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ArribaAbajoVivir en poesía


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En Juan Ramón, vida y poesía son una y la misma cosa; la poesía no sólo es su vocación y su oficio, sino que en verdad le constituye. Juan Ramón es el poeta, y la poesía condiciona de tal suerte su existencia que siempre ha tendido a identificarse con ella, a revelar en ella un alma cuyo destino consiste precisamente en crearse a través de la palabra donde va transfigurándose la expresión de sentimientos y emociones y convirtiéndose en nueva y deslumbrante realidad: la obra de arte. Para él, vivir y poetizar ha sido lo mismo; cada accidente y cada incidente le depara motivos bastantes de exaltación, motivos que le incitan, le presionan y, por un fenómeno de espontánea alquimia creadora, emanan poesía.

Se le ha reprochado la tendencia a convertir su vida en poesía, entendiéndola coma evasión y desasimiento de la realidad. Este reproche sólo es válido ante quienes confunden lo sustancial con lo pasajero y cambiante; desde el comienzo hasta los poemas últimos, la actitud de Juan Ramón frente a la realidad fue de constante participación y maravilla. Cierto que no mostró interés particular, en cuanto poeta -en su obra-, por los espectaculares sucesos de la época; cierto su apartamiento de la política militante y de las filosofías de moda, pero nada de eso es la realidad permanente e indestructible, única que le interesa: amor y sufrimiento, alegría y tristeza, pájaro y mar, crispación y belleza están presentes en su obra. Decantación y no negación de la realidad es la poesía   —76→   juanramoniana, y también penetración hasta el tuétano en la corriente vital, para alcanzar, como alcanza en algunos poemas extraordinarios, y poder expresarlo en palabras, el sentido de su misterio.

Algunos confunden aislamiento con 'enajenamiento. Que Juan Mamón buscara a sus horas soledad y silencio parece natural en quien estaba empeñado en una tarea creadora muy ambiciosa, y a la cual, por exigencia ineludible, conscientemente aceptada, debía sacrificar muchas cosas, y desde luego la vida inquieta que impide concentrarse en el trabajo. El retraimiento del poeta no le impidió (salvo en tiempos de enfermedad) mantener relaciones continuadas con cuantos grupos y personas le interesaban: poetas, escritores, artistas, estudiantes. Vimos cómo su interés por la obra de otros poetas le llevó a participar directamente en la publicación de libros y revistas, obligándole a tratar de diversos modos con la gente. Como director o animador de revistas y ediciones de poesía, en donde aparecieron obras de los mejores poetas contemporáneos, mantuvo estrecha relación con ellos. Índice, Ley, Sí, fueron, entre otras, revistas donde la vanguardia aparece, y las ediciones de Índice publicaron, junto a libros de Juan Ramón (y traducciones de Tagore preparadas por Zenobia Camprubí y por él), otros de poetas más jóvenes. Recuérdese su época de la Residencia de Estudiantes, en Madrid, y su correspondencia con amigos y desconocidos. En las últimas décadas dio conferencias y cursos durante largas temporadas en distintas Universidades y centros culturales americanos. Hasta casi el final escogió los poemas para la revista Universidad, de Puerto Rico, manteniendo diálogo con cuantos le enviaban sus obras.

Así, el limitado apartamiento en que vivió Juan Ramón durante determinados períodos de su vida fue consecuencia natural de su fatalidad, de su destino de hombre para quien la vida era creación y la creación vida, pero a él llegaban constantemente noticias y testimonios de un dintorno cuyas actividades ni quería ni podía ignorar. Ni le era ajeno ni se sentía ajeno a lo sustancial de ese mundo, aunque desdeñara los ámbitos de la política, la «vida literaria» y otros análogos.

El retraimiento lo justificaba también la actitud juanramoniana ante el mundo natural: de compenetración y encanto, de identificación con las fuerzas y las gracias constitutivas   —77→   de esa naturaleza a quien el poeta se rinde y canta. En ella descubre la vida fluyente, la vida en permanente mutación y duración, una Vida, con mayúscula, cuya energía opera sobre todo lo creado, y desde luego sobre el alma, para acercarla a la fuente interior, al agua de la comprensión y el sentido.




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Para Juan Ramón, el poeta es el héroe; en permanente combate por una causa perdida -y sabiéndola perdida-: la creación artística perfecta. Conoce la grandeza del vencimiento, y que, a la larga, el vencido cotidiano es el único vencedor posible. Lucha y se enfrenta con fuerzas tan obstinadas como la rutina, la falta de imaginación y la pereza mental. En igual caso se encuentra el científico -quiere decir el científico creador, no el burócrata de ese menester-. Y ese heroísmo resalta más en España: a los poetas y científicos españoles es a quienes específicamente llama héroes. Pero en esto todos los ambientes se parecen. Juan Ramón dice:

«La tristeza que tanto se ha visto en mi obra poética nunca se ha relacionado con su motivo más verdadero: es la angustia del adolescente, el joven, el hombre maduro que se siente desligado; solo, aparte en su vocación bella.»



Y para ampararse contra esa soledad, o en esa soledad y contra los mil enemigos posibles, se dirige a la inmensa minoría, buscando en los espíritus afines, en otros héroes, la comprensión que los más le niegan. El poeta necesita un público, y éste también ha de ser creación suya.

La soledad, considerada desde esta vertiente, es una imposición, una presión social ejercida contra la independencia y libertad del artista. Quizá con el transcurso del tiempo las cosas, en vez de mejorar, hayan empeorado, y no digo en uno u otro país, sino (aunque con notables diferencias) en todos; pues el recelo del medio contra lo original, lo anticonformista, lo no resignado a masificación y lugar común, crece cada día, y cada día es más eficaz la presión de la sociedad sobre el artista que pretende crear obra propia, que por el hecho de ser distinta es ya sospechosa: ¿Por qué -se pregunta el hombre   —78→   político- el artista quiere ser diferente? ¿Por qué -se pregunta el hombre común, mi prójimo, mi vecino (pues vive en el piso inmediato)- ese empeño en no ser como yo? El ejemplo de Juan Ramón no convencerá a los reacios, pero mostrará a los creadores la posibilidad de un heroísmo triunfante, de una voluntad al fin vencedora de las resistencias y reticencias del medio.

Toda la energía de Juan Ramón se desplegó en la creación poética, y por eso identifica, según dije, vida y poesía. Cuando se trata de captar las esencias no cabe contentarse con aproximaciones; es preciso llegar a la entraña misma de las cosas, y tal posesión no puede lograrse sin un esfuerzo tenaz y prolongado que, aparte de aguantar las presiones del medio, revela en quien lo lleva a cabo vigorosa aptitud para representarse y dar forma a las sensaciones, convirtiéndolas en poesía, y temple excepcional, dominador de las variadas dificultades que la tentativa presenta.

El aislamiento, lejos de suponer pasividad, tiene un significado positivo y acredita que quien lo practica es capaz de la concentración necesaria para elevar la obra a la altura de las intuiciones. De la sensación al conocimiento, a través de intensa reflexión sobre lo intuido, de suerte que todas sus facetas se iluminen y carguen de la luz vertida por la reflexión misma. Sólo cuando el material fue depurado, y retenido lo que es verdadera sustancia poética, se puede comprender cuánta y cuál es la riqueza aportada por la sensación al espíritu del poeta, y, gracias a éste, también -después- al del lector del poema.

El material se transfigura por la imaginación; al contacto con ella la realidad muestra su verdadero ser, insospechadas riquezas. La poesía utiliza las palabras cotidianas, pero de otra manera. La palabra se ordena en la prosa de acuerdo con la lógica del lenguaje corriente, mientras en el poema ese orden se quiebra y otro surge con peculiar coherencia -y ritmo- de la emoción lírica.

Leyendo poemas de Juan Ramón Jiménez tuve la impresión de que el instrumento verbal utilizado era de absoluta novedad. Como si no estuviera compuesto por las palabras del lenguaje común. Naturalmente, no era ni podía ser así. Las palabras eran idénticas y el significado no podía cambiar.

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(Pero cambiaba...). Lo alterado era el mecanismo de la construcción, que en vez de responder a las necesidades del razonamiento se amoldaba con notable flexibilidad a la línea simbólica imaginada. La impresión de novedad se debe a la manera precisa, delicada y exacta con que la palabra sirve a la intuición y se convierte en portadora de símbolos.




3

Para situar la poesía de Juan Ramón es preciso atender a su identificación con lo natural puro, con lo perenne de la vida, y al paralelo alejamiento de lo circunstancial y momentáneo. Esta actitud contrasta radicalmente, por el estrato de experiencias en donde arraiga, con ciertas corrientes predominantes en la lírica actual, pugnantes por convertir al poeta en portavoz de sentimientos colectivos. La resistencia opuesta por Juan Ramón no es tanto doctrinal como temperamental: ha seguido su línea, sin ignorar otras posibles direcciones de la poesía.

Durante varias décadas la creación literaria se ha esforzado en mostrar lo anormal y truculento, cuando no lo teratológico.

Cuesta trabajo pensar que Juan Ramón es contemporáneo de Franz Kafka, de William Faulkner, de Maiakovsky y Neruda. Testigos de la época, ciertamente, sobre creadores y artistas. Pero ¿no testifica también Juan Ramón, a su manera inevitable y profunda, de otro tipo de actitud no menos válida y actual -por permanente- que la de aquéllos? La respuesta será afirmativa si pensamos que el poeta está ante todo comprometido consigo mismo y con el hombre eterno y puede sobreponerse a los fenómenos destructores de determinado período histórico (sin ignorarlos ni olvidarlos) para decir palabras de resonancia no intemporal, sino de todos tiempos y lugares.

Juan Ramón no es el poeta ni el profeta de una época apocalíptica y una crisis social, sino de otro tipo de crisis, íntimas, privativas. Censurarle por no haber sido el poeta que no quiso ser, que se negó obstinadamente a ser, me parece pueril y críticamente inoperante. Importa comprobar si dentro   —80→   de su esfera de creación y en la línea reveladora de las situaciones de donde su poesía brota logró crear con plenitud de expresión.

En la poesía juanramoniana hay -por mencionar un ejemplo que me propongo analizar con detenimiento en otra parte- una finísima captación de cuanto se refiere a la muerte, en diversos aspectos. La muerte propia y la muerte de los demás. La muerte vista anticipadamente o imaginada como acontecimiento sucedido, para contemplar el mundo cuando de él falte el poeta. Los muertos como alimento de flores -y viviendo en ellas-; el campo y los pájaros ignorando la muerte. El tema de la muerte aparece con frecuencia en los versos de Juan Ramón y ligados a este tema, los del tiempo, la duración, la eternidad y el sentido de la vida.

Juan Ramón ha vivido algunas épocas con la obsesión de una muerte próxima. Empezó en su juventud:

«La muerte de mi padre -leímos antes- inundó mi alma de una preocupación sombría; de pronto, una noche, sentí que me ahogaba y caí al suelo; este ataque se repitió en los siguientes días; tuve temor a una muerte repentina; sólo me tranquilizaba la presencia de un médico.»



Y refiriéndose a años posteriores, añade: «La ruina de mi casa acentúa nuevamente mi enfermedad, y es una época lamentable en que no trabajo nada; la preocupación de la muerte me lleva de las casas de socorro a las de los médicos, de las clínicas al laboratorio». Esta preocupación había de traslucirse en la poesía, y acontece con la diversidad de perspectivas señaladas, siendo causa y origen de poemas cuya vigencia supera los linderos de cualquier circunstancia histórica, pues se incluye en los de toda existencia humana.

La poesía de Juan Ramón sí es poesía «comprometida», pero comprometida con el hombre, no con el partidario ni con el político. Y en relación con ese compromiso que le vincula a lo esencial quiero apuntar dos observaciones. La primera atañe a la voluntad del poeta, pues por su negativa a enrolarse y afiliarse se difundió la imagen convencional de un Juan Ramón retraído por debilidad y desinterés. Para desmentirla y comprobar el vigor con que mantuvo su línea creativa en progresión ascendente, fiel a la decisión de expresarse con   —81→   autenticidad, por su propia vía y no por caminos trazados desde otras intenciones y proyectos, basta acudir a su obra; la fuerza de su voluntad se muestra en la persistencia de los temas, en el rigor con que se limita al campo acotado y en el prolongado esfuerzo con que se concentra para extraer a la intuición todo su zumo.

La segunda observación se refiere a la preocupación por la muerte que ensombreció tantas horas de su existencia. Sobre esto es conveniente recordar (pues a menudo se olvida lo más sabido) que si la preocupación se debía a trastornos nerviosos, no por eso era menos real. Nada ficticio en el sufrimiento causado por ella. Es corriente disminuir el alcance de una enfermedad nerviosa alegando que se funda en síntomas imaginarios, como si esté carácter les quitara realidad en cuanto productores de trastornos verdaderos. Viví cerca de Juan Ramón durante uno de esos períodos depresivos, mientras padecía la obsesión de una muerte inminente, y pude comprobar la realidad del sentimiento; la enfermedad es real, por serlo la obsesión y angustia que lleva consigo.




4

Gide decía que el poeta «debe tener un águila». Se refería al buitre de Prometeo, que devora el costado de los creadores y les impele a la creación para salvarse en ella. Y yo pienso si el águila de Juan Ramón no habrá sido esta preocupación por la muerte, este sentir la muerte a su lado, acechándole, arruinándole la vida, pues la presentaba sin futuro, sin mañana posible, y al mismo tiempo le acuciaba para, en los días tranquilos, sentir la vida en su dramática realidad y verdad entre la hermosura y la miseria del mundo; al filo de la extinción y haciéndose más larga y más corta según pasan las horas. Sin esa preocupación por la muerte que más de una vez detuvo sus trabajos, frustrando proyectos en camino de realizarse pronto, la obra del poeta hubiera sido ordenada por él de acuerdo con alguno de entre tantos planes como esbozó.

