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Artículos cinematográficos [Selección]

Roberto Arlt






ArribaAbajoLas «Academias» cinematográficas1

¿Quiere usted enriquecerse sin trabajar, aunque no sepa leer ni escribir? Organice una «academia» cinematográfica, ponga avisos en los diarios, y a la semana tendrá cuenta corriente en más de un Banco: tal será la cantidad de chifladas y chiflados que irán de buen modo a entregarle el dinero.


Cómo se engaña a los ilusos

Recorto de la carta de un lector los siguientes datos que revelan bien a las claras qué clase de aventureros son estos profesores de «cinematografía»:

«Por pura curiosidad fui un buen día al estudio cinematográfico sito en la calle Belgrano... y allí se me dijo que había que someterse a una prueba fotográfica, la cual costaba dos pesos. Acepto; "palmo" los dos "mangos" y después de cuatro días me dan la contestación diciendo que he sido aceptado, a pesar del "escracho" y de mis... (no se asusten) sesenta y cuatro años. Lo más colosal llega ahora. Me presentan una hoja escrita a máquina donde estaban los "estatutos" y "reglamentos" de la casa, entre los que resaltaban estos detalles: El aspirante debía abonar veinte pesos mensuales para el aprendizaje de mímica (este curso dura un mes), otros veinte por aprendizaje de escena (otro mes) y otros veinte pesos más para caracterización (otro mes)... En total, sesenta pesos y dos de foto; sesenta y dos "bataraces". Después de tres meses de práctica era sometido a una prueba cinematográfica, para la cual tenía que pagar (seguimos pagando) nada más que veinte pesos. Lo más lindo del caso es que el director y propietario de la academia me daba a hacer siempre el papel de "galán joven" ¡con mis sesenta y cuatro años! para que me entusiasmara con alguna chica a la que, para aprender, tenía que abrazar...».




Las mujeres en las academias

Lo que ocurre en las academias de seudos «profesores» no tiene nombre. Ignoro si las madres ingenuas y confiadas que dejan ir a sus hijas allí, se enteran de que a estas, progresivamente, se les enseña a perder los escrúpulos y a dejarse, en nombre de la cinematografía, abrazar de mil distintas maneras y a exponerse en «desnudos artísticos» al examen de unos perfectos sinvergüenzas que para convencerlas, les dicen:

-Lo mismo se hace en «Jolibud».

Algunos cachafaces van a estas academias a buscar programas. No sabemos si admirarnos de la estupidez de los alumnos, del descaro de los «directores artísticos» o de la negligencia de la policía, que no sabemos cuándo se resolverá a intervenir para controlar seriamente las actividades de los «profesores» y las identidades y permisos paternos de las menores que van de los brazos de un aprendiz a los de otro.

Yo, personalmente, no me las voy a dar de moralista. No. Por el contrario, sonrío amablemente cuando me entero de ciertas cosas, mas la inmoralidad comercializada me revienta de cualquier manera y los zonzos y las chifladas me producen más compasión que otra cosa. Cierto es que ya he conocido demasiados zonzos y demasiadas «estrellas» en cualquier actividad para no darme cuenta que el mundo es una especie de bosque donde los más astutos se devoran a los más débiles; mas, como en mis manos está hablar de esta nueva polilla que apareció en la ciudad, me siento obligado a revelar lo que sé.




«Necesitamos artistas de cine»

Una de las triquiñuelas de que se valen estos audaces, es solicitar por intermedio de los avisos de los diarios artistas de cine, para «filmar una película». Usted llega a la caverna de los susodichos caballeros y, en cuanto lo ven, exclaman:

-Este es el tipo que nosotros necesitábamos. Precisamente usted es el que nos hacía falta. Eso sí, tendrá que hacer un poco de práctica. (Y aquí le largan el anzuelo de la academia).

Mientras el director lo conversa, por el suelo, a pocos pasos de distancia, un desgraciado hace gestos de desesperación. Otro, en cambio, pasea furiosamente de un rincón a otro, riéndose como si hubiera ganado la grande. Una muchacha menea solitariamente la cabeza. Usted, de primera intención, cree que ha llegado a un manicomio. No; son los alumnos, mejor dicho, los giles que ensayan el gesto número treinta, cuarenta o cincuenta y cinco del programa de mímica, para convertirse en artistas. Y el propietario de la academia le explica a usted:

-Nosotros necesitamos un tipo como usted para la película que actualmente preparamos. Contamos, afortunadamente, con algún tiempo todavía, porque no nos ha llegado una máquina especial desde Norte América. En cuanto llegue, la película sale a la calle.




