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Notas a la primera enseñanza en Madrid a finales del XVIII


René Andioc





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El Censo de la población de España de el año de 1797 executado de orden del Rey en el de 1801, comúnmente llamado «Censo de Godoy», arrojaba para Madrid las cifras de 33 escuelas de primeras letras para niños y 79 para niñas, con 65 maestros que enseñaban a 5776 alumnos por una parte, y, por otra, 92 maestras que se dedicaban a la educación de 3145 alumnas1; esto, sin contar las Escuelas Pías, ni los distintos colegios también más numerosos para las educandas -si bien, a la inversa, el personal docente era en este último caso muy inferior al que impartía clases a los varones (13 para 387 frente a 26 para 114)-, ni las escuelas que podríamos calificar de «profesionales» o prácticas patrocinadas por la Junta de Damas unida a la Sociedad Económica, en las que, no sin alguna razón, venía sólo al final, si es que venía, la mención del aprendizaje de la lectura, escritura y cálculo elemental en la lista de asignaturas2. A pesar de la precisión, al menos aparente, de los distintos cómputos, resulta muy incómodo, cuando no imposible, formarse una idea exacta de la tasa de escolarización de los niños ya que los dos primeros estratos de edad apuntados tanto en el Censo de Aranda y el de 1787 como en el de Godoy van de 0 a 7 años, es decir que los párvulos concernidos en éste constituían necesariamente una minoría, y de 7 a 16, y en este caso iba incluido un determinado número de jóvenes que ya habían dejado la escuela para ingresar en la vida activa (incluso había algunos ya casados)3. Como quiera que fuese, lo cierto es que, al menos principalmente durante el reinado de Carlos III y el siguiente, bajo el impulso de los Ilustrados para quienes la educación era una preocupación prioritaria, el Gobierno adoptó una serie de medidas encaminadas a alfabetizar a los niños pobres para sacarlos del abandono y vagancia y orientarlos luego eventualmente hacia tareas «útiles». El establecimiento, en 1778, de la Junta General de Caridad y de las Diputaciones de barrio no tardó en desembocar a partir de abril de 1780 en la creación de una serie de escuelas gratuitas para niños de ambos sexos, aunque sin dotación estatal al estilo moderno4; y en 1791 se nombró a Ramón Carlos Rodríguez para cubrir el puesto de «celador general» encargado del control de aquellos centros docentes, o «escuelas de caridad»; entre tanto, la arcaica Hermandad de San Casiano, que agrupaba hasta entonces los maestros de primeras letras, solicitó permiso para que estos también pudiesen admitir a varios niños pobres y se convirtió en Colegio Académico del noble arte de Primeras Letras, cuyos académicos serían los veinticuatro «que por entonces regían escuela abierta en Madrid, los que tendrían veinticuatro discípulos, que serían los veinticuatro leccionistas» que impartían clases a domicilio5, y, naturalmente, hizo confirmar su monopolio sobre el nombramiento de maestros en toda España, el mismo año de 1780, publicándose sus nuevos estatutos al   -74-   año siguiente. Los intentos de renovación pedagógica que se manifiestan paralelamente a las actividades de la Junta General de Caridad han sido bien estudiados por varios historiadores, de manera que me contentaré con un brevísimo aunque necesario resumen: en junio de 1788, la Primera Secretaría de Estado fundó la Escuela de la Real Comitiva destinada a educar gratuitamente a los hijos de la servidumbre real en los distintos Sitios en que residía sucesivamente la Corte, y el método pedagógico que se impuso fue el de Juan Rubio, difundiéndose así el llamado «movimiento de San Ildefonso» iniciado ocho años antes por Joseph Julián Anduaga y Garimberti en las escuelas de primeras letras de aquel Real Sitio; Anduaga ideó un método nuevo de enseñanza de la escritura más racional y menos uniforme que el hasta entonces fundado en la simple imitación de muestras, exponiéndolo en su Arte de escribir por reglas y sin muestras (1781), más tarde reducido a Compendio, y llegó a constituirse bajo su dirección en 1791 una Real Academia de Primera Educación que trató de oponerse al método y al corporativismo del ya citado Colegio, con el que sin embargo no consiguió acabar, como escribe atinadamente Ruiz Berrio contra lo afirmado por algunos autores y queda confirmado por el documento que voy a analizar a continuación. En 1789 se fundó en Madrid la Escuela Modelo de San Isidro bajo la protección de la Primera Secretaría de Estado, y pronto siguieron las ocho Escuelas Reales de Madrid, creadas por la misma Real Orden que fundaba la Academia, y destinadas a los ocho cuarteles en que estaba dividida la Villa desde la época inmediatamente posterior al motín de Esquilache; como era natural, se nombró a Juan Rubio visitador o inspector de las mismas y de las que siguieran su método, y la Real Orden nombró los ocho maestros que la habían de regentar, de manera que no tardó en surgir una rivalidad entre las distintas instancias concernidas, hasta que otra Real Orden acabó con ella y con el monopolio gremial del Colegio creando el 11 de febrero de 1804 una Junta de exámenes para suplir dichas instancias.

