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ArribaAbajoII. El mal enemigo y las imaginaciones débiles: «Maese Pérez el organista»

La abadesa del convento de Santa Inés, en esta leyenda sevillana, achaca a tales causas la aparición del famoso músico muerto, en su cuerpo astral dirían los médiums, así como la idea de que haya podido tocar su órgano después de haber expirado. «¡Bah! Hermana -dice hablando con la hija de Maese Pérez-, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles» (OC, 157). Los mismos lectores nos ofendemos por la reprensión de la muy digna superiora -¿por qué?-, porque en el contexto de la narración nos iba pareciendo cada vez más normal lo que le pasaba a la modesta joven, o por lo menos parecía normal la reacción de ésta; pues al llegar al apartado IV de la leyenda, donde se produce el citado diálogo, nosotros tenemos la imaginación tan débil ya como la temerosa increpada. Creo que fue Quintana quien atribuyó la inspiración de las Noches lúgubres a la «imaginación lisiada» de Cadalso. Ello es que esta espeluznante y deliciosa enfermedad de la imaginación, con que la gente grave casi nunca está inficionada, es el indispensable lazo entre autores y lectores de obras fantásticas; veamos, por tanto, en «Maese Pérez el organista», con qué medios Bécquer templa los registros de nuestra imaginación para armonizarla con la suya y así contagiarla.

De los trajes, de las costumbres, de diversos elementos descriptivos, así como de los parlamentos de los personajes, se desprende que el marco histórico en el que se supone acaecida la acción de «Maese Pérez el organista» es algún momento durante el Siglo de Oro. El efecto único de la narración -el asombro ante la aparición del organista muerto-, para el que todo el argumento sirve de preparación, lo mismo que nuestra sorpresa al darnos cuenta de que creemos en todo ello, estriban en el perspectivismo hecho posible por esta ambientación aureosecular, a la par que en el número de narradores y fuentes necesarios para transmitir el caso legendario desde esa época remota hasta el tiempo del autor. Vamos ahora a identificar a los narradores y transmisores del material narrativo.

Bécquer es asistido en la investigación y relación de esta «tradición» por un narrador imaginario a quien hay que suponer un caballero culto y sin duda literato que vive en la misma Edad de Oro en la que transcurre la acción del cuento, aunque él no aparece en el relato como personaje. Es evidente desde el primer párrafo de la leyenda que quien nos habla en primera persona no es Bécquer, porque el narrador que a través de ese «yo» nos da el contacto de primera mano con el suceso, tan esencial para estimular nuestra fe, conoce a la demandadera del convento de Santa Inés, quien sí es un personaje de esa maravillosa historia de hace varios siglos: «oí -nos dice el indicado narrador culto- esta tradición a una demandadera del convento» (OC, 142). Ahora bien: nosotros los lectores modernos no podemos creer que un muerto toque el órgano, ni nos resulta fácil aceptar que Bécquer pudiera creer tal cosa. En cambio, aun siendo relativamente docto, un señor que tuviera dos o tres siglos menos de conocimientos científicos (me refiero al Íñigo de la demandadera) podía acaso creer en la autenticidad de ese prodigio.

Lo cierto es que al acompañar a la demandadera a la misa del Gallo, el narrador se sentía dispuesto a creer, esperando presenciar una repetición de las famosas interpretaciones musicales del organista fantasma (no sabía que por fin se había reemplazado el viejo y deshecho órgano de maese Pérez): «aguardé impaciente -confiesa- que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio» (OC, 142). Tan ingenua confesión, tal impaciencia y tal voluntad de prestar fe a la maravilla se dan, en fin, en quien nos ha de guiar en nuestra lectura, y por su entusiasmo de creyente es inevitable que nos contagiemos. Hasta aquí se trata en nosotros de una creencia de segundo grado; de un fenómeno no enteramente desemejante de esa fe en la necesidad de la fe que propondría más tarde ese descreído con voluntad de creer que era Miguel de Unamuno. Mas el ingenioso mecanismo de Bécquer es todavía más complejo, porque en «Maese Pérez el organista» -de ahí el inapelable embrujo de este relato- el lector se deja llevar por una creencia de tercer grado. (He aquí un verdadero asalto a nuestro escepticismo moderno.) Al lado del narrador culto de hace varias centurias, se coloca una narradora inculta y así aun más crédula de la misma época, la ya referida demandadera. Y el primer narrador imaginario hace dentro de la literatura con la demandadera lo mismo que hacía el escritor Bécquer en su mundo real de todos los días: entrevista a un sujeto de condición humilde, quien le proporciona información folklórica.

Tal información se filtra por tanto, primero por la imaginación de la demandadera, y luego por la de su contemporáneo más culto, antes de llegar a la nuestra. A través de las largas conversaciones de la demandadera con su vecina y comadre, doña Baltasara, a quien lleva a la iglesia de Santa Inés -en realidad, tales conversaciones casi no son sino soliloquios de la primera-, la buena sirvienta del convento es narradora a la vez que sujeto de entrevista, y como relatora nos imparte numerosos detalles indispensables. Lo más importante de los fantásticos elementos argumentales que se nos comunican por este conducto es que vienen ya revestidos de la fe que tiene en ellos una mujer sencilla del pueblo, porque es todavía más probable que creyera en el portento del organista muerto una persona ignorante de hace varias centurias que el que creyera en él una persona culta de esa misma época, y todas estas deducciones muy lógicas relativas a los niveles de credulidad de los narradores imaginarios apoyan la fe estética del lector que, por otra parte, éste está muy deseoso de prestar.

