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Unidad en la obra de Antonio Machado

Ricardo Gullón

Fotografía de Antonio Machado

En la obra de Antonio Machado no acierto a ver evolución. Empieza relativamente tarde, pero con pasmosa seguridad de medios y madurez de pensamiento. Desde los primeros versos, en sus Soledades (1903), alcanza plenitud de expresión y de significación. La misma firmeza de mano revelada en los poemas de madurez, es visible en los iniciales; idéntico temblor de nostálgica melancolía por lo que pasa y lo pasado, e incluso imágenes análogas para evocar la juventud perdida. En la composición inicial de sus Poesías completas hallamos, evocada en lejanía, la juventud, como pobre loba muerta; en las Últimas lamentaciones de Abel Martín, de 1933, el cuerpo juvenil reaparece ante el anciano poeta como galgo de ayer. En ambas imágenes, el vigor de la juventud se expresa con una alusión a dos animales inequívocamente gráciles, esbeltos, ligeros y predatorios; no es dudosa la persistencia a lo largo de treinta años del concepto fraguado desde el principio.

Es cierto que según avanzó en la vida fue Machado incluyendo en su obra mayores filosofías o, como dice Carlos Clavería, «lucubraciones metafísicas»; pero conviene examinar más despacio la cuestión, según la plantea Allison Peers, cuando observa «la ausencia de arte consciente, de filosofía y de preocupación religiosa... en la obra de los primeros años»1, para saber si realmente existe tan radical diferencia entre ésta y la de épocas posteriores. Rechazo, desde luego, la tesis de que pudiera no ser consciente el arte del Machado joven, como la rechazaría en el supuesto de cualquier otro artista verdadero. Dejemos a un lado, ahora, los problemas planteados por el surrealismo. El arte es siempre consciente y sólo cabe distinguir su grado de espontaneidad, el esfuerzo más o menos racional o imaginativo necesario para lograrlo, y la mayor o menor lucidez y claridad con que el artista discrimine sus propios fines. En algún caso, al no estar perfilada de antemano la fisonomía de la obra en marcha, se puede pensar que falta la consciencia, cuando lo que echamos de menos es el plan o la seguridad en el empleo del método adecuado para desarrollarle.

Respecto a la filosofía, procede establecer un importante distingo, confirmatorio de la tesis insinuada por Clavería. Desde la primera hora tienen los versos de Machado un substratum filosófico evidente, un substentáculo ideológico que no sé si podrá llamarse rigorosamente sistema; pero que tiene raíces vigorosas en el ser del poeta y determina de modo bastante categórico su actitud frente a la vida. Tal vez estas ideas no constituyen «una filosofía», mas sí están, desde luego, conectadas entre ellas por el deseo de encontrar respuesta a las interrogantes suscitadas en el alma del poeta por su voluntad de conocer los fines últimos de la existencia humana. Desde la época de Soledades se debate Machado con el tema esencial de su poesía: el tema del tiempo.

En las obras posteriores se acusa con mayor reciedumbre la obsesión metafísica, y el deseo de conocer trasparece sin disfraz en versos de pergeño abiertamente filosófico, con incrustaciones léxicas de este carácter y reducidos a tipos de aforística brevedad. Pero ello no autoriza a declarar exenta de aquella preocupación a la poesía precedente, cuya tendencia en este sentido, en cuanto capaz de alentar en el lector un movimiento de curiosidad hacia los grandes temas de la metafísica, me parece tan importante y eficaz como el de sus proverbios de neta intención filosófica. En su exposición de la doctrina heideggeriana señaló Machado unos versos suyos de 1907 susceptibles de ser entendidos e interpretados como premonición de las teorías del profesor de Heidelberg. Habla en ellos de la angustia, inexplicable compañera de su vida:

La causa de esta angustia no consigo

ni vagamente comprender siquiera.



Así, él mismo advertía en la obra de los primeros tiempos muestras de las preocupaciones constantes, dominantes en toda ella. En realidad, su filosofía, cuanto más diluída, mejor se adueña del ánimo del lector; cuanto más lírica la envoltura y más subordinada la idea subyacente, tanto más suave y hondamente cala en las almas.

Más verosímil puede parecer en principio la observación de Peers cuando alude a la ausencia de preocupación religiosa en las obras juveniles del poeta. Pero si buscamos en Soledades rastros de esa preocupación, hallaremos algo capaz de ayudarnos a identificarla, algo inequívoco y suficiente. Tratando el tema de la muerte, donde debiera de surgir algún vestigio de religiosidad, la actitud de Machado fue primero materialista. La muerte es el fin de todo, pensó; cae el ataúd en la fosa y el muerto definitivamente, duerme un sueño tranquilo y verdadero; las buenas gentes viven, trabajan, sueñan:

y en un día corzo tantos

descansan bajo tierra.



La muerte es un accidente fatal, y Machado reflexionó sobre ella con relativa frialdad, sin asociarla a la idea de la posible vida ulterior, de la eternidad sentida en el alma con acuciante anhelo. El sentimiento religioso aun no aparece, si bien se nota ya un vislumbre de esperanza, en otro poema, en la respuesta dada por el silencio al poeta cuando éste cree oír su hora en las campanadas del reloj:

Dormirás muchas horas todavía

sobre la orilla vieja,

y encontrarás una mañana pura

amarrada tu barca a otra ribera.