Para ser artista de cine

Me dice Néstor, el cronista cinematográfico de nuestro diario:

-No hay academia en ninguna parte del mundo que pueda preparar a alguien para ser artista cinematográfico.

Se nace artista cinematográfico, como se nace poeta, novelista o malandrino. Si una academia pudiera preparar artistas de cine, no ocurriría lo que pasa: el mundo tiene mil millones de habitantes... y de estos mil millones se han destacado unos quinientos hombres en la pantalla. Pongamos mil. Pongamos cinco mil. La cifra no guarda relación con la cantidad de millones.

Artista de cine puede serlo, por casualidad, el vigilante de la esquina, como el director de un banco. Lo indispensable es que a este hombre lo descubra un técnico de cine, y aquí no hay técnicos de cine. Las academias que vegetan en nuestro país no son otra cosa que trampas para estafar a ingenuas y cándidos.






ArribaAbajoFinal de Luces de la ciudad2

Cuando leí respecto de Luces de la ciudad esta frase de Néstor:

«Carlitos ya no hace reír a los chicos... Hace llorar a los grandes», tuve la impresión de que la película era un acontecimiento y al asistir a su representación, lo único que he comprendido es que cuanto se diga de Carlitos Chaplin, es poco.


La patética delicia

Quiero ocuparme del final de la película porque no me alcanzarían muchos espacios como el que dispongo para escribir, para hacer el elogio de una obra genialmente grotesca, que al final se transforma en la más dolorosa de las bellezas poemáticas que puedan ofrecerse en el cine actualmente.

Sí, el final de Luces de la ciudad es el más extraordinario poema fotográfico que ha creado Chaplin.

He aquí una síntesis.

Carlitos ha salido de la cárcel a la cual había ingresado como autor de un presunto robo. El dinero de ese robo, lo había entregado a una ciega, a la cual Carlitos le hacía creer que era un gran señor.

La ciega se ha curado. De florista ambulante, ha pasado a ser dueña de una florería en el centro de la ciudad. Este prodigio se ha efectuado mediante el dinero que le entregó Carlitos. Han pasado algunos años. Pero ella siempre espera la aparición de su misterioso protector, del hombre que le regaló mil dólares y que según su propio decir «era millonario».

Carlitos, desarrapado y miserable, avanza por las calles de la ciudad. Llega a la esquina donde acostumbraba a encontrar a la florista ciega, pero ella no está. Las hilachas de los pantalones se sacuden en sus escuálidas piernas. Carlitos avanza triste. Es la estampa del perfecto ex hombre. De una florería sale un caballero perfectamente vestido. Carlitos mira hacia el suelo y ve una rosa y pensativamente se inclina y la recoge. La florista lo ve y siente lástima. Carlitos levanta la vista y la reconoce.




Drama de minutos

Desde este instante, en que el atorrante levanta los párpados y detiene las pupilas en el semblante de la florista, se desarrolla el más intenso drama que pueda vivir el espectador en unos minutos.

La joven observa sonriendo burlonamente al vagabundo a través de la vidriera y comenta risueña con la madre:

-Mira la conquista que me he echado.

¿Hablará Carlitos?

El rostro de Carlitos se impregna de lenta dignidad. La contempla como a un sueño perdido. Las líneas de su semblante se descomponen lentamente. Mientras que sus ojos sonríen de arrobamiento, las franjas musculares de sus mejillas se contraen de pena. Parece que dijera:

-Y sin embargo, está allí... La muchacha por la que él fue a la cárcel. Carlitos aprieta la rosa blanca contra su pecho como si fuera un crucifijo.

¿Hablará Carlitos? ¿No hablará?...

Mudo, en éxtasis, permanece tras del cristal y sus ojos intensifican de tal manera las luces interiores de su adoración, que la muchacha, emocionada por su insistencia, saca una moneda y se la ofrece.

Carlitos se aparta de la vidriera, tambaleando.

La que antes estuvo ciega, advertida vaya a saber por qué secreto instinto, al ver que el vagabundo huye de su limosna, sale a la calle, corre hacia él, lo toma de las manos para disuadirlo de su timidez... y queda inmovilizada de asombro.

Ha tocado las manos de Él, del misterioso millonario que le regaló mil dólares «para que se curara de la vista».

Pasan minutos... segundos... No lo sé. Una ansiedad tremenda y fragante impregna de las delicias más contradictorias el alma del espectador.

