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Mujer y krausismo

Betsabé García


Universidad de Barcelona



Ampliamente conocido es el vínculo que en la historia literaria de la filología española se ha establecido entre la corriente filosófica krausista y el programa político del regeneracionismo. Un vínculo que se encontró prontamente relacionado con una preocupación que incidía directamente en el ámbito pedagógico que, «con una ambición de "metas ideales más altas"», como indicaban los krausistas, pretendía la búsqueda de ese «hombre nuevo» que había de servir de cauce al proceso de la regeneración. (Rodríguez de Lecea, 1990): «[...] las naciones, los pueblos y las uniones de pueblos pueden y deben realizar en sí un hombre y vida superior» (Krause, 2002: 65).

Efectivamente se derramaron ríos de tinta por la mejora de la enseñanza. De este proyecto pedagógico destaca la figura central de Francisco Giner de los Ríos. Sin embargo, es conocido ya el abuso o la confusión inadvertida (nunca inocente) que a menudo ha llevado a mezclar el término de «hombre» con el de «ser humano» o «la humanidad» (Millet, 1995). Lo cierto es que Krause tuvo siempre a bien diferenciarlo en su Ideal de la humanidad para la vida, y que también fue diferenciado por los profesores krausistas: se hablaba de la necesidad de una reforma de la universidad (me remito al primer debate sobre la educación, planteado en 1868), una universidad a la que no accedían las mujeres, si bien es cierto que La Gloriosa significó el inicio de una preocupación efectiva por la educación de la mujer. Solo mencionaré, a modo de ejemplo, La Escuela de Institutrices, creada por Fernando de Castro, no confesional e inaugurada el 1 de diciembre de 1869 (Scanlon, 1986)1.

Pero hay que señalar que si el krausismo fue una fuente de inspiración para la consecución de la búsqueda del «hombre nuevo» no es menos cierto que también se vinculó a la necesidad de la creación de una «mujer nueva», siguiendo de cerca sus principios:

El hombre que reconoce la idea de la unidad humana, y de la dualidad inmediata y la más íntima contenida en esta unidad, [...] ama y respeta la peculiar excelencia y dignidad de la mujer. Cuando observa que esta mitad esencial de la humanidad está hoy en unos pueblos oprimida y degradada, en otros postergada o abandonada en su educación por el varón, que hasta ahora se ha atribuido una superioridad exclusiva [...]. Con este vivo sentido trabaja, donde ha lugar y lo puede hacer con fruto, para restablecer el santo derecho de la mujer al lado del varón.


(Krause, 2002:105)                


Evidentemente la diferenciación entre hombre y mujer se muestra clara en la obra de Krause, en cuanto corresponde al hombre la dignificación del papel de la mujer, a través de la educación. Si es cierto que se muestra la necesidad de dignificar a la mujer, y de «elevarla» a una categoría que viene a resumirse en la de «compañera del hombre», no es menos cierto que la jerarquía que se establece entre los sexos sigue estando igualmente marcada, en cuanto debe ser ese «hombre renovado» el que debe asumir la función de redimir a la mujer. Puede resumirse esta nueva distribución de roles en una simple diferenciación de matices entre lo que significa «Ilustración» y «educación». Así pues «Ilustración» es, en este programa, el deber prioritario del hombre; de la misma forma que «educación» lo es para la mujer.

Creo que hasta aquí queda bastante clara una diferenciación entre la asignación de roles entre hombre y mujer. Evidentemente Krause lo resuelve conciliatoriamente en aquella «dualidad inmediata» que son el hombre y la mujer y en la que se reconoce «la idea de la unidad humana». Pero no hay que caer en el error de interpretar que esa «mujer elevada» se plantee, en algún momento, a un mismo nivel que el hombre. El Hombre es el educador, es el poseedor de la ciencia y de la Verdad y es, por ello, transmisor y responsable de la dignificación de la mujer. Es decir, la mujer puede ser «compañera» del hombre, pero, evidentemente, nunca será su igual, porque su situación de alumna la situará siempre un paso por detrás.

De ahí que la educación de la mujer sea importante para los krausistas desde una perspectiva filosófica que, en su vertiente política, ofrece una solución que pacta con la estructura social jerárquica del patriarcado. Si la Ilustración se plantea como axioma que debe dar sus frutos en el progreso de la humanidad, el progreso se limita a la responsabilidad exclusiva del hombre, apoyado por una «compañera» que, educada por él, reafirme su posición. Es un proceso que mira «progreso» y «humanidad» como conceptos absolutos, no relativizados en una oposición jerárquica entre hombre y mujer, perpetuando así un esquema de mando y subordinación.

