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ArribaAbajo La poesía, tema esencial


Realidad e imaginación

La poesía es el gran tema de Juan Ramón. Seguramente su deseo más entrañable fue ser en el mundo por y en la poesía. Nótese el matiz: la poesía no solamente era su razón de ser, sino su ser mismo. La identificación entre poeta y poesía no se registra -creo yo- con tanta intensidad en ningún otro caso. Pasión de poesía como la suya nunca se dio, y para comprender su obra es necesario analizar esa pasión.

Que se muestre compleja y hasta contradictoria no es sorprendente. Sobre todo cuando las contradicciones no afectan a lo esencial, ni entrañan incoherencia, puesto que entre unas y otras componen la imagen total y exacta de lo que la poesía es y representa para Juan Ramón. Como todo enamorado vive horas de confianza y momentos de incertidumbre; sin cesar se interroga sobre la posesión conseguida y vacila entre la seguridad y la zozobra; rectifica, afirma, condena ejemplos que le parecen fallidos y cuando quiere definir tal vez se contradice, pues se atiene a la emoción y al estado de ánimo de cada instante. Algo, siempre, persiste y le mantiene en una seguridad profunda que prevalece contra los desfallecimientos pasajeros, contra la duda circunstancial: «mi vida interior, la belleza eterna, mi obra». (Unidad, n.º 8.)

Poesía -será preciso repetirlo- no es transporte ideológico de una mente a otra; poesía no es aquello que puede decirse en lenguaje científico o crítico, sino la expresión de una intuición con sentido, realidad y validez en sí misma. La   —186→   poesía es fascinante por ser revelación: surge en el milagroso equilibrio de un instante en que las facultades del hombre se hallan en el punto extremo de lucidez, o cuando en la segunda vida del sueño cristalizan invenciones e imágenes llegadas de mundos oscuros. Pero no emerge de la nada, pues en uno y otro caso, fecundando las raíces de la inspiración y determinándola, existe una corriente de emociones y sentimientos que constituye la base fluida y rica de donde arranca la creación.

Corriente cuyo manantial abundante y coloreado está en el poeta: «¡Qué espectáculo el de mi imaginación en movimiento!» (Unidad, n.º 3), dice, contemplando el chisporroteo de fuegos y luces, pero ese espectáculo se nutre de aguas profundas que, como en la fuente, alumbran tras caminar por veredas soterradas y sorprenden por su pureza. La imaginación destella partiendo de la realidad; transida por las emociones que lo real suscita. Pero el acento y la verdad del poema dependen de lo interior y no del incidente exterior; dependen, sobre todo, del temple visionario y de la posibilidad de trasladar al lenguaje la intuición experimentada.

En un libro de su primera época y como prologuillo a una de las partes en que se divide declaró Juan Ramón el contenido de su poesía de entonces. Es un pequeño manifiesto de tonos románticos, inequívoco en cuanto a la presencia de lo real en el impulso originario del poema:

«Memorias tristes que yerran por el alma, cual un aroma de la vida; el ensueño sin fin de lo irreparable, de lo ausente y de lo muerto; divinas músicas con notas falsas; la permanencia de un lívido color intacto, entre la frondosidad sensual y verde de los días... ¡Lirio de mí mismo! ¡Rosa blanca inmortal! ¡Nostalgia de lo eterno!»


(Laberinto, 207.)                


Conviene recordar esta confesión porque su transparente imaginería permite ver las realidades del alma operantes en la poesía, y dilucida el carácter de las experiencias que desencadenan la invención: «aroma de la vida». Sólo un aroma, pero de la vida.

El problema de la relación entre el poeta y la realidad presenta singular interés en el caso de Juan Ramón Jiménez, a quien se le ha reprochado una actitud de enajenamiento de   —187→   lo real , que no es cierta. Ensimismado sí, pero ensimismado en la memoria, que es, necesariamente, memoria de sucesos, personas o cosas reales. No es verdad que prescinda de la realidad, ni que pretenda ignorarla. ¿Cómo podría hacerlo? La poesía no puede producirse en el vacío. Es siempre imagen de una realidad, y nadie negará, a estas alturas, la realidad del sueño.

Veamos un primer ejemplo de cómo y cuáles elementos de la realidad entran en la invención; ejemplo interesante por ser una lírica definición de la poesía:


«Poesía; rocío
de cada aurora, hijo
de cada noche; fresca, pura
verdad de las estrellas últimas,
sobre la voluntad tierna
de las primeras flores!»


(Poesía, 43.)                


