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Los artistas de la «Escuela de Altamira». El ceramista Llorens Artigas

Ricardo Gullón





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José Llorens Artigas es un barcelonés pequeñito, moreno, en quien se da cierto extraordinario caso de doble personalidad que bien pudiera haber servido de modelo a Stevenson para su Jekill y Hyde. En él viven dos -y aun estoy por decir tres; pero la historia se haría un poco larga- personas distintas. (Persona llamaban los griegos a la máscara utilizada por los actores de la tragedia y, más adelante, a los actores mismos.) Llorens es una especie de bon vivant, despreocupado, parlero, alegre y no muy amigo del trabajo. Artigas es concienzudo, trabajador y capaz de realizar con enorme seriedad considerables esfuerzos. Cuando el horno está encendido, Llorens pasa a segundo plano, y Artigas, absorto en la tarea, pone en ella los cinco sentidos propios y aun, los cinco de Llorens, cedidos para la coyuntura. Conseguido el empeño, Artigas descansa y Llorens reaparece con mejor ánimo y más locuaz que antes; su buen humor templa la severidad de Artigas y -en el curso del trabajo- asoma, en momentos inesperados, para dar a las cerámicas un punto de gracia mejor, una imprevista delicadeza.

En Llorens Artigas el hombre vive al nivel del artista -y veremos se trata de uno de los más grandes, aunque tan chico-. Su vitalidad y su alegría creadora están íntimamente ligadas. Inquieto, interesado   —102→   profundamente por el Arte, por cuanto afecta al Arte o a los artistas, le he visto, durante las reuniones de la «Escuela de Altamira», en la cual es uno de los miembros más activos y eficaces, participar en los debates, animarlos, lanzar ideas en las Comisiones, opinar con aguda penetración sobre temas muy diversos. Es hombre de gran inteligencia, hombre sagacísimo, y al tiempo artista siempre consciente, alerta y enterado.

Quizá al arte de la cerámica exige, para ser adecuadamente mantenido, una exigencia así de lúcida y consciente. No se olvide -Llorens no lo olvida nunca- la necesidad sentida en este arte de sujetar la fantasía al cálculo, y cómo, en cada ocasión, el cálculo mejor hecho puede ser arruinado por un elemento insumiso a la voluntad del artista: el fuego. Nuestro artista, cuya palabra tiene tan admirable fluidez como plasticidad, narrador felicísimo, a cuyo servicio acuden gestos y ademanes; habla siempre con reserva del momento decisivo, de «la hornada»; los ratos de espera, cuando después de realizar con la mejor técnica los procesos creadores es preciso abandonar la obra al fuego, para que el fuego diga la última palabra. Artigas cuenta con la posibilidad de que esta palabra disuene en el conjunto; pero no por eso cede, ni tampoco descuida la minuciosa preparación de la materia; gracias a ese cuidado elimina ingratas sorpresas, azares, ocasiones de fracaso.

Un artesano eficiente disimula su paciencia bajo el artista de intuiciones fulgurantes. El trabajo previo, ingrato y duro, lo realiza con «obstinado rigor», sin ceder a la prisa ni a la inquietud, advertido de que la obra de arte vive por la solidez de estas preparaciones, en apariencia -y para los frívolos- subalternas. Artesano también quien enciende el fuego, lo atiende y vigila al llegar el momento. El artista se beneficia de estas actividades, participa en ellas, y es quien dicta, por una suerte de superior intuición, el punto conveniente de las mezclas, el grado de temperatura necesario para la cocción, y, desde luego, todos los momentos propiamente creadores del proceso.

Llorens Artigas quiere lograr con la arcilla lo conseguido por otros con la porcelana. Así lo ha declarado explícitamente. Produce sus cerámicas con una pasta de arena silícea; con una pasta   —103→   cuyo elemento fundamental es el asperón, no muy diferente en sus manos de la mezcla de caolín utilizada para la porcelana. No hace falta entrar en detalles respecto a las dificultades técnicas de este arte; mas piénsese, por lo menos, en que los colores no entran en fusión a la misma temperatura; requieren unos «gran fuego» y otros «medio gran fuego», alterándose éstos a la temperatura, exigida por aquéllos.

Pijoán contó hace años la frialdad de ánimo con que Llorens Artigas, después de una mala hornada, destruía, sin vacilar, cincuenta piezas defectuosas. No por ser malas, sino por no responder a su ideal diseño, a su proyecto. Para volver a empezar en seguida, buscando la causa del fracaso y los medios de evitarlo. Todo necesita estar estudiado antes, y de tal suerte, cada fracaso es punto de partida para posteriores tareas, lección aprovechable y fructífera. A vueltas con el fuego y luchando contra él, ha llegado a maravillosas realizaciones de encantadora pureza. La colocación de una pieza en el horno, un ligero desnivel de la temperatura..., ¡quién sabe cuántos y cuáles imponderables determinan el éxito o la frustración! El pintor y el escultor pueden remediar un toque desafortunado, pero el ceramista, tan pronto entrega al fuego sus cacharros, sólo le resta esperar, vigilando con cierto recelo el secreto trabajo de su indócil colaborador, y sin otra alternativa, caso de fracasar, que la total destrucción de su obra. Cuando se es tan escrupuloso y exigente como para consigo resulta este artista, los riesgos, naturalmente, se acrecen.