Por el semblante de la jovencita corre un estremecimiento. En el de Carlitos se pinta la más absoluta de las renuncias. Ella dice lentamente:

-¡¿Usted?!...

Y Carlitos, ingenuamente:

-¿Ve bien ahora?

Las dos cabezas se entremezclan. Encontraron la dicha.




No es posible

No es posible con palabras describir el valor estético, altísimo, de este final, en el cual todos los gestos, miradas, expresiones, detalles, son de una delicadeza purísima. El espectador medianamente sensible se olvida que está frente a una pantalla. Los espectáculos que la película hace pasar ante sus ojos adquieren el carácter de una sinfonía espiritual. Es como si fuera posible componer música con juegos de luces y sombras.

Insisto; las palabras son insuficientes. El cronista sale a la calle y necesita encontrar a alguien para decirle:

-Vale la pena haber nacido. Estas obras bellas justifican la vida.






ArribaAbajoEl cine y las costumbres3

SEÑORA.- Usted, Arlt ¿va al cine?

YO.- Rarísima vez.

SEÑORA.- ¿Por qué no va?

YO.- Me aburren las cintas de amor.

SEÑORA.- Hace unos días leí una estadística en un diario de la mañana. ¿Sabe cuántos cines hay en este país? Dos mil doscientos cines.

YO.- ¡Diablo! ¿Y trabajan todos?

SEÑORA.- Y todos hacen pasar cintas de amor.

YO.- Efectivamente. Es la gran mercadería.

SEÑORA.- ¿Y sabe por qué es la gran mercadería, utilizando su término? Pues porque las mujeres, en este país, viven en completa disconformidad con el medio en que actúan.

YO.- Eso es muy posible. Más que posible, seguro.

SEÑORA.- Mire, a mí me agradaría que usted escribiera algo sobre este asunto. Y más todavía, sobre las contradicciones que esto encierra en sí. Fíjese: mientras que un padre y una madre se preocupan por inculcarles ciertos principios a sus hijos (principios en los que ellos posiblemente creen o no creen) permiten que estos principios sean anulados por la cátedra amorosa del cine.

YO.- ¡Había sido observadora, usted!

SEÑORA.- Me he fijado que entre el elemento femenino que concurre al cine, se encuentran muchas señoras y demasiadas chicas. Que a las chicas les interese el amor, es lógico; y el amor con los besos que dan en el cine, más aún; pero que a una señora casada la atraiga el cine, me resulta un poco inexplicable.

YO.- Es que todas las señoras casadas, al tiempo de «tomar estado» se aburren profundamente de la tontería que han hecho.

SEÑORA.- No creo eso. Ahí está su error. La mujer no se aburre del casamiento en sí, lo que la harta y provoca en ella una especie de malestar subterráneo es la monotonía de la vida matrimonial. Decir que el casamiento aburre, es lo mismo que decir que comer merengue harta. Pero si a usted lo obligan a alimentarse exclusivamente de merengue, es casi seguro que terminará por enfermarse del estómago.

YO.- Es probable.

SEÑORA.- Ocurre algo más. Los hombres, cuando se aburren de su esposa, encuentran un recurso más o menos cómodo: enamorarse de otra. El hombre tiene una especial facilidad para la infidelidad. A las mujeres, piense que son de carne y hueso como ustedes, no nos es tan fácil enamorarnos, pero sí aburrirnos. Y sustituimos el amor... con el cine.

YO.- Y lo notable es esto: ningún marido, son raros al menos, sienten celos de un fantasma de película.

SEÑORA.- Lo llaman chifladura.

YO.- Exactamente eso.

SEÑORA.- Por otra parte, las mujeres son suficientemente prudentes para no pregonar que el tal artista las entusiasma más de lo debido. Algunas, por el contrario, son tan astutas que el artista que prefieren lo llaman un «antipático». Pero yo quería llegar a esto. La disconformidad. Insensiblemente, el cine está creando una atmósfera de disconformidad en las mujeres y en los seres de ambos sexos. El cine siempre representa el éxito, la belleza, la elegancia, el amor, la libertad; el cine, casi siempre, idealiza la vulgaridad (cierto que de un modo falso) pero, de tal manera, que hoy por hoy, los libros escritos para inquietar a la gente, producen menos resultado que una película. Una película de amor con una dactilógrafa que llega a millonaria, arrebatada por una gran pasión, le amarga más la vida a una mujer, que cien libros de teorías que no leerá jamás.

YO.- ¡Qué dialéctica tiene usted!