Y aquí quiero recordar cómo cada vez, pasada la crisis, volvió Juan Ramón a su tarea, sin disminución ni retrocesos,   —82→   tomándola donde la dejara y continuándola desde un nivel de ambición que no consentía desfallecimiento ni prisa. Como si, en el instante creador, se desvaneciera la urgencia impuesta por la obsesión sentida en un pasado tal vez reciente.

No es posible, sin injusticia, negar grandeza o pretender reducir el valor de la entrega de Juan Ramón a la poesía y, dentro de ella, a los temas más permanentes: hermosura, nostalgia, melancolía, tristeza, tiempo, espacio, mar, amor. Juan Ramón es también poeta representativo, representativo del grupo insobornable que lucha para conservar en el mundo de la poesía independencia y libertad, sin transigir con facciones ni divisiones. Y no es el último de su linaje, según pensará quien, pesimista, imagine lo futuro como desarrollo de las sombrías facetas de lo presente, pues mirando bajo el grande y cruel espectáculo de hoy acaso quepa vislumbrar síntomas de que, entre las supuestas desnaturalizaciones o afiliaciones permanentes, el hombre eterno renace, y con él los sentimientos esenciales que siempre le hicieron vibrar. Por eso no sería aventurado predecir que la poesía de Juan Ramón, en sus más transparentes ejemplos, encontrará mañana el mismo eco que ahora le responde desde el corazón del lector.




5

Citaré aquí palabras de Juan Ramón -en respuesta a un articulo de Luis Cernuda, publicado en El hijo pródigo, de México-: «Mi ilusión ha sido siempre ser más cada vez el poeta de "lo que queda", hasta llegar un día a no escribir. Escribir no es sino una preparación para no escribir, para el estado de gracia poético, intelectual o sensitivo. Ser uno poesía y no poeta». Y antes menciona un texto de Santayana que parece escrito pensando en la poesía dé Juan Ramón:

«Pero la poesía -dice el autor de El último puritano- es algo secreto y puro, una percepción mágica que enciende el entendimiento un instante, así como los reflejos en el agua, inquietos y fugitivos. Un verdadero poeta es el que coge el encanto de cualquier cosa, cualquier algo, y deja caer la cosa misma. Su sentimiento es estático, irónico, musical, triste. Sobre todo, involuntario.»



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Partiendo de estas palabras, las del poeta y las del filósofo (también poeta), es posible comprender por qué la obra de aquél se presenta como sucesión de decantaciones, apasionada busca de las esencias, y su paralelo desinterés por el incidente y la retórica. Del incidente le interesa la luz viva, el deslumbramiento; la versión comunicada, la transmisión de ese fulgor, de esa intuición captada por milagro, no puede encerrarse en una fórmula, sino que exige y se acomoda a una escritura flexible, suficiente para contenerla y expresarla. Por eso la obra juanramoniana es continuidad de impresiones, vida hecha poesía o que, según él dice, aspira a serlo de modo absoluto. Aspiración quimérica, si se entiende literalmente, pero justificada si referida a la identificación entre vivir y crear.

Juan Ramón es -él señaló cómo y en qué medida- un artista espontáneo, pero lúcido, sumamente perspicaz y consciente de lo que desea conseguir y de los medios adecuados para lograrlo. Su capacidad crítica y autocrítica está bien probada y nadie supo distinguir mejor que él entre la materia bruta de donde sale el poema, la sustancia aprovechable para crearlo y el poema mismo. Contra lo discursivo y razonante -opina-, la emanación: el fluido que destilan las cosas, «dejándolas caer», como quiere Santayana. Filosofía en verso, no. Para exponer y demostrar, decía Laforgue, acúdase a la prosa. Juan Ramón considera «la emanación» como cualidad distintiva del poeta. Reiteradamente emplea ese término para caracterizar a un tipo de creación poética que en su concepto equivale a poesía-poesía y lo opone a poesía-retórica, a un género de poesía que le interesa menos.

Algunos poetas contemporáneos, como W. B. Yeats y Ezra Pound, pensaron el poema como máscara o disfraz como creación destinada a revelar una personalidad distinta de la verdadera, de la propia del poeta. Juan Ramón, por el contrario, está presente en el poema con absoluta autenticidad, sin desempeñar papel alguno, simplemente viviéndose. De la intuición pura queda en el poema la vibración genuina, sin adulterar en nada, tal como el alma, la deja escapar. Y lo llamado «evolución» juanramoniana es un proceso eliminatorio de los lugares comunes líricos. La desnudez a que se refiere aquel famoso poema («Vino, primero, pura - vestida de inocencia») es   —84→   la reintegración a lo más suyo y la supresión de lo que, según las convenciones del momento, resultaba «poético».




6

El esfuerzo para revivir su poesía desde una vigilancia y una lucidez intelectual que en tiempos de los «borradores silvestres» no tenía, supera en rigor y continuidad a cuantas tentativas análogas intentaron otros poetas. A Juan Ramón se le ha imaginado luchando día y noche, con sus poemas para corregirlos, para sustituir tal o cual palabra, giro o expresión por otra más adecuada. Pero el caso no es ése, y la tensión más honda. En alguna de las veladas que pasamos juntos durante los años 1953 a 1955 me contó cómo acontecía esa revisión en lo más decisivo del cambio, y puedo, por lo tanto, aportar un testimonio personal.

La historia de las correcciones sucesivas de la poesía juanramoniana está ligada al proceso de madurez espiritual del poeta, y es la historia de un incesante progreso, de una constatación más clara de lo que podía llegar a ser y deseaba hacer, y esto acontece en zonas de la conciencia donde las rectificaciones se producen por espontánea combustión de los materiales que, gracias al aumento de presión en la caldera, funden a distinta temperatura y liquidan como ganga inservible los sentimentalismos de la primera época. Llamo la atención sobre una particularidad del proceso que no implica contradicción con las condiciones de lucidez perceptibles en la obra del poeta: la rectificación y corrección de la poesía es espontánea, y hasta diría automática si no temiera las confusiones que podrían ocasionarse por el modo como se entiende esta palabra en la terminología surrealista, tan difundida. Espontánea no quiere decir inconsciente. La rectificación surge sin pensarla, pero responde a un estado de conciencia.

«A veces -me decía Juan Ramón- recuerdo un poema antiguo, pero no lo recuerdo según lo escribí en el pasado, sino distinto, con variantes que aparecen de modo imprevisto. Al comparar ambas versiones noto las diferencias.»



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No las ha pensado, pero sí las ha querido.

El que esas variantes no sean objeto y consecuencia de una deliberación puede inducir a error respecto a su carácter, pero el error no surgirá si se advierte que obedecen a un cambio radical del poeta mismo, a su modo de entender la poesía, y el cambio es tan lúcido y deliberado, altera de modo tan intenso la persona del poeta que, cuando de modo más o menos inopinado revisa el poema, la revisión es reviviscencia desde otra «edad» y responde a esa transformación. Sin contradicción alguna, la revisión puede ser «automática» en cuanto a la coyuntura y lúcida en cuanto a la tendencia, al nuevo giro de la poesía en general. Esto revela cuán honda fue la mutación experimentada por el artista, su nuevo acento y entendimiento de la poesía.




7

Me gustaría resumir algunos de los factores cooperantes a esa transformación, y creo poder hacerlo sin grave riesgo de error ateniéndome a lo que el propio Juan Ramón ha indicado en varias ocasiones. Son de tres clases: unos se refieren a impresiones afectivas, otros a cambios en el dintorno y los últimos a variaciones del gusto. El primero es la presencia en la vida de Juan Ramón Jiménez del amor profundo, sostenido y claro de Zenobia Camprubí Aymar, esposa y compañera admirable durante cuarenta años; el segundo, ligado a éste, es el viaje a Estados Unidos en 1916, tanto por lo que supuso el descubrimiento del gran país como por el prolongado contacto con el mar desde el mar mismo; el tercero es una concepción más intelectual de la poesía, y la «baja de Francia», sustituyendo en sus preferencias a poetas franceses, objeto de anteriores frecuentaciones, por ingleses, norteamericanos y alemanes.

Tales factores operan conjuntamente, y esa conjunción produce la transformación del poeta: el amor sencillo y grande, el amor de cada día en la dulzura de la costumbre, le situó en una realidad más natural y humana, en una convivencia constante con otro espíritu excepcional. Quienquiera haya conocido a Zenobia Camprubí y su admirable relación con el poeta, a quien ayudó y defendió desde el amor y la entrega e   —86→   identificación más completa, sabe lo que representó para Juan Ramón y para su obra, incluso para facilitar el que esa obra pudiera realizarse con plenitud de dedicación, ahorrándole la servidumbre diaria a lo pequeño, que de otra manera le hubiera distraído y perturbado.

El mar había sido para Juan Ramón un espectáculo familiar. Desde la infancia, siempre en su vida y su poesía. Pero de pronto, a través del viaje trasatlántico, de espectáculo se convirtió en presencia viva, compañía inmensa, algo latiendo junto al corazón del hombre y, como él, variable, tornadizo e igual a sí mismo. El mar es como la poesía, multiforme y único, y, como ella , inmenso, palpitante y está todo en cada ola (como la poesía puede estar toda en cada poema, en cada línea).

Y tras el mar, el mundo nuevo, el «otro» mundo que responde a las imágenes de la infancia y del sueño; a las canciones y las historias escuchadas lejos en tiempo y espacio, mas no olvidadas, sino quietas, yacentes en la memoria. El mundo también de los poetas fabulosos, a quienes Juan Ramón había aprendido a querer: Edgar Poe, Walt Whitman, Emily Dickinson.

Pongamos, por otro lado, el hastío de quién alcanzó la perfección por un caminó -como era el caso de Juan Ramón con los Sonetos espirituales- y se niega a repetirse, a seguir haciendo lo que ya es perfecto; el cansancio de quien ha superado ciertas formas y quiere vivir la poesía con novedad de inspiración que las crea diferentes. Todo esto dio lugar a un libro único -Diario de un poeta recién casado-, donde amor, mar y mundo nuevo resplandecen con impulso creador que presenta la obra juanramoniana bajo distinto signo. Sin arrastres sentimentales, sin descripción ni anécdota, hecha ya pura espuma de intuiciones, aroma y decantación del sentimiento.

El hombre de 1916 no es, por supuesto, el de 1900, y por consiguiente, los libros primeros, los poemas primeros le parecen insatisfactorios. Las correcciones (otro tipo de correcciones), enmiendas, ampliaciones y eliminaciones se producen con naturalidad y responden a la necesidad ya explicada, mas esa necesidad puede inducir a error al poeta cuando, desde la nueva sensibilidad, juzga la obra antigua con excesiva severidad. Para muchos lectores el poeta de Sonetos espirituales   —87→   o el de Arias tristes no es inferior al de los libros de la llamada segunda época. Cierto que buena parte de los poemas anteriores fue poco modificada, y ahí está, muestra de la inspiración primera, en la Segunda antolojía, para testimoniar de cuanto dura y permanece del ayer en el poeta de hoy.

Es natural que las revisiones no alcancen a lo que a su modo fue -es- perfecto. Por ejemplo, al admirable Arias tristes (1903), saludado por Rubén Darío con tan noble entusiasmo.

«Desde Bécquer -escribió el autor de Prosas profanas- no se ha escuchado en este ambiente de la Península un son de arpa, un eco de mandolina más personal, más individual. Pudiendo ser oscuro y complicado, es cristalino y casi ingenuo.»



Esta poesía primera (recuérdese: «vestida de inocencia») declara su filiación: Heine, Bécquer, Verlaine, Musset, Schubert..., y sobreponiéndose a ellos, la personal sencillez de acento, advertida por Rubén.




8

Quisiera destacar un punto interesante: Juan Ramón, sin necesidad de recurrir a las «máscaras» antes aludidas y sin variar en lo sustancial, ha creado diferentes clases de poesía. Tampoco aquí se trata de contradicción, sino de complejidad resuelta por la armonía y permanencia de lo esencial. El cambio que ahora quiero analizar deja subsistente la persona en sus fibras, la zona entrañable del alma, aunque implique notables transformaciones en el gusto y la sensibilidad. Por eso el poema «revivido» (no el corregido, el meramente corregido de tacha o descuido, o el mejorado por sustitución, añadimiento o resta) no anula ni, en cierto sentido, mejora el anterior. Aunque se le parezca, es otro. Quizá la semejanza impida advertir lo importante del cambio; quizá -paralelamente- el cambio impida constatar la sustancia que permanece.

Un cambio de actitud puede ser tan importante como un cambio de sustancia. Lo será en cuanto marque distinto nivel   —88→   en la sensibilidad, no en cuanto a las tendencias fundamentales, que continúan invariables. La diversidad en la poesía de Juan Ramón se debe a las indicadas variaciones en sensibilidad y gusto; se debe, asimismo, a las diferentes perspectivas desde las cuales intenta la creación. Su unidad e integridad responden a la permanencia del ser que necesita y quiere expresarse.

Si esto es así, cualquier pretensión de condenar alguna etapa de la poesía de Juan Ramón, por considerarla menos auténtica que las restantes, es injusta y se basará en un equívoco. Es lícito elegir, pues la elección depende de las preferencias, y éstas surgen, naturalmente, según situaciones espirituales determinadas por el juego de los temperamentos y las circunstancias.

