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Al día siguiente recibió la siguiente carta, que ella leía y volvía a leer siempre que se hallaba sola:

«Siempre he creído que el dolor se mitigaba con el llanto, pero me había engañado. Yo he llorado toda la noche: lloro todavía, y mi dolor no mengua; pudiera decirse que mi corazón se abisma en el sufrimiento. Si pudierais verme en este instante, comprenderíais lo que es el dolor; después de destrozar los almohadones de mi lecho y revolcarme en él como un perro rabioso; después de haber arrancado mis cabellos y herido mi frente, podríais ver aún cómo el dolor implacable redobla sus martirios; podríais ver cómo me ha derribado, me ha vencido, y, dejándome casi inerte y sin fuerzas, prosigue cebándose en mi alma sin compasión... ¡Y cosa extraña!, a pesar de que sois vos el dolor, Mara... Sabed que lo he meditado largo tiempo en medio de mi desesperación. Él no me abandonaría aunque llegara a mataros... ¿Qué hacer, pues? Hubo instantes en que quise estrellar mi cabeza contra las desmanteladas paredes de mi aposento...; pero, ¿cómo, si vos vivís? ¿No me martirizaría Dios en el infierno con el vivo recuerdo de vuestra imagen? En este mundo aún puedo seguiros, veros, interponerme entre vos y los que os cercan; pero ya muerto, todo habría concluido.

Es cosa resuelta que no puedo ya abandonaros. Lo he intentando en vano durante toda la noche, y no me apartaré ya de vos. Podréis verme desgarrar mi pecho con mis propias manos, podréis gozaros de lleno en vuestro triunfo; me habéis encadenado, y el cordero sufrirá y sufrirá hasta morir. Es ése su destino. Pero... ¿para qué os escribo estos renglones? Lo ignoro. Si antes de leer esta carta la arrojarais al fuego, no por eso se cambiaría en nada mi suerte. La desgracia es como los astros fijos: brilla siempre en un punto y nada la conmueve».

Esta carta no iba siquiera firmada; pero no era necesario poner ningún nombre al pie de aquellos renglones de grandes letras, en cada uno de los cuales podría distinguirse el rastro de una lágrima.

Mara lloró también al leerla, lloró más todavía porque era grande el dolor que expresaban aquellas palabras de fuego; pero, al mismo tiempo, se alegró en el fondo de su alma al ver que Flavio volvería al fin; se alegró también de verse tan intensamente amada.

«¡Oh! -pensaba llena de esperanza-. Cuando haya pasado esta terrible crisis, él será ya otro hombre, se habrá acostumbrado a los usos de la sociedad, comprenderá que, a pesar de mi aparente volubilidad, él es el único que reina en mi corazón, el único verdaderamente amado, y seremos dichosos. ¡Oh, sí!, muy dichosos».

El resto del día lo pasó alegre y contenta, pero para Flavio transcurrieron las horas lentas y llenas de pesadumbre y amargura. En efecto: el pobre viajero, convencido de que ya no podría vivir sin ver a Mara, se había resignado con terrible calma a darse una muerte lenta, viéndola en brazos de otro.

Pero sus luchas tenían que ser aún más horribles.

Cuando el dolor ha minado por entero nuestro espíritu, no es difícil morir de pesadumbre, dejándose uno arrastrar sin hacer esfuerzo alguno por la mano asesina de la fatalidad; pero cuando, ya resignado el corazón a no tener esperanza, viene ésta a presentarse otra vez en nuestro camino para abandonarnos de nuevo, entonces sus agonías infernales son peores mil veces que la muerte, los dolores sin término, la verdadera desesperación, la última escala de los pesares humanos.

Apenas había dado las doce el gran reloj de la ciudad, cuando Flavio se hallaba ya en casa de Mara.

Bordaba ésta sentada al lado de un balcón que daba al pequeño jardín de la casa.

Flavio entró y, sentándose a su lado, permaneció silencioso; la joven, llena de emoción, no se atrevió a dirigirle una sola palabra. Su madre no estaba en la habitación en aquellos instantes.

Largo rato permanecieron mudos e inmóviles como dos estatuas. Mara se atrevió, por fin, a levantar sus ojos, fingiendo mirar primero al canario que cantaba en su jaula colgada en medio del techo, y dejando caer después su mirada sobre Flavio. Los ojos de éste estaban fijos en ella con tal expresión de sentimiento y adoración, que la joven se estremeció de angustia y de placer... Jamás había visto en los ojos de ningún hombre tal expresión de ternura, de pesar y de amor. Iba a dirigirle entonces la palabra, cuando Flavio, levantándose de repente, cogió su sombrero para marcharse.

-¿A dónde vais? -le preguntó Mara temblando.

-¡Dejadme!... -le respondió-. Es tanto lo que os amo, tanto lo que me hacéis sufrir, que al veros ahora, al contemplaros, siento como una especie de vértigo... Adiós, volveré cuando esté más tranquilo... -y se alejó.

-«¡Dios mío!... -murmuró Mara-. ¿Estará loco? Sí, sí, no hay duda; he ahí resuelto el problema; los hombres cuerdos no piensan ya en el amor, no aman, no hacen más que gastarse en los placeres groseros... ¡Adiós, ilusión mía!... ¡Todo fue un sueño! ¡Era imposible que lo que decía esta carta fuese verdad!» -y estrujaba con ira el papel entre sus manos.

Llamaron de nuevo a la puerta, y Mara sintió que la sangre se le agolpaba al corazón... Pensó si sería Flavio otra vez; pero no..., era Ricardo, Flavio debía de haberle hallado al salir.

La joven no pudo menos de maldecir en su interior a aquel hombre que la fatalidad había puesto siempre en medio de su camino, y le recibió con una sequedad casi despreciadora.

Él, por su parte, no hizo más que mirarla al semblante, morder sus delgados labios y tomar silenciosamente asiento a su lado.

Mara empezó a hablarle de cosas indiferentes, y él no trató de traer la cuestión a un terreno más halagüeño. únicamente se puso a jugar con los estambres de su bordado, con la naturalidad con que pudiera hacerlo un hermano.

La madre de Mara entró entonces en el aposento acompañada de la anciana criada, que residía, por lo regular, en la quinta, y que acababa de llegar en aquellos momentos.

La joven la abrazó como si hubiese sido su propia madre y, tomando todos asiento, hablaron como en familia, sin excusarse por la presencia de Ricardo, a quien trataban con una confianza ilimitada, por ser hijo de una íntima amiga de la madre de Mara y haberla conocido desde su más tierna edad.

Era esta relación íntima que existía entre las dos familias una de las causas que más poderosamente influían en Mara respecto a alejar de sí a Ricardo, como pudiera hacerlo con cualquier otro. El continuo trato, la familiaridad y la costumbre impedían que pudiera hablarle con la severidad necesaria en tales casos, y aunque así no fuera, él sabía aprovecharse muy bien de la posición en que los había colocado la suerte para no reñir nunca formalmente con la joven, aunque ella diese suficientes motivos para ello, para hablarla siempre que otro se acercaba a su lado y cuando más daño podía causarla, y tomar a chanza la mayor parte de las veces cuando ella le aseguraba que ya no podría amarle jamás.

Confiaba en que, un día tras otro día, el fruto del árbol deseado llegaría a madurar al fin, y que podría entonces cogerlo y saborearlo a su antojo. Éste era su único y eterno pensamiento. Por lo demás, él no la amaba más que por un exceso de vanidad, y esperaba con calma el momento en que ésta se hallase satisfecha para consumar la venganza inspirada por la resistencia de la joven, a quien nunca podría perdonar le hubiese humillado tan largo tiempo.

Vanidoso como ninguno, creyendo ser el hombre más elegante de la ciudad, juzgándose irresistible en cuestiones de amor, había sufrido un cruel desengaño al ver que Mara, a quien creía encadenada para toda la vida porque la casualidad había querido que fuese su primer amante, sobreponiéndose a todas las consideraciones que él creía dignas de respetarse, llegara a romper para siempre las relaciones que con él le habían ligado.

Al hallarla escudada contra sus necios caprichos por el inmenso orgullo que abrigaba su alma; al ver que, indiferente a sus pasadas afecciones, trataba de cicatrizar las heridas con que él había lacerado su alma y sus sentimientos más puros por medio de una coquetería que llegaba a ser el pecado capital de su vida, Ricardo llegó casi a odiarla, y sólo la vanidad le hacía inclinarse ante ella, esperando vencer de nuevo para humillarla a su vez. El necio había creído que un corazón como el de Mara podría sufrir, resignado y sin rebelarse jamás, una y cien vergonzosas infidelidades que llegarían a resentir mortalmente el alma de la mujer menos altiva; pero se había engañado y quería vengarse por esto... Muchos hombres existen como Ricardo en el mundo, y, sobre todo, muchos maridos, que se atreven luego a quejarse de la desmoralización de sus esposas. ¿Quién si no vosotros debéis dar el ejemplo de todas las virtudes humanas? Si al crecer el árbol mina el hortelano sus raíces, en vano querrá luego que dé buenos frutos y resista a las tempestades... El árbol secará, el árbol morirá pronto.

Suspicaz Mara, y de un entendimiento claro y penetrante, no la deslumbraban las apariencias de amorosa resignación con que él seguía rindiéndola tributo; pero se complacía en verle arrastrarse a sus pies buscando en vano lo que ella no había de concederle jamás, y, confiada en sus propias fuerzas, no temía a aquel hombre que tanta fe tenía en sí mismo, y en quien reconocía defectos y vicios incurables que siempre la pondrían a salvo de cualquiera tentación que pudiese llegar a acometerla un día.

Además, como no amaba a nadie, Ricardo venía a ser para ella como un entretenimiento al que se había acostumbrado, complaciéndose en verle morder de rabia sus labios cuando coqueteaba con los demás y en ver cómo los fatuos y vanidosos también odiaban a aquel hombre que jamás les dejaba al lado de la joven un lugar completamente libre.

Mara era, en fin, toda una mujer coqueta y convencida de que el amor no era más que una llama brillante que ardía algunos momentos y se apagaba después para siempre; consagraba toda su vida superficial en esos recreos vanidosos de mentidos amores que halagan por un día, que concluyen cuando la noche empieza y que vuelven a proseguir a la siguiente mañana entreteniéndose con nuevos objetos y aspirando distintos aromas.

Pero, a pesar de esto, su alma permanecía virgen lo mismo que su corazón; fatigada de tanto inútil devaneo, derramaba abundantes lágrimas cuando buscaba el dulce reposo en su lecho casto y virginal, y muchas veces, allá en las altas horas de la noche, cuando todos dormían y la luna iluminaba apacible el firmamento, ella se levantaba, envuelta en una bata blanca, semejante a una visión aérea y, abriendo la ventana, se entregaba a las más vagas contemplaciones, admiraba aquella naturaleza, que parecía reposar tranquila; veía cómo brillaban las estrellas; respiraba con avidez el aire puro y fresco de la noche; hablaba con las blancas y plateadas nubes que cercaban la casta diosa, y a la luz de los pálidos rayos que iluminaban su blanca túnica escribía versos que, si no eran limados ni correctos, encerraban en cambio toda la armonía, la pasión de un corazón virgen y ardiente y la melancolía de un alma que vaga errante y solitaria buscando en vano otra alma amante y poeta como ella, un espíritu cariñoso que, sonriéndola, le abra sus brazos y le diga: «Soy tuyo para siempre. Regocíjate como yo, espíritu hermano mío, que las flores de la nueva primavera harán llegar hasta ti sus perfumes impregnados de mi amor».

Mara era poeta, aunque nadie había llegado a comprenderlo, y como poeta, soñaba y ambicionaba placeres desconocidos.

Su imaginación de fuego se gastaba de continuo, formando ilusiones a cuál más locas, que nunca llegaba a ver realizadas; en su seno virginal ardía un volcán inextinguible de ambiciones, que sólo ella comprendía, y momentos hubo en que, cansada de aquellas mezquindades sociales que la rodeaban a todas horas, hallando árida e insulsa la vida y demasiado inquieta su alma, deseaba morir para terminar de una vez con tantas luchas y ansiedades inútiles y sin objeto.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que se había atrevido a esperar con una fe ciega días venturosos y placeres que durarían tanto como su vida, en que llegaría al fin un instante en que podría decir a un ser que la comprendiese:

«Yo, como los poetas, amo el cielo, la mar, las flores; el rayo de sol que cae sobre la nieve extendida como un blanco sudario sobre la cumbre de las montañas; la hoja seca que en el otoño se desprende del árbol y rueda quizás hasta los abismos del océano envuelta sobre torbellinos de aire. Amo la yedra que trepa por el muro ruinoso de los edificios abandonados; la pobre yedra que crece solitaria sobre el árido peñasco, el trébol oscuro, la triste parietaria y el alto ciprés de los cementerios y las flores amarillentas que nacen sobre las humildes tumbas que no tienen siquiera una mezquina lápida y que ellas acarician con cariñosa solicitud... El perfume de una flor, el murmullo del río, cuyas aguas pasan y pasan delante de nuestros ojos para no volver más, el canto de los pájaros y muchas veces un solo rayo de sol que hace brillar las arenas como hermosos diamantes, bastan para causar en mi alma una impresión extraña, una melancolía profunda, deseos desconocidos. ¿Comprendes tú lo que es esto? ¿Sabes lo que es poesía? Sí, lo sabes; la poesía es una cosa parecida a un bello e incesante delirio; es quizás un defecto de organización, un exceso de vida, una hermosa locura. Los poetas son hombres distintos de los demás, no sienten como todos sienten y por eso no los comprenden todos. He aquí por qué siempre oculté a miradas extrañas lo que pasaba en el fondo de mi corazón, por qué nunca dejé traslucir este defecto o esta virtud que debe provenir del cielo. Mas ahora que te he hallado a ti, a ti que me comprendes, te abro mi alma como se abre un capullo a la primera luz del alba para recibir en su cáliz virginal el rocío de la mañana. Sonriamos juntos, lloremos juntos y amémonos; el mundo, que me parecía un desierto, será entonces el paraíso y llegaremos a morir en paz».

Pero la joven había concluido por perder esta esperanza a fuerza de verla una y mil veces desvanecida, y todos sus alegres sueños se habían convertido en pensamientos sombríos.

Aquellos versos que rompía siempre, después de haberlos escrito, encerraban toda la amargura de un alma que no ve más que tinieblas en el porvenir, y si alguien pudiese llegar a leer aquellas misteriosas páginas, creería que la pobre poeta, que sólo tenía por inspiración sus dolores, había pretendido atrevidamente imitar al sublime y desolador Byron.

Ella no conocía, sin embargo, a ese genio grandioso; pero así como hay poetas que nacen para cantar alegremente y sonreír a todo lo bello, los hay también que nacen para llorar eternamente, aunque no todas las lágrimas encierran un mismo sentimiento.

Las hay cariñosas y melancólicas, tristes y suaves, dolorosas, frías y amargas como la hiel. Estas últimas son, sin duda, las más estériles y las que nada fecundizan. El hombre que lleva en su seno el germen de estas lágrimas, si todo lo contempla teñido con el venenoso humor que circula por sus venas, si alguna vez le sonríe la esperanza, cree ver en aquella sonrisa algo de amargo y burlón, y sólo tiene fe en la desgracia. Sus cantos encierran en su fondo la confusión del caos.

Él hace escuchar el ruido estridente de la cuerda que rompe, bajo la fuerza desigual de su convulsa mano, y entre el estampido de las tormentas que zumban en la cúspide de las montañas, coronadas de nieves eternas, os deja percibir los sonidos desgarradores de un arpa medio destrozada, que se balancea sobre los abismos, suspendida en la rama de alguna encina que ha sido herida por el rayo.

Cuando su voz lúgubre hiende el espacio, la alegría enmudece, y la misma felicidad parece lanzar un gemido. Sus cantos son de muerte y de desolación; él no cree, él no espera; su único placer es el sufrimiento y el dolor; y cuando sus ecos murmuran débilmente a nuestro oído, parece que el corazón quiere romperse a impulsos de la violenta sensación que le conmueve.

He ahí los frutos del poeta escéptico y sombrío; él culpa a la humanidad de sus dolores; brota de su propio corazón; no le culpéis, pues; él no halla reposo en la tierra, y maldice la tierra; él detesta a la humanidad porque no se le parece. Perdonadle; es un enfermo del alma, incurable... ¿Culparíais al leproso porque no puede hallar remedio a su mal?

A este género de poetas hubiera llegado a parecerse Mara, porque su alma era inclinada a la duda, aunque deseaba creer y era su espíritu melancólico, en el fondo, inquieto y descontentadizo, ambicioso de placeres desconocidos que no existían más que en sus sueños.

Al tropezar a Flavio en su camino, volvió, no obstante, a renacer la esperanza en su alma, y creyó que la felicidad no era ya un sueño; pero aquellos dos seres -poetas ambos-, sombríos por naturaleza, vehementes y de pensamientos errantes, tenían que sostener desesperadas luchas para que pudieran sus corazones guardar un completo equilibrio.

Esto, aunque difícil, quizás no fuese imposible; pero Ricardo, haciendo inclinar demasiado la balanza hacia un punto, tendría que hacerles vacilar siempre, en tanto aquel demonio de sus amores no se apartase de su camino.

La vieja criada, después de hablar algún tiempo, hizo recaer pronto la conversación sobre Flavio.

-¿También vos le queréis tanto? -le preguntó Ricardo-. Pues tened cuidado, porque ese joven semisalvaje tiene cara de cualquier cosa...

-¿Qué diremos entonces de la vuestra? -repuso Mara, tratando de dar a sus palabras un acento ligero y burlón, aunque hubiera preferido en aquellos instantes hacer caer sobre Ricardo todo el peso de su ira.

-Pues que -respondió éste-, ¿creéis que yo me diferencie tanto como él de sus semejantes? Perdonad, Mara: dais prueba de muy mal gusto al decir que ese hombre pudiera agradaros.

-¿Queréis que os diga una verdad? -dijo Mara con aparente indiferencia, pero verdaderamente irritada.

-Hablad -contestó Ricardo.

-Flavio es el hombre más simpático que he visto en mi vida, ya que no el más hermoso; ya quisierais vos pareceros a él.

La vieja criada y la madre de Mara se rieron; pero Ricardo, verdaderamente herido en su propio amor, exclamó:

-¡Diablo..., querida amiga mía! Nunca creí que pudierais favorecerme tanto.

Y luego, poniéndose en pie y echando una mirada hacia un espejo, añadió, dirigiéndose a las ancianas:

-¿Os parece que Mara es justa?

-Por lo menos -dijo la vieja criada con la ingenuidad y la franqueza propias de su sencillez-, podéis pasar a su lado por un hombre enfermizo y raquítico; no os enfadéis por lo que os digo, señorito Ricardo; pero aún no he visto ningún hombre tan afable y gallardo como aquél de quien hacéis burla, sin duda por hacer rabiar a mi pobre Mara... ¿No es verdad? -y la buena vieja se reía a más no poder, en tanto Mara le daba gracias en su interior y Ricardo la maldecía.

-Por lo que veo -dijo éste-, sois afectas a las razas africanas y mogolas... Sobre gustos no hay nada escrito, suele decirse, y no me extrañaré, por tanto, del vuestro.

-Podéis añadir: de los de todos los que frecuentan nuestra casa.

-A muchos he oído lo mismo que acabo de repetiros; las mujeres, sobre todo, le detestan.

-¡Qué inocente parecéis!... -repuso Mara-. ¿Y creéis a las mujeres? Pues sabed que la que más aparenta odiarle es la que más aventuraría por una de sus miradas...

-Se diría que la pasión os hace delirar sobre este punto...

-Quizás podría asegurarse, amigo mío, que en vos la envidia produce el mismo efecto...

-¿Qué es esto? -repuso la madre de Mara- ¿Queréis reñir ahora, ya por ultrajar, ya por alabar a ese pobre joven que para nada se acordará de nosotros en este instante? Esto es murmurar, señorita -dijo a su hija-, y no debo yo permitirlo... Vamos, hablemos de otra cosa... Ricardo, ya sabéis que es un buen muchacho; a cada uno lo que se merece... ¿Y qué es de Rosa, aquella linda niña de la posada nueva? -añadió dirigiéndose a la sirvienta-. ¿Has parado allí a tu venida, María?

-¡Ah, señora! -murmuró la vieja María, algo indecisa-. Allí he parado... Pero ¡cuánto va de tiempos a tiempos! ¡Cuán cierto es que las mujeres somos como las rosas: el menor viento nos hace daño!