El poemita declara la exigencia de una percepción de los fenómenos naturales y de la naturaleza misma y una comunicación vivificante con las gracias del mundo. Esta forma de participación en la realidad es idéntica a la de los demás hombres: constituye el fondo común de experiencias entrañables que favorecen el despertar de la inspiración. Y de ese fondo, nutriendo la imaginación del poeta, destacan un día tres o cuatro imágenes de lo vivido que al ser intuidas en determinado orden y con nueva inflexión engendran el poema según lo vemos. La imaginación utiliza los datos reales para exaltarlos y hacerlos servir como elementos concretos que definen líricamente lo abstracto: la poesía.

A lo largo de este capítulo veremos cómo la imaginación del poeta arranca, para poetizar, de la realidad en sus estratos intemporales; de la vida en su más pura sustancia, pues decir realidad aquí equivale a decir vida.

Utilizaré el poema citado para averiguar lo que Juan Ramón pensaba de la poesía. Como ese pensamiento es multiforme y cambiante, no podemos tomar ese poema, ni ninguno de los dedicados al tema, como definición, sino como aproximación. Lo que la poesía sea se deducirá de la obra total, y no de unos o varios poemas cuyo examen sucesivo resultará,   —188→   en cambio, provechoso para tener idea de cómo la siente el poeta.

Si para Juan Ramón vivir es vivir en poesía, si poesía y vida se amalgaman hasta hacerse inseparables, es lógico que aquélla se le presente como aura vivificante, delicia de la mañana refrescando el alma; si la poesía trae al alma frescura y la impide agotarse, la comparación con el rocío es exacta. La imagen indica, además, cuál es el juego de la poesía para comunicar la realidad con ámbitos sobrerreales, lo terreno con lo celeste. La poesía es mensajera entre dos esferas: «las estrellas últimas» equivalen al ámbito celeste y -ambivalencia enriquecedora- al sueño del poeta, es decir, al dominio nocturno; «las primeras flores» representan la naturaleza, las gracias terrenas realzadas por el rocío -la poesía-, - que viniendo de lo alto se derrama sobre la realidad para transformarla y elevarla. Justamente la transfiguración y exaltación de que es capaz el poeta cuando se apodera de la realidad en el curso de la creación. La realidad -«flores»- se halla siempre dispuesta -«voluntad tierna»- a recibir la vida nueva que le trae la poesía -«rocío»-; y a la vez ésta sólo es fecunda cuando algo vivo se deja aprehender en la red de la imaginación.

Colmada de presencias reales -corpóreas e incorpóreas- encuentro siempre la poesía de Juan Ramón. Quiero citar un poema semejante en más de un punto al comentado, aun perteneciendo a etapa anterior, cuando las preocupaciones y la estética del poeta eran distintas. Pero tales semejanzas no pueden extrañarnos: a través de tos cambios que su poesía experimenta, el fondo sentimental es el mismo. No es sólo que la realidad se manifieste con acentos parecidos, con diverso léxico y diferentes giros la intuición de la poesía como mensajera entre dos mundos aparece claramente:


«¡Que el libro ascienda, puro, como un incienso de oro,
en el sol melancólico,
y sean melodías de luces y de anhelos,
indelebles, los versos;
que las rosas ilustren su misteriosa seda
con un fulgor de esencias,
y su vida insondable y sin nombre penetre
más allá de la muerte...!»


(Laberinto, 5ª, VII.)                


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La poesía queriendo ser música y, naturalmente, música celestial. Como siempre en Juan Ramón. Recordemos la afirmación de Gerardo Diego: «La poesía de Juan Ramón me canta como la música misma, casi con la misma inefabilidad en lo que lleva de poesía, ya que no pueda, como por momentos parece que sería su deseo, eliminar el contenido conceptual y la referencia corpórea y situada de la palabra, siempre pobre en comparación con el fuego, la luz y el oriente del alfabeto de sones de la música, la divina locura de lo imposible»17. El preciosismo de las imágenes no puede ocultar la existencia de un mundo denso en que, como muestran las sinestesias («melodías de luces y de anhelos», «fulgor de esencias») se funden los ecos del mundo, tan desencarnados como se quiera, pero revelando una filiación inequívocamente real: «que las rosas», o sea lo terrenal, trasmutadas en el verso y por el destello de la poesía, se conciertan en algo imperecedero -«más allá de la muerte»-. El mecanismo es idéntico al del otro poema: el ascenso de lo terrenal a lo celeste, de lo temporal a lo eterno se realiza por y en la poesía; esa trasmutación es función propia de la poesía.

En el presente ejemplo, la intención del poeta queda expuesta en el primer verso: «¡Que el libro ascienda...» Cuanto sigue se refiere al modo cómo se produce el movimiento y al contenido deseable del libro ideal; pero desde el arranque el verbo declara la virtud alada que Juan Ramón postula para su obra. El poema aspira a una ingravidez que logrará si los elementos materiales son reducidos a esa fluida sustancia («melodías», «esencias») favorable al vuelo.