El arte de la cerámica alcanza en sus obras un punto de madurez magistral. El barro, manejado con superlativo dominio, se convierte en una pasta de asombrosa pureza, en un material noble que es, como si dijéramos, consecuencia de un esfuerzo inventivo y creador de grandes vuelos. Pues este artista no se conforma con menos de lo perfecto, y logra convertir la arcilla en materia purísima, pulimentada, de coloridos ricos y variados. En cuanto a elaboración y tratamiento del barro, se sitúa al nivel de los más grandes en este esfuerzo. Sus imágenes resplandecen en un equilibrio de fuerzas todavía visibles bajo la perfección conseguida, que no es una perfección conclusa, exhausta y modélica, sino una perfección de ser vivo, susceptible en cierto aspecto, de mejora.   —104→   Llorens Artigas declaró alguna vez que consideraba la perfección absoluta como un ideal de muerte, pues en ella se concluían los caminos; en su opinión, la vida era, y es, inseparable de la voluntad de mejora.

Fue esa una declaración de hombre humilde y de artista conocedor de los límites impuestos a la creación; formas y esmaltes acaso son más bellos cuanto más simples, y atraen al modo de objetos poéticos, más sugestivos y preciosos si desnudos de oropel. Llorens posee una intuición estupenda, gracias a la cual obtiene el máximo rendimiento de sus materiales, dentro de una sobriedad temperamental que elimina automáticamente las posibles desviaciones hacia inadecuadas exhibiciones de riqueza. Admirador de los maestros orientales, salvaguarda su independencia contra toda intromisión nostálgica; sus obras tienen un acento personal que las diferencia sensiblemente de las de aquellos geniales alfareros. Detesta la filigrana de mal gusto, la travesura, las pequeñas complacencias encaminadas a sorprender al espectador ingenuo. Aspira, en cambio, ¡nada menos!, a obtener en la cerámica colores nuevos y sencillos, y alguna vez lo ha conseguido.

En los objetos creados por Llorens Artigas, el color, brillante o mate, tiene una pureza extraordinaria. La gama de su juego es amplísima, y, según propia manifestación, está constantemente en trance de ensancharla y matizarla. Por eso sus esmaltes sorprenden por el brío, por la intensidad de los colores, y no sólo en las tonalidades agudas -verdes, rojos-, sino en las apagadas -tal los admirables amarillos, tan estudiados y trabajados por él-. La pasión del ceramista Ernest Tisserand lo señaló en un artículo ya lejano -no consiste en crear nuevas formas, sino en descubrir nuevos esmaltes. (No consiste «tanto» en crear formas como en inventar esmaltes.) Llorens sabe que sus cacharros han de corresponder forzosamente a un repertorio de formas limitado, y sabe, asimismo, que basta conseguirlas armónicas y bellas para que, sin mucha atención a la originalidad de las combinaciones, el espectador se sienta complacido y conquistado.

Retrato de Llorens Artigas

Llorens Artigas en su taller, 1949

Vasijas

Artigas.- Gres gran fuego. Rojo de cobre

Vasos, jarras, platos... hechos a mano, según leyes viejísimas, mas no, pese a todo, sin un cuño personal revelador del parentesco entre los objetos salidos de sus hornos. Este sello se advierte especialmente   —105→   en el campo de su gran renovación: en los esmaltes, y de manera singular en la invención de matices en coloridos claros.

Los cacharros de Llorens tienen con frecuencia una vestidura uniforme, representando el triunfo del color absoluto, del color puro, cuya influencia sobre el espectador depende de que alcance o no una calidad «rara», la calidad de algo nuevo y perfecto. «Azules de cielo nocturno, rojos de sangre, verdes de las aguas profundas», como escribió de ellos José Pijoán, al comparar con las cerámicas chinas de la dinastía Tang las creaciones monocromas de magnífico alfarero barcelonés.

Este ha trabajado posteriormente en colaboración con Juan Miró y Georges Braque, y tales colaboraciones produjeron resultados fecundos, piezas únicas buscadas por los coleccionistas avisados. Se registra así un enriquecimiento del trabajo de Artigas, pues sus ideas y las de los pintores con quienes se ha unido se interpretan de modo fructífero y descubren nuevos territorios incorporables a los dominios de la cerámica. La pintura abstracta es acaso la mejor tolerada por unos objetos en donde cualquier realismo resulta por fuerza convencional. Las imágenes de Miró, en su esplendente libérrimo vuelo, encuentran en los cacharros de su amigo un marco apropiado, un marco que las recibe sin violencia, y se convierte en parte de ellas al tiempo que se las apropia y las imprime carácter especialísimo, único.