Pero no debemos fijar nuestra atención únicamente en los presupuestos intelectuales que marcaron la pauta del pensamiento más moderno desde la introducción de la filosofía krausista. Que este pensamiento iba a marcar la producción literaria en la segunda mitad del siglo XIX, en la fe de una mejora de la sociedad que se cifraba en la existencia de una idea de progreso es un hecho que se traslució en el teatro de la época. Educar, mostrar y transmitir ideales llenaría gran parte del concepto de la dramaturgia española que vino a crear el ampliamente denostado por la crítica «Teatro de la Restauración», cuyo mayor exponente (masculino) fue el Premio Nobel José Echegaray.

Pero no solo los hombres iban a leer (o conocer) a Krause y el krausismo, y no solo los hombres iban a escribir teatro. En 1876, este cóctel de filosofía y teatro influiría también sobre una mujer, Rosario de Acuña (1850-1923). Imbuida por esta estética y por esta ética, el 12 de febrero de este año estrenaba en el Teatro del Circo de Madrid la obra Rienzi el Tribuno. Sin duda únicamente a los especialistas les sonará el nombre de esta autora. Unos criterios estéticos que, desde la actualidad, no provocan más que sonrisa, cuando no hastío, han provocado la escasa atención que desde la crítica tradicional se ha prestado hacia esta forma de expresión literaria. Una estética que, creo, se vincula directamente a la expresión krausista del «artista», cuya categorización se vincula a la planteada por Rousseau entre el artista que busca una finalidad social en sus obras -que será denostado por el filósofo francés- y el artista que trabaja por el arte (Rousseau, 2002), pero en la que se dignifica la figura del «artista útil», que debe prestar atención a la sociedad, la cual debe intentar mejorar con su trabajo (Krause, 2002). La deuda del teatro con la sociedad estaba así planteada, desarrollándose principalmente con un fin, valiéndose de su capacidad, en el siglo XIX, de llegar al «gran público» para plantear y definir las virtudes ejemplares, como en el caso de José Echegaray.

Desde este marco, desde esta perspectiva, es imposible no llegar a la pregunta de por qué Echegaray (cualquiera que se haya acercado a alguna de sus obras podrá comprenderme) fue distinguido con el Premio Nobel, es más, es hoy editado y conocido, mientras que Rosario de Acuña parece más una invención que una realidad. No pretendo explicar aquí lo que la historia de la literatura española ya se ha encargado de mantener presente, respecto a la polémica que la entrega de este Nobel provocó y su trascendencia. Solo pretendo presentar un caso más que demuestra la escasa atención que la historia literaria ha prestado a la versión en femenino de las distintas corrientes estéticas.

Así pues, en este contexto de lo que podríamos llamar Teatro krausista, ¿por qué es importante rescatar la obra de esta mujer? Como ya indicaba con anterioridad, no solo los hombres leían y conocían a Krause y escribían teatro. Rosario de Acuña también lo hizo, y por esa razón se valió del teatro no solo para transmitir los ideales a los hombres, sino también para transmitirlos a las mujeres, en la búsqueda de aquella Unión indisoluble de la humanidad. Rosario de Acuña crea, con su teatro, un modelo nuevo para la mujer que debe apoyar y difundir los principios krausistas. Rosario crea el prototipo, en el teatro de la Restauración, de la «mujer nueva».

Es interesante, en este aspecto, que nos fijemos en la opinión que un crítico de la época, García Cadena, plasmaba desde su espacio en Los lunes de El Imparcial el día siguiente al estreno, en el que se refería con estos términos al personaje femenino protagonista de la obra Rienzi el Tribuno:

María es otra figura simpática y bien sentida. Hay en su manera de ser un no se qué de ligero y de aturdido que denuncia, de vez en cuando, la ingenuidad de la imaginación casi infantil que la ha creado.


Ciertamente, si nos paramos a observar los personajes femeninos del teatro de este período se hace difícil entender la afirmación del crítico, a no ser que lo vinculemos a esa falta de relativización que señalaba con anterioridad. La representación de la mujer que lleva a cabo Rosario de Acuña en su obra provocó, sin duda, una interferencia en los códigos de interpretación de este teatro.

En el teatro de la época, en general, seguían reproduciéndose las formas de la domesticidad en el prototipo de ángel de hogar, que hacían de comparsa a los personajes masculinos y que respondían a meros resortes o pretextos que canalizaban las acciones virtuosas y ejemplares de los héroes o las fechorías de un malvado. Digamos que el personaje femenino en este tipo de obras suele atraer para sí la atención que una pelota de tenis despierta en un partido: es recibida por uno y rechazada por otro, su presencia es totalmente necesaria para el desarrollo de la trama -sin pelota no hay partido-, pero la acción se desarrolla con la actuación de los personajes masculinos, representantes de un universo maniqueo de vicios y virtudes perfectamente distribuido, que llevarán el peso de la tesis y cuyos movimientos serán, en fin, los que decidan el desenlace de la obra -como la acción de los jugadores.