Quizá, se objetará, esta reducción quita al material su brío primero. Pero no es así: reducir una fuerza no es destruirla, sino señorearla. Juan Ramón lo escribió en tajante prosa:

«Hay dos dinamismos: el del que monta una fuerza libre y se va con ella en suelto galope ciego; el del que coje esa fuerza, se hace con ella, la envuelve, la circunda, la fija, la redondea, la domina. El mío es el segundo.»


(Unidad, n.º 3.)                


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Y esa intención dinámica de su poesía la subraya, según digo, el verbo ascender.

El juego dialéctico caracteriza la poesía juanramoniana. No parece ocioso insistir acerca de las aparentes antítesis llamadas a resolverse en el poema. La poesía es el medio adecuado para superar esas contradicciones: «rocío» y «rosa»; «noche» y «aurora»; descenso del cielo a la flor; ascenso de la vida a más vida («más allá de la muerte»); el tiempo y la eternidad. La poesía es el ámbito ideal donde las tensiones de lo diverso se resuelven en tensión superior y única. Todavía con más lucidez expresa esta intuición en otro poema dedicado al quehacer del poeta:


«¡Tesoros del azul,
que, un día y otro, en vuelo repetido,
traigo a mi tierra! ¡Polvo de la tierra,
que un día y otro llevo al cielo!
¡Oh, qué ricas las manos de la vida,
todas llenas de flores de lo alto!»


(Piedra y cielo, 3ª, IX.)                


El sentido del poema no puede estar más claro: el poeta intercambia y mezcla «tesoros del azul» con «polvo de la tierra». Como respuesta a quienes le reprochan un supuesto alejamiento de lo material, he aquí manifiesta la voluntad de cogerlo en su forma más humilde («polvo») para llevarlo a la altura, como elemento primero y fundamental de lo terreno. No sólo es falso el alegado desdén por lo terrestre, sino que el poeta, consciente de su poder, está dispuesto a elevarlo al cielo. Y tanto como en esa voluntad de elevación debemos fijarnos en la totalidad del impulso; en el doble impulso, con el sentido -ya señalado- de intercambio y fusión de las esferas. Juan Ramón sabe que el cielo destella con el fulgor de lo terreno:


«¡Qué pura, cada estrella,
de quemar penas de la vida!»


(Piedra y cielo, ibid.)                


el fulgor de la estrella responde al de la mirada que la contempla, y la mirada del poeta es capaz de descifrarlo para   —191→   trasmitir el mensaje a quienes le escuchan. El final del poema define muy precisamente el quehacer de la poesía, y las palabras dicen sin ambigüedad la idea:


«Qué alegría este vuelo cotidiano,
este servicio libre,
de la tierra a los cielos,
de los cielos, ¡oh pájaros! ¡a la tierra!»


La expresión «servicio libre» lo aclara todo y pone al primer verso su complemento necesario. La invención es vuelo, pero también servicio. Y en la imagen, el poeta (y no la poesía, como antes) es ya -pájaro fiel- correo entre tierra y cielo; mensajero a quien, por la mención de las palabras «cotidiano» y «servicio», imaginamos cumpliendo su tarea con la sencillez de quien ejercita un claro oficio, la profesión volante de fundir dulces realidades de la vida con sorprendentes hallazgos del ultramundo.

En Poemas agrestes figuran unas líneas que nunca he visto relacionadas con el tema de la poesía según trato de exponerlo. Vale la pena recordarlas. Bajo especie y símbolo de espiga aparece en ellas la poesía, y salvo el «polvo» antes dicho, apenas se concibe nada tan material como este fruto de la tierra, alimento terrestre y a la vez semilla que devuelta al elemento del cual nació hará brotar, multiplicados, los granos arrojados al surco.

Tal fue la imagen escogida por Juan Ramón para expresar el ansia de enriquecimiento y perfección de la poesía y del poema, hecho y deshecho para recoger de la tierra (de la vida) el vigor que mantenga intacta su fuerza:


«Y... ¡otra vez a la tierra! ¡Anhelo inestinguible,
ante la norma única de la espiga perfecta,
de una suprema forma, que eleve a lo imposible
el alma ¡oh poesía!, infinita, áurea, recta!»


(Segunda Antolojía Poética, 152.)                