Dejo a un lado otro género de complejidades cuya vigencia permite a Juan Ramón ser, a la vez, en el mismo poema, popular y culto, refinado y sencillo, original y reminiscente, triste y esperanzado, pues esa complejidad no es tanto del poeta como del hombre. Siguiendo leyes de la condición humana se pronuncia en la poesía con toda la riqueza fermentante en su espíritu, y a quien sabe ver en la grácil tersura de esta lírica no le resulta difícil distinguir las múltiples líneas de fuerza que constituyen, si se me permite la fórmula, el complejo corazón desde donde golpea la sangre que alimenta el poema.

Todos éstos -¡y tantos otros!- son ingredientes del poema; todos pesan más o menos indirectamente en él. Apenas será preciso añadir cuánto influye esa variedad de elementos determinantes en la sólida textura de los mejores ejemplos juanramonianos, si no intemporales, en cuanto por intemporalidad se entienda desarraigo de una situación concreta y una circunstancia precisa, sí cuando se piense en la duración a que los destina el que la circunstancia desencadenante de la intuición no se refiera a lo momentáneo exterior, sino a lo entrañable permanente.

La duración prometida a lo mejor de esta obra es recompensa a la fidelidad del poeta hacia la poesía, a su pasión por lograr el equilibrio entre sentimiento y expresión, y a su instintiva percepción del sentido y las posibilidades de la palabra viva. La conversión del poeta en poesía, según sugiere Juan   —89→   Ramón en la citada frase de su respuesta a Cernuda, sería en definitiva, la suma identificación entre lo indecible y la palabra, el milagro de trasvasar al poema el estado de gracia poética, y lograr que esa cristalización no matara la savia fecundante (el verbo creador), sino la dejara fresca y dulce, vitalizando el poema.

No es posible negar que la poesía puede hallarse fuera del poema, en ese estado de gracia, anhelo, inspiración o sentimiento originarios, pero ahí no podemos comprobar su existencia y, por lo tanto, dado que la tenga, carece de eficacia, salvo para el alma del sentidor que la declara. La poesía sólo es constatable en el poema. El poeta sin el poema no existe, para el eventual destinatario de la obra.




9

Juan Ramón fue gran lírico. Sus mejores poemas no se basan en un conocimiento del hombre en abstracto, ni siquiera de los hombres en general o de calicatas en la psicología de uno determinado; no se fundan en la observación o la experiencia de comportamientos ajenos, sino en el alma y la sangre propias. Incluso cuando, en los últimos años, vive la gran aventura mística del «dios deseante y deseado», el material proviene de una meditación y preocupación personal y le lleva a la creación de un dios suyo, sentido con sinceridad y verdad, un dios interior, con quien convive en agónico combate amoroso:


Dios del venir te siento entre mis manos,
aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa
de amor, lo mismo
que un fuego con su aire.



En este poema alcanza Juan Ramón extraordinarias cumbres de un misticismo donde se funden en bellísimas imágenes resplandores de infancia y de vejez. Su dulce adversario, el dios «deseante y deseado», es un dios personal, una creación de su conciencia poseída de sentimiento místico, y en nada se parece al dios de quienes le rodean.

Recordaré ahora dos fragmentos de obras muy anteriores.   —90→   En primer término estos versos tomados de Poemas májicos y dolientes (escritos en 1909):


Mi paisaje es mi alma, y mi hogar es mi pena;
y moro en un verjel cerrado y melodioso,
como una embalsamada y cándida azucena
que el profano desdeña y respira el piadoso...



Esta temprana confesión la confirma su obra entera, su nunca desfalleciente voluntad de capturar los más delicados movimientos de ese alma suya, estancia y paisaje a la vez para el vigilante ensueño (si cabe decirlo así) del poeta. Vivir y ser en permanente alerta consigo mismo, creando el mundo y el aroma, el amor y el dios-poesía. Vivir sobre sí, replegado hacia las luces interiores, en tal concentración que gracias a ella se alcance lo absoluto. Otro texto, recogido en Poesía (libro-antología donde se reúnen poemas escritos entre 1917 y 1923), lo declara:


¡Concentrarme, concentrarme,
hasta oírme el centro último,
el centro que va a mi yo
más lejano,
el que me sume en el todo!



Es fervor, ansia de concentración para encontrar la esencia de las cosas, pero no buscándola en las cosas mismas, sino en el claro espejo donde se reflejan: el alma del poeta. Se comprende que esta inmersión en el oscuro fondo, este lírico ensimismamiento, permitiera a Juan Ramón llevar a su poesía con singular acuidad cuanto a la soledad se refiere. Permítaseme hablar de ella ahora desde otro punto de vista para completar el análisis anterior. Veamos la soledad como tema poético, llevada a la poesía. Soledad del hombre en el mundo y surgiendo de ella los diálogos con interlocutores interiores que responden desde dentro: naturaleza, poesía y Dios.




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El tema de la soledad es el presupuesto de estos otros, al menos según aparecen en la poesía de Juan Ramón, con su doble faz de realidades presionando vivamente y de reflejos   —91→   sobre el cristal del alma creadora. En la soledad, y para ahondar en ella, Juan Ramón necesita el contacto de realidades trascendentes, y la naturaleza lo es, pues en esta poesía, además de espectáculo contemplado, es vibración acompasada al corazón, sea porque éste palpite siguiendo los ritmos que de ella proceden, sea porque los advertidos en la hermosura exterior fueren en verdad el eco del aliento insuflado por la creación lírica en esa hermosura, para darle la gracia de algo que va más allá y más adentro de la realidad visible; la gracia de un alma ajustada en misteriosas correspondencias con el alma del hombre.

Sería aventurado calificar de panteísmo esta tendencia a descubrir en la naturaleza un principio espiritual que la gobierna y comunica de algún modo con el hombre, en quien influye. Pues no hay en la lírica juanramoniana ningún equívoco, ninguna confusión entre esa plenitud de existencia con que revela la naturaleza y la creencia de que en ella alienta un dios. La idea de dios no viene mezclada en él con la de naturaleza, sino con la de poesía. Y mezclada de modo personalísimo, concurre con cuantas cooperan como incitaciones necesarias al desarrollo de su obra. Si siempre es arriesgado, y, desde el punto de vista crítico, poco revelador, buscar en la poesía rastros de una ideología, en el caso de Juan Ramón el carácter de tal pesquisa sube de punto por su independencia -quizá pudiera decirse: por su indiferencia- respecto a «ideas» y doctrinas.

Ya dije que esta poesía no tiene nada de filosófica; leerla buscando el contenido ideológico es tomar el rábano por las hojas. El carácter confidencial de esta obra la sitúa en el extremo opuesto de la llamada poesía filosófica, porque las ideas vienen envueltas en líricos oropeles, en ritmos, cadencias y rimas que procuran realzar el pensamiento que revisten. Y si la tentativa de hallar filosofía, ideología, en los versos de Juan Ramón, está condenada al fracaso, igualmente falto de sentido sería el proyecto de hallar en ellos una teología. Cuando habla de Dios y de su relación con él habrá de entenderse que se refiere al dios personal de su poesía y no al Dios de la creencia cristiana. Y al lector de Animal de fondo, al lector de estos impresionantes poemas, donde se resume la experiencia del gran debate mantenido entre Juan Ramón y la inmensa   —92→   sombra luciente en cuya captura se afana, le sobrecoge la idea de encontrarse frente a una ambiciosa tentativa de reconocer y revelar lo divino en la poesía.

El estremecimiento se produce porque en muchos momentos Juan Ramón parece aprehender la esencia del dios deseante y deseado, y sentir la alegría de esa aprehensión cuyo logro ha colmado tantas de sus horas. Pues este diálogo con el dios-poesía-naturaleza es la cifra de su soledad, lo que la colma y transforma en otra cosa, en razón de vida, en algo que la completa y basta, como expresó en aquella henchida interrogación de las Canciones de la nueva luz:


¿Soledad y está el pájaro en el árbol,
soledad, y está el agua en las orillas,
soledad, y está el viento con la nube,
soledad, y está el mundo con nosotros,
soledad, y estás tú conmigo solos?



No entenderá bien la poesía de Juan Ramón quien no encuentre el sentido de su evolución, que puede hallarse (entre otros modos) analizando los cambios en el planteamiento del tema de la soledad. Si la soledad es primero productora de nostalgia, vaga tristeza por no ver alrededor de uno nada que vibre según el propio temple, poco a poco va cambiando y aparece como necesidad reconfortante, recurso necesario par a lograr, gracias a él, la plenitud del ser, para acabar justificada por cuantas presencias se dan de alta en ella, elevándola al mayor grado de receptividad y vibración. Así la obra del poeta va inexorablemente depurándose hacia cimas de ascética perfección, cambiando cada día y sin apartarse del designio primero, al que permanece más fiel cuanto lo advierte con más exactitud. Perfección hacia la poesía, que deberá estudiarse, con suficientes ejemplos, en capítulo separado.

Ahora quiero recordar un momento el tono confidencial y puramente lírico de la poesía juanramoniana. Me interesa subrayar algo muy elemental; señalar, para que no pase inadvertida (como en el cuento de Poe), la carta colocada en el sitio más visible: el hecho de que esos poemas estén constituidos por una suma de vivencias no autoriza a tomarlos por lo que de tales vivencias contienen, sino por lo que son: obra de arte en cuya creación los elementos allegados por la experiencia   —93→   tienen valor de incitaciones, oportunidades para que el sentimiento nazca e impulse a la palabra. La experiencia es el germen fecundante. Nada menos y nada más. Cada poema refleja una vivencia, pero atenerse a ella, procurar extraerla como documento autobiográfico, sería grave error. El Diario de un poeta recién casado tendría mero interés documental si fuera lo que literalmente reza el título: notas e impresiones recogidas durante la luna de miel. Lo tiene, en cambio, extraordinario, porque, además de revelar una transformación originalísima de la poesía del autor, acontecida en determinadas circunstancias de las cuales queda en el libro un reflejo, un aroma, es un conjunto de magníficos poemas. Y eso importa no la confidencia ni el testimonio, sino la poesía.




11

El mundo del retraído no se constituye porque sí; no está establecido sobre el capricho, sino impuesto al poeta por el especial carácter del círculo que le rodea; se revela frente al dintorno hostil, frente a la estupidez, adversa a la creación artística.

¿Cómo puede ésta realizarse entre la indiferencia y la malevolencia? Negando, o combatiendo con la cruda verdad negatoria ese círculo que la asedia. La creación es un modo de afirmarse contra él, de repudiar su conformismo y sus transacciones con la trivialidad dedicada a repetir fórmulas archiconocidas. Se concibe una alternativa a la negación: ignorar el mundo de la diaria chabacanería -y quizá sea lo más conveniente-, pues el esfuerzo por combatirlo menoscaba el exigido por la tarea creadora. La imaginación vuela más segura cuando desembarazada del lastre arrojado sobre ella por los rutinarios enemigos de su fabuloso dinamismo.

Juan Ramón entra en soledad para entrar y vivir en poesía, sustituyendo el mundo exterior por el mundo personal, donde de la realidad se retiene la parte «útil» y se deja caer el resto. Hay en el ámbito exterior una atmósfera deprimente y torva que no conviene a su poesía; es el dominio de las fuerzas oscuras, sombras favorables a lo demoníaco y al triunfo de lo inhumano, de lo infrahumano. Si desconoce ese   —94→   universo (hasta el punto que cabe desconocerlo), es para sostener al mismo tiempo, y por contraposición, lo puramente humano. Frente a la inhumanidad de fuera, lo humano puede afirmarse sumergiéndose en el hombre mismo, en el propio yo de quien escribe.

¿Habría, pues, un fondo de angustia, una desesperación que se ignorase, en esa aversión por lo demoníaco encubierto bajo la capa del cretinismo generalizado de la sociedad contemporánea? Probablemente la actitud de Juan Ramón se funda, en última instancia, sobre esa repulsión por la estupidez trituradora y cobarde, y, estudiada a esta luz (pues hay otras razones, según luego veremos), la obsesión de una muerte inminente, sentida por él desde la adolescencia, se explica como forma de evasión, como justificación de su huida de la realidad, pues ¿para qué hacer nada, ni intentar nada si uno va a morir en seguida, tal vez esta noche?

La necesidad de crear, la fatalidad, el destino eran tan fuertes que vencieron una y otra vez a la neurosis. Pero, bien entendido: la vencieron partiendo de una negación y declarándose ligados a los mejores, «a la inmensa minoría» dispuesta a repudiar el mundo de sombra. Frente a la sombra, la luz interior; frente a la vulgaridad, la exigencia. Así se comprende su planteamiento de los problemas de la creación artística partiendo de una exigencia creciente que ha suscitado, y aún provoca, extrañeza y hostilidad en vastos núcleos de público, especialmente en los sectores artísticos retardatarios.

Esa hostilidad se compensa con la devoción de los hombres sensibles, audaces y libres, a quienes la poesía de Juan Ramón se dirige. Pues él también pudo decir, como Ezra Pound, en Ite:

«Go, my songs, seek your praise from the young and from the intolerant, Move along the lovers of perfection alone.»

(«Id, cantos míos, a solicitar del joven y del intolerante; frecuentad tan sólo a los amantes de la perfección.»)



Encontrar al joven y al intolerante (es decir, a quien no transige con la corrupción y la sombra), supone dotar al mundo interior de un glacis protector, adelantando para el futuro y hacia el futuro los límites de esa esfera defensiva   —95→   que, poco a poco, irá quebrantando, por contagio y ejemplo, la zona oscura.

Con esto sugiero que Juan Ramón, siguiendo la dialéctica de su situación, forzado por la lógica de su retraimiento, se convirtió en fuerza poética revolucionaria. De ahí el valor de su soledad como posición impulsora de una creación artística subversiva (subversiva respecto a la parálisis y la academia). El término «revolucionario» se asocia, por lo general, a actitudes políticas y sociales y viene impregnado de las ideas que a su propósito suelen evocarse. Pero en este caso tiene un sentido meramente estético. Juan Ramón no estuvo interesado en luchas políticas o sociales (aunque tuviere y mantuviere ideas muy definidas sobre unas y otras) y, como ya dije, su obra no contiene alusiones a ellas. Es revolucionario por cuenta propia, en su obra y por la poesía.