El personaje femenino es un objeto meramente relacional, una categoría relacionante en la sintaxis de la obra que dista mucho de poder constituirse como núcleo. Si todos (personajes masculinos y femeninos) son prototipos, podemos decir que, mientras los indicios que conforman los personajes masculinos son redundantemente expuestos -ya que se encuentran exentos de complejidad psicológica, y su fin es transmitir valores ideales, es decir, el bueno será el enunciado de «buenas acciones» y el malo de «acciones malvadas»-, los indicios que conforman el personaje femenino son elípticos, en cuanto que su función no es transmitir un ideal (o antiideal) de conducta, sino, simplemente, corroborarlo, con todas las consecuencias referenciales (sociológicas en este caso) que implica. De aquí se desprende la clásica oposición entre «sujeto» y «objeto», o, «activo» y «pasivo», perpetuando un sistema de valores que responde al principio de responsabilidad inscrito de forma exclusiva al hombre en el camino hacia el progreso de la humanidad.

Precisamente es en este aspecto donde se encuentra el mayor mérito de la obra de Rosario, atacada e insultada por el crítico. Hay que destacar que en el teatro de Rosario hay siempre una preocupación especial por la situación de la mujer que se evidencia en el protagonismo que adquiere el personaje femenino en su producción, hecho clave que demuestra una reivindicación de la responsabilidad de la mujer en ese camino hacia el progreso. La idea krausista de la «elevación y dignificación de la mujer» al estado de «compañera» del hombre permanece explícita a lo largo de la obra, ya que siempre prevalece, antes que la designación de «esposa», la de «compañera». El personaje femenino de Rosario, María, pretende, pues, transmitir un ideal y sus indicios son redundantes, como el del personaje masculino. Es esta una respuesta a ese «no sé qué» del crítico para referirse al personaje femenino y, tal vez, «ligera y aturdida» fuera, más que una característica, una sensación que se desprendiera de su significación insólita, que no pretendía corroborar moldes y que el crítico no supo descifrar.

En fin, esta obra teatral de Rosario de Acuña fue el primer intento de aproximar un nuevo modelo de mujer que pretendía renovar y activar su papel en la sociedad. Como diría Rosario de Acuña, en 1884: «¡regenerar la sociedad y afirmar las conquistas de los siglos sin contar con la mujer! ¡Imposible!» (Bolado, 1992: 63). Era una versión en femenino del intento krausista de regeneración social, del progreso de la humanidad, que respondía a la relativización necesaria de las relaciones de poder que no fue contemplada por los intelectuales de su época.

De ahí que no se pueda señalar que el krausismo fuera un movimiento emancipador, ni mucho menos. Faltó sin duda una base sólida para fomentar la Ilustración de la mujer, que se relegó a un proceso simplemente educativo gracias a las asociaciones creadas con tales fines, que se forjaron al calor revolucionario de 1868. Sin embargo, fue inevitable que el krausismo pusiera sobre el tapete de la regeneración social el papel que la mujer debía asumir en este proceso. Fue el disparo de salida hacia la concienciación de una colectividad que actuó como respuesta al conflicto de una subjetividad femenina con la realidad social (e intelectual) que, de forma individual y aislada, se había planteado con la generación precedente de escritoras. El debate por la emancipación de la mujer era ya inevitable, como demuestra la gran cantidad de textos que se generaron a partir de La Gloriosa en que no había escritor ni intelectual que no expresar su opinión sobre la condición femenina.






Bibliografía

  • Bolado, José (ed.) (1992), Rosario de Acuña. Artículos y cuentos, Gijón, Ateneo-Obrero.
  • Krause Sanz del Río (2002), Ideal de la humanidad para la vida, Barcelona, Folio.
  • Millet, Catherine, Sexual politics, 1970.
  • Pintor Ramos, Antonio (ed.) (2002), Jean-Jacques Rousseau. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos, Madrid, Tecnos.
  • Rodríguez de Lecea (ed.) (1990), Francisco Giner de los Ríos. Escritos sobre la universidad española, Madrid, Espasa-Calpe.
  • Scanlon, Geraldine (1986), La polémica feminista en la España contemporánea (1868-1974), Madrid, Akal.
  • Simón Palmer, María del Carmen (ed.) (1990), Rosario de Acuña. Rienzi el Tribuno. El Padre Juan (Teatro), Madrid, Castalia.


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