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Capítulo XIV

El entierro

Des ouvriers portèrent le corps. Aucun prêtre

ne l'accompagna.


Goethe



Fausto descansaba en su sueño eterno.

Más blanco su rostro que la arena, más frío que las olas que se rompían a corta distancia, más solitario y desamparado que el negro peñón que se levanta como sombrío gigante en medio de aquella playa solitaria, así el pobre niño cuando el espíritu abandonara su cuerpo.

Los pescadores llegaron allí; Lorenzo besó el cadáver de su hijo, le inundó de lágrimas; pero aquel cruel dolor, aquella intensa amargura debía aumentarse, no se había colmado aún el cáliz de su agonía.

Los pescadores juraron por su alma que Fausto había muerto endemoniado; Lorenzo, cuya crédula imaginación estaba exaltada por su desgracia, no tuvo valor para sostener lo contrario y no supo más que llorar, implorar de aquellas duras entrañas; la superstición es lo más despiadado, lo más intolerante que conocemos, es el egoísmo llevado a su último extremo, y la superstición se encargó de decir al desdichado marinero:

-No, por nuestra vida, tu hijo no entrará en la iglesia. ¿Quieres que después, en las altas horas de la noche y envuelto en su mortaja, salga de la tumba y cruce ante nuestras cabañas y eche al pasar un mal de ojo a nuestros hijos? Llevémosle a un sitio donde nadie pueda saber que está allí; después, a la noche, cuando todo esté callado, cuando repose todo en la oscuridad, nosotros iremos, le llevaremos oculto y le echaremos al mar... ¡El mar no devuelve nunca el cuerpo de los endemoniados!

-¿Y adónde hemos de ocultarle durante el día? -preguntaron algunos.

-La abandonada cabaña de Teresa es sitio seguro -respondieron.

-¡Pues marchemos!...

Y el silencioso y despiadado cortejo se puso en marcha hacia la solitaria cabaña; nadie, ni el mismo Lorenzo, se atrevió a interrumpir el religioso silencio con que los marineros seguían su cautelosa marcha; la mañana estaba clara y trasparente y la naturaleza se regocijaba con la luz.

Estaba desierta la cabaña, fría, triste, a pesar de que el sol la iluminaba con uno de sus rayos más hermosos.

Todavía se veía en el suelo el pobre lecho de paja en que tantos hermosos sueños sonrieron a Esperanza y en donde tantas amargas lágrimas había derramado Teresa. Los marineros depositaron sobre el abandonado lecho la carga maldita y fueron alejándose poco a poco de aquel recinto de muerte. Fausto quedó allí, solo, abandonado sobre el lecho que tantas veces había impregnado Esperanza con su casto perfume..., pero él ya no podía percibirlo..., ¡era ya tarde!...

¡Dios mío! ¡Qué rodeada de melancolía aparece siempre esa tardía felicidad con que la casualidad o la fortuna nos brinda cuando no podemos gozar de ella!... ¡La gloria después de la muerte..., los vanos honores, los laureles sobre el sepulcro, una lágrima por un recuerdo...! ¡Oh, llenadme de felicidad, sembrad flores en torno mío y apartad la hiel de mis labios en tanto existo, vosotros los que me améis!... Las riquezas, el poder, la gloria... y sobre todo el cariño de vuestro corazón, dejadle, dejadle que sonría en torno mío, que engañe los días de mi existencia y que murmure a mi oído en mis últimos instantes un ternísimo adiós. Decidme en aquellos momentos que no me olvidaréis jamás, porque esa idea es hermosamente halagadora para el espíritu celoso y egoísta de la mujer. Coronad mi lecho de flores y prometedme, si acaso os lo pido, sembrar sobre mi tumba siempre vivas regadas con vuestras lágrimas... pero en el momento en que mis ojos se cierren a la luz y en que mi sangre cese de animarme, olvidadme si queréis, no os creáis obligados por unos vanos juramentos hechos a una cosa que ya no existe y dejad al tiempo que siembre silencioso sobre mi sepulcro la pequeña parietaria y las rosas silvestres que nacen al azar..., él no encierra ya más que unos miserables y leves restos... ¡más tarde el vacío!...

Triste es el hálito de superstición que como un soplo envenenado rueda sobre todas las playas y sobre todos los campos de este pueblo, triste, muy triste.

En tanto que en la playa los pescadores destrozaban con vanos escrúpulos el corazón de Lorenzo, ¿qué pasaba en la choza de Teresa?

Esperanza enferma, débil, tendida sobre el húmedo suelo, en torno de ella mujeres que murmuran y que se santiguan, el demonio de la superstición cerniéndose sobre todos aquellos débiles y visionarios espíritus, aquel cuadro digno de un pincel sombrío, ¿quién era capaz de expresarlo en toda su rudeza? Había allí quien decía:

-Esta muchacha debe estar endemoniada; ¿de dónde vino, pues, habiendo pasado tanto tiempo ya desde su misteriosa desaparición? ¿Qué mal espíritu nos la trajo en el momento que Fausto expira? Viene por su alma tal vez..., dejémosla; después de la oración no podemos estar a su lado, puede morirse y echarnos el aliento de los difuntos.

Había también quien decía:

-¡Recemos por su alma!

Y quien respondía:

-Huyamos que si echa el aliento de los difuntos a alguna de nosotras, tiene ésta que hacer lo mismo con otra, y así irá pasando como herencia maldita de unas en otras, si no hay en el lugar tres Marías que vayan de noche a demandar al cuerpo difunto la última vida que haya llevado...

Pero en el momento en que la campana dio el toque de oración levantáronse aquellas mujeres como movidas por un resorte y huyeron rezando por el alma de la que creían endemoniada y pidiendo al Señor de lo criado una pequeña hora para morir.

Extrañas son a veces las peticiones que los hombres hacen al Eterno. ¡Una pequeña hora para morir! ¡cómo si ésta pudiese faltarle jamás a ningún mortal!...

¡Ved ahora a la pobre niña, sola y abandonada sobre la tierra, sin sentir sobre su frente posarse el beso cariñoso que debe endulzar la amargura de todas las existencias!... ¡Lorenzo vela el cadáver de su hijo, retírase a su hogar cada familia, y cuando las primeras sombras de la noche se extienden sobre la tierra, la madre bendice el lecho en donde reposa el fruto de sus entrañas y el hermano pequeño abraza a su hermano antes que el sueño cierre tranquilamente sus párpados!...

Pero el hijo sin padres, el huérfano sin nombre, el desterrado, agítase dolorosamente en esas horas de dulce recogimiento. Prestad atento oído y escucharéis en medio del silencio que reina en el espacio durante las horas del reposo, el gemido de esas pobres víctimas arrojadas al azar en el torbellino del mundo.

A vosotras, hermanas mías en sexo y en corazón; a vosotras, las de tiernos sentimientos y alma compasiva, es a quienes suplico que tendáis la mano a esos desamparados seres que vagan sobre la tierra, como frías y solitarias sombras, como hoja que arrastran los vientos encontrados. Tendámosles la mano todas las mujeres...; ¿no son ellos el fruto de nuestra debilidad o de nuestro crimen?...

Cuando Esperanza despertó de su sueño febril, la luna iluminaba ya con sus rayos descoloridos aquella estancia sombría; vióse entonces sola y procuró recordar.

Pero ¡qué amargos eran sus recuerdos! Su enferma imaginación no hacía más que atormentarla con el tenaz recuerdo de Fausto..., le veía inmóvil, clavando en ella la fría y vidriosa mirada, silencioso...,

Hay siempre en derredor del cuerpo muerto

una tan honda soledad y olvido,


como ha dicho Espronceda, que aun el más ignorante respeto al horrible misterio de la muerte no puede sufrir sin un secreto terror la vista de un cadáver.

Cuando Adán vio por primera vez el de su hijo Abel debió gritar despavorido, como lo cuenta Byron, ¡La muerte está en el mundo!..., pues tan concisas como severas palabras pintan de un golpe el terror que debió sentir en aquellos momentos nuestro primer padre...; ¿qué extraño, pues, que aquella pobre niña se vea sobrecogida al recuerdo de Fausto, muerto y abandonado en medio del silencio y la aridez de aquella playa desierta? ¿Qué extraño que agitada por aquel horrible recuerdo huya de la choza, los pies descalzos, el blanco seno virginal expuesto al frío del invierno? ¿Adónde va? ¿Adónde la guía el vértigo que se ha apoderado de su alma?

La Hija del mar se dirige hacia las desiertas orillas en donde ha dejado al amado de su alma, y como la esposa de los Cantares le buscará por todas partes, preguntará a los guardas por el que adora su corazón, recorrerá el espacio llenándolo con sus dolientes gemidos y no cesará en su carrera hasta encontrar al que ha perdido, porque ella está herida de muerte como la golondrina a quien ha visto caer sin vida a los pies del que le había arrebatado sus hijos.

Era la noche clara y purísima, y tenía esa fría transparencia peculiar a las noches de invierno; iluminaba la luna la tierra con ese color pálido amarillento que suele confundirse con la primera luz del alba, prestando a las cabañas, a los montes y las llanuras cierto tinte fantástico que hacía aparecer grandiosa aquella árida naturaleza; distinguíase el mar como una llanura azulada y movediza y, de cuando en cuando, brillando las aguas al fulgor de la luna, semejaban fugaces relámpagos o pequeñas exhalaciones desprendidas de aquella que parecía una masa compacta de vapores grises y plomizos.

Caminó Esperanza largo tiempo con dirección a la playa, indiferente y como abstraída en sus pensamientos: cuando llegó a la pequeña ermita de san Roque, que se levanta solitaria en medio de una altura que domina toda la ribera, larga y arenosa, lanzó Esperanza un grito trémulo y de espanto y corrió hacia la pobre ermita cuya puerta entornada cedió a los pequeños esfuerzos de aquella infeliz.

Entró, pues, en la iglesia, cruzó la sencilla y oscura bóveda del templo y arrodillándose al pie del único altar que allí hay, exclamó:

-¡Santo bendito! Virgen santísima de los Dolores, tened misericordia de mí -y ocultaba su rostro en un rincón del pequeño altar y cubría sus ojos con las manos, como si las misteriosas luces la importunaran todavía.

Pero de pronto hirieron su oído, atemorizando aquel débil espíritu, unas voces que entonaban por lo bajo una especie de canto fúnebre, salmodia lúgubre y enronquecida que la llenó de horror. Oíanse cada vez más cercanas, y Esperanza, obedeciendo a un instintivo impulso, cerró la puerta de la ermita y opuso sus débiles fuerzas a los que, según ella, venían en su busca; pobre pájaro herido que se creía con fuerzas para agitar sus rotas alas y huir del mal que llevaba dentro de su corazón.

La curiosidad, el temor, lo extraño de aquellas voces, la impelieron, a pesar de todo, a espiar con inquieta mirada lo que pasaba a pocos pasos de ella porque tenía aspecto de ser cosa del otro mundo. Pero su cuerpo, estremeciéndose de terror ante la vista del misterioso espectáculo, hubo de desplomarse sobre el frío pavimento de la iglesia y murmurar con voz doliente:

-¡Dios mío! Tened piedad de mí, no permitáis, Señor, que los espíritus me cerquen y arrastren en pos de sí.

Extraño era en verdad lo que allí pasaba; unos cuantos hombres que se destacaban sombríos en medio de la oscuridad, iluminada a intervalos por las vacilantes luces que llevaban en sus manos, y que como leves fantasmas se acercaban en círculo hacia el santuario; unas luces cuyo pálido resplandor traía o llevaba el viento y que prestaban al rostro de aquellos hombres un aspecto siniestramente triste; unas voces que llenaban el aire como monótono gemido; un blanco bulto que llevaban entre ellos como pesado fardo; todo era misterioso y presentaba a la conturbada y afligida vista de Esperanza un cuadro que llenaba de espanto.

Detúvose la misteriosa procesión ante la puerta de la ermita, arrodilláronse aquellos hombres; sacaron de una jarra negra un ramo de oliva con el cual salpicaron el blanco envoltorio y murmuraron al mismo tiempo no sé qué monótonas plegarias que aumentaban misterio y tristeza a semejante espectáculo.

Semejaban en aquel momento conjuro de endemoniados, reunión de diabólicos seres prontos a sacrificar la víctima arrastrada hasta allí por sus ásperas manos, y sometida ya al poderoso influjo del infierno.

Aquellas luces oscilantes, aquellos rostros atezados y sombríos, aquel rezo ronco y triste, y aquel silencio sepulcral que reinaba en torno, formaban un siniestro conjunto que hubiera amedrentado al espíritu más fuerte.

¿Qué hacían semejantes hombres?

Ellos podían responder a esta pregunta lo que las brujas de Macbeth...

-¡Una cosa sin nombre! -y habrán dicho la verdad.

Pero Esperanza, única espectadora de aquella singular escena, excusaba de preguntarlo; ella veía cómo después de las multiplicadas aspersiones, después de aquellos rezos melancólicos y siniestros, un hombre salió de aquel mágico círculo y adelantándose hacia la puerta del santuario exclamó:

-Ya véis, Señor, que no profanamos vuestra santa morada y cómo alejamos de vuestro templo al que habéis alejado antes de vuestra gracia. Rogamos, Señor, nos libréis por lo mismo de maleficios y peligrosas miradas, y hagáis que el alma del muerto no nos perturbe acá en la tierra, llevándola, si tal es vuestra voluntad, a gozar de vuestra santa gloria.

-¡Amén! -respondieron los demás.

Después, postrándose todos en tierra, murmuraron a una voz:

-¡Quiera el Señor quede purificada esta tierra de malos hálitos y emponzoñados vapores!

-¡Así sea! -respondió el que había hablado primero.

El más profundo silencio sucedió a aquellas extrañas invocaciones y a aquel ¡así sea! pronunciado con lúgubre acento: podía decirse muy bien que el soplo de vida que agitaba momentos antes aquellos seres se había exhalado con la última palabra salida de sus labios...

Una ráfaga de viento pasó entonces sobre aquel grupo inmóvil y apagó unas luces, hizo oscilar otras y movió el blanco paño que ocultaba a todas las miradas el secreto de tan extraña reunión. Esperanza fijó entonces en él su inquieta y ávida mirada, pero en balde; pasó el viento, cayó pausadamente el paño sobre la tierra y todo volvió a la pasada quietud interrumpida de nuevo por el graznido del cuervo que seguía su presa. El lúgubre ruido de su vuelo remedó el prolongado aliento de un espíritu de las tinieblas, y oyóse entonces un triste ¡ay!, y el áspero chirrido de los enmohecidos goznes de la puerta tras de la cual había dejado escapar Esperanza un grito de dolor, formando todo esto un conjunto de sonidos extraños que hizo despertar de su recogimiento a los que todavía oraban postrados en tierra.

-¿No habéis escuchado? -preguntó uno-. Muchas luces se han apagado -añadió-, el graznido del cuervo resonó entre nosotros, y si no me engaño de dentro de la ermita un ay apagado, igual que gemido de alma en pena -y al decir esto su semblante estaba pálido y trémula la voz por el miedo que embargaba su alma.

-Sí, hemos oído -respondieron los demás-, y todo ello son señales de mal agüero; marchemos, pues, marchemos cuanto antes, no nos sucedan cosas horribles...

Y cogiendo el blanco y abandonado bulto siguieron el camino que guiaba a la playa, no sin que uno preguntase antes:

-¿Y la estola?

-Allí se la pondremos -respondió el que parecía llevar la voz entre ellos.