La autenticidad de la convicción ingenua de la demandadera viene a la vez reiterada a lo largo del relato por los modismos y refranes vulgares que caracterizan a su habla, así como por sus costumbres de mujer del pueblo. Me refiero a expresiones como las siguientes, que copio de los labios de la comadre de doña Baltasara: «no tiene su alma en su almario»; la iglesia, dice, «suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo»; «es humilde como las piedras de la calle»; «¡Y qué manos tiene, Dios se las bendiga! Merecía que [...] se las engarzase en oro»; «parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés»; «A muertos y a idos no hay Íñigos» (OC, 144, 145, 146, 151), etc. Por fin, la aptitud de la demandadera para creer en la maravilla se refuerza en cierto modo por la fe paralela con que -típica mujer vulgar- acoge y repite toda suerte de chismes sobre los aristócratas que frecuentan la iglesia del convento de Santa Inés.

Mas ni aquí para toda la fuerza de creencia que hay detrás de esta humilde parroquiana. Es significativa la descripción de su entrada en la iglesia, al final del capítulo I: «la buena mujer [...] atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo con éste, empujón en aquél, se internó en el templo perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta» (OC, 147). He escrito en cursiva dos palabras que junto con varios sinónimos se van a repetir en momentos decisivos del argumento de «Maese Pérez el organista». La gárrula sirvienta de las monjas «se pierde entre la muchedumbre», esto es, que se funde con ésta, y lleva en sí la misma esencia de ésta, porque en este relato la demandadera funciona como delegada del pueblo, sobre todo en lo que respecta a la actitud de éste ante los sucesos sobrenaturales. Consideremos algunos ejemplos adicionales de cómo las clases populares y su actitud influyen sobre la aceptación del milagro por los sevillanos imaginarios que pueblan esta ficción, y como consecuencia sobre nuestra aceptación de él.

Ya en el primer apartado de la leyenda, la sabia aunque vulgar narradora apunta que «hasta el populacho» conoce el mérito de la música de maese Pérez (OC, 146). Mas es en los dos próximos apartados, sobre todo en el segundo, donde l a masa popular colorea con su credulidad y asombro el ya mirífico ambiente de Santa Inés durante la misa del Gallo. Subrayo las voces clave en los trozos citados a continuación. Al ponerse malo el tan querido organista, «la noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre» (OC, 148). Tanto se afectaron estos humildes fieles con tal noticia, que «los alguaciles entraron a imponer el silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud» (OC, 148). «¡Maese Pérez está aquí...! ¡Maese Pérez está aquí...!» -gritó la plebe al ver aparecer al músico a despecho de su mortal enfermedad, y-: «A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara» (loc. cit.). Por las últimas palabras de este trozo se sugiere el alcance del influjo de la psicología del estamento de la demandadera sobre esos otros personajes (parroquianos de Santa Inés) que representan las clases elevadas y cultas, lo mismo que sobre el ingenioso perspectivismo del relato en conjunto.

Es elocuente y conmovedor el breve párrafo donde se describe la arrebatada atención con que el pueblo escuchó las santas melodías del músico moribundo:

La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima; en todos los espíritus un profundo recogimiento.


(OC, 150; la cursiva es mía)                


Sin nuestro humilde cicerone, la demandadera, no existiría la célebre leyenda sobre maese Pérez, y sin ella no creeríamos en lo sucedido en esta narración, pero con los pasajes que estamos examinando ahora va quedando cada vez más claro de dónde deriva toda la fuerza de la fe que esa chismosa fémina tiene en lo sobrenatural.

Sonó una nota discorde y extraña; acababa de morir el organista; y

La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.


(loc. cit.; las cursivas son mías)                


Es un solo éxtasis, el del pueblo, el de los aristócratas, el de todas las clases sociales representadas en el público de maese Pérez; a ciertos niveles de comunicación espiritual y estética desaparecen las separaciones entre las clases sociales, y de esta sencilla verdad psicológica se aprovecha Gustavo como apoyo también de la verosimilitud de que tan hábilmente dota a la materia sobrenatural para el lector. Se dan todavía dos o tres menciones más de la muchedumbre en el texto de «Maese Pérez el organista», entre las cuales la más curiosa es la siguiente, en la que se ve de nuevo que la demandadera es la representante o aun la cabeza de esa plebe.

... la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, un camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.


(OC, 153; la cursiva es mía)                


En fin, resulta muy claro que los lectores penetramos en el microcosmo de maese Pérez al nivel de la demandadera y el populacho, y de ahí la facilidad con que abrazamos extasiados todo cuanto sucede en el cuento. Merece la pena comentar las palabras «nuestros lectores», que aparecen usadas en el último pasaje citado. ¿Qué papel se nos atribuye a nosotros los lectores? ¿Somos los lectores de un solo autor o narrador, de Bécquer, del narrador culto imaginario del Siglo de Oro, o de la crédula narradora de la misma época? ¿O somos nosotros los lectores de lo imaginado, no sólo por uno de estos señores, sino por todos ellos juntos y por toda la masa popular al mismo tiempo? ¿No nos conecta también con estos centenares de narradores indirectos el posesivo nuestros con el que en el texto se alude a nosotros los lectores? ¿No depende también nuestra reacción de la intervención de estos narradores desconocidos? La creencia en el milagro del buen músico que toca su órgano después de muerto viene a ser una forma de comunión universal, singularmente contagiosa. La única descripción de la música que enajena al público y que es la ocasión de tal comunión, parece significativo que se inserte en el relato después de fallecido maese Pérez, cuando éste sólo puede tocar el órgano como espectro, cuando nosotros para poder escuchar sus inspiradas melodías tenemos que creer. Son sobrehumanos los acordes del viejo órgano:

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio, etc.