Retengamos, por de pronto, el gesto de retorno a la materia, a la realidad viva y fecundante, y notemos, junto a él, otro impulso caracterizador del tema «poesía»: el «anhelo inestinguible» por conseguir la perfección, el ansia de «una suprema forma» que eleve el alma a su cielo «imposible».   —192→   La poesía es imaginación transfigurada, pero también exaltación ante la fabulosa idea de lo perfecto. Y nunca se contentará el poeta con menos de esa perfección de lo natural bello, de lo ajustado a «la norma única», al patrón ideal a que obedece la naturaleza en su ininterrumpida creación. Veamos, en apartado independiente, este punto, fundamental para desentrañar el sentido de la obra juanramoniana.




Perfección de la rosa

Juan Ramón siente la poesía como perfección, y perfección es sencillez, claridad, gracia; diamante, agua, rosa, son palabras utilizadas para expresar su sentimiento. En la carta a García Morente puesta como prólogo a la Segunda Antolojía Poética explicaba lo que entendía por «sencillo y espontáneo», cualidades que unidas y según las describe equivalen a la deseada perfección: «Sencillo -decía-, entiendo que es lo conseguido con los menos elementos; espontáneo, lo creado sin "esfuerzo". Pero es que lo bello conseguido con los menos elementos, sólo puede ser fruto de plenitud, y lo espontáneo de un espíritu cultivado no puede ser más que lo perfecto. (A menos que se exija, para "conseguir" eso que suele llamarse sencillo y espontáneo, la incultura y la pereza.) De otro modo, volviendo la idea: la perfección, en arte, es la espontaneidad, la sencillez del espíritu cultivado.»

Cultivo es cultura; depuración y enriquecimiento de la sensibilidad. El poeta aspira a dar «un son más puro a las palabras de la tribu», como decía Mallarmé, pues va fatalmente encaminado a constituirse en su conciencia. Sólo él sabe dar a las palabras la potencia de sugestión que las transforma; la alquimia de la invención poética modifica los materiales utilizados trasmutándolos merced a un proceso, sencillo y mágico a la vez, al que contribuyen los cambios de ritmo, las imágenes y el orden mismo de las palabras. El objeto así creado será un objeto bello, insustituible.

La poesía, según Juan Ramón la entiende, será perfecta o no será; sólo la perfección asegura su doble rendimiento: sugerir y significar. No se conforma con que el poema suscite emoción; pretende también que su sentido sea inteligible   —193→   (aunque misterioso a veces). La expresión, por ser lírica, se refiere necesariamente a los paisajes y movimientos del alma, pero éstos no son indecibles y cuanto el poema canta tiene, además, significación.

En versos famosos describió Juan Ramón los cambios experimentados por su poesía a lo largo del tiempo, según fue pasando de la claridad primera a la desnudez última:


«Vino, primero, pura,
vestida de inocencia.
[...]»


(Eternidades, V.)                


Prescindiré de este poema en cuanto a la evolución del gusto -y de las formas-, para estudiarlo únicamente como testimonio de la idea de perfección que el poeta revela. A la inocencia primera, y tras un período de lujosa ornamentación verbal, le sucede la desnudez total. Esa desnudez es perfección, o al menos parte de la perfección, suma sencillez que, como leímos en la carta a Morente, «sólo puede ser fruto de plenitud». Para lograrla serán necesarios renunciamientos; ante todo evitar adornos pronto consumidos y sin vida. Veamos unos versos donde Juan Ramón canta esta exigencia, primera en el camino hacia la perfección:


«Quememos las hojas secas
y solamente dejemos
el diamante puro, para
incorporarlo al recuerdo,
al sol de hoy, al tesoro
de los mirtos venideros...
¡Sólo a la guirnalda sola
de nuestro infinito ensueño,
lo ardiente, lo claro, lo áureo,
lo definido, lo neto!»


(Estío, 101.)                


La enumeración final señala algunas cualidades de lo perfecto; algunos de los impulsos concurrentes a la creación poética. Cómo lograr esa difícil maravilla de equilibrio? No, según suele creer el profano, por correcciones sucesivas (pues si la corrección puede mejorar lo ya bello, no hay pulimento   —194→   capaz de infundir vida a lo inerte, alma a lo hueco, luz a lo ciego), sino partiendo de aquella cultura y madurez del ser que le predisponen a la creación poética; partiendo de una maduración y predisposición de que el poema nace súbito y hermoso, como la flor. «Poesía, instinto cultivado» (Sucesión, n.º 3), escribió reiterando gnómicamente la descripción anterior. Instinto: gusto natural y percepción espontánea de lo bello; cultivado: esfuerzo paciente para adquirir las técnicas adecuadas a la expresión.