Y Esperanza les siguió silenciosa, sin saber a qué ni por qué, pues tal vez una fuerza a que no podía resistirse la impelía en pos de aquellos hombres. El cortejo misterioso hizo alto, por fin, en uno de los más elevados peñascos de aquella costa y a cuyo pie gemía el mar con acento melancólico. Depositaron sobre la áspera cumbre el blanco fardo; pusieron sobre él una estola, y el viento que rueda incesante sobre aquellas olas tumultuosas hizo oscilar las luces encendidas de nuevo extendiendo en torno un reflejo lívido e incierto mezclado de sombras y de luz y prestando a aquel cuadro un tinte fantástico y sombrío.

Esperanza sintió flaquear su razón, su mirada tomó toda la vaguedad de la locura; huyó de ella el miedo que antes la subyugaba y se acercó hacia el negro peñasco.

Entonces pasó lo que nadie puede concebir, lo que nadie puede expresar con la palabra, siempre fría y tarda...

El hombre de la estola se volvió hacia los que le rodeaban y dijo en alta voz:

-¡Lorenzo! La hora ha llegado, acércate y da a tu hijo el último abrazo.

Oyéronse después entrecortados sollozos, gemidos lastimeros, voces de dolor que rasgaban las entrañas.

-¡Adiós, querido hijo! ¡Adiós para siempre!... -gritó Lorenzo cayendo sin sentido.

Dos hombres se adelantaron entonces y tirando del paño que cubría aquel extraño bulto, quedó expuesto a todas las miradas el cadáver de Fausto, amoratado y macilento.

Esperanza vio todo esto, Esperanza se abalanzó hacia el cadáver, pero al mismo tiempo se oyó el ruido de un cuerpo que caía al agua que no debía devolverlo jamás.

Volvieron todos la cabeza para ver de dónde saliera aquel grito que les sorprendiera en medio de su horrible sacrilegio, y al distinguir entre las sombras aquella figura vestida de blanco, pálida como un cadáver y cuyas desencajadas facciones iluminadas por las trémulas luces parecían las de un espectro:

-¡Misericordia! -gritaron despavoridos y dispersándose por todas partes-. ¡El demonio nos persigue!

Y desaparecieron por todas las avenidas de la playa en tanto Esperanza cruzaba el desierto arenal dando frenéticas carcajadas.

¿Quién será capaz de seguirla en su frenética carrera? Detengámonos; la pobre niña se ha vuelto demente..., inútil sería caminar en pos de una loca...

Noche había sido aquélla fecunda en raros acontecimientos para los pobres pescadores, pero aún no habían cesado las desgracias que caían como pestilente lluvia sobre aquel desierto y triste lugar. Cuando los atemorizados marineros descubrieron el sucio montón de sus miserables barracas, las vieron bañadas por la viva claridad de un incendio.

Las llamas crecían, se extendían, parecían devorar bajo sus lenguas de fuego aquella desdichada aldea.

-¡Las iras del infierno nos persiguen! -exclamaron aquellos desdichados.

Y en tanto, el humo subía al cielo en inmensas espirales y las ardientes chispas del incendio derramándose por todas partes parecían querer salir al encuentro de los sacrílegos supersticiosos. ¡El cielo inmenso, la estéril tierra, la mar dormida, el lejano horizonte, todos se reflejaban, todos parecían bañados en la sangrienta claridad del fuego que devoraba el palacio de Alberto!...

Teresa había cumplido su palabra.

Capítulo XV

La loca

-Les enfants ne crient pas toujours, autant

qu'aujourd'hui, repondit en souriant, et pour ce qui est

de la mer, Emily aime beaucoup le bruit des vagues.

¡Elle reste assise des heures entières à les entendre!


Miss Cummings



El sol iluminaba con un esplendor brillante las primeras flores que empezaban a hermosear los árboles en una risueña mañana de abril, y de todas las hierbas que volvían a revivir en la naturaleza se desprendía ese primer aroma que exhalan las plantas cuando acaban de salir de la tierra: aroma exquisito, vivificador y lleno de savia, sustancia de sus primeros días de vegetación y de amor, fugitiva felicidad de un instante que les sonríe y que como la del hombre pasa y desaparece convirtiéndose luego en un ayer hermoso del cual nos separa para siempre la eternidad.

Los ríos, los valles, las montañas, el cielo azul transparente y los lagos tranquilos que duermen a la sombra de los oscuros olmos, todo estaba cubierto de luz, todo bañado en las risueñas tintas con que la primavera halaga al mundo.

Hermosa era en verdad aquella mañana, alegre como la sonrisa de un niño, y en la que los pájaros saltando de rama en rama dejaban escuchar sus gorjeos, divino lenguaje con que contaban a las auras la felicidad de que estaba lleno su corazón satisfecho de libertad.

Los insectos de espléndidas alas haciendo brillar al sol sus vivos y plateados colores pugnaban por abarcar en su rápido y voluble vuelo todo el espacio que veían en torno suyo, y en cada planta se creería escuchar un lenguaje propio, un canto exclusivo de alegría que resonando al mismo tiempo formaban armoniosos ecos, todos deleitables y dulces aunque todos distintos.

Era aquella mañana de abril un remedo de las que debieron pasar nuestros primeros padres en el paraíso, en aquel lugar de infinitas dulzuras vedado más tarde a ellos y a sus descendientes en castigo del primer pecado, y del cual debieron guardar triste recuerdo que nos legaron sin duda alguna como una triste herencia.

Vosotros, los que vivís en las ciudades y que no podéis comprender enteramente toda la belleza de que están llenos esos cariñosos días que preceden al estío, venid conmigo, atravesad esa montaña cubierta de espinos desde cuya cumbre se descubre un inmenso valle cuyos lejanos horizontes se pierden entre vapores azulados y transparentes, y después descended por un pequeño sendero áspero y torcido, deteneos un momento bajo una bóveda de verdura naciente y fresca que forman los sauces de ramas extendidas, las floridas acacias y algarrobos, todos ellos amorosamente enlazados. Pero seguid a pesar de que la hermosura del sitio os convide al descanso hasta llegar a aquella elegante verja, a través de la cual se ven el cerrado y encendido botón de la rosa de Alejandría entre las lustrosas hojas del mirto, y la flor del azahar y el granado que florece al mismo tiempo y exhalan su delicado perfume.

Desde aquel sitio vuestra admiración puede llegar a su colmo porque podréis ver, en medio de la más pomposa y brillante vegetación, lo que es una mañana de primavera lejos de las ciudades y en medio del campo, pero de un campo fértil y ameno en medio de un valle todo hermosura, como sólo la ardiente imaginación de Ariosto sería capaz de describirlo.

Vese un largo y extenso jardín, una pradera inmensa llena de árboles frutales, bosques frondosos, pequeños riachuelos y estanques rodeados de menudo césped, entre el cual crecen mezclados caprichosamente blancas azucenas, morados lirios que parecían mirar con altanería las pequeñas y silvestres florecillas de tallo desigual que cubren la verde alfombra del campo, como las estrellas tapizan el cielo en una serena noche de verano.

Aquí se agrupan los alisos y los robles que crecen en los países montuosos, allá la encina de color sombrío que recuerda rancias consejas, más allá la higuera de anchas hojas y el castaño de indias con el alto y lustroso laurel que semeja en medio de ellos el vigía que les guarda.

Los tristes cipreses, formando en otro sitio con sus ramas entrelazadas un círculo compacto, miran crecer a su abrigo todas las plantas sombrías y misteriosas siendo ellos siempre los que les aventajan con tristeza.

Por último, en un orden no usado en parte alguna, en un estilo nuevo, aéreo y lleno de vaguedad cual si la mano de un hada los hubiese cultivado, jardines por todas partes, laberintos extraños en medio de los cuales se tienden verdes y frescos y tranquilos prados de menuda hierba, escondidas fuentes que murmuran, y pequeños derrumbaderos en cuyo fondo se escucha la sorda voz del torrente que se despeña entre musgosas rocas.

Es aquello una acumulación extraña de vegetación, ya silvestre, ya delicada, ya sombría, ya risueña como las primeras luces que derrama la aurora por el universo.

La imaginación no alcanza a formar una idea de la rara belleza de aquel paisaje iluminado por un sol de primavera brillante y claro; por un sol que, esparciendo sus rayos por aquella tierra de promisión vestida con sus primeras galas, la hacen aparecer hermosa como la joven desposada, la frente coronada de flores, cubierta de pudoroso rubor la mejilla de nevadas tintas.

Infinidad de árboles frutales plantados al azar en un terreno suave aunque desigual recortan graciosamente los horizontes y esparcen por el suelo las flores que el viento más leve desprende de las ramas y que las plantas silvestres y las ondas que murmuran cercanas las recogen en su seno como menuda lluvia de perlas, arrastrándolas a su ignorado retiro.

Todo aquel conjunto de aromas y de luz, toda aquella variedad de flores nacientes y de menudas y tiernas hojas estremecidas por el vuelo de los pájaros, toda aquella paz, en fin, aquel recogimiento que el purísimo del cielo hace más suave y tranquilo, os podrán decir mejor que yo lo que es una mañana de primavera.

Una mujer esbelta y pálida se paseaba bajo la sombra de los frutales con cierta negligencia desdeñosa e indiferente cual si un pensamiento ajeno a todo lo que la rodeaba vagara lejos de allí, por regiones desconocidas e impenetrables.

De cuando en cuando alcanzaba con su mano blanca y transparente las ramas que se adelantaban hacia ella como para acariciarla, contemplábala largo tiempo con rara curiosidad y destrozándola después con cierto regocijo amargo, se veía asomar a sus mejillas blancas como la azucena, el carmín más puro que puede bañar el semblante de una virgen.

Las flores que el viento desprendía del tierno almendro y del manzano áspero y de pequeña estatura, cayendo sobre su rubia cabeza quedaban suspendidas en los apretados bucles de su cabellera sedosa y brillante y en los pliegues de su blanca falda. Aquella mujer vaporosa y ligera y melancólica, en medio de tan risueña vegetación, próxima a alzarse en todo su vigor, no sabemos si semejaba una aparición brillante y fugaz nacida de la esencia de todo lo bello, o un espíritu lastimero y errante, un gemido de amor transformado en aquella figura llena de sentimiento y de belleza que huyendo de los hombres se refugiaba entre sus hermanas las flores.

Seguíanla en su melancólico paseo un anciano de agradable aspecto y otro hombre joven todavía y en cuya fisonomía simpática y llena de gracia podía advertirse la huella de un doloroso sentimiento.

Su frente pálida y despejada se veía surcada por una arruga precoz, que no habían grabado en ella los años, y sus ojos azules y hermosos despedían un fulgor apagado y triste, una mirada envuelta en un vapor húmedo y frío, exhalado tal vez de un corazón torturado por un incurable sufrimiento.

Parecía que la única ocupación de aquellos hombres era examinar los menores movimientos de la mujer que caminaba delante de ellos, indiferente como hemos dicho ya, no sólo a cuanto la rodeaba, sino hasta a los que la seguían cuidadosos de adivinar sus menores deseos para satisfacerlos al momento.

-Es una fatalidad, mi buen Ricarder -decía el más joven dirigiéndose a su compañero-, las esperanzas que me das son tan leves que apenas alcanzan a calmar un instante mi mortal ansiedad. Mira aquellos dos ojos negros tan hermosos apagados por la estúpida vaguedad que le presta la locura, aquel semblante celestial despojado de su primitiva belleza... Es una fatalidad, Ricarder, ocho años de locura son capaces de destruir la naturaleza mejor organizada. ¡Oh, Dios mío! -añadió apretando la frente con las manos-. Ella tendrá que morir en ese horrible estado de idiotismo.

Estas palabras dichas con el acento más sombrío y desgarrador indicaban demasiado la lucha y el dolor a que estaba entregado el corazón de aquel hombre.

El anciano fijando en él su mirada penetrante respondió con acento poco seguro:

-Yo quisiera darte una palabra que no sé si podré cumplir..., no obstante puedo decirte que la esperanza no me ha abandonado todavía.

-¡Siempre con tus esperanzas! -replicó el primero con aire de disgusto-. Te ruego -añadió después con acento casi suplicante- que estudies de nuevo todos los libros de tu ciencia, que recorras los hospitales, que busques, en fin, un medio, sea el que quiera, de salvarla.

-Dios es testigo -respondió el anciano con severo acento- de que paso las noches sobre los libros escudriñando los misteriosos secretos de la ciencia para ver si consigo al fin hallar algún remedio a tan terrible enfermedad. Una extraña inducción me ha hecho sospechar que siendo morales las causas que la producen, puedan éstas tal vez tornar a la salud al individuo sobre quien tanto influjo han tenido ya.

Escuchó en silencio el más joven estas palabras pronunciadas con un acento de rectitud irreprochable y replicó con cierta inexplicable emoción que trataba en vano de ocultar.

-Te he oído como quien oye al sabio hablar de su descubrimiento, es decir, con paciencia, porque creo que todo lo que acabas de decir no es más que una loca aberración de vuestra ciencia confusa..., a veces hacéis alarde de creencias y de esperanzas que no tenéis, y otras muchas no queréis manchar vuestra conciencia con pecados que cometéis a cada momento y sobre los que os laváis después las manos como las lavó Pilatos... Pero dejemos esto -añadió poniendo su mano larga y afilada sobre la boca del anciano que iba a interrumpirle-, ya sé que eres indulgente, pasa por alto estas palabras impías y hablemos de ella -prosiguió con triste acento-; ella es la que debe ocupar todas nuestras horas...

-¡Si pudiéramos saber cuál ha sido la causa de su locura! -interrumpió el doctor que hasta entonces había permanecido indiferente cual si estuviese ocupado en buscar en los recónditos arcanos de la ciencia una nueva idea de salvación.

-¿Quién sabe las causas que la han conducido a semejante estado? -repuso el más joven visiblemente turbado y apartando la vista del doctor-. La primera vez que la he visto -añadió- estaba en su sana razón..., después... la hallé un día sola y perdida y la recogí en mi casa porque tal era mi deber, pero traté en vano de escudriñar el secreto de su demencia: ya lo ves, es necesario buscar otros medios de salvación...

Y diciendo esto lanzó un profundo suspiro de tristeza.

El doctor preguntó de nuevo con aire pensativo:

-¿No ha dado alguna vez muestras de conocerte?

-¡Oh! Ningunas, amigo mío, ningunas..., imagínate que yo soy la única persona a quien ama -y luego añadió cual si se arrepintiera de haber hablado más de lo que convenía-, digo esto porque en otro tiempo no me había mostrado grandes simpatías aunque nada de extraño tenía porque nos veíamos muy pocas veces.

-Nada de extraño tiene eso -replicó el anciano.

En aquel momento la joven volvióse hacia los que la seguían y gritó despavorida:

-¡Matad aquel pájaro! ¡Matadle pronto porque me duele el corazón cuando le veo! ¡Ay! -exclamó después dando un grito doloroso y acercándose a ellos con aire colérico-, sois unos necios, jamás hacéis lo que yo os mando, le habéis dejado escapar y lo he sentido ya entrar en mi corazón..., él me martiriza..., él me mata... ¡Oh, quitádmelo...! -y alzaba sus manos blancas en aptitud suplicante y se apretaba el pecho como si sintiera dentro de él un dolor agudo.