12

La soledad es un laberinto donde el hombre se pierde voluntariamente con la esperanza de encontrar en él algo de cuya falta no tiene entera conciencia, sino más bien presentimiento, adivinación a medias, insegura acaso, pero suficiente para incitarle a abandonar las confortables seguridades del lugar común.

Vivir en soledad empieza por imponer la ruptura con las comodidades del auxilio mutuo, de la trivialidad aceptada y entendida por todos, para lanzarse, de un salto, a la gran aventura de crear, o pensar, por sí, y, en consecuencia, fatalmente, a la incomprensión de quienes no entienden el gesto ni la razón que lo determina.

Leyendo los poemas escritos por Juan Ramón en su soledad, salta a la vista el vigor expansivo de que están dotados; el entrañado fluir de la emoción se expresa en la palabra poética con tal carga de sugerencias que el corazón del lector palpita como contagiado del sentimiento. La efectividad de la transmisión es la mejor prueba de que los inspiró un acontecimiento capaz de resonar en todas las almas y de hacerlas vibrar.

Y Juan Ramón ha sentido y cantado esa adscripción, la   —96→   comunidad de sentimiento que es la vida, que constituye la vida:


«¡Cómo no somos únicos!
¡Cómo nos entrañamos, uno en otro, siempre,
con la sangre, mezclada,
del sentimiento! ¡Cómo ríe uno, cómo llora
con los otros!
¡Hilos sutiles
que quedáis, para atarnos unos a otros,
tras nuestro desatarnos;
para que no seamos nunca solos;
sonrisas, besos, lágrimas!»

(Piedra y cielo, I, 14.)                




No es preciso comentar con detalle este poema. Tan clara y hermosamente declara el sentimiento y también el pensamiento del poeta. Me conformaré con subrayar dos puntos fundamentales para su exacta comprensión: primero, la solidaridad humana es un entrañarse «con la sangre, mezclada, del sentimiento»; segundo, no se trata de estar solos, sino de ser solos. Se puede permanecer aislado algún tiempo y no por eso ser solo, en cuanto esa esencia se entienda que equivale a considerarse aparte y de distinta especie. Estar en la soledad puede ser, según vimos, la mejor manera de no ser solo.

¿Puede pensarse, a la vista de los poemas nacidos de esa soledad, que Juan Ramón se retrajera para cultivar su diferencia, y, menos aún, para consumirse en una cultura libresca del todo innecesaria a su obra? Su entrada en soledad responde a una vocación de conquista; no a una tendencia al abandono. Estaba seguro de que la materia poética sólo podía extraerla de sí mismo.

Juan Ramón es un puro poeta lírico y la historia de la poesía (no digo de lengua española, sino de la poesía universal) ofrece pocos ejemplos de tan resuelto propósito de apurar hasta sus últimas posibilidades la veta de lo entrañable. Viviendo el laberinto de la soledad descubrió los engranajes del misterio; infinitos matices del sentimiento que la mirada dispersa deja perder por falta de concentración; y fue conducido, del modo más natural, a ese ansia de perfección que acaso ni siente, ni comprende el hombre que puede vivir fuera de sí.   —97→   Y a estas alturas ya cada cual habrá comprendido que el laberinto no está fuera del poeta, en islas remotas, al otro lado del mar, sino dentro de su corazón.

La tan conocida anécdota de la habitación acorchada en donde Juan Ramón se encerraba para trabajar, aislándose de ruidos callejeros y de los causados por vecinos harto expresivos, podría traducirse al plano espiritual como signo de la voluntad de buscar en la soledad misma la clave de su creación y su poesía. E imaginar la soledad como un laberinto tiene sentido si pensamos que quien recorre las alucinantes galerías confía en encuentros posibles, en un hallazgo precioso y revelador.

El centro del laberinto, el vértice y culminación del invento no tiene techo. Claro secreto: la salida es hacia la altura, y el hilo del aventurero no es señal para el retorno, sino estela para seguidores. El minotauro es una imagen de la mente, y casi cualquiera puede vencerlo si es capaz de afrontarlo cara a cara.

La entrada en el laberinto es una aventura, pero interior; una toma de posesión, pero provisional. En la soledad hará Juan Ramón recuento de emociones, y sometiéndose al tamiz de una crítica exigente se negará a expresarlas si antes no se transmutaron y convirtieron en otra cosa. Desde los tiempos en que el poeta estuvo en el sanatorio de Le Bouscat, la soledad sirvió para la creación poética, y siempre convendrá recordar dos datos: su soledad no fue incomunicación, sino concentración; los períodos de ensimismamiento alternaron con etapas de actividades varias: publicación de revistas, viajes, conferencias y cursos universitarios, relación amistosa con poetas, pintores y personas de diverso oficio y beneficio, coincidentes en su estimación por la poesía.

La soledad no le aleja de la realidad; antes facilita la comunicación con ella y consiente contactos entrañables. Juan Ramón no se retrajo para evadirse de lo real, sino para rehuir la convivencia con quienes por vocación irresistible se dedicaban a falsear la realidad, quizá por incapacidad para reconocerla. Cuanto es real, existente, genuino e inconfundible alentaba en la soledad del poeta, en su laberinto, que también era, según declara expresamente, laberinto de temas.

Veamos estas líneas que añaden al comentario un nuevo   —98→   desarrollo; la posibilidad de encontrar en el problema otros matices:


«¡Qué profusión de estampas de parque, de ciudad,
de cuadro, de ilusión, de música, de libros...!
¡Qué exaltada armonía de colores fragantes!
¡Qué confusión de cosas! ¡Oh Dios! ¡Qué laberinto!»



De mano de Juan Ramón llega esta confirmación: el laberinto no está vacío, sino colmado y desbordante de presencias e incitaciones que se mezclan y entrecruzan con pródiga variedad de contrastes. El poeta, viviendo este caos, se lo apropia creativamente, convirtiendo sus cambiantes luces y giros, sus presencias en tema artístico.

La soledad reverbera; precisamente porque no es un desierto, sino un laberinto donde sobran oportunidades de experimentar la emoción que suscitará el poema. La paradoja consiste en que el ámbito de la soledad resulte tan propicio al desencadenamiento de emociones que, según la concepción romántica de la poesía, no debieran surgir sino al contacto con «la vida». Y esta paradoja se aclara en cuanto se piensa la soledad sin connotaciones retóricas, considerándola como el recinto adecuado para experimentar las emociones a través de la imaginación.

Cuando se habla de experiencias poéticas debiera entenderse que las más profundas acontecen en la soledad. Comparar la experiencia del poeta con la del hombre común sería insensatez; lo que para éste puede ser poca cosa -un sueño, un amanecer-, constituye estímulo decisivo para la creación en cuanto precipitante del sentimiento que la intuición captará y dará forma, convirtiéndolo en poema.




13

Solitario acendra el poeta su sensibilidad y siente con más fuerza la grandeza y la miseria de su condición. Corre como moneda legítima la idea de que en soledad el hombre se complace en cultivar sus diferencias para sentirse distinto de los demás, y una vez distinto, insolidario de ellos y de sus destinos.   —99→   Pero se trata de una falacia; de una presentación parcial de los hechos.

Permítaseme recordar aquí una frase de Georges Bernanos que aclara singularmente la cuestión:

«¿De dónde saca usted [...] que la soledad aleje de los hombres e impida comprenderlos? Cristianamente e incluso humanamente, yo más bien creería lo contrario. Es en el silencio y en la soledad donde uno se encuentra a sí mismo -donde se encuentra la verdad sobre sí mismo-, y por esta verdad se alcanza la de los otros»14.



Si para identificar la soledad de Juan Ramón propongo la imagen del laberinto es porque conviene subrayar el fondo de preocupación e inquietud latente en aquélla. La vida en soledad puede ser más agónica que en la corriente ciudadana. El solitario se concentra en el combate sin fin de esa pesquisa encaminada a encontrar la posible verdad de lo que le resulta más accesible: el propio yo.

Y tal conocimiento no le interesa por considerarse excepcional y diferente, sino, conforme Bernanos aclara, porque su verdad es, en lo esencial, la de los demás: mi prójimo, mi hermano, mi adversario. No para separarse de ellos sino para sentir mejor su razón, sus razones, y escribir desde una comunidad ideal de intenciones y sentimientos, que en el poeta son realidades vividas mientras en «el otro» -lector o no- son realidades en potencia.





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ArribaAbajoPlenitudes del poeta

La poesía de Juan Ramón Jiménez surge en el umbral del siglo veinte. Sus dos primeros libros, Almas de violeta y Ninfeas, aparecen el año 1900. Desde entonces hasta 1955 ó 1956 su obra fue creciendo «sin prisa y sin pausa» -según el invocado lema goethiano- hasta constituir uno de los más claros y prolongados ejemplos de creación lírica registrados en este siglo.

Bécquer y Rosalía de Castro habían muerto sin conseguir entre sus coetáneos la resonancia merecida. Salvador Rueda, hoy injustamente preterido, procuraba introducir en la poesía española flexibilidad, color y gracia, luchando con las convencionales declamaciones de Zorrilla, la solemnidad de Núñez de Arce y la ramplonería de Campoamor. De Hispanoamérica llegaban frecuentes testimonios de renovación en el lenguaje y las formas poéticas correspondiente a notables cambios en la sensibilidad. Ecos de los «suspirillos germánicos», estigmatizados por Núñez de Arce, se advertían en las voces nuevas llegadas de Ultramar. Años atrás un mozo genial mimetizaba, de encargo, las Rimas, desde Chile. Cuando más tarde el mozo hecho hombre publicó Azul (1888), entusiasmos y repulsas, actuando paralelamente, le convirtieron en jefe de una «escuela» no inventada por él, ni siquiera proyectada o deseada por él. Adhesiones y condenas suscitaron en el poeta, en Rubén Darío, un estado de conciencia, iniciando un movimiento poético, anónimo primero y al fin designado con uno de los apodos esgrimidos peyorativamente contra él   —102→   por los adversarios de la renovación: modernismo se llamaría, y modernistas sus adeptos y seguidores.

Es obligado precaver al lector contra los riesgos de simplificaciones esterilizadoras. Acabo de utilizar dos palabras -escuela y movimiento- susceptibles de inducir a error, e importa aclarar en seguida el sentido de tales expresiones, pues con ellas no pretendo sugerir que el modernismo fuera un impulso organizado y dirigido a reformar la poesía como se reforma el régimen administrativo. Movimiento, aquí, equivale a coincidencia en la inclinación renovadora de afanes hasta entonces dispersos y sólo a medias conscientes de sus fines y posibilidades. En el modernismo se dieron de alta tendencias distintas y hasta contradictorias; como he mostrado en otra parte15, considerándole en su verdadera amplitud, junto a la sencillez de José Martí cabía en él la rotundidad parnasiana de Guillermo Valencia, y el simbolismo de José Asunción Silva era compatible con el fragoroso romanticismo de Díaz Mirón.

Juan Ramón Jiménez considera el modernismo como una época y gusta decir Modernismo como se dice Renacimiento o Romanticismo, vastos complejos transformadores que renuevan el ambiente cultural y lo enriquecen, alentados por la voluntad de activas minorías afanosas por superar los límites dentro de los cuales se mueven. Según eso, el modernismo, lejos de afectar únicamente las técnicas de la versificación o el ritmo y calidad de la prosa, lejos de reducirse a influir en los problemas formales, supone una actitud renovadora total, un cambio sustancial en las ideas.

En el momento triunfal del modernismo, tras Prosas profanas (1896), de Rubén, aparecen los primeros libros de Juan Ramón, en cuya publicación -como sabemos- tuvo parte Francisco Villaespesa, andaluz también, deseoso de promover en la poesía española una corriente semejante a la hispanoamericana. Esos dos volúmenes, luego repudiados y destruidos por el autor, respondían a la ortodoxia modernista y dentro de ella a las inclinaciones «decadentes» venidas de Francia, pero ya en ese momento inicial la personalidad de   —103→   Juan Ramón pugna por manifestarse en el lirismo intimista característico de su poesía ulterior.

Siguen luego, escalonados sin regularidad en los trece primeros años del siglo, otros tantos libros de poesía en verso, por lo general de tono elegiaco, nostálgico y sentimental. A Rimas (1902), Arias tristes (1903), y Jardines lejanos (1904), suceden tres tomos de Elejías puras y Elejías intermedias (1908) y Elejías lamentables (1910). Entre ellos, en 1909, imprime el primer volumen de Olvidanzas. Los títulos son suficientemente expresivos. Y siguen: Baladas de primavera (1910), La soledad sonora, Pastorales y Poemas májicos y dolientes (1911), Melancolía (1912) y Laberinto (1913). Al año siguiente aparece la primera edición, para niños, de Platero y yo. Con él no comienza un nuevo ciclo de la poesía juanramoniana, ni menos se clausura el constituido por los libros mencionados; frente a quienes prefieren dividirla en períodos bien deslindados, me inclino a subrayar su unidad esencial fundada en líneas de inspiración y sentimiento apenas alteradas si no es para prolongarse y elevarse en busca de una expresión más pura de las intuiciones y emociones que pretende comunicar.