Y Juan Ramón, anhelante de plenitudes e insatisfecho permanente con cuanto no sea lograrlas, confiesa que la creación poética puede serlo todo, incluso perfecta, a condición de conformarse con serlo de la única manera posible: la incompleta, propia de cuanto nos rodea. La perfección total, como la pureza total, no cabe en lo visible. Conviene buscarla, perseguirla, pero sabiendo que en lo humano no existe. Otro de sus aforismos lo afirma paladinamente, y agrega el ejemplo: «Perfecto e imperfecto, como la rosa.» (Unidad, n.º 8.)

Estas palabras repiten en prosa lo que sobriamente decía el admirable poema:


«¡No le toques ya más,
que así es la rosa!»


(Piedra y cielo, L)                


El incansable corrector, el exigente nunca calmado se amonesta y previene contra la corrección abusiva, pues el exceso y la insistencia pueden destruir la frágil maravilla conseguida18. ¡Perfección de la rosa! Perfección de lo natural, de lo nacido en sazón y según su ley. Esta es la respuesta, y el lector advertirá cómo la palabra juanramoniana se opone siempre a lo artificial, al artificio, sin mencionarlo siquiera, por el mero subrayado de los objetos que le deleitan.



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Magia y lucidez

¿No será excesivo hablar de «magia» con referencia a poesía tan lúcida, tan recorrida y vigilada por la inteligencia como la de Juan Ramón Jiménez? Trataré de poner en claro el problema, pues ya siento la extrañeza de quienes tal vez resientan las alusiones al universo secreto del sueño y ahora se enfrentan a la duplicidad inevitable de la creación poética. Nace la poesía de una iluminación; nace también de una sombra; nace -acaso siempre- de una sombra súbitamente encendida por la llama del descubrimiento.

¡Quién sabe si, después de todo, no será el sueño la fuente escondida de la poesía! Juan Ramón ha dicho: «Esta noche, como tantas, hice en sueños un poema. Y, como tantas también, sólo me quedó al despertar una ruina de estrofas, de palabras.» Y comenta, no sé si con relación a ése incidente «¡Qué lástima despertarme ahora que estaba encontrando en la vida del sueño lo que se me había perdido en el sueño de la vida!» (Ideolojía lírica, en «La Torre», 5-1954.)

Aquí tenemos la declaración explícita, y con ella vistas al problema que tanto preocupó a Unamuno: el paralelo entre la vida del sueño y el sueño de la vida. No voy a entrar en él, pero conviene subrayar la claridad con que el poeta distingue sueño y vida y a la vez los entiende como complementarios, destacando la realidad del uno y la irrealidad de la otra. El sueño es una realidad, complemento y no evasión de la vida. Las fronteras se borran, y más cuando las características distintivas de ambas esferas se atenúan y pierden sentido.

Pero no es por ese ángulo por donde quiero seguir estudiando el tema. Si la poesía revela el ansia de lograr una difícil plenitud, tal ansia la produce una noble fuerza pujante en el alma: la engendrada por la reflexión y la voluntad consciente de que la obra llegue a ser conforme se desea, y la arraigada en impulsos oscuros que se manifiestan con decidido propósito de dominio. La primera es tan ostensible en la obra de Juan Ramón que me creo dispensado de insistir sobre ella. La segunda, no tan aparente, no es menos operante y vigorosa.

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El poeta más lúcido; el más seguro de sí y de su poesía se siente a veces poseído. Pero ¿poseído, por quién? Desde los sótanos del alma suben a la superficie burbujas, avisos, llamaradas: incitaciones. La tentativa de explicar la creación poética prescindiendo de esos manantiales está condenada al fracaso. Hay límites infranqueables para la inteligencia, barreras de penumbra y silencio frente a las cuales deberá detenerse. Obligada a reconocer sus limitaciones, sus imposibilidades, deberá ceder el paso a otra fuerza oscura, demoníaca, que siente dentro de sí, fluida e indefinible, capaz de infiltrarse y penetrar en la zona de sombras.

Juan Ramón tiene conciencia de esta fuerza y para probarlo bastará citar una composición que suelen pasar por alto los comentaristas:


«Poder que me utilizas,
como medium sonámbulo,
para las misteriosas comunicaciones;
¡he de vencerte, sí,
he de saber qué dices,
qué me haces decir, cuando me cojes;
he de saber qué digo, un día!»


(Poesía, 63.)                


Es casi una profesión de fe surrealista, insólita en Juan Ramón; no en la constatación de «misteriosas comunicaciones» pues sentirlas es lo propio del poeta, pero sí en entenderse vehículo, portavoz necesario de alguien que le «utiliza como medium sonámbulo», intermediario pasivo, «cogido» o poseído por la fuerza sin nombre. Que esa fuerza habite en el poeta y forme parte de su ser no es dudoso; mas tampoco ofrece duda su autonomía dentro del ser en quien actúa y a quien, hasta cierto punto, gobierna.