-¡Esto es horrible! -decía el más joven-, esto es un tormento peor que el del infierno. Tú no sabes cuánto sufro al verla sufrir a ella, ¡oh, qué doloroso es ver que no hay remedio para eso! Mi corazón está más horriblemente lacerado que el de ella, y quisiera poder arrancármelo para no padecer lo que padezco.

El doctor se había acercado a la loca que lanzaba agudos y desgarradores gritos. Veíasela de rodillas, agitada, despavorida: sus hermosos ojos negros parecían saltar de las órbitas y sus labios se comprimían a veces convulsivamente murmurando apenas quejas lastimeras e incomprensibles. Todo demostraba un padecimiento horrible.

-Esta enfermedad del corazón será la causa de su muerte -murmuró el doctor mirándola tristemente-. Pobre niña -añadió-, Dios sabe que yo quisiera volverte la razón y la vida, pero la ciencia es tan vana como estéril; en ciertos casos, todo su poder se reduce tan sólo a conocer su impotencia.

-Pero ¿qué haremos, Ricarder, qué haremos? -preguntó al fin su compañero con voz trémula, señalando a la desconsolada joven, con una mirada llena de tristeza y desesperación.

-¡Nada, Ansot, absolutamente nada! -replicó el doctor con dolorosa calma-. No nos resta más que esperar a que el acceso vaya desapareciendo por sí mismo.

-Sí, sí, ya lo comprendo -replicó Ansot con acento amargo y burlón en tanto fijaba en la enferma una mirada profunda de compasión y de amor intenso-, sólo nos resta sufrir y llorar y arrojar al fondo del océano esos libros que se llaman libros de ciencia... ¡Oh, y cuánto sufre, Dios mío! Cálmate, amada de mi alma -le dijo al fin arrodillándose a su lado y próximo a prorrumpir en sollozos como la mujer más débil-; yo seré tu médico, yo te arrancaré del pecho ese pájaro maldito, yo te salvaré... ¿No es verdad que yo sólo soy el que puede salvarte?

-Sí, sí -respondía la pobre loca mirándole con espantados ojos-; tú, que eres bueno, busca ese pájaro dentro de mi pecho y mátale...

-Pues bien -le respondió Ansot-, pero cierra los ojos que, si no, él no sale porque tú no le veas salir.

Obedeció entonces la infeliz y cerró los ojos; Ansot puso la mano en el corazón de la enferma, él y el doctor fingieron una extraña pantomima, y después de un breve instante de silencio le dijo aquél con aire de alegría.

-¡Ea, ya estás libre!

-Pues, qué, ¿le has muerto ya? -preguntó ella llena de admiración.

Ansot, que esperaba con temerosa ansiedad el resultado de su inocente mentira, hizo un esfuerzo y le respondió con aplomo.

-Sí, querida de mi alma, ¿no has sentido su aleteo angustioso y su último gemido?

-Creo que tienes razón -replicó la desdichada pensativa y con el aire de aquel que recuerda alguna cosa.

Después de esto permanecieron todos en el más triste silencio y la loca lo interrumpió diciendo:

-¡Ahora ya estoy buena! -y acercándose a Ansot le miró con una dulzura que parecía imposible pudiesen encerrarla las miradas de una loca, y echándole al cuello sus brazos de marfil le dijo con tierno acento:

-¡Cuánto te quiero! -y aquella mujer hermosa y espiritual en medio de su locura alisaba con sus manos pálidas y transparentes la melena de Ansot negra como la noche y suave como el raso.

Eacute;l cayó a sus pies trémulo de emoción, cruzó sus manos en una actitud de profunda adoración cual pudiera hacerlo un fervoroso creyente de Italia ante la milagrosa Madonna, y permaneció estático contemplándola, la respiración agitada y la mirada brillante de amor. Aquel hombre que quizá nunca había tenido ni un Dios ni una creencia; aquel que tal vez había hollado con su impura planta los sentimientos más santos y los más sagrados preceptos que deben ser respetados siempre, se prosternaba ahora delirante a los pies de una loca para recibir unas caricias que no eran dictadas más que por una razón extraviada.

-¡Cuánto la ama! -pensaba el doctor-. Quiera Dios -añadió- que cese el afán que le devora antes que la muerte sepulte su ídolo en una tumba... antes que la razón que ahora falta a esa desdichada vuelva a imperar sobre su voluntad..., entonces ¿quién sabe? Misterios hay en la vida incomprensibles para todos, felicidades amargas que tienen su base en la desgracia.

Los temores del doctor eran tal vez harto fundados, pero Ansot, ciego, obcecado, porque tal vez la mano de Dios era la que vendaba sus ojos, deseaba con toda su alma la vida de su amada, pero la vida con la razón, y deseaba que desapareciese aquella demencia que llevaba hacia él la mujer más hermosa y más cándida del universo, la mujer que le prodigaba a todas horas las más tiernas caricias con la sencillez de un niño y la resignación de un enfermo dócil y débil.

-¡Volvedle la razón, Dios mío! -exclamó al fin en medio de un loco entusiasmo al sentir sobre su frente las suavísimas manos de aquella falda de blanco ropaje-. Volvedle la razón, y yo os juro elevarla hasta mi rango, hasta mi nombre, uniéndome a ella para siempre por medio de los sagrados e indisolubles lazos que impone vuestra religión santa...; yo, el impío, el ateo, respetaré vuestros sacramentos y expiaré con una vida sin tacha al lado de este ángel mis terribles crímenes... Ya ves, Dios mío, que no abuso de su locura; y tú que todo lo ves, debes de haber leído en el fondo de mi alma que no deseo más que su amor, el amor de su corazón.

Calló Ansot, la loca le miró y se sonrió con gracia, y al mismo tiempo se acercó a ellos el doctor.

Ansot, como el que sale de un sueño, miró con espanto en torno suyo, temiendo a que algún otro le hubiera podido oír.

Nadie más que yo se halla en los jardines -le dijo el doctor como respondiendo a su pensamiento.

-¡Y es bastante, Ricarder! -contestó Ansot sin poder contener un impulso de enojo-. Te ruego -añadió después con más suave acento- que trates de olvidar esto...

-Yo no recuerdo nada -repuso el doctor-, pero si aquí hay alguno que no debe recordar, a ti es a quien conviene el olvido... Hay pasiones locas y deseos más locos aún, y esas pasiones y esos deseos no pueden atraer más que desgracias sobre la existencia. Adiós, Ansot, pronto vuelvo a cuidar de esa desdichada.

Capítulo XVI

Sorpresa

¿Cuál, di, bárbara arena

de sierpe has dejado engendradora,

por turbar la serena

dulce tranquilidad que en este mora

tan grato como pobre albergue, donde

sellado el labio la quietud se esconde?


Góngora



Los alegres días de la primavera pasaban ligeros reverdeciendo los campos y haciendo brotar en los árboles la fruta que madura el estío.

Las horas marchaban más lentas, la atmósfera era más calurosa, el sol más brillante: la naturaleza bañada ya por unas tintas más fuertes y vigorosas se animaba rápidamente para presentarse al despertar de una aurora calurosa y sin nubes, adornada con su belleza risueña y su majestad triunfante.

Las estrellas tapizaban el cielo después de la hora del crepúsculo en apiñados grupos relucientes, como mazorcas de diamantes, y la luna, ese astro melancólico que parece despedir reflejos de sentimiento y ternura sobre el corazón que sufre, ese sol de la noche ruboroso y tímido como la primer caricia de amor de un semblante inocente, esa luz cariñosa y suave que ilumina y disipa las tinieblas sin delatar los secretos que descubre con su mirada lánguida y tranquila, extendía sobre la tierra ese color naranja blanquecino con que la hace aparecer fantástica, bella, convidando eternamente a la dulce meditación y al reposo.

En esas noches de verano tan ligeras y tan breves, tan puras y tan claras que parecen la continuación de un día menos brillante pero más suave y hermoso que el que acaba de esconderse tras las montañas y los mares, en esas noches, repetimos, creemos que sólo se puede creer y gozar, que sólo es posible soñar con los ángeles, respirar entre las flores y entonar alabanzas al Ser Supremo desde el fondo de nuestro corazón, y el que en ellas maldice o llora, aquel que al alzar sus ojos al cielo que la luna ilumina los alza empañados por el vapor amargo de una lágrima, aquel que no desarruga la ceñuda frente cuando en torno suyo sólo se escuchan los murmullos pudorosos de todos los seres que, demasiado castos y sensibles, no pueden soportar que la luz del sol contemple sus placeres y sus fiestas y esperan a que las sombras cubran la tierra para empezar sus pláticas y sus conciliábulos misteriosos, el que permanece indiferente y helado cuando todo respira y vive en la felicidad, debe ser muy desgraciado y encerrar en el fondo de su corazón el germen de un mal incurable.

Tal era el estado en que se hallaba Ansot una de las últimas noches de mayo, noche clara, serena y llena de perfumes y tranquilidad.

Los árboles cargados de hojas platicaban en la sombra con las brisas nocturnas, las flores se besaban cariñosamente sin que percibiera nadie el chasquido suave de sus labios, y los peces en el fondo de los estanques, los insectos entre la yerba, y las mariposas en sus perfumados lechos, todos gozaban de esa felicidad que concede el reposo, y al que suelen ir unidas secretas afecciones y deseos satisfechos sin vergüenza y sin remordimiento.

Ansot vagaba solitario por los bosquecillos sombríos de la quinta semejando alma errante que recorría en silencio tan hermosos lugares, extraño ser condenado a perpetuas vigilias.

El ruido de sus pasos, ya apresurados, ya lentos, apenas se percibía sobre el césped, y sus cabellos negros y rizados flotaban a merced de las apacibles brisas.

Grande debía ser el dolor de su alma cuando tan indiferente a todo se mostraba. Su existencia siempre turbulenta y agitada sembrada de ambiciones y deseos satisfechos, y no teniendo por ley y juez de sus acciones más que un refinado egoísmo, había marchado por una senda estéril en sentimientos generosos y ajena a toda creencia santa. Manchada tal vez su vida por extraños crímenes, desconoció el remordimiento, y juguete de sus vicios, fluctuando en una atmósfera de cieno rodeada de perfumes, no pudo comprender envuelto en infectos vapores que había otro ambiente más puro.

Eacute;l, siempre impío y sacrílego ningunos lazos había respetado, nada había resistido a su paso devastador.

¿Quién sería capaz de penetrar en el vasto campo de su conciencia culpable? Tan tenebrosos serían sus ámbitos, tan nublados sus horizontes que no acertaríamos a distinguir en su fondo otra cosa que el caos y las tinieblas. Pero él jamás había vuelto hacia ella sus ojos, y alegre y feliz, si acaso puede llamarse felicidad y alegría a la exaltación de los sentidos, siguió sin retroceder la marcha que le trazaran sus pasiones y su destino.

Pero llegó un día radiante como el sol y abrasador como el fuego que, cambiando de pronto sus sentimientos, redujo a un punto solo sus ambiciones, sus deseos y sus esperanzas, y aquel día de tormenta para su alma era el día en que empezaba su expiación.

La copa de la amargura se acercó por primera vez a sus labios cubierta de flores para que fuera más terrible el engaño, y al fin, despeñado de la alta cumbre hasta donde le había alzado su voluntad imperiosa e indiferente, tuvo que arrastrarse dócil, suplicante, por la trillada senda del martirio que le está reservada al hombre.

En el corazón de Ansot, depravado y corrompido por toda clase de maldades, había nacido al fin un sentimiento ajeno a toda liviandad, un deseo que no podía satisfacer.

Este deseo era el amor de aquella mujer demente, de quien era absoluto dueño y a quien sin embargo respetaba como a un Dios, esperando ver aparecer en sus labios o en su mirada un vislumbre de razón.

Era su deseo un tormento de todos los instantes que torturaba su alma llevándole indistintamente de la esperanza a la desesperación, y de la desesperación al delirio y a los transportes del amor más fantástico y más vehemente que fuera capaz de abrigar un corazón humano. Aquella sed de cariño que le devoraba como una fiebre ardiente, pero no de cariño impuro, pues ése podía obtenerlo por la fuerza, sino de ese cariño santo que emana del alma; aquellos otros goces espirituales con los cuales soñaba y que la languidez cariñosa de la pobre loca había revelado a su espíritu, ciego hasta entonces para esa luz suave que emana del cielo, aquello era su dolor continuo, que le iba consumiendo lentamente sin que hallara el más leve remedio para su mal.

Cuando un hombre que ha permanecido encenagado en el vicio la mayor parte de su vida despierta alguna vez a ese nuevo mundo ideal en donde se encuentra extraño y como de paso, cuando despierta en medio de esa atmósfera transparente y clara, hacia la cual sonríen los ángeles, ese hombre, entonces, más avaro que ninguno de aquella felicidad, la busca desalentado y frenético, enloqueciendo con ella si acaso la encuentra y muriendo entre tormentos que sólo él alcanza a comprender si acaso cree mentira cuando la estreche entre sus brazos. Y es que esos hombres gastados por los goces materiales quieren acogerse delirantes a aquellos otros que sin duda no fueron hechos para ellos, sino para martirio y expiación de sus pasados errores; los contemplan a cada instante hermosos, flotantes y purísimos, como aquel héroe del Dante a quien la muerte le había arrebatado su amante, con que quiso unirse suicidándose, y al que castigó el cielo arrojando su alma a los profundos abismos, desde cuya cavernosa entrada la veía el desdichado pasar y volver a pasar, llena de hermosura y de gloria, sin que pudiera tocar jamás las orlas de su ropaje flotante y celestial.

En vano Ansot esperaba ver llegar el ansiado instante en que la pobre loca, vuelta a su razón, pudiese murmurar a su oído:

-¡Yo te amo y mi vida te pertenece para siempre!

Ella le acariciaba continuamente y con todo el abandono que le permitía su demencia, pero Ansot no hallaba en sus miradas llenas de ternura más que la vaguedad de un sentimiento que no se permitía a sí mismo.

-¡Su razón o la muerte! -exclamaba entonces aguijoneado por los más encontrados sentimientos-. Estas involuntarias caricias, tan puras, tan celestiales, estas caricias con que me brinda el acaso, caricias suyas sin embargo..., no hacen más que aumentar mi ansiedad y rodear mi vida de una dulzura mezclada de tormentos. Copa de felicidad que se acerca a mis labios sin apagar mi sed, flor hermosa cuyos aromas causan vértigos y dan la muerte... ¡Oh, si yo pudiera volver a aquellos pasados días en que, bella todavía como un capullo cubierto de rocío, era dueño de sus acciones, de su voluntad!..., pero ¿quién sabe? -murmuraba entonces con voz sombría-, en aquel tiempo me odiaba con toda su alma, ¿y quién puede asegurarme que ahora no me aborrecerá también?

La noche a que nos referimos era una de esas noches de prueba para un alma lacerada. Abandonara su lecho en donde no hallaba reposo y, vagando a la ventura por los jardines, buscaba en vano entre las sombrías alamedas la dulce frescura del rocío, para que calmase el ardor que abrasaba su frente enjuta y marchita por los continuos y revueltos huracanes que combatían en ella.

La esperanza, esa seductora y alada compañera que rara vez nos abandona en nuestra vida, esa virgen risueña y consoladora que se levanta siempre tranquila y cariñosa a través del infortunio que pretende envolvernos en sus fúnebres vapores, se había ocultado a las calenturientas miradas de Ansot, que, errante en medio de las tinieblas, estaba próximo a despeñarse en los abismos de la desesperación.

El cielo parecía no haber escuchado ni sus falsos votos ni sus fervorosas oraciones.