(OC, 154)                





ArribaAbajoIII. Pentagramas, cajas chinas y locura: «El Miserere»

Empieza desde la primera página de «El miserere» la indispensable participación del lector en el logro de la ilusión de realidad; colaboración sin la que no pudiera suspenderse suficientemente la duda para dejar lugar a la fe en lo maravilloso. En la introducción a esta leyenda navarra de Fitero se nos exhibe a la vista un documento que es examinado con mucho detalle por el autor (Bécquer, o bien un narrador imaginario), que habla en primera persona y a quien el lector siente como un contemporáneo suyo. El documento -¿qué prueba más objetiva puede haber que un documento?- son los cuadernos de música en los que intentó escribir el famoso Miserere de la Montaña el músico y romero alemán que en otra época estuvo hospedado en la abadía de Fitero. Los cuadernos existen todavía en la biblioteca abandonada de la célebre abadía. Los «descubrí», apunta el narrador que nos guía (OC, 189).

Las acotaciones insertas entre los pentagramas de los aludidos cuadernos musicales («Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer que salen los alaridos. [...] Las notas son huesos cubiertos de carne», etc. [OC, 190]) parecen revelar que ha sucedido algo extraordinario; y el estar constatados estos particulares en un documento, verificado por un «contemporáneo» nuestro y fechado por las circunstancias del relato en la época del suceso, nos inclina a borrar el parecen. Mas Bécquer siempre nos obliga a razonar y escoger. Al final de la introducción se nos propone la posibilidad contraria: las acotaciones para la interpretación de la música del Miserere de la Montaña, nos dice el narrador, «parecían frases escritas por un loco» (OC, 190). Es más; reitérase esta última hipótesis al final del capítulo I de «El miserere»; pues el romero sale en una tempestuosa noche de Jueves Santo para ir a escuchar la interpretación sobrenatural del salmo L en el monasterio de la Montaña, y: «¡Está loco! ¡Está loco!» -exclaman dos veces sus compañeros (OC, 194)-. Bécquer sabe que es de superior efecto artístico la convicción a la que el lector llega pausadamente por la dialéctica entre la fe y el escepticismo.

Lo ingenioso del presente caso, empero, es que a la larga ambas conclusiones resultan exactas: las hojas de la música son un testimonio fiel de lo ocurrido no sólo una sino muchas veces en las ruinas del monasterio de la Montaña; y sí murió loco el músico alemán. Mas las extrañas frases contenidas en los cuadernos de música no se deben a la locura del viejo alemán, sino que su locura se debe a esas extrañas frases, o mejor dicho, a la frustración que revelan en él, al convencerse de su incapacidad para proseguir lo escrito más allá del versículo 10 del miserere, en cuyo punto había perdido el conocimiento esa noche de Jueves Santo en que allí mismo en la Montaña había estado escuchando el canto sobrenatural de los monjes reencarnados. Quiere decirse que la locura del alemán es posterior a su visita al monasterio arruinado y aun a doscientos rechazados borradores para la segunda mitad del miserere. La inspiración es una forma de locura, pero también por insuficiente inspiración es posible volverse loco. En cualquier caso, excluida la vesania como explicación del suceso en sí, llegaremos a creer en el milagro de la Montaña. (Esto no quita que al final el narrador bromee sobre su propia insatisfacción al no poder leer las notas, las claves y los otros garabatos musicales del manuscrito, preguntando: «¿Quién sabe si no será una locura?» [OC, 200].) Veamos ahora, paso a paso, cómo el lector es llevado a forjar su fe en el prodigio del Miserere de la Montaña.

En el capítulo II del presente estudio hemos apuntado que según el narrador la fuente inmediata de lo referido en «El miserere» son las palabras de «un viejecito que me acompañaba» al hacer la visita de la abadía: «El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referir» (OC, 190). En el capítulo indicado estas líneas nos interesaban como uno de muchos ejemplos de la simulación de la tradición oral en las narraciones becquerianas. Ahora es menester comentar el caso particular. Del texto de «El miserere» se deduce que el anciano es oriundo de Fitero, esto es, del lugar de la acción de esta «leyenda» o relato folklórico, y que será por ende buen conocedor de los antecedentes de lo que cuenta. He aquí otro dato objetivo que, junto con el ya mencionado documento musical, parece asegurar la autenticidad de la tradición como caso fidedigno: por lo menos en lo geográfico, el narrador secundario conoce los pormenores de primera mano. Mas en la misma forma narrativa de «El miserere» se reconstruye, aunque a la inversa, el proceso por el cual se transmitió esta antigua «leyenda popular» de Fitero, y en tal estructura literaria tenemos consiguientemente un nuevo «documento».

Notemos primero que en esta breve relación hay cuatro momentos históricos, representados por las siguientes acciones que nos llevan a épocas cada vez más lejanas: (1) Bécquer o su alter ego literario cuenta la leyenda al lector; (2) El anciano de Fitero cuenta la leyenda a Bécquer o el narrador principal; (3) Un rabadán en tiempo muy remoto cuenta la leyenda ya entonces antigua al viejo músico, pecador y romero alemán; y (4) en el más alejado de los aludidos cuatro momentos se incendia la iglesia del monasterio de la Montaña en la noche de Jueves Santo mientras los monjes cantan el miserere, lo cual da origen a la espectral recreación de la tragedia en los Jueves Santos sucesivos. Es en parte a esta organización temporal a lo que aludía en el título de este apartado al usar la expresión «cajas chinas». Mas con ella aludía también a otros aspectos de la brillante arquitectura de esta leyenda.

Verbigracia, en el tercero de los cuatro momentos enumerados en el párrafo precedente, la relación del rabadán se encierra entre otras dos relaciones del peregrino alemán: la primera sobre su llegada a España en busca de una música para el miserere que fuese tan magnífica, que expresara el profundo arrepentimiento que él sentía por los pecados de su juventud; la segunda sobre su visita a la iglesia del monasterio de la Montaña en la noche de Jueves Santo. Mas ni a esto se limita la ingeniosa organización a lo «cajas chinas», según seguiremos viendo, incluso al volver paso a paso desde el Fitero del peregrino alemán al Fitero de Bécquer.

