en su cámara particular. Allí también había bullicio y movimiento, porque la servidumbre arreglaba las maletas y embaulaba el ajuar de la Reina en previsión de una fuga precipitada.

Por la noche la Reina no dormía tampoco. Sentada junto al lecho del Rey, vigilaba su enfermedad, atendía a sus dolores, preparaba por sí misma las medicinas y se las daba, le dirigía palabras de esperanza y consuelo, no permitía que los criados hicieran cosa alguna que pudiera hacer ella, esclava entonces de sus deberes de esposa con tanto rigor como la compañera del último súbdito del tirano enfermo.   —359→   Haciendo entonces lo que no suelen ni saben hacer generalmente las reinas, aquella joven se puso una corona de esas que no están sujetas a los azares de un destronamiento ni a los desaires de la abdicación.

La historia no dice lo que pasó por la mente del atormentador de España al ver que en pago de sus violencias, de su bárbaro orgullo, de sus vicios y de su egoísmo brutal, Dios le enviaba aquel ángel en su última hora para que el autor de tantas agonías viera endulzada la suya y pudiera morirse en paz, como se mueren los que no han hecho daño a nadie. Cuando se entraba en la alcoba real no se podía ver sin horror el enorme cuerpo del Rey en el lecho, hinchado, sin movimiento, oprimido por bizmas, ungido con emplastos que a pesar de sus virtudes no vencían los dolores; hecho todo una miseria; conjunto lastimoso de desdichas físicas, que así remedaban la moral más perversa que ha informado un alma humana.

Su rostro variaba entre el verdoso de la muerte y el amoratado de la congestión. Ligeramente incorporado sobre las almohadas su cabeza estaba inmóvil, su mirada fija y mortecina, su nariz colgaba cual si quisiera caer saltando al suelo, y de su entreabierta boca no salía sino un quejido constante que en los breves   —360→   momentos de sosiego era estertor difícil. Por fin le tocaba a él también un poco de potro. Debía de estar su conciencia bastante despierta en aquellos momentos, porque no se quejaba desesperado, como si en el fondo de su alma existiese una aprobación de aquel horrible quebrantamiento de huesos y hervor de sangre que sufría. La cama del Rey por el estado de aquel desdichado cuerpo que desde algún tiempo vivía corrompiéndose, parecía más bien un ensayo de las descomposiciones del sepulcro. Esto sólo es un elocuente elogio de la cristiana abnegación de la Reina.

En la alcoba había dos o tres crucifijos e imágenes, todos solicitados por la piedad de Cristina para que no permitieran que España se quedase sin Rey. Mas por el momento no había síntomas de que tan noble anhelo fuera atendido, porque Fernando VII se moría a pedazos. Aquella masa inerte, tan sólo vivificada por un gemido, no era ya Rey ni siquiera hombre. Hacia el medio día se temió la pérdida absoluta de las facultades mentales y antes que esto llegara, se reconoció la necesidad de dar solución al problema tremendo. Una chispa de razón quedaba en el espíritu del Rey. Era urgente, indispensable, que a la débil luz de esa chispa se resolviese el conflicto.

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Cristina hubiera dilatado aquel momento. Ganando algunas horas habría podido llegar su hermana la Infanta Doña Carlota, mujer de mucho brío y resolución que para aquel caso era de perlas. Desde que se agravó Su Majestad le habían enviado correos al Puerto de Santa María, rogándola que viniese, y ya la Infanta debía de estar cerca, quizás en Madrid, quizás en camino del Real Sitio. Pero el aniquilamiento rápido del enfermo no permitía esperar más. Entraron, pues, en la real cámara tres figuras horrendas: Calomarde, el de Alcudia y el obispo de León. La Reina y el confesor del Rey habían llegado poco antes y estaban a un lado y otro de Su Majestad, Cristina casi tocando su cabeza, el clérigo bastante cerca para hablar al oído del pobre enfermo. Había llegado un momento en que ninguna alma cristiana podía conservar rencor ante tanta desdicha. No era posible ver a Fernando VII en aquel trance sin sentir ganas de perdonarle de todo corazón.

Los tres temerosos figurones se situaron por los pies de la cama. Después que uno tras otro besaron con apariencia cariñosa aquella mano lívida, que había firmado tantas atrocidades, se sentaron por los pies del lecho. El obispo estaba grave e impotente como quien, suponiéndose con autoridad divina, se cree por encima   —362→   de todas las miserias humanas; el conde de la Alcudia estaba triste y acobardado por la solemnidad del momento, y Calomarde, el hombre rastrero y vil, cuya existencia y cuyo gobierno no fueron más que pura bajeza e hipocresía, arqueaba las cejas mucho más que las arqueaba de ordinario, pestañeaba sin cesar y hacía pucheros. Cruel con los débiles, servil con los poderosos, cobarde siempre, este hombre abominable adornaba con una lagrimilla la traición infame que hacía a su amo al borde del sepulcro.