SEÑORA.- Regular, no más. Observo, eso es todo. Y lo que observo me preocupa. He conocido señoras casadas muy tranquilitas que al cabo de un año de ir al cine, lo miraban al esposo, como diciéndolo: «Ramón Novarro fuma con más elegancia que vos». He conocido chicas que al cabo de un año de ir al cine, cuando se les hacía reflexiones de orden hipócrita-moral, contestaban: «Esas son pavadas».

YO.- ¡Qué bueno!

SEÑORA.- No se ría, que le digo la verdad.

YO.- Le creo, le creo. ¿Y qué deduce en consecuencia?

SEÑORA.- Deduzco que las chicas que nacen hoy, dentro de quince años se van a reír en las barbas de sus padres cuando les vayan con cierta clase de consejos. ¿Qué piensa usted?

YO.- Señora, pienso con toda tristeza que es una grandiosa pena no haber nacido hoy. Usted tiene razón... pero ¿qué haremos nosotros con la razón, con la verdad, cuando seamos viejos?

SEÑORA.- Es imposible hacerle dar saltos a la humanidad.

YO.- A veces es imposible, otras veces posible. De cualquier manera, lo que usted ha dicho es interesante. Lo escribiré.




ArribaAbajoEl cine y los cesantes4

El otro día, me dice indignado un señor:

-Aquí se habla de desocupados, de acuerdo, pero ¡qué cosa curiosa! Vaya a darse una vuelta por los cines de la calle Triunvirato, por Boedo, Flores, Belgrano, y va a descubrir frente a las entradas de los cinematógrafos, filas de fiacunes que esperan la hora para entrar porque por viente centavos se pasan tres secciones, desde las tres a las seis de la tarde. Lo que debía hacer usted es darles un palo.


Posición del cesante

El cesante sale de la oficina de un amigo. El amigo dándole una palmadita en las espaldas, le ha dicho:

-Mirá, viejo: todavía no hay novedades. Esperá unos días...

El cesante ha inclinado la cabeza y ha salido a la calle. Tiene en los bolsillos esas contadas chirolitas que tienen todos los cesantes para los grandes días de apuro. Vilipendiosas monedas, que le permiten al hombre entrar a una lechería a tomar un café y comprar un paquete de cigarrillos. Quizá sobran dos monedas: una de veinte, que es para «un apuro» y otra de diez, para el tranvía. Presupuesto de cincuenta a sesenta centavos con el cual, humanamente, no se pueden hacer prodigios en ninguna parte y menos en esta ciudad. El cesante no tiene ya nada que hacer. Ha visto al amigo que le gestiona un puestito y el único camino es ir a meterse en la casa.

El hombre pedalea por la rúa, pensativamente. Se conoce de memoria la topografía de su casa. Tiene resabida la pregunta que le va a hacer su mujer, su hermana y su madre:

-Y ¿hay novedades...?

Cuando no hay novedades, un fulano cesante aminora el paso para llegar tarde a la casa. El corazón se le aprieta ante la perspectiva de decir: «No, no hay nada... pero me aseguró que para la semana que viene...». ¡Es tan larga la semana que viene, que el hombre que apechuga con esa noticia de plomo, prefiere caminar lentamente las aceras! Se imagina, y para eso no es necesario tener mucha imaginación, la cara de cansancio que pondrá su mujer cuando le largue la noticia. Otra semana de espera. Otros siete días de permanecer con las manos en los bolsillos, en holganza forzada, entre cuatro paredes. El cesante camina y cavila.

Piensa que con estos pensamientos no se remedia su posición... y se dice:

«Es mejor no pensar» pero cuanto menos quiere pensar en el asunto, más le da vueltas desesperadamente. Las perspectivas son cada vez más negras... el almacenero ha enviado un ultimátum; el carbonero no quiere saber de grupos; el panadero ya ha torcido la cara cuando lo ha ido a trabajar de conversación para decirle que la próxima quincena le arreglará cuentas; el lechero... el lechero es el más humanitario: sigue trayendo la leche sin decir «bayest», que en vasco quiere decir «si-no» aunque la leche del éuskaro es cada vez más cristiana y lampiña de crema.

La suma de estos detalles horribles se amontona en el caletre del cesante, y el hombre de la vía piensa que a momentos sería preferible no haber nacido. Pero como hace veinticinco, treinta o cuarenta años que ocupa su lugar en el mundo, no ha lugar a protestas. Y el tipo, paso a paso, deja atrás los rectángulos edificados.