-Pues, ¿qué le ha pasado a aquella pobre niña? -preguntó Mara con interés.

-Por de pronto, su madre ha muerto...

-¡Dios mío! -exclamaron a un tiempo Mara y su madre-. Pues si parecía que sus frescas mejillas derramaban salud y vigor.

-¡Qué queréis! La muerte nada respeta...

-¿Y Rosa? -volvió a decir Mara-. ¡Pobrecita!... Quedar huérfana tan joven. ¿Cómo es capaz de gobernar sola la casa? ¿Quién la acompaña?

-Aquella tía suya mendiga... ¿No recordáis?

-Sí; ya me acuerdo: era una mujer muy honrada, que no dejaba de extrañarme no se hallase al lado de su hermana y prefiriese andar pidiendo de puerta en puerta...

-Ése es un misterio...

-Un misterio... Contadnos, si puede ser...

-¡Ello es al fin tan público!... -dijo la anciana después de vacilar-. Ella hizo retractación delante de testigos, y, en fin..., entre nosotros todo puede decirse...

Y la anciana, que, aunque era de suyo muy reservada, nada le callaba a sus señoras, y creyendo además que en ello no había pecado, puesto que había sido todo público, les contó todo lo que había pasado a la muerte de la madre de Rosa.

-Y bien -repuso Mara, después de haber escuchado con cierta inquietud-: ¿Cómo Rosa vive en la misma casa si ya no le pertenece?

-Ése es otro misterio...

-¡Jesús!... -murmuró la joven-. Parece eso una novela, con tantos secretos y misterios...

-Dicen que el nuevo heredero se la ha alquilado por una módica cantidad, permitiéndole que siga habitando en ella, dando posada como hasta aquí.

-Pues en verdad que es una generosidad sorprendente la del joven heredero -dijo Ricardo con su acostumbrada malicia-. Renunciar por una mezquina retribución a esa hermosa casa, amueblada con toda la magnificencia, no deja de ser sospechoso cuando se trata de amparar la orfandad de una pobre y hermosa niña de quince años. Bien reflexionado, ya no extraño la liberalidad del heredero.

-¿También vos sois de los que murmuran de la gente honrada? -exclamó la vieja sin poder contener su indignación-. Pues yo apostaría mi cabeza a que todo es un embuste, y a que el señorito Flavio es incapaz de cometer semejante bajeza. Pues poco importaba que le cediese esa magnífica casa, si como dicen malas lenguas, que no pueden ver hacer una buena acción sin tratar de rebajarla a los ojos del mundo, hubiese antes manchado y corrompido la virtud de la inocente niña.

Mara, pálida como una muerta, ya no se atrevió a pronunciar una sola palabra después de oír esto, y Ricardo la contemplaba a hurtadillas con la alegría del triunfo.

La madre de Mara, mujer de costumbres sencillas e incapaz de pensar siquiera en el mal, permanecía atónita oyendo hablar a la vieja María, que sin adivinar siquiera que con su torpeza y buena fe acababa de comprometer a la pobre Rosa, prosiguió con acaloramiento su defensa haciéndola con esto un daño cada vez más cruel.

Ricardo, aprovechándose de su debilidad, no cesaba de incitarla, dando motivo para que concluyese de manifestar todo lo que las lenguas maldicientes murmuraban de la desgraciada Rosa.

-No os canséis -le decía-; por más que os empeñéis en negar, yo no confío en la generosidad de ese hombre.

-Vos no confiaréis, pero yo sí, señorito Ricardo; y respondería de él con mi cabeza.

-¡Diablo!... ¡Mucho es eso, mi vieja María! ¿Quién es capaz de responder de nadie ni qué podéis saber vos de lo que pueda haber en eso?

-Sí, señor; sí lo sé -respondió la anciana encolerizada-. Yo no he hablado a la pobrecita niña, he estado a su lado largo tiempo, he visto su tristeza y juraría que es inocente como una paloma... ¿Qué importa que la hayan visto con el señorito Flavio la mañana que éste se ausentó de la quinta? ¿No era su bienhechor? ¿No es huérfana? ¿No ha quedado sin madre y sin apoyo en la tierra? ¿Qué mucho que fuese a despedir a su único protector en el mundo y le llorase luego?

Mara se levantó repentinamente, fingiendo habérsele caído al jardín uno de los ovillos del estambre con que bordaba, y la conversación quedó truncada.

Ricardo, satisfecho, ya no intentó reanudarla de nuevo, y con admirable táctica iba a alejarse para no importunarla con su presencia, cuando Mara le dijo:

-¿Ya os vais?

-Me espera un amigo -respondió Ricardo.

-Lo siento -dijo Mara con encantadora naturalidad-; quería que me ayudarais a plantar unas yedras y madreselvas; pero si ese amigo os espera, las plantaré sola.

-Vos sois entonces primero que mi amigo, y me quedo.

-De ningún modo -repuso Mara-; yo no quiero ser causa de que se falte a ninguna palabra.

-Podéis consentir en ello, pues la cuestión no era más que dar algunas vueltas por la pradera que se extiende al lado del río. Cuando no tengo que hacer otra cosa mejor, es cuando paseo yo con mis amigos; de lo contrario, juzgaría un crimen malgastar el tiempo de un modo tan inútil.

Mara aceptó, y hablaron largo rato antes de plantar las yedras y madreselvas. En el semblante de la joven trató, en vano, Ricardo de descubrir la más leve huella del dolor que debía haber sentido. Mara parecía estar alegre, sin afectación, y aunque él creyó que el despecho la obligaría a hacerle en aquel instante una promesa formal de amor, Ricardo la halló, a pesar suyo, tan burlona y tan indiferente como de costumbre.

Llegó la noche, y Mara esperó en vano ver aparecer a Flavio en el salón. El viajero no se presentó ante sus ojos..., y la pobre orgullosa pasó la noche más cruel que puede destrozar el corazón de una mujer que ama.

Cuando todos se retiraron, ella no se acostó siquiera; tenía fiebre, y nunca había sufrido una inquietud más devoradora... Los celos mortificaban su alma y no por eso sentía menguar el amor que profesaba a Flavio... ¿Podía ser, pues, tan grande su amor hacia aquel hombre que había creído sin mancha y que, sin duda, no era más que un infame, cuando hasta los celos no le hacían despreciarle? Ella, que aborreciera siempre a todo el que había llegado a herir de ese modo su corazón y su orgullo, sólo había de tener entonces valor para llorar.

Este pensamiento la torturaba de un modo tan cruel que nos sería imposible dar una descripción exacta de sus dolores.

«¡Es éste -exclamaba- el castigo de mi felicidad de un instante! No hay felicidad en la tierra... El mundo es un infierno; el amor, uno de sus tormentos; pero, ¡ay!, ¿cuánto durará este tormento para mí?... ¡Dichosa yo si nunca hubiese creído...!»

Como hemos dicho, Flavio halló a Ricardo que entraba en casa de Mara, y desde aquel momento sintió que sus celos se aumentaban de un modo violento; sintió que se despertaba en su alma el sentimiento de su dignidad ofendida, y por lo mismo, no quiso volver aquel día a ver a aquella mujer tan locamente amada, por temor a matarla.

Comprendió entonces que se había juzgado demasiado fuerte al creer que podría resignarse tranquilo a morir de dolor, y no quiso acercarse demasiado a la hoguera ni renovar la herida que aún derramaba sangre.

«Huyamos -dijo-; la tempestad que ruge en mi alma amenaza estallar... Huyamos hoy, y quizás mañana pueda ya verla y permanecer a su lado sin herirla».

Y montando en un brioso caballo, se encaminó a galope hacia la hermosa posada, en donde Rosa le esperaba en vano un día tras otro día.

Pero él no pensaba siquiera en la pobre niña, ni había vuelto a acordarse ni de su orfandad ni de su dolor; embebido en sus propios pesares, y no teniendo sino a Mara en su pensamiento, el mundo entero nada era a sus ojos, nada existía para él, sino Mara y los tormentos que Mara le causaba.

Su objeto al dirigirse a la hermosa quinta no había sido otro que el de pasar en sus jardines aquel día y aquella noche de amargura que se había propuesto permanecer lejos de ella.

Allí podría llorar y gemir en presencia de la Naturaleza, y sería menos dolorosa su agonía.

Cuando se apeó, nadie había en la puerta de la linda casa; las ventanas se hallaban entornadas y reinaba el mayor silencio en su interior.

Flavio subió lentamente las escaleras sin que nadie saliese a recibirle, y se encaminó hacia su gabinete, cuya puerta medio entornada dejaba percibir en su interior.

Flavio se detuvo entonces y observó.

Rosa, sentada al lado de la chimenea sin fuego, con las manos cruzadas sobre sus rodillas y el enlutado pañuelo medio desprendido de sus hombros, inmóvil como una estatua, contemplaba una corbata azul que tenía en su regazo.

Al ruido que hizo Flavio la joven se estremeció y, escondiendo en su pecho la corbata, se levantó, adelantándose hacia la puerta.

-¿Quién es? -preguntó con voz nerviosa antes de ver al viajero.

Pero tan pronto aquél se presentó en el umbral, lanzó un grito de sorpresa y de alegría tan intenso que Flavio se estremeció, aproximándose luego a ella con inquietud al ver que, después de haberse puesto roja como la grana de su saya, palidecía y vacilaba como si fuera a caerse.

-¿Qué tenéis, Rosa? -le preguntó aquél con afectuoso interés-. Sin duda os he asustado. Perdonadme y tranquilizaos...

-¡Por fin!... -pudo apenas murmurar Rosa rompiendo en sollozos.

Flavio, al escuchar aquellas palabras, recordó la promesa que le había hecho de volver a verla presto, y no sé qué extraños pensamientos cruzaron por su alma...

-¿Por qué decís al fin? -le preguntó con voz cariñosa.

-Ya hace mucho tiempo que he dejado de veros -exclamó la joven-. Y como vos no os habéis acordado de escribirme...

Flavio se ruborizó de vergüenza...

«Cuán pronto se olvidan los desgraciados -murmuró para sí-; el egoísmo no nos deja acordarnos más que de nosotros mismos».

Y tratando de borrar la mancha de tan imperdonable olvido, hizo sentar a la joven, que le obedeció sin vacilar, y empezó a prodigarle las mayores atenciones, cual si hubiese sido su propio hermano.

Aquellos instantes fueron para la joven de los más dichosos de su vida. Hablaron largo tiempo con el abandono propio de la inocencia. Flavio jugó con las largas trenzas de los lindos cabellos de la huérfana, y apretó sus manos, cariñosamente, sin que ella pensase en esquivarle; la tía Andrea tomó luego parte en aquella familiar conversación, y así pasó la mañana con la rapidez con que suelen huir los instantes de felicidad y las horas de placer.

Flavio dejó luego su compañía y llena su imaginación de pensamientos extraños, se encaminó hacia la quinta de Mara. El viajero deseaba que el viento frío de la tarde hiriese su rostro para que se disipase el ardor que abrasaba su frente. Se diría haberse verificado una revolución extraña en sus ideas. Rosa y Mara parecían confundirse en una sola imagen; pero existía al mismo tiempo entre ellas una distancia tan inmensa como de la tierra al cielo. ¿Por qué el recuerdo de aquellas dos mujeres, amada la una con toda la fuerza de un amor delirante y apreciada la otra con el desinterés y el afecto que la desgracia inspira, venían a reunirse en su pensamiento?

Flavio no podía comprenderlo, pero sí sentía que la imagen de Mara aparecía más viva aún y más luminosa que al lado de la transparente figura de Rosa, y que al sentir el tibio calor de las manos de la pobre niña y la suavidad de sus cabellos, recordaba las manos y los cabellos de Mara, cual si acabase de tocarlos y percibir su perfume.

Al volver, el negro humor que le devoraba se había aumentado más y más con los recuerdos que se habían despertado en él al recorrer los alrededores de la quinta, y cuando llegó la noche, ya no tenía límites su impaciencia.

Le parecía haber transcurrido un siglo desde que no había visto a Mara, y pensó en volverse a la ciudad aquella misma noche; pero reflexionó que ya no llegaría a tiempo, y se contuvo, pensando en marchar a la siguiente mañana.

Rosa se esforzó en hacer desaparecer la arruga que surcaba la frente del viajero con una coquetería infantil, hija inocente del amor que abrigaba su corazón, cándido y bueno como el de una paloma; pero aquél se obstinó en parecer grave, y cuando la mano de Rosa se quedaba entre las del joven viajero, éste no la estrechaba entre las suyas; diríase que todo le era indiferente en aquellos momentos.

-¿Qué es esto? -exclamaba ella-. ¿No queréis ser ya mi querido hermano?

Flavio la miraba y nada le respondía; pero en sus ojos brillaba como una especie de fiero relámpago que se diría inundaba su rostro.

Sin saberlo, esperaba adivinar que podía existir un crimen entre las inocentes caricias de un hombre y de una mujer, y las palabras que Mara le había dicho las recordaba entonces en su memoria: «No debe besarse la frente de las mujeres que se aman y se respetan... ¿Os agradaría que otros labios se hubiesen posado en mi rostro antes que los vuestros?»

-Rosa, habladme; pero no me toquéis -le dijo con brusco acento.

-¿Qué os he hecho, que tan irritado os mostráis conmigo? -le preguntó Rosa con timidez y tristeza.

-Nada -respondió Flavio, levantándose de su asiento-; no me hagáis caso, Rosa; yo os quiero como si fuerais hermana mía, pero soy un loco. La cabeza me arde y voy a retirarme, porque mañana tengo que ponerme en camino cuando amanezca.

Rosa, al oír aquellas palabras, se dejó caer sobre una silla derramando abundantes lágrimas. Flavio tuvo que acercarse a ella y acariciar de nuevo aquella hermosa cabeza, prometiéndole que volvería muy pronto a verla, y después se retiró a su gabinete.

En su sueño, las imágenes de Mara y de Rosa, confundidas, no cesaron de presentársele de un modo vago y aun doloroso, y estos sueños que brotaban de su enfermo espíritu le impacientaron y agriaron su carácter violento.

A la mañana, Flavio volvió a hallar a la pobre muchacha, que se había levantado con noche para despedirle, y experimentó al verla una sensación extraña que nunca había sentido hasta entonces. Cuando se despidió de ella cogió de nuevo sus pequeñas manos, y estrechándolas con fuerza, sin saber por qué, dijo:

-Adiós, Rosa. Vuestras manos tienen un calor suave que me agrada, y quisiera poder llevarlas conmigo.

La joven, a pesar de su tristeza, se sonrió; pero Flavio permaneció grave y serio y partió con velocidad.

Tan pronto llegó a la ciudad, lo primero que hizo fue presentarse en casa de Mara, y halló en ella a Ricardo, sentado amigablemente entre la joven y su madre.

Su primer impulso fue volver a salir; pero luego resolvió quedarse, hasta que Ricardo marchase el primero, y hablar a Mara. ¿Qué quería decirla? Él mismo no lo sabía, pero su corazón era un infierno.

Por su parte, Ricardo no dejó medio alguno de aumentar su desesperación, hablando a veces en voz baja a la joven contra todas las reglas de la educación; jugando con el ovillo de estambre de su labor y haciendo lo mismo con los de su madre, que le decía con la mayor sencillez:

-Ricardo, estáis revoltoso como un chiquillo... ¿No veis que nos priváis de trabajar? Mirad a Flavio, qué formal y qué modoso; pues así debías ser vos, pero tenéis la cabeza a pájaros.

Flavio, en tanto, meditaba si debería matar a Ricardo o a Mara, o a los dos a un tiempo. Sus celos se desahogaban en aquellos insensatos y criminales proyectos, no hallando un remedio al mal que le devoraba. Además, ¿no era aquello un insulto que le arrojaban a la cara sin pudor alguno? Él bien comprendía que el proyecto y la resolución más acertada que hubiera debido tomar era alejarse, despreciarlos y no volver a verlos jamás.

Pero esto no era compatible con su amor, que tenía todo el aspecto de una úlcera incurable, de un insensato frenesí. No le quedaba, pues, otro recurso que sufrir hasta que la suerte decidiera del porvenir; pero él tampoco se hallaba con fuerzas para sufrir, y cada vez que veía a Ricardo al lado de Mara, los terribles pensamientos se agitaban en su mente con una tenacidad inaudita.

Mara hubiera podido remediarlo todo quizá, pero la fatalidad vagaba en torno de ella y no la dejaba ver claro el abismo a cuya orilla caminaba, aunque a veces llegaba a espantarse del carácter y del amor de Flavio; como la incredulidad venía a interponerse de continuo ante sus ojos, ella concluía por repetirse siempre:

«Quién sabe... Tal vez todo no sea más que una mentira; tal vez, como una nube de verano, llegará a disiparse su amor en un instante. Yo no debo doblegarme ante sus extraños caprichos. Por el contrario, debo hacer que se acostumbre a los usos de la sociedad y que me permita obrar como hasta aquí, convencido de que a pesar de esto sólo es suyo mi corazón».

Y de este modo la lucha seguía encarnizada, y Mara y Flavio caminaban más y más hacia los abismos de la fatalidad.

Después de haber oído la relación de la vieja María, su satisfacción no tuvo límites al pensar que al menos no había sido completamente engañada, que el mundo no había visto en ella ninguna mudanza que indicase el amor que profesaba al viajero y que de este modo podía ser ella sola sabedora de sus tormentos, sin que nadie tuviese derecho a señalarla ni reírse de su credulidad. Ricardo era el único que había percibido algo; pero, maestra en ocultar sus verdaderos sentimientos, confiaba en llegar a hacerle creer que entre Flavio y ella no había habido más que uno de esos entretenimientos pasajeros que duran sólo un día y en los cuales ni el corazón toma parte ni el pensamiento los recuerda tan pronto llegan a desaparecer.

Sin embargo, ella no había renunciado a Flavio ni se atrevía a pensar siquiera que hubiese de alejarse para siempre de su camino. Él era ya la única ocupación de su pensamiento, y a pesar de lo que había oído acerca de él, no creía enteramente que hubiese sido capaz de cometer una acción tan baja y ruin.

Cuando el hombre es verdaderamente bueno y honrado, lleva en su frente un sello tan distinto del que no lo es que difícilmente puede llegar a confundírseles; se les distingue con sólo mirarles al rostro.

Mara podía dudar del amor y de la constancia de Flavio, pero apenas se atrevía a pensar sin remordimiento que fuese cierto lo que de él se murmuraba.

Hay cosas que no pueden ni fingirse ni ocultarse, y la inocencia y la candidez de Flavio estaban tan profundamente marcadas en su mirada y en todo su ser, que no podía dar lugar a la duda.

No obstante, aquella verdad o aquella calumnia que ante ella se le había imputado fue como un grito de alerta, y más que nunca se propuso ocultar a los ojos del mundo y a los de Ricardo que Flavio era en realidad su amante.

«Él volverá siempre si en realidad me ama con el amor que aparenta -se decía-; y aunque espera morir de dolor, como yo sé que nadie se muere de amor hoy día, sin duda porque el traidor niño se ha familiarizado ya con el corazón de los mortales, él tampoco morirá y todo acabará bien. Si, por el contrario, llegase a olvidarme, su amor no sería verdadero, y ya nada habría perdido».

Trató, pues, a Flavio en esta entrevista delante de su madre y de Ricardo con la deferencia con que suele tratarse a un amigo que se ve raras veces; dejó a Ricardo jugar con sus ovillos de estambre, y se contentó con no escucharle cuando aquél quiso hablarla en voz baja.

En tanto, ya hemos tratado de describir lo que pasaba en el alma de Flavio. La joven estaba muy distante de comprender aquel corazón de fuego en aquellos momentos, pues el rostro del viajero no demostraba más que una frialdad rígida y reservada.

Las dos iban a dar muy pronto en el reloj de la ciudad, pero ninguno daba muestras de pensar en marcharse. Flavio comprendió que, por su parte, era una falta de consideración.

En las ciudades de provincias, la hora de comer es como un sagrado que nadie debe violar, y las puertas se cierran; pero él no podía resolverse a dejar al lado de Mara al maldecido Ricardo, y permanecía inmóvil. Dieron las tres.

-Señores -dijo entonces la madre de Mara con su acostumbrada ingenuidad-, si gustáis acompañarnos a comer, ésta es la hora, poco más o menos, en que acostumbramos a hacerlo.

Flavio se levantó lentamente, pues Ricardo no se había movido aún de su asiento.

-Señora, dispensadme si he sido demasiado importuno -dijo Flavio-; el tiempo se pasa con rapidez cuando la imaginación se halla agradablemente entretenida.