Quien presenció aquella escena terrible cuenta que la luz de la estancia era escasa; que los tres consejeros estaban casi en la sombra; que el Rey volvía su rostro hacia la Reina vestida de hábito blanco; que hubo un momento en que el confesor no hacía más que morderse las uñas; que la hermosura de Cristina era la única luz de aquel cuadro sombrío, intriga política, horrible fraude, traidor escamoteo de una corona perpetrado en el fondo de un sepulcro.

Cuenta también el testigo presencial de aquella escena que el primero que habló, y habló con entereza, fue el obispo de León. Se puso de pie y parecía que llegaba al techo. Su voz hueca de sochantre retumbaba en la cámara como voz de ultratumba. Aquel hombre   —363→   tan rígido como astuto principió tocando una delicada fibra del corazón del Rey; habló de las inocentes niñas de Su Majestad y de la virtuosa Reina, que según él corrían gran peligro si no pasaba la corona a las sienes de Don Carlos. Después pintó el estado del reino, en el cual, según dijo, no había un solo hombre que no fuera partidario de la monarquía eclesiástica representada por el Infante.

Fernando dio un gran suspiro y fijó sus aterrados ojos en el obispo. Este se sentó. Puesto en pie Calomarde dijo que su emoción al ver en aquel estado al mejor de los Reyes y al mejor de los padres, y al mejor de los esposos, y al mejor de los hombres no le permitía hablar con serenidad; dijo que se veía en la durísima precisión de no ocultar a su amado soberano la verdad de lo que ocurría; que había tanteado el ejército, y todo el ejército se pronunciaría por D. Carlos si no se modificaba en favor de este la Pragmática sanción del 29 de Marzo de 1830; que los voluntarios realistas, sin excepción de uno solo, proclamaban ya abiertamente como Rey de derecho divino al mismo Sr. D. Carlos, y que para evitar una lucha inútil y el derramamiento de sangre convenía a los intereses del reino...

El infame hacía tantos pucheros que no   —364→   pudo continuar la frase. Sintiose que el cuerpo dolorido del Rey se estremecía en su lecho o potro de angustia. Oyose luego la voz moribunda que dijo entre dos lamentos:

-Cúmplase la voluntad de Dios.

El confesor silbó en su oído palabras no entendidas por los demás, y entonces la Reina Cristina, sin mirar a las tres sombras, volviendo su rostro al Rey y haciendo un heroico esfuerzo para no dar a conocer su dolor, pronunció estas palabras:

-Que España sea feliz, que en España haya paz.

El Rey exhaló un gran suspiro, mirando al techo, y después dijo algo que pareció el mugido de un león enfermo. La Reina tomó su pañuelo y sin decir nada, dejando correr libremente sus lágrimas, limpió el sudor abundante que bañaba la frente del Rey.

Siguió a esto un discursillo del conde de la Alcudia confirmando el dictamen de los otros dos apostólicos. Aquel famoso triunvirato traía la comedia bien aprendida, y en el cuarto de D. Carlos se habían estudiado antes detenidamente los discursos, pesando cada palabra. El confesor dijo también en voz alta su opinión, asegurando bajo su palabra que el Altísimo estaba en un todo conforme con lo expuesto por los respetabilísimos señores allí   —365→   presentes. ¡Se quedó tan satisfecho después de este mensaje...!

El Rey pareció llamar a sí todas sus fuerzas. Claramente dijo:

-¿En qué forma se ha de hacer?

No vacilaron los apostólicos en la contestación, pues para todo estaban prevenidos. Calomarde fingiendo que se le ocurría en aquel mismo instante, propuso que el Rey otorgase un codicilo-decreto derogando la Pragmática sanción del 30, y revocando las disposiciones testamentarias en la parte referente a la regencia y a la sucesión de la corona.

Después de una pausa el Rey se hizo repetir la proposición del ministro, y oída por segunda vez, Cristina volvió a limpiar el sudor que corría por la frente de su marido. Con un gesto y la mano derecha este mandó a los tres apostólicos consejeros que salieran de la estancia y se quedó sólo con su esposa y con su confesor, el cual salió también poco después. Consternados los tres escamoteadores y dudando del éxito de su infame comedia, no decían una palabra, y con los ojos se comunicaban aquella duda y el temor que sentían. Calomarde y el obispo dieron algunos paseos lentamente por la cámara, esperando que el Rey les volviera a llamar, y el conde de la   —366→   Alcudia aplicó el oído a la puerta y dijo en voz baja y temerosa:

-Parece que llora Su Majestad.