El documento a que acabo de aludir -y que me atrevo a suponer aún inédito a pesar de los muchos y valiosos estudios a que ha dado lugar la primera enseñanza de algunos años a esta parte-6 se refiere precisamente a una oficial e interesantísima «Visita general de escuelas»7 hecha, en virtud de una Real Orden del Consejo del 13 de octubre de 1796, por la Junta General de Caridad y, por comisión de ésta, varios de sus individuos: Josef Vegas y Quintano, Miguel de Manuel, catedrático y bibliotecario de los Reales Estudios de San Isidro, Ramón Carlos Rodríguez, a quien ya conocemos, y Miguel Burriel, más tarde promotor fiscal de Obras Pías y abintestatos según las Guías de Forasteros, quienes nombraron para que les acompañasen, según prevenía la orden, a dos amigos de Leandro Moratín, Juan Antonio Melón, «encargado de la colección de autores clásicos que se imprimen en la Rl Imprenta» y Pedro Estala, bibliotecario de los Reales Estudios, y, por último, Francisco Xavier Saborido, director (nombrado por el Consejo) de las Escuelas de Primeras Letras de Jerez de la Frontera, y Manuel Trabeso, catedrático también en San Isidro; además, se designó a varios «profesores de medicina y arquitectura» para que informasen sobre las aulas que se visitasen, «con respecto a la comodidad y salud de los niños», pues según había de estipular un año después el título XIV del Reglamento de la Academia de Primera Educación, «la salud, las costumbres y los progresos de los niños en la enseñanza se interesan en el arreglo de los edificios de las escuela»8. Si tenemos en cuenta el tiempo que debieron de tardar las distintas gestiones destinadas a componer la junta o comisión de «inspectores» -compuesta del celador, de un fiscal y de los censores- y nos fijamos en la fecha del informe final, redactado y firmado el 26 de noviembre de 17969, la visita debió de efectuarse presumiblemente en la primera quincena del mismo   -75-   mes. Fueron treinta las escuelas inspeccionadas, aunque no sé si el orden adoptado en el informe, el cual obedece al parecer a cierta lógica, coincide exactamente con el cronológico: la de la Real Comitiva, las ocho Escuelas Reales correspondientes a sendos cuarteles, diecisiete de número del Colegio Académico (antes Hermandad de San Casiano), y, por último, cuatro particulares de Madrid; y el número de alumnos concernidos alcanzaría los 2500, ya que en el recuento fácil de realizar sumando las cifras apuntadas para cada escuela y que llega a 2374, faltan los del primer establecimiento visitado, o, por mejor decir, mencionado en el informe -el cual, como queda dicho, observa un orden jerárquico no desprovisto de interés-, y es la escuela de la Real Comitiva, contigua a San Isidro, que seguía regentando Juan Rubio con un cuerpo docente compuesto de tres maestros: José Sanz, y Francisco y Joaquín Díaz.

Ésta fue la que con mayor detenimiento se examinó, tal vez por ser la más importante, o también porque el método pedagógico vigente en ella era el moderno en todos sus aspectos, del que era principal enemigo, según Ruiz Berrio10, Ramón Carlos Rodríguez, quien, como ministro de la Junta General de Caridad y celador de todas las escuelas gratuitas de la Corte y por encima deseoso de conseguir -objetivo que había de lograr unos pocos años más tarde- el control de las Escuelas Reales, de las que era visitador Juan Rubio, era rival directo de éste; Rodríguez se mostró particularmente puntilloso, por no decir a veces insidioso, haciendo leer a los niños en un libro desconocido de ellos y preguntando -y se lo demostraron los escribientes- si los principios de Anduaga «podrían aplicarse a la letra del Sor Palomares», esto es, del conocido calígrafo, pues sabido es que entre los adversarios del método de Anduaga figuraban precisamente los calígrafos (y los que vendían sus muestras a las escuelas...), llegando incluso el más célebre, Torcuato Torío de la Riva, a replicar en 1798 a la segunda edición del Arte... de aquél publicando un Arte de escribir por reglas y con muestras. Los niños estaban divididos en tres clases, según preconizaba Anduaga, en función de sus capacidades «por lo perteneciente a leer», y en otras tantas «por lo respectivo a escribir»; en el primer caso, más que deletrear, se procedía a comparar las letras (es de suponer que las «uniformes», «mixtas» e «irregulares», a partir de las tres básicas, esto es la i, la r y la c)11 en unos abecedarios sueltos y móviles colocados en las paredes, pasando luego al silabeo por medio del «silabario adoptado en las escuelas Rs»; en cuanto a la escritura, los escribientes notaron los defectos de las letras que se les escribieron en el encerado después de explicar las reglas de escribir por principios; hicieron ejercicios prácticos de ortografía, gramática y aritmética los alumnos de la tercera clase, y quiso «probarlos en la inteligencia de la substracción» el celador Rodríguez poniendo un ejemplo en el encerado; por último, leyeron y aprendieron a un tiempo la buena crianza los de las clases segunda y tercera en varios libros: el de la Urbanidad, que debía de ser un Catón, el «libro de [o sea: Tratado de] las Obligaciones del hombre», traducido por Escoiquiz12, y el «compendio del [Catecismo histórico de] Fleuri» (sic). Ocioso es agregar que el Fleury y el Ripalda, esto es, el Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana, constituían la base de la enseñanza de la religión, y que los de la tercera clase supieron recitar los «diálogos o capítulos» de ambos, abiertos por el fiscal de la comisión en las páginas que le pareció, mientras los más pequeños mostraron que se sabían las oraciones, todo ello favorecido por la «mucha freqüencia» con que, según aseguró el director, se les explicaba (se hace particular aprecio de este método a lo largo del informe) «el importantísimo punto de nuestra Sagrada Religión». Los niños solían tardar como promedio un año escaso en aprender a   -76-   leer, lo cual se pudo comprobar gracias a la fecha de ingreso de cada uno apuntada en el libro de entradas, y se podía ahorrar la mitad de tiempo -afirmó el director-, en las «lecciones de casa particulares», y una tercera parte en las escuelas donde se enseñaba solamente a leer.

