Biblia y Mística: la revelación de Dios por el símbolo en el poema «Noche oscura»
Salvador Ros García
(Madrid)
(FRANCISCO YNDURÁIN, Relección de clásicos, Madrid, 1969, pp. 20-21) |
(MIRCEA ELIADE, Mefistófeles y el Andrógino, Madrid, 1969, pp. 268-269) |
«Y para que no pensemos que esta poesía es puro producto de un corazón enamorado, Juan de la Cruz tensa el arco y apunta a la revelación de Dios, a la palabra bíblica». |
(HANS URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica, vol. III, Madrid, 1987, p. 132) |
No hace falta
decir que hablamos de San Juan de la Cruz: el símbolo de la
Noche y la referencia al poema homónimo -En una
noche oscura- evocan de manera espontánea el nombre del
poeta místico español que mejor ha sabido forjar
símbolos puros. Y el de este poema lo es, ciertamente, el
más puro de todos, el que omite toda referencia
explícita a lo simbolizado (ni una palabra que, por
sí sola, desvele su arcano), además de que en su
propio significante, en la parte visible del símbolo,
aparecen también genialmente expresadas las tres dimensiones
que indicaba Paul Ricoeur -cósmica, onírica y
poética- de todo símbolo
auténtico1.
En este sentido, pues, y con el respaldo de críticos tan
autorizados como Jean Baruzi, Dámaso Alonso, Jorge
Guillén, José Luis López Aranguren, Federico
Ruiz María Jesús Mancho, Cristóbal Cuevas, se
podría considerar el poema de la Noche oscura como
la cima de la lírica sanjuanista, «el más puro de los tres grandes
poemas»
, «de mayor pureza
aún que el Cántico
espiritual»
2,
«el poema en que se condensa la
quintaesencia de la mística
sanjuanista»
3,
pues todo él «es claramente un
símbolo total»
, «en
estado puro»
, «es a la vez
la más íntima traducción de la experiencia
y la experiencia misma»
4.
Es innegable que
la máxima genialidad de San Juan de la Cruz, a la vez que su
mayor esfuerzo expresivo, se encuentran en la poesía, donde
ha logrado transmitirnos lo mejor de su experiencia en un lenguaje
simbólico5,
aunque probablemente a muchos de sus lectores toda esa magia verbal
les resulte un lenguaje enigmático e impenetrable.
Quizá alguno se pregunte si no podía haberlo hecho de
oirá manera, en un estilo más llano. El error
está en suponer que la experiencia profunda del misterio se
pueda traducir en ideas, en conceptos, en un lenguaje que no sea
simbólico6.
Lo propio del símbolo es precisamente su profundidad, pues
se trata de un atisbo del misterio absoluto que concentra en
sí la universalidad de lo existente, algo que nos pone en
contacto con las fuentes profundas de la vida y nos abre a
horizontes de infinitud, nos descubre una visión unitaria
del mundo y nuestro propio destino como parte integrante de
él, nos compromete existencialmente. Como ha recordado
Mircea Eliade, «el símbolo revela
ciertos aspectos de la realidad -los más profundos- que se
niegan a cualquier otro medio de conocimiento; no es una
creación irresponsable de la psique, sino que responde a una
necesidad y cumple una función: poner al descubierto las
modalidades más secretas del ser»
7.
Como tantas veces
se ha dicho, el hombre es un «animal
simbólico»
8,
no sólo porque utilice símbolos, sino porque los
genera, porque él mismo es el símbolo originario, el
ser en el que tiene su origen el fenómeno del simbolismo,
realidad compleja en la que se dan dos significados pertenecientes
a órdenes distintos de realidad, en la que una parte
captable empíricamente hace presente la otra de naturaleza
meta-empírica. Inicialmente, como el mismo término
sugiere, el símbolo era una contraseña: una moneda o
medalla partida que se entregaba como prenda de amistad o de
alianza. El donante se quedaba en posesión de una de las
partes, mientras que el receptor disponía sólo de una
mitad, que en el futuro podía aducir como prueba de alianza
con sólo hacer encajar su parte con la que poseía el
donante. La unión de los dos fragmentos les permitía
reconocer su amistad y atestiguaba que la unión concluida
había permanecido intacta durante la separación. Era
una expresiva imagen que ponía de manifiesto la unidad
conservada en la diversidad. El símbolo, por tanto, es un
signo de relación, de vínculos profundos, y se
refiere al hecho de poner juntas, de hacer coincidir las partes
separadas de una realidad única, la unión de dos
mitades: el término visible (el significante o aspecto
manifestativo del símbolo) y el término invisible que
se halla «en otra parte»
, la
otra mitad a la que remite la primera para obtener
significación (lo simbolizado en el símbolo que
constituye su horizonte de sentido). Esto quiere decir que entre el
significante y lo significado hay un lazo analógico, una
relación natural, aunque lo significado en el símbolo
pertenece a un orden distinto de la realidad de aquél en el
que se sitúa el significante, pero en el que a su vez, de
manera inmediata, se hace presente ese sentido invisible. Es
así como el símbolo despierta determinadas
intuiciones, libera unas significaciones analógicas formadas
más o menos espontáneamente en el espíritu
humano que permiten al hombre descubrir su alma. Por esta
razón, no por casualidad, el símbolo es el modo
más radical -radicalidad del misterio, radicalidad de la
palabra- de entrar en contacto con lo divino.
