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«Almudena»: novela, por Ramón Ledesma Miranda. Editorial Afrodisio Aguado, Madrid

Ricardo Gullón





En los años inmediatamente anteriores a la guerra civil, fuera de Benjamín arnés, escritor de acusada sensibilidad y de características singulares, no había surgido más novelista con posibilidades auténticas que Ramón Ledesma Miranda. Situado, por su edad, en una generación de postnoventayochista y postorteguiana, en la que no faltan nombres de subido interés, si bien orientados preferentemente hacia el ensayo o hacia la poesía, constituía una esperanza genuina de escritor, bien situado para beneficiar la lección de quienes, poco mayores que él, habíanse visto en la encrucijada por donde transitó la novela europea de los años veinte.

Marcel Proust, Joyce, Italo Svevo, eran otros tantos caminos que no cabía ignorar; si alguien, sin conocerles, se empeñaba en estar de vuelta, tanto peor para él. Es seguro que Ledesma Miranda no fue ese alguien, y que abrió bastantes puertas antes de resolver dejarlas cerradas.

Ahora reedita su última novela, publicada en vísperas del 18 de julio de 1936, titulada, con ligera alteración en el rótulo, Almudena o historia de viejos personajes. Una crónica de sucesos madrileños que se sitúa, sin demasiada precisión, en los comienzos de este siglo, en una época recordada con nostalgia por quienes guardan memoria de sus días quietos, sin estruendo ni inquietud.

Ledesma Miranda ha escrito un relato en el que Madrid, acaso más concretamente, la calle madrileña, ejerce de protagonista. Basta leer las tres primeras páginas de su obra para percatarse del relieve que en ella van a cobrar las calles y plazuelas de la corte, dando de lado, por fortuna, todo casticismo de baja ley. Este comienzo es también testimonio de las devociones del autor, enamorado de su ciudad natal y capaz de expresar artísticamente esa pasión.

Almudena, así lo han dicho uno o dos críticos cuyas recensiones he leído, es una novela que recuerda a Galdós. Es necesario estar de acuerdo con ellos, precisando un poco por qué lo recuerda. Ledesma es, en algún sentido, más dueño de su estilo que don Benito; más depurado, más artista de la frase. Trabaja, como él, sobre la clase media, y pinta con trazo seguro sus ensueños, sus esperanzas y sus tragedias. La figura de Almudena está admirablemente estudiada: es humana, arquetípica y, al propio tiempo, muy personal; su parecido con la Fortunata galdosiana es más bien remoto, se asemejan como dos muchachas de la misma edad y de la misma clase pueden parecerse; pero espiritualmente no tienen demasiados puntos de coincidencia. Fortunata -estoy operando sobre una postura ya distante- se recuerda como una moza, toda impulso, arrebato, desgarrado brío; es una fuerza primitiva, incontenible hasta para sí misma. Almudena, no; vacila, reflexiona, tiene una vida interior complicada, es susceptible de variación y, afectivamente, varía. Yo lamento que la novela no sea más extensa, y que el proceso de esta transformación espiritual no se desenvuelva más lentamente ante los ojos del lector.

La peripecia se anuda en torno a dos hermanos, Dionisio y Pablo, que son los «viejos personajes» del drama «Caín y Abel», siendo el primero víctima de las excedencias del «bueno», que al fin parece sucumbir en un simbólico fratricidio, al que se ve impulsado Dionisio para rescatar su propia vida, atenazada en la raíz por la recia fortaleza del hermano. Por eso, otra de las figuras novelescas piensa, al final del episodio, que «no es Abel, sino Caín, el asesinado». Teoría que coincide con la que plantea Franz Werfel en una de sus novelas, que literalmente se titula: La víctima es el culpable, no el asesino.

Muchas cosas buenas habría que decir de la novela de Ledesma. Su mayor defecto -que para otros no lo será- es la brevedad, el abreviar y cortar la intervención de Almudena cuando aún estaba repleta de posibilidades. Aciertos absolutos son algunos tipos de segundo plano, como los «Candelillas» o don Nazario, el padre de Almudena: el sabroso y adecuado lenguaje que en boca de estos personajes concuerda muy bien con el modo de ser de cada uno; la precisión de las descripciones. Y, sobre todo, vale la obra, estimada en conjunto, como creación que es de un mundo complejo, rico y existente; de una atmósfera real y no inventada, que lleva la impronta inconfundible de la vida.

La adición de Almudena, en la colección «Los cuatro vientos», del editor Afrodisio Aguado, está presentada con buen gusto. Incluye dieciocho ilustraciones de Eduardo Vicente, primorosas en su estilizada novela de buena ley, muy adecuada al texto, y no me refiero sólo a la letra, sino al espíritu de la novela.





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