Sin duda ese Dios justo y santo que vela por los desvalidos no quería volver a aquella infeliz una razón que le mostraría de nuevo las amargas realidades de una existencia que sin duda le debió ser muy pesada e insoportable cuando llegó a perder el conocimiento de ella. La pobre loca, más loca que nunca, parecía sucumbir bajo el peso de sus padecimientos y, como una flor falta de savia y de vida que inclina su corola hasta tocar la tierra, inclinaba ella su rubia cabeza y su cuerpo como sobre una sepultura que creeríamos contemplar abierta siempre por una mano invisible, bajo sus plantas trémulas y vacilantes.

El doctor afirmara a Ansot que aquella noche terminaría la crisis de la enferma y que era fácil que sucumbiera en ella, y éste, al ver que todas sus ilusiones y todos sus afanes iban tal vez a hundirse en el fondo de un sepulcro, sintió helársele la sangre en el corazón y trastornarse su cerebro.

-Esto no puede ser cierto -exclamó lanzándose fuera del lecho que lastimaba su cuerpo como si fuese de espinas-. ¡Oh, no es posible que muera!...

Y se lanzó frenético entre la espesura de los jardines; y allí, en medio de la soledad, caminando con lento y desesperado paso, y en una especie de inacción bajo la cual hervía todo el fuego y toda la actividad de un alma enferma y condenada al martirio, tomó asiento al lado de una fuente rústica cuyo apacible murmullo contrastaba notablemente con la alteración profunda que sufrían sus pensamientos.

La tormenta había estallado al fin en aquel espíritu rebelde y corrompido, que por la primera vez de su vida se sentía herido de muerte.

Las víctimas que él habría inmolado en el mismo altar en que gemía ahora también, sábelo sólo Aquel que todo lo ve y todo lo juzga desde su trono omnipotente, pero ¿qué importaba esto? Él sentía el dardo dentro de su corazón y por lo mismo no podía atender más que a su propio pesar, y esto no era sólo defecto de Ansot. ¿Hay alguien a quien conmuevan los dolores ajenos cuando le aquejan los suyos?

-El cielo es injusto -decía Ansot- y el arrepentimiento parece que no siempre basta para alcanzar la misericordia divina; Dios desoye mis súplicas; ¿qué debo hacer, a quién volver los ojos si no he de hallar compasión para mi dolor?... ¡Oh, morir ella! ¿Qué será de mí entonces? ¡Dios mío, Dios mío! Perdona mis pensamientos tan blasfemos como mis palabras, yo no podré vivir sin ella; ¿con cuánta amargura no vendrá llena la muerte para mí, sin haber antes saboreado las delicias de su amor casto, de aquel amor que debe participar de tu divinidad?

Ansot guardó silencio, torrentes de lágrimas abrasadoras inundaban sus ojos y sollozaba como una débil mujer, y cansado y rendido de aquella lucha impotente y desesperada, de súplicas y blasfemias, se entregó de nuevo a esa dolorosa inacción del hombre que no quiere ni interrogar al porvenir ni levantar el velo que cubre su pasado, porque todo ello debía traerle penosas sensaciones.

La noche seguía tranquila y serena, y la luna, filtrando entre el follaje su descolorido rayo, iluminaba fantásticamente el agua que cayendo de la fuente seguía, como pequeño raudal, su curso entre las yerbas y las flores que tapizaban el suelo.

Ansot inmóvil, pálidas las mejillas, la cabeza descubierta, la mirada turbia, parecía la estatua del remordimiento, o un ángel caído que iba a llorar avergonzado al fondo de los bosques su desgracia sin término.

Mil tumultuosas ideas cruzaron por su cerebro, vasto y fantástico panorama que se desenvolviera ante sus ojos presentándole, hacinados y en montón, todos los placeres y todas las escenas de su vida. Ellas pasaron por delante de sus ojos, ya mordaces, ya voluptuosas y sarcásticas, hiriendo cada una su corazón de un modo indefinible y tocando las fibras más delicadas de su pecho. Jamás fenómeno tan extraño le había hecho recordar su pasada vida, sumida en los pliegues del más completo olvido, ni sombras más fantásticas habían girado en torno suyo volviendo a encender las apagadas cenizas de sus recuerdos.

¿Sería tal vez que algún espíritu de las tinieblas se complacía en presentar ante sus conturbados ojos el abandono en que había dejado a algunos corazones nacidos para amar y vivir en los goces puros y tranquilos de un alma justa, y la orfandad en que había dejado seres inocentes, a quienes hubiese arrojado lejos de sí como un mueble importuno cuando debía cobijarlos y darles abrigo bajo el techo paternal? Lo ignoramos, pero es lo cierto que Ansot se levantó despavorido y arrojó en torno suyo una mirada de espanto y arrodillándose exclamó alzando las manos al cielo:

-¡Perdón, Dios mío! Yo borraría tantos males si fuera posible..., pero ya todos habrán muerto... Aquella pobre niña que tal vez era mi hija, ¿tenía culpa acaso de la infidelidad de su madre? ¡Y su madre...! Desdichada mujer, yo la había sumido en el cieno del vicio, yo la había enseñado a ser mala cuando ella era buena; sí, buena, ¡ahora lo comprendo!... ¡Candora! ¡Ah, pobre Candora! Yo arranqué a tu hija inhumanamente de tus brazos maternales y te dejé gemir y desesperarte. ¡Cuán infame he sido!... He sabido que vivías, que habías llegado hasta la puerta de mi casa..., pero he tenido miedo, lo confieso, temí que fueses su sombra; por eso mandé a mis criados que te arrojasen de allí... Perdóname, perdóname y vuelve, verás entonces cómo te recibo en mis brazos igual que a una hermana: y tú me perdonarás para que Dios se apiade de mí y para que ella me ame.

-¿Quién es el que me llama? -prorrumpió una voz ronca en medio de la oscuridad-. ¿Quién es el que dice perdón?

Y apareció al lado de Ansot como evocada por un misterioso conjuro una mujer alta, pálida y desgreñada, roto en cien jirones el pobre vestido que dejaba descubiertas sus carnes.

Ansot, mudo de terror, ni acertó a exhalar un grito, ni a retroceder un solo paso ante aquella extraña aparición que pudiera tomarse por una sombría creación del Tasso en medio de los frondosos bosques de Italia, que tan bien sabía poblar de trasgos y apariciones.

Pero aquella mujer se acercó a él con pasos acelerados y fijando su mirada extraviada en el rostro de Ansot, exclamó dando un grito de alegría:

-¡Al fin te hallé, pirata del África! -Y aquella mujer reía y lloraba presa de un delirio loco y sangriento. Su voz tenía una fiereza salvaje y su lengua trémula parecía triplicar las palabras que se aglomeraban rápidas en sus labios enjutos.

Empezó entonces una lucha terrible entre ambos; cuando Ansot pudo huir por las revueltas encrucijadas de los jardines, cuando llegó a su casa, era tal lo exaltado de su imaginación, la extraña vivacidad de sus miradas, la multitud de veces que repetía «¡Candora! ¡Candora!», que sus criados creyeron que en aquella casa se abrigaban ya dos locos en vez de uno.

Sólo una persona indiferente al parecer a cuanto allí pasaba murmuró alzando los ojos al cielo:

-¡Dios es justo!

Capítulo XVII

Zozobra

Al aire destrenzada

la blonda cabellera,

la túnica rasgada,

y en llanto de dolor

bañado el rostro puro,

que el sol envidia fuera,

por tu recinto oscuro

va una mujer, Sión.


Zorrilla



La enferma se dirigía a uno de los sitios más frondosos del jardín.

Dejaban los pájaros percibir allí sus sonoros gorjeos y el sol de la tarde, más hermoso cuanto más lánguido, penetrando apenas por la enramada, formaba sobre el césped con la sombra que proyectaban los árboles mil caprichosos dibujos que ningún pintor del universo sería capaz de reproducir.

Venían las auras cargadas de aroma y de frescura; diríase que las aguas del estanque lanzaban sobre la naturaleza que les rodeaba su aliento frío y húmedo.

La pobre enferma, pálida, el paso vacilante, la mirada vaga y ardiente, la respiración fatigosa, iba en pos de la vida que dondequiera se le veía exhuberante en todos aquellos bosques de sauces, los de tempranas flores, de acacias, de árboles frutales, cuya sombra deleitosa incitaba a la meditación y al descanso.

Ella seguía el camino que guiaba al estanque.

Había allí orillas misteriosas, las flores acuáticas flotaban entre las ondas perezosas como guirnaldas de las frescas diosas que habitan en tan deleitosos lugares. El soplo de la risueña y clara poesía vagaba por aquella ribera que embalsamaban las rosas cuando el sol las estremecía con su beso; allí la naturaleza y el arte se aunaban formando una unión misteriosa que bendecían todos los que aman aquellos lugares en donde el fresco de las ondas, la superficie que sólo rompen con sus alas las vagamundas golondrinas, los árboles que sombrean la mar transparente, las rosas que embalsaman el aire puro de las riberas, todos bendecían tan apacible, tan hermoso y sereno estanque a cuya orilla se soñaba y se amaba dulcemente.

El doctor y Ansot seguían, asimismo, aquel florido camino pero sin hacer caso de las maravillas que la naturaleza había vertido con mano pródiga por aquellos alrededores.

-Ese amor te va a perder, Ansot -decía el doctor, notando el aire taciturno con que éste caminaba-. No me mires con ira -añadió-, no fijes en mí esa severa mirada de águila, que parece preñada de tempestades y que quiere penetrar hasta lo más íntimo de mi ser: las palabras de un viejo no deben serte sospechosas; ¿puedes creerlas acaso hijas de la envidia? El corazón está frío para el amor cuando la cabeza blanquea; ¿puedo acaso inspirarte celos? Oye mi consejo, Ansot; eres en verdad más joven que yo, pero tu edad, sin embargo, no te permite entregarte a esa desesperación, pena me causa el ver cómo esa loca pasión trastorna tu cabeza, haciéndote olvidar no sólo tu proverbial orgullo, sino hasta la dignidad que jamás debe faltar al hombre.

-¡Olvidarme de mi dignidad!... ¿Por qué me dices eso, Ricarder?

-Porque jamás los criados deben estar al alcance de las debilidades de sus amos.

-Pues ¿qué ha pasado?

-Que les he oído decir que estabas loco... Pero dejemos esto -dijo el doctor como interrumpiéndose-. Te he dicho -añadió después de una breve pausa- que la enferma estaba próxima a una crisis violenta que tal vez le cueste la vida..., pero también puede salvarse..., por descontado; Ansot, cuida de que tu razón no se extravíe..., a tu edad el mal sería incurable y se cubriría de tintas más sombrías.

-Esas palabras -repuso Ansot- son propias de un corazón que está muerto, pero el mío, Ricarder, que siente y vive todavía, no puede calmar sus inquietudes con vanas palabras y juiciosas reflexiones; guarda tú en el fondo de tu pecho la fría madurez que te legaron los años y déjame con mis manías...

Callaron y siguieron el camino silenciosos y como enojados, el doctor dejando vagar sus pensamientos por la ancha extensión, Ansot presa de las más negras y tristes ideas. Su mirada seguía cuidadosamente a la pobre mujer de blanco ropaje, parecía que un doloroso lazo le unía a ella, tal era la triste desesperación de su cariñosa mirada.

La enferma se adelantaba hacia el estanque.

Por fin su blanca y delgada figura se perfiló sobre las ondas; parecía entre las ramas de los arbustos, de pie, en aquella silenciosa ribera que besaba mansamente y sin murmullo el agua, silfa melancólica que surgía del seno de las ondas, coronada su frente con la hojarasca del bosque, pálida como si la luz de la luna bañara su semblante.

Ansot se acercó a ella, a ella que dejaba caer triste y húmeda su mirada sobre la corriente tranquila en donde se reflejaba el azul purísimo del cielo.

No sabemos, mejor dicho, no queremos decir qué enamoradas palabras cambiaron aquellos dos seres tan distintos, alma la una pura como la de un ángel, soberbia y manchada la otra como la de Luzbel.

En los labios de Ansot las palabras semejaban gemido de herida fiera, en los de la enferma débil quejido de las brisas otoñales cuando se rozan con las primeras hojas que se secan.

Pero de repente un punto negro mancha ligero el azul del firmamento; la enferma lanza un grito y huye. ¿Adónde?

Inclínase sobre las ondas, el punto negro se refleja en ellas, y voltea, y baja, y pasa rozando la superficie, y lanza un grito de alegría; la golondrina mojaba en la corriente las puntas de sus negras alas y al sentir la suave frescura de las aguas su grito hendió los aires.

-¡He aquí, Ansot! -gritó la enferma huyendo-, ¡he aquí el pájaro! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

La inocente golondrina pasaba en locos giros y se bajaba sobre las ondas. Hubo una vez en que pasó rozando con la blanca vestidura de la enferma; estremecióse ésta, huyó de nuevo gritando, y como si quisiese huir del pájaro que le atormentaba inclinóse sobre las aguas y su cuerpo se balanceó un momento sobre la corriente...

Pero hubo una mano salvadora que impidió una desgracia.

Ansot lanzó un grito horrible, desesperado, quiso correr y sus piernas flaquearon; nadie sabe lo que pasó en aquel alma tan eterna y tan duramente combatida; corrió a salvar la que era su vida.

-¡Gracias, Ángela! -pudo decir al fin cuando llegó al sitio en que se hallaba la enferma-. Gracias, Ángela, tú la has salvado y no sabes cuánto te lo agradezco, te debo mi vida, mi felicidad... -y al decir esto se acercó a la enferma que permanecía sin sentido.

Aacute;ngela era el ama de gobierno de Ansot y, al revés de la mayor parte de tales mujeres, era un alma pura y santa, compasiva, que amaba, ¡cosa extraña!, a aquellos advenedizos a quien su amo podía amar y, sobre todo, acordarse de ellos en los últimos y supremos momentos de la vida.

Era alta, blanca, un poco gruesa, sus facciones delicadas, su aspecto dulce, atraía cariñosamente con la mirada; su palabra jamás era amarga para nadie. ¡Oh santa y virtuosa mujer, de quien podemos decir que eras buena, que el cielo haya premiado tanta virtud silenciosa y escondida, como anidó en tu pecho!...

Aacute;ngela, sin embargo, no respondió a las palabras de su amo, parecía más bien empeñada en acudir a la salvación de la enferma.

El doctor llegó en tanto y su frente, tan serena siempre, fue surcada por una arruga enojosa pero fugaz; acercóse a la loca, contemplóla un momento y exclamó:

-¡Esto toca a su término!

-¿Qué has dicho, Ricarder? -preguntó Ansot lleno de espanto.

-He dicho -respondió el doctor con firmeza- que ha llegado el momento de la crisis, y que su resultado tiene que ser decisivo, y, o se salva...

-¿O qué?

-¡O muere! -murmuró el doctor; y volviéndose a Ansot continuó-: Sé fuerte y sufre la desgracia que ya no debe ser nueva para ti.

Ansot enmudeció cual si acabaran de leerle su sentencia de muerte y Ángela sintió que lágrimas de tristeza llenaban sus ojos.

-¡A casa! -gritó el doctor-. El fresco de la tarde puede hacerle daño.

Ninguno respondió una palabra, y mudos, y tristes, y con paso lento, llevaron la enferma y abandonaron las hermosas orillas del estanque, tan hermosas entonces como siempre, y los árboles inclinaron sus ramas sobre las olas, y éstas murmuraron y rompieron contra la orilla con leve ruido mientras la brisa de los jardines volaba sobre las flores y las verdes ramas del bosque: parecía que aquella naturaleza engalanada con todos los encantos de la primavera daba su adiós a aquella otra flor próxima a marchitarse.