Para situar esta poesía de juventud en su ambiente no parece ocioso recordar algunos títulos y fechas relacionados con la actividad creadora de otros poetas: Cantos de vida y esperanza y Poema del otoño, de Rubén Darío, se publican en Madrid, 1905 y 1910; Perlas negras y Los jardines interiores, de Amado Nervo, son de 1902 y 1905; Los crepúsculos del jardín y Lunario sentimental, de Leopoldo Lugones, aparecen en 1905 y 1909; Las pascuas del tiempo, Los maitines de la noche y Los éxtasis de la montaña, de Julio Herrera y Reissig, son de 1900, 1902 y 1904; Alma, Capricho, y El Mal Poema, de Manuel Machado, se publicaron en 1900, 1905 y 1909; Soledades, Soledades, galerías y otros poemas y Campos de Castilla, de Antonio Machado, corresponden a 1903, 1907 y 1912; La copa del rey de Thule -cuya tercera edición (1909) prologó Juan Ramón-, La musa enferma y Tristitiae rerum, de Francisco Villaespesa, son de 1900, 1901 y 1906; Poesías y Rosario de sonetos líricos, de Miguel de Unamuno, aparecen en 1907 y 1912.

Esta breve enumeración es suficiente para precisar la marcha   —104→   de la poesía de lengua española, a este y aquel lado del mar, durante los primeros lustros del siglo XX. Si destacan las diferencias entre unos y otros, tanto más naturales e inevitables cuando se trata de personalidades cuyos vigorosos rasgos se deben precisamente a la persistencia de impresiones y convicciones nacidas de lo entrañable y único de cada cual, también es cierto que bajo discrepancias impuestas por la sensibilidad, el carácter y la formación se trasluce un fondo de semejanzas, algo así como el «espíritu de la época», más fácil de definir por sus negaciones que por sus afirmaciones. Si frente a los poetas citados situamos otro grupo en donde figuren sus inmediatos antecesores del post-romanticismo y el prosaísmo -y con ellos los rezagados, los tardos en advertir la superación de los supuestos creativos caducados, los epígonos de cualquier cosa -resaltará en seguida la homogeneidad y consistencia de quienes parecen y son tan distintos entre sí.

Pero hay más: la oposición modernista coincide en el propósito de conseguir un tipo -cada quien el suyo- de poesía interior, espiritual; de poesía que respondiera a las necesidades y fatalidades del poeta, a los paisajes del alma, y no a la exterioridad supuestamente deslumbrante de un Zorrilla, ni a la retórica político-social inclinada a versificar mediocres elucubraciones y profetismos baratos. La voluntad de interiorización es común a los modernistas mejores, aunque difieren en el modo de expresar las intuiciones, y por consecuencia sea tan diversa la forma como reflejan los paisajes espirituales.

Dentro de esa espléndida corriente la poesía de Juan Ramón presenta desde el comienzo notas acusadas: en primer término, la tendencia a esencializar el poema, eliminando elementos accesorios, reduciéndolo a sabrosa pulpa. En la hora inicial esta poesía es sencilla y sentimental, expresión instintiva y fragante que llega fácilmente al lector. El poeta está con frecuencia triste y melancólico. Quiere decirse sin palabrería, en líneas delicadas -lo que no significa frágiles- y de libro en libro va siendo más él mismo y menos «los otros». Esta es su depuración incesante: apartar de lo propio lo mostrenco, lo allegadizo, lo inconscientemente aportado por lecturas; eliminar la ganga acarreada por inspiraciones mezcladas y superar la forma hecha para conseguir ser él mismo, solo y total, en la forma única y suya.

  —105→  

Solo y total. Es decir, lo personal únicamente y también plenamente. El poeta entero y verdadero reflejado en la poesía; presente en ella. Así nace una lírica profunda y clara, una lírica de experiencias entrañables en que, sobre las anécdotas, predomina el debate del hombre frente a sí mismo; frente a la naturaleza y el mundo; frente a los fenómenos decisivos: el amor y la muerte. Naturaleza, amor, muerte, van a ser los motivos inspiradores, y según los momentos revestirán una forma más o menos recargada.

Hay en la vida de Juan Ramón una etapa en que el sentimiento de la muerte le asedia y se refleja sobre el mundo en torno, coloreándolo todo, envolviendo los objetos en veladuras grises. El mundo es hermoso, pero no es posible verlo sin pensar la fugacidad de la vida, la caducidad del ser.

Cuando más tarde sobrevienen acontecimientos familiares que acentúan su enfermedad, la creación poética queda durante algún tiempo abandonada. Juan Ramón está cansado e indiferente y ha de volver al campo para restablecerse y escribir Elejías. Es la hora de la poesía henchida de sentimiento visible, cantado con despliegue de luces y colores en versos largos, alejandrinos sonoros. El lirismo de los libros precedentes era de musicalidad más delgada y etérea; en Elejías y los libros inmediatos se hará más obvio, y rotundo, pero al mismo tiempo, quizá por saturación en la plenitud de los efectos, marcará la sazón del retorno a la sencillez inicial. Juan Ramón ha dicho, en admirables versos, lo que esa evolución significó para él, y aun siendo tan conocidos, no puedo dejar de citarlos:


Vino, primero, pura,
vestida de inocencia;
y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes;
y la fui odiando, sin saberlo.
Llegó a ser una reina
fastuosa de tesoros...
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!
... Mas se fue desnudando.
Y yo le sonreía.
Se quedó con la túnica
—106→
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
Y se quitó la túnica,
y apareció desnuda toda...
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!


La poesía «fastuosa de tesoros» es la compuesta entre 1908 y 1911, aproximadamente, pero el lector no debe aceptar la severa condenación del poeta. Entre los poemas de esa época los hay bellísimos, mágicos -auténticamente- en su brillante iluminación. El poeta no se perdió en el artificio de la versificación «modernista», que, en realidad, como indicó Díez-Canedo, era fundamentalmente un retorno a los metros de Berceo y el Arcipreste de Hita. La emoción fluye tan pura como en los líricos del remoto ayer, siquiera cadencia y ritmo sean diferentes. Esa variedad enriquece la voz del poeta y constituye el presupuesto necesario de la obra futura.

Con Arias tristes y Pastorales llega la primera plenitud primaveral: plenitud emocional y sentimental: Elegías, Melancolía, Laberinto y otros libros, sin continuar la línea iniciada, tampoco la quiebran: se desvían momentáneamente para retornar -en el camino de vuelta- a la transparencia primera, a una desnudez que, como dice el poema citado, es culminación y superación de la inocencia antigua. No quiero, todavía, hablar de realizaciones ulteriores. Volviendo a los libros de 1903-05, conviene subrayar la frescura y gracia de esas obras, lograda, en gran parte, por la flexibilidad de la frase poética cuyo ritmo obedece a la organización de la frase misma, a la fluidez con que la palabra canta intuiciones y emociones del poeta. Nótese la espontánea acomodación entre lo sentido y el verso, entre intuición y expresión; no pesan las coerciones de la métrica, y como la palabra suena tan cristalina y sencilla, el lector, hechizado por la música, ni advierte el rigor y la seguridad con que aquella se ordena.

En los hermosos poemas de Arias tristes el poeta maneja con plena perfección un admirable sistema de alusiones y elusiones. De una descripción de movimientos simples, de sensaciones transparentes, surge, radiante y secreto, el sentimiento del tiempo, la revelación de la vida a través del tiempo   —107→   y en la ilusión. Pocas palabras bastan para convertir esta poesía en la poesía más pura, es decir, en la más alejada del razonamiento y la prosa, expresión de lo indecible, de algo misterioso que, naturalmente, aparece por sugerencia, aludido y no dicho, entre líneas e interrogantes del verso. Veamos un ejemplo:


-No era nadie. El agua. -¿Nadie?
¿Que no es nadie el agua? -No
hay nadie. Es la flor. -¿No hay nadie?
Pero ¿no es nadie la flor?
-No hay nadie. Era el viento. -¿Nadie?
¿No es el viento nadie? -No
hay nadie. Ilusión. -¿No hay nadie?
¿Y no es nadie la ilusión?


Sin intentar un análisis detallado del poema, destacaré la eficacia del estilo juanramoniano; la eficacia de un tipo de construcción en donde las afirmaciones alternan con las preguntas, que, según están formuladas, constituyen implícitamente otro género de afirmaciones. La repetición y reiteración de ciertas palabras, sobre el efecto de impregnación y sugestión producido en el lector, sirve para ligar los versos, trabándolos con sólida unidad. La ambigüedad de las respuestas (ambiguas bajo la aparente claridad de la negación) presiona al lector y le obliga a responder por sí, imaginativamente, a las sugerencias propuestas, contribuyendo, en cierta manera, a completar la invención poética.

El desdén por el argumento da a la poesía de Juan Ramón inconfundible carácter. Quiero decir, desdén por el argumento dialéctico, pero también la poesía anecdótica queda lejos de su intención (salvo en unos pocos poemas de Historias): ni razonamiento ni peripecia exterior. Esta poesía se teje con incidentes interiores, expuestos con tanta precisión y lucidez que quien los sigue y los siente se identifica con ellos desde dentro, desde la emoción suscitada, y respira con naturalidad el clima tenso y claro en donde se producen.

Poesía juvenil compuesta con intención de poner las palabras al servicio de un alto designio expresivo: la revelación del mundo interior; revelación imposible sin una escritura rigorosa apta para devolverlas su sentido más preciso, libre de   —108→   contagios a que las exponen confusionarios de toda especie. La reivindicación de la palabra poética no significa apartamiento de las aguas vivas en donde fluye, sino de los verdines y charcas en que la vulgaridad se estanca para corromperlas. En su primera época Juan Ramón no pretendió inventar un lenguaje «poético», sino, muy al contrario, restituir al general y común su expresiva calidad originaria.

Leyendo el poema recién transcrito se comprobará la sencillez de los elementos utilizados. Aquí la poesía nace sin artificio, en el sentido con que este vocablo suele utilizarse; las palabras se cargan de significación y parece como si se potenciaran por el modo -por la forma, precisamente- de su empleo; por la posición en el poema, pausas, interrogaciones, elementos flotantes entre ellas, enlace y rupturas del verso, y el conjunto presentado con la mejor eficacia. Arte y no artificio; sencillez, sin complicación ni retórica.

Pastorales es libro de notable unidad, en la inspiración y en la forma. Los elementos descriptivos son más abundantes que en otras obras de la época: como el poeta declara, al escribir estos poemas pesaba en él la memoria y dulzura de días vividos en el campo, horas benéficas para el cuerpo y el alma, y quiso captar el encanto de momentos imborrables, de sensaciones únicas. La paz del campo, el atardecer, olores de otoño, brumas, campanas sonando en la noche, callecitas calladas y oscuras, carretas tornando a la aldea, el río, la luna, el mar... Motivos elementales, acomodados a la nostalgia indecisa del poeta y bien servidos por el lenguaje y la técnica, tan sazonados y eficientes desde Arias tristes y Jardines lejanos.

Y no es sólo la descripción, exacta y sobria en la concisión y expresividad del toque, lo destacable en Pastorales: hay alguna acción en los poemas -o poema- siquiera reducida a rasgos que en rigor casi se confunden con los elementos descriptivos: la carreta cargada de troncos o los marineros entrevistos en la calle, a través de una canción, una memoria.

Pastorales figura en las bibliografías, según el orden de publicación, detrás de las Elejías, pero es anterior y debe ser incluida en ese primer período juvenil (primero si se prescinde, como Juan Ramón deseaba y practicaba, de los libros iniciales, con vertidos en apuntación «prehistórica») de la poesía «vestida de inocencia». Baladas de primavera (1907) prolonga   —109→   este momento con mayor variedad formal, mas todavía en él predominan los romances. El talante del poeta es, según el título sugiere, primaveral -«Dios está azul»- y el tono de la obra más sonriente, más alegre, impregnado por las gracias del mundo renaciente. Por eso es mayor el contraste con poesías después publicadas, pero en parte compuestas el mismo año: las Elejías, donde la hermosura del mundo acrecienta, por contraste con la realidad del alma, la melancolía del poeta.

La tristeza desbordada en Arias tristes, ahora vuelve, en metros largos que dan a la palabra mayor énfasis, prolongando la emoción en la lenta andadura del verso. La tristeza es la misma y no es la misma, pues al cambiar la expresión, necesariamente cambia lo expresado, o, más bien, opera de distinta manera sobre el lector, afecta diferentes resortes del ánimo. Subsiste la impresión de nostalgia, y la ambigüedad en los sentimientos provocados por la hermosura del mundo, porque esa belleza es también un enigma, expresión de un misterio que el hombre nunca podrá desentrañar. La tristeza y la alegría se funden hasta cierto punto; el triste se consuela con la belleza y cuenta con ella para transfigurar y sublimar su sentimiento.

Cuando Juan Ramón canta la pérdida de la ilusión, el muerto por quien llora es el yo antiguo capaz de sentirla. Los tres libros de Elejías son libros de nostalgias, a donde asoma la infancia, el amor, imágenes del pasado inmediato; envuelto todo en una neblina coloreada que al hermosear lo de ayer hace más turbio y gris el presente: «ramo blanco de rosas del ensueño», los poemas. El metro escogido aquieta el ritmo de la frase y la intuición se desarrolla más despacio, encadenando las metáforas en sucesión detallada, con abundancia de pormenores que reflejan sensaciones. Libros, pues, de imágenes, con un fondo común de referencias a la naturaleza viva; sencillas todavía en su alusión a figuras elementales, y revelando la tendencia a decir las cosas de manera directa, a evocar la realidad en una línea continuada de rememoraciones que apenas podrían llamarse descripciones porque aludan a una situación, como medio para expresar a través de ella un estado de ánimo.