-En verdad que sí -añadió Ricardo-; y ahora que recuerdo, en mi casa se come a las dos, y seguramente hoy no me habrán aguardado creyendo que no como en casa. Me admitiréis, pues, a vuestra mesa. La agradable conversación con que nos habéis halagado ha sido causa de este olvido mío, y no consentiréis que ayune sin estar en cuaresma.

-Ciertamente que debéis hoy comer con nosotros -dijo la madre de Mara-, y me alegro de ello, pues mucho tiempo hacía ya que no nos habíais acompañado.

Flavio fue invitado también por la anciana con grandes instancias; pero él rehusó obstinadamente. Cuando salió, una nube terrible nublaba sus ojos.

Salía decidido a esperar a que Ricardo saliese, provocarle luego y batirse a muerte con él. Con este objeto, permaneció paseando largo tiempo de un lado al otro de la calle por delante de la casa de Mara. Pero Ricardo no salía, y su rabia crecía cada vez más, llamando sus pasos la atención de los curiosos vecinos.

El ruido de una ventana que se abría vino a llamar su atención; alzó la cabeza y vio a Mara y a Ricardo que acababan de asomarse.

Avergonzado de que le hubiesen visto, se alejó entonces sin volver a mirarlos, encaminándose hacia las afueras de la ciudad.

«Si yo le matase -murmuraba con sordo acento-, quizás ella llegaría a aborrecerme y tendría que alejarme de su lado; además, habría cometido una acción que reprueba el Dios a quien adoro; mancharía mis manos en sangre. Moriré yo, y quizás Dios perdone más fácilmente el que me mate a mí mismo que no el que asesine a otro. ¡Oh, Dios mío!... ¡Dios mío!... Perdonadme. Bien veis que no puedo soportar un dolor tan cruel como el que devora mi corazón. Mara..., Mara..., ¿por qué te he conocido?»

Llegó a orillas del río, y entrando en una especie de mesón, sucio y sombrío, pidió tintero, papel y pluma, y tomando asiento al lado de una mesa coja y desvencijada se puso a escribir a Mara. Preguntó después de haber concluido si habría allí quien llevase una carta a la ciudad, y habiéndole contestado negativamente, dejó sobre la mesa la mayor parte del dinero que llevaba y salió apresuradamente.

No muy lejos de allí, y en una revuelta que formaba el río, había un bosquecito de pinos jóvenes aún, y tan espesos que apenas se podía atravesar por entre ellos. El terreno se inclinaba suavemente hacia las aguas, cubierto de florecillas moradas y blancas; un arroyo saltaba cercano sobre algunos peñascos negruzcos, yendo a perderse en el río, y los arbustos de la cercana orilla y los altos y torcidos álamos, lamiendo con sus ramas la superficie, formaban graciosos surcos y extendían en torno suyo una débil sombra que hacía más intensa la profundidad del río.

Flavio se tendió cercano a la orilla, sobre el húmedo musgo, pudiendo tocar casi con su mano el agua fría, sutil y murmuradora. Sus pies descansaban muellemente sobre una arena blanca y fina como la que se halla en las playas de la costa; zumbaban los insectos alrededor de su cabeza, tocando con sus alas sus cabellos desordenados; entreabríanse las flores silvestres al cabo del mediodía, lanzando sus agrestes perfumes, y un sol de invierno, claro pero tibio y de un color pálido, semejante al de la luna llena, inundaba la tierra de una dulce alegría y templaba la atmósfera suavemente.

Ningún día menos a propósito para morir.

Era aquélla una de esas hermosas y poéticas mañanas de invierno en que la naturaleza parece alegrarse, presintiendo la cándida primavera, y respirar con amor, cual si sintiese rebullir ya en su serio los gérmenes a que ha de dar vida.

Era, en fin, una de esas mañanas en las que ni el calor fatiga, ni molesta ni entumece el frío con su soplo de nieve; en las que es grato el sol, bella la sombra y puro y transparente el cielo, del que se apresura a huir la ligera nube, avergonzada de aparecer tan abandonada y solitaria en medio del diáfano azul que la rechaza como un adorno inútil.

La imagen de la muerte aparece en esos días a la imaginación del hombre como un horrible sarcasmo, como un fantasma sangriento y burlón que espanta la mirada, fantasma que vemos vagar en torno nuestro, que hiere quizás a nuestro amigo, a nuestro hermano, y que juzgamos, sin embargo, como un sueño quimérico y creemos imposible llegue a herirnos también reduciéndonos a la nada, helando nuestros miembros, que ahora sienten, se mueven y palpitan, y cerrando para siempre nuestros ojos a la luz.

Flavio, lleno de vida y de vigor, meditaba que dentro de algunas horas su cuerpo no sería ya más que una masa inerte que la corriente del río arrastraría a su antojo y que arrojaría después de su seno, devolviéndola a la tierra como propiedad suya.

Y, sin embargo, la palabra muerte no le parecía en aquellos instantes más que un sueño, un cuento horrible que había circulado de boca en boca por toda la humanidad para causarle espanto...

Él contemplaba sus manos y palpaba su cuello y su hermosa cabeza; hablaba alto consigo mismo para oír el eco de su voz, y se preguntaba después si la vida, que lo era todo, podría ceder en un instante su paso a la muerte, que es la nada, y desaparecer para siempre bajo su brazo formidable pero invisible.

Su imaginación rechazaba esta idea, se horrorizaba luego al pensar que no era una vana quimera, y, sin embargo, se disponía para morir...

Recordó su palacio, sus ilusiones, sus sueños..., su libertad... ¡Ay!, ¿en dónde estaba? Morir sin haber visto más que algunos palmos de tierra, sin haber recorrido ese mundo que tan hermoso había soñado su loco pensamiento...; morir sin decir adiós al viejo palacio abandonado..., morir tan joven... ¿Por qué morir, pues?... Sí; era necesario morir..., morir muy pronto; el sol no debía lucir un día más sobre aquel rostro tan bello, tan gracioso, ni sobre aquella frente espaciosa y lisa que los rizos de su cabellera, negra como la noche, acariciaban sin cesar.

¡Era necesario morir sin apelación, sin remedio salir al encuentro del mudo y aterrador fantasma y estrecharle contra su corazón lleno de amor y de vida, porque así lo quería una mujer!

Flavio se sonreía amargamente... Se burlaba de su sexo, del sexo fuerte e invencible..., del sexo poderoso, y recordaba cierta historia de un gigante derribado por una hormiga.

La hormiga, sin embargo, no había pretendido ni intentado vencerle de aquel modo; tal vez no hiciera más que seguir imperturbable su camino, marchando impasible ante él sin detenerse en su carrera.

¿Existía, pues, el destino? ¿Era el destino la desgracia y la fatalidad? ¿No puede el hombre evitar la catástrofe que viene a destruir y aniquilar de un solo golpe su gloria y su porvenir? Y si no era esto así, ¿cómo él se veía precisado a morir cuando la alborada de su juventud empezaba a asomar con sus primeras sonrisas por el oriente? ¿Cómo evitar el mal que le conducía hacia el sepulcro con inexorable mano? Matar a Ricardo era un crimen, y aunque así no fuera, no por esto Mara, que le acogía cariñosa, que le miraba con dulces ojos, que no consentía en alejarle de su lado, le hubiera amado más después de su muerte. ¡Quizás fuese esto bastante para que llegase a aborrecerle, porque unas manos que han llegado a teñirse una vez en sangre exhalan siempre el olor del crimen, detestable y hediondo! ¿Matarla a ella? ¡Gran Dios!... ¡Cosa fácil fuera ascender hasta ese horrible escalón, permaneciendo a su lado y contemplándola perjura!... Pero, ¿y después?... ¡Dios le hubiera dado en la otra vida por único castigo el espantoso dolor de haberla matado, y sería éste el más terrible de todos los tormentos!

Respecto a este mundo, ya todo habría concluido. No le restaba, pues, más recurso que morir solo... Nada podía salvarle y era la única esperanza posible hundirse en el seno de la muerte para dejar de sentir. La existencia como hasta allí le era completamente insoportable. ¿Era verdad que ya nada podía alejarle del abismo?

Leyó la carta que había escrito a Mara, y rompiéndola luego se puso a escribir en un papel que encontró por casualidad en su bolsillo:

«La vida es un sueño... Menos que esto: una sombra de sueño... tampoco es esto... ¿Qué es la vida? Ella ha pasado por mí como si no pasase, como ráfaga de viento que azota el rostro sin ser visto y desaparece sin dejar huella alguna... ¿Qué quedará en mí después que haya dejado de ser? ¿Qué ha quedado de los días que fueron? ¿Qué existe en mí de aquellas horas que he sentido correr sobre mi vida como corren las horas presentes..., los minutos..., los instantes..., los...? ¡Con cuánta velocidad vuelan uno, dos, cien, mil...! ¿Qué distancia nos separa de uno a otro momento? ¿Cómo se multiplican y huyen..., y en tanto, avanzando siempre, y avanzando hacia la eternidad? ¿Y qué es la eternidad? Tal vez la única dicha..., porque el tiempo no puede admitir dicha alguna en su seno; el tiempo no hace más que formar y destruir... Todo de paso... No puede haber en esto felicidad... El tiempo es la desgracia... Muramos... Este terror que sentimos hacia el descanso eterno no es más que el vértigo en que nos envuelve la agitada, la insulsa vida: muramos... Todo será un instante..., y después..., ¡oh Dios!... ¿Será verdad que no ha e perdonarme este crimen? ¡Dios mío..., Dios mío!...»

Flavio se tendió en el suelo con el rostro pegado a la tierra después de escribir tan desordenadas frases, permaneciendo así algunos instantes. Cuando se levantó había en su rostro algo de la dureza del pecador impenitente; no se burlaba del cielo, pero había caído en esa indiferencia amarga, en esa indolencia por la cual se va uno resbalando lentamente hasta el crimen, acompañado de los remordimientos que no evitan entonces el mal y mortifican el espíritu.

En medio de la dolorosa flojedad que revelaba su actitud, había algo de satírico y mordaz en su mirada, algo de cinismo en su sonrisa.

El mundo, tal cual se había presentado a sus ojos, pasaba entonces por su pensamiento y se burlaba de él en el fondo de su corazón: se burlaba de la vida, de la honra, de la vanidad y hasta del mismo amor que le daba la muerte. El poeta, sombrío, templando su lira antes de morir, quería rasgar el aire con sus sonidos desgarradores, y acompañándolos con el eco amargo de su voz, ahuyentar los pájaros que gorjeaban sobre las ramas de los pinos y estremecer las aguas... En aquellos instantes no amaba ya; aborrecía a Mara con la vida.

El ancho río que, desembocando en el mar a corta distancia, subía y bajaba con las mareas, empezaba a engrosarse entonces rápidamente, sin que Flavio lo hubiese notado. Poco faltaba, sin embargo, para que las aguas bañasen sus pies, tendidos con negligencia sobre la arena. Flavio, queriendo despedirse del cielo, se tendió de nuevo sobre el césped, contemplando el espacioso y dilatado azul del firmamento; allí, en donde nadie llegaba a interrumpir sus meditaciones, quería gozar por última vez de todo lo que tanto había amado en la tierra.

Pasado algún tiempo, el río, cubriendo de pronto sus pies y salpicándole de agua hasta el rostro, le hizo incorporarse rápidamente.

Entonces vio cómo, engrosando, la corriente iba a cubrirle bien pronto si no se alejaba de aquel lugar.

«¡Las mismas aguas vienen a decirme que ya no debo vivir más tiempo! -murmuró-. Pues bien: ¡yo esperaré inmóvil sus besos fríos y sus helados abrazos; dejaré que me acaricien primero dulcemente, y que jueguen después con mi cuerpo como con la hoja de una flor marchita, sepultándome, por último, en su lecho de arenas!...»

Y tendióse lo más cómodamente que le fue posible sobre el musgo, resuelto a dejarse arrebatar por las aguas, aunque no sin dirigir antes una intensa mirada en torno suyo que quería decir: «¡Adiós para siempre!»

¡Después cruzó los brazos sobre el pecho, cual si se hallase recostado en su féretro; cerró los ojos, y un frío estremecimiento recorrió todo su cuerpo!... ¡El agua tocaba ya sus rodillas..., la muerte se acercaba!

«¡Cuán fría -murmuró-; pero no nos inquietemos; dentro de poco, ya todo habrá concluido!»

Y el agua crecía y crecía, y reinaba en torno suyo una quietud dulce, un silencio reposado y apacible, que convidaba al sueño y al descanso. Tan sólo se sentía el canto de un mirlo, acompasado y triste, y el murmullo del río que, empezando a hallar un obstáculo en el cuerpo de Flavio, formaba contra él una pequeña rompiente.

Los alados insectos proseguían zumbando en son monótono alrededor de la cabeza del pobre viajero, llegando hasta posarse sobre sus labios pálidos y fríos como los de un cadáver; una brisa templada, resbalándose suave sobre su frente, agitaba dulcemente sus cabellos, que tocaban el verde musgo y los pajarillos revoloteaban sin temor alguno en torno suyo, cual si ya no viesen en él más que una masa inerte.

«Ya no me temen ni pájaros ni insectos -decía él-; en tanto, presienten, sin duda, que ya no he de levantarme más para ahuyentarlos a mi paso... Si algún águila cruzara en este momento el espacio, creyéndome cadáver, bajaría presurosa hacia mí para abrir mi pecho con sus garras y arrancarme las entrañas... ¡Cuán horrible!... Y, sin embargo, yo permanecería aún inmóvil y la dejaría cebarse a su placer... ¿No sería mejor morir sin corazón que sentir la agonía de sus últimos latidos?... Mi corazón se resiste a morir a pesar de sus dolores!... ¡Se agita apresuradamente..., tiembla..., se diría que tiene miedo! La vida que va a abandonarme parece haberse encontrado toda en él para luchar contra la muerte... Mi cuerpo se conmueve a cada una de sus violentas pulsaciones, y trato, en vano, de contenerle apretando fuertemente mis brazos sobre él... Sus latidos son cada vez más convulsivos... Yo los siento resonar sobre la fría tierra que se estremece a su impulso... ¿Qué es esto? ¡Miedo, sí, miedo...! ¡Muy horrible debe ser la muerte cuando así la rechaza la naturaleza!... ¡Sí!..., la muerte es un abismo. ¡Ah!...», exclamó de pronto alargando sus brazos. El agua acababa de inundar su pecho, haciéndole estremecerse a su frío contacto, no pudiendo reprimir aquel movimiento instintivo de horror; pero pronto volvió a cruzar sus brazos con resignación y valor.

Sin embargo, tal vez el haberse determinado a esperar la muerte lentamente era porque le faltaba resolución para terminar de un solo golpe la vida. ¿Quién comprende los horribles misterios de un corazón herido de muerte, pero lleno de vigor y de animación al mismo tiempo?...

El río seguía creciendo; los pies de Flavio parecían oscilar y marchar con la tranquila corriente, viéndoseles, a través de la transparencia de las aguas, como parte de un cuerpo inerte, medio sepultado entre la arena; el sol bañaba de lleno su hermoso semblante y oreaba el viento su frente y algunas plantas de tallo alto y ligero y de agreste perfume.

«¡Dios mío..., Dios mío!... -murmuró-. Si esto es un crimen, perdonadme... ¡Dios mío!... ¿Habría nacido yo para morir así? Perdón..., perdón...»

El sordo murmullo del río ahogó sus palabras; las aguas se precipitaron sobre él, bañando su rostro, y formando en torno suyo un oscuro remolino le envolvieron como un sudario...

Flavio se irguió entonces como impulsado por un resorte; lívido, aterrado, en sus ojos se hallaba pintado el espanto... Sus cabellos, empapados y aplastados sobre sus sienes, le hacían parecerse a un espectro; sus brazos, extendidos, se alzaron hacia el cielo con desesperación...

«¡Ay!... -exclamó en un acento tembloroso, reconcentrado, desgarrador- ¡No creí nunca que pudiese ser tan amargo el paso de la vida a la muerte! ¡Debe ser horrible el dolor de morir!... ¡Tengo miedo a ese dolor!»

Flavio, de pie, en medio del río, cuyas aguas llegaban a su cintura, bamboleándose a impulsos de la corriente, lanzaba angustiosas miradas en torno suyo...

«Aquí la muerte, y allí la vida -pensaba mirando el campo-; allí el aire, flores, perfumes, y aquí estas aguas que me rodean rugiendo... Estas aguas sombrías que me espantan porque el cáliz de hiel se encierra en ellas... ¡Oh!... Un solo paso y el fantasma de hielo huiría horrorizado y yo estaría en salvo...»

Y se adelantó hacia la orilla, como cediendo a la fuerza interior que le mandaba vivir... Pero retrocediendo luego de improviso, se arrojó como un loco a merced de la rápida corriente. Su cuerpo apareció momentos después en medio del ancho río, luchando por la muerte.

Flavio no debía morir aún, sin embargo... ¿Para qué, si no, esta humilde pero verdadera historia? Un suicidio por vanidad, por ambición, por amor, es desgraciadamente la cosa más tristemente vulgar del mundo, y ya nadie se extraña de que un hombre hastiado y cansado de vivir tenga el valor egoísta de concluir con su existencia.

Fácil es morir, bien considerado todo; y mucho más cuando se recuerda que, al fin y al cabo, ha de llegar el momento terrible, y cuando se cree que la tumba es el descanso... Pero el verdadero drama de la vida, lo es en realidad terrible, es esperar a que la Providencia le llame a uno al seno de la eternidad. Sufrir un día tras otro día, ver cómo las ilusiones se desvanecen, cómo el amor más intenso concluye y cómo el corazón se cambia; ver, en fin, cómo a los cabellos de azabache van sustituyéndolos las blancas canas; cómo se desfigura nuestro rostro y cómo el ser que un día ha formado nuestra única felicidad en la tierra pasa a nuestro lado sin conmovernos, y le vemos alejarse, diciendo: «Ha sido irresistible ese hombre o esa mujer en otro tiempo... Me ha hecho delirar largos días..., y recuerdo, si no me engaño, que hemos llegado a amarnos mucho. Entonces hubiera dado por ella la vida... ¡Cuántas locuras se halla uno dispuesto a cometer en nuestra juventud!»

He aquí el lado burlesco y terrible de la pobre humanidad... En esos dolores incesantes que cada hombre va tocando hora tras hora; en esos desengaños, en esas escenas y esas historias que se reproducen sin cesar en torno nuestro, hay más amargura, sin duda alguna, y existe un fondo más lúgubre y desgarrador que en las catástrofes violentas que a primera vista nos aterran. De ellas, como del tronco de un árbol cuyas ramas brotan, crecen y se multiplican extendiéndose cada una en direcciones distintas, surgen miles de lágrimas, episodios sangrientos y dramas que la pluma trata en vano de escribir.

Algunos de éstos, no obstante, no pertenecen más que al amor, a ese sentimiento, poderoso como la tempestad y pasa ero como ella; a ese sentimiento de que nos burlamos algunas veces, y que es, sin embargo, una de las causas más activas que contribuyen a formar la felicidad o la desgracia del hombre.

Nosotros hemos intentado describir una de estas historias en nuestro torpe y desaliñado lenguaje... Sigamos, pues, a Flavio.

Como hemos dicho, su cuerpo se vio vagar bien pronto en medio del ancho río, luchando con la muerte; pero, por su fortuna, mi joven desconocido, lanzándose entonces al río y nadando vigorosamente, logró alcanzarle cuando iba ya a sumergirse para siempre; le agarró por los cabellos, y sosteniendo, con peligro de su vida, aquel cuerpo inerte que las aguas trataban de disputarle, le puso en salvo.

El pobre viajero tenía ya todo el aspecto de un cadáver, pero respiraba aún, y los prontos y eficaces auxilios que se le prodigaron pudieron volver a la vida aquella naturaleza de hierro.

¡Nadie supo que Flavio había atentado contra su vida!

El joven que le había salvado y que había visto desde la opuesta orilla cómo deliberadamente y después de una lucha visible se arrojara Flavio al río, ocultó cuidadosamente cuanto a este particular concernía.

Hombre de corazón noble, aunque algo misántropo, y que ocultaba en el fondo de su alma el germen de una tristeza hereditaria, se compadecía de todos los que sufrían, y Flavio le había inspirado una simpatía fraternal. Sin duda había adivinado a través de aquella frente helada su cándida inocencia y sus angustiosos dolores, proponiéndose desde el instante en que salvó su vida penetrar los misterios de su existencia y remediar sus sufrimientos en cuanto le fuera posible. Sin amigos, en medio de una multitud de jóvenes escolares que hallaban en él un hombre para todo indulgente, que por nada se apasionaba, solo en medio de la sociedad y del bullicio, sin duda había elegido a Flavio en el interior de su corazón como el único digno de llamarse su amigo verdadero.