Penetraron por fin en una casa de apariencia rústica y sencilla, rodeada de flores y oculta bajo las ramas de los laureles y las higueras: iluminada por las últimas luces de la tarde y coronada de follaje por todas partes, semejaba mejor que habitación de un mortal, jardín misterioso, gruta de dioses en donde todo lo que hay de fresco, sombroso y perfumado se habían aunado amigablemente.

-¿A dónde la llevamos? -preguntó Ángela a Ansot.

-Al gabinete de invierno.

Y atravesaron entonces una larga galería semejante a un invernadero, y penetraron en un gabinete suntuoso en donde el ruido de los pasos se ahogaba en las alfombras. De gusto exquisito y extraño los adornos, hermosos los tapices, los sitiales, las colgaduras, todo formaba un conjunto suntuoso y elegante. En este gabinete había una alcoba y en la alcoba un blanco lecho que parecía oculto entre flores. Tendida sobre este lecho, la enferma, pálida e inmóvil, semejaba blanca estatua de mármol que la calenturienta inspiración del artista acababa de hacer brotar al paso de su buril. Al verla en medio de aquel aéreo lujo, y que era al mismo tiempo el más regio y más bello, podía decirse que era ella la hermosa encantada a quien el mago de las historias caballerescas había condenado a eterna inacción.

¿Y ahora, Ricarder? -preguntó Ansot, cruzando los brazos sobre el pecho en actitud resignada.

-Ahora -repuso-, silencio, y sobre todo paciencia y resignación.

Y salió de la habitación.

Ansot quedó solo, velando al pie de aquel lecho en donde reposaba la enferma.

Capítulo XVIII

Crisis

Entonces, resignémonos y esperemos.

Jorge Sand



-Cuando ella haya muerto -decía Ansot-, si me quedan aún fuerzas y valor, ya hallaré modo de librarme del horrible peso de mi desgracia. ¿Qué es la vida en el aislamiento cuando el alma se acerca sedienta a un raudal que acaba de secarse a su vista? ¡Carga pesada e inútil!...

Esto decía mientras paseaba tristemente a lo largo del gabinete que acabamos de describir.

La enferma no presentaba ningún síntoma alarmante: libre ya de su pesado letargo permanecía en el más tranquilo e inalterable sosiego: tiñéronse sus mejillas de un leve rosado, tomaron sus ojos una animación dulce y tranquila, y nadie al verla la creería ni loca ni enferma.

Pero Ansot sentía dentro de su alma batallar la inquietud y el desaliento: Ansot, después de renegar de lo más santo, de maldecir su existencia, prosternose ante el lecho de la enferma, besó con veneración el borde de su vestido y se arrastró por el polvo, pidiendo misericordia a Dios, compasión para aquella desdichada. El doctor había permanecido mudo ante aquel aspecto de tranquilidad y de mejoría, y este silencio había hecho más daño en el corazón de Ansot que las más tristes predicciones; cuando Ricarder salió, no se atrevió a interrogarle, dejóle irse y se arrojó en una butaca lleno de desesperación.

Después lloró amargamente, después dio rienda suelta a su dolor.

Horrible hubiera sido para él toda aquella noche de agonía y de desesperación si un criado, penetrando hasta aquel santuario reservado a todos y oculto a toda mirada, no le dijese:

-Señor, aquí le buscan a usted.

Ansot levantó la cabeza, clavó en el criado la ardiente mirada, y presentándose a su imaginación la advertencia de Ricarder, alzóse del suelo lleno de vergüenza y de ira y exclamó con voz terrible:

-¡Afuera, insolente!... ¿Quién te ha dado licencia para llegar hasta aquí? -y se lanzó a él con el puño cerrado, olvidando su dignidad y atendiendo solamente a su enojo.

-Señor, los africanos me han obligado a buscar a usted... me han amenazado, dicen que, si no, que entrarán ellos; en fin, señor, dijeron... -y el criado murmuró a su oído palabras que debieron causarle recelo, pues contestó:

-Diles que hoy no salgo de casa para nada, y que no recibo a nadie, ¿lo entiendes?... ¡Cuidado pues con volver aquí!...

El criado salió, y Ansot, al hallarse solo, sintió que su pecho se libraba de un gran peso, y dirigiendo al lecho de la enferma una mirada que debía encerrar extraños designios, tomó de nuevo asiento en la butaca con aire extraño y meditabundo. Parecía que sus ideas y sus pensamientos habían sufrido una transformación, su frente pálida y ajada, coloreada ahora por un leve sonrosado, daba nueva animación a su semblante que el dolor había marcado de un modo indeleble.

Se creería que una nueva luz iluminaba el caos profundo en que se hallaba sumido: acababa de mostrarle una desconocida y salvadora senda en la cual iba a lanzarse con toda la velocidad del ciervo a quien persigue el cazador, llevando marcado en sus ojos el espanto que le causaba el cercano peligro.

Veces hay que un pensamiento, una palabra, un recuerdo que pasa como un relámpago, presentando a nuestra imaginación una escena sarcástica o grave, risueña o llena de lágrimas que ha tenido lugar en nuestra vida pasada, bastan para transformar nuestras ideas, entibiando el fuego ardiente que consume el corazón enamorado y cambiar la faz de nuestra existencia, ya volviéndola antiguos hábitos, o vistiéndola con un nuevo traje que la hace desconocida hasta a nuestros propios ojos.

Tal fue sin duda el milagro que se obró en el alma de Ansot, pues él pareció alejar de sí, como objetos importunos, todo aquel dolor intenso, toda aquella amargura que le devoraba momentos antes.

¿Qué era lo que de tal modo había cambiado sus sentimientos que así le permitía analizar con la mayor calma sus extravíos y sus locuras? Lo ignoramos, pero la vanidad puede tanto en las almas que carecen de virtudes y de aspiraciones santas y nobles, que puede decirse muy bien que ella es el móvil de todas sus acciones, el aliento de su vida. Por ella respiran, por ella son capaces de arrostrarlo todo, y en el fondo de su alma le erigen un altar, y depositan en él grandes y continuas ofrendas. ¡Oh! ¡No, no hay Dios alguno a quien se consagre un culto más constante y verdadero que el que consagra a la vanidad un corazón envilecido!

-He sido un necio -exclamó con cierto aire cínico y maligno-, esa mujer se muere y la dejo morir sin haber depositado en su frente virginal un solo beso... ¡Razón tienen en llamarme loco!... Tanta pureza, tanto respeto, después que en otro tiempo traté de romper sin miramiento alguno los lazos que la unían a la inocencia y a la virtud. ¿Qué vértigo fue el que me ha dominado? Yo, puesto en ridículo a los ojos de Ricarder... un materialista que se habrá burlado de mi paciencia y de mi candidez...; yo, sorprendido por mis criados de rodillas a los pies de una loca, llorando como una mujer y rezando como una monja. ¡Ah! -añadió sonriendo de un modo irónico-, ambicionaba su amor..., tan sólo el amor de su alma, ese rayo de luz celestial que debía purificar toda una vida de crímenes. ¿Sería verdad que así que obtuviese ese amor me transformaría en otro hombre? ¿No es esto una necia idea? Si penetraran ellos en este gabinete y me vieran a sus pies, trastornado por un pensamiento ridículo... por un loco deseo, si vieran que no me atrevía a tocar apenas a sus vestidos... ¡Oh!, exclamarían: ¡mártir cínico, corazón de león domado como el de una paloma! ¡Hoy que te hallamos cubierto con el velo de la castidad, iremos en peregrinación, nosotros, tus compañeros de abordaje, a pedir al Papa que, absolviéndote de tus pasados errores, nos permita adornar mañana tu sepulcro con el ramo de palma destinado a las vírgenes!

Dicho esto, Ansot lanzó una carcajada, y levantándose de su asiento se atusó la negra y desaliñada melena que acariciaba apenas su bata de terciopelo carmesí. ¡Tenía en aquellos momentos su figura una belleza casi infernal!: en sus rasgados ojos, de un azul sombrío, se notaba cierta atracción igual a la de la serpiente. Ansot volvía a ser el hombre de otros tiempos, el seductor astuto, el voluntarioso, el voluble que todo lo desea, lo obtiene todo, y lo olvida; era de esa especie de hombres, carcoma de la sociedad, criminales a quienes todos perdonan, seres que se hacen amar y temer al mismo tiempo, que pasan ante nosotros, gárrulos y llenos de altivez, ya deslumbrándonos, ya haciéndonos derramar lágrimas, o llenando nuestra existencia de una amargura y un desaliento que no nos deja ni amarlos ni aborrecerlos. Caminan tranquilamente a su fin, todo lo ven con sangre fría, entran en el combate y no pelean jamás, y jamás arrojan una mirada de compasión ni de curiosidad, sobre las víctimas que han inmolado en aras de sus caprichos.

-Necesario es -dijo al fin- que esto concluya de cualquier modo.

Y se acercó al lecho de la enferma.

Nunca ésta se había presentado más castamente hermosa a los ojos de Ansot; nunca la voz de aquella desdichada había tenido más dulzura; una nube de perfumes y misterio parecía envolverla... El atrevido tuvo miedo y no osó profanar con su mirada aquel templo de castidad y de inocencia.

Cuando Ansot cogió entre sus manos las manos calenturientas de la enferma, ésta pareció revivir.

-¡Ah! -murmuró con la voz más dulce- ¿Eres tú? ¡Cuánto me alegro! No te separarás ahora de mí, he tenido un sueño tristísimo que me llenó de miedo, quédate pues, amigo mío, quédate a mi lado, fue un sueño horrible, me parecía que la muerte me llamaba y que tú, empujándome hacia ella, la decías sonriendo: -¡Ahí va!...

Ansot quedó como petrificado al oír estas palabras que sin saber por qué conmovieron su corazón, pues creyera traslucir en ellas cierto reflejo de verdad que le hizo daño.

Indeciso ante aquella mujer, que acababa de reconvenirle y subyugarle sin saberlo ella misma, trataba en vano de alejar de su pensamiento vagas y confusas ideas que le dejaban en una inmovilidad que se avenía mal con sus designios. No estaba ya su alma dominada por aquella ilusión santa, ni por aquel amor que nada tenía de terreno, pero en cambio se hallaba subyugado por un miedo oculto que se deslizaba silencioso en los más recónditos pliegues de su corazón y que le sumía en la inacción más completa.

-¿No me hablas, Ansot? -preguntó al fin la enferma con voz débil y suplicante-. ¿No me quieres ya?

-¡No quererte, hija mía!... ¡No quererte!... -replicó Ansot con amargo acento-. ¡Cuán injusta eres!, pero dejemos esto; tú dices que estoy callado, ¿y de qué he de hablar a mi hermosa enferma?

-Pues qué, ¿no lo sabes tú?

-Sí, sé que tengo de tantas cosas... -respondió Ansot como si hablase con un niño curioso a cuyas preguntas se contesta con un vano juego de palabras...

-Pues habla -dijo la enferma-, quiero distraerme, un sueño pesado me domina, mucho tiempo ha que estoy dormida, pero hoy, ¡si vieras cuán inútilmente me afano por abrir estos párpados que se cierran a mi pesar! Pero nada, ¡siempre entre tinieblas!...

Y al decir esto miraba en torno suyo con espantados ojos, apartando llena de fatiga los cabellos que caían en rizos sobre su frente.

Ansot conoció entonces que la enferma empeoraba, aproximándose con agigantados pasos a sus últimos instantes.

Una nube sombría pasó entonces ante sus ojos; extraños y tumultuosos pensamientos hervían sordamente en su pecho; hubo momentos en que llegó a dudar hasta de su omnipotencia para el mal, parecía un león enervado en la molicie de su jaula que trataba en vano de sacudir sus melenas y volver al pasado valor cuando sus garras no tenían fuerza, ni agilidad sus músculos.

En aquellos momentos de lucha y de inacción, la puerta del gabinete se entreabrió suavemente y se vieron aparecer tres hombres hacia quienes se dirigió Ansot. Eran sus trajes elegantes, su andar desembarazado, en sus labios vagaba una sonrisa maliciosa, en su voz y en sus ademanes se conocía que tenían derecho para llegar hasta allí como lo hacían, sin pedir permiso y sin temor de enojar a nadie con su atrevimiento. Parecían los amos de toda aquella riqueza, o poderosos señores acostumbrados a tener el lujo ajeno como cosa propia.

Ansot, por su parte, no mostró en su semblante la menor sorpresa, se acercó a ellos y les dijo con una franqueza que debería llamarse grosería:

-Ya os he mandado decir por mi criado que no recibía a nadie; en él pudisteis vengaros de mis desaires; yo os lo entregaba como en rehenes y debíais haberme dejado en paz -y les volvió la espalda.

-Desde luego hubiéramos respetado tus caprichos -respondió uno de ellos- si no nos trajeran terribles consecuencias, pero el peligro nos cerca, y si cuando te llamamos podíamos aún salir por la puerta, tendremos que hacerlo ahora por esa ventana que es el único sitio que tenemos libre por ahora.

-Aunque me amenazaran todas las furias infernales, no saldría en este instante de mi casa... ¡Idos en paz si os conviene, yo no temo nada, dejadme pues!

-¡Va! -repuso el que hablaba antes-. Bien dijo tu criado que estabas loco; sin embargo, eso importa poco, pues si tú no quieres salir, nosotros te llevaremos. ¡Ea, vente! ¡Que no queremos hacer el último viaje por causa tuya! Despídete si quieres de esa deidad que con tanto afán se arrebuja y esconde entre la seda y los encajes de su lecho y marchemos que el tiempo es precioso.

Ansot se acercó entonces a la enferma y sus amigos le imitaron, dirigiéndole la palabra con la más grosera impertinencia.

-¡Cuidado! -repuso Ansot con una especie de indignación y familiaridad chancera-. Nadie debe tocar a lo que me pertenece.

-¿Desde cuándo se dice aquí me pertenece, en vez de nos pertenece? -replicó uno de ellos, que dirigiéndose a la enferma, añadió-. Vamos, señora, no se esconda usted, supongo que su amigo Ansot le habrá hablado de otros tres amigos ausentes, entre quienes todo es común; si no lo hizo faltó a todas nuestras palabras, a nuestros juramentos. Es usted hermosa, sin duda alguna, pero el recato, flor de delicado perfume, no crece jamás al abrigo de un techo bajo el cual no se vive ni como esposa ni como hija; no deje usted, pues, de ser nuestra amiga como lo es de Ansot; nosotros sabemos muy bien lo que se debe a la hermosura que no fue bastante rica para ser virtuosa...

-Estáis hoy demasiado graciosos -interrumpió Ansot pero os advierto que me cansan ya tantas necedades.

-¿Habéis visto -le contestaron- una cosa más rara que Ansot convertido en hombre de honor?

Y una sonora carcajada acompañó a estas palabras, que debieron herir muy en lo vivo la vanidad de Ansot, pues, arrepentido sin duda de su debilidad, se echó a reír como sus amigos, diciéndoles al propio tiempo:

-¡Pues si estáis hablando con una loca!...

Los cuatro amigos se rieron de nuevo y se acercaron al lecho de la enferma, para conocer -dijeron ellos- a la que había dado a Ansot algo de su locura.

-¡Magnífica estatua! -exclamó uno.