Es interesante, siempre, observar cuáles son las palabras que con más frecuencia se repiten en un libro de poesía. En   —110→   Elejías intermedias -por citar un ejemplo- las más abundantes son las alusivas a la belleza de la naturaleza o al propio poeta: «rosas», «oro», «corazón». Se mencionan a menudo las «flores» y concretamente «lirios» y «violetas». Se trata, pues, de un mundo hermoso, henchido de color y fragancia, por donde el «pobre poeta» deambula melancólicamente. Abundan las exclamaciones, interrogaciones, puntos suspensivos utilizados para forjar versos más amplios y demorados, como si con tales recursos quisiera el poeta lograr determinados efectos y patentizar los ecos de la exclamación, el encanto, la delicia o el dolor constatados.

¿Es quizá la prolongación del patetismo, lo melodramático de alguna imagen o de algún adjetivo («dolor-pájaro torvo y lúgubre») lo que Juan Ramón desdeña en estos poemas? No sé; pero en La soledad sonora (1909) junto a los alejandrinos reaparecen los romances, y con ellos el sentimiento de la naturaleza viva, las sensaciones sencillas y decantadas producidas por espectáculos elementales y deleitables para el corazón del poeta: la brisa jugando con las flores; el fluir del agua en el arroyo...

En 1911 publica Poemas májicos y dolientes, libro más variado y tan extenso como los tres tomitos de Elejías sumados. El título resume toda una época y podría servir para designar lo escrito en estos años. Lleva dos dedicatorias significativas: la primera, «A Albert Samain en el cielo de Citeres»; la segunda, «A la poesía», con un poema en el que ésta ostenta «corona de diamantes» y «celeste pedrería» (recuérdense los versos copiados más arriba, donde la evoca -para condenarla-: «fastuosa de tesoros»).

La dedicatoria a Samain explica algunas cosas, declarando los sentimientos al iluminar el motivo de las admiraciones. Samain, hoy poco leído, fue aficionado a los símbolos, pero no simbolista; romántico tardío de sensibilidad doliente y frágil; un tuberculoso que no sabía ver el mundo sino desde la tristeza. Sensual y nostálgico, interroga el misterio del mundo en tono elegíaco, con trémolo patético, y apasionado en el que vibran resonancias de otros poetas, especialmente de Baudelaire. A Juan Ramón quizá le atrajo la melancolía dominante en la obra de Samain; las imágenes, nada enigmáticas, prolongadas a lo largo del poema; el alma soñadora que allí se revela.

  —111→  

En los Poemas májicos y dolientes las hojas secas simbolizan la vida humana, y la imagen continúa hasta incluir los pormenores necesarios para evocar las edades del hombre. La actitud de ambos poetas es semejante, siquiera los poemas de Juan Ramón tengan otra calidad, y superen, como en Madrigal de ausencia, las convenciones del llamado decadentismo, alumbrando las frescas aguas de la poesía eterna.

Los Poemas májicos y dolientes son libro relativamente extenso y más variado que los anteriores. Está dividido en seis partes: los Poemas májicos y dolientes propiamente dichos (24); Ruinas (23); Francina en el jardín (7); Marinas de ensueño (11); Estampas (4), y Perfume y nostalgia (12). En total, 81 poemas compuestos en diversas formas y metros. Entre ellos llaman la atención, por su rareza, los dedicados a Francina, poemas insólitos en la obra de Juan Ramón, de un erotismo refinado, pero evidente. La imagen de la muchacha desnuda corriendo mientras el amante la golpea «con lilas llenas de agua» es muy conocida, gracias a las antologías; pero como el libro no se reeditó nunca y ha circulado relativamente poco, bastantes lectores ignoran la existencia de una serie de poemas dedicados al tema, mostrando algunos un erotismo más insistente y explícito. El poeta se complace en describir el hermoso cuerpo femenino:


Cuando camina cabe los lirios amarillos,
su sexo, entre las flores pomposas escondido,
parece un lirio de oro, un suave y fino lirio
de oro, con irisaciones de infinito...


(Francina, I.)                



El sol le alumbraba el fondo
de las cosas misteriosas:
los ojos, el blando nido
del amor, la axila blonda...
Eran rosados sus pechos,
rosas sus piernas redondas,
sus hombros de un rosa suave,
sus dulces orejas, rosas...


(Francina, III.)                


  —112→  

Es una nota excepcional en la poesía de Juan Ramón, e interesa detacarla para que no pase inadvertida. La significación de estos poemas parece clara: es la presencia de Venus, la belleza encarnada en cuerpo de mujer y encantando la memoria del hombre. Pues las imágenes de la muchacha desnuda no corresponden al momento de la invención poética, sino probablemente a los días vividos por el poeta en el sanatorio de Castel d'Andorte, y son rememoradas, evocadas como presencias del ensueño donde reviven. El olor de las rosas trae recuerdos del pasado, cuando Francina reía bajo la dulce caricia de las lilas. ¿El nombre, Francina, no está revelando la nacionalidad de la bella? Este detalle poco importa en cuanto a la poesía; pero lo señalo como dato curioso en relación con el mecanismo de la creación lírica en Juan Ramón.

La singularidad de estos poemas estriba en que constituyen una versión del otro amor: el amor carnal, deslumbramiento ante la belleza del cuerpo femenino, claro sortilegio operando sobre el poeta, a quien al fin hallamos, fiel a su destino, rememorando el bien perdido en la otoñal soledad del jardín. El erotismo de Francina en el jardín es, con tintes más claros, parecido al revelado en obras de Samain, d'Annunzio, Barbey d'Aurevilly, y más tarde en las Sonatas de Valle Inclán.

El poema final del desencanto confiere a esta serie un tono de ensueño revivido, lo bastante incierto como para dejar en suspenso la respuesta acerca de la realidad en que se inspira. El tono es el mismo de los demás -tan diferentes-: deje desengañado y sombrío. El placer tiene un sabor expresado en Poemas con acre y algo melodramático acento: el oro es cieno; el «olor de primavera» será después «tristeza de veneno». Contrastes así no escasean en la poesía juanramoniana e incluso son una de sus notas distintivas, pero en las obras posteriores falta esta extremosidad de vocabulario, estas neorrománticas asociaciones léxicas: «llanto de cieno», «lodazal de vicio», «la carne aterra en cieno», «tanta acritud, tanto cieno»...

En Ruinas, donde la palabra «cieno» reaparece con significativa insistencia, el último poema de la serie cumple finalidad semejante (pero en sentido inverso) a la del último de Francina: mostrar como la «májica riqueza de ilusiones» concluyó en realidad escasa, mas suficiente. El círculo de la vida   —113→   se cierra siempre ambiguamente, y Juan Ramón lo expresa así en los poemas de este libro, tan característico de determinado momento en su creación. El título general: Poemas májicos y dolientes, declara el modo como la intuición va a revelarse en los poemas con variedad de matices y giros que ayudarán a mostrarla en diversas facetas y a probar, por vía genuinamente lírica, su verdad. Esa intuición funde vida = ilusión con desengaño = melancolía, y también con vida = ensueño y desengaño = renacer.

El poeta padeció en ciertas épocas graves crisis depresivas, superadas cada vez por y para la poesía, mas no sin quebranto, constituyéndolo, o constituyendo una fracción de su personalidad que necesariamente había de influir en la creación. Señalé alguna peculiaridad respecto al vocabulario expresado, y esta fraseología parece consecuencia de ese estado de ánimo que le impuso una visión del mundo en dos planos: el de la hermosura visible que le hechizaba -lo májico- y el de la realidad encubierta por aquella -lo doliente-. La comunicación entre ellos es constante y por todos los poros; resulta fácil, por eso, mezclar uno y otro, creando en la imaginación un tercer ámbito en el cual coinciden, si no se funden, superando sus diferencias.

La melancolía fue un lugar común de la época. Si las palabras clave para describir el estado de ánimo del hombre actual son -acaso- «angustia» y «desesperación», ninguna como «melancolía» refleja el temple del modernismo; al menos el aspecto postromántico (prolongación del romanticismo) del modernismo. La línea melancólica pasa de Enrique Gil a Nicomedes Pastor Díaz, de Bécquer y Rosalía a José Asunción Silva y Julián del Casal, a Antonio Machado y Juan Ramón. Incluso en Manuel Machado, desenfadado y garboso, descubrimos huellas de su paso, y no extraña hallarlas; es el ambiente, contagio de los sentimientos predominantes.

1912 es el año de Melancolía, libro repartido en seis partes cuyos títulos no sobra recordar: En tren, El alma encendida, La voz velada, Tercetos melancólicos, Hoy, Tenebrae. Sobre este volumen planea el recuerdo de los cuadros de Arnold Boecklin; abundan las citas de poetas franceses: Samain es, todavía, uno de los recordados.

Parques abandonados, imágenes eróticas, crepúsculos, olor   —114→   a violetas, recuerdos y nostalgias, hojas secas, nieblas, estancias silenciosas, una sonata tocada al piano, campanas doblando a muerto, amor triste, pasiones oscuras... Imaginería y temática adecuadas para expresar ese sentimiento total; sentimiento que no responde a accidentes concretos ni a circunstancias transitorias, pues se debe a disposición del ánimo. El melancólico es por temperamento, y naturalmente le solicitan temas en los cuales un humor sombrío encuentra la sustancia apetecida para confirmar su visión del mundo. Busca alrededor suyo cuanto sirva para dar a esa visión la solidez necesaria, y utiliza, como elementos apropiados, las notas capaces de expresarla, haciendo vibrar, en el aire donde suenan, vagas tristezas; resonancias de una pena sin causa concreta ni motivo preciso, pero tan honda y grande que invade con su sombra el mundo en torno.

En las Elejías predominaba la tristeza; aquí, la melancolía. En aquéllas el poeta parecía dominado por un dolor grave, pero circunstancial; en Melancolía el sentimiento es más duradero; refleja el corazón del poeta en su permanencia, no en una situación particular. Es como si al alejarse las causas de la tristeza se adelgazara y convirtiera en un sentimiento no tan agudo, pero más persistente. El triste cura cuando la aflicción se olvida; el melancólico persiste en la melancolía, que es su genuino modo de ser.

El verso alejandrino está más en consonancia con la expresión de la melancolía. El verso corto impone quiebros, concisiones, dinamismo que no casa con este sentimiento; la línea de catorce sílabas ofrece camino ancho por donde discurrir con paso calmo, según conviene para no destruir con el movimiento la fidelidad a lo intuido. Pueden marcarse pausas, fijarse pormenores, duplicarse adjetivos:


O que, pálida y dulce, con un libro en la mano,
caminas lentamente por la seca avenida,
y buscas en la rosa postrera del verano
el sentido profundo y eterno de la vida...


Juan Ramón no se propuso incitar a una recreación del sentimiento; simplemente lo dice según lo vive, según existía en él, y con los ritmos adecuados. Pues el verso largo permite sazonar las imágenes; darles inconfundible tono: «caminas   —115→   lentamente por la seca avenida». Las cuatro sílabas del adverbio, sobre precisar la modalidad de la marcha, la remansan: len-ta-men-te. O, en otro poema: «Un indolente hastío de pálidas nostalgias», los adjetivos dan a los sustantivos matiz personal y al mismo tiempo retardan la andadura del poema.

Los poemas de Laberinto (1913) corresponden a los mismos años que los de Melancolía: 1910 y 1911. Es natural su semejanza. Su estado de ánimo y actitud eran idénticos, las obras habían de parecerse. Son libros de los treinta años; de cuando Juan Ramón está escribiendo Platero y yo, la maravillosa elegía a su juventud andaluza; a la tierra de Moguer; a los recuerdos del dulce tiempo recién vivido.

¿Hay diferencia notable entre Melancolía y Laberinto? ¿Algún apreciable cambio de uno a otro libro? Yo diría que no. Tal vez en el segundo es más acusada la nota sentimental, y quizá por eso Juan Ramón lo trató luego con severidad; pero en él hay poemas tan excelentes como el dedicado a Antonio Machado y la Carta a Georgina Hubner en el cielo de Lima.

A principios de siglo, alguien, desde Perú, decidió embromar a Juan Ramón simulando la existencia de cierta muchacha, Georgina Hubner, supuesta admiradora del poeta16. Comenzó una correspondencia entre los simuladores -cuya identidad tardó en conocerse- y Juan Ramón, quien fue poco a poco inventando y forjando en su imaginación una figura de mujer. Enamorado de ella, la anunció el propósito de marchar al Perú para encontrarla y casarse, y en ese punto, temerosos los bromistas de las consecuencias de su chanza, informaron a Juan Ramón, por conducto del cónsul peruano en Madrid, de que Georgina había muerto. Entonces escribió el poeta una extraordinaria elegía; un poema en forma de carta a la joven muerta, que constituye su acta de nacimiento al mundo de la poesía. Extraordinaria lección y ejemplo del poder creativo del arte: Georgina Hubner vive en los cielos de Lima con presencia más real que la de quienes, verdaderamente, en su tiempo existieron. Sin sentimentalismo alguno,   —116→   antes con duro acento y desacostumbrada violencia de expresión, concluye el poema:


Y si en ninguna parte nuestros brazos se
       encuentran,
¿qué niño idiota, hijo del odio y del dolor,
hizo el mundo, jugando con pompas de
       jabón?


La sespiriana interrogación final anuncia un cambio en la actitud de Juan Ramón; en vez de pensar la muerte con sentimiento de autocompasión, se revuelve contra la falta de sentido de una vida que ni siquiera en la muerte llega a completarse.

Laberinto es el libro de «la nostalgia sin fin..., el ensueño sin fondo...», según reza el poema inicial. Lleva la siguiente preciosa declaración del autor, exposición de intenciones:

«Ambientes y emociones de un Watteau literario un poco más interior y menos optimista que el Watteau pictórico, pero contagiado de las mismas delicadezas suaves de amor. El sentimentalismo no es aquí tan pastoril, porque han muerto aquellas pastoras neoclásicas que Chenier cantaba, y que hicieron de la vida una eterna y amarilla tarde de domingo de viñeta. También es otra la decoración. Lo que resta igual es algo así como la voz del agua, la misma siempre a través de las campiñas renovadas.