En el poema, Juan Ramón se esfuerza por objetivar esa fuerza, considerándola como algo extraño, distinto y ajeno. Las «misteriosas comunicaciones» se descifrarán a través de un combate, y al descifrarlas lo será también el poder de donde proceden. Sintiéndose poseído el poeta todavía se sabe capaz de luchar; es vehículo, pero no vehículo mecánico sino pasión sensible. Al trasmitir mensajes cuyo sentido no capta plenamente vibra con incontenible inquietud: al misterio opone   —197→   el esfuerzo intelectual; a la operación mágica, la lucidez de la palabra justa. Tras de la sombra, y en verdad simultáneamente, la luz procedente de la inteligencia.

Apenas hará falta recordar la invocación de Eternidades, cuando el poeta, seguro de sí, invoca la claridad de la mente y la solicita y apremia para que, al entregarle los nombres, la palabra poética, haga de ellos, de ella, un objeto de verdad y belleza:


«Intélijencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
...Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.»


(Eternidades, III.)                


Al sentimiento de la poesía como misterio se agrega la ambición de la palabra vivificante y clarificadora. Coincidentes y no incompatibles. La poesía brota del manantial escondido, trasvasando al poeta en operación mágica, y, al mismo tiempo, éste se esfuerza por crear el mundo en la palabra, desde la conciencia radiante. En ambos supuestos hay emanación y en ambos inspiración, aunque de distinto signo: inconsciente y fatal en el primer caso; consciente y también fatal en el segundo. Y en los dos una presentación de la realidad que es reinvención de ella en el ámbito del verbo.

Para el lector y en el poema las tensiones aparecen resueltas; a aquél no le importan las zonas de procedencia sino la nueva realidad constituida por la poesía y en la poesía. Decimos «palabra creadora», y lo es rigorosamente, pues por una suerte de milagro, de invención y creación radical, la continuidad y sucesión de las que forman el poema reciben un aliento, un espíritu que las transforma.

Nombrar es crear. La virtud creadora implícita en la designación es tan clara que a veces basta una serie de nombres (recuérdense ciertos poemas unamunianos, meras enumeraciones de pueblos castellanos) para constituir poemas cargados de potencia sugestiva. Juan Ramón escribió:


«Creemos los nombres.
Derivarán los hombres.
Luego, derivarán las cosas.
—198→
Y sólo quedará el mundo de los nombres,
letra del amor de los hombres,
del olor de las rosas.
Del amor y las rosas
no ha de quedar sino los nombres.
¡Creemos los nombres!»


(Segunda Antolojía Poética, 195.)                


En este poema se declara la realidad del objeto poético y el modo como se constituye. Su relación con el antes citado parece evidente y es ejemplo del poder atribuido por Juan Ramón a la poesía: la misteriosa aptitud capaz de vivificar la palabra, y, gracias a ella, eternizar las cosas. La poesía es el medio de hacerlas duraderas; de convertir la emoción en algo tangible, expresado, y por lo tanto apropiado para influir en otras personas. Sí; el «olor de las rosas», como la vibración del amor o cualquier otro sentimiento, pasa al poema y sólo en él queda, reflejado y trasmutado en la palabra.

Quien así siente es natural que insista en la necesidad de encontrar la palabra precisa, el verbo apropiado para expresar mediante nueva realidad de belleza, la vibración inicial, el motivo inspirador. Pues, además, la lucidez coincide en sus efectos últimos con la magia y es asimismo mágica por ser descubridora de una realidad oculta a nuestro lado, renuente a revelarse.

Juan Ramón quiere dar a la palabra poética una autonomía de vuelo que la permita alcanzar lo intemporal, plenitud de vida en tiempo y espacio. Y para lograrlo convoca a las potencias del alma, consciente de necesitar su ayuda conjunta. La participación de la inteligencia en el acto creador no le priva de su carácter espontáneo. La reflexión contribuye a conseguir la plenitud de vida a que acabo de referirme, pues:

«Poeta cuyo pensamiento no abarque plenamente su sentimiento -siendo éste infinito- no merece tal omnipotente nombre divino.»


(Unidad, 3.)                


Acaso la suma gracia concedida al poeta consista en sobrevivirse en la poesía; alcanzar la eternidad en y por su palabra perdurable, viva y operante incluso después que él desaparece. Quizá nunca se dijo mejor este anhelo que en un delicioso   —199→   poemita admirable de rigor y condensación, traspasado por la seguridad de permanecer y quedar en la obra:


«¡Palabra mía, eterna!
¡Oh, qué vivir supremo
-ya en la nada la lengua de mi boca-,
oh, qué vivir divino
de flor sin tallo y sin raíz,
nutrida, por la luz, con mi memoria,
sola y fresca en el aire de la vida!»