Luego vienen las ocho Escuelas Reales, de creación cronológicamente más tardía, interesa advertirlo, que las de número del Colegio Académico, y son: la de Francisco Zazo, destinado al cuartel de Palacio, y, también, individuo del citado Colegio en 1796 y a un tiempo, al menos en la fecha de su creación en 1791, de la Academia de Anduaga, como los siguientes13 (118 niños); la de Vicente Na[ha]rro, para el cuartel de Maravillas (83); la de Sebastián Tato Ariola (Afligidos, 88); la de Plácido Huarte (Barquillo, 86); la de Josef [de] Candano (Avapiés, 150); la de Antonio Cortés [Moreno] (Plaza, 103); la Josef de la Fuente (S. Jerónimo, 135); en cuanto a la octava escuela, falta el maestro, Luis Hermanque y Polo, por motivos que examinaremos más adelante, de manera que resulta imposible en este caso saber cuántos niños quedan sin escolarizar.

Estas ocho escuelas, que tienen «obligación de recibir [...] los niños pobres que les envíen las respectivas Diputaciones de Caridad, según el Real Decreto de 25 de diciembre de 1791»14, efectivamente todas enseñan «niños de Diputaciones [de barrio o «de caridad»] y pudientes», y todos sus maestros pertenecen naturalmente a la Academia de primera educación, pero, como en el caso de Zazo de Lares y queda dicho ya, todos menos uno, el último nombrado en el informe, son también individuos del Real Colegio Académico de Primeras Letras, como maestros que son, los más con título de revisor; por otra parte, otros dos miembros de la Academia fundada por Anduaga, que son Manuel Prieto y Antonio Roldán, según veremos, regentan sendas escuelas del Colegio académico, al que también pertenecen en 1796, lo cual parece dar a entender que, después o tal vez ya antes del traslado de Anduaga a otro puesto administrativo en 1794, habiendo cesado Floridablanca en el ministerio dos años antes, la fusión de la Academia y del Colegio, solicitada y finalmente conseguida en 1800 por el celador Rodríguez estaba ya iniciada.