¡El color de Watteau! La pluma se moja en aquellas finas lacas transparentes, y, al pintar, parece que la frente se orea, soñando, de una brisa pura que ha pasado por el arroyo, por el césped, por las hojas secas de un otoño dulce, caídas ya en la presa del molino.

Es el alma, ansiosa de una elegancia espiritual y suprema que lo invadiera todo, que todo lo cambiara. ¡Si la hora viniese constantemente de un fondo inefable! Si el vivir cotidiano tuviera sus frondas de jardín con pajarillos líricos, sus horizontes de campo, sus ríos quietos y sus montañas en flor, sus estancias apacibles, con rosas, con ventanas abiertas y con mujeres ideales!

Hablemos todos bien, y bajo, a ver si surge el encanto misterioso!»


La cita es extensa pero merece la pena copiarla; proporciona datos interesantes. Destaquemos en primer término la intención   —117→   de lograr en poesía algo parecido a la pintura de Watteau. Del paisaje romántico y simbolista de Boecklin a la gracilidad dieciochesca de Watteau, mundo de lo pastoril convencional; refinamiento y gracia algo frágiles en vez de la atmósfera un tanto tétrica en que aquél se complacía. En segundo lugar, adviértase el propósito de mantener, en la variedad de perspectivas, unidad de corriente, como «la voz del agua, la misma siempre a través de las campiñas renovadas». Y por último, el anhelo de tocar fondo; de recibir y expresar el conocimiento de lo inefable; el encanto supremo insinuante del modo más sutil en cuadros como El indiferente, captando equívocos matices de rara belleza.

Los poemas tienen calidades de finísima impregnación sentimental, como dos de la primera parte donde el amor es evocado sugiriendo las sensaciones de presencia producidas, o por el olor o por la voz de la amada. Juan Ramón acierta a expresar la intensidad del sentimiento y la dulzura del acontecimiento, dedicando los dieciséis a doce versos de los respectivos poemas a una elaborada y fragante continuidad de sensaciones, todas dependientes de la intuición originaria.

La última parte del libro, los dieciséis poemas incluidos bajo la rúbrica Olor de jazmín, corresponde a un solo tipo de sensaciones: las producidas por un aroma, por el mencionado en el título. Su lectura muestra que Juan Ramón, sin dejarse vencer por la emoción, encuentra formas que la superan y transforman, por intermedio de la palabra, en obra bella: «En los balcones, a las altas horas, hay / blancas mujeres mudas que parecen fantasmas...».

La destreza para asociar las palabras logra efectos como el de este segundo verso, sencillo y bello por esa alternación de los sonidos en a y e, con una relación a-e-a-e-a y la línea iniciada y cerrada por la suavidad de las aes prendiendo en el oído de modo tan gustoso; ese efecto lo realza el ritmo, reiterativo en el primer hemistiquio y descendente en el segundo para coincidir en la armonía sonora con el arranque del verso.

Estos poemas son también testimonio de cómo se desarrolló en el autor el don de someter la realidad al proceso de intensificación y exaltación cristalizado en la poesía. Cuantos elementos pueden contribuir a forjar en forma adecuada una   —118→   imagen fiel de la intuición son incorporados al poema. ¡Y qué notorio enriquecimiento del mundo cuando por acumulación de imágenes luce espléndida su vasta complejidad! Una imagen; un adjetivo; una exclamación; menos aún: puntos suspensivos insinuando y solicitando la presencia del lector para darles significado (el significado propuesto por el poeta). Estos recursos bastan para presentar lo intuido en la forma bella que mejor lo expresa; presentándolo, no según, sino de acuerdo con su esencia radiante.

En los libros de Juan Ramón, hay una atmósfera cargada, henchida de sensaciones; en este caso predominan las de tipo fragante. Sí, Laberinto es libro de fragancia y en él se llega a expresar un sentimiento, a dar forma a una emoción por la plenitud con que está recogido.

En el poema Retreta, escrito desde un recuerdo de Laforgue, veo un ejemplo de cómo la multiplicidad de las imágenes evocadas fortalece la unidad del símbolo, y éste a su vez marca el contraste, los contrastes en que toda existencia se constituye, entre «las vagas brisas de otros mundos» y la ruidosa realidad irrumpiendo en ellas. Me parece descubrir, bajo el claro símbolo desarrollado, la pasión del propio poeta expectante entre voces llegadas del ensueño y el estruendo del suceso que vibra con alarde de luna, músicas y colores.

Cito de Laberinto -otra vez, y espero se me perdone la reiteración- unos versos apropiados para servir de exergo al volumen, y en gran medida también a casi toda la obra compuesta alrededor de 1910.


¡Qué profusión de estampas de parque, de ciudad,
de cuadro, de ilusión, de música, de libro...!
¡Qué exaltada armonía de colores fragantes!
¡Qué confusión de cosas! ¡Oh Dios! ¡Qué laberinto!


Laberinto de sentimientos, más que de temas, pues estos significan poco para quien de la profusión y la confusión salva lo esencial; lo que obedece a una dirección concreta del pensamiento creador. El tercero de estos cuatro versos, «¡qué exaltada armonía de colores fragantes!» resume en una línea la impresión que produce lo mejor de Laberinto: armonía, pero exaltada; armonía de juventud, con el sentimiento pugnando   —119→   por quebrantar los moldes, el rigor -y sin conseguirlo; pero la tensión resultante beneficia a la poesía-, y equilibrio de colores del espectáculo cargado de luz; y no de una luz cualquiera, sino, según la expresiva sinestesia, de luz fragante: «exaltada armonía de colores fragantes». Línea donde los adjetivos pesan -y definen- tanto como los sustantivos a quienes califican y completan.

En 1914 aparece la primera edición de Platero y yo. Edición todavía incompleta de la «elegía andaluza» dedicada al inolvidable borriquillo. Juan Ramón toma un fragmento de la realidad, un fragmento al parecer intrascendente, y lo colma de sentido. Transformación de lo real por la riqueza implícita en la mirada del poeta. Gracias a ella, forzados y como hechizados por ella, descubrimos la amplitud, diversidad y hondura del mundo propuesto a nuestro conocimiento. El Moguer cotidiano resplandece en la transfiguración operada al convertirse en el Moguer creado por el poeta.

El libro se compone de una serie de poemas, equivalente a la sucesión de momentos escogidos como más representativos y propios para expresar el sentimiento del poeta. El yo de éste se descubre en la creación y, al exponer las emociones en forma depurada, las realza. El poema breve en prosa le sirve para narrar, no un suceso, sino la impresión del acontecimiento; sin insistir, sin buscar efectos, antes evitándolos, reduciéndose a una composición cuyo artificio (si alguno tiene) consiste en la tersura de la prosa. Ninguna complicación de lenguaje; ni siquiera las de imagen y sonido. El poeta confía en la belleza de la palabra precisa y en el ritmo natural que esa precisión lleva consigo.

La unidad de tono y lenguaje parece más notable cuando se advierte la diversidad de emociones expresadas. Esa unidad depende -creo- de la invariable actitud de Juan Ramón frente a emociones llegadas de su juventud para clausurar una época; es el alma la que al verterse sobre el mundo (sobre Platero y Moguer) lo tiñe de su hermosura profunda. Si ésta existe en el verso es porque allí la pone, hecha palabras, la mirada del poeta. No importa el Moguer real, ni el asnillo que un día trotó por sus calles; importa la invención lírica en que Juan Ramón hizo vivir su destello.

Platero y yo es una etapa más del cambio gradual que se   —120→   produce incesantemente en la poesía de Juan Ramón, dejando a salvo sus hondas constantes. Escrito despacio, durante años, mantiene la unidad en todos los aspectos: temática, desde luego, y también -puntos más importantes- formal y espiritual. El sentimentalismo fue vencido por la eliminación de cualquier complacencia y debilidad; dominado por el propósito de lograr un objeto de absoluta verdad y absoluta belleza el poema.

La versión juanramoniana de lo real es, naturalmente, una versión con sentido, que capta los ritmos, cadencias y movimientos adecuados para hacerla sensible, impregnante. Los materiales utilizados en Platero parecen bellos ahora, cuando el poeta ejercitó su don creador, es decir, la mirada y la aptitud para ordenar líricamente cuanto le ofrecía la realidad a través de la imaginación.

Platero no niega la realidad, antes la reconoce implícita como punto de partida; desde el comienzo (Juegos del anochecer), se trasluce la intuición de una verdad que afecta la sensibilidad del hombre, y por la intensidad de la emoción suscitada le conduce a una forma poética muy eficaz, desnuda, pues consiste en exponer sencillamente el contraste entre las cosas según son y su significado en la imaginación. El carácter simbólico de esta poesía la enriquece, incluso para quienes, sintiendo la belleza del texto, no aciertan a explicarse a qué se debe. Los niños alardeando y presumiendo de las riquezas paternas, están en el poema (para citar un ejemplo) como símbolo de una frustración colectiva; frustración cuyas víctimas no deben ser situadas en lugar y momento determinados, sino en la sombría corriente del destino. En Platero existen tres niveles de significación: el estético, el de la alusión a la Andalucía real y el de lo humano general.

Quiero subrayar cómo el poema trasmuta la evocación de lo real en imágenes de notable consistencia; su valor simbólico y la manera de conseguir que los diversos capítulos reflejen las luces cambiantes de las estaciones para mostrar, en la fluencia de los incidentes recordados, el movimiento del tiempo y las variaciones en los estados de ánimo. Se habla de Platero y yo como de un libro de poemas, pero si cada fragmento puede ser leído independientemente, como poema aislado, no adquiere pleno valor y sentido sino en relación con los demás,   —121→   notándose entonces que son partes de un conjunto coherente y firme, de una totalidad perfectamente calculada. Por eso prefiero decir «poema» y no «poemas»; para declarar esa unidad, y atraer la atención sobre la sólida y trabada construcción del conjunto.

Platero y el poeta simbolizan la relación entrañable entre el hombre y lo natural, descansando uno en otro y comprendiéndose sin palabras, mientras alrededor suyo pulula y les asedia una multitud contagiosa de estruendos, fiestas, extraños delirios. Juan Ramón es el poeta de la soledad, y en Platero y yo encontró formas muy suyas para expresar el sentimiento de ella.

Es posible dialogar con Platero, porque éste es la naturaleza y tiene, como ella, medios para decirse sin palabras. En el poema hallamos aromas y ruidos, albas y crepúsculos, y desde luego el silencio, ese silencio entre el poeta y el asnillo, entre el hombre y lo natural, en que se oye lo indecible. La tensión de la soledad y el silencio crece en el alma por la contigüidad de otro ser vivo; de alguien en quien palpita una sangre de otra clase; alienta una vida que es parte de algo, de una fuerza inmensa en cuya corriente esta incluido, también, el hombre.

¡Qué bien se ha visto el poeta con los ojos de los niños gitanos, para quienes, cuando cabalga en Platero saliendo al campo, es el loco, el loco! Símbolo también; como lo es el Judas; como lo son las diversas figuras del poema... Toda la obra de Juan Ramón fue escrita bajo el signo de la lucidez, con clarividente captación del sentido de las cosas, pero en Platero y yo esa lucidez llega al punto extremo de comprensión y penetración en el mundo.

Por la lucidez en la captación y el rigor en la expresión, es un libro clásico; ya señalé su calculada construcción y la sobriedad de los recursos empleados. Las líneas del poema están dibujadas con firmeza y seguridad; sin recargar el apunte ni complacerse en él, pues el poeta sabe que para crear un objeto bello no es preciso insistir, empeñarse en decirlo todo. El esfuerzo de Juan Ramón no responde a un proceso racional, pero sí, como toda creación poética, a un proceso intelectual, y conviene recordarlo en una época obstinada en presentar la poesía como brote del inconsciente. Platero y yo   —122→   es buen ejemplo de cómo la eliminación de lo racional no significa atenuar el poder de la inteligencia para servir a la intuición, potenciarla y potenciar el poema. La palabra se pliega eficazmente a la expresión del mundo interior sin perder su aptitud para aludir a las realidades exteriores; la palabra conserva su peculiar significado, aunque la intención del poeta no consista en utilizarla para «comunicar» (pues ésta no es función específica de la palabra poética sino de la palabra a secas).

Quien sólo viere en Platero y yo unas memorias de juventud realzadas por el vigor de la evocación lírica no penetrará el verdadero sentido de esta obra; su carácter simbólico y la diversidad de estratos significativos que comprende. La evocación es exquisita, pero la delicadeza de colorido, el toque suave y trazo sencillo no harán olvidar que a la perfección de la forma concurren cualidades menos visibles: precisión imaginística, riqueza de símbolos y humanidad de fondo bañando las raíces del ser y el existir. Libro muy humano, nada del hombre le es ajeno, y si en cada fragmento esa humanidad trasparece, en el conjunto del poema constituye ejemplar autobiografía espiritual; confesiones, no hechas adrede sino disimuladas bajo la transparente pureza de la palabra. El extremado subjetivismo de Juan Ramón se somete a un rigor formal, propiamente «clásico». La maravillosa prosa de Platero trajo a la poesía española nuevo y eficacísimo instrumento de creación.

En 1915 escribe Juan Ramón dos nuevos libros: Sonetos espirituales y Estío. Libros situados, como Platero y yo, en la divisoria, en la línea trazada para separar (de modo algo arbitrario) los dos grandes «períodos» en que suele dividirse su obra. Dos libros coetáneos; muy diferentes en inspiración y forma. Los sonetos, aceptando la estructura tradicional, tienen un sello muy personal; los poemas de Estío, tan personales, declaran impregnaciones de la gran poesía eterna. En los Sonetos es frecuente que la composición comience rememorando algo admirable, delicioso y ya pasado. Le llamaré «el bien perdido». Sigue una pregunta que el poeta se dirige, y acaba con una constatación, por lo general expuesta en varios versos, cuya mejor expresión se logra en la línea final.