Subconscientemente, el lector se da cuenta de que estas calas cada vez más profundas en la historia de la leyenda que nos concierne son como una reconstrucción simbólica de la transmisión de materiales de una generación en otra por la vía oral; y he aquí que la forma misma de la narración, aparte de lo que se comunica por ésta, sirve para persuadirnos de la autenticidad del caso relatado. Tendemos ya a suspender nuestra duda ante la cara fantástica de esta leyenda, mas de las progresivas penetraciones en el pasado depende a la vez todavía otro truco indispensable de ese arte becqueriano que consiste en dotar a lo irreal del mayor realismo.

En el análisis de «Los ojos verdes» y «Maese Pérez el organista», hemos hablado de la creencia de segundo grado y de tercer grado, es decir, el hecho de que lo no creíble para nosotros sí puede parecernos creíble para sujetos más ingenuos (creemos que ellos pueden creer), especialmente si interviene entre nosotros y la acción sobrenatural una serie de tales sujetos. Caemos con gusto y casi sin darnos cuenta en la trampa de la creencia estética que tan hábilmente nos pone Gustavo. En «El miserere» -sobresaliente ejemplo de esto-, nuestra capacidad para creer que un prójimo más cándido podrá creer en lo maravilloso, viene a ser como un axioma tácito que se reitera cuatro veces, según vamos ahondando en la historia del secular monasterio de la Montaña. Volvemos al pasado colocándonos a cada paso en las manos de un creyente más inocente que el anterior: (1) Bécquer (OC, 189-190); (2) «un viejecito» candoroso, contemporáneo de Bécquer (OC, 190); (3) un músico culto, «de gran renombre», pero hombre al fin de «hace ya muchos años» (loc. cit.), cuando aun los más instruidos tomaban una actitud menos crítica ante la superstición y el portento (compárese esta figura con la del narrador imaginario del Siglo de Oro en «Maese Pérez el organista»); y (4) «uno de los rabadanes», o sea, «pastores de la granja de los frailes», de esa misma centuria más inocente (OC, 191- 192). Cada uno de estos narradores nos parece más apto para creer que el precedente; nos instalamos por turnos en la mente de cada uno de ellos hasta llegar nosotros mismos a creer, y si en el camino hemos tenido conciencia del mecanismo, una vez que hemos llegado, lo olvidamos en el éxtasis de nuestra nueva percepción de la historia.

Al final del relato, nos toca volver al presente de Bécquer o el primer narrador, y retornamos por etapas, es decir, en la misma forma en que se realizó nuestra penetración en el pasado; pero esta vez el camino, ya conocido, está menos jalonado. El romero alemán, al presenciar la repetición espectral de la trágica destrucción del monasterio de la Montaña, ha regresado en realidad al primer Jueves Santo que concierne al lector de esta leyenda; luego, el peregrino vuelve a su propio presente al desmayarse mientras escucha el versículo 10 del miserere.

En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y no oyó más...


(OC, 198)                


El regreso del romero a su presente se confirma por el primer párrafo del capítulo III de la leyenda, el cual sigue inmediatamente al anteriormente citado.

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior [la del alemán a la abadía], vieron entrar por las puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.


(loc. cit.)                


La vuelta al momento en que el «viejecito» de Fitero cuenta la tradición a Bécquer, y luego por insinuación a aquel otro más reciente en que éste nos la cuenta a nosotros, se despacha en otra oración igualmente concisa:

Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.


(OC, 199-200)                


(Nótese la sutileza con que aquí, en las últimas líneas del cuento, se introduce una nueva referencia al manuscrito autentificador del que hablamos al comienzo de este subcapítulo.)

En las ediciones de las Obras de Bécquer publicadas por la Librería Fernando Fé en el siglo pasado y los primeros decenios del actual, en la edición manejada para este estudio y en la mayoría de las demás, el último pasaje que he reproducido, así como las cinco o seis líneas restantes de la leyenda están separadas del capítulo III (la última división numerada), ya por una raya, ya por una o más estrellas, lo cual sirve para subrayar la última etapa del viaje de vuelta al presente y recordarnos una vez más la estructura a lo «cajas chinas» de todo el cuento.

Es indispensable al mismo tiempo una observación final sobre el parentesco entre tal estructura y la verosimilitud. Cuando se vuelve paso a paso desde el presente al pasado, y otra vez en la misma forma desde el pasado al presente, el pasado viene a ser estructuralmente parte del presente; y pertenecer algo al presente, sea como sea, es un argumento muy persuasivo para que le prestemos fe. Merced a la ingeniosa estrategia medio oculta que venimos descubriendo aquí, se produce hacia la mitad del cuento un viraje total de actitud, tan asombroso como repentino. En ese momento del relato todavía «nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación» del romero (OC, 194), ni -añadimos- la del lector. Pero casi a la vuelta de la página nos sentimos transportados, igual que el músico alemán, quien, «absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales» (OC, 197).




ArribaAbajo IV. Entre pajes y juglares: «La promesa»

Ya hemos observado que «La promesa», un cuadro de costumbres guerreras, según el término del propio Gustavo (OC, 249), es una leyenda muy realista en lo que se refiere a las descripciones detalladas contenidas en ella. Mas no es ésta la única estratagema realista de la que se vale Bécquer en el presente relato con el fin de «engañar con la verdad», por usar la frase de Lope, o sea, hacer que el lector se identifique en cuerpo y en alma con los personajes y su realidad. En efecto: la historia comienza con un drama tan vulgar, que no habrá seguramente ningún lector que no conozca varios casos casi iguales merced a su observación personal de nuestro mundo, por no mencionar siquiera los que conozca a través de sus lecturas.