El alma que vive aislada busca siempre con ansia otra alma que se le asemeje... ¿Por qué el joven adivinó que Flavio debía ser su hermano gemelo? Lo ignoramos; pero es lo cierto que el viajero había hallado al fin en su camino un ser que le comprendiese...

Cuando Flavio despertó del profundo marasmo en que permaneció sumido durante dos mortales días, creyó que cuanto le había acaecido no había sido más que un terrible sueño. Se esperezó con negligencia, frunciendo el ceño, y exclamó:

-¡Cuán quebrantado me ha dejado esta terrible ilusión!... ¡Guillermo! -gritó luego, llamando a su criado-, dadme mi ropa... Yo no sé si el día concluye o empieza... Esa luz vaga -estaba anocheciendo- me causa melancolía... ¡Oh!, voy a salir a ver si se despeja mi cabeza...; pero toca a la oración. ¿Cómo me he dormido hasta tan tarde? ¿Si estaré soñando todavía...? Guillermo, mi ropa... ¡Ni siquiera una campanilla en estas malditas posadas!... ¡Guillermo!...

-¿Qué queréis? -dijo el joven apareciendo en la puerta del gabinete.

-Mi ropa -dijo Flavio con enojo, sin reparar siquiera que no era Guillermo el que le hablaba.

-Tranquilizaos -le dijo el joven con la dulzura de un hermano-. No podéis vestiros; vuestra indisposición lo impide... Pasado mañana quizás...

Flavio volvió la cabeza y notó entonces la presencia de un desconocido.

-¿Qué decís, caballero? -le preguntó-. Estáis equivocado; no es ésta, sin duda, la habitación que buscáis...

-No me equivoco, amigo mío...

-Pues entonces, ¿podré saber qué se os ofrece?

-Soy médico, y como estáis algo indispuesto..., he venido a curaros como era mi deber...

-Indispuesto... Repito que os equivocáis, caballero; no es ésta, sin duda, la habitación en donde se os espera.

El joven se adelantó entonces hacia Flavio, y sentándose a su cabecera, le dijo, tratando de ocultarle la verdadera causa de su mal, que parecía no recordar:

-Habéis sufrido un fuerte ataque nervioso esta mañana, pero como esta especie de dolencias atacan al cerebro, por eso no podéis recordarlo.

Flavio guardó silencio algunos instantes... Después añadió, con duro acento:

-Pues si eso ha sucedido, os advierto que en este instante me hallo completamente bueno, y que podéis retiraros. ¿Cuánto os debo?

-No me debéis nada -repuso el joven con finura y sin enojarse en lo más mínimo por el tono brusco con que Flavio le despedía-; yo soy el que os debo consideración por el estado en que os halláis...

-Gracias... -dijo Flavio secamente-; pero os aseguro que ninguna dolencia física me aqueja y os agradecería que me dejaseis solo... Enviadme a mi criado, si gustáis...

Entraba aquél en aquellos momentos con un calmante, en busca del cual había salido momentos antes.

-Tened la bondad de tomar algo de este calmante, que bien lo necesitáis -le dijo a Flavio-, y podré luego dejaros sin cuidado, confiado en que descansaréis tranquilo.

-Os prometo no tomar cosa alguna -repuso aquél casi con ira-. Si es verdad, como decís, que me hallo enfermo, dejaré obrar a la naturaleza por sí misma. Ya lo sabéis, caballero: ésta es mi resolución invariable. ¿Qué hora es, Guillermo? -añadió después, dirigiéndose al criado.

-Las siete acaban de dar, señorito -repuso éste, mirándole de un modo que revelaba un profundo afecto.

-Traéme mi ropa...

-Vuestra ropa, señorito... -murmuró el fiel criado, lleno de espanto-, imposible...

-Dejadnos solos -dijo el joven, interrumpiéndole.

Las palabras del criado, despertando en Flavio el recuerdo de lo pasado, aunque débil y confuso, le habían herido profundamente, y al oírlas ocultó el rostro entre los almohadones de su lecho.

El joven, sentándose a su lado, guardó silencio.

-Caballero -dijo Flavio, alzando lentamente su cabeza-, haced el favor de dejarme a solas con mi criado...

-Nada podrá deciros vuestro criado de lo que deseáis saber -le dijo el joven.

Flavio se incorporó sobre la cama con una fuerza salvaje, y agarrando con violencia el brazo de su salvador, le dijo con terrible acento:

-¿Sabréis vos, por ventura?... ¿Habréis sido vos?... Contádmelo todo, si es así... Contádmelo prontamente... ¿Sabéis que ayer me he desmayado... a orillas del río?... ¡Que..., en fin..., hablad!

-Pues bien: yo os he salvado la vida..., yo fui el que os quitó medio muerto del río -elijo el joven con dulzura.

Flavio volvió a dejarse caer sobre los almohadones de su lecho, como desfallecido...

-¡Conque no ha sido un sueño!... -murmuró-. Pues escuchad, caballero -añadió-: yo debía datos las gracias; pero ¡estoy por maldeciros!...

-Callad... -repuso el joven-, y pedid a Dios perdón por vuestro crimen... Habéis insultado al cielo y no es fácil que borre vuestra culpa si persistís en ella siquiera con el pensamiento.

Era la voz del joven tan dulce, tan grave y tan severa al decir estas palabras, que el hombre más cínico las hubiera oído de sus labios con respeto.

Flavio le escuchó inmóvil, y pasando luego su pálida mano por los desencadenados cabellos, exclamó:

-¡Dios y mi crimen era ya mi único pensamiento al sentir los helados dedos de la muerte anudados alrededor de mi garganta!... ¿A qué venís, pues, a hacer más crueles mis amargos remordimientos? Quizás Dios me hubiese perdonado, sin embargo..., y entonces todo habría ya concluido... Pero ahora..., ¿sabéis el daño que me habéis hecho con volverme a la vida?... Mis dolores volverán a renovarse con mayor intensidad... Volveré a verlos, y volveré a... ¿Y creéis que Dios me perdonará entonces?... No..., quizás no... ¿Por qué no me habéis dejado morir?...

Y Flavio empezó a llorar como un niño, y volviéndose luego hacia la pared, permaneció en el más profundo silencio durante la noche, únicamente pidió agua, en la cual el joven supo mezclar un calmante que le hizo quedarse dormido.

Cuando despertó, a la mañana, dijo resueltamente que quería vestirse. El joven penetró entonces de nuevo en el aposento del enfermo, y con su dulzura y delicadeza naturales le hizo confesar, al fin, la causa de los pesares que aniquilaban su espíritu de un modo tan violento. Consiguió, además, que aquel día no se levantase, ni al siguiente, y el tercer día eran ya íntimos amigos: sus almas se comprendían.

-No me violentéis por más tiempo -le decía Flavio, al mismo tiempo que daban las doce de la mañana en el reloj de la ciudad-. Hoy he de verla. ¿Os parece que he esperado poco todavía?

-Bien; la veréis, pues... Pero, ¿me prometéis presentarme mañana en su casa? Es necesario que yo la vea, que la hable...¿Quién sabe si de esto puede redundaros algún bien?

-Os lo prometo -dijo Flavio-; pero dejadme marchar ahora mismo... Casi os agradezco ya que me hubieseis salvado... Volveré a verla otra vez... No podéis imaginaros el efecto que ese solo pensamiento produce en mi espíritu... Adiós; pronto volveré a vuestro lado...

-¿Y si Ricardo estuviese con ella?

-Saldré inmediatamente, como me lo habéis advertido, y vendré a buscaros.

Y salió.

Al atravesar el umbral de la casa de Mara, Flavio temblaba como un niño; y al subir las escaleras sintió desvanecérsele la vista.

Temía hallar a Ricardo, y hasta le pareció oír desde lejos el eco de su voz. Cuando penetró en la sala no veía, y sin saludar casi, y tomando asiento en la primera silla con que tropezó, no oyó más que el eco de la voz de Mara, que le dijo no sé qué palabras que él no acertó a comprender.

Pasados algunos instantes, pudo observar que se hallaban enteramente solos. No se movió, sin embargo, ni pronunció una sola palabra... Se hallaba como embargado de felicidad, de temor y de esperanza.

Mara también había enmudecido..., y así permanecieron largo tiempo, mudos e inmóviles; en sus ojos, fijos con tenacidad en el suelo, brillaba, sin embargo, una lágrima que pugnaba por bañar sus mejillas...

Quizás hubieran permanecido así días y días si la anciana criada no hubiese entrado en la estancia...

-Mi querido enfermo -exclamó al ver a Flavio-. ¿Qué ha sido de vos estos días? Nos habéis causado gran inquietud... Y en efecto..., qué pálido os encuentro. Mara, hija mía, ¿no es verdad que el semblante del señorito Flavio se halla muy demudado?

Mara alzó hasta él sus ojos, llenos de una expresión amarga y dulcísima a un tiempo...

-Ciertamente -dijo con temblorosa voz-. ¿Qué habéis tenido?

Flavio se levantó entonces, y aproximándose a la joven repuso sentándose a su lado y cogiendo sus manos, que besó con transporte:

-Nada, Mara...; nada absolutamente... ¿Me amáis?

-¡Si os amo!... -dijo Mara-. No debo contestar esa pregunta...

Y volvió su cabeza hacia otra parte.

-¡Cómo!... -murmuró Flavio-. ¿Iríais a desesperarme otra vez..., os empeñaréis en matarme, Mara? ¡Ah!, no, no, ¡por Dios! Os lo ruego de rodillas, Mara... Si supierais... Me habéis destrozado el corazón.

Y volvió a llorar como un niño, sin poder contener los hondos suspiros que exhalaba su pecho.

La vieja criada se aproximó entonces a ellos con lágrimas en los ojos, y dijo:

-No la creáis, señorito Flavio; os ama como una loca, y ya hace largo tiempo que se lo he conocido... Sólo que su orgullo, su maldito orgullo, y su desconfianza, son la causa de todo lo que os hace sufrir... Yo voy a decíroslo todo, voy a descubrirla.

Mara la miró de un modo significativo y severo.

-Nada, nada -repuso la vieja, mirándola a su vez-; no intentéis hacerme callar; yo, menos desconfiada que vos, comprendo al señorito Flavio y no puedo verle sufrir de este modo; sería un cargo de conciencia, y lo es para vos también... Sabed -añadió apresuradamente, para que alguna causa imprevista no le impidiese decir lo que deseaba- que ahí, en donde la veis tan seria y tan quisquillosa, ha llorado amargamente desde que vos faltáis; ha pasado sin dormir noches enteras; jamás la he visto de ese modo, os lo juro; sois el único hombre que ha llegado a conmover su corazón, el único verdaderamente amado... Su pobre madre ignora inocentemente cuanto su hija padece, y cree que su inapetencia depende de la desigualdad del tiempo... ¡Pobre señora!... Pero a mí, que aunque lo diga no se me engaña fácilmente, pues veo desde muy lejos..., atreveos a negar cuanto acabo de decir, Mara; atreveos y os tendré desde ahora por la hipócrita más grande del universo...

-Sois una imprudente -exclamó la joven con impaciencia y encendida como la grana-. ¿Qué sabéis vos lo que decís respecto a esto, María? ¿Comprendéis cuántos sentimientos diversos pueden expresar las lágrimas? Pero, en fin, no debo hablar una palabra más sobre este punto... Flavio, podéis apropiaros de sus palabras, las que más halaguen vuestro amor propio... Sería inútil, quizás, que yo rebatiese con harta razón cuanto María acaba de decir... Porque la vanidad es muy ciega, y pretende hallar siempre rosas en donde no puede haber más que espinas...

-Mara -murmuró Flavio con desesperación, levantándose lleno de ira-, ¿por qué me tratáis con tanta crueldad? ¿Sois, por ventura, mi ángel malo y os habéis propuesto aniquilarme en esta vida y hundirme en el infierno?...

Y desgarrando su corbata y magullando su sombrero entre las manos empezó a dar grandes paseos por la habitación, marcando en su rostro una cólera violenta que daba cierto aire de ferocidad a sus miradas. Después, aproximándose de nuevo a la joven, que aunque no lo demostraba había cobrado algún terror al contemplar aquella explosión de terrible ira, le dijo:

-Os estáis burlando de mi inocencia, de mi amor, de mi inexperiencia de la vida... Sí, os burláis, Mara..., y eso es infame... Como sabéis que no puedo huir de vos, como para siempre me habéis encadenado...

-¡Cosa extraña!... -murmuró la joven con burlón acento-. ¡Para siempre! Malditas cadenas... ¿Por qué no las cortáis con vuestra espada, como Alejandro el nudo gordiano?

-¡No añadáis el insulto a la burla! -repuso Flavio con una voz que la hizo estremecerse-. ¿Pensáis que Dios no ha de castigaros?

-¿Ya vos...? ¿Quedaréis salvo quizás? ¿Hallaréis fácilmente un lugar en el cielo en tanto yo bajaré a los profundos abismos? ¡Cuán pura..., cuán sin mancha debe estar vuestra conciencia! ¿No es cierto? Reflexionad y respondedme después...

-¡Qué queréis que os responda! -contestó Flavio sorprendido y ruborizándose al recuerdo de la terrible y pasada escena-. Solo Dios es grande, y no puede pecar... Pero ¡el hombre!... Mi alma no está sin mancha, no; yo más que nadie soy débil, bien lo veis... Yo me dejo arrebatar por mis violentas pasiones... Soy tenaz en mis indignaciones, soy susceptible hasta la exageración, y en lucha eterna conmigo mismo, el sufrimiento me doblega presto... y desfallezco... Grandes son mis faltas... Pero, ¿y las vuestras? Vos me habéis conducido al borde del abismo... Nunca he pecado más que desde que os conozco... Vos sois la causa de que yo ofenda al cielo... Vos...

-¿Y soy también la causa de que hayáis manchado la inocencia de una pobre niña?

Flavio la miró sorprendido, sin comprender enteramente el sentido de aquellas palabras que Mara había dicho con una calma cruel y que encerraba un mundo de sufrimientos.

Mara había sabido por un aldeano que Flavio había vuelto a casa de Rosa, y al oír a Flavio confesar que era criminal, no dudó un instante de la verdad de una cosa que no se había atrevido a creer enteramente. Imposible nos sería describir el horrible martirio que en estos instantes sufría... Su ausencia..., su impensada desaparición, estaban ya explicadas... No había sido producida por la desesperación que hubiera debido causarle ver a Ricardo a su lado; era la causa el amor de otra mujer... Tan espantosa aparecía esta idea a los ojos de Mara, que creía ser presa de un horrible sueño. Sin embargo, aquella mirada que Flavio la dirigió al escuchar sus palabras, y que no expresaba más que la sorpresa y la ignorancia, fue interpretada por la joven del peor modo que podía serlo.

-No os asustéis -le dijo-; debierais saber que nada de cuanto se hace sobre la tierra queda oculto... Además del cielo, tenemos fijas siempre sobre nosotras las miradas del mundo, delator insolente que nada perdona; pero aunque así no fuera... ¡El lance ha sido tan público!... Desgraciadamente para la pobre niña, ya nadie lo ignora, y yo lo siento por ella, en verdad... Respecto a mí, bien habéis podido comprender, por mi modo de conducirme con vos, que no he dado entero crédito jamás a vuestras frases declamatorias... Mi corazón, gracias al cielo, es hecho a prueba de grandes ficciones y no se conmueve fácilmente. Sin embargo, por no dar lugar a que en adelante pudiera vuestra inocente vanidad haceros creer que me engañáis, y porque además no debo ser causa de que esa infeliz niña llegue a sufrir algún día por mi causa, haréis el favor de no frecuentar nuestra casa y de despediros de mí para siempre.

Flavio la escuchó inmóvil, sin comprender de cuanto había oído sino una cosa: que se le imputaba una culpa de que estaba inocente, y que Mara le despedía de su lado, prohibiéndole volver a presentarse nunca ante ella.

Fue tan terrible aquel golpe, que después de que la voz de la joven había cesado de resonar en sus oídos permaneció inmóvil en su silla, sin poder articular un solo sonido y mirándola con una mezcla de estupidez y de angustia indecibles.

Mara no podía, desgraciadamente, ver la expresión dolorosa y sombría del semblante de Flavio, que bastaría a explicarle el estado desgarrador de aquel corazón, porque no le miraba. Sólo al ver que no recibía contestación ninguna a sus palabras se levantó con impaciencia, y dijo después de asomarse al balcón, aunque siempre sin volver hacia Flavio su cabeza:

-Me perdonaréis que os advierta que tengo que salir precisamente a las dos, y que darán muy pronto...

Y volvió a asomarse al balcón.

Flavio no se movió tampoco esta vez; parecía petrificado. La vieja criada, que sin saber ya qué partido tomar había contemplado muda esta escena, le miraba enternecida y con los ojos llenos de lágrimas; en aquellos instantes casi aborrecía a su querida e indomable hija y hubiera sido capaz de castigarla al ver su crueldad.

Ésta, por su parte, sin mirar a ninguno de los dos y viendo que Flavio se había propuesto tal vez burlarse de ella con su silencio, se puso a recoger su labor con presteza, disponiéndose a salir de la habitación. Bien quisiera dirigir antes a Flavio una furtiva mirada para ver su actitud y adivinar el verdadero objeto de aquel silencio; pero su infernal orgullo y el temor de que notase en sus ojos las lágrimas que los inundaban la obligaron a dirigirse hacia la puerta, serena e impasible, al parecer, y sin mirar al pobre viajero... Este no se movió tampoco para detenerla, pero la vieja María interponiéndose entre la joven, le dijo con entrecortada voz:

-No saldrás, Mara...; no saldrás... Nunca creí que llegase a tanto la dureza de tu carácter... ¿No le ves, Mara? ¿O eres de hierro? ¡Como si todo eso de que le has acusado no fuera una indigna calumnia! ¡Válgame Dios, hija mía..., qué propensa eres a creer todo lo malo y a dudar de lo bueno!... ¡Y qué empedernido hace el orgullo tu corazón!... No saldrás, no -añadió, cerrando la puerta al ver que Mara pugnaba por alejarse-. Háblale antes, consuélale; eres una orgullosa que no merece ser querida.

-Por fortuna, mamá no está en casa y no puede presenciar tan vergonzosa escena... Es espantoso el ridículo que haces caer sobre mí, María... Tú estás abusando del cariño y del respeto que te profeso..., y no sé si podré perdonártelo...

Al decir esto, Mara se dirigió, con enojo, hacia una de las ventanas, aunque sin haber hecho esfuerzo alguno para salir de la habitación.

-Dime lo que quieras -dijo la anciana en el colmo de la exaltación, echando la llave a la puerta-; yo no puedo permitir que le trates con tanta dureza -y se acercó a Flavio, que se había cubierto el rostro con las manos-. Cuánto sufrís... ¡Dios mío!... -le dijo-. ¿Y por qué, Señor, por qué? Señorito, dejadme, ¡por Dios!, que vea vuestro semblante. Es inútil que os ocultéis, bien veo que estáis llorando... Las lágrimas se resbalan por vuestras mejillas.

-¡Lágrimas!... -murmuró Mara-. No comprendo esas lágrimas... Flavio, ya basta de farsa... Bien sabéis que para mí vuestro llanto es como una burla vergonzosa... ¿A dónde os arrastra, pues, vuestra tenacidad?

Flavio se levantó ligero como el relámpago, y con el rostro encendido y las manos crispadas se puso de un salto a su lado.

-Mara, Mara... -murmuró con ahogado y sombrío acento, en tanto movía como un loco su cabeza, pareciendo próximas a rasgarse las venas de su frente-. ¡Callad, callad..., si no queréis que al fin concluya por mataros!...

La joven leyó en su turbia mirada algo sangriento y terrible; tembló de espanto y huyó al otro extremo de la sala, lanzando un grito de horror. Flavio la vio alejarse con amenazadora actitud, y la vieja María, aterrada, se puso, clamando al cielo, delante de Mara, creyendo que Flavio iba a herirla; pero la joven, arrepentida sin duda de haber tenido miedo, volvió a adelantarse hacia el viajero...