(Eternidades, CXXXVII.)                


He aquí formulado con transparencia lo que la poesía significa para Juan Ramón: un medio -el único asequible- de perduración y conquista del tiempo. Si la palabra es eterna, si la palabra vive el «vivir supremo», desasida de lo contingente, en ideal fulgor, el hombre que la pensó y el poeta que la dijo participarán de algún modo en esa eternidad, en esa vida sin término donde se prolongan los limitados días de su existencia.

La sensación de capturar el tiempo mediante la creación poética la experimentan algunos poetas y la convicción de perdurar gracias a ella y en ella no es exclusiva de Juan Ramón, pero conviene señalar las características con que la siente, dando por supuesto que la obra del artista es semejante a la obra de Dios, por cuanto una vez creada vive separadamente su propia vida y es, a la vez, testimonio del impulso que la extrajo de la nada.

Esta semejanza enorgullece al poeta; su poder creativo le alienta a desear más, ambicionar más y pensar la poesía como el dios con quien ha de identificarse en la forma total declarada en Animal de fondo con admirable imagen: «lo mismo que un fuego con su aire». En ese libro la poesía y el poeta quieren fundirse con recíproco sentimiento de compenetración, y la fusión de una y otro es, al mismo tiempo, la del amante con la amada, plena confusión en la cual, por voluntad coincidente de las partes, se borran los límites.

Esta concepción destaca la autonomía de la obra, presentándola como ser con vida propia, capaz de influir sobre quien la creó. Y de ahí la paradoja de que otros puedan ver en ella lo que el poeta no quiso decir, lo que acaso está seguro   —200→   de no haber dicho. Por tal razón los poetas deben admitir interpretaciones que si no contradicen al menos desbordan la intuición originaria. Tal vez el lector ha logrado sumergirse en la corriente oscura del poema; el autor se acepta, según vimos en la composición de Poesía antes citada, como «medium sonámbulo, para las misteriosas comunicaciones», y escucha con curiosidad la voz de quien desde fuera intenta descifrarlas.

Esa composición responde a un estado de espíritu excepcional en Juan Ramón. A la creencia en la poesía como magia pura, le sucede la creencia en las virtudes de la lucidez y la búsqueda de la precisión, para que el canto signifique exactamente lo revelado por la intuición. Por lo tanto, se revuelve de antemano (como haría Unamuno) contra los exegetas del futuro dispuestos a ignorar las realidades del poema y a suplantarlas con las sombras de su imaginación. Estoy pensando en un texto donde ese temor se declara explícitamente:


Un día vendrá un hombre
que, echado sobre ti, te intente desnudar
de tu luto de ignota,
¡palabra mía, hoy tan desnuda, tan clara!
Un hombre que te crea
sombra hecha agua de murmullo raro,
¡a ti, voz mía, agua
de luz sencilla!»


(Poesía, 115.)                


Esta corroboración de cómo piensa y se representa su poesía -«agua de luz sencilla»- explica la ironía, quizá mezclada con un poquito de angustia, con que imagina al comentarista, nada excepcional, que se negará a ver la luz en su verdad radiante y, deslumbrado por ella, ciego acaso para lo más claro, llamará sombra y extrañeza a la claridad y la sencillez; magia de la difícil lucidez y la refinada maestría.

Juan Ramón dijo alguna vez de la poesía:

«Un éstasis que no mate lo vivo»


(Unidad, 3)                


resumiendo lo esencial de ella: transfiguración y vitalidad, conservación de la realidad nutricia a través de la exaltación creadora. Ésta se caracteriza por la intervención de la inteligencia rectora. No un delirio, sino una toma de conciencia   —201→   inspirada: un éxtasis en que la percepción descubre territorios desconocidos, paisajes del alma cuya sola visión basta para ponernos en contacto con el infinito. Por ese éxtasis la poesía abre las puertas del campo; gracias a él imágenes y símbolos irrumpen, cuajando en intuiciones que revelan la esencia de la realidad.

Retengamos la frase citada: de algún modo se relaciona con el sentimiento de ser «medium sonámbulo», pues una de las cualidades del éxtasis consiste en su aptitud para transportar, elevar, desarraigar y poner en comunicación con lo inefable. La poesía en cuanto éxtasis es medio de liberación; el corazón desnudo vuela mejor y libre en su vuelo escuchará y trasmitirá, entre fascinado e inseguro, ecos de ese infinito a través del cual se mueve en sucesión de deslumbramientos que revierten al poema sin perder su carácter de iluminación.