Margarita llora silenciosamente. Su amante, Pedro, humilde paje y escudero favorito del conde de Gómara, según cree la pobre niña, le ha dado a cambio de su honra un anillo y su promesa de casarse con ella; mas ahora el mancebo se marcha a la guerra con las tropas de su señor, las cuales han de unirse a las de otros nobles vasallos de Fernando III para reconquistar a Sevilla. Aunque con tales apuntes históricos se sitúa la acción de la leyenda en el medievo, las ternezas, las aprensiones y las palabras tranquilizadoras cambiadas entre Pedro y Margarita son las mismísimas que dirían cualesquiera amantes, de cualquier época, en cualquier país, al tener que despedirse en tiempo de guerra. No hace falta reproducir una muestra de sus doloridas palabras; el lector que no las recuerde, se las imaginará fácilmente.

Nos capta la vulgar naturalidad de la conversación de despedida de Pedro y Margarita, la cual -insisto en esto- no tiene nada de sobrenatural; como todo cuanto se halla en las primeras páginas coincide con nuestra propia experiencia del mundo (y a la vez simpatizamos inmediatamente con Margarita), nos sentimos propensos, desde el inicio de la relación, a aceptar como posible y real todo lo que tenga que ver con la pareja separada. Quiere decirse que el perenne realismo que se descubre en estas relaciones amorosas nos dispone a atribuir realidad también a lo que se nos ha de contar sobre las figuras de Margarita y Pedro en las páginas más sorprendentes que siguen.

Se refuerza esta disposición nuestra por el «realismo de tiempo pretérito» que caracteriza a las descripciones de la salida de las fuerzas del conde de Gómara para la guerra (cap. II) y de los reales cristianos (cap. IV), las cuales quedan comentadas en detalle en el capítulo dedicado a esta materia. Para recordar la índole y la técnica de esas descripciones, baste decir en este lugar que si hubiéramos de describir un campamento moderno y un desfile moderno y los curiosos que hubiesen acudido a ver éste, tan sólo los pormenores de lo descrito serían diferentes, pues el procedimiento enumerativo, detallista con que Bécquer describe esas escenas medievales es el mismísimo que emplearíamos hoy para las correspondientes escenas actuales. Por tanto, reuniendo el discurso amoroso realista de Margarita y Pedro en el capítulo I al realismo ambiental de los capítulos II y IV, prácticamente todo el asunto de la leyenda queda encuadrado en un marco de pormenores realistas y convincentes, a los cuales nos resulta muy fácil extender nuestra fe. No queda excluido de ese marco sino el capítulo V, que es un apartado de solamente unas diez a quince líneas. El capítulo III es un corto interludio conversacional entre el conde y el más antiguo de sus escuderos, el cual analizaremos ahora mismo.

La acción del capítulo III de «La promesa» -limitada al diálogo- transcurre en los reales cristianos frente a Sevilla, los cuales en ese momento todavía no se han descrito en conjunto. La modalidad del diálogo es realista, mejor dicho, es la natural entre un amo y un sirviente que es a la vez Íñigo y confidente de su señor. A la conversación realista se añade en este breve capítulo algún trozo de descripción psicológica realista, por ejemplo: «El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio», etc. (OC, 245-246). Ahora bien: justamente en este entorno realista, donde menos se habría esperado acaso, pero donde a la verdad es muy lógico para la poética fantástica, se introduce por vez primera el tema que dotará a este relato de su dimensión sobrenatural: quiero decir, la aparición de la hermosa y pálida mano desprendida del cadáver de la ya muerta Margarita. La misteriosa mano, dice el conde, le ha salvado la vida desviando a su caballo herido y desbocado del grueso de la hueste mora, le ha descorrido las cortinas de su lecho por la noche, etc.

Elemento tan preternatural, empero, se presenta en esta ocasión bajo su único posible aspecto realista: estará loco el conde. El noble señor de Gómara ruega a su leal siervo compruebe lo que le ha confiado mirando con sus propios ojos la blanca mano que, dice, está en este mismo momento «aquí apoyada suavemente en mis hombros» (OC, 274). El solícito escudero se enjugó una lágrima; y «creyendo loco a su señor», le propuso un paseo esperando que la brisa de la tarde le tranquilizase. Hasta aquí la locura, presentada como tal locura (y objetivada mediante el reconocimiento de ella por un observador que quisiera no haberla descubierto), es un tema tan susceptible del tratamiento realista como cualquiera de los otros aparecidos en las páginas precedentes. Desde luego nos enteramos más tarde de que no es cuestión de locura, pero esto nada quita al ambiente realista que se mantiene durante los tres primeros capítulos y buena parte del cuarto. Tal ambiente sirve para disponer al incauto lector a fin de que trague el anzuelo de lo fantástico cuando menos se piensa: sobre todo después del primer asomo de lo sobrenatural, que al parecer se reduce por la explicación racional a causas naturales, el lector escéptico confía aún más en su escepticismo y se encuentra como consecuencia aún más indefenso ante el segundo asalto de lo fantástico.

Apuntemos a la vez que existe entre la forma del capítulo III y la del conjunto de «La promesa» un paralelo estructural que recuerda el plan a lo «cajas chinas» de «El miserere». Tanto en la estructura en pequeña escala (capítulo III), que es la interior, como en la estructura en gran escala se cuentan sucesos pertinentes a la mano fantasmal a un representante o a representantes de la clase humilde. El escudero es más escéptico que la masa de sus compañeros en la soldadesca que escuchan el maravilloso «Romance de la mano muerta» hacia el final de la leyenda, mas aun así su papel prepara al lector para el indispensable del auditorio cuando el juglar recita el referido romance en el capítulo IV. Veremos también que en este último capítulo el escudero señala el papel realizante de la tropa de un modo que es consistente con su actitud en el capítulo III. En fin, en el capítulo que hemos estado comentando -el tercero- empieza a revelarse que el papel de la psicología de masas es aquí semejante (aunque más sutil) al que desempeña en «Maese Pérez el organista».