Donde hay
experiencia mística, experiencia profunda de la realidad,
surgen los símbolos en todo su esplendor y belleza, como la
única forma posible de aprehender y expresar el misterio,
pues de lo contrario, sin el símbolo, la experiencia
religiosa y cristiana no podrían decirse y, por tanto,
tampoco darse. El símbolo, por su densidad semántica,
al manifestar los múltiples sentidos de que es portador, se
convierte en vehículo de revelación, «hace aparecer un sentido secreto, es la
epifanía de un misterio»
, «aparición de lo inefable por el
significante y en él»
9,
donde se nos dice el Inefable y se nos da a ver el Invisible sin
dejar por eso de ser el misterio santo e inagotable, siempre
trascendente a nuestras imágenes y representaciones. El
símbolo no objetiva, no cosifica, sino que deja a Dios ser
Dios en su soberana libertad de misterio; lo revela, como
decía P. Ricoeur, «en la
transparencia opaca del enigma»
10,
con una revelación siempre inminente, nunca acabada,
mostrando y ocultando a la vez. Se comprende así que el
lenguaje de los místicos, al pretender acercar lo
trascendente a lo inmanente, lo divino a lo humano -sin
confundirse, pero tampoco sin separarse-, rebose de
símbolos, de origen arquetípico en muchos casos, para
poder expresar esa experiencia personal, también ella misma
de carácter simbólico11.
Tal es el caso de
San Juan de la Cruz, cuya poesía es la configuración
más directa y genuina de su encuentro con el misterio,
plasmación lírica de complejas vivencias personales,
de una patética de lo divino. Se trata, pues, de poemas
esencial y radicalmente autobiográficos, compuestos «con algún fervor de amor de
Dios»
, «en amor de abundante
inteligencia mística»
(sustancia, por tanto, de
una experiencia in
fieri), en los que el poeta, teopático y
teofático a la vez, «con figuras,
comparaciones y semejanzas rebosa algo de lo que siente»
(CB, prólogo 1-2),
desborda algo de la sobreabundancia del sentimiento, ha dejado
escapar, como un chorro de agua a presión, una parte de su
tensión espiritual12,
aunque al elevarla a categoría simbólica haya tenido
que despersonalizar en parte esa experiencia, lo que añade a
la calidad de sus versos un mérito mayor al hacerlos de esa
manera -en el mejor de los sentidos- existenciales. Y justamente
por eso, porque lo decisivo del símbolo es su valor
existencial, porque se refiere a una realidad que compromete por
entero la existencia humana -«esta
dimensión existencial es la que distingue y separa
primordialmente los símbolos de los
conceptos»
13-,
la poesía de San Juan de la Cruz, expresión de todo
un modo de vivir de caía al amor y vertebrada toda ella por
una contención pletórica de signos deícticos
que la hacen infinitamente sugeridora -«todo es símbolo, todo es lo que es y algo
más»
14-,
desvela y aporta al mismo tiempo una significación para la
existencia humana, se convierte en vehículo de
revelación del misterio absoluto, en lugar
lingüístico -teofánico y teológico- donde
resuena «la voz infinita de Dios,
comunicándose al alma y haciendo efecto de inmensa
voz»
(CB 14,10). De ahí que con razón
pudiera decir Pedro Salinas que «no hay
poesía más misteriosa en nuestra lengua que la de San
Juan, pero al mismo tiempo ninguna más reveladora, ninguna
menos confusa e incierta»
15.
La
revelación es la manifestación de lo que nos
concierne últimamente, del misterio que hay en el fondo de
nuestro ser16.
Y eso no es algo que venga de fuera, sino que sale de dentro.
Consiste en caer en la cuenta de la presencia que nos constituye,
nos habita y trata desde siempre de manifestársenos, algo
que aparece cuando el hombre examina su propio corazón.