Podría temerse que la invocación al éxtasis favoreciera vagos deliquios líricos, mas la segunda cláusula de la frase, al exigir la persistencia de «lo vivo» fija los límites de aquél: el infinito accesible por el éxtasis sólo tiene valor si lo cruzan y penetran signos y reflejos de la realidad donde se vive. Justamente el deseo de Juan Ramón es abarcar esa realidad y el ansia por conseguirlo aparece alguna vez con carácter imperioso:


¡Voz mía, canta, canta;
que mientras haya algo
que no hayas dicho tú,
tú nada has dicho!


(Poesía, 65.)                


Quiere cantar la totalidad; al contacto con el infinito sintió la necesidad de asimilárselo íntegramente, y por eso pide a la poesía palabras para todo. La canción será insuficiente si no revela la clave decisiva; sino aporta las respuestas, la respuesta buscada en el éxtasis. Se entiende así el mundo por la poesía y en la poesía; el poeta descifrará los secretos y lo hará porque necesita averiguar el último y decisivo, el sentido de la vida, sólo aclarado cuando los demás quedan en claro.

Lo que la poesía representó para Juan Ramón como medio de conocimiento y el grado de angustia con que acudía a ella podrá entenderse relacionando este problema con la situación   —202→   desde la cual se plantea: el hombre apremiado por la preocupación de la muerte, por una obsesión de muerte que quita sabor a la vida y le obliga a concentrarse en la creación poética como única posibilidad de encontrar una defensa, una salida. Y las invenciones le dejan sentimiento ambiguo: en cada poema se nota revivir; triunfa y existe venciendo la inexorable ley del destino humano; pero, también, cada obra, al no ser el descubrimiento esperado le incita a ir más allá, a buscar más lejos -y más hondo-, por lo cual su progresión se realiza en extensión e intensión: diciendo más y diciendo más intensamente lo cantado.

A Juan Ramón no le atraían los procesos ilógicos como medio de creación poética. Su poesía se forjó en la contemplación de la belleza, mas, según aclara en un fragmento de Ideolojía lírica19, añadiéndole «el verdadero éstasis sereno». Conviene subrayar el valor de la serenidad, en este caso equivalente a conciencia de que la obra fermenta oscuramente, en la paz del alma, sueño fecundo y tranquilo. No afanosa persecución, sino espera calma y confiada de que llegará al corazón el aletazo revelador y a los labios la palabra necesaria.

Cuando Juan Ramón habla de poesía se refiere como es natural a la suya, y partiendo de su experiencia insiste en la doble vertiente de la creación, a la vez germinante en la conciencia e iluminada por ella. La sensibilidad poética no opera únicamente en el momento inicial, cuando la intuición surge, sino en el curso de las operaciones cuyo resultado será el poema, entre las cuales la fundamental y decisiva es la selección de las palabras y el modo de organizarlas en el texto, buscando ritmos y resonancias adecuados para expresar eficazmente el sentimiento.

La grandeza y también la limitación de Juan Ramón fue reducir la belleza al reflejo del propio ser. Hay un poema en donde orgullosamente se reconoce esa limitación:


«¡No estás en ti, belleza innúmera,
que con tu fin me tientas, infinita,
a un sinfín de deleites!
¡Estás en mí, que te penetro
hasta el fondo, anhelando, cada instante,
—203→
traspasar los nadires más ocultos!
¡Estás en mí, que tengo
en mi pecho la aurora
y en mi espalda el poniente
-quemándome, trasparentándome
en una sola llama-; estás en mí, que te entro
en tu cuerpo mi alma
insaciable y eterna!»


(Piedra y cielo, 3ª, XLIII.)                


Grandeza, sí, pues el poeta tiene conciencia de su fuerza, del poder de su mirada trasfiguradora que al posarse sobre las cosas las inventa, da existencia y hace brillar con nuevo fulgor. El hecho es exacto y el poema se limita a captar una realidad. Pero, al mismo tiempo, revela una convicción excesiva, peligrosa, sobre los límites de aquel poder. Si el poeta crea la belleza no es porque la extraiga de sí, sino porque logra descubrirla donde se encuentra; el descubrimiento es una creación, desde luego, pero que da por supuesta la realidad en que se inspira (o le inspira).

El riesgo implícito en el confinamiento dentro del yo es el narcisismo: empeñarse en buscar la propia imagen en el fondo de la corriente, con el peligro de encontrar tan sólo una figura fluida e indecisa a la cual puede atribuirse una forma idéntica a la de quien la contempla.

Es justo concluir afirmando que Juan Ramón, al hacer de la poesía su tema esencial, acertaba, pues en él podía lograr, como logró, la identificación total entre el creador y lo creado; entre el resplandor de adentro y el impulso magnificante que llamamos lirismo.





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