-¡Soberbia imagen del desconsuelo! -añadió el segundo.

Pero asustada la enferma al ver a su alrededor tantas personas extrañas y que con tanta ansiedad la miraban, temiendo a no sé qué extraños atrevimientos, el instinto del pudor se levantó en su pecho y empezó a dar gritos que resonaron lúgubremente en medio de la soledad que rodeaba la casa.

-¡Esta mujer nos pierde! -exclamaron a un tiempo y huyeron con la mayor presteza, saltando por la ventana del gabinete y arrastrando a Ansot en pos de sí.

Todo esto pasó ante la exaltada imaginación de la enferma como un terrible sueño; levantóse del lecho, recorrió como una verdadera poseída el solitario gabinete, y escuchó muda de terror cómo aquellas paredes devolvían sus gritos como un eco poderoso.

La calentura la devoraba, el aire frío del amanecer entraba a grandes soplos por la abierta ventana; sintió entonces helársele la sangre y se arrebujó en la colcha de raso azul con que se había cubierto al saltar del lecho, semejando con tan extraño vestido hermosa dama que dejaba arrastrar por la alfombra su manto regio y aéreo.

La luz del alba naciente iluminaba apenas el interior de aquella habitación.

La enferma se paró delante de un magnífico espejo sobre el cual la lámpara de noche lanzaba su amortiguada luz, y al ver reflejarse en el fondo sombrío del cristal su imagen, pálida como un verdadero cadáver, fantástica como una aparición del Roberto, al contemplar con loca mirada aquella sombra de manto azul, que ella creía un sudario, aquella aparición que se movía, acercándose a ella y retirándose cuando ella se acercaba o retiraba, quedó de tal modo aterrada que corrió hacia la ventana, saltó, y huyó despavorida, lanzando agudos alaridos e internándose en medio de los jardines, húmedos por el rocío de la noche.

Ricarder y Ángela, que acudieron a sus gritos, corrieron a salvarla.

Capítulo XIX

La razón

Mais dont le solemnel délire

annonce à tous que le dieu va parler...!


Mad. Girardin



Estaba fresca la mañana, el rocío de la noche andaba en todas las flores y en todas las hojas, la arena de los jardines estaba húmeda, la hierba exhalaba, como todas las plantas, un vapor fresco y aromático a propósito para disipar las pesadas visiones que el sueño aglomera en torno del pensamiento.

La loca respiró todos aquellos perfumes; las brisas matinales pasaron rozando su frente y acariciando sus lívidas mejillas y las flores dejaron caer sobre su manto azul algunas de sus más hermosas hojas.

Sin embargo, ninguna de aquellas bellezas comprendía la infeliz, ni podía gozar de ellas para mitigar sus pesares; el peso de sus amarguras caía de lleno sobre su alma, y a pesar de que su turbada razón no lo comprendía en toda su horrible desnudez, sucumbía bajo aquel peso, que era para ella como triste losa de un sepulcro.

Caminaba al azar por los jardines, nadie la guiaba en su vagabunda carrera, y con los pies desnudos, el seno descubierto y la respiración anhelante pudiera creérsela muy bien impúdica matrona que, descubriendo sus mórbidas formas, al tiempo que parecía querer ocultarlas excitaba con sus movimientos voluptuosos y desenvueltos a que la siguiesen aquellos cansados amantes que no anhelaban ya más que un estúpido descanso. Pudiera juzgársela también tímida virgen huyendo las miradas profanas y ocultando su desnudez, llena de rubor, en el fondo de los bosques, casta sacerdotisa llevando nuevas y escondidas ofrendas a sus dioses para que tal vez le perdonasen algún leve pensamiento que amenazara empañar la pureza de su alma, como puede empañar el aliento de un niño el brillo cariñoso que reflejan en sus labios de rosa los ojos de su madre.

Ella seguía y seguía con el mayor afán salvando precipicios, atravesando arroyos y desgarrando sus carnes en los espinos hasta que llegó al bosque de los sauces bajo los cuales se extendía el estanque terso, limpio, tranquilo. Hermoso se presentaba el pequeño bosquecillo lleno de frescura, y en el que reinaba ese silencio no interrumpido que las primeras horas de la mañana extienden sobre los lugares destinados al reposo y la meditación.

Volaban los pájaros de rama en rama, y llenaban el aire con sus cánticos de alegría; pero un himno dulcísimo hirió como aguda flecha el corazón de la pobre loca. Detúvose ésta orillas del estanque como el ciervo que pone oído atento al menor ruido que llega hasta su soledad. Los pájaros entonces, cual si quisieran regalarla con sus trinos, redoblaron su cántico con aquel estrépito y loca algazara con que ellos saludan a la nueva luz que asoma: ¡ignoraban los inocentes vanidosos que al interrumpir aquel silencio herían de muerte un corazón que les había amado cuando podía amar!

La pobre loca estremecióse al contacto del agudo dolor que hería su alma en aquel momento, comprimió su pecho, lanzó agudos y desgarradores gritos, y llena de ira amenazó a aquellos inocentes; quiso cogerlos, destrozarlos..., pero ellos, pareciendo reírse de tan inútiles esfuerzos, levantaron su vuelo y siguieron más allá en su eterno clamoreo.

Aquellos habitantes de las soledades pasaron después rozando casi con los cabellos de la desdichada y, como si provocasen su inútil ira, rodaban en inútiles giros, y ya se acercaban a ella, o se alejaban, rápidos como el pensamiento. Lograron por fin desfallecerla de cansancio y de fatiga, y quedó inmóvil hasta que una blanca paloma pasando rápidamente ante sus ojos medio cerrados, rozó con las alas la tersa superficie del estanque; la enferma hizo aún un esfuerzo y se acercó a la orilla, pero la paloma había remontado su vuelo y sólo su sombra se reflejaba en la onda movible.

¡Ay de aquella pobre alma sobre la cual tantas tormentas habían pasado, dejándola sólo sensible para el dolor! La paloma cruzaba la azul y serena atmósfera, las aguas reflejaban su sombra, y la loca quiso perseguir a su enemiga entre los fríos pliegues de las ondas. Reflejóse en éstas un rostro hermoso animado por una amarga y salvaje alegría, se abrieron con estrépito, volvieron a cerrarse y escondieron bajo su húmeda y rizada túnica un cuerpo hermoso que se vio flotar sobre la superficie envuelta en los anchos pliegues de su manto.

Un grito de dolor resonó entonces en la orilla y en el bosque; el doctor y Ángela se acercaron al estanque y uno de los criados se arrojó al agua a salvar a la infeliz demente.

Gracias a tan extraño auxilio, viose libre de la muerte que aquellas aguas, tan tranquilas al parecer, guardaban en su seno de espuma.

Ella volvió a la vida gracias a los esfuerzos del doctor y de Ángela que habían corrido en busca suya, y volvió a la vida como quien despierta de un sueño pesado y congojoso. Notóse entonces en sus ojos una tristeza profunda, observó con extrañeza cuanto le rodeaba, y apareciendo ajena a cuanto le había sucedido hasta entonces, exclamó con melancólico acento:

-¿En dónde estoy? Yo no conozco a nadie aquí. ¿Qué me ha sucedido antes de haberme dormido? ¡Dios mío, Dios mío! -añadió con voz débil y pausada-. Ya no sé lo que pasa en mi corazón, decidme dónde estoy. ¡Yo deliro! ¡Qué horrible es esta soledad!... -y, pasando su mano por la frente como quien se cree presa de alguna molesta pesadilla, dio rienda suelta a sus amargos sollozos y a su llanto.

-¡Se ha salvado! -murmuró el doctor con una extraña mezcla de alegría y tristeza-. Quiera, el destino -añadió- que no le sea pesada la razón que ha recobrado en este momento...

A los ojos de Ángela asomaron lágrimas de enternecimiento, y preguntó al doctor con las más extrañas muestras de interés.

-¿Será verdad, señor, que esa niña ha vuelto a la vida? ¿No está ya loca?

Ricarder le hizo entonces una seña para que guardara silencio y acercándose a la enferma le dijo con dulzura:

-¡Llore usted, hija mía, llore usted! Ese llanto le ha de hacer a usted mucho bien... Sepa usted, sin embargo, que aquí está bajo un techo amigo, que a su alrededor estamos personas que la aman como pudieran hacerlo aquellas por quien sin duda alguna lloráis...

¡Ah! señor -contestó la enferma alzando hasta Ricarder su débil y lánguida mirada-. Yo no lloro por nadie..., yo no sé todavía por qué lloro... Aquí -añadió, señalando a la frente-, aquí falta algo, señor, y en mi memoria encuentro un tan inmenso vacío de recuerdos que parece hoy el día que empiezo a vivir... ¿Ha sido acaso este largo sueño en que he vivido hasta ahora el sueño de los sepulcros?

-Olvide usted eso -respondió el doctor con el mismo tono cariñoso-. Bástele saber que se ha salvado de un gran peligro y que es necesario que en adelante viva sin recordar nunca lo pasado... ¡Felices los que pueden olvidar! Seres hay para quienes la memoria es un horrible tormento.

La enferma nada contestó, inclinó la frente sobre la almohada y un dulce y benéfico sueño embargó su espíritu. ¡Feliz por vez primera después de tantas horas de angustia! ¡Santo reposo para el peregrino que ha recorrido por espinosos caminos el largo sendero de sus desdichas!

El doctor salió de la estancia; Ángela se quedó velando la enferma. Al tiempo de salir le dijo:

-Vela por esa desdichada; acostúmbrala a tu presencia y sobre todo a tu cariño..., el corazón de esa pobre niña necesita tener apego a alguna cosa sobre la tierra y tal vez no le reste nadie en el mundo a quien haya amado...

-¡El señor va a llegar pronto -repuso Ángela en voz baja y creo que sería mejor que tardase más tiempo en volver...

-Sí sería; pero tal vez no venga tan pronto; hay en la vida de tu amo misterios que jamás quise penetrar; le quiero porque he amado mucho a su padre..., pero preveo misterios tenebrosos a través de aquella frente pálida...

Aacute;ngela hizo un ademán de interrumpir al doctor, pero éste le dijo:

-No creas que trato de interrogarte, sé que has vivido a su lado la mayor parte de su vida y todo lo demás me importa poco, porque eres buena y respeto las causas que te hayan obligado a ello; el silencio que has guardado hasta ahora sobre este punto lo conceptúo en ti como una virtud. Sin embargo, será bueno que sepas que sería una desgracia que Ansot llegase hasta aquí en estos momentos, pero si lo que preveo sucediese, yo trataré, a pesar de la amistad que le profeso, de salvar a esa pobre mujer del infierno que le está reservado. Mi conciencia así me lo manda.

El doctor se alejó al acabar de decir esto y Ángela quedó sumida en una meditación profunda.

Capítulo XX

Justicia de Dios

Et que ton âme, errante au milieu de ces âmes

y soit la plus abjecte entre les plus infames!


Víctor Hugo



Habían ya pasado algunos días, días de triste inacción y de silenciosa y lánguida tranquilidad.

La enferma parecía resignada; y melancólica y tranquila veía pasar su nueva existencia como un sueno indefinible del que ni nos importa despertar ni seguir soñando, y aun cuando algunas veces quiso penetrar el secreto de su existencia contentóse con las evasivas respuestas de Ángela.

Tal vez su alma fatigada no tenía ya fuerzas sino para sufrir el yugo que quisieran imponerle, sometiéndose a todo con la indiferencia propia del que no espera sufrir ya más ni tampoco gozar ni aun de la más pequeña felicidad. Su sensibilidad parecía muerta, su pensamiento estaba paralizado y su memoria no recordaba más que en confuso las escasas y monótonas sensaciones de cada día. La locura había desaparecido, pero quedara en su lugar el desaliento y la inacción; parecía un dócil niño y ciego que se dejaría guiar a donde quiera que la voluntad ajena quisiese, porque su voluntad estaba muerta.

Pasaba los días contemplando una flor o mirando cómo se deslizaban las aguas del arroyo que bajaba rodando dulcemente sobre las guijas y entre las hermosas plantas de la orilla; semejaba así su inactiva existencia la de un débil niño enfermo de melancolía.

Aacute;ngela salía del gabinete de la enferma al tiempo que el doctor iba a entrar.

-¿Cómo sigue? -le preguntó.

-Como siempre; es decir, triste, indiferente a todo, silenciosa.

El doctor meneó la cabeza con aire pensativo y pareció reflexionar algunos momentos.

-¿Sabes, acaso -le preguntó de nuevo-, algunas historias tristes?

-Algunas -replicó Ángela-, y por desgracia demasiado ciertas.

-Pues es necesario -dijo entonces Ricarder- que las oiga la enferma, pero que te las oiga contar a ti, con sentimiento, con ternura, si es posible con lágrimas en los ojos.

-Para lograr eso me basta apelar a mi corazón; recuerdos hay en mi alma capaces de hacer derramar torrentes de lágrimas; pero, ¿no le hará daño?

-Al contrario, Ángela, al contrario: es necesario que vuelva a sentir, pues la inacción en que se halla sumida puede serle muy perjudicial. Necesita llorar más de lo que ha llorado, porque su corazón debe estar tal vez oprimido por alguna pesadilla desconocida para nosotros y que puede conducirla de nuevo a la locura o al sepulcro.

-Pues bien, señor -dijo Ángela-, desde hoy trataré de hacer lo que usted dice, le contaré algunas historias, serán tristes y conmovedoras como se necesitan; ¡así se renovarán mis recuerdos perdidos entre las sombras del olvido!

Al decir esto, Ángela volvió la cabeza, estaba la ventana abierta y se veía desde ella el campo, los jardines, toda aquella soberbia y hermosa naturaleza; Ángela miró hacia el sendero largo, estrecho, tortuoso, que iba a perderse al pie de un bosquecillo de olivos. Viose entonces aparecer la escuálida figura de una mujer, cuyos rotos vestidos dejaban descubiertas sus carnes blancas pero ajadas por la intemperie. Ángela dio un grito de sorpresa y se apartó de la ventana diciendo:

-¡Infeliz! Es ella, voy a buscarla... ¡Cuánto tiempo ha pasado sin poder hablarle, sin poder prestarle socorro alguno! -y diciendo esto bajó las escaleras precipitadamente.

Momentos después volvía ya conduciendo a aquella mujer cuyo aspecto extraño y salvaje no se sabe si infundía lástima o terror.

Tenía algo de mártir su aspecto y en el semblante arrugado y marchito se notaban todavía las huellas de una pasada hermosura.

Todavía Ángela no había podido dirigir algunas preguntas a su extraña amiga cuando se abrió la puerta y apareció la enferma, pálida, vestida de blanco, coronando su hermosa cabeza con una flor azul. Era lento su paso y su mirada distraída y melancólica: sus labios no se abrieron más que para llamar por Ángela, y aquella voz semejó su débil quejido; en su frente ancha y despejada y en sus grandes ojos azules brillaba tibiamente un destello de aquella lenta tristeza que la devoraba.

De repente la vieja desharrapada, la de semblante extraño y manos arrugadas, lanzó una exclamación de júbilo y acercándose bruscamente a la enferma, le dijo pasando la mano por sus sedosos cabellos:

-¿Conque tienes también cabellos rubios? ¡Oh! No hay cosa más bella que ese color de oro alrededor de una frente pálida. ¡Qué hermosa eres! ¡Como tú debía ser ahora mi hija! ¡Déjame besarte!...