Esa otra ribera no es el inerte sueño de versos anteriores, pero tampoco la revelación plena de la presencia de Dios. Esta se anuncia, pues la mañana pura no lleva simplemente a la muerte, sino a cuanto hay detrás de ella. En los versos citados hay un fulgor de esa presencia, siquiera no una clara llamarada; pero antes de acabar Soledades la hallaremos cantada con voz serena y claro impulso pasional en el penúltimo poema de volumen, el que empieza diciendo:

Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que una fontana fluía

dentro de mi corazón.



Con palabras cálidas y sencillas dice la alegría de la revelación, de haber sentido algo inefable: la presencia, traída por los sueños, de un rumor de colmena donde las amarguras viejas se transforman en dulzura, de una tibieza de sol resplandeciente en el alma misma:

Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que era Dios lo que tenía

dentro de mi corazón.



Tampoco, pues, es exacto dar por del todo ausente en los versos de la primera época la preocupación religiosa. Se ha de tener en cuenta que Machado nunca fue hombre de acentuada religiosidad; por eso en su obra posterior no se advierten más rastros de este sentimiento que en la hora de Soledades. En este aspecto tiene pocos puntos de contacto con Unamuno. En el Dios ibero su intención no se encamina tanto a manifestar aquel sentimiento en forma personal como a mostrar las que cree sus características en el alma del hombre castellano. Entre sus composiciones tardías, en Muerte de Abel Martín, la divagación filosófica en torno a la muerte y la nada es bellísima; pero no me atrevería a asegurar que el elemento esencial de esos versos fuere el religioso. El Martín muriente, más que por lo desconocido, por los secretos ocultos en la muerte, del otro lado de la materia, está preocupado por el destino de cuanto deja en esta orilla, por el sentido de su vida, escrita en blanda cera y por tanto llamada a diluirse naturalmente en el sol del nuevo día. La serenidad final de Martín, su tranquilo apurar el vaso de la muerte, más suena a estoicismo que a otra cosa. Dejo aquí la cuestión, pues con lo indicado basta para justificar, con referencia a este extremo, mi creencia en la unidad de la obra machadesca. Es interesante observar que las caídas y vulgarismos padecidos algunas veces por el gran poeta se sitúan preferentemente en el postrer período de su actividad; pero no sólo en él. Juan Ramón Jiménez fijó algunas, tomadas de diversas épocas, en su Diario de vida y muerte, y sería fácil reunir más con sólo repasar sus poemas «de guerra». Pero tal tarea no es de este momento. La endeblez de esos poemas quizá se debe a su carácter circunstancial, «épico» si se quiere (como apunta el mismo Juan Ramón), pero falto de verdadera substancia lírica, riqueza abundante en otros versos de Machado. De treinta y cinco años atrás data España, en paz, y varias de sus estrofas -por ejemplo, las que empiezan con los versos:

Un César ha ordenado las tropas de Germania.

Es bárbara la guerra y torpe y regresiva.



son lugares comunes puestos en verso con poca gracia. Y de 1938 es el chirriante comienzo del soneto La primavera:

Más fuerte que la guerra-espanto y grima

cuando con torpe vuelo de avutarda

el ominoso trimotor se encima

y sobre el vano techo se retarda,



No veo en estos ejemplos, alejados en el tiempo, la menor eficacia poética, y creo que el estro de Machado no podía encontrar en tales temas oportunidad de realizarse en su peculiar manera de expresión. Pero sería injusto aludir a decadencia cuando, conforme anotamos, los descensos no están centrados en una sola parte de su obra, ni al principio ni al final, sino dispersos -en su ocasionalidad verdaderamente rara- en distintos espacios de ella. Y en cualquier caso, los poemas de juventud nunca deberán ser considerados técnicamente inferiores a los de madurez.

La unidad de la obra de Machado se advierte asimismo en la permanencia de sus ideas centrales, de las que constituyen el núcleo, de su pensamiento. La concepción del tiempo como fundamento de la vida, como determinante de la existencia humana y por tanto del mismo ser del hombre, no es resultado de sus lecturas existencialistas, particularmente de sus lecturas de Heidegger, cuya obra demostró conocer bien, sino muy anterior a ellas, precediéndolas en más de veinte años. Su interés, por las teorías de este filósofo procedía de la resonancia que hallaban en su espíritu, al encontrar formuladas en otro ámbito las intuiciones que él había tratado de expresar líricamente. En uno de sus escritos últimos2 copia los versos transcritos en la primera parte de este artículo, para mostrar, según he dicho, cómo los motivos heideggerianos estaban ínsitos en el poema, y la angustia allí cantada aparece «como inquietud existencial (Sorge) antes que verdadera angustia (Angs) heideggeriana, pero que va a transformarse en ella».

Su pensamiento, pues, no varía en lo esencial. Esa es la causa de la imposibilidad de referirse a una evolución en su poesía. Para estudiarle no parece recomendable dividir su obra en períodos ni establecer líneas de avance sobre supuestos progresos -o retrocesos- del artista; resulta preferible penetrar en ella verticalmente, practicando tres o cuatro calicatas referidas a los problemas más importantes -y constantes- que plantea su obra: el lenguaje empleado, su peculiar manera de sentir el tiempo, el tema de Castilla y, last but not least, la influencia del recuerdo en su lírica. Con este índice de temas, y los de menor interés, adyacentes o derivadas de ellos, puede intentarse un estudio de conjunto de la obra de Machado, dejando a un lado el análisis de su poética, realizado magistralmente por Clavería, y el de sus ideas filosóficas, para abordar el cual debe ser convocado un especialista capaz de desarrollarlo con la necesaria competencia.