Lo cierto es que si nos atenemos sólo por ahora a las ocho Escuelas Reales, resulta difícil calificar de perfectamente homogénea la pedagogía que en ellas se pone por obra y la enseñanza que dispensan. La de Zazo «sigue en todo el método de la Rl de Sn Isidro y en todos los ramos están los niños en una medianía más que regular», de manera que se reduce el informe a unos ocho renglones escasos, no sin resaltar que debido al número importante de 118 niños y a pesar de ser la situación del aula «de las mejores», estos asisten en su mayor parte «azinados» e incluso se quedan los demás en un pasillo, fuera de la vista del maestro y pasantes. Los cuatro maestros siguientes de la lista, vale la pena destacarlo, no se avienen a vivir en el cuartel popular que les corresponde, lo cual se considera «perjuicio bastante considerable», mientras que los de las escuelas de número del Colegio Académico, si comparamos sus direcciones personales, dadas por Ángel Valero y Chicarro, con las de sus respectivas escuelas, viven en cambio prácticamente todos en las mismas calles (y a veces parece que puede inferirse que dan las clases en sus propias casas) o tal cual vez en una calle vecina. La escuela de Na[ha]rro, a pesar del inconveniente de vivir éste en el cuartel de la Plaza, no merece más que elogios: progresos rápidos en la lectura (un alumno sabe ya bien, «aunque no con rapidez, en sólo dos meses de tiempo»), «particular gusto» en los enlaces y caídos de varias especies de letras enseñadas por el método de Anduaga (es decir por principios o reglas y no por muestras uniformes), «silencio y compostura» en el aula, y un joven de catorce años, discípulo del maestro, «que en quatro años había aprendido lo suficiente para examinarse   -77-   de maestro, a cuya profesión aspira», si bien no merece tanto aprecio el aprendizaje de la gramática, ortografía y aritmética. En cuanto a la doctrina cristiana, se enseña con el Ripalda y el Fleury, «con alguna explicación», particularidad también fundamental a los ojos de la comisión, la cual considera insuficiente la mera decoración del texto. Conviene agregar que Naharro fue un pionero en la nueva metodología de la lectura, oponiéndose al método del deletreo, más útil para aprender a escribir, y propugnando un «método orgánico» basado en el silabeo, por medio de unos silabarios a modo de carteles ante los cuales se reunían los niños, ya que, según él, el aprendizaje de los sonidos era más natural que el conocimiento del nombre de las consonantes aisladas de las vocales, sin las que no pueden pronunciarse; en 1802 publicó en Madrid una Recopilación de los varios métodos inventados para facilitar la enseñanza de leer, de la que el Memorial Literario hizo una reseña15. Antonio Cortés observa también «puntualmte» la ortodoxia, dividiendo «las clases de leer y escribir», enseñando a silabar «con buen método» y valiéndose de tarjetas para la enseñanza de la lectura, cuya práctica resulta bastante satisfactoria. La escuela de Tato Ariola (o: Arriola)16 sigue también el método de la de San Isidro, pero la sordera del maestro no le permite corregir los defectos de «poca crianza» de sus educandos. Los mayores elogios se los merece Josef de la Fuente, el cual «está perfectamte organizado en todas sus partes», pues divide y subdivide las clases de leer «con el mejor orden», de manera que los principiantes leen «con más perfección qe los de la clase suprema de las mejores escuelas» y los más adelantados leen «con la mayor perfección»; ocioso es agregar que aprenden a escribir por el método de Anduaga «y aprovechan mucho»; las demás asignaturas, enseñadas por principios, dan los mismos excelentes resultados y, naturalmente, se explica la doctrina; en cuanto al comportamiento de los niños, se nota en ellos «muy buen modo y compostura», y se les estimula de modo «juicioso» con algunas «distinciones prudentes» alternadas con «un castigo muy suabe y moderado». En cambio, muy distinta es la apreciación de la pedagogía de Plácido Huarte: además de vivir fuera del barrio, no observa el método de las Escuelas Reales, pues en lugar de enseñar las letras «por cartones ni cartulinas», se vale de una cartilla que él mismo ha compuesto -y eso que si el otro era sordo, éste es «quasi ciego»...-, con el agravante de haberla «usado surrecticiamente» (sic); el atraso general también se debe a que no se enseña a silabar, ni se corrigen los vicios de la pronunciación, ni se explican las reglas de la escritura y se admiten libros que no se usan en las Escuelas Reales; un ejercicio en el encerado confirmó que la ortografía y gramática estaban prácticamente desatendidas, así como el catecismo se reduce, o poco falta, a saber de memoria el Ripalda. Poco más alentadora es la impresión causada por Candano (Candamo o incluso Cándamo, escribe algún historiador) pues si bien sigue el método de San Isidro, es «con medianía», dando por excusa que los alumnos más adelantados ya han salido de la escuela, por lo cual los 150 restantes no saben «con perfección leer, escribir, contar, gramática ni ortografía» y por lo que hace a la doctrina cristiana, se contentan con decorar el Ripalda «y algo de Fleuri», sin explicación, ya que el mismo maestro, se nos dice, «no la entiende». Pero la oveja negra es sin duda alguna el último nombrado en el informe, Luis Hermanque y Polo («Hermano», según Valero y Chicarro, «Hermang», según Ruiz Berrio): éste, destinado al cuartel de San Francisco, aún no regenta escuela alguna desde su nombramiento en diciembre de 1791, primero por ser maestro de los niños del duque de Medinaceli, en cuya casa vive con su «ración competente», y después porque a pesar de sus repetidas gestiones, al menos según dice, cerca del alcalde del referido cuartel, no se le ha dado «casa competente», contra lo estipulado en el Real   -78-   Decreto17, lo cual no es óbice, por lo visto, para que siga cobrando «sin hacer nada» los seiscientos ducados anuales (6600 reales, un sueldo, digamos: moderado, «crecido» según el informe) que le tiene asignado el rey como a sus colegas, cosa que la comisión ha mirado «con bastante sentimiento y no pequeño dolor», pues quedan sin escolarizar los niños de Diputación del barrio; en cambio, enseña «sin interés alguno», a las pupilas de la casa de educación de niñas dirigida por la condesa viuda de Torrepalma en la plazuela de la Cruz Verde, esquina a la de Segovia, casa nº 418.

Siguen las escuelas del número del Colegio Académico: la que fue de Blas García (¿muerto durante aquel año?) y que regenta Tomás Ortega (plazuela de Sto Domingo, 85 niños); las de Agustín Díez (c. de la Manzana, 73);de Manuel Romuralo, o mejor dicho: Rumeralo19(c. de Atocha en los Desamparados, 98 «sin contar los de la casa»); de Manuel del Monte (c. de la Cruz, 84); de Manuel Prieto (c. de Cuchilleros, 54); la de la calle de la Concepción, antes regentada al parecer, si nos fiamos de la dirección dada por Valero y Chicarro, por Manuel de (sic) Monte y Puente, ya pasado a la calle de la Cruz, cuyo suplente era entonces ¡un «sustituto de un pasante»! (12); las de Antonio del Olmo (c. del Mesón de Paredes, 100); de Diego Narciso Herranz (c. de Sta Isabel, 74); de Josef Damián Gómez (c. del Baño, 46); de Jerónimo Romeralo, o Rumeralo (c. de los Jardines, 157); de Lorenzo Aramayo (c. de Hortaleza, 92); de Francisco Rozas (c. de la Ruda, 83); de Teodoro Cortés (c. de la Palma, «junto a S. Pedro», 115); de Antonio Roldán (c. de Jacometrezo, 98); de Ramón Fernández20 (c. de la Ballesta, 73); de Guillermo Jaramillo (c. de las Minas, 22); y por último, la de Josef Guevara (carrera de S. Francisco, «en los Doctrinos», 104).