Aacute;ngela trató en vano de alejarla de aquel sitio, pues la vieja vagamunda opuso una fuerte resistencia.

-No tema usted, señorita, no le hará a usted daño -dijo Ángela a la enferma-; es una pobre loca, una desgraciada criatura que ha padecido mucho.

-¡Ha sufrido! -murmuró con extrañeza la enferma-. ¿Y por qué?

-Ya se lo contaré a usted, señorita; pero ante todo es necesario que ella se marche; voy pues a llevarla, a cubrir con nueva ropa sus carnes desnudas, aunque aparezca a los pocos días como tiene de costumbre tan rota y desharrapada como la ve usted ahora -y, diciendo esto, se acercó a la vieja y le dijo que la siguiera; rehusólo la vagamunda, sentóse sobre la alfombra y cerca de la enferma, y al ver Ángela este movimiento de resistencia, dijo:

-¡Es necesario dejarla, señorita! -Y volviendo a la loca añadió-: Quédate, pues, pero estate quieta.

-Esas cabezas así -decía ella en voz baja y como hablando consigo misma-, esas cabezas rubias y pálidas las cortaría todas y haría con ellas un altar ante el cual me prosternaría, ¡son tan bellas! Pero como ésa no he visto ninguna -añadió con exaltación y, levantándose rápidamente, se acercó a la enferma y le dijo con extraño acento-: ¿Quieres darme tu cabeza? ¡Yo la llevaré conmigo, yo la cubriré de flores!

Tan rara petición, el agrio timbre de aquellas palabras, hizo salir a la enferma de su apática indolencia y acercando hacia ella la cabeza le contestó con una sonrisa dulce y tranquila.

-Aquí la tienes, ¿para qué la quieres?

La vagamunda escondió entonces sus manos ásperas y callosas entre los abundantes rizos que acariciaban las pálidas mejillas de la enferma, quien lanzó un grito de dolor; y levantándose con una ligereza de que no se la creería capaz al verla tan pálida y tan endeble, preguntó:

-¿Por qué quiere mi cabeza esa mujer?

-¿Por qué? -respondió la vieja llena de ira-. ¿Y me lo preguntas aún? ¡Ah, qué crueles, qué crueles se muestran todos conmigo! -exclamó cambiando en dolor su cólera-. ¡Dios mío! ¡Mi pobre hija!... ¡Ella tenía los cabellos rubios!... ¡Ella era pálida como las hojas de la azucena! Y me preguntan por qué quiero esas cabezas y esas frentes blancas y no quieren que las bese ni que desee llevarlas conmigo para que me acompañen en mi soledad. Hija mía, hija mía, ¿en dónde estás? Yo no cesaré de buscarte hasta que muera, porque para mí no hay nada querido en la tierra sino tu memoria. Yo mataré a Alberto y le pediré después a sus cenizas tu sangre inocente.

Apenas concluyó la frase, la loca se levantó furiosa y huyó... Poco después se la veía pasar ligera como el viento, triste como un espectro por entre los árboles de los jardines.

Conmovióse la enferma al ver un tan extraño y vivo dolor, sumióse en una especie de triste meditación, y con el alma llena de ansiedad y afán pasó la mano por los ojos cual si una viva luz la deslumbrara y murmuró con cierta especie de temor y como quien recuerda:

-¡Alberto!... ¡Alberto!... ¿Quién es Alberto?... Dios mío, ya recuerdo, aunque confusamente... ¿qué es lo que ha pasado por mí? Habla, Ángela, dime quién es esa mujer, quién soy yo, quién es Alberto...; ven, ven -añadió arrastrando a Ángela hacia sí con una especie de fuerza convulsiva-, es necesario que me lo cuentes todo.

Y la llevó hacia el jardín.

-Era -le dijo Ángela- esa pobre vieja una hermosa mujer nacida en un aislado y desconocido pueblo de América, a quien nunca había favorecido la fortuna a pesar de ser un vástago ilustre de una noble familia: huérfana ya a los diez años de edad, quedó bajo la tutela y amparo de una tía, quien la abrumó desde entonces con todo el peso de sus crueles caprichos y de sus ridiculeces sin cuento. Ella sufría todo, más bien con calma que con resignación, y en el fondo de su alma, en medio de sus locos ensueños de niña, se había forjado una esperanza sin fundamento hacia la cual sonreía a todas horas, con la cual deliraba y con la que mitigaba las hieles amargas que su tía derramaba a cada instante en su joven corazón. Abandonar un día de felicidad aquella casa que más bien era una cárcel que un asilo, huir del lado de aquella mujer que era su tormento eterno y no volver jamás a aquel país en donde tanto sufría, he aquí su risueña, su dorada esperanza.

-Huiré lejos -se decía a sí misma- y seré feliz con mi juventud y con mi libertad... ¡Ah! ¡Libertad santa! Libertad bienhechora, tú eres tan necesaria a mi existencia como el aire que respiro..., yo vivo con la esperanza de alcanzarte, y tu luz purísima iluminando mi alma me da aliento para sufrir esta vida a la que me atan las cadenas de una esclavitud odiosa.

Esto decía la pobre Candora, que no sabía del mundo más que lo bastante para poder ser engañada y que no contaba tampoco, para la realización de su loco sueño, con apoyo alguno que no fuera su soledad; y mientra tanto, su tía parecía rejuvenecer y ni una nube rosada venía a hacer más hermoso aquel horizonte de sus dulces sueños, en los cuales gastaba cada vez mas su juventud y su vigor, vanas ilusiones que le dejaban consumirse en tristes días de fastidio y desesperación. Pero su loca imaginación no se inquietaba por eso; esperaba un no sé qué salvador que la alentaba, y parecía esperar en la Providencia, única tabla de salvación para los desdichados, con la misma fe que si estuviera tocando ya los ámbitos de su encantado palacio. Un hombre penetró un día hasta aquella soledad, y este hombre era al mismo tiempo que hermoso, audaz e irresistible. Al parecer sólo asuntos de comercio le llevaban a aquella casa, pero el astuto supo adormecer la vigilancia de la tía de Candora hasta el extremo de ser para aquélla la única persona de quien no debía desconfiar.

Ceguedad eterna de las almas celosas y desconfiadas. El cómo burló aquel Argos de cien ojos, el cómo supo ganarse su afecto y su confianza, pueden comprenderlo bien aquellas mujeres que sin el atractivo de la juventud sienten inclinación hacia aquellos hombres con quien la suerte o la casualidad les hace encontrar en su camino, sin creer nunca que no les aguarda después otra recompensa ni otro premio a su desvarío que el olvido y la miseria. Lo cierto aquí fue que el día en que Alberto, pues éste es el hombre que había llegado hasta aquel solitario rincón, se dispuso a abandonar aquellas riberas y volver a España, fue un día de duelo para la tía de Candora. Duelo oculto, duelo que no podía manifestarse más que como un triste sentimiento de una amistad sincera y que por lo mismo era más grande y más amargo. Pero lo que aquella desdichada mujer ignoraba era que aquel día, de desdicha para ella, era de inmensa felicidad para Candora. No parecía sino que el pájaro ansioso de libertad iba por fin a romper sus grillos y volar por el espacio inmenso, libre y dichoso. Cuando la hora de embarque se acercó, las etiquetas sociales no permitieron a aquella mujer demostrar lo grande de su sentimiento, limitóse todo a repetir las insulsas frases de costumbre deseando al viajero toda clase de felicidades. Pero en su corazón había una grande inclinación hacia Alberto y ella se decidió por fin a hacer la última locura; fue, pues, con una criada a ver desde lejos cómo el hombre que amaba se alejaba de ella. Dilataba su dicha un momento más, poco le importaba lo que costase aquella dicha. La pequeña bahía estaba llena de curiosos, los viajeros fueron acercándose uno tras otro, pero Alberto no venía. La tía de Candora medía ansiosa el tiempo que tardaba para que el buque anclado diese la señal de leva. Hubo momentos en que la angustia de su dicha fue tal que creyó volverse loca. Dejaron de llegar los viajeros, los botes que los llevaban a bordo se alejaron de la playa por última vez... Fue aquél un momento de dicha inmensa para ella, un rayo de alegría iluminó su rostro. Pero la justicia divina es inmutable y jamás se hace esperar mucho y apenas volvió la cabeza hacia atrás vio un hermoso bote que se iba acercando al buque a fuerza de remo: sólo el ojo de una mujer que ama podía distinguir, sentado en medio de la frágil embarcación, a Alberto; ella le conoció, y una nube de tristeza ocupó su corazón. No era, sin embargo, el único castigo que debía experimentar; otro dolor más grande, más amargo, hirió su alma, despertando los celos y la desesperación de la impotencia. Ella vio al lado de Alberto la figura de una mujer elegante y un dardo agudo hirió su corazón, pero se dijo a sí misma -¡Será su mujer!-, y se calmaron sus celos; pero estaba escrito que aquel día había de ser un día de prueba para ella: una ráfaga de viento hizo ondear el velo con que la desconocida ocultaba su rostro, hubo además una mano impía que le levantó el velo y el semblante hermoso y agraciado de Candora se apareció a los ojos de su tía resplandeciente de felicidad. La tía de Candora dio un grito agudo, desesperado, y cayó sin sentido; el bote en tanto se acercó al buque, entraron los últimos viajeros; un momento después sonó en cañón de leva y el buque hendió las ondas majestuosamente.

Viose entonces aparecer sobre cubierta una mujer cuya mirada parecía fija en la tierra que dejaba detrás de sí. Cualquiera creería que se despedía con lágrimas de unos lugares queridos. ¡Desdichada! Daba el último adiós a una tierra en donde tanto tiempo había sido esclava: ¿adónde iba? ¡A cualquier sitio donde fuese libre!

Fácil, sumamente fácil había sido para Alberto la seducción de Candora, y ya se sabe que este pecado de la mujer lo paga siempre con el más cruel olvido, con la más insufrible indiferencia. Candora no se libró de esta triste expiación. Había entregado a Alberto su honor y su corazón, lo había sacrificado todo por él, sin temor, sin recelo; el arrepentimiento debía de ser horrible pues aquel hombre no supo agradecer tan grande sacrificio. Triste fue para la pobre mujer el despertar de su loco sueño; el buque había arribado en una de las más tristes y desiertas playas de Galicia, y Candora vio bien pronto cambiarse el hermoso cielo de su patria por el nubloso y triste de uno de los pueblos cercanos a Mugía, lugar árido, salvaje, inculto, país de nieblas, en fin, que hacía recordar a la hermosa hija de los trópicos la pujante y viva vegetación de su patria, sus tibias auras cargadas de aroma, el brillante sol, el cielo transparente y la mar tranquila de aquellas costas en donde había nacido. El ruido eterno de una mar siempre irritada, y el agudo chillido de las aves marinas, era lo único que turbaba el largo silencio de tan triste soledad, soledad que le fue insoportable tan pronto como Alberto abandonó aquellos lugares dejándola sola, con la única esperanza de una pronta vuelta. Pero los días pasaban y ni Alberto volvía ni se sabía si aquella desdichada mujer había sido abandonada en tan inhospitalaria costa como una cosa inútil. Cuando comprendió Candora todo el peso de su desgracia, un terrible pensamiento pasó por su alma: ¡Dios perdone a los desdichados que piensan como ella cuando sufren más de lo que pueden soportar sus fuerzas! El Ser Supremo debió perdonarle, sin duda, cuando quiso que un interno, un vivo estremecimiento, la hiciese conocer que era madre, y la salvó de una muerte cierta, y la conservó para todas las desdichas; fortuna inmensa para ella, puesto que ese Dios de justicia, que tan cruelmente la azotaba con todos los infortunios, reserva para los que en la tierra padecen hambre y sed de justicia uno de los más hermosos lugares de su gloria. Una sola persona le demostraba cariño en este mundo, una sola persona parecía compadecerse de su triste situación y querer aliviarla; Daniel, que era el único apoyo y amparo que el cielo le había enviado, la amaba como un hijo a su madre, y el pobre marinero cuando vio que la indigencia había venido por fin a hacer más angustiosa aquella existencia amargada, trabajó para ella y pudo conseguir que Candora no sufriese más penas que las de la ausencia.

-¿Será ésta una traición o volverá el día menos pensado? -preguntó un día a Daniel.

-Espere usted, señora, es lo más fácil esto último -contestó el joven marinero y tuvo la fortuna de acertar, pues una tarde volvió lleno de contento a la choza en que vivía Candora y le entregó una carta de Alberto.

«No sé -decía- cuándo me será posible volver a tu lado, mi viaje ha sido como sabes impremeditado, e ignoro el tiempo que durará, prolongando de este modo nuestra ausencia. No te olvides de quién te quiere y espérame. -Alberto.»

Estas pocas palabras, áridas, adustas, casi groseras, fueron, sin embargo, un bálsamo para el dolor de Candora; renació de nuevo a la esperanza, sonrió dulcemente a aquella tierra ingrata en donde no había sido feliz un solo día y esperó con ansia el momento en que Alberto volviese. Santo deseo, ilusión consoladora que devolvió a la vida a aquella mujer, pobre planta joven destinada a secarse en un clima ingrato. Una noche de invierno -prosiguió Ángela después de un momento de silencio- dio a luz una niña de cabellos rubios, una niña hermosa como una aparición celeste..., pero la desgracia no había aún abandonado a tan infeliz criatura; el inefable gozo de la madre fue turbado por la alegría y el dolor más grande del universo. No había tenido tiempo todavía de recoger en sus brazos de bienhechor aquella hija de la ingratitud, cuando se le presentó Alberto, adusto el ceño y la mirada sombría:

-¿De quién es esta niña? -preguntó con colérico acento.

-¿Y lo preguntas todavía? -respondió la infeliz Candora.

-¿De quién es esta niña? -volvió a preguntar.

-¿De quién es? Tuya y mía -replicó ella con seguridad.

-¡Ah! -exclamó Alberto, lanzando una carcajada-, pues es extraño; ¿y tú dices lo mismo? -repuso, dirigiéndose a Daniel.

-Lo que yo digo es que esas palabras no suenan muy bien en los labios de un hombre que ha abandonado miserablemente a la mujer que todo lo ha sacrificado por él. En cuanto a mí, señor, lo perdono todo, he hecho cuanto pude porque no faltase el pan que se olvidaban de proporcionarla los que tenían tan sagrado deber.

Alberto no respondió una sola palabra, pareció reflexionar, depuso lo adusto de su ceño y salió del aposento. Pasaron algunos días de un frío silencio sobre aquella casa y aquellas gentes; parecía haber caído un velo sombrío y Alberto dispuso abandonar tan solitarios y tristes lugares. Viose una mañana que el buque había izado sus velas y se disponía a partir, y los que observasen lo que pasaba a bordo podían ver tendida sobre cubierta una mujer medio desmayada al lado de la cual se paseaba Alberto, el elegante de los salones, con el traje caprichoso de aquella horda de piratas, que no eran otra cosa cuantos componían la tripulación. Daniel estaba amarrado al palo mayor, y cuando el buque se alejó ligero de la costa, el pobre marinero exhaló un grito de angustia y desesperación en que parecía dar el último adiós a los queridos lugares en que había pasado su dulce infancia. El buque se detuvo, sin embargo, tan pronto se alejaron del puertecillo y los marineros echaron al agua dos botes. Entonces Alberto dispuso lo que ningún hombre se hubiera atrevido a pensar. Daniel fue arrojado maniatado sobre uno de los botes, y la hija de Candora sobre el otro.

-¿Qué hacemos de esto, capitán? -dijeron los de este bote.