La idea queda cerrada y capturada en sonetos perfectos.   —123→   Sonetos espirituales es de los libros más atractivos de Juan Ramón y muestra cómo su genio opera, dentro de las rígidas limitaciones impuestas por el marco, tan inventivo y libre como en cualquiera de las otras formas escogidas para dar realidad a la inspiración: romance, verso libre, canción, prosa... El pensamiento poético utiliza indistintamente estas formas, pues en cuanto encarna en ellas las confiere validez, y -por otra parte- la frustración puede producirse en cualquiera.

Respecto a la peculiaridad señalada en estos sonetos, alguna vez, así en Muro con rosa, la interrogación aparece desde el primer verso, arrancando con brío de dos sílabas realzadas por la pregunta: «Sin ti, ¿qué seré yo? Tapia sin rosa, / ¿qué es la primavera?...». Aquí son dos las constataciones de lo que llamo «el bien perdido»: una, directa; metafórica la otra, para expresar plásticamente una misma intuición: desvalimiento y pobreza del ser sin amor. Al propio tiempo el poema dice lo que es el amor, mostrando su equivalencia en el término correspondiente de la imagen.

En Retorno fugaz la interrogación abre el soneto:


¿Cómo era, Dios mío, cómo era?
-¡Oh, corazón falaz, mente indecisa!
¿Era como el pasaje de la brisa?
¿Como la huida de la primavera?


Sin entrar ahora en un análisis detallado de lo que significa estilísticamente esta cadena de interrogantes; limitándome a la construcción del poema, conviene decir cuán adecuada es la variante a la intuición. (El soneto quiere expresar la persistencia de la memoria junto a la vulnerabilidad del recuerdo.) Se trata de subrayar, desde el comienzo, la zozobra de quien busca dentro de sí una imagen precisa y sólo encuentra perfiles borrosos, diluidos, o, más bien, la sombra sin contornos precisos de lo que pretende aprehender con sangre y volumen.

Algún otro soneto -como Voz nueva- comienza y sigue con interrogantes, eslabonando las preguntas hasta llegar al verso final, también interrogativo.

Nunca (según creo) ha sido estudiado este punto al comentar   —124→   Sonetos espirituales, y merece tenerlo en cuenta; la peculiaridad apuntada es útil para dar realidad, de modo muy bello, a las emociones. Partiendo de esa pérdida cuya causa se ignora, con la sucesión y reiteración de preguntas se sugiere el misterio; se crea y encarna en palabras una sensación de misterio. Las repetidas preguntas estimulan la inquietud del lector; le fuerzan a participar en la creación para responderlas, y a penetrar en la zona de sombra.

Este libro cambió de nombre, y se llamó Sonetos interiores. Prefiero el antiguo título; acaso el otro matiza la significación de los poemas, no tanto estrictamente «espirituales» como «interiores», y esto por dos razones: en lo «interior» del ser se incluyen, además del espíritu, alma e inteligencia (los cincuenta y cinco sonetos se refieren también a lo corporal, a las sensaciones, y el término interior los abarca con más precisión que el calificativo espiritual); también, como notó Díez-Canedo, están escritos «de dentro a fuera», desdeñando la brillantez y sonoridad característica de los sonetos de siglos anteriores, especialmente los del Barroco y el Romanticismo.

Obra importante, en la cual, sobre figurar varias piezas ejemplares, se utilizan con brillantez elementos y recursos que me limitaré a enumerar, dejando para otro lugar la tarea de exponerlos y comentarlos. Gracias técnicas como el empleo de rimas interiores: sonidos cooperando a la expresión; imágenes en cadena; aliteraciones; imágenes agotadas a lo largo de un soneto; puntillismo... Recursos como el expresar la sensación en una imagen, combinar diferentes tipos de sensaciones para lograr impresiones de plenitud existencial, variedad y novedad en el uso de las antítesis; enumeraciones y reiteraciones...

En Sonetos espirituales emplea Juan Ramón con un maximum de economía y rigor todos los procedimientos estilísticos hasta entonces emergentes en su obra, por eso es una culminación. No son poemas «construidos», sino crecidos; desarrollados desde el núcleo entrañable, sometiendo movimientos, lenguaje e imágenes al pensamiento poético.

Estío, publicado en 1916, antes que Sonetos espirituales, es coetáneo de éste y jalón importante en el proceso evolutivo de la poesía juanramoniana. En él no solamente se anuncia, sino comienza, la transformación de esa poesía, inclinándose a una   —125→   intelectualización más despejada y ascética. Paralelamente a los Sonetos van surgiendo estos poemas -breves siempre; algunos muy breves- donde la concentración es grande, exigente y honda la palabra, y acusado el propósito de crear el poema en libertad. El verso, es, por lo general, corto; el poema no pasa, en varios casos, de cuatro, seis, ocho líneas. El tema se expresa generalmente por medio de símbolos, menos transparentes que los de Platero y yo.

Concentración significa voluntad de decir más y más entrañablemente, renunciando a cualquier adorno, a todo artificio que no contribuya a aprehender lo esencial. He aquí cómo, tan densamente -y por la densidad parecerán arduos de entender al desatento-, tan apretada y rigurosamente dará forma en pocas líneas a su intuición de la creación poética


Del cielo baja al corazón,
como un pájaro, el vuelo.
La divina emoción
lo hace volver -¡oh inspiración!
como un pájaro, al cielo.


Vemos, condensada, la teoría: el diálogo del poeta con su cielo, del que nace el poema. Sobre este ejemplo, señalaré la presencia del símbolo: la utilización más natural del símbolo; pues es la creación poética la simbolizada, con rigurosa y suficiente exactitud, en esa alada comunicación entre el hombre y el alto recinto de donde el impulso llega, si no nace en el corazón mismo; pues, con ambigüedad estéticamente certera, nada decide el poema sobre este punto.

La ambigüedad es valiosa, pues al dejar en suspenso el problema del origen, de las fuentes, entrega a la imaginación en brazos del símbolo y éste la transporta, abriéndola posibilidades que ni siquiera están apuntadas en el poema, aunque las sugiera el desarrollo simbólico del tema.

La poesía de Juan Ramón ha registrado desde pronto una evidente tendencia simbólica; ya noté cómo en Platero y yo, libro aparentemente nutrido de puras vivencias, esa inclinación y corriente simbolista añadía una dimensión más a su resplandeciente lirismo. En Estío la tendencia se instaló, por decirlo así, en el corazón del poeta y desde allí rige y caracteriza   —126→   la totalidad de la creación. Simbolismo más concentración dieron por resultado un tono diferente y la novedad explica el movimiento de sorpresa, tal vez desconcierto, producido en quienes confían hallar al artista convertido en plagiario de sí mismo. El poeta declara superado el avatar romántico.


Allí queda, en un montón
teatral, el romanticismo;
fuerte, ahora, el corazón
está mejor y es el mismo.


La superación del romanticismo -lo teatral- supone, pues, correlativo fortalecimiento del corazón, y en tal sentido un cambio; aunque, según lo indicado anteriormente, no en lo esencial. El corazón del poeta: «está mejor y es el mismo».

La expresión del amor -por ejemplo- es más depurada, más inesperada, más intensa. El lenguaje parece distinto por cómo se acendra para fijar el carácter y el matiz del sentimiento. El uso de palabras de significado múltiple (ejemplo «esencia», como equivalente a aroma y a ser) aporta al poema riqueza singular y una complicación derivada de esa misma riqueza. La reflexión del poeta; la reflexión previa, antecedente indirecto del poema, caló en estratos intactos, y fecunda el verso, cargándolo de sugerencias que le dan un tinte misterioso.

Si la apasionada busca de lo esencial prefiere aquí las formas simbólicas, el cambio es asimismo manifiesto en la selección del lenguaje, más intelectualizado y conceptual que en los libros precedentes. El ser y el mundo son los mismos, pero diferencias en la actitud, expresión y tono del lenguaje establecen entre las épocas una separación que en lo sustancial no existe.

Y llega en 1916 el punto crucial, momento de la gran experiencia: el matrimonio con Zenobia Camprubí Aymar y el viaje a los Estados Unidos. Este viaje le desplaza a nuevos horizontes. Con anterioridad, Juan Ramón vivió en diferentes lugares, incluso fuera de España; pero el viaje a Francia lo fue para residir en un sanatorio, y no logró arrancarle a su mundo interior.

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Repasando los lugares de la peregrinación juanramoniana, y aparte el Moguer natal, tan importante y por tantas razones, vivió en Sevilla y Madrid; pasó temporadas en el campo castellano; unos meses en el sanatorio francés. Campo andaluz y campo castellano, con vislumbres de tierra francesa, y años ciudadanos, parte de los cuales vivió en la Residencia de Estudiantes madrileña, en la vida y trabajos de la Institución. Un mundo a la vez vasto y cerrado, teñido en cualquier circunstancia por la invasora intimidad del poeta.

El matrimonio alteraba la soledad del poeta e imponía otro signo a su vida. Por de pronto determinó el primero de sus grandes viajes y la toma de contacto con un mundo totalmente distinto del conocido; realidad extraña, renuente a dejarse poseer por la transfiguradora personalidad de Juan Ramón. El Diario de un poeta recién casado registra a su manera, es decir, líricamente, las impresiones de esa confrontación con el ambiente insólito. Confrontación que parecería una pugna en cuanto el poeta pretendiera incorporar la recién descubierta diversidad al orbe cerrado de su creación; no precisamente negándolo, pero situándolo en situación ancilar y subordinada respecto al imperioso yo que lo asimilaba y utilizaba.

El Diario es libro de vario y denso contenido; importante por diversas razones. En primer término, la convivencia entrañable con el mar; después las notas rememorativas del viaje; por último, el acendramiento de la expresión que alcanza sumo nivel de flexibilidad y hondura. Este nivel es plenitud que se mantendrá en las publicaciones sucesivas, alentado por incesante y nunca satisfecho afán de perfección.

No entenderá el Diario, ni acaso la obra de Juan Ramón, quien no tenga en cuenta la advertencia preliminar, firmada al regreso -el 3 setiembre 1916-, concluso el libro y listo para la imprenta. Mencionaré los pasajes más notables:

«No el ansia de calor exótico, ni el afán de "necesarias" novedades. La que viaja, siempre que viajo, es mi alma, entre almas. Ni más nuevo, al ir, ni más lejos; más hondo. Nunca más diferente, más alto siempre. La depuración constante de lo mismo, sentido en la igualdad eterna que ata por dentro lo diverso en un racimo de armonía sin fin y de reinternación permanente.»


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Y esta declaración decisiva; esta confesión reveladora:

«El corazón, si existe, es siempre igual; el silencio, verdadera lengua universal ¡y de oro!, es el mismo en todas partes.»


Quiere decir la primacía del corazón frente al mundo; la resolución de no dejarse afectar por el accidente interno, pues bajo la variación y diversidad del espectáculo -amanecer, crepúsculo- palpita una ley de unidad e identidad que el poeta pretende descubrir.

La convivencia entrañable del poeta y el mar es, salvadas las naturales distancias, como la convivencia entre el poeta y Platero. El mar en su inmensa plenitud es la suprema representación de la naturaleza; latido y entraña de ella; palpitante como un ser vivo. Junto al mar y con el mar el poeta se siente acompañado por el rumor de la vida; pero de una vida que le confirma en su egotismo, pues no es «otra», sino un complemento del ser pensante al cual nunca se opone; ni siquiera para romper la soledad en cuyo laberinto habita hilando el lino de su poesía.

En cuanto a las «apuntaciones» del Diario, baste notar su calidad de poema para distinguirlas de los recuerdos comúnmente acogidos bajo tal rótulo. No impresiones «líricas», sino lirismo en torno a una impresión, un acontecimiento, un destello. Poemas en prosa y poemas en verso donde las intuiciones del viajero encuentran su forma natural; la forma de su plenitud. Con singular arrojo el poeta reduce el objeto poético a una quintaesencia, destello puro de la intuición, aprovechamiento de la veta creadora en su extremo límite de condensación y exigencia.

Hay un milagro de concentración lírica en el poema. Elimina la anécdota, la referencia al momento y a la situación inspiradores para no dejar sino el vuelo de la inspiración misma, hecha imagen, imágenes plurivalentes, reuniendo en primoroso haz sus términos, cómo puede verse en la siguiente deliciosa composición, titulada ¡Giralda!


Giralda, ¡qué bonita
me pareces, Giralda -igual que ella,
alegre, fina y rubia,
mirada por mis ojos negros -como ella-,
apasionadamente!
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¡Inefable Giralda,
gracia e inteligencia, tallo libre
-¡oh palmera de luz!,
¡parece que se mece, al viento, el cielo!-
del cielo inmenso, el cielo
que sobre ti -sobre ella- tiene,
fronda inefable, el paraíso!


¿Oscuridad, acaso? Poema radiante: torre, mujer, palmera, reunidas, fundidas y no confundidas en la representación. Este ejemplo muestra cómo en una sola intuición se agrupan diversas figuras, cada una de las cuales provoca en el lector una excitación concurrente al efecto total.

La expresión -indiqué más arriba- es de una pasmosa flexibilidad y libertad. ¿Adónde podría llegarse después de alcanzar esta cima, esta nueva plenitud, tan distinta de la lograda en Arias tristes o en Sonetos espirituales? Sería error considerar el Diario como una meta; es el punto de partida para nuevas exploraciones, para otra navegación en la que, durante treinta años, Juan Ramón Jiménez continuaría sus admirables descubrimientos.



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