¿Qué hacer? ¿Cómo resolver el problema? Ha enviado por lo menos cien cartas y a las cien cartas ofreciéndose como cualquier cosa, no le ha contestado nadie... como no sea un señor que ha inventado una máquina rara y que necesita un socio capitalista.

Y, de pronto, ante sus ojos reluce el cartel azul, amarillo canario, verde emperador, de un letrero de cine. Veinte centavos la entrada. Aventuras de X. El Beso de la moribunda. El chueco misterioso. La nena del Far West. Tres secciones por veinte centavos. Tres horas de olvido y de ensueño por veinte guitas.

La campanilla del vestíbulo del cine repiquetea incitadora. «Me dijo que pasara la semana que viene... posiblemente habrá novedades». El cesante piensa en la cara de su mujer, en las horas largas de la tarde. ¿Dónde? ¿En qué punto del Universo puede comprar a precio más barato el olvido? Tres horas. Y entonces, el tío se arrima a la taquilla, y palma su chirolita. Al fin y al cabo... más caro le va a salir meterse en un café. Más caro le va a costar el ómnibus para ir a tomar mate a la casa de aquel amigo distante.




Se explica usted ahora...

¿Se explica ahora usted, amigo mío, que los cines baratieris, en ciertos días de la semana, por los suburbios, estén repletos de hombres que peinan canas o que se podan barbas?

Es la miseria. El cansancio. La tristeza. La necesidad de buscar olvido. Un hombre sin trabajo... y aquí ya tenemos la respetable cifra de quinientos mil desocupados que necesita meterse en alguna parte donde lo que sus ojos miren sea completamente distinto a aquello que, día por día, noche por noche, le recuerda que es un ser humano que no produce ni para sí mismo.

El hombre se mete en el cine... como en otras partes el desocupado se mete en la taberna a buscar en un vaso de vino alcohólico el borrador de sus penas... el lenitivo de su amargura que en ese instante le hace pensar:

«En este momento, ella me estará esperando esperanzada, diciéndose: Tengo el presentimiento que hoy él va a venir con buenas noticias».






ArribaAbajoSe vamos a «Jolibud»5

Las actrices siempre tienen dos tipos de madre que, naturalmente no puede sino ser uno u otro. Esto es fatal. Dos tipos pueden desdoblarse así:


Primer espécimen

Estructura psicológica de «javie». Cabretiya. Pundonorosa. Explica a quien quiere escucharla que la hija es una deschavetada y que ella no tiene la culpa de que la muchacha haya salido tan mala cabeza y tirando al monte. Agrega el pormenor de que en la familia (al menos en la de ella) nunca se dio el caso que brotara una menor que perdiera el tino por las tablas. En estos casos, la venerable anciana ilustra sus lamentaciones con la metáfora de que la muchacha le quita años de vida y le encanece la porra. La gente se emociona y, como no se le ocurre nada, se contrista aparentemente con la damnificada. De hecho, susodicho ejemplar no interesa. Pasemos al segundo.

El otro, es un plato. Asiste a las representaciones de su hija. Humildemente, perdida entre el gentío. Hasta que se deschava. Y canta. Canta bajito de modo que el público vecino se entere:

-¡Pobre hijita!

La gente gira sesenta grados la cabeza y se entera de que la dama del pañolón tuvo el honor de ser progenitora de la actriz. Y la anciana se infla de saludable orgullo.

Así fue la madre de Sara Bernhardt. Así la vieja de Eleonora Duse.




Iniciación

Hay familias donde se cultiva la «religión» del arte. Donde el viejo toca el bombardino y se cree excepcional en el planeta; la vieja aporrea el piano y muestra el recorte de un periódico referente a un concierto en que apareció cuando era infántica, virgen y sin marido. A los hijos les tira el anarquismo, la biblioteca blanca o el violoncello. Casas donde el morfe se retoba con los suministradores de vituallas. Donde el vento ingresa por caminos penosos. Casas donde la religión del arte anda fayuta de una representación respetable hasta que un día la menor o la mayor, descubren que tienen condiciones para actrices y se destapan. Quieren ir a «Jolibud» o al Teatro del Pueblo. Como el Teatro del Pueblo queda más próximo que Jolibud y el traslado es mucho más económico, embican para ese lado. O para otro escenario nacional.

A veces tienen condiciones y los directores artísticos, para varearlas un poco, les dan papelitos menores, lo que teatralmente se denomina partiquinismo. El partiquinismo tiene adeptos numerosos en ambos sexos. Por ahí, como es natural, hay que empezar. Así se iniciaron Sara Bernhardt, la Duse y otras cotorras de la misma talla.