-Os he tenido siempre por un caballero -le dijo con energía-, y me he engañado; no sois más que un hombre brutal y en estado enteramente salvaje. Salid de aquí, y que yo no vuelva a veros jamás... Os he amado hasta este instante con locura..., sabedlo. He delirado por vos..., pero ya os desprecio. Sois indigno de ser amado por un ser que no se os parezca... ¡Salid!

-¡Otra vez!... -repuso Flavio con una expresión dolorosa-. Pues bien -añadió, recobrando su natural fiereza-: me echáis de vuestro lado como se echa a un enemigo, me despreciáis, cual si os hubiese ofendido, y después de haberme tenido por un juguete que manejasteis a vuestro antojo queréis romper mi corazón como una frágil caña... Pues bien, yo os juro que no me iré; yo os juro que os haré cumplir el juramento que me habéis hecho; y os juro que no seréis de otro jamás, que os mataré antes. ¡Sí, os mataré!

-Dios mío -dijo Mara ocultando su rostro entre las manos-, ¿cómo no he comprendido más antes que era un loco, un verdadero loco?... Pero, loco y todo, yo no debo permitir que me ultraje. Flavio..., marchaos -volvió a decirle-; marchaos pronto, os lo ruego; no tratéis de sostener en vano tan terrible lucha... ¿Pensáis que podré amaros por fuerza? Amaros yo... Primero hubiera muerto mil veces... Marchaos, pues, antes que venga mi madre..., y que nadie llegue a saber esta ridícula escena en que tanto he sido ultrajada... ¿No os vais? Pues bien, quedaos; saldré yo, y todo estará concluido.

Mara, cogiendo la llave de manos de la vieja criada, abrió la puerta e iba a salir cuando Flavio, deteniéndola por el vestido, se puso de rodillas ante ella pidiéndole perdón como un niño que tiembla e implora la compasión de su padre cuando aquél levanta el látigo para herirle.

Mara intentaba en vano alejarse de Flavio y huir de la tentación de perdonarle. Mara lloraba, y Flavio, humedeciendo el vestido de la joven con sus lágrimas, parecía próximo a la locura. Era aquella una escena que hubiera parecido ridícula a los extraños, pero desgarradora para los que la componían. Aquel hombre, encadenado a su pasión como Prometeo a su roca; aquella mujer, cuyo orgullo y cuya desconfianza la hacían ser desgraciada y causar la desesperación del hombre por quien hubiera dado su propia vida; y aquella anciana, que participando del dolor de ambos no podía impedir la fatalidad que pesaba sobre ellos, formaban un cuadro altamente dramático, altamente desgarrador, tanto más cuanto que pudiendo aparecer en cierto modo burlesco y risible tenía que lastimar la vanidad y el amor propio, además de herir el corazón.

En Mara, sobre todo, que a pesar de su intenso dolor no podía olvidar la parte que pudiera tener de ridícula aquella escena, en la que jugaba el principal papel un amante romántico y desesperado y cuya desesperación no tenía quizá otro objeto que burlar su incredulidad o su orgullo, era sobre quien caía con todo su peso el rubor y la vergüenza, unidos al dolor que agobiaba su alma.

Sin embargo, el pobre Flavio era entonces la verdadera víctima..., el inocente mártir... Él sentía desgarrarse su alma a cada palabra de desdén que Mara dejaba escapar de sus labios, y aniquilarse todo su ser a cada paso que aquélla avanzaba para salir de la estancia... Contrariado en sus sentimientos, ultrajado en su santo y profundo amor, y viéndose rechazado sin culpa por la mujer sin la cual le era entonces imposible vivir; exasperado, en fin, por la lucha, sufría una terrible crisis que su temperamento bilioso y su carácter violento hacían peligrosa y temible.

Rendido, por último, fatigado, convulso, se levantó del suelo en donde se había arrastrado a los pies de aquella mujer que parecía de hielo.

-¡Maldita seáis!... -exclamó, alejándose de ella y cayendo sobre el sofá.

Pero fue tal el eco de su voz al pronunciar estas palabras, que Mara no se atrevió a moverse, siguiéndole instintivamente con sus miradas.

Flavio, después de caer sobre el sofá, alargó sus brazos convulsivamente, suspiró con angustia, e inclinando hacia atrás su hermosa cabeza, pálido como un muerto, quedó completamente inmóvil... Mara esperó algunos instantes...; pero Flavio permaneció impasible... Tornóse lívido. Entonces Mara se acercó trémula, agitada; tocó su frente, que estaba húmeda y fría como el granito en tiempo lluvioso, y prorrumpió en angustiosos gritos:

-Flavio..., Flavio..., -repitió en vano a su oído.

Flavio parecía un cadáver. Sus sienes no latían; sus heladas manos caían inertes a lo largo de su cuerpo; sus ojos, entreabiertos, dejaban ver una pupila empañada y sin brillo.

Inútiles fueron todos los cuidados que las dos mujeres le prodigaron; el agua fresca y la colonia con que rociaron su rostro cayó como sobre una estatua de helado mármol, y fue entonces Mara quien se arrastró a los pies de Flavio, que no podía verla; ella quien bañó sus manos insensibles con sus ardientes lágrimas..., quien gimió y gimió en vano...

Pero su terror no tuvo límites al ver que el tiempo pasaba sin que se notase la menor señal de vida en el rostro del viajero. Corrían como locas de una a otra parte, y era tal su aturdimiento que Mara intentó salir, pedir socorro, huir como una loca, triste y llorosa como se encontraba. En medio de tanta confusión sonó la campanilla.

-¡Mamá...! -exclamó Mara medio muerta-. ¡Dios mío!, ¿qué va a decir de esto?... María, sálvame.

-Y bien... -dijo María-, un desmayo le da a cualquiera, y no es necesario que sepa lo demás...

-Pues abre, abre corriendo, y a ver si ella halla un remedio que lo vuelva a la vida.

La infeliz Mara se arrepentía entonces de su feroz orgullo, de su necia incredulidad, de su escepticismo árido y brutal...

«Cuanto han dicho de él -se repetía- ha sido una infame calumnia... ¡Oh! ¡Si vuelve a la vida y no me aborrece aún, todo, todo lo sacrificaré por su amor».

La madre de Mara, atribulada por tan infausto suceso, ordenó que viniese un médico prontamente.

A los pocos momentos, el joven que había salvado a Flavio la vida se hallaba al lado de su amigo.

-Luis... -murmuró Mara al verle entrar.

-¡Mara!... -dijo aquél-. ¿Qué pasa?

-Ya lo veis -dijo señalando a Flavio.

Luis la miró severamente.

-Lo esperaba -repuso-, y por eso, al ver su tardanza, no he salido de vuestra puerta... Pero atendamos ahora al enfermo y os hablaré luego..., Siempre la misma... ¿Cómo pude dudar un instante que fuerais vos?

Mara y Luis se conocían.

Enamorado éste de Mara, habíala seguido incesantemente en el templo, en los paseos, en todas partes; allí en donde ella estaba, aparecía Luis. Por fin en un baile pudo hablarla; ella sonrió a sus palabras, como siempre, y Luis concibió esperanzas que no tardaron en desvanecerse.

Mara apareció entonces a sus ojos en toda su desnudez: voluble, inconstante y ligera; dejó de amarla, y sin conservarle por esto ni odio ni rencor, la hablaba siempre que la veía, y le daba buenos consejos, conceptuando infeliz a todo el que llegaba a amarla de corazón.

Juzgaba la coquetería de Mara como una enfermedad incurable.

En su paroxismo, Flavio creía hallarse en su viejo palacio de Bredivan, y llamaba a los que le rodeaban con nombres extraños; pero siempre que oía la voz de Mara, siempre que ésta se le acercaba, se estremecía dolorosamente y la rechazaba con fuerza.

En vano se esforzaba Mara por ocultar su inquietud. Atribulada, pálida como el mármol, no sabía ni lo que pasaba en su alma ni lo que pasaba en torno suyo; y el más grande de los dolores que laceraban su corazón era el tener que sostener las lágrimas que asomaban a sus ojos; era aparentar una seguridad y una firmeza que estaba muy lejos de poseer; pero se retrataba en su rostro, en el cual no se notaba más que una solícita compasión.

¡Cuánto se engañaban, sin embargo! El mismo Luis, que creía conocerla, murmuró:

«¡No tiene corazón!...»

Pero, ¡ay!, cuán grande era el dolor de Mara. ¡Cuán poderoso, por lo mismo que estaba tan oculto que ninguna mirada podía llegar hasta él!

En tan terribles momentos, y cuando Flavio iba a ser trasladado a su casa, entró Ricardo, quien se sonrió leve y maliciosamente y, acercándose a Flavio, hizo como que deseaba prestar auxilios que el pobre enfermo rechazó vivamente gritando:

-¡Ese hombre, ése...! ¡Que le maten!

Por fin, Flavio vio entrar por la ventana de su aposento un rayo de sol, que le decía como Jesús al Lázaro: «¡Levántate y anda!»

Flavio se sentía con fuerzas y deseaba salir a respirar el aire del campo, que debía restaurar su quebrantada salud; así se lo decía a su nuevo amigo, pero muy poco se necesitaba para comprender que Flavio quería ver a Mara...

Luis le dijo entonces con la mayor dulzura:

-Hoy no saldréis, mi pobre convaleciente; os engañan las apariencias; no seríais capaz de andar veinte pasos sin que flaquearan vuestras fuerzas. Tened paciencia por hoy... Mañana os ofrezco que podréis salir.

El enfermo obedeció, pero su alma se llenó de la más grande tristeza.

«¡Un día más sin verla! -murmuró-. Quisiera estar solo en este instante...»

Y en vano el rayo de sol entraba por la abierta ventana y llenaba de alegría su aposento; en vano el viento frío de la mañana purificaba la atmósfera y hacía más intenso el hermoso azul del cielo; disgustado de cuanto le rodeaba, ponía el oído atento a las horas que pasaban, para él con una lentitud que le impacientaba, alegrándose sólo cuando una voz misteriosa parecía llamar a su corazón, que palpitaba entonces con fuerza, y decirle: «¡Mañana!» Sólo entonces su alma descansaba de su inquietud angustiosa, y se regocijaba alegremente.

¿Qué importaba, sin embargo, que Flavio viese a Mara, si ésta había de clavar de nuevo en su corazón el puñal que el orgullo hacía vibrar en sus manos?

Luis lo comprendió así, y por lo mismo corrió a casa de la imprudente joven, y la habló de él.

Mara le escuchaba inquieta, triste y alegre a la vez; él vivía, él iba a venir; esto era demasiada felicidad para la pobre loca, que tan amargamente había pagado los impetuosos arranques que, por otra parte, no estaba muy segura de reprimir más tarde.

He aquí por qué a los consejos y reconvenciones de Luis contestaba:

-No me reconvengáis tan bruscamente... ¿Sabéis si yo sola soy la culpada? ¿No comprendéis que el carácter de Flavio es indomable, que no se aviene con los usos de la sociedad..., que es necesario abandonarlo todo y ponerse en ridículo, si se quiere que esté contento? ¡Además..., si amando como yo le amo, hubieseis oído una y otra vez cierta historia!... Cuando yo me había atrevido a creerle el único puro y sin mancha entre los hombres... hallarme de improviso con que era un infame..., con que había deshonrado vilmente a una mujer, en tanto a mí me fingía un amor delirante, loco...; poneos en lugar mío.

-Bien; pero toda esa historia era una calumnia... Flavio es tal cual lo creéis, puro y sin mancha todavía, y él se ha portado con esa pobre muchacha como no lo hubiera hecho otro hombre, ninguno quizá.

-Yo lo creo así ahora...; pero decidme: ¿os parece razonable que, porque me haya engañado, porque él me ame, tenga que renunciar al mundo y a mis amigos?

-Me parece justo que hagáis todo eso... ¿No os habéis comprometido a amarle? ¿No se lo habéis jurado?

-¿Sabía yo, por ventura, la fuerza salvaje que encerraba ese corazón de hombre-niño?

-He aquí las consecuencias de vuestra eterna ligereza, de vuestra falta de reflexión.

-¿Puede reflexionar el amor?

-¿En verdad le amáis, Mara?

-No me lo preguntéis otra vez, cuando me he atrevido a confesároslo de este modo... ¿Os parezco poco humillada para quien soy?

-Pues bien: Tenéis en ese caso que decidiros a sacrificarlo todo por ese hombre...; ya habéis visto a qué punto le llevaron vuestras imprudencias...; alejad, pues, a Ricardo. ¿Para qué queréis a vuestro lado a esa planta parásita que no puede exhalar más perfume que el de vil polvo que al pasar en alas del viento se detiene en sus hojas?... Ya sabéis, Mara, que aun después de convenido de que no debía amaros, que aun después de dejar de amaros, soy quizás uno de vuestros más leales amigos. Fiaos, pues, de mí; seguid mis consejos, y abandonad todas esas mezquindades que os rodean por un corazón que os ama verdaderamente...; dejadle huir, si no desechadle, y mañana, cuando encontréis un horrible vacío en medio de todo cuanto ahora os halaga, le buscaréis en vano. ¿Sabéis lo que es un corazón que ama como el de Flavio? Es una cosa sin precio, una felicidad tras la que corremos desalados, y que raras veces se aparece en nuestro camino...

-¿No lo sé yo por ventura? Vos no podéis imaginaros todo lo feliz que he sido cuando conocía que era la primera que poseía los afectos de aquel corazón virgen, el cariño de aquella alma inocente y llena de pasión...; desde el instante en que conocí que era amada, creí en la felicidad, Luis... ¡Esperé!...; pero luego empecé a temer por ambos al ver su carácter irascible, y traté de conducirle al buen camino; quise acostumbrarle a los usos de la sociedad y enseñarle a vivir con los hombres...; todo fue en vano... ¿Qué queríais, pues? ¿Que abandonase de un golpe mis antiguos hábitos, que me retirase del mundo..., que fuese, en fin, una dama de novela? Creí más aceptable usar alguna severidad con él para corregirle que doblegarme a los caprichos de un hombre cuyo proceder para conmigo era ni más ni menos que el de un niño terco y caprichoso en demasía. ¿Soy tan culpable como me creéis?

-¿Y Ricardo?...

-Bien... ¡Ricardo...! -murmuró Mara, vacilando-. Su madre es íntima amiga de mamá. Las relaciones amistosas que nos ligan no se rompen así, tan fácilmente, por una niñería...; además..., no sabéis lo que Ricardo se burlaría de mí; no sabéis lo que haría para que los demás lo hiciesen despiadadamente si después de haberle negado por Flavio hasta mi amistad, llegase éste a abandonarme.

-¡Oh Mara!... ¿Conque ésa es la causa? ¿Nada queréis arriesgar? Bien veo que la vanidad y el amor propio es en las mujeres el vicio que más domina en ellas y el más inútil para ellas...

-Amigo mío..., ¿vuestro orgullo de hombre os induce a creer también que sólo vosotros tenéis derecho a temer el ridículo? Pues os engañáis... Nosotras también lo tenemos, y como no podemos, como vosotros, lavar con sangre nuestros ultrajes; como sólo nos concedéis unas lágrimas inútiles que nada borran, y que sólo saben marchitar nuestras mejillas, necesario es que vivamos siempre prevenidas..., alerta siempre, para evitar al mundo burlón el espectáculo de esas lágrimas... Más vale compadecer que ser compadecido; más vale llorar primero y huir a la tormenta que avanza sobre nuestras cabezas, que desafiar el cielo con un valor inútil y ser después derribado por el rayo.

-Tenéis un alma fuerte como una roca, y no se puede hablar de amor con los mármoles... ¿Por qué siendo como sois habéis engañado a Flavio, Mara?... Vuestras palabras me hacen daño..., son ásperas como el ruido de la tempestad que azota las ruinas abandonadas...; debéis vivir sola entre los hombres, no debéis ser amada...; siempre he pensado lo mismo de vos... ¡Si supierais cuánta ternura, cuán dulce sentimiento inspira el rostro de una mujer bañado por las lágrimas!... ¡Cuánto es amada la que se resigna a sufrir cuando es olvidada!... ¡Cuando se la ve descender hasta la misma tumba amando los recuerdos que la hacen morir!... ¡He ahí la poesía de la mujer! Si os avergonzáis, pues, de amar, Mara, renegad de una vez para siempre de vuestro sexo...; si, por el contrario, queréis cumplir vuestro destino, olvidad el mundo y amad a Flavio...; es lo único que tengo que responder a vuestras palabras.

-No comprendo -dijo Mara, enojada- cómo podemos cometer jamás la debilidad de confesaros nuestros sentimientos... ¡Decid que queréis vernos esclavas y no compañeras vuestras; decid que de un ser que siente y piensa como vosotros queréis hacer unos juguetes vanos, unas máquinas, ya risueñas, ya plañideras y llorosas, que, a medida de vuestro deseo, estén alegres y canten al ruido de sus cadenas, o lloren y giman en vano al compás de vuestros cantos de olvido!...

-Si fuese cierto lo que decís, el hombre no sería más que un infame tirano; pero, afortunadamente, vuestro genio acre y malhumorado os hace exagerar todo, y el cuadro que acabáis de bosquejar no es una copia, es una creación vuestra... vosotras sois las reinas del mundo...

-Yo os daría de buena gana la parte de reinado que me pertenece.

-La corona de una virgen sentaría mal sobre las sienes de un hombre...; rehúso, pues, aunque aprecio vuestra liberalidad en lo que vale... Pero, en fin, Mara, dejémonos de cuestiones inútiles, en las que, con gran sentimiento, os veo profesar principios que están en oposición con la misma naturaleza, que os ha hecho débiles...

-¡Egoístas!... -dijo Mara, interrumpiéndole, sin poder contenerse-. ¿Pueden consistir la razón y el entendimiento en la fuerza? ¿No llamáis bárbara la costumbre de los antiguos griegos, que premiaban la belleza y la fuerza física? Si la fuerza moral y el talento son las únicas cosas por que el hombre debe ser alabado y respetado; si el hombre más raquítico y horrible debe ser acatado y venerado cuando su frente cobija pensamientos gigantes, nosotras podemos ser en esto tanto como vosotros.

-Os repito que nuestra cuestión no terminaría jamás si tratáramos de emprenderla formalmente... ¿Creéis que nada tendría que objetaros? Pues os engañáis...; tanto me queda que deciros, que no desespero de reconciliaros con el tratamiento indecoroso que pretendéis se os prodiga...; pero esto, más tarde...; hablemos otra vez de Flavio... Mañana vendrá a veros, y tiemblo que se reproduzcan las pasadas escenas... Cuidad, Mara, que seríais responsable de todo...

-Esto es terrible... -murmuró la joven-; conque es decir que no me queda más recurso que acceder a sus menores caprichos... ¿No comprendéis que eso es querer que cometa una tiranía salvaje? Creedme, le amo con todo mi corazón; pero sería capaz de abandonarle para siempre. Me espanta mirar hacia el porvenir y creo que este amor va a serme demasiado fatal...

-Pues recordad que ahora ya no es tiempo de retroceder.

-¡Dios mío!... -dijo la joven en voz baja-. ¡Qué fatalidad es ésta! ¡Yo quisiera poder amarle sin que me obligase a ello ninguna consideración..., pero por fuerza!...

-Si en verdad le amáis, eso mismo debe causaros placer.

-Y es así...; pero me espanta el porvenir... ¿Sabéis que lo que aquí pasa no es ya un misterio para nadie? ¡Y sólo a mí me culpan!... Pero añaden que, al fin, concluirá por burlarse de mí; y que los amores violentos y ridículos son como los airecillos del estío; engañosos y pasajeros... ¡Si supierais cuánto daño me causan esas necias murmuraciones! Pero acabemos...; estad seguro que haré cuanto me sea posible porque Flavio no sufra; sufriré yo por él y por mí...

-No lo digáis con un humor tan sombrío...; se diría que se trata de que seáis desdichada para siempre... Si así vais a enmendaros, os pronostico mal fin...

-Peor me lo pronostico yo a mí misma...

-Adiós Mara...; ¡no olvidéis que puede pesar sobre vos una responsabilidad terrible!...

«¡Parece imposible!... -murmuraba, al mismo tiempo que Luis se alejaba-. ¡Tener que abandonarlo todo, que hacer un papel ridículo, en medio de la sociedad más murmuradora!... Si supiese que no había de olvidarme jamás..., la misma vida daría por su amor...; pero, ¿quién puede leer en el inmenso porvenir? ¡Oh!, es necesario que yo trate de conciliarlo todo, sin comprometerme tan abiertamente para con el mundo...»

Y quedó ensimismada largo tiempo, hasta que Ricardo vino a sacarla de sus meditaciones...