-No lo creo -murmuró el obispo acercando también su oído.

Entonces se abrió la puerta y apareció el confesor con las manos cruzadas y el semblante compungido, imagen exacta de la hipocresía. Los cuatro cuchichearon un momento como viejas chismosas. Media hora después Cristina les llamó y volvieron a entrar. Fernando no estaba ya incorporado en su cama sino completamente tendido de largo a largo, fijos los ojos en el techo, rígido, pesado, el resuello lento y difícil. Sin mirar a los que habían sido sus amigos, sus aduladores, terceros de sus caprichos políticos y servidores de sus gustos con la lealtad y sumisión del perro, Fernando VII les manifestó en pocas palabras que aceptaba el sacrificio que se le imponía. Esforzándose un poco, habló más para exigir secreto absoluto de lo acordado hasta que él muriese.

Los tres apostólicos bajaron; encerráronse en un gabinete. Entre tanto, la chusma del cuarto de D. Carlos ardía en impaciencias; las dos infantas estaban tan nerviosas, que no podía ser más. La historia, que es muy descuidada en ciertas cosas, no dice el número de   —367→   tazas de tila que se consumieron aquel día. El obispo, Calomarde y Alcudia se mostraron tan reservados aquella tarde, que los carlinos se impacientaban y aturdían cada vez más. No obstante, algunas palabras optimistas, aunque enigmáticas, de Abarca al salir del gabinete en que los tres se encerraron para extender el decreto-codicilo, hicieron comprender a la muchedumbre apostólica que las cosas iban por buen camino. Finalmente, al llegar la noche, y cuando se difundía por Palacio, corriendo y repercutiéndose de sala en sala como un trueno, la voz de el Rey ha muerto, el señor Abarca entró triunfante en la cámara donde la corte del porvenir estaba reunida. En su mano alzaba el reverendo un papel, con el cual parecía amenazar, o que lo tremolaba como estandarte donde estuviera escrita una ley suprema. Moisés bajando del Sinaí no estaba seguramente más terrible que el señor Abarca cuando, mostrando el decreto-codicilo, exclamó:

-Señores, óiganme.

Oyeron leer con atención profunda y poco faltó para que algunos se prosternaran, quién por servilismo mezclado de entusiasmo, quién por ese especial y no bien comprendido instinto a lo Nabucodonosor que algunos entes civilizados no pueden ocultar aunque vistan   —368→   casaca bordada. Toda la corte de D. Carlos estaba allí, menos D. Carlos, el candidato divino, que a tal hora se hallaba en su oratorio con la frente humillada y el corazón oprimido, pidiendo a Dios que no quitara la vida a su hermano.




Arriba- XXXIV -

Al llegar aquí, el narrador no puede contener el asombro que le produce el peregrino suceso que va a referir, y deteniendo su relato, exclama: ¡Oh admirables designios de la Providencia!, ¡oh vanidad de los cálculos humanos!, ¡oh peligro de jugar con las cosas del Cielo, eslabonándolas con los apetitos e intereses de un bando político! De este modo el ánimo del lector queda perfectamente dispuesto para saber que Dios Todopoderoso, que sin duda tenía a D. Carlos en más estimación que al partido apostólico, atendió al ruego que con amor fraternal y piedad cristiana le dirigió este; y así dispuso que Fernando, ya casi muerto, tornase a la vida, dando al traste con las esperanzas de lo que el obispo de León llamaba el partido del Altísimo. De este modo el Padre de todas las cosas abandonaba a su grey   —369→   en lo mejor de la pelea, seguido de la Generalísima, a quien también pidió muy ardientemente D. Carlos la vida de su hermano. Hasta con su cristiandad se perjudicaba a sí mismo D. Carlos como jefe visible del partido absolutista-religioso, y si lo dejaran rezar mucho, es fácil que los furibundos apostólicos perdieran todas las batallas cortesanas y marciales que en lo futuro habían de dar.

Fernando se aletargó por la noche. Todos le creyeron muerto y la tremenda noticia circuló por el Real Sitio, llegó hasta Madrid y aun fue trasmitida a las Cortes europeas. Pero a la mañana siguiente, de aquel cadáver volvieron a salir quejas y suspiros, se reanimó con oportunas sustancias y medicinas, y en Palacio y en los jardines no se decía sino el Rey vive, el Rey vive; frase de consternación para algunos, de esperanzas para los menos. Muchas caras variaron completamente, y Cristina vio sonreír a los que el día anterior estaban cejijuntos y tenían en su rostro protervo el indefinible airecillo de la defección. ¡Y el señor obispo que la tarde del 18 salía a los jardines diciendo en voz alta en un corro de amigos: «Ya no volverán a levantar la cabeza los liberales»!... ¡Y el gracioso Padre Carranza que aquella noche había prometido solemnemente a sus allegados más de cuarenta canonjías y beneficios simples!