Quizá estamos acostumbrados a pensar en la revelación
sólo cuando se trata de la Biblia o de los distintos pasajes
de ella, sin darnos cuenta de su íntima conexión con
lo que sucede en nuestra vida, en la que Dios se sigue revelando
ahora igual que se reveló entonces, aunque de ordinario
sólo se le advierta ahora gracias a la palabra que alguien
logró articular entonces. Y es que entre la Biblia y el alma
humana hay una radical connaturalidad: las dos dicen lo mismo,
porque las dos encierran en sí el mismo misterio, de manera
que lo que se nos da a conocer por la Biblia concuerda con nuestra
propia experiencia y, gracias a la referencia simbólica de
la una a la otra, ambas se esclarecen mutuamente, la experiencia
abre la Escritura y ésta se convierte en norma
interpretativa a la que todos pueden remitirse. Franz Rosenzweig lo
expresó magníficamente: «La
Biblia y el corazón dicen lo mismo. Por eso (y sólo
por eso) la Biblia es revelación»
17.
De aquí, de este hontanar, de esta confluencia entre la Biblia y el corazón humano dimana toda la poesía de San Juan de la Cruz18, que resulta eminentemente reveladora por estos tres motivos fundamentales: en primer lugar, por estar constituida desde la relación con la presencia originante de Dios en el fondo del hombre y de toda la realidad, presencia absolutamente trascendente, totalmente otra, y al mismo tiempo inmanente como ninguna otra, más próxima al hombre que su misma mismidad; en segundo lugar, porque comporta un contenido superior e inaccesible por ningún otro medio, instaura una innovación semántica y un modo de conocimiento que nos abren a un mundo nuevo, se convierte en fenómeno de mediación e instrumento de comunicación de esa presencia divina; y en tercer lugar, porque opera un efecto transformador sobre el destinatario inmediato y último: la salvación de aquellos a los que se dirige19. Una poesía, pues, de gran trascendencia intencional, escrita con el máximo amor y respeto por el signo lingüístico y que hace posible la comunicación del misterio.
Estas tres
cualidades las subraya el propio poeta místico en el
prólogo al Cántico espiritual, donde declara
sin ambages que sus poemas han sido compuestos «con algún fervor de amor de
Dios»
, «en amor de abundante
inteligencia mística»
(en un estado
teopático y con un componente de inspiración divina
análogos a los de la Biblia), y que de esa «abundancia del espíritu vierten secretos
y misterios»
, transmiten su mensaje en un lenguaje
metafórico, «con figuras,
comparaciones y semejanzas»
, de la misma manera que
«el Espíritu Santo en los divinos
Cantares de Salomón y en otros libros de la Escritura
divina»
(por tanto, también al modo
bíblico), y que se los entrega así al lector, con
«toda la anchura y copia que el
espíritu fecundo del amor en ellas lleva»
, sin
necesidad de «abreviarlos a un sentido a
que no se acomode todo paladar»
, precisamente «para que cada uno se aproveche según su
modo y caudal de espíritu»
, ya que «no han menester distintamente entenderse para
hacer efecto de amor y afición en el alma»
,
convencido de la eficacia de ese vehículo expresivo que ha
elaborado, del poema como objeto simbólico comunicable como
tal y capaz de responder a los más variados interrogantes,
lo que desde el punto de vista literario constituye su
máxima genialidad: la creación de un producto
polisémico que, como el maná, «tiene todos los sabores y gustos»
(LB
3,38), produce efectos de «sabiduría, amor y sabor»
(S II, 14, 2; CB 26, 5), y la
instauración de un modo de conocimiento basado en la
intuición abierta para ser entendido por todos.
La razón
última de todo ello, de su dinamismo existencial, de su
fuerza reveladora, de su capacidad de llegar a los más
diversos lectores, satisfaciendo gustos muy dispares, es porque se
trata, efectivamente, de una poesía de naturaleza
bíblica, con idéntico objeto y con idéntica
expresión, producto de la presencia irruptiva de lo divino
en el ámbito de la experiencia humana. Así lo
creía el propio Juan de la Cruz, convencido de que Dios, al
menos en cierta medida, le había inspirado aquellas
canciones: «Vistas por el propio Juan de
la Cruz -confirma Baruzi-, una diferencia de grado, pero no de
naturaleza, las separa de los versículos líricos de
la Biblia»
20.
Y de ahí su decisión de adoptar la misma
estilística de la Biblia al configurarlas como canciones de
apariencia amoroso-profana, pues si el Espíritu Santo,
«según es de ver en los divinos
Cantares de Salomón y en otros libros de la Escritura
divina, no pudiendo dar a entender la abundancia de su sentido por
términos vulgares y usados, habla misterios en
extrañas figuras y semejanzas»
, «ésta es la causa por que [también
él, el poeta] con figuras, comparaciones y semejanzas rebosa
algo de lo que siente»
, se propuso hacer con ellas una
mística imitación de la Escritura, una
originalísima mimesis, no ya de los escritores
clásicos o modernos, sino del propio Espíritu Santo
en su palabra inspirada21.