-¿En qué pensáis? -le preguntó, sentándose a su lado.

-¡En tantas cosas a la vez! -le respondió.

Contadme algo... ¿Vuestro antiguo amante os recordó su pasada pasión? ¿Os ha hablado de Flavio? Os advierto, Mara que empiezo a sentir unos celos crueles, y tengo por esta razón que exigiros una promesa...; desde aquel día terrible no estoy tranquilo, y parece que me siento otro hombre; no duermo, he abandonado por completo mis estudios; no puedo, en fin, permanecer así por más tiempo.

-¡Qué susceptible os habéis vuelto!... -dijo Mara, burlándose; pero en realidad le pareció notar en las palabras de Ricardo un sello de verdad que nunca había visto en él, y no se engañaba.

Al comprender Ricardo que tenía un rival que era verdaderamente amado, había sentido despertarse de improviso en su alma una inquietud devoradora. Mara y Flavio no se apartaban de su memoria, y si le fuera posible no se hubiera alejado ni un instante del lado de la joven; hubiera velado a su puerta la noche entera, y hubiera querido convertirse en un rayo de sol para saludarla el primero en su aposento. Su amor no era, sin embargo, verdadero; era una especie de envidiosa fiebre que la contrariedad había producido.

-Hablemos formalmente, Mara; yo os amo más que nunca -le dijo con una gravedad sombría-. Es necesario, pues, que os decidáis o por él o por mí... Unámonos o separémonos de una vez para siempre...

Mara vaciló. ¿Qué hacer, pues, en tales momentos? La ocasión se mostraba propicia para complacer a Flavio; pero esto no podía suceder sin perder para siempre aquel adorador de todos los instantes, al que se había acostumbrado como la anciana a pasar sin cesar sus dedos por las cuentas de su rosario.

Ya no había medio de conciliarlo todo, puesto que tendría que confesar a Ricardo que amaba a Flavio, y aquél no tardaría en divulgar por la ciudad semejante nueva; ¡y ay si Flavio llegaba a abandonarla!: su derrota sería completa... ¡Cuánto iban a alegrarse sus numerosas y maldicientes amigas!

Ricardo volvió a insistir en su pregunta.

-Está decidido -respondió Mara, por fin, haciendo un gran esfuerzo sobre sí misma-. Ya sabéis que nunca os deseché de un modo enérgico, prueba de que vuestra presencia me es grata... Vuestra amistad me es grata todavía, y siento no poder hablaros a todas horas, como hasta aquí...; pero es necesario que no os acerquéis a mí nunca en presencia de Flavio..., que frecuentéis nuestra casa todo lo menos posible... me causaríais, de lo contrario, perjuicios irreparables... Sin embargo, espero que no daréis a conocer al mundo con vuestras palabras nuestro rompimiento, y que aparentéis todo cuanto os sea posible que, si no nos amamos, es la misma nuestra amistad...

-¡Nuestra amistad!... -dijo Ricardo, mordiendo sus labios-. Conque es verdad que sólo seremos ya amigos, fríos amigos..., amigos que pueden verse sólo dos o tres veces al mes...

-Eso mismo -repuso Mara con lentitud y como si le costara un esfuerzo-. Ricardo, si no hubierais sido tan voluble otro tiempo, no hubiéramos tenido que separarnos nunca; pero habéis dado lugar con vuestras necias e insípidas infidelidades a que mi corazón se abriese a otras impresiones, y todo ha concluido... Mañana ya no nos veremos; no volváis lo menos en quince días, y si cuando nos visitéis se hallase aquí Flavio, os suplico que no me habléis.

-¡Cuán necia sois!... -exclamó Ricardo, levantándose-. Creéis que porque yo no me desmayo ni lloro con vuestros desaires os amo menos por esto... Nunca os juzgué capaz de enamoraros de ficciones groseras...; pero puede que algún día os acordéis de Ricardo.

-Lo que acabáis de decir es una impertinencia de pésimo gusto -dijo Mara con altivez-. ¿A qué vienen ahora tan dolorosos recuerdos? ¿Creéis sorprenderme con una sutileza inoportuna? Nada podéis saber, en verdad, ni de esas lágrimas que habéis soñado, ni de esos desmayos, en los que nadie más que vos ha podido ver nada de lo que os imagináis... Pero sabed, de cualquier modo, que Flavio me merece doble fe y doble confianza que vos, y que para inspirármela le ha bastado presentarse ante mí y decirme: «Os amo».

-Bendigo tan inocente creencia..., y quiera el cielo que no os salga fallida... Sin embargo, será bien no olvidéis que los leopardos no tienen fama ni de cariñosos ni de nobles... ¡Adiós! Y tened presente que aunque os viera próxima a resbalar hacia un abismo, no os tendería la mano, y que aunque murierais, no derramaría por vos ni una sola lágrima...

-Y haríais muy bien, porque vuestras lágrimas no harían más que manchar mi tumba.

-Cabeza de bronce -murmuró Ricardo, mirándola con un odio profundo, y añadió al mismo tiempo que se alejaba-: ¡Quién pudiera ser ardiente rayo para derribarte de un solo golpe!

Mara permaneció el resto de la noche pensativa y triste.

El amor acababa de vencer el orgullo, y todo su ser se resentía de tan extraña victoria.

Llegaron, al fin, para Flavio días tranquilos y serenos, si pueden llamarse así los que se pasan entre el amor y la esperanza. Ricardo no había vuelto a casa de Mara. Ésta parecía doblegarse a los caprichos del viajero como una flor de débil tallo a impulsos del viento que la mece. El tiempo, en extremo lluvioso y aun borrascoso, alejaba a los amigos de la casa, y horas y horas se pasaban en que nadie venía a interrumpir sus cariñosas pláticas, nadie a turbar sus dulces éxtasis de amor...

Por vez primera pudieron comprender entonces aquellos dos seres la dicha inmensa que proporciona un amor verdadero y profundo que se desliza sin obstáculos por el camino limpio y apaciblemente bello de la pasión sentida en el silencio y la soledad.

Si alguna vez la sombra de un pensamiento que no comprendía todavía hacía enrojecer las mejillas de Flavio; si alguna vez los cabellos de Mara, rozándose con sus cabellos, hacían latir apresuradamente su corazón, Flavio se contentaba con decir a aquella mujer a quien tanto amaba con la candidez de un niño:

-Mara..., ¿por qué me prohibís que os bese? Hay instantes en que me violento en vano por apartar de mi memoria este pensamiento; instantes en que el más leve impulso basta para que os desobedezca...; me contengo luego, sin embargo, arrepintiéndome de mi culpa...; pero ¡si supierais, Mara, cuánto cuesta a mi corazón este inmenso sacrificio!... Decidme: si un día cediese a la fuerza que me impele hacia vos en esos momentos..., ¿no me perdonaríais?

-Quizás no, Flavio...

-Dios mío, Mara..., ¡qué crueldad!... Decidme: luego, ¿qué debo hacer cuando estas tentaciones infernales me dominen?

-Alejaros de mi lado por aquel día.

Y Flavio obedecía, y Mara sonreía y se alegraba en el fondo de su corazón de hallarle tan inocente, tan puro, como no se hubiera atrevido a soñar que existiese ningún hombre sobre la tierra.

Pero, en tanto, la situación de ambos variaba, los papeles se cambiaban, si así podemos decirlo, y, sin embargo, ni el uno ni el otro se apercibían de este cambio, que tanto había de influir en su felicidad futura.

Naturalmente altivo, Flavio, aunque sin orgullo, exigente por pasión y violento por carácter, había llegado, sin intentarlo, a dominar de un modo absoluto casi el corazón de Mara. Él era, en fin, el que empezaba a mandar y ella a obedecer.

Decidida a condescender con los caprichos y las exigencias del viajero cual si tratase con un niño enfermizo y mimado, orgullosamente compadecida de aquella existencia que le pertenecía por completo, de aquella vida que podía quizá aniquilar con una palabra suya, de aquel corazón que manejaba a su antojo, ella se había acostumbrado ya a complacerle y a verle alegrarse como una joven que estrena un vestido nuevo cuando le concedía el favor que él imploraba con lágrimas en los ojos; se había acostumbrado a creer como un deber preciso no destrozar por más tiempo aquel corazón puro como el de un ángel, ni turbar con la más ligera sombra de pesar su alegría inocente, y creyendo hallar siempre en Flavio un ser que dependía de su ser, vino a convertirse en esclava suya, pronta siempre a satisfacer el menor de aquellos ruegos, que no eran, en realidad, más que mandatos.

Mara, en casa, en el paseo, en todas partes donde una mirada, una palabra indiscreta, podía levantar una tormenta en el corazón de Flavio, trataba de librar el loco espíritu del viajero de todos aquellos pensamientos que los celos despertaban a cada momento en su amante.

Vivía, en fin, intranquila y temerosa como la madre que vela incansable por la delicada salud de su único hijo, endeble y achacoso. La circunstancia más leve la inquietaba, y todo le causaba impaciencia y temor.

Desde entonces, ningún hombre podía decir que Mara le había hecho concebir la más pequeña esperanza; ya no sabía modular aquellas vacías palabras, que son lo mismo una repulsa que una muestra de simpatía; ya no quería ser tampoco la altiva reina de otros tiempos; había despedido graciosamente a todos sus admiradores; se había consagrado por entero a su amor, y se podía decir de ella que había abdicado su soberanía, y todo esto por Flavio.

Pero, ¿valía algo acaso que, por no causar el más leve disgusto al amado de su alma, huyese de todo trato y afectase una gravedad y una modestia que aparecía ridícula en aquel rostro, que siempre había sonreído a las palabras galantes y amorosas? Nada.

El pobre viajero se tornaba cada vez más celoso, y hacía de este modo más insoportable su tiranía.

Creyendo siempre sorprender miradas o gestos significativos, sus celos imprudentes se despertaban y martirizaban incesantemente a aquella desdichada.

De este modo, llegó a conocer Mara cuán inútiles eran sus sacrificios, puesto que para Flavio todo era sospechoso, y desde este momento sintió que la tristeza la devoraba, que sus sufrimientos aumentaban, y vio que sus mejillas empezaban a palidecer...; pero ya era tarde... No amar a Flavio era imposible. Ella intentaba, pues, complacerle; pero esto era quizás más imposible todavía, supuesto que él no pensaba en otra cosa que en llevarla al viejo palacio y vivir después allí solos, aislados; los perros de casa por toda compañía, y la de sus sirvientes, casi tan viejos como el mismo palacio, en donde quizás habían nacido.

Mara espantada ante su espantoso porvenir, temblaba a que llegase la hora de unir su suerte a la del viajero, y por lo mismo hallaba siempre ingeniosos medios para dilatar el casamiento con que Flavio soñaba eternamente.

-Somos muy jóvenes -le decía-; esperad siquiera a que yo cumpla dieciséis años.

Cuando resonaban todavía en sus oídos estas y otras reflexiones con que ella le entretenía, ya sonriendo unas veces, ya hablando otras con gravedad, Flavio consentía en esperar; pero al día siguiente volvía a formar proyectos nuevos sobre su próximo enlace.

-Hablaré a vuestra madre -le decía-, y ella decidirá.

-Sois un niño -le respondía la joven-. ¿No reflexionáis que si yo no quiero, mi madre me ama lo bastante para permitirme que haga en esto lo que me parezca?

Flavio se irritaba al oír esto, y añadía:

-No; vos no me amáis; en vuestra alma existe algún antiguo recuerdo que os hace vacilar entre el nuevo amor y lo que habéis amado en otro tiempo... ¡Ah, Mara, el amor que no es bastante fuerte para olvidar un pasado ajeno a él, no es amor!

Y estas quejas salían a cada momento de sus labios, y a la menor sombra que oscureciese el semblante de Mara, exclamaba irónicamente:

-¿De qué os acordáis? -y repetía esta eterna pregunta siempre que Mara quedaba algún instante pensativa o meditabunda...

Mara le decía a veces con terrible enojo:

-Sois insoportable, y creo que no dejaréis de serlo nunca... ¿Os parece esto un bello porvenir para una mujer que pretendéis unir a vuestra suerte?

-Te comprendo, mujer -respondía entonces Flavio con un acento amargo y penetrante que le era peculiar cuando sufría-, y harto sé que sólo me complaces por compasión... ¿Cómo es posible que quieras casarte conmigo? Yo te amo por inclinación, te amo con toda la fuerza de mi alma, en tanto que tú, sólo por convencimiento y condescendencia consientes en decir que me quieres. Yo aborrezco el mundo, y deseo vivir solo contigo, porque me bastas para mi felicidad; pero tú amas al mundo y rehúsas alejarte de él, porque sola conmigo sentirías consumirse tu alma de fastidio... ¿Qué hay de común entre tú y yo? Nada más que el amor inextinguible que yo te profeso... Y esto... es mucho para mí, pero para vos, humo vano...

¡Dios mío!... Flavio..., os habéis vuelto injusto y cruel..., me hacéis muy desgraciada...

-Sí -murmuraba Flavio con desesperación-; tengo la fatalidad de haceros desgraciada porque os amo como un loco, porque para mí no es nada sin vos la vida, porque deseo poseeros solo, sin que ninguna mirada pueda posarse en vos, ningún pensamiento codiciaros..., porque tengo celos hasta de los pensamientos..., sí... celos de vuestros recuerdos que me asesinan..., celos de todo..., compadecedme, Mara..., ¡os amo tanto..., tanto!... Mara, amada mía, no os irritéis por esto..., no tengo yo la culpa de que sufráis noche y día: la tiene mi corazón, que ama hasta el leve rumor de vuestros vestidos.

Y como Flavio decía esto llorando y apretando, con su ira y adoración a un tiempo, las manos de Mara entre las suyas, hacía que ella se lo perdonara todo... Encerraba al mismo tiempo para su alma tales encantos aquel loco amor... aquella poción de fuego, no manchada todavía por ningún pensamiento impuro...

Los carnavales se aproximaban en tanto y la tertulia de la casa de Mara volvía a estar animada y concurrida. Pero no fue ya un placer para ella, como en pasados días. Aunque trataba de ocultar su disgusto, era extremada su impaciencia cuando, al hablar con los que la rodeaban, veía brillar entre la sombra del estrecho corredor unos ojos de fuego que la miraban sin cesar.

Un día, un nuevo presentado, sentándose al lado de la joven, empezó a hablarla con amabilidad y galantería. Flavio, acercándose a la prima de Mara, a quien hacía confidenta de sus pesares, le dijo:

-Avelina... Llamad a Mara con cualquier pretexto, decidla que no hable más con ese hombre. De lo contrario, me acercaré a ellos y le haré ver a todo el mundo que Mara sólo puede ser mía...

-¡Flavio! -le respondió la joven-. ¿Os habéis vuelto petulante y fanfarrón?... ¿Sabéis, por ventura, si ese hombre le habla de amor? ¿Si ha soñado siquiera en semejante cosa?

-¿No le veis?

-Veo que la habla como pudiera hablar a otra; por ejemplo, como pudiera hablar a mi buena y anciana tía, nada más...

-¿También vos queréis encubrir sus veleidades?

-¡Eh..., callad, por Dios y no deliréis!... Escuchad...; tomad asiento a mi lado, que quiero haceros una pregunta...

-Ahora no, luego..., ya que no queréis avisar a Mara iré yo mismo...

-Deteneos, os lo ruego -murmuró la joven, viéndole decidido a cometer la mayor locura-; yo iré...

Y, levantándose de su asiento, dijo en voz baja algunas palabras a Mara, la que, levantándose a su vez como avergonzada, se alejó, dejando a su prima en su lugar...

Esta muda escena no pasó desapercibida para nadie, y mucho más cuando vieron al lado de la joven a Flavio con aire adusto y ceñudo. Pero ya no culpaba nadie al viajero, sino a Mara; su fama de coqueta le hacía parecerlo siempre a los ojos de los demás, aun cuando, en realidad, ya no lo fuera.

-La ama como un loco -decían los más-, y nada tiene de extraño que se desespere al ver su eterna volubilidad. Ella no puede ver a ningún hombre que la diga palabras de amor sin mentirle esperanza con sus ojos... ¿Y quién tiene paciencia para sufrir tanto?

-Pues yo creo que os engañáis en cierto modo -decía alguna rancia y envidiosa dama, con aire de adivina-. Mara se ha tragado que va a casarse con ese hombre, que dicen ser huérfano y muy rico, y se desvive por complacerle... Reflexionad que Ricardo no frecuenta ya su casa, y es que ella le ha desechado decididamente, cosa que quiere decir mucho; observadla detenidamente y notaréis que ya no se muestra ni tan coqueta ni tan alegre..., y es que quiere fingir gravedad y romanticismo como su novio...; pero creo que no va a ser pequeño el desengaño.

-En verdad -añadió otra- que no sé cómo puede haber necias que se fían de esos amantes que no saben más que aparentar melancolía, mirar al cielo y presentarse ante los demás como seres originales...

-Habéis dicho una gran verdad, y sólo por eso me hubiera alegrado que Flavio se burlase de ella, y no creáis que esto sea porque yo desee el mal del prójimo, no, por cierto; no puede haber nadie que, más que yo, se alegre del bien ajeno; pero como podía ser una buena lección para otras tontas que, como Mara, se fían inocentemente de apariencias engañosas, he aquí por qué el tal lance no sería del todo desagradable.

-Lo que a mí me parece -repuso un imberbe jovencillo- es que el tal Leopardo sabe fingir a las mil maravillas, y que no se dejará coger en la red... Pero si llega a abandonarla, como toda persona sensata debe suponer, bien empleado le está a la coquetilla...; ella le ha hecho pagar bien caro su fingimiento... ¡Oh, son muy divertidas esas luchas! Que prosigan, que prosigan, y nos reiremos del vencido.

Y se frotaba las manos el diminuto joven, mirando al soslayo a los dos amantes, que estaban lejos de acordarse de aquella caterva murmuradora.

Pero Mara, con su mirada penetrante y certera, abarcaba, no obstante, de un solo golpe, cuanto de malicioso y de envidioso se alzaba en torno suyo. Su orgullo se rebelaba entonces; pero como el ave moribunda que pretende en vano remontar el vuelo con sus débiles alas, volvía a caer fatigada y llena de cansancio.

Para ella, Flavio estaba ya sobre todas las consideraciones; él solo lo abarcaba todo, lo llenaba todo, y nada existía para ella sobre la tierra que no fuese él.

Había, sin embargo, cierto fondo de temor y de amarga tristeza en aquella osada arrogancia con que se atrevía a despreciar todo lo que tanto había respetado en otro tiempo. Velado el porvenir por una densa niebla, no podía adivinar en él más que sombras y sombras, caos profundo..., incertidumbre. Pero todo esto, tan vagamente y tan en confuso, que el sentimiento de su pasión y la necesidad de creer en el hombre que adoraba aparecían delante de su porvenir como el telón que, cubriendo el escenario, oculta a los ojos del público la nueva decoración que ha de presentarse a su vista.

El viajero, por su parte, nada veía tampoco más que sus celos y su desconfianza eterna, su cercana boda y su pasión loca, egoísta y avasalladora.

Y así proseguían amando y sufriendo, y así se pasaban los días sin esperanzas de mejorar de suerte, ni de que su posición llegase a tomar más favorable aspecto. Pero Luis velaba por ellos, y descontento de aquellos amores que comprendía llegarían a formar la desgracia de ambos, pues uno al otro se arrastrarían de precipicio en precipicio, había pensado en separarlos y trabajaba con este objeto con un afán incansable.

Luis ignoraba todo el mal que podía causar con esto en el corazón de aquella mujer, que juzgaba incapaz de hacer la felicidad de ningún hombre.

Ella empezaba a ser ahora la verdadera víctima; ella empezaba a pagar bien caros sus pecados de orgullo y sus coqueterías; coqueterías y pecados, si bien en cierto modo imperdonables, inocentes también, y nada más que inocentes.

Al menos, en medio de tantos combates y de tantas luchas, en que otras mil hubieran sucumbido, ella había salido siempre victoriosa, pura y sin mancha, como si cuantas palabras de amor resonaban una y otra vez a su oído no fueran más que humo vano o viento frío de invierno, que pasa y hiela...

Pero, ¿qué importaba?

El mundo la había juzgado ya con su fallo irrevocable, y en vano la infeliz clamaría y clamaría, diciendo que el mundo era injusto:

Nadie, a pesar de no notar en sus labios aquellas sonrisas juguetonas con que en otro tiempo halagaba a los que la rodeaban, podía olvidar su pasado, que algunos juzgaron culpable e impuro, y nadie creía en su arrepentimiento, que tachaban de hipócrita y fingido.