Del primer maestro se nos dice que enseña el conocimiento de las letras por medio del abecedario de la Cartilla de Valladolid, deletreando «según el estilo antiguo» (este calificativo se va a reiterar ahora a lo largo de los sucesivos informes individuales), de manera que los niños, después de más de cuatro meses, si bien nombraban las letras, «de seguido no las conocían», tardando más de un semestre en este ejercicio sin poder pronunciar las sílabas; después de un año, se aprende a leer «por un mismo libro, dando las lecciones todos de una vez», esto es, a coro; consecuencia: ninguno sabe aún leer «de corrido»; nada de reglas para los que aprenden a escribir, corrigiéndose las planas de una cuarentena de alumnos en tres cuartos de hora; nada de gramática; la ortografía, meramente teórica por medio de un librito impreso de preguntas y respuestas; la aritmética, «sin más método que la rutina»; en cuanto a urbanidad, se usa El santo temor de Dios, lo cual manifiesta «la escasez de luces del regente», causa de la falta de respeto, silencio y compostura en los educandos. Como en todas las escuelas anteriores, el Ripalda y el Fleury constituyen la base de la enseñanza de la doctrina cristiana, con la particularidad de que en este caso sólo aprenden los que saben escribir, con ejercicios exclusivamente los sábados; los demás se contentan con oraciones. Por ser el primero dedicado a las escuelas del Colegio Académico, y, quizá por lo mismo, algo más largo que los siguientes, este informe nos suministra algunos pormenores acerca del horario de las clases: son tres horas por la mañana, y otras tres por la tarde; antes que nada, media hora para cortar las plumas, las dos horas siguientes en dar «lecciones de leído», y lo restante (esto es, la última media hora al parecer) en corregir las planas; ortografía sólo los jueves, aritmética un día sí y otro no, pero la comisión no sabe qué tiempo se destinó para estos dos ejercicios; en conclusión, ésta supone que se deben omitir ciertos días algunos «de los más esenciales» y advierte que hay alumnos que llevan más de seis años de escuela, aunque no se apunta en las matrículas la fecha de su entrada. De la de Díez se advierte   -79-   en primer lugar que «no está clasificada» (esto es, no dividida en distintas clases según el nivel de los educandos), y el método observado es el mismo que el anterior: deletreo con la Cartilla de Valladolid (que la catedral de dicha ciudad podía imprimir por antiguo privilegio)21, lectura en el libro que quiera cada uno, «siendo místico», de manera que se lee individualmente, aunque ayudan los más adelantados, escritura no con reglas sino con las muestras de Palomares, al menos según el maestro, pues en cada plana que se vio, la letra era de distinto carácter; dice el maestro que se necesitan cuatro años para que un niño aprenda a leer, escribir y contar, pero uno de ellos, de diez años de edad y tres de escuela no ha pasado aún a leer. No sé si de esta información se puede inferir que la edad media del ingreso en las escuelas eran los siete años, ya que en lo que se suele insistir sobre todo no es en la edad sino, como es natural, en el tiempo pasado en la escuela, pero en 1797, es decir poco después de la visita, la edad mínima se había de fijar en los estatutos de la Academia en los cinco años; ni ortografía ni gramática, ni explicación en el catecismo, algo de aritmética. Por primera vez en el informe se hace referencia a la lectura «en proceso de letra antigua», que aquí no se practica, así como tampoco en la mayoría de las escuelas que siguen: tal vez se trate de los caracteres cancillerescos cuyo estudio aconsejaba también Anduaga, y, por lo mismo, podemos suponer que se usaba en las Escuelas Reales. Finalmente, lo único positivo es el silencio y buen modo que observan los alumnos.

Manuel Rumeralo representa todo lo contrario de lo que se espera de un buen pedagogo: en su aula «se enseña a leer por el método común -también llamado antiguo lo cual permite apreciar el carácter novador y aún minoritario del método de Anduaga, Rubio, Naharro, Fuente y otros-, esto es la cartilla, deletrar (sic) y leer cada uno en su libro», el escribir es por muestras sin reglas, «y así cada plana es de distinto carácter y no hay arreglo en nada»; «rutina», «decorar», «sin explicación»: estas palabras, y «arbitrario», «rutinalmente», «antiguo», etc., van ahora a menudear bajo la pluma del redactor del informe, el cual lamenta ya una ausencia casi total, como se acaba de ver para las clases inmediatamente anteriores, o una enseñanza defectuosa, de la ortografía, ortología, gramática y aritmética. Para más inri, de buena crianza y de reglas de bien vivir ni quiera se preocupa el tal Rumeralo. Pero lo más interesante en este caso es que la división de clases no se hace con criterios pedagógicos, sino económicosociales, de manera que asisten los pobres «separados de los demás a los pies [esto es, en el fondo] de la escuela, y están en cierto modo abandonados». Manuel del Monte ocupa su escuela desde hace poco tiempo y si enseña también por el método «antiguo», tiene intención de variarlo en adelante. Su colega Prieto -y lo más sorprendente es que formaba parte del grupo de personas que con Anduaga solían reunirse frecuentemente para discutir de las mejoras teóricas y prácticas que necesitaba según ellos la enseñanza, y fue individuo de la Academia de primera educación- lo enseña todo, observa la comisión, por el método antiguo «y muy mal» a unos niños «muy atrasados en los conocimientos»; se disculpa diciendo que antes observaba los principios de las Escuelas Reales, pero que en diez meses no ha tenido tiempo de establecer ningún método; pero «lo peor de todo» es que si se niega a explicar la doctrina cristiana, es por no exponerse, explica, a ¡decir herejías! Tampoco se preocupa por las reglas del bien obrar, ni se sale de la rutina en aritmética. Tiene al menos, sí, el mérito de expresarse sin rodeos, pues el redactor, al referir sus propias palabras, concluye escribiendo que no tiene más objeto que dar gusto a los padres de los niños, que «los estatutos no dan pesetas; que ni él ni nadie los observaba y que no quiere hacer nada sino lo que le produce utilidad», palabras éstas que suenan como un eco de las que en 1791 escribía en un memorial al Consejo Vicente Naharro, entonces   -80-   segundo director del Colegio Académico, acusando a la institución de no cumplir sus estatutos y a los maestros de ignorantes e interesados22; como se ve, tampoco había mucha homogeneidad en el propio grupo de reformadores de la pedagogía... Algo parecido ocurre con Roldán, también miembro de la Academia de Anduaga y que enseña sin embargo a leer por el método antiguo, «bien que mezcla algo del de las escuelas Rs, como son las targetas para el conocimiento de las letras y el dar lección por clases; pero los más adelantados leían muy mal»; la escritura, con muestras, al modo antiguo; definiciones de ortografía y gramática aprendidas de memoria; aritmética por rutina, «pero con bastante extensión». Ramón Fernández también observa un término medio entre lo antiguo y el nuevo método, tanto en la lectura como en la escritura: los niños leen «medianamente pero sin sentido», es decir sin entender lo que leen. En cuanto a la escuela de la calle de la Concepción, vacante por haberse mudado del Monte, como queda dicho, a la de la calle de la Cruz, dejándosela a un substituto de un pasante, «es tan mala que no tiene comparación ni se puede dar censura»; afortunadamente no pasan de doce los alumnos concernidos. Todo es también negativo en la escuela de Josef Damián Gómez, a quien se despacha con ocho líneas: «todo se hace en esta escuela según el método antiguo y muy mal. Leen muy mal los niños y escriben peor». Lo mismo se dice de la de Francisco Rozas, aferrado a la rutina, cuyos alumnos «más adelantados apenas son comparables con los que empiezan a leer en las buenas escuelas», y también de Teodoro Cortés, quien lo «enseña todo como en la anterior, pero mucho peor», y ¡ni siquiera sabe la doctrina! Todo en un local que «es de lo peor que se puede ver», es decir parecido a una de aquellas granadinas «mazmorras en que tienen a los pobres niños encarcelados siete horas al día», según escribía unos cinco años antes Juan Rubio al ministro Floridablanca23.