El heraldo de lo sobrenatural, el juglar, romero, curandero y milagrero que declama el «Romance de la mano muerta» en el capítulo IV, es introducido con la misma técnica descriptiva rea lista que se había aprovechado anteriormente para «fotografiar» la procesión de la mesnada del conde de Gómara al despedirse de su tierra y los reales cristianos en el frente; y además, se inventarían en forma exhaustiva -objetiva- las maravillosas reliquias, bálsamos y cédulas d el rey Salomón que él vende. El pasaje es largo, mas no lo hemos estudiado antes entre las descripciones de personajes, y cumple a la vez otras varias funciones importantes para la consolidación de la verosimilitud en las páginas más fantásticas de «La promesa».

Próximo a la tienda del rey y en medio de un gran corro de soldados, pajecillos y gente menuda que lo escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprar algunas de las baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero, con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas de santos.

En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia, de vidrio y de plomo.


(OC, 249-250)                


Estos párrafos casi casi parecen tomados de la obra Poesía juglaresca y juglares, de Menéndez Pidal, pues Gustavo se anticipa al gran medievalista en estudiar temas como el juglar ante su público y tipos afines al juglar. Cuando no entretenían a los señores feudales en sus castillos, los juglares de antaño de hecho reunían a sus oyentes al aire libre, ya en la plaza de un pueblo, ya en un campamento militar, como lo hace el juglar ficticio de Bécquer; y la importancia del auditorio para la declamación del «Romance de la mano muerta», así como para el arte del conjunto de la narración, se recalca por el uso de las voces «corro», al principio del pasaje que acabo de copiar; «grupo» dos veces, en los dos párrafos siguientes a los copiados (p. 250); y «muro de curiosos», en el párrafo que sigue a la declamación o reproducción del texto del romance (p. 252). Se establece, desde el principio del trozo que comentamos ahora, la total credulidad de los «soldados, pajecillos y gente menuda que lo escuchaban con la boca abierta», no solamente por su forma de escuchar (que subrayo aquí), sino -aún más importante- por su humilde clase social, en la que era de esperar mayor ingenuidad. La larga enumeración de portentosas medicinas y ensalmos en los que esa gente menuda se arroja a creer, ensalza aún más el ambiente de crédula expectación con que se recibirá la asombrosa historia de la mano muerta en los reales de don Fernando. Prácticamente se le cae ya la baba al mismo lector, cuya confianza en el racionalismo estaba ya minada.

Es más: también está previsto en la ingeniosa descripción del romero y su público que el muy noble señor de Gómara cederá inmediatamente a la singular fuerza del «Romance de la mano muerta». Esto lo afirmamos suponiendo que, si el juglar y el conde tienen en común su gusto por un género literario, podrán muy bien sentir a la vez una honda atracción común hacia otro género. En el inventario de los géneros populares que el juglar interpretaba para su público se hallan mencionadas las «historias de amores picarescos»; y ya en el capítulo V de este libro, con otra intención, tomamos nota del paralelo que se da entre estas palabras y la novela picaresca embriónica (OC, 242) que el conde cuenta a Margarita para hacerse pasar con ella por escudero y así seducirla más fácilmente. Lo que quiero destacar ahora es que por la novela que el conde inventa se ve que tiene cierto talento de cuentista y de histrión, y tal talento envuelve siempre la capacidad de creer en la verdad poética, esto es, inventada, del papel que se interpreta. No es así nada sorprende que el conde, y nosotros junto con él, nos sintamos aún más fuertemente atraídos por la extraña pero muy oportuna verdad del romance del juglar. Ningún personaje venía mejor dispuesto que el conde a ser llevado en las voluptuosas alas del horror, mas otros elementos igualmente persuasivos se conspirarán todavía contra él.

El escudero y confidente del conde conoce perfectamente a su amo; sabe que ejerce sobre éste una profunda influencia la ficción tenebrosa y milagrera, y que esa influencia será aún más peligrosa, ahora que el de Gómara sufre un severo abatimiento, acompañado al parecer por alucinaciones. El perspicaz servidor entiende al mismo tiempo, sin duda por ser hombre del pueblo, hasta dónde llega el contagio de las ingentes creederas de la masa reunida, y el embeleso del público boquiabierto del juglar no podía influir para bien en el conde. Todo esto se desprende de las líneas que siguen:

  El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.

Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil...

(OC, 250)                


Si hubiéramos de señalar un solo aspecto de este ingenioso relato como el más importante para la creación de una verdad sobrenatural, creo que todos los lectores concurrirían en que es el texto del «Romance de la mano muerta», en el cual no sólo se halla reiterada como en miniatura toda la historia de los fatales amores de Margarita y su escudero-conde, sino que se autentifican los fenómenos sobrenaturales ocurridos en las páginas anteriores, y aún se anticipa hasta cierto punto el desenlace de la leyenda. El romance es una narración dentro de una narración, y como tal posee su propia verosimilitud; mas esto no significa que el relato principal y el interior no se beneficien el uno por las circunstancias verosímiles del otro; porque como, por otra parte, ya se ha hecho evidente, los hilos de las dos historias se entretejen en un esquema superior. Son dos las condiciones del romance que lo hacen creíble en sí y, por añadidura, dotan al esquema superior de «La promesa» de nuevas apariencias de verdad.