Bueno, el plato son los parientes de la actriz que debuta por primera vez. Que por primera vez en su existencia, desde que fue dada a luz, sube al escenario. Suele ocurrir que hacen acto de presencia todos. Con la consiguiente emoción. Reproduzco el diálogo.

LA VIEJA.- Mirala a la nena. ¡Qué bien parada está en su rincón!

EL VIEJO.- E no se abatata.

LA VIEJA.- ¡Quién diría que es hija mía!

EL VIEJO.- ¡E con qué natoralidá moeve la mano!

LA VIEJA.- ¡Me asista la virgen! Y ahora se sonríe... y sonríe sin vergüenza.

EL VIEJO.- E no faltaba más que se ría con vergüenza.

LA VIEJA.- Ahora sale. Y lo mismo que Pedro por su casa.

EL VIEJO.- E se conoce que e hica de italiano. El arte lo tiene en la sangre.

LA VIEJA.- ¡Hijita mía! Si me decía el corazón que tenía que ser una gran artista. Con razón que esas chusmas de enfrente protestaban cuando la nena venía al ensayo.

EL VIEJO.- ¡Qué queré! La envidia. A los quenios sempre le han tenido envidia.

UN ESPECTADOR.- ¿Es hija, señora...?

LA VIEJA.- ¡Y claro!

ESPECTADOR.- La felicito. Trabaja muy bien.

EL VIEJO.- E el arte... el arte e de la italianità. No hay voelta.

ESPECTADOR.- Y por ser la primera vez que trabaja ¡qué canchera es su hija, señora!

EL VIEJO.- En lo canchera, sale a la madre.

OTRO ESPECTADOR.- Tiene un gran porvenir su hija, señora.

LA VIEJA.- Estoy emocionada... Si hasta me parece mentira que sea mi propia hija. Y con qué naturalidad camina.

ESPECTADOR.- Parece que se pasó la vida caminando en un escenario.

LA VIEJA.- ¿No es cierto?

EL VIEJO.- E la mano. Hay que ver cómo la movía. Lo má difícil e mover la mano. Ahí te quiero ver escopeta.




Al final de la función

LA MENOR (más retozona que pollita bataraz).- ¿Qué tal estuve, mamita?

LA VIEJA.- Muy bien, hijita... muy bien. (Confidencialmente). Mejor que todas. Te las pasás a la pileta.

EL VIEJO.- Propiamente bien, hica. Por ser la primera vez que lo hacé, sos más canchera que to misma madre.

LA MENOR.- Te lo juro, mamita... dentro de un año se vamos para «Jolibu». Le vamos a tirar el nene al cuarto a Greta Garbo, vas a ver...






ArribaCalamidades del cine6

-Un noventa por ciento de las ordenanzas municipales son infringidas por los cines -dice Néstor que, a mi lado, teclea en la máquina. Lo cual no significa que es Néstor el que me dicta el artículo que a continuación va, sino que yo lo escribo por mi cuenta y riesgo.

De tanto en tanto, sin embargo, le digo:

-Che ¿qué te parece? ¿Está bien, esto?

O si no:

-Che ¿por qué no me pasás algún chimento interesante?

O si no:

-Che ¿qué sinónimo tiene esta palabra?

Así, como buenos hermanos, nos ayudamos. Por otra parte, a mí me conviene darle a Néstor algún bombo en esta nota, pues ello repercutirá en las entradas que le mango reglamentariamente. La sinceridad ante todo.

Néstor, que ha leído estos renglones, me dice, a continuación:

-Che, tu publicidad me cuesta cara.

Así se trabaja: sonriendo; secreto que ignora el lector.

Y ahora al grano, a las calamidades.


Calamidad primera

Hay muchos cines de barrio cuyos asientos, en la parte posterior, carecen de alambre donde engastar el sombrero. Y por esta negligencia del bandolero que se llena los bolsillos de plata, por la otra negligencia del inspector municipal, que va a cobrar el sueldo y que exclama que la vida es satisfactoria para los hombres de buena voluntad, el espectador tiene que ubicar el sombrero en el suelo, corriendo el inminente riesgo que algún griposo se lo gargajee, o abollar el susodicho artefacto de cubrirse la sesera en las rodillas.

Único beneficiario: el japonés que plancha sombreros.

Y todos estos perjuicios ocurren porque un inspector poltrón y un propietario tacaño se lavan mutuamente las manos en la palangana de la supuesta coima.