La maledicencia y la envidia, ensañándose en ella, habían llegado a velar día y noche sobre su reputación, manchada incesantemente por unos y otros labios asquerosos e impuros. El mismo Luis, prescindiendo de su talento claro y razonable, la creía siempre culpable y la única causa de que Flavio no pudiese ser más feliz y más razonable con ella...

Pero la pobre Mara no había llegado a comprender todavía todos los tormentos que amenazaban estallar sobre su zozobrante felicidad.

Se acercaban en tanto los carnavales, ese tiempo de locura y de desórdenes, ese tiempo en que la obscenidad y el adulterio corre y circula alegremente y sin pudor bajo una impasible careta; ese tiempo, en fin, que los más locos, después de una noche de ruido y de torpezas sin fin, despiden con gritos y silbidos, en tanto los fuegos de bengalas hacen aparecer lívidos sus ya ajados y asquerosos rostros, y al compás de un galope infernal, verdadero final de un baile y de una fiesta de demonios, aúllan y se retuercen como verdaderos poseídos.

Lo primero que hizo, pues, tan pronto llego a comprenderlo, fue prohibir a Mara que se disfrazase, pues esto le parecía una locura peligrosa y de mal gusto.

Pero pronto llegó él a familiarizarse también con aquellos diablillos de rostro de terciopelo, que ya dejaban adivinar elegantes y airosas formas, o ya murmuraban a su oído historias misteriosas que le dejaban entrever un mundo desconocido.

Mara creyó hallarle más malicioso y desconfiado desde que los bailes de carnaval animaban los salones, y sin saber por qué empezó a disgustarse viendo que Flavio oía con demasiada complacencia a ciertas máscaras que nunca le abandonaban. Sin embargo, temiendo despertar en él ideas que no conocía aún, y quizás también por un resto de noble orgullo, no hizo a Flavio la más leve indicación, contentándose con observar y sufrir en silencio.

Pero ella se estremecía siempre que veía entrar a dos misteriosos personajes que, dirigiéndose a Flavio, y como si fuese él su único objeto, le hablaban de continuo y de una manera extraña.

En vano aquéllos se presentaban siempre con trajes distintos; allí en donde aparecían, el corazón de Mara le decía al instante: «Ellos son».

Una noche, en vez de dos, aparecieron tres, y Mara tembló al percibir bajo uno de los largos dominós un pie un poco largo, pero delgado y elegante. Aquella máscara pasó, sin embargo, a su lado y pareció no mirarla siquiera; pero la joven estaba segura de que no se había engañado. Esperó, pues, con impaciencia a saber el objeto de semejante aparición, pensando con temor si, como una nube tempestuosa de verano, vendría a agitar en torno suyo alguna tormenta.

La máscara se acercó a ella, por fin, y le dirigió la palabra con voz baja. Mara fingió no conocerla.

-Es inútil tu disimulo -le contestó entonces la máscara-. Es imposible que no me conozcas, y yo no lo intento tampoco... Si te hablo en voz baja, es porque los demás -y acentuó esta palabra- no sepan que soy yo.

-Más acertado hubiera sido que no te expusieras a que pudieran conocerte, no viniendo aquí ni sentándote a mi lado... Creí que ya habías cesado de hacerme la guerra... ¿Me habré engañado?

-¿He pretendido yo alguna vez hacerte guerra? No, en verdad; sólo he querido ser amado, aunque fueron vanos mis deseos... Ahora bien: se me prohíbe la entrada aquí, se me dice: «No me habléis cuando puedan verme». Y yo, a pesar de todo, no puedo olvidarte... Aprovecho el carnaval para cubrir mi rostro y entrar como un desconocido en donde he entrado en otro tiempo como un amigo... Busco otra ocasión de poder hablarte, siquiera algunos instantes, ahora que nadie puede conocerme; vengo a pedirte algunas palabra de amistad..., como un mendigo que pide pan, devorado por el hambre... ¿También me lo negarás ahora?...

-Mal pudiera negarte estas palabras de amistad por voluntad mía, cuando aún no te he negado la amistad misma... Ahora bien: recordarás que te he pedido por favor que no me hicieras daño. Si quieres cumplir petición tan justa debes comprender que así como yo te he conocido, pudieran los demás conocerte... Idos, pues, Ricardo, o creeré que vuestra intención no es buena... Esas máscaras que hablan ahora con Flavio y que nos miran han venido con vos y me parecen de mal agüero... Idos, y dejadme en paz...

-Os hallo muy grave y muy mudada -dijo Ricardo, sin levantarse-. ¿Será cierto que una especie de monstruo horrible ha podido encontraros?

-No es cierto, cuando el monstruo sois vos y os he desechado... Dejadme, Ricardo..., no me martiricéis más.

Las dos máscaras se acercaron entonces a ellos, y una dijo en voz alta, de modo que Flavio pudiese oír:

-Me agrada veros juntos como en mejores días. ¿A qué, como las mariposas, voláis de una en otra flor, si sólo servís el uno para el otro?... Mara, por más que aparentes, nunca podrás amar a otro hombre más que aquel que primero te hizo conocer el amor, y tú, mascarita..., nunca, a pesar de tu fingida veleidad, podrás amar a otra mujer más que a Mara... ¿Os acordáis de aquellos hermosos días de verano que pasasteis alegres en el seno de la virgen naturaleza?... La huerta, llena de árboles frutales reverdeciendo a orillas del ancho río; vosotros contemplabais sus aguas tras el follaje de las higueras y hablabais de vuestros amores, viendo esconderse el sol tras de la lejana montaña... ¿Puede todo eso olvidarse? Jamás, Mara; recuerda aquellos días, aquellas escenas... Ningún otro hombre podrá ocupar en tu corazón el lugar que aquél ha llenado un día...

-Declamas muy bien, máscara -le respondió Mara con su reprimido enojo y frialdad-; pero el asunto que has elegido es malo y no encierra ninguna de la poesía ni de la belleza con que tú pretendes rodearlo.

-¡Oh, amable Mara!... No finjas enojarte porque te hable de una cosa que, en el fondo de tu corazón, te halaga; cesa, al fin, de ser coqueta, cesa de engañar a aquellos que te aman y no amas y reconcíliate con el único amante que desde tu niñez tiene elegido tu corazón.

Las máscaras desaparecieron, y Mara, previendo el efecto que aquella broma, dada con toda intención, causaría en Flavio, permaneció inmóvil y como anonadada. En otro tiempo se hubiera burlado de aquellas palabras insulsas, pero maliciosas; se hubiera reído en vez de irritarse, y cansado y aburrido con sus chanzas picantes a los que pretendían cansarla y aburrirla; pero entonces, pensativa e inmóvil, apenas se había atrevido a contestar la más trivial vulgaridad, no pensando sino en ver cómo había de conjurar la horrible tormenta que la amenazaba. Ricardo se atrevió a hablarla, y ella le contestó con un marcado desprecio. Empezaba a odiarle mortalmente.

-Adiós, Mara... -le dijo entonces-. Veo que volvéis contra mí todo el enojo que los demás os han causado... Os irrita que os echen en cara vuestra ingratitud, y por eso queréis vengaros en mí... Arrepentíos, Mara, de un proceder que todos condenan...

Mara, por la única respuesta, se levantó, y volviéndole la espalda se acercó a un grupo de amigos y no volvió a ver a Ricardo en toda la noche; pero Flavio tampoco apareció en el salón.

La joven sufría tanto que todos le preguntaban si estaba enferma.

-Un poco -respondía sonriendo-. No es más que un dolor nervioso a la cabeza. Incomodan estos dolores, aunque nada valen..., pero no creáis por eso que ya estoy rendida; pienso bailar todo el resto de la noche, y con esto todo pasará pronto.

Y bailó, en efecto... Estaba desesperada y coqueteó de nuevo. Su alegre sonrisa podía juzgarse histérica, y sus ojos, un poco hinchados, estaban rodeados por un círculo azul y sombrío. En aquellos momentos era digna de compasión la pobre Mara.

A la siguiente mañana apareció Flavio, pálido; también demacrado... Podría asegurarse que había pasado largas horas de insomnio; pero en vano esperó Mara que la recordase la terrible escena, y esto la causaba una inquietud más terrible que todas las inquietudes de la tierra juntas.

Cansada de sostener conversaciones indiferentes, que él parecía buscar con predilección, trató de cortarlas, permaneciendo en silencio; pero Flavio, pasado algún rato, cogió fríamente su sombrero para marcharse... la joven palideció de tal modo que Flavio no se atrevió a atravesar el umbral de la puerta.

-¡Flavio! -murmuró entonces Mara con una voz que indicaba extrañeza y amargo dolor-. ¿Ya habéis dejado de amarme?

-¿A qué me hacéis una pregunta inútil? ¿Por humillarme quizás? Dejar de amaros... ¿No sabéis que eso es imposible?

-¡Imposible! -murmuró Mara con una amargura intensa, pero se contuvo temiendo ver estallar de improviso la cólera de Flavio.

Éste seguía, en tanto, impasible y próximo a la puerta.

-Flavio -le dijo Mara sin poder contenerse-. ¿Qué tenéis hoy? Jamás os he visto tan frío..., tan...

-¿Os pesa de ello? -le preguntó el viajero con cierto sarcasmo.

-¿Cómo no? -repuso Mara con gravedad-. ¿Por ventura sois para mí un extraño?

-En verdad que no... Soy para vos un ser muy querido, ¿no es cierto? Como que me habéis aceptado quizás como un entretenimiento constante, que sabíais no había de faltaros nunca.

-Flavio -dijo Mara, dejando caer la labor que tenía sobre su regazo y cruzando sus manos-, ¿qué palabras son las vuestras? ¿Qué pretendéis? Hablad de una vez y concluyamos... Hoy no sois el Flavio de ayer... Nuestro lenguaje debe ser, pues, distinto... Hablad...

-El Flavio de ayer es el Flavio de hoy, será el de mañana... Si acaso el destino o la fatalidad hiciesen dirigir mi rumbo hacia otro camino, Flavio no sería por esto culpable... La honra de un hombre es sagrada, y él mismo no tiene derecho a echar sobre ella una mancha eterna... Ni tampoco yo os culparía por lo pasado; no ha dependido de vos ni de mí el que yo llegase tarde.

Mara se levantó rápidamente de su asiento, y cogiendo a Flavio por una mano, le atrajo violentamente hacia el sofá.

-Decidme lo que significan esas palabras que acabáis de pronunciar -murmuró con voz reconcentrada-. ¡Oh! -añadió-. Lo presentía mí corazón... Las grandes felicidades no pueden ser duraderas... Hablad, Flavio..., yo os lo ruego. Hablad.

-Nada tengo que deciros, puesto que lo adivináis...

-Flavio... Flavio... Hablad.

-Ni una palabra... ¡Básteos saber que ya nada ignoro!...

-¿Qué es lo que no ignoráis...? Hablad, que me volvéis loca... ¡Ah!... ¿Qué me ocultáis? ¿Va a hacer que dejéis de amarme...? Sí, lo comprendo..., ¡y no queréis decírmelo!... ¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡Qué desgraciada soy!

Mara rompió en un mar de llanto... Su dolor la ahogaba; acababa de ver a la fatalidad asomar su pálida cabeza por el rosado horizonte de su esperanza y de su amor.

Flavio, duro como una roca en un principio, se postró de rodillas ante ella, exclamando:

-Mara... Mara... Amada mía... ¡Júrame que no es verdad; júramelo..., y habrás arrancado el puñal clavado en mi corazón!...

-Juro... juro... -dijo Mara con entereza-, juro que todo es una calumnia infame. ¿Qué pudieran deciros de mí, siendo cierto, que os hiciese dejar de amarme? Pero, y vos, ¿por qué escucháis al primero que se os acerca para ultrajar a la mujer que amáis? Si en este instante no juráis, Flavio, os hubiera despreciado como indigno de arrastraros siquiera a mis pies...

Flavio permaneció algunos instantes como humillado, pero luego dijo:

-Mara, no me insultéis... Cuando debierais compadecerme... ¡Si supierais!... Me han ofrecido pruebas...: «Lo veréis -me han dicho- con vuestros propios ojos». ¿Y qué queríais que yo hiciera? Acepté porque deseaba ver esas pruebas... ¡Y las veré Mara! La duda es un infierno... ¡Yo no puedo vivir en esta horrible incertidumbre! ¿Por qué me habrán sacado de mi ignorancia? Yo hubiera vivido entonces feliz con vos, como si fuerais pura y sin mancha...

-¿Qué? -dijo Mara, levantándose pálida como un cadáver-. ¿Se habrán atrevido...?

Flavio la miró algunos instantes con extraña expresión; después, aproximándose a ella, exclamó:

-¡Cuán pálida os habéis vuelto... y cuán asustada os mostráis! ¿Sabéis lo que quiere decir esto?

-¿Qué? -preguntó Mara más inmutada al escuchar el acento iracundo que Flavio dio a la frase.

-Esto quiere decir... ¡que es verdad!... «Habladle de ello -me dijeron- y la veréis temblar... y por su emoción podréis adivinarlo todo». Y he aquí que cada vez os mostráis más espantada, más sobrecogida... más temerosa y... avergonzada quizá.

-¡Silencio!... -dijo Mara con ahogado acento-. ¡Salvaje..., mil veces salvaje!... ¡No digáis una palabra más...!

-¡Oh! Después que me habéis engañado infamemente queréis que calle... Después que todos los que os rodean se han burlado del pobre ignorante, después que intentabais echar sobre mi frente el borrón más ignominioso, queréis que enmudezca y no os recuerde vuestra infamia y el horrible daño que me habéis hecho... Sí, os lo repito; sois infame, mil veces infame y sin conciencia y sin fe... No beséis mi frente -me repetíais-, no se besa a las mujeres a quienes se respeta... Y en tanto, otro hombre que ni os amaba ni respetaba gozaba a manos llenas de vuestras caricias más impuras...

-¡Dios mío! -murmuró Mara aterrada-. ¿Quién será capaz de decir que no hay infierno? ¿Estas calumnias que yo no puedo vengar quedarán sin un eterno castigo?

-No tratéis de enternecerme con vuestra hipocresía; no, Mara..., a pesar de esto, yo os amo y seguiré a vuestro lado hasta que pueda al fin huir para amaros menos, ya que no pueda olvidaros. Confesádmelo, pues; esto será menos humillante para mí y más honroso para vos... ¿Quién sabe si os perdonaría? Me han dicho que esas debilidades humanas, que no conozco aún, son tan fáciles como frecuentes, para desgracia vuestra. Hablad..., hablad...

-Idos..., idos... -repetía Mara incesantemente y sin valor para defenderse ni pronunciar una sola palabra más.

Aquella espantosa calumnia, que en un corazón tan crédulo como el de Flavio era ya peor quizás que un hecho consumado, la había dejado completamente anonadada, y Flavio, con sus palabras de desprecio, contribuía a aumentar su angustiosa posición, y si no le amara con toda la intensidad de su alma se hubiera alejado de él para siempre; pero, aun a pesar de tanta dureza, de tantos insultos, Mara no se atrevía más que a pronunciar débilmente, y entre las angustias de su inmenso dolor, aquella palabra: -Idos-, que él no escuchaba siquiera. El orgullo de Mara se había disipado como humo vano, y ya no sabía más que sufrimiento y amargas lágrimas...

-¡Ni siquiera tenéis valor para confesar o para seguir mintiendo!... Mara... Mara... -añadió en el colmo de la desesperación-. ¡Responded, Mara; hablad -prosiguió-, defendeos! ¿No veis que me estáis matando?

Entonces Mara, la orgullosa Mara, comprendiendo que Flavio aún podía llegar a creer en su inocencia, se arrodilló ante él y juró por cuanto existía de sagrado en el universo que era pura e inocente... Flavio llegó casi a creerla; pero era ya imposible que la duda desapareciese por completo de su corazón.

Así prosiguieron, entre lágrimas, entre dudas y desesperación, por espacio de muchos días, sin que su mal se mitigase... Por el contrario, aumentaba cada vez más, y la madre de Mara empezaba ya a inquietarse por la salud de su hija. La vieja María, por su parte, después de intentar en vano calmar tan desesperadas luchas, se contentaba con llorar en silencio con su querida hija, a quien, sin embargo, como todos, culpaba.

Llegó el martes de carnaval, y Flavio vino a rogarle a Mara que no asistiera al baile.

-Estoy ya comprometida con mis amigas -le respondió.

-¿Qué importa? -dijo Flavio-. ¿Os interesa algo el mundo?

-Flavio, no me exijáis tal cosa: os lo ruego... Ya sabéis que no bailaré, y es más, me retiraré pronto... Pero no ir... ¿qué dirán? Es necesario recordéis que aún no tenemos derecho para desafiar las murmuraciones de los hombres...

-Mara..., os lo pido por lo que decís que me amáis... ¡No vayas al baile, amada mía!... Hoy va Ricardo; lo sé. Volverá a hablarte, y yo sería capaz de cometer una imprudente locura... Además..., te lo agradeceré tanto... ¡Tú no puedes comprenderlo todavía!...

-¡Bien! -dijo Mara con la resignación de una mártir-. Pero vos iréis; es necesario que os vean allí la noche entera, que no os alejéis del salón un solo instante.

-¿Por qué tal exigencia? -repuso Flavio frunciendo el ceño.

-¡No penséis ya mal! -dijo Mara-. Mamá tiene hoy que ir precisamente al baile acompañando a mi prima, que tiene a su madre ausente. Yo tengo que fingir un fuerte dolor de cabeza y quedarme en cama, y si no os viesen en el baile creerían que esto no había sido más que un pretexto para ocultar una falta... Creerían que vos me acompañabais...

Os comprendo, Mara... Tenéis razón; yo iré al baile.

-¡Y os divertiréis...!

Divertirme sin vos... ¡Qué injusta sois! Ya sabéis lo que haré.

-Yo...

-Sí; lo sabéis como yo mismo... Entrar y sentarme y no hablar con nadie; ver cómo aquel hormiguero de locos bulle y se revuelve en torno mío; salir a respirar un aire más puro y volver a sentarme para reírme de nuevo de los hombres que se dicen civilizados, y pensar en vos, cuyo recuerdo será lo único que pueda hacerme soportable noche tan infernal y temible.

Llegó la noche, y Mara, pretextando una ligera indisposición, rogó a su madre que la dejase quedar en casa, y que no por esto dejase ella de acompañar a su prima. La pobre madre, tan ignorante como siempre de todo, consintió, aunque con el pesar de dejarla enferma; Mara pudo cumplir así el capricho de su exigente e inconsiderado amante.

- XXXIV -

Era aquella noche una noche cruda y fría, y Mara y la vieja María la pasaron sentadas al fuego de la chimenea hablando de Flavio.

-Debes acostarte ya, Mara -le decía esta última a la joven, que, inmóvil, contemplaba con aire triste y distraído el rojo fulgor de las llamas-. Si viniesen y te hallasen a pie no creerían en tu mal.

-Mamá nada sospecha; ya lo sabes.

-Mi señora nada sospecha, es verdad; pero, ¿puedes adivinar las personas que vendrán acompañándolas? En verdad, Mara, que ya no debes retardar más tu enlace con Flavio... Habéis hecho comprender demasiado al mundo los secretos de vuestro amor, y este mal no tiene ya otro remedio que el casamiento, que haga enmudecer las bocas de los maldicientes...

-Demasiado lo sé, María... ¿A qué me atormentas más? Pero tú no puedes comprender nunca ni mis temores ni mis dudas... Casarse... Y bien, esto es muy fácil de hacer; pero, ¿y quién desata después esos lazos indisolubles?...

-Aunque no comprenda los misterios que oculta tu pobre corazón, hija mía, no ignoro la intensidad de tus pesares, y yo, tal vez, tanto como tú, temo y deploro el porvenir... Flavio es celoso y desconfiado, y él me ha asegurado un día que no admitirá un solo hombre a su servicio, y que si su propio padre viviera, él no podría confiar aun en su padre... ¿Quieres más locura, más fanatismo? Tendrías que vivir, pues, sola en compañía de sus galgos y demás perros de caza; te llevará a contemplar las estrellas a medianoche y te hará tocar el piano cuando el primer rayo del alba asome en el cielo... Todos estos proyectos me los ha comunicado él, con gran espanto mío, y yo traté en vano de disuadirle de estas locuras, convenciéndome al fin de que todo era inútil, hija mía. Pero ¿qué hacer? Está ya comprometido tu porvenir y no se puede desafiar al mundo impunemente. Tú debes casarte ya, antes hoy que mañana, y resignarte a sufrir tu suerte... ¿Quién sabe? Todo muda en este mundo, y puede que llegue un día en que, convencido de que hace así tu desdicha, varíe en su modo de pensar y sea razonable, como la mayor parte de los hombres...