Aunque Antonio del Olmo ha tomado de las Escuelas Reales «todo lo bueno» que hay en la suya, dividiendo en clases a los niños para el aprendizaje de la lectura y valiéndose del «método regular» y de la cartilla de las referidas Escuelas, limitándose a examinar diariamente «quatro o seis letras» (Francisco Mariano Nifo, unos quince años antes, proponía sólo tres)24, enseña a «silabar y deletrear todo junto», de lo cual resulta mucha pérdida de tiempo, pues ningún niño sabe silabar bien; además, se lee en libros distintos, de manera que ninguno tampoco lee con perfección, adoleciendo todos de un tonillo desagradable, que el citado Nifo consideraba ya consecuencia directa del deletreo y difícil de erradicar; la escritura, dice el maestro, por el método de Anduaga, pero en realidad no da reglas ningunas, y esta falta se observa en las planas; también afirma que explica la doctrina, pero la comisión no advierte en los alumnos prueba alguna de tal explicación, así como tampoco de la urbanidad y reglas de bien obrar, por la sencilla razón de que el propio Olmo ni tiene idea de lo que es, según apunta el redactor; aprueba el haberlos acostumbrado, «con el pretexto de estimularlos, [...] a ser delatores unos de otros» y a desafiarse «a azotes, con lo que fomenta el odio, las venganzas y el orgullo de los niños». Estos necesitan seis años para aprender lo que enseña el maestro, y uno por lo regular para aprender a leer. Más favorable es el informe concerniente a Herranz, pues tiene clasificados a los muchachos, aunque la lectura a coro (y gritando...) produce en ellos, leyendo cada uno separadamente, un «tonillo vicioso»; se vale de un término medio en la escritura, aplicando las reglas tomadas de Anduaga a la letra de Palomares, y no puede por menos de confesar la comisión que hay niños adelantados, así como en los ejercicios de gramática (pero de ortografía no se trata); la personalidad de Herranz se manifiesta también en la utilización de algunos libritos elementales compuestos por él mismo, y enseña bien la aritmética. Buen orden y silencio en el aula. Pero vale la pena resaltar que el al fin y al cabo buen   -81-   maestro «se quejó agriamente de los insultos que le han hecho los padres de los niños», tal vez por haber intentado innovar, a diferencia de su colega Prieto, deseoso más bien de darles gusto, y por aprender los alumnos a leer en un mismo libro, es decir por no «contemporizar con los padres», según se escribe más adelante a propósito de Lorenzo Aramayo, de manera que el «buen celo» de este «hombre de talento, muy aplicado», se halla «entibiado por culpa de los padres [...] y por el espíritu de partido del Colegio que, según insinuó, le impide dar más extensión a su enseñanza». Josef Guevara tiene «bien clasificada en todo» su escuela, y la comisión observa «aprovechamiento en los niños por este método de las escuelas Rs», pues leen bastante bien; el maestro, como su colega Herranz, enseña a escribir «por reglas acomodadas a la letra de Palomares», aunque no se hace ningún ejercicio en el encerado ni se les hace aprender a los niños dichas reglas, así como tampoco gramática; en cambio, las pruebas de aritmética que vieron los inspectores les convencieron de que se enseñaba bien dicha asignatura; idéntica satisfacción en cuanto a doctrina cristiana, pues se contestó bastante correctamente a las preguntas que se hicieron. El citado Aramayo, como queda dicho, «contemporiza», cediendo probablemente a la presión de las familias pobres deseosas de ahorrarse algunos reales, dejando que cada uno venga con su propio libro de lectura; a pesar de valerse de las reglas de Anduaga en la lectura y escritura, están «mal entendidas» y «mezcla mucho de arbitrario», de manera que reina un atraso casi general, de que no se libra la aritmética rutinaria, de lo cual se disculpa el maestro alegando que lleva medio año escaso en la escuela y por consiguiente no ha podido arreglarla a su gusto. Paradójicamente, Jerónimo Rumeralo, el de la calle de los Jardines (y probablemente hermano o pariente del de la de Atocha) produce una impresión relativamente favorable en la comisión a pesar de seguir el método antiguo, con deletreo y sin uniformidad en los libros, pues se lee «medianamente» en libros, «y en procesos», aunque «con poco sentido», y se escribe «bastante bien» aunque con muestras, esto es según las de Palomares o de otro, además del catecismo, que es el Ripalda, pero «con alguna explicación»; por último, el local es el mejor de todas las escuelas particulares (es decir, no Reales), y los niños, a pesar de llegar a 157, muy quietos y bien educados; algunas reservas, casi podríamos decir que habituales: la aritmética «por rutina» y la ortografía prácticamente ausente. La comisión no puede formular ningún juicio acerca de la pedagogía de un maestro recién llegado, como antes Aramayo, y por lo mismo tiene que contentarse con lo afirmado por éste: tal es el caso de Jaramillo, solamente dispuesto a seguir el método de las Escuelas Reales, pero que ofrece sin embargo el interés de haber puesto a punto un «método nuevo», según afirma, «que se contiene en un libro» entregado a la comisión, sólo que ésta no pudo conocer sus efectos «porque no lo tenía establecido aún en esta escuela».