Calamidad segunda

El sábado pasado entré a un cine de la Avenida de Mayo. Era sábado, para más datos. Sábado inglés. En última instancia, un consejo: no vaya a los cines el sábado si usted es de un sistema nervioso delicado.

Me instalé en una butaca. Por donde se oía (no puedo decir por donde se miraba porque la oscuridad era casi absoluta) se oían llantos de criaturas. Aquello no parecía un cine, sino un falansterio o una maternidad en las tinieblas.

El llanto del criaturerío aumentó de tal manera que aquello parecía una noche de primavera con infinitos gatos en el tejado. Cuando los gatos se hacen el amor, sus maullidos se parecen al llanto de las criaturas.

Por fin, al repetido siseo de los que no acarretillaban párvulos, intervino el moroso acomodador, les dirigió la palabra a los tenentes de los llorones y, lo único que se obtuvo, maravíllese usted fue lo siguiente:

Que los padres, para calmar a las criaturas, empezaran a pasearlas en brazos por el pasillo.

Me levanté y me marché, lamentando que las ametralladoras no constituyan un artículo de fácil venta.




Los que llevan comida

Vez pasada, de noche, entro a un cine de Almagro. Me ubican en una fila de gente pobre «pero honrada».

Había ido a ver Fatalidad. Me incluyo entre los hinchas de Marlene Dietrich. Es maravillosa. Volvamos al butaquerío rasposo. Me ubican entre gente pobre pero honrada, cuando mis oídos perciben un ruido como de carpintería. Duró casi toda la primera sección. Al mismo tiempo, por el aire se expandía un olor a guiso, pimentón y a ternera cocida. Yo me estaba preguntando si ahora las películas, además de ser parlantes eran odorantes, cuando de pronto se cortó la cinta, volví la cabeza y descubrí una venerable familia extranjera mascando a cuatro carrillos.

Habían tendido mantel de papel pergamino sobre sus rodillas y hermanaban el arte de Edison a las habilidades de Brillat Savarin.

Uno no sabía si reírse o protestar. El suelo estaba sembrado de miguerío marroquiento y cuando se restauró la película y continuó la exhibición de Fatalidad, la familia extranjera comenzó nuevamente a comer con tal entusiasmo que el ruido de sus mandíbulas no permitía escuchar la sincronización de la película. Conclusión: deben prohibirse los picnics y comilonas en los cines.




Calamidad tercera, cuarta y quinta

¿Y el caramelero que le mete por las narices a uno su cajoncito de proyectiles de azúcar y polvo de ladrillo? ¿Y el acomodador que lo deja bizqueando a uno de un linternazo eléctrico? Sin contar estos pequeños gajes contamos el terrible maleducado que se toma para sí los dos apoyamanos de los asientos laterales, o que le hunde los codos en los riñones; y luego tras él, en orden de bicharracos molestos descubrimos el perro tres veces maldito por los dioses, el tipo que le explica a su compañero en voz altísima el argumento de la película exclamando a gritos:

«Ahora interviene el amigo que lo salva de una puñalada» o algo por el estilo, y tras este infame viene el que tose estafilococos dorados y bacilos para apestar a un elefante, y que no termina de morirse ni en el cine, ni fuera de él; y luego la propaganda de las películas a exhibirse durante la semana, en el cine donde nos torturan y que ocupan más tiempo el telón que el film por el cual uno ha pagado por ver...

¡Oh! es cosa de escribirse una docena de notas sobre la fauna del cine.






Parecidos con artistas de cine7

No hace mucho, quizás un mes, usted escribió una nota sobre la función educativa del cine, y como ahora se ha embarcado en el tópico de los novios y otras yerbas, quiero expresarle un modestísimo parecer sobre la influencia de la cinematografía en el amor, y sus consecuencias directas sobre este humilde servidor.

La primera novia que tuve me encontraba parecido a John Gilbert. Como John Gilbert no me daba ni frío ni calor, acepté sin mayores precauciones el parecido que mi novia, generosamente, me concedía con ese tío, hasta que un día cortamos, porque ella tuvo el mal gusto o el bueno si se quiere, de fijarse en otro hombre que le recordaba furiosamente al divino Rodolfo. Aludo a Valentino.

Maldiciendo el cine, pero incapaz de convertirme en un misógino, trabo relaciones con otra mocita que, prima facie, revelaba bastante sentido común. Nuestras relaciones marchaban como un engranaje perfectamente lubrificado cuando ¡oh fervor! un día que caminábamos juntos por un parque, ella me detiene bruscamente de un brazo y exclama:

-¡Por fin encuentro lo que me preocupaba! ¿No sabés, querido, que tenés un formidable parecido con John Barrymore?