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En todo el día 19 fueron llegando al Real Sitio muchos jóvenes de la aristocracia y militares de todas graduaciones, que iban a ponerse a las órdenes de la Reina Cristina. Con estas adquisiciones hechas por un partido que se creía muerto, iban rápidamente abatiéndose los ánimos de los apostólicos y no se sabe qué cantidad fabulosa de tazas de tila tuvieron que tomar Doña Francisca y su hermana para poner a raya sus desconcertados nervios. ¡Dios y la Generalísima ayudaban a la napolitana!

Con la irrupción de personajes civiles y militares en el Real Sitio, las habitaciones escasearon en tales términos que Pipaón tuvo que rogar a D. Benigno le dejase libre el cuarto que ocupaba en la casa de Pajes, lo que no sintió mucho el héroe porque estaba hasta la corona de cortesanos, obispos y palaciegos.

-Lo siento mucho -dijo D. Juan al despedirle-. Pero ya ve usted, media España ha venido aquí a ponerse a las órdenes de la Reina... ¡Es un ángel esa señora! Aunque no lo parezca, sepa usted que yo la admiro mucho. Dicen que será nombrada Regente... y no me pesa, no me pesa...

Cuando Cordero iba por el jardín acompañado de un chico que le llevaba las maletas encontró a Salvador, el cual se empeñó en compartir con él su alojamiento, aunque estrecho, suficiente para los dos. Dio mil excusas   —371→   D. Benigno que en aquel momento sintió más vivo que nunca el misterioso recelo que su amigo le inspiraba; pero al fin no tuvo más remedio que aceptar, so pena de tener que dormir en la calle o en un banco de los jardines.

-No hay que pensar ahora -le dijo Monsalud con cariño-, en que esos señores firmen. Ninguno de ellos sabe ahora dónde tiene la mano derecha. Esperando a ver en qué para esto, viviremos juntos, charlaremos, nos contaremos nuestras desdichas y nos consolaremos mutuamente.

Al día siguiente Fernando cobró algunas fuerzas, y serenándose su mente, empezó a comprender la infame sorpresa de que había sido víctima. No obstante, todavía los Reyes legítimos estaban en Palacio como cohibidos por la gente apostólica, cuyo poder era grande aún, a pesar de la situación desfavorable en que se encontraban. Les esperaba todavía el golpe de gracia, que había de darles muerte en la esfera cortesana, cerrándoles todo camino que no fuera el de la guerra. En la madrugada del 22 llegó a San Ildefonso la infanta Carlota, esposa del infante Don Francisco y hermana de Cristina, mujer resuelta, varonil, desparpajada, libre y campechana de palabras, alta, airosa y algo manolesca de figura, valerosa hasta lo sumo, despótica, y tan ardiente de genio que, según   —372→   pública opinión, trataba a bofetadas, cuando el caso lo requería, a las personas ligadas a ella por el parentesco más íntimo. Odiaba con toda su alma a las dos princesas brasileñas, Doña Francisca y la de Beira, y este aborrecimiento podrá explicar quizás mejor que ninguna razón política, la guerra que había declarado a los apostólicos. ¡Formidable influencia de la mujer en el destino de los pueblos! Los hombres pensando, plantean las teorías y los sistemas, crean los partidos; las mujeres amando o aborreciendo, determinan la acción. Imaginando que la historia es un drama, el hombre es el histrión y la mujer el autor. No ha existido ningún gran suceso político que no haya venido a la historia a impulsos de manos femeninas, y esa académica nave del Estado de que tanto hablan los tratados políticos no navegaría muchas veces si no tiraran de ella las voladoras palomitas de Venus.

Doña Carlota entró en Palacio hablando a gritos, tratando con modales bruscos a todo el mundo, servidumbre, gentiles-hombres y damas; presentose a su hermana y después de abrazarla la llamó tonta unas veinte veces. El testigo presencial de estas escenas, que ya no eran de tragedia ni de drama sino de opereta, cuenta que como Cristina y Carlota hablaban acaloradamente en italiano, no era posible   —373→   a los presentes entender bien lo que decían; sólo se entendían algunas palabras, como sciocca, pazza, regina de galleria, sceleratezza... Después la Infanta descansó un momento, y a hora avanzada de la mañana anunció que recibiría a los ministros y demás personajes que quisieran cumplimentarla. Cuando Calomarde y el conde de la Alcudia entraron, Doña Carlota afectó serenidad y preguntó al ministro de Gracia y Justicia la razón de haber revelado el secreto del codicilo, contra lo dispuesto por Su Majestad. Tembloroso y cortado, D. Tadeo se excusó con el letargo del Rey, que parecía muerte.