Siguen a las escuelas de número del Colegio Académico cuatro particulares de Madrid, tres de las cuales ejemplifican bien el atraso desalentador denunciado incesantemente por los pioneros de la nueva pedagogía antes, y también después, de la fecha de la Visita que vamos acompañando. Una es la de Manuel Torronteras, ubicada en la iglesia de San Marcos, en el barrio a que ésta da su nombre (cuartel de Afligidos): se trata ni más ni menos que de una de esas «mazmorras» ya aludidas, calificada aquí de «cobacha que formaba un rincón de una qe fue cocina, con su chimenea y vasares», a tal punto que «no es posible que en la aldea más miserable haya una escuela más indecente»; para colmo, el maestro ni siquiera entiende las preguntas que se le hacen, pues ostenta juntas las dos cualidades de «idiota» (más que él tampoco es posible que lo haya, escribe el relator) y de sacristán de la iglesia, entre las cuales, si nos fijamos en la forma de referirlas,   -82-   establece la comisión una relación de causa a consecuencia, o viceversa; de manera que los mismos visitadores entienden por su parte con dificultad lo que se les dice (al parecer no hay ninguna exageración en este juicio, o, por mejor decir, en su formulación, pues escribe Domínguez Ortiz que «en muchos pueblos pequeños solía ser el sacristán quien ejerciera de maestro de primeras letras»)25; «ningún método ni arreglo en la enseñanza», ni un niño que sepa leer medianamente; las planas examinadas dan alguna idea «de la total ignorancia del Maestro y del ningún aprovechamiento de los niños»; de las demás asignaturas no se trata; en cuanto a la doctrina, el Ripalda sin ninguna explicación. La conclusión («En suma...»), ya la conocemos pues consiste, según queda apuntado, en una ecuación entre el nivel mental del maestro y la otra profesión que ejerce. La segunda escuela es la del Hospicio, establecida en el mismo edificio (calle de Fuencarral), pero el maestro que la regenta no está aprobado por el Consejo y, por lo mismo, la enseñanza dispensada, dada la procedencia de los niños pobres o hijos de pobres o de vagos y delincuentes, es de escasísima calidad, «porque los sacan pronto para las fábricas»; la tercera, a cargo de Antonio Peñalver, en la calle de Toledo, dependía de la Diputación del barrio (de La Latina, supongo), y quizás convenga recordar aquí que el «zelador» Ramón Carlos Rodríguez dirigió una en el barrio de la Comadre (de la que era también diputado)26; naturalmente, «paga la casa y maestro la Diputación del barrio, cuya casa -prosigue el largo y desusado título- hubiera sido mejor destinar [esto es: darle mejor destino], aunque incómoda, para dar el debido cumplimiento al Rl Decreto de S. M. de 25 de Diciembre de 1791, y no haber protegido a un maestro cuyas circunstancias son las siguientes» (aquí concluye el título, enumerándose luego las referidas «circunstancias»): enseña según el método antiguo, «y como pudiera hacerse en una aldea»; los más adelantados leen «muy infelizmente» y los niños aprenden a escribir «por los renglones que les hecha el maestro, y como éste escribe muy mal, no hay uno qe sepa formar la letra medianamente»; nada de gramática; de aritmética no saben más que empezar a sumar; la doctrina, sin explicación, como era de temer, y «por rutina». Y la última frase, redactada aparte, lo resume todo: «Usaba de una enorme palmeta que recogió el Sor Zelador», en las mismas fechas, con cortísima diferencia, en que Goya, como muchos Ilustrados, denunciaba semejante método en el Capricho «asnal» nº 37 intitulado «¿Si sabrá más el discípulo?», perfecto equivalente gráfico a la escuela de Peñalver. En cuanto a la cuarta y última, la de Alonso Canel, sita en el barrio de las Vistillas y cuesta llamada de los Ciegos, la estableció el duque del Infantado para los hijos de sus criados y los niños de la Diputación del barrio «por no haber Maestro Rl en el quartel de Sn Franco», pues, según queda dicho, se negaba Hermanque y Polo a enseñar en él; el tal Canel sigue el método nuevo «más que medianamente» y parece capaz de ser muy buen maestro «si tubiere estímulo para aplicarse más», porque a pesar de tener «muy buenos principios», los niños no están muy adelantados en ninguno de los ramos.