El «Romance de la mano muerta» es un informe noticiero; sirve para poner a la tropa al corriente de lo sucedido en tierras de Gómara. Los romances eran la prensa del medievo; función suya que Menéndez Pidal estudia en Poesía juglaresca y juglares y que yo comenté más arriba en conexión con el presente tema. Lo que forma parte de las noticias del día, esto es, de la historia actual, nos inclinamos habitualmente a abrazarlo con nuestra fe. Esto lo hemos constatado en páginas anteriores; se lo recuerdo al lector ahora para que vea con claridad que se trata de uno de dos apoyos igualmente importantes del realismo fantástico en el «Romance de la mano muerta». En cuanto suceso en sí, lo narrado en el romance se hace creíble por haber sido comunicado en un «reportaje periodístico»; en cambio, por lo que atañe al contenido del suceso, se hace creíble porque el poema declamado por el romero pertenece a un género romancístico que gozaba en el medievo de enorme favor popular por lo intrigante que era: me refiero al romance novelesco, en cuyos ingeniosos argumentos había que creer con todo el ardor de la imaginación, tanto más cuanto que apuntaba en algunos de ellos el elemento fantástico: verbigracia, en los «Romances, de doña Alda, del Enamorado y la Muerte, de la linda Melisenda, del conde Niño, del infante Arnaldos, de la infantina encantada, del conde Olinos», etc., etc. En fin, se reúnen aquí en cierto modo la verosimilitud histórica y la verosimilitud poética.

Repito lo dicho en el capítulo II del presente volumen, sobre el folklorista en las Leyendas: el «Romance de la mano muerta» no se ha recogido de la tradición oral, pese a las impresiones de no pocos investigadores y lectores cultos, y para esto remito otra vez a la carta del renombrado medievalista y folklorista Samuel G. Armistead, que publicamos como apéndice de este libro. «El pueblo es un gran poeta» -decía Antonio de Trueba y la Quintana en 1852, a la cabeza del prólogo de su Libro de los cantares51-. Mas Bécquer emuló a ese gran poeta con extraordinario éxito, y pudo engañarnos merced a su singular pericia como folklorista, la cual le permitió no solamente captar con sorprendente fidelidad el espíritu del verso tradicional, sino también recrear con asombrosa exactitud las estratagemas estilísticas de ese pueblo tan poeta.

Por las observaciones apuntadas en los párrafos precedentes queda claro cómo el romancero sirve para realizar el elemento fantástico en «La promesa». Para concluir quisiera señalar que el recurrir Bécquer al romancero en este relato sirve asimismo para ilustrar una vez más la enorme importancia de los procedimientos realistas para la literatura fantástica en general. El romancero suele mirarse como un género por la mayor parte realista, mas yo pienso ahora en otra cosa. El que Bécquer haya compuesto un romance que parece real -igual, igual a los recibidos por la vía oral- significa el cultivo de cierta forma de realismo, con un producto notablemente realista; pues al imitar el verso narrativo tradicional, nuestro autor hace lo mismo que el novelista al describir a un personaje de novela realista. Quiero decir que observa numerosos modelos reales utilizables (romances que de hecho nos han llegado por la vía oral); recoge los rasgos más conducentes de unos y de otros, y luego reúne éstos en un nuevo conjunto, que aunque no es un auténtico romance viejo, es muy fiel a conocidos rasgos de numerosos romances reales. El profesor Armistead nos ha revelado cuáles fueron los modelos reales para el «Romance de la mano muerta»; y una vez establecidas estas bases en la realidad, queda claro que la relación entre el romance de Bécquer y sus antecedentes es la misma que existe, por ejemplo, entre un personaje realista de Galdós y sus prototipos en la realidad52.

Agustín Durán publicó los dos volúmenes de su Romancero general o Colección de romances castellanos anteriores al siglo XVIII en 1849 y 1851, en la Biblioteca de Autores Españoles, de Rivadeneyra, y allí se le ofrecían a la consideración de Gustavo abundantes modelos para la elaboración del «Romance de la mano muerta». Parece, empero, sintomático que otra obra donde pudo conocer una fuente tan sugerente como el «Romance del conde Sol» -véase la carta de Armistead- sea precisamente un libro de técnica realista, lleno de descripciones fieles de las costumbres cotidianas, quiero decir, las Escenas andaluzas, de Serafín Estébanez Calderón, «El Solitario», Madrid, Imprenta de Don Baltasar González, 1847, en cuyas páginas 209-211 está reproducida una de las numerosas versiones de esa composición

popular. Con lo cual se vuelve a confirmar al mismo tiempo la deuda de la leyenda fantástica becqueriana con el costumbrismo. Fantasía y realidad, todo es relativo; mas en las Leyendas de Bécquer ninguno de los dos conceptos existe plenamente sino como efecto del contraste que forma con el otro.







ArribaApéndice

Carta de Samuel G. Armistead sobre las fuentes del «Romance de la mano muerta»


Para la comodidad del lector, que seguramente querrá consultar el texto de esta composición becqueriana al leer la sugerente carta del profesor Armistead, reproduzco el poema a la cabeza de este apéndice. La carta, que luego sigue al texto del romance, no sólo aclara muchos aspectos de la génesis de los deliciosos versos tradicionalistas de Gustavo, sino que también arroja luz sobre la elaboración del conjunto de la importante leyenda fantástica, «La promesa», en cuya estructura artística esos versos desempeñan un papel imprescindible.


Romance de la mano muerta




- I -

   La niña tiene un amante
que escudero se decía.
El escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
«Te vas y acaso no tornes».
«Tornaré por vida mía».
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
       de hombre fía!


- II -

   El conde, con la mesnada,
de su castillo salía.
Ella, que lo ha conocido,
con gran aflicción gemía:
    «¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!».
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
       de hombre fía!


- III -

   Su hermano, que estaba allí,
estas palabras oía.
«Nos has deshonrado», dice.
«Me juró que tornaría».
«No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía».
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
       de hombre fía!