En los cacharros de Llorens, las formas vigorosamente conseguidas y la pureza de los esmaltes ejercen una atracción sobre los sentidos; no sólo la vista es seducida. Un impulso irrazonable, espontáneo, incita a tocarlos, como si el tacto proporcionara nuevos elementos de goce, y hasta las vibraciones sonoras de la materia suavemente golpeada ayudan a entender su secreto. Estos cacharros, creados de un solo impulso, espontáneamente y sin vacilación, tienen detrás la sabiduría de una paciencia infinita, de esa paciencia artesana arriba aludida, cuyos desarrollos prácticos no dejan de guardar claras analogías con las lentas preparaciones de la Naturaleza. Y a los objetos naturales son asimilables. Incluso en la adopción de unas normas profundas que no intenta, revolucionariamente, destruir, sino cauta y moderadamente, alterar.

Espontaneidad controlada -y provocada- indirectamente por   —106→   la inteligencia. Las lentas horas de preparación, fase de tanteos, los fracasos van nutriendo poco a poco una corriente subterránea que aflora de pronto, caudalosa y rica, en la creación. Al espectador le parece -y es- espontánea, pero no cabe desdeñar los factores concurrentes a la determinación de esa espontaneidad, jugosa e innegable, que responde al precepto de Ozenfant: «la obra debe dar la impresión de haber obedecido a la voluntad profunda de la Naturaleza». En Llorens el instinto artístico es una fuerza natural naciente en libertad y acomodada con flexible soltura a las necesidades de la creación, al imperio de la creación según podemos entenderla si nos representamos la posibilidad de un ideal preexistente.

La forma regular de sus vasijas y el colorido monocromo, en sus matices claros, de hallazgo delicado, hacen pensar en la perdida y tan famosa ju-yao del Honan, cuyo color claro de luna no ha vuelto a conseguirse, y que tal vez nuestro compatriota acierte a encontrar algún día. Llorens está soberbiamente dotado para la sencillez; es un artista de estirpe clásica, enemigo de milagrerías, pero que, por las condiciones mismas del oficio, sabe que en cerámica no se puede desdeñar lo imprevisto. Quizá por la diafanidad de su concepción y por la cuidadosa utilización de los varios elementos en presencia, los cacharros de nuestro compatriota interesan la mejor parte del espíritu -y no sólo la llamada por Moritz Geigez «superficie del yo»-; el placer deparado por sus objetos corresponde a la, por este crítico denominada, «acción profunda» del arte; es decir, causa emoción de plenitud, de obra absoluta y totalmente lograda; suscita esa impresión de superior complacencia sólo producida por creaciones inequívocamente artísticas.

Recuerdo mi primer encuentro con estas obras y la sensación entonces experimentada; sensación de serenidad ante la armonía de unas obras tan inspiradas y perfectas. Aquellos cacharros eran, en cierta dirección, un límite: no se podía ir más allá. La sencillez y la armonía convertían cada pieza en una clara creación, fulgente de serenidad y de orden. Su presencia originaba el hondo deleite característico de la mejor fruición estética, y yo, desde aquel inicial contacto, he considerado a José Llorens Artigas como uno de los más grandes ceramistas, no de nuestra época, sino de cualquier   —107→   tiempo. Uno de esos artistas capaces de fecundar el ámbito de su trabajo, gracias a descubrimientos personales; un artista que no contento con ser un excelente técnico y un hombre de buen gusto, aspira al grado más alto: a un punto de invención y de desarrollo tan personal y rico, que de él pueda decirse con exactitud y con justicia: «He aquí un creador».

¿Cabe decir más? En este calificativo se resume la grandeza del artista, y parece innecesario añadir nuevas ponderaciones. Conviene, no obstante, precisar que este creador cuenta en su haber dos esenciales dones: la gracia y la elegancia. Elegante por sobrio, por contenido y sencillo. Poseído por la gracia en cuanto capaz de modelar sus objetos siguiendo un inesperado y precioso giro de la inspiración. La perfección de su obra es, gracias a la gracia, perfección henchida de sorpresa, de imprevisto; hay palpitación de vida en sus colores y en sus formas, la huella del paso del espíritu que otros llamaron expresión. ¡Sí! También de los cacharros, de las jarras, de los vasos, trasparece en ocasiones esencia de imaginación pura, alquitarada. El arte de Llorens, tan inteligente, es un constante esfuerzo para emanciparse de la inteligencia, convirtiéndose, como decía Walter Patez «en materia de pura perfección». Al ir más allá, o extramuros del esfuerzo racional, después de amputar severamente las posibilidades de extravío, deja a la aventura el resquicio por donde penetra el soplo de la gracia.

Sus cerámicas tienden a alterar el dictado que las quiere estáticas, buscando en el inesperado quiebro de la forma una sugerencia dinámica, una sugerencia escultórica, como de objeto a punto de movimiento, traducción de un impulso, de un soñado gesto animado y existente. Manteniéndose dentro de una tradición, pero moviéndose en ella con libertad, Llorens Artigas ha resultado, a la postre, más audaz y novador que quienes se ligaron a un revolucionarismo a ultranza, cuyo final descubrió los mismos inconvenientes de dogmatismo y de rigidez reprochables a los banales productos de la Academia. El decisivo acierto de este artista consistió en conjugar la severa disciplina técnica y el puntual reconocimiento de los valores del pasado con la mejor disponibilidad para la aventura y el esfuerzo renovador.





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