Y remató la inspección -o al menos la remata en el informe- una visita a la sala del Colegio Académico de Primeras Letras, cuyas escuelas distaban mucho de haber satisfecho globalmente a los miembros de la comisión, es de creer que con algún disgusto del «Zelador nombrado por el Rey nuestro Señor de todas las Escuelas gratuitas», «Ministro de la Real Junta General de Caridad», y, por si fuera poco, «Secretario de la Inquisición», D. Ramón Carlos Rodríguez. Se enteraron del modo y forma con que los 24 leccionistas de número ejercían las funciones de su oficio, del desarrollo de los exámenes destinados a recibir de maestros a los eventuales candidatos, y también de en qué consistían los actos, o ejercicios, académicos; se examinó a unos siete leccionistas, los cuales seguían el método de las Escuelas Reales en leer y escribir, pero por ser el «principal esmero» de sus maestros el arte de escribir, los discípulos leccionistas sólo   -83-   mostraron «alguna maestría» en este ramo, quedando «en todo lo demás muy atrasados»; no fueron capaces de decir nada sobre las reglas de bien obrar cuya enseñanza se preveía en los estatutos, «y lo más vergonzoso -escribe el redactor- es que no supieron explicarnos ninguna cosa de la doctrina christiana»; uno de ellos confesó que en las escuelas «nada se enseñaba acerca de la explicación» y que no había tiempo para ello, de lo cual quedó persuadida la comisión por habérselo dicho ya Manuel Prieto, aquél que no se atrevía a explicar la doctrina por no exponerse a formular proposiciones sapientes haeresim cuando se visitó su escuela; habiendo causado escándalo esta imprudente confesión entre maestros y leccionistas, salió uno de estos a probar que él sabía explicarla, mostrando «mucho orgullo, pero tan poca instrucción» que se le juzgó incapaz de hacer una explicación conveniente para la instrucción de los niños «en este ramo el más esencial».

En cuanto al examen de maestros, si el candidato se presenta personalmente, se reduce a llevar varias planas «de pensado», y «a vista de todos le hacen escribir para cotejar lo que escribe con lo qe ha presentado»; se le hacen además varias preguntas del Ripalda, pero «por rutina y sin ninguna explicación» (lo cual confirma lo dicho anteriormente), y lo mismo por lo que hace a la gramática y ortografía; se les hace sacar «quatro qüentas» sin pedirles explicación, pues basta que las saquen bien, «y se concluye el examen»; cuando no se presenta personalmente el aspirante, se examinan las planas que ha enviado, «y estando conformes como la letra sea gallarda se le da el título de Maestro para todo el Reyno, excepto Madrid, sino lo es sólo para las Aldeas»; cabe preguntarse en tales condiciones si todos los que fueron aprobados sin presentarse fueron los verdaderos autores de las planas que mandaron; ni debieron de enterarse los pobres aldeanos...

Los ejercicios académicos, a pesar de lo altisonante de la expresión, se reducían a que dos leccionistas corrigiesen una oración con varios defectos que se escribía en un encerado, y si lo erraban, intervenía uno de los maestros de número que por turno hacía «de catedrático»; y concluye el informe con esta frase: «se preguntó por uno de los Censores varias preguntas tocantes a la buena educación, y no dieron razón ni el Catedrático ni Leccionistas». La práctica, como se ve, distaba bastante de coincidir con la teoría y los estatutos o, incluso, podríamos decir, con los programas de las «academias» de los jueves que se ponían en conocimiento del público27.

Esta visita que, si exceptuamos las más regulares del visitador y del celador, es la única de este género que yo conozco («salvo meliori», según solían decir en forma abreviada los censores), ofrece el interés de mostrar lo que iba del programa -o de los programas- de los reformistas a su realización efectiva, el peso de la costumbre así como el de los «intereses creados» y por otra parte la fe de los pocos que sustentaban, incluso contra los mismos padres, que la letra no entra con sangre aunque tampoco debe entrar más allá de ciertos límites impuestos por el medio ambiente; pero si bien no abarca todas las escuelas y por lo mismo nos permite solamente formamos una idea parcial e incompleta de adónde había llegado al finalizar la última década del siglo el lento proceso evolutivo de la escolarización y de los métodos pedagógicos, tampoco nos presenta ya un cuadro totalmente aflictivo ni una situación irremediable, aunque sólo fuera por la posibilidad cada vez mayor dada a los niños pobres de asistir mal que bien con los pudientes en una misma escuela, en medio del «conocido desprecio con que se mira en la villa de Madrid la enseñanza pública de los maestros de primeras letras»28.





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