- IV -

    Muerta la llevan al soto;
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no le cubrían:
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
       de hombre fía!



Prof. Dr. Russell P. Sebold

Departamento de Lenguas Románicas Universidad de Pensilvania

Mi querido amigo:

Gracias por tu carta sobre el «Romance de la mano muerta», de Bécquer53. En efecto: no es tradicional, sino que, como muy bien dices, Bécquer, con su fina sensibilidad poética, ha sabido adaptar con acierto algunos tópicos romancísticos de rancio abolengo, para crear la ilusión de que su poema podría haber sido cantado por un juglar o, por lo menos, por un cantor de romances.

Hay, en primer lugar, todo el andamio narrativo de la partida del esposo (o aquí, del amante) para la guerra, dejando atrás a su fiel esposa (o amada). Bécquer, vivamente interesado en las tradiciones populares, muy bien hubiera podido escuchar -o aun conocer de tradición personal- alguna versión del famoso romance del «Conde Sol» (o «La condesita»)54, que le habría proporcionado la inspiración básica para el poema. También podría haber encontrado este romance en sus lecturas: por ejemplo, en la versión publicada por Serafín Estébanez Calderón, en sus Escenas andaluzas (Madrid, 1847), impresa luego por Agustín Durán en la 2.ª ed. del Romancero general, 1 (Madrid, B. AA. EE., 1849)55. Pero tales lecturas de Bécquer tienen que quedar como pura suposición; porque, como ya se ha dicho, perfectamente hubiera podido entrar en contacto con el romance por tradición oral, siendo así que es uno de los más conocidos en toda la Península.

Hay también otros romances peninsulares que tratan de la partida del esposo: uno es «El conde Antores», y también en algunas versiones de «La vuelta del marido» (é), se presenta al marido en el acto de marcharse a la guerra56. Sin embargo, me parece poco probable que Bécquer tuviera en cuenta estos romances y no «El conde Sol». El «Antores» es rarísimo, y su extensión geográfica actual se limita a áreas laterales arcaizantes del noroeste de la Península57, mientras que el papel destacado del «conde» en el poema de Bécquer (igual que en «El conde Sol») excluye, según creo, la posibilidad de la influencia de «La vuelta del marido». Otro detalle que une el poema de Bécquer al «Conde Sol» es el motivo del anillo. En el romance, como en tantísimos otros relatos tradicionales, el anillo sirve para identificar a la mujer abandonada, en el momento en que se vuelve a reunir con su marido58. Creo, en fin, que Bécquer se ha inspirado en el conocidísimo romance del «Conde Sol».

El motivo de la mano que se asoma a flor de tierra proviene de otro romance tradicional: «El testamento del enamorado» (o «No me entierren en sagrado») es muy conocido en la Península y aún más en Hispanoamérica59. Aquí, el amante desesperado encarga que lo entierren

«con una mano por fuera / y papel sobredorado, / con un letrero que diga: / '[Aquí murió] un desgraciado.'»


. No conozco textos peninsulares donde la mano quede fuera, pero sin duda existen. El que cito, de Marruecos, es indudablemente de origen reciente entre los sefardíes, aprendido seguramente de algún residente andaluz de Tetuán
60. No cabe duda que Bécquer tiene en cuenta este romance, muy difundido como poema independiente y también como una especie de epílogo migratorio, que se adhiere a otros varios relatos. Y así, precisamente, es cómo funciona en el poema de Bécquer.

El estribillo es, quizá, uno de los elementos más interesantes del poema, desde la perspectiva del estudioso de la poesía tradicional. Al lado del «Conde Sol» y del «Testamento del enamorado», aquí también Bécquer echa mano del cancionero oral para aprovechar, de un modo muy directo y literal, unos famosos versos migratorios de la lírica. La desconfianza radical en la fidelidad, tanto de hombres como mujeres, abunda en la poesía popular, expresándose formulísticamente en muchos contextos61. Creo, sin embargo, que Bécquer tiene en cuenta una fuente específica: «La tórtola del peral», una rima infantil, muy popular, que él hubiera podido escuchar en incontables ocasiones. Los versos pertinentes rezan:

«¡Malhayan sean las mujeres / que de los hombres se fían!»


62. Resulta curioso que, en un caso (que yo sepa) aislado, una versión del «Conde Sol» concluye precisamente con este verso formulístico:
«¡Malhaya de las mujeres / que de los hombres se fían!»


63. ¿Tuvo en cuenta Bécquer una versión de este tipo, en que se combina el «Conde Sol» con el famoso verso sobre la infidelidad de los varones? Podría ser, pero nada nos obliga a suponerlo. La combinación es muy rara, y huelga decir que, como buen poeta y buen conocedor de la tradición, Bécquer perfectamente hubiera podido traer a colación los distintos elementos tradicionales que aquí hemos visto, para armonizarlos en una creación suya, nueva y poéticamente eficaz. Creo, en fin, que lo que hace Bécquer ha de ser independiente del ya dicho romance combinado.

Como los romancistas cultos de los siglos XVI y XVII, Bécquer también emplea una especie de fabla antigua de su propia invención (se partía, tornes-tornaré, por vida mía, diz que, etc.), a la vez que invoca un mundo arcaico, caballeresco y aristocratizante -de condes, castillos y mesnadas-, que es precisamente el que sigue caracterizando al romancero oral aún hoy en día.

Para concluir: En el «Romance de la mano muerta», Bécquer exhibe buenos conocimientos de la poesía oral de su contorno y la aprovecha con sensibilidad y finura, integrándose así en la venerable tradición de Gil Vicente y Lope de Vega, y la que después han de continuar Alberti y García Lorca.

Como siempre, con un amistoso saludo,

Samuel G. Armistead.





 
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