Sonreí piadosamente, señor Arlt. Sonreí, y nada hubiera acontecido si un día, en un momento de efusión y ternura, mientras ella me estrechaba contra su pecho, no la oigo exclamar:

-¡Oh, mi John... mi John...!

No había lugar a erróneas interpretaciones, porque el camello de mi padre me bautizó con el nombre de Baltazar. No era el caso, aquí, de atribuir la sustitución del John a un «acto fallido», como denomina el señor Freud los trueques de palabras semejantes. No. En mis propias barbas, de la más metafísica y diabólica manera, mi novia me adornaba la frente de gajos de laureles y tomillo con moñitos.

Hablando en reo (queda muy bien después de la cita de Freud) le diré que le di a mi amada la «muzzarella» y me «ortivé» definitivamente.

Durante un tiempo anduve mascullando mi furiosa misantropía por las mesas de café, pero como uno no puede pasarse la vida solo como un hongo, engarzo relaciones con otra dama. Albergaba esperanzas de no llevarme ningún chasco. Esta vez la elegida era dentista, vale decir, una mujer que por su profesión musculosa y sanguinolenta, nos da la impresión de ser inaccesible, en su vida interior, a toda tontería sentimental. ¡Grave error!

Efectivamente, durante un tiempo, la elegida se portó como un gendarme femenino. Luego (todas las mujeres son iguales, pese a sus profesiones) luego, ambos, de mutuo acuerdo, buscamos la soledad penumbrosa de los cines. Yo me olvidé de mi psicología de baratillo y la amaba y me sentía amado. Pese a las tenazas odontológicas, ella era tierna como una paloma. Paseamos a los claros de luna y nos juramos amor eterno; cosa, por otra parte, muy natural. Yo pensaba transcurrir mi vejez en alpargatas y cobrando las tarjetas de un consultorio odontológico monstruo. La vida sería fácil y amable para mí. Escupiría por el colmillo y los domingos tocaría la mandolina.

Y aquí es cuando interviene el diablo y zarandea la cola.

Estábamos una tarde en el cine viendo, atiéndame bien, «Torero a la fuerza». No me acuerdo en este momento el nombre del personaje central que, para mayor aclaración hace, al final de la película, el papel de toreador. Bueno, yo miraba la película y, viéndolo trabajar a ese energúmeno, decía para mi coleto:

-¡Qué bestial cara de otario tiene ese tipo!

Y cuanto más pensaba en la cara de otario que el sujeto revelaba, más odioso se me tornaba. En fin, terminó la película y salimos.

No terminamos de abandonar el vestíbulo del cine, y yo de encender un cigarrillo, cuando ella, melosamente, creyendo halagarme, susurra en mi oído:

-Querido ¡qué parecido sos a ese que hace el papel de torero!

Fue como si me hubieran dado un martillazo en la cabeza. Por un momento pensé, horrorizado, en la brutal cara de otario que me había obsesionado durante una hora. Dominándome, porque quería investigar el parecido, le respondí:

-No creía.

-¡Oh, sí! En los ojos, la boca, cuando sonríe y levanta los párpados es igualito a vos.

Sentí que me desmayaba de furor; y allí mismo se me terminaron las fantasías de vivir una honrada vejez en pantuflas, con un talonario de entradas en la mano, al frente de un consultorio odontológico. Se me secó la garganta y quebró la mandolina.

Me volví un hombre triste, señor Arlt. Luego me olvidé que tenía cierto parecido con un cretino conspicuo y caí, caí otra vez...

La que me sedujo si no tenía alma de pistolera, poco le faltaba. De entrada, como quien no quiere la cosa, me encontró idéntico a Scarface. Cuando tuvimos un poquito, nada más, de confianza, me declaró rotundamente que mi nombre, Baltazar, le parecía ridículo y digno de adornar la personalidad de un zampatortas, y me rebautizó con el apellido del actor que representa el papel de «Soy un fugitivo». Muni. Muni por aquí y Muni por allá. Aguanté hasta que un día, en un trance de apasionamiento, sincerísimo (la sinceridad no se le puede negar) me confesó su anhelo de ser amada y fugarse con «un pistolero que fuera buen mozo».

Desde entonces, amigo Arlt (permítame que lo llame amigo) no creo en la eficacia cultural del cine sobre la mentalidad de las mujeres.

Por el contrario, creo que cuantas más películas ellas ven, más brutas, impersonales y descoloridas se vuelven.





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