-Su Majestad -dijo Doña Carlota, disimulando su ira-, quiere recoger el original del codicilo y me encarga decir a usted que lo presente ahora mismo.

El ministro se inclinó, saliendo en busca de lo que se le pedía. Entretanto todos los que no se habían manifestado muy claramente partidarios del Infante se reunían en la Cámara. En pie y moviéndose sin cesar de un lado para otro, altiva, nerviosa, respirando fuerte, Doña Carlota parecía que imaginaba crueldades y violencias impropias de mujer y de princesa. Los circunstantes22 no le dijeron nada, y Cristina misma, con ojos encendidos de tanto llorar y el seno palpitante, enmudecía ante la arrogantísima actitud   —374→   de aquella nueva Semíramis, su hermana.

Cuando Calomarde entregó a la Infanta el manuscrito, que tantos desvelos y fingimiento había costado a los apostólicos, Carlota no se tomó el trabajo de leerlo y lo rasgó con furia en multitud de pedazos. Con el mismo desprecio y enojo con que arrojó al suelo los trozos de papel, echó sobre la persona del ministro estas duras palabras, que no suelen oírse en boca de príncipes:

-«Vea usted en lo que paran sus infamias. Usted ha engañado, usted ha sorprendido a Su Majestad abusando de su estado moribundo; usted al emplear los medios que ha empleado para esta traición, ha obrado en conformidad con su carácter de siempre, que es la bajeza, la doblez, la hipocresía».

Rojo como una amapola, si es permitido comparar el rubor de un ministro a la hermosura de una flor campesina, Calomarde bajó los ojos. Aquella furibunda y no vista humillación del tiranuelo compensaba sus nueve años de insolente poder. En su cobardía quiso humillarse más y balbució algunas palabras:

-Señora... yo...

-Todavía -exclamó la Semíramis borbónica en la exaltación de su ira-, todavía se atreve usted a defenderse y a insultarnos con su presencia y con sus palabras. Salga usted inmediatamente.

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Ciega de furor, dejándose arrebatar de sus ímpetus de coraje, la Infanta dio algunos pasos hacia Su Excelencia, alzó el membrudo brazo, disparó la mano carnosa... ¡Plaf! Sobre los mofletes del ministro resonó la más soberana bofetada que se ha dado jamás.

Todos nos quedamos pálidos y suspensos, y digo nos, porque el narrador tuvo la suerte de presenciar este gran suceso. Calomarde se llevó la mano a la parte dolorida, y lívido, sudoroso, muerto, sólo dijo con ahogado acento:

-Señora, manos blancas...

No dijo más. La Infanta le volvió la espalda.

Calomarde acabó para siempre como hombre político. Los apostólicos, cuando se llamaron carlistas, le despreciaron, y el execrable ministril se murió de tristeza en país extranjero.

A la misma hora la muchedumbre, paseando en los amenísimos jardines, comentaba los sucesos de aquellos días. D. Benigno y Salvador paseaban juntos como viejos amigos, y ya se habían contado parte de sus secretos. Cordero estaba triste, Monsalud se iba exaltando más cada día con la idea política. De pronto vieron que la multitud se agolpaba en un sitio, por donde discurría en abigarrada   —376→   procesión mucha gente de Palacio, con dorados uniformes y huecos casacones. Abría calle el público para dar paso a estos señores. Cordero y Monsalud se acercaron para ver mejor. Sostenida por una nodriza, rodeada de damas, seguida de personajes, una niña de dos años andaba con dificultad, batiendo palmas y riendo de alegría. Aquellos eran los primeros pasos de una Reina.

Del gentío salió una voz que gritó con furor: «¡Viva Isabel II!». Y una exclamación inmensa recorrió los jardines, perdiéndose y desparramándose como los primeros ecos de una tempestad naciente.

La tempestad estaba cerca: oíanse los primeros truenos; pero el que quiera conocer los notables sucesos, ya privados ya públicos, que restan por referir, tenga paciencia y espere a leer lo que con toda verdad se dirá en el libro siguiente.




 
 
FIN DE LOS APOSTÓLICOS
 
 


Madrid.-Mayo-Junio de 1879.