Mara movió lentamente su cabeza, en tanto seguía con su mirada la pálida llama que empezaba a apoderarse de un grueso y seco tronco de roble, que parecía resistirse a sus caricias abrasadoras.

-No desconfíes, Mara; cuando de un modo tan extraño ha llegado a encadenarse tu suerte con la de ese hombre, es prueba de que otra cosa no te conviene. Espera y no te desesperes en vano...

En aquel instante la campanilla de la puerta sonó tan fuerte que las dos mujeres no pudieron menos de estremecerse...

-¡Jesús!... ¡Santa Madre de Dios!... -murmuró la anciana-. ¿Quién puede llamar de este modo? Veamos...

Y saliendo a abrir. Mara vio entrar pocos instantes después a Flavio en la estancia.

-¡Flavio! -exclamó poniéndose en pie y palideciendo-. ¿Qué es esto? ¿No sabéis que acaban de dar las doce?

-¡Mara..., querida santa mía!... -exclamó Flavio arrojándose a sus pies y besando sus rodillas-. ¡Cuán feliz me has hecho hoy!... No has ido al baile al fin, y me dijeron... Se habían atrevido a asegurarme que irías...; pero he aquí que tú les has desmentido porque estabas inocente, ¿no es verdad? ¡Tú has complacido al hombre que te ama y has dado así un mentís a los que te infamaron! ¡Malditos sean y bendita tú mil veces!... Bendita... Bendita.

Mara pudo comprender entonces todo el amor que la profesaba Flavio y cuánta angustia causaban a su pobre corazón las calumnias con que pretendían apartarle de ella, extinguir el ardiente amor que la profesaba. Entonces, como él le decía muchas veces, le tuvo lástima, le perdonó tanto como la hacía sufrir por sus caprichos, y casi nos atrevemos a asegurar que estaba por agradecérselos. En efecto: ningún otro hombre que la amara menos sería capaz de sentir los terribles celos ni de mortificar tan incesantemente a la mujer que amase; él solo podía hacerlo, porque ninguno podía sentir como él, ninguno; tener por única dicha, por única felicidad en la tierra una mujer y nada más que una mujer...

-Flavio -le fijo al fin, después que se hubieron hecho, como de costumbre, mil protestas de amor-, volved inmediatamente al lado de vuestros compañeros... Estoy segura que, a pesar de que pretendisteis engañarlos diciéndoles que ibais a otro sitio, ellos no lo han creído, y no sabéis aún lo terrible que pueda ser esto para mí...

-No, Mara; nada sabrán; pero, en fin, me voy, no quiero que digáis que no soy obediente y que no me sacrifico también por vos... ¡Ah, Mara, amada mía!, ¿por qué no consentís en nuestro enlace, y que de una vez para siempre se acaben estas luchas?

-Bien Flavio...; pero, ¿y vuestras locuras? ¿Creéis que puedo yo sufrir tranquila que me ofendáis con pensar que os ofendo?...

-¡Oh, no! No sería eso lo peor... Lo pasado, Mara... Vamos, no pensemos en esto...

-Sí, Flavio, pensemos; el día que nos uniésemos para siempre tendríais que jurarme, por el Dios de los cielos, que vuestra fe en mí era ilimitada y que ya no podríais dudar ni de lo pasado ni de lo presente; sería necesario, en fin, que yo comprendiese que sentíais todo esto; de lo contrario, ¿cómo sería posible que pudiese cobijarnos un mismo techo?... ¿No comprendéis que esto sería peor que la muerte? Ni vos ni yo podríamos estar contentos... ¿Y quién sabe, Flavio, si concluiríais por cometer un crimen?...

-Tenéis razón -dijo Flavio con acento sombrío-. La duda es el infierno...; pero yo llegaré a creer en vos. Sí; ya creo, Mara. La prueba que esta noche me habéis dado, ¡oh Mara!, vale un mundo; es la felicidad... Seguid siempre así; dadme de continuo pruebas como ésta y habrán desaparecido nuestros pesares.

-¡Cuán niño sois! ¿Causan siempre en vos las grandes pruebas un mismo efecto?

-Tal vez, no -repuso-; pero ¿a qué, si estoy contento con la presente felicidad, venís a levantar el velo para descubrir que nada vale quizás?... Nada, no hablemos ya de otra cosa que de amarnos... Prometedme que me dejaréis hablar mañana a vuestra madre...

-Sí, Mara; dejadle que le hable -dijo la vieja María-. ¿A qué aguardar más tiempo?

-Deliráis -dijo Mara, estremeciéndose-. ¡Mañana!...

-Sí; mañana, mañana -repuso Flavio-. Sí, consentid... ¡Cuán felices, Mara!... ¿Para qué queréis esperar más tiempo? Vivir siempre entre zozobras, entre sobresaltos, y todo inútilmente... Adiós, Mara; mañana hablaré a vuestra madre...

-Tienen que pasar aún algunas horas antes que hagáis semejante cosa; yo os conozco y sé que pasan por vuestro pensamiento ráfagas de viva lumbre y de ardiente fe que desaparecen pronto... Si así no fuera, ¿hubiera yo rechazado lo que tanto como vos deseo?... Pero idos, por piedad... ¡Dios mío, si supieran que habéis estado aquí a estas horas!... ¡Idos, Flavio, y ya hablaremos más despacio mañana!...

-¿Qué os importa ya el qué dirán? Mara, estoy por quedarme al lado vuestro para comprometeros formalmente y hacer de modo que no podáis ya decir que no por más tiempo...

-¡Flavio!... -murmuró la joven palideciendo ante tan terrible idea, pero tratando de disimular su temor-. ¿No comprendéis que, ni aun así, sería eso ni para vos ni para mí honroso? ¿Queréis que puedan echaros en cara que vuestra esposa ha faltado a sus deberes, aunque esto hubiese sido con el mismo que le ha dado su nombre? ¡Adiós! -le dijo cogiendo su mano y llevándole hacia la puerta-. Mañana hablaremos con mucha formalidad y decidiremos esa difícil cuestión favorablemente, según espero... ¿Dudáis?... ¡Vamos!... No seáis tan niño como de costumbre y bajad presto... ¡Bien! Os lo agradezco, Flavio... Os amo más así, cuando sois dócil... Escuchad: tomad un camino opuesto para que nadie pueda conocer a dónde habéis ido... ¡Adiós!...

Flavio salió por fin de la casa y dispuesto a hacer cuanto Mara le había mandado. Sin embargo, pocos pasos habría andado, cuando vio a un embozado que parecía querer ocultarse a sus miradas y que despertó de nuevo en su espíritu terribles sospechas. Detúvose algunos instantes indeciso, dudando si debía seguirle o si volver al lado de Mara y conocer el misterio que, digámoslo así, encerraba en aquel sitio y a aquella hora aquel hombre, que parecía recatarse a todas las miradas y, más especialmente, a las de Flavio; pero viéndole desaparecer por una calle opuesta, él siguió, por fin, su camino, aunque con la duda en el corazón.

«¿Quién sabe? -se dijo al fin-. ¿No hay en esta calle más mujeres jóvenes que Mara? Hay muchas veces apariencias engañosas que atraen sobre las imaginaciones crédulas desgracias inevitables... Desechemos, pues, sospechas importunas... ¿Por qué dudar de Mara, cuando no ha ido hoy al baile, cuando he visto claramente que ellos la habían calumniado, cuando casi me ha ofrecido que hable a su madre? ¡Oh, no, pobre santa mía! ¿Por qué dudar de ti, hoy que me has hecho tan feliz?... ¡Si yo pudiera saber que no existen en tu memoria recuerdos eternos e indelebles!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío! Apartad de mi imaginación pensamientos tan crueles... ¡Que yo pueda creer al fin..., creer siempre!»

Pensando de este modo entró en el baile, en donde lo esperaba Luis en compañía de otros amigos.

Juzgando todos estos a Flavio víctima de una pasión loca e inspirándoles un verdadero interés, había cada cual conspirado por su parte para arrancarle del precipicio, y tenían reservado para esta noche el golpe más certero y decisivo.

Creyendo firmemente que Mara era culpable y Flavio inocente, ninguno había dudado en ponerle de manifiesto sus dudas respecto al pasado de la joven ni en acumular todas las pruebas posibles o todas las peligrosas apariencias que pudieran probar sus culpas de que la pobre Mara se hallaba inocente.

La mayor parte de los amigos son, en verdad, muy oficiosos en casos semejantes; sobre todo, cuando nada particularmente les atañe. La conciencia anda por ellos muy alta en ocasiones semejantes, y creen cumplir con un deber rompiendo las cadenas en las cuales se hallan alegremente presos aquéllos a quienes tienen lástima, y que si alguna vez derraman lágrimas, que el mundo está siempre dispuesto a perdonarles, no hacen más que añadir con esto un episodio más en la lista de su aventuras y una ilusión menos en el libro rosado de sus esperanzas.

-Eres incorregible... -le dijo uno de ellos al verle-. ¡y bien! Creerás que has ganado..., ¿no es cierto?

-¿Cómo no?... ¿La veis aquí, por ventura?

-¿Lo creéis así en verdad?...

-¿Qué si lo creo?... Es inútil que os esforcéis en calumniarla; ella no ha venido hoy al baile...; pero, ¡por lo más sagrado que existe en la tierra...!

-Basta, basta. Cuando así lo afirmas, ya no dudamos que debe constarte de una manera innegable... No ignoramos de dónde vienes en este instante...

-¡Mentís!

-¡Bah!, no te pongas tan encendido... Es necesario que te acostumbremos a no ruborizarte de esas cosas; no puedes vivir así entre nosotros... ¿Qué importa que vengas de su lado?

-Y bien. ¿Qué importa? -repuso Flavio exasperado-. ¿Quién puede tomarme satisfacción por ello?

-¡Oh! Nadie en verdad, al menos de los presentes...; pero ¡quién sabe si entre los ausentes...! ¿No has hallado a nadie cuando saliste de su casa? Ricardo te siguió tan pronto te ausentaste del salón; el porqué, pregúntaselo...; pero él nos ha asegurado varias veces que, si quisiera, no le hubiera sido difícil que la puerta de la casa de Mara se hubiese abierto para él, así como se ha abierto para ti...

-¿En dónde está ahora Ricardo? -exclamó Flavio-. Es necesario, al fin, que él y yo tengamos una explicación.

-¡Qué necio eres! -le dijo Luis-. ¿No te he advertido mil veces que ésa sería una insigne torpeza? ¿Temes tanto al ridículo, te zahiere tanto el que te digamos que te engañan y luego quieres ir a batirte con un hombre como Ricardo?... ¡Vergüenza!

-¡Nunca debe ser vergüenza el vengar una ofensa!...

-Véngala, pues, en Mara... Los hombres nos hallamos siempre dispuestos a recibir... Ellas son las que no deben ni aun prometer.

-¡Vengarme de ella!... Pero si la amo... Si no es cierto que me haya ofendido... ¡Si me ha jurado que todo era un falso engaño!... ¡Oh!, dejadme o seré capaz de vengarme en vosotros mismos... ¿Por qué os habéis empeñado en destrozarme el corazón?

-¡Eres un loco que no tienes vergüenza ni mereces compasión! -le dijo Luis con enojo-. Reniega, pues, de nosotros y de tu honor y síguela. ¡Nosotros te abandonaremos! Una chiquilla que cuenta treinta y cinco amantes por lo menos; una mujer que Ricardo se alaba..., en fin..., llegará... ¿Quién sabe de lo que es capaz una niña aturdida y sin corazón?

-¡Dios mío..., Dios mío!... -murmuró Flavio, dejándose caer con desesperación, en tanto el ruido de las máscaras y de la orquesta resonaba con estrépito en torno suyo-. ¡Y bien, dejadme, pues! -les dijo-. ¡Desgraciado o no, yo no necesito a nadie para reír o llorar!

Sus amigos se ausentaron y Flavio quedó solo con su desesperación.

Pero bien pronto dos máscaras, cuyo escotado y elegante traje dejaba percibir un cuello torneado y alabastrino, vinieron a importunarle con su conversación seductora. En vano él trató de despedirlas con ásperas palabras y modales bruscos y llenos de un salvaje desprecio; ellas, tomando asiento a su lado, le asediaron, haciendo resonar en sus oídos su armoniosa voz. Cuando Flavio se levantó, se cogieron de su brazo, asegurándole que no le abandonarían, y él hubo de creerlo y ceder ante tan dulce y encantadora terquedad. ¿No eran mujeres, al fin, las que así se empeñaban en consolar su tristeza?

Sus labios finos y del color de las rosas se dejaban ver bajo el delicado tul que los cubría; sus hermosos ojos negros parecían despedir rayos brillantes a través de la careta del blanco raso, harto indiscreta, en verdad, y sus brazos torneados, que se apoyaban con suave fuerza sobre los de Flavio, le mostraban provocativos su blancura mate y su perfecto y bello contorno. Flavio no pudo mostrarse insensible a tantas gracias.

Dejóse arrastrar, al fin, por la fuerza de sus pasiones; Mara desapareció por un instante de su memoria, y llegó un momento en que vio con sentimiento cómo la noche terminaba, y con la noche sus placeres; ya no faltaban más que dos horas para concluirse el baile y estaba inquieto.

Sus amigos, que desde lejos le miraban, se complacían ya en verle preso en las redes que le habían tendido, y se decidieron a consumar la obra.

-Vamos -dijo Luis rápidamente, al pasar cerca de una de las elegantes máscaras, quien respondió con un signo afirmativo.

-Te dejamos -le dijo entonces a Flavio, que hablaba con la otra máscara, hermosa y llena de provocadores encantos-, es ya muy tarde...

-¡Tarde! -repuso Flavio, apretando suavemente los brazos de la joven-. ¡Tarde!... No lo creáis... Mi reloj anda adelantado, y mirad: son las dos y minutos...

-Te engañas -contestó la máscara mostrándole a su vez un pequeño y lindo reloj; son las tres y minutos... Tu reloj, por esta vez, es un loco de atar que camina, sin embargo, muy lentamente. Tenemos, pues que dejarte...

-Pues lo siento -contestó Flavio, sin dejarlas marchar-. ¿No habría nada -añadió- que os hiciese permanecer en el baile siquiera una hora más?

-No; pero sí habría medio de que no nos separáramos si no estuvieras enamorado...

-¿Cuál?

-El que nos siguieras, prometiéndonos permanecer en nuestra compañía hasta que el toque del alba sonase en las campanas de la catedral...

-¿Nada más que eso?

-Y que no nos rehusaras nada de cuanto te pidiéramos...

-Eso es ya demasiado...

-No será nada que pueda hacerte daño; al contrario, tú te alegrarás, por último, de habernos seguido... ¿Consientes?

-¿Y para eso -repuso Flavio- era menester que no estuviese enamorado?

-¿No comprendes, pues, que tu amada te reprocharía una infidelidad?

-Infidelidad... -murmuró Flavio, pensativo-; no lo comprendo... Yo no dejaré de amarla aun cuando os siga.

-Más valiera que no fuese así... ¿No desearías curarte de tu pasión?

-Quizás... sí...

-Pues anda, que, como suelen decir, todo pasa. Has sido un necio hasta hoy, y te prometemos iniciarte en los misterios de la vida y enseñarte a olvidar un amor ingratamente correspondido.

Flavio se dejó arrastrar por aquellas dos mujeres, cuyo lenguaje le había ido pareciendo cada vez más libre e incomprensible al mismo tiempo, y sus amigos le siguieron triunfantes a alguna distancia.

Habían conseguido arrastrarle hasta el lodazal de la lascivia para despojarle de su santa pureza, creyendo que sólo así podría curarse de su pasión y ser al fin un verdadero hombre...

Y, en efecto, después de aquella noche, Flavio apareció regenerado; cuando la luz del nuevo día vino a iluminar su frente, la mujer apareció a sus ojos como un ser degradado, débil e imperfecto, y la virtud no fue para él más que un problema.

Cuando se presentó ante Mara, la joven se estremeció, creyendo notar algo de repugnante en su rostro.

-Vengo a deciros -exclamó en tono áspero, después de tomar asiento al lado de la joven- que ya no puedo creer en vuestra virtud.

Y añadió ciertas palabras con las cuales no queremos manchar estas páginas.

Mara se levantó temblando de su asiento y mirándole con los ojos espantados.

-Nada -añadió Flavio-, no os molestéis... Como esto sería perjudicial así para vos como para mí, como es lo cierto que yo os mataría si llegase a saber que, en realidad, me habíais engañado, nada os exigiré...

-Idos, idos para siempre Flavio... -repuso la joven aterrada-. Ni una palabra más..., ni una sola... ¡Como todos, al fin!... Yo juraría que ya no ignoráis lo que es el vicio...; alejaros y no manchéis mi nombre con vuestros labios impuros...

-Y bien... -dijo Flavio, imperturbable-, ¡los niños llegan a ser hombres! Si os pesa de que ya no sea un necio, ignorante de todo, razón de más para que yo me alegre de ello; así no podré ser más vuestro juguete.

-Salid, Flavio -repitió Mara, convulsa-. Salid para no volver más... Ahora que sois tan sabio, id a prosperar en la virtud lejos de los criminales...

-Pues bien -dijo Flavio con duro acento-; me voy, y no volveré a veros sino cuando os ame menos..., porque aún os amo y no dejaré nunca de amaros... ¡Rogad a Dios que os perdone todo el mal que me habéis hecho..., y adiós!...

Se acercó a ella en este instante, y sin que pudiera impedírselo la besó frenéticamente, apretándola contra su pecho...

-Mara -le dijo al fin, con la desesperación pintada en su rostro-, me voy lejos de vos... Si sigo amándonoos como hasta aquí, Flavio dejará de existir. Si puedo amaros menos, volveré...

Y se alejó.

Mara le esperó en vano un día tras otro día; le parecía imposible que le hubiese perdido para siempre, y aunque con el corazón destrozado, ella no cesaba por esto de amarle y de soñar con su vuelta.

Pasados algunos años, un antiguo conocido de Mara, que hacía algún tiempo se hallaba viajando, apareció de improviso en su casa. Mara le recibió con glacial frialdad.

-¿Cómo tan pronto habéis vuelto de vuestros viajes? -le preguntó la madre de Mara

-Asuntos de familia -le respondió-. Pronto volveré a marcharme, porque me caso.

-Me alegro -dijo Mara con la misma frialdad que hacía tiempo se notaba en todo su ser.

-¿Sabéis quién acaba de venir también conmigo en compañía de su esposa?

-¿Quién?

-Una antiguo conocido vuestro... Ella es vieja y horrible, pero tiene ocho millones de capital y él no ha vacilado en vender por ella su libertad. Una pobre niña víctima suya, que le esperaba creyendo casarse con él, se ha suicidado con su pequeño hijo al saber la infausta nueva. ¿Qué queréis? Cosas del mundo...

-Pero escuchad, Ricardo -repuso la madre de Mara, viendo que aquél se disponía a marcharse-: no nos habéis dicho el nombre de ese antiguo conocido nuestro..., ni el de la infeliz víctima...

-¡Ah!, ¿no os lo he dicho? La víctima ha sido Rosa, la de la posada nueva y el seductor, Flavio...

Mara rogó a su madre desde aquel día que se retiraran a vivir a la pequeña quinta, y allí pasó parte de su juventud complaciéndose en recordar como un hermoso sueño cierta imagen que algún día había pasado ante ella sonriendo para no volver más.

Flavio, por su parte, quedó muy pronto dueño del inmenso capital de su mujer y habitando su viejo palacio de Bredivan, en donde se cuenta que hacía una vida verdaderamente oriental.

Por lo demás, cuando sus amigos hablaban de lo pasado se reía a más no poder y aseguraba que en sus primeros años había sido el muchacho más inocente y más necio del mundo.

-Dios tenga en descanso a la pobre Rosa, que tan aprisa se empeñó en morirse, y haya convertido a la coquetilla y sutilísima Mara, que hubo de volverme loco con sus gracias... Pero, amigos míos, no creáis que miento; aquí en donde me veis, esas pequeñas historias me han causado sus disgustillos en otro tiempo... No me arrepiento, sin embargo, y nunca está de más una historia para contar en la vejez...