-¡Ahí, sobre la roca negra!

Aquellos hombres acostumbrados a la obediencia cogieron los remos, hendieron las olas y se fueron acercando a la roca negra que, como un sombrío gigante, se levantaba inmóvil sobre las ondas turbulentas que bramaban en torno de las ásperas rompientes.

-¡Al agua con ese pez! -gritó a los del otro bote.

Se oyó un grito agudo, las ondas se abrieron y Daniel desapareció en su hervidor tumulto. Cuando el buque se alejó por completo de aquellos mares, habían desaparecido por completo las huellas del crimen tan infame. Bien cruelmente pagó Candora su falta; pero aquélla de que Alberto quiso castigarla, sabe Dios cuán inocente era. Yo, que amaba a Daniel con todo el amor de mi alma, sé cuán casta era su compasión hacia Candora, sé que ningún pensamiento impuro pasó por su alma, porque la mujer que ama lo adivina todo y yo le amaba mucho. Tanto le amaba que estoy aquí... ¡para vengarle!... -dijo Ángela en voz baja y conmovida.

-¿Y ella era mi madre? ¿Aquella loca mi madre? ¿Y yo soy hija de Alberto, soy Esperanza, la hija abandonada? ¡Ah, Dios mío!... ¡Dios mío! -murmuró entre sollozos Esperanza, pues ella era la enferma a quien Ansot, o Alberto que es lo mismo, había llevado a otros climas desde las solitarias playas que besa el mar de Mugía.

-¡Ah! -gritó Ángela sorprendida-. ¿Será usted, señorita, será usted la hija de Candora? ¿Podré en fin cumplir mi venganza?

-¡Sí -respondió Esperanza como presa de un vago delirio-, soy hija de esa mujer desgraciada, a mí fue a quien hallaron en una noche de horror abandonada entre las frías rocas de la Peña Negra, cerca de Mugía!

-¡Mugía! -exclamó Ángela interrumpiéndola y estrechándola contra su corazón-. ¡Tú eres la misma! ¡Dios mío! -añadió-. ¡Pobre Candora! ¡Pobre Daniel! ¡Yo os vengaré ahora, y os vengaré para siempre! Cúmplase la voluntad del cielo.

Habían desaparecido de la quinta Ángela y Esperanza.

Cuando Ansot volvió a ella, la halló triste, deshabitada; en vano recorrió los elegantes salones de aquel rústico palacio; en vano llamó a Ricarder, todos le habían abandonado, ninguno de sus antiguos servidores acudió a su voz; parecíase a un caudillo abandonado por los suyos en la derrota.

Un triste y siniestro pensamiento llenó desde aquel instante su alma, présago de las más funestas desgracias.

Empujó la puerta de su gabinete que halló tan solitario como el resto del edificio: allí estaba su butaca, allí la chimenea sobre la cual se alzaban airosas dos hermosas estatuas de blanco mármol, allí el velador cubierto con los últimos periódicos, pero reinaba allí un silencio tan sepulcral, había tal aire de olvido que Alberto Ansot, sentándose tristemente en la butaca, se entregó a una profunda melancolía.

Descendía el sol hacia su ocaso, y los árboles cuyas ramas podían cogerse desde la ventana hacían más triste la augusta soledad de la naturaleza y espesaban al mismo tiempo las sombras de la noche.

Sumergido Ansot en sus meditaciones, apenas sintió entrar en el gabinete con lento paso una mujer, toda vestida de negro, haciendo resaltar de este modo la blancura mate de su rostro.

Esta mujer se acercó a Alberto, y tocándole en el hombro le dijo:

-¡Alberto!

Levantó Ansot la cabeza y miró hacia atrás; pero de pronto se pintó el espanto en sus ojos, lanzó un grito y preguntó con voz de enojo a la que había entrado que, de pie, en ademán severo, le miraba impasible:

-¿Qué buscas aquí?

-Extraña pregunta -respondió la enlutada-; te busco a ti, a ti, Alberto, Ansot, pirata y ladrón, a ti que me robaste a Esperanza, a ti de quien soy esposa... Allá quemé tu palacio, aquí... vengo a anunciarte que Teresa la expósita, Teresa la abandonada de su marido, la befada, insultada, escarnecida, ha descubierto por fin el rincón oculto del mundo a donde has ido a sepultarte con tus crímenes, y, lo que es peor para ti, viene a ver por fin cómo cae sobre la cabeza del hombre que amó tanto como hoy le aborrece todo el peso de su venganza.

-¡Teresa! -respondió Alberto con voz suplicante-. Tú no me perderás, mírame aquí en medio de este lujo como un avaro en medio de sus riquezas; heme solo, abandonado. ¡Oh! Tú aquí, que tanto te he ofendido -añadió poniéndose de rodillas-, perdóname y quédate conmigo: aquí podemos todavía ser felices, olvidando todo y volviéndonos a amar. ¡Ah! ¡De todas cuantas afecciones he despertado en la loca carrera de mi vida, de ninguna he desconfiado menos que de la tuya; perdóname, pues estoy solo; alegra mi soledad: todo lo abandonaré por ti!

Hubo un largo silencio que Ansot, con los ojos bajos y afligido el semblante, no se atrevió a interrumpir.

Teresa le miró con tristeza.

-Son inútiles tan engañosas palabras; las he escuchado en tus labios tantas veces que ya no puedo creerte. Además, Alberto, no te amo ya...; venía dispuesta a vengarme, a gozar en tu última agonía, pero conocí al verte y al oírte que, o te he amado demasiado, o soy más buena de lo que siempre he creído. Yo, Teresa, la que tantas veces has burlado, aquella en quien has encendido tan gran ansia de venganza que te buscó de ciudad en ciudad, de continente en continente, próxima a tocar el fruto de tanta fatiga y de tanto dolor devorado en silencio, no sabe más que decirte... Huye, Alberto, huye ahora mismo o, tal vez, no podrás hacerlo más tarde.

-¿Huir? -preguntó aterrado Alberto-. ¿Tan grande es el peligro que me amenaza?

-Grande es en efecto: el traidor no supo más que abrigar víboras en su seno... Ángela, la amante de Daniel, halló por fin en tu misma casa a aquella Esperanza a quien tanto amé y amo aún, que era tu hija, la hija de Candora, la niña abandonada en la Peña Negra. Ángela acaba de delatarte, te buscan por todas partes lo mismo que a Esperanza, para que la hija ayude a llevar al cadalso al padre a quien nunca amó... ¿Comprendes, pues, cuán grande es tu peligro?

-¡Gracias, Teresa! ¡Ah, cuánto te debo! -y quiso echarse a los pies de la expósita.

-Huye -replicó ésta tristemente- y pronto, no pierdas un tiempo tan precioso en protestas que no creo.

Alberto no escuchó más; el peligro le libró del abatimiento en que había caído, y quiso huir... pero era imposible.

Un mes más tarde en la plaza de la ciudad de *** ahorcaban por pirata, asesino e incendiario a Alberto Ansot. Una mujer le contemplaba con cierta alegría intensa que brillaba en sus ojos; un anciano atravesó entonces por entre la multitud y la apartó de allí, sustrayéndola a tan repugnante espectáculo.

-Yo bien lo había pensado -murmuró con aire sombrío al alejarse-. Alberto Ansot no se parecía a su padre..., era un infame.

Este anciano era el doctor Ricarder, la mujer era Ángela.

Teresa les vio pasar y apartó la vista diciendo:

-Ellos son los instrumentos de la justicia divina... Pero yo amé demasiado a Alberto para que no les aborrezca.

Conclusión

Cantan los pájaros en los árboles saludando la aurora, y las flores de las acacias y los limoneros lanzan sus primeros perfumes: el rocío humedece mi cabeza y yo corro desalentada hollando las rosadas margaritas que me miran con tristeza como pidiéndome compasión, pero yo desprecio su ruego.

¿Quién ha escuchado los míos, ¡ay!, cuando su voz del cielo me llamaba sin que yo pudiera volar en su socorro, sin que pudiera arrancarla de las manos de aquellos hombres sin corazón?

¡Hija mía, pedazo de mis entrañas, yo te busco anhelante, yo salvo los precipicios y los torrentes porque creo oír tu débil vagido entre el murmullo de los ríos, en el crujido de las secas ramas que estallan bajo mis plantas, entre el ruido que forma la barca del pescador al hendir las olas en una noche de verano!

El eco de tu voz se mezcla a las brisas de la tarde que orean las flores en sus ligeros tallos, al rugido de la tempestad que azota las añosas encinas y hasta el arrullo de las tórtolas que se acarician. Marcho de contino en pos de esa sombra ligera que me sonríe en todos los objetos llamándome hacia su seno cariñoso..., pero, ¡ay!, nunca la tocan mis manos... ella se desvanece como humo ligero, y va a esconderse cuando las sombras descienden sobre la tierra, allá en donde se esconde el sol.

Ayer mismo, cuando este astro luminoso parecía hundirse en el mar y las soberbias olas apaciguadas formaban un inmenso lago azul, grande como la inmensidad... un ángel, sin duda, tomando tus formas aéreas se mecía rozando apenas la superficie del agua con la suave ondulación del oleaje. Coronaban su frente grandes rizos de cabellos rubios como un rayo de sol, tus cabellos, hija de mis entrañas... y sonriéndome con la sonrisa de los ángeles me llamaba hacia sí con una voz dulce y armoniosa como el canto del ruiseñor.

Yo iba a arrojarme al mar para acercarme a aquella imagen bienaventurada que quería estrechar contra mi corazón, aunque luego muriese, cuando sentí que una mano de hierro me sujetó, volví airada la cabeza y la sombra murmuró a mi oído:

-Tú sueñas; tu hija no mora entre las ondas, ¡tu hija vive en el mundo!...

¡Mi hija entre los hombres! ¿En dónde estás, pues, que jamás te encuentro? ¡Mi hija entre los hombres! ¡Oh! no; yo te veo en el blanco cendal en que se envuelve la luna, entre los vapores y entre las ligeras nieblas que se levantan de los ríos y se pierden en el cielo.

¿Qué es sino tu voz la extraña música que escucho en mis sueños? ¿Qué beso es sino el tuyo el que el viento deja en mis labios impuros, el santo aroma que los purifica? ¡Tus besos! ¿Pudieran ser los tuyos cuando existe en la región de las nubes? ¿O es que mi corazón de madre adivina que también allá, flor de las vírgenes inmaculadas, podrán marchitarse tus hojas?

¡Ven! Ven a decirme cuál es el mundo en donde habitas; ven, pero no cuando duerma, porque después no sé recordar sino en confuso tu pura imagen.

Ven, verás cómo el llanto ha secado mis mejillas, cómo mis carnes jugosas se pliegan a los huesos como la mojada túnica al cadáver. ¡Ven, ven que te llamo! ¡Que pueda estrecharte una sola vez en mis brazos! ¡Que pueda darte mi beso de madre!

Calló la voz; y el día, risueño como día de primavera, siguió su curso; y crecieron las hierbas; y las flores dieron sus perfumes; y el sol, descendiendo majestuosamente hacia su ocaso, iluminó con sus últimos rayos la inculta ribera, las altas cumbres, y los undosos valles, y los lagos azules que duermen al abrigo de los olmos de su orilla. Entonces más sonora y vibrante llenó el espacio y entonó este canto:

¡Oh, madre mía! ¿En dónde estás que mi alma te busca y no te halla nunca? ¿Quién te ha robado mis infantiles caricias? ¿Quién te ha impedido que me arrullaras con tus dulces cantos? En el revuelto torbellino del mundo giran confundidos esposos y hermanos, padres e hijos que se aman como yo te amo, ¡madre mía! Tu alma debía ser pura y sin mancha como el azul del cielo, y benéfica como la sombra de una fuente en el verano caluroso.

¡Ay! ¿Dónde estás? ¡Véate yo si estás viva, bese yo tu sepulcro si ya no existes! Pero no, quizá profanaría tu losa con el lodo de mi ropaje, porque las cosas de los vivos no deben llegar nunca al sitio en donde reposan para siempre los que ya no son del mundo más que un puñado de cenizas o una vana memoria.

¡Oh, madre mía! Tal vez tú, como yo, fuiste arrastrada por la mano de la desgracia y rodaste, como las arenas impelidas por las olas, hasta el fondo del precipicio desde el cual llamaste a tu hija, como llamo ahora por ti, sin que a tu voz lastimera respondiese mi voz, resonando quizá en el espacio al otro lado del mundo que tú habitas...

Cuando me acerco a la morada de los muertos, creo percibir en cada sepultura acentos melancólicos gemelos de mi alma que me dicen cosas secretas y lastimeras, y pienso entonces si serás tú la que me habla.

Pero no..., al cruzar la selva, al vagar bajo los álamos frondosos, me pareció oír una voz y unos acentos que penetraron hasta lo más recóndito de mi alma... ¿Sería un sueño como los que tantas veces han perturbado mis mañanas de primavera? Yo no lo sé, pero he aligerado mi paso en pos de no sé qué sombra que me llamaba... ¡Oh, sí, que me llamaba! Y creo que me llama todavía.

Si eres tú la que busco, ven a mi lado, ya se esparza tu esencia en los céfiros que mueven las ramas de los cipreses, ya existas todavía entre los mortales. ¡Oh!, ven; alejémonos de estos campos y de estas ciudades que emponzoñaron mi corazón en las largas horas de mi soledad, las unas con los recuerdos de sus caricias, los otros con el aroma de sus flores.

Todo calla en torno mío y el sol que se esconde tras las montañas no me dejará ver entre sus rayos la imagen de hermosura que quiero abrazar..., ¿me volveré sola a ese mundo de seres que bullen y se agitan como abejas en su colmena, para disputarles y que me disputen riquezas que son mentira y placeres que no quiero brindarles?

Mas ¿por qué he de alejarme de este valle? ¿No es cierto que nadie existe en este mundo que haya de llorarme?

El mar que ruge a mis pies me muestra su blanca espuma, semejando lecho de descoloridas flores azotadas por el vendaval en donde duerme el último sueño la virgen melancólica de pesares...; ¿para qué sufrir, pues, esta fatiga de todas las horas y esta soledad que me rodea y me ahoga? ¡Madre del alma! ¡Esta hora es la más triste de los afligidos, es la hora de la duda y de la desesperación!... Si acaso me miras, y más pura que yo te sientas al lado de Dios que todo lo ve y todo lo juzga, si puedes tú medir lo inmenso de mi tristeza, ruégale que me perdone...

Un ¡ay! prolongado y lastimero, último acento que lanza el moribundo al despedirse de este mundo, un ¡ay! desgarrador nacido de las esencias más amargas y de los pesares más intensos, fue a perderse entre el ruido del mar, y al mismo tiempo un cuerpo humano flotó entre las espumas dejando un círculo sombrío en aquel remolino de aljófares.

A la dulce claridad de la luna vióse adelantar hacia la ribera a una mujer enlutada: las olas arrojaron a la playa un cadáver.

Aquella mujer lanzó un grito, alzó los ojos suplicantes y llenos de lágrimas al cielo y exclamó:

-¡Dios mío! ¡Perdonadla!

Y luego besó con transporte el cadáver más frío que las olas... Era Teresa que besaba por última vez las hermosas mejillas de Esperanza.

El mar del Rostro dejaba oír allí sus eternos bramidos; la Hija del mar volvió a ser arrastrada por las olas sus hermanas, hallando en su lecho de algas una tumba que el humano pie no huella jamás.