Es posible que, al redactarlas, hubiera de hacerse fuerza para
omitir todo referente sacro, la referencia explícita a Dios,
a las realidades divinas; pero la fidelidad al estilo
poético usado «por el propio
Espíritu Santo en los divinos Cantares»
debió decidirle, en último término, a desafiar
cualquier riesgo de malinterpretación, convencido de que el
sistema simbólico adoptado le permitía sugerir un
mundo espiritual que en sí es indescriptible, del mismo modo
que en el Cantar de los Cantares «el
principal intento de Dios en aquellas cosas es decir y dar el
espíritu que está allí encerrado, el cual es
dificultoso de entender, y éste es muy más abundante
que la letra y muy extraordinario y fuera de los límites de
ella»
(2S 19, 5), donde también la imagen del amor
es más que una imagen, en cuya apariencia de amor humano se
transparenta una prototípica experiencia de amor divino, un
auténtico canto espiritual del amor de Dios al hombre, y eso
sin que el significante remita a su significado. Si pensamos, por
otra parte, que ya en el monacato medieval el Cantar era el libro
bíblico más comentado22,
y que en el siglo XVI se le consideraba como una égloga
«a lo divino», se comprende fácilmente la
connaturalidad de nuestro poeta místico y el tipo de
ornatos que en él había de
destacarse23.
Pues bien, de esa
natural compenetración con el Cantar de los Cantares, la
moderna crítica literaria ha podido deducir con total
acierto que el poema de la Noche oscura se distingue,
precisamente, por ser el de imitación más
próxima en ambiente y estilo al epitalamio bíblico,
«una combinación entre la
intuición simbólica y el ambiente alegórico
del Cantar de los Cantares»
24,
«una verdadera re-creación de los
Cantares desde la sensibilidad de la Contrarreforma
española»
25,
un Cantar cristianizado, pero con la misma técnica de su
modelo, del que proceden «el
símbolo del amor conyugal, el dramatismo de los enfoques y
un admirable acervo de imágenes que sugieren el amor
místico a partir de significantes de inicial carácter
profano»
26.
Todo esto no
compromete en absoluto el carácter literario de su
poesía, como no lo hace en el caso de Garcilaso entenderla
como signo de amor humano, ni debe suponer ningún tipo de
prejuicio dogmático para el intento que pretendemos de
interpretar el poema por sí mismo. Justamente por eso,
porque «interpretar -como dice P.
Ricoeur- es tomar el camino del pensamiento abierto por el texto,
ponerse en ruta hacia el oriente del
texto»
27,
es por lo que primero hemos querido situarlo en su contexto
originario, en la tradición propia de donde le viene la luz
y en la que hace sentido. «Cuando se
comprende la tradición -recordaba Gadamer- no sólo se
comprenden textos, sino que se adquieren perspectivas y se conocen
verdades»
28,
nos permite descubrir lo que está más allá de
los signos lingüísticos empleados.
Resumiendo, pues,
en el poema de la Noche oscura todo es símbolo,
representación significativa de otra realidad propiamente
indecible. El símbolo de la Noche, por tanto, no es
sólo circunstancia o ambiente, es una intuición
totalizadora de la realidad que nos revela el sentido último
de la dialéctica Dios-hombre-cosmos, un mundo en el que
podemos habitar. A propósito de este símbolo y de su
presencia en el poema, María Jesús Mancho ha recogido
las diversas teorías o explicaciones -psicológica,
secular, bíblica, patrística, arabista,
germánica, arquetípica- que se han venido proponiendo
en la ya larga investigación de un caso tan típico
como éste de significados interrelacionados y de
concurrencia de fuentes29.
Sin excluir en principio ninguna, las más apropiadas parecen
ser estas tres: la explicación psicológica propuesta
por Baruzi, para quien el símbolo de la Noche es
inseparable de la experiencia mística del autor, está
adherido directamente a ella, y por tanto se trataría de un
hallazgo personal30;
la de la inspiración bíblica a través de
libros como el Éxodo, ciertos Salmos y el Cantar de los
Cantares31,
o en esa perspectiva más amplia indicada por J. Vilnet, como
«su fuente predilecta de imágenes
y símbolos necesarios a su pluma para traducir realidades
idénticas»
32;
y la secular de Dámaso Alonso sobre el influjo de Garcilaso
y la transposición «a lo divino» de
Sebastián de Córdoba33,
influjos que tienen un valor limitado, que pueden ayudar a explicar
determinados aspectos formales, el significante del símbolo,
pero no todo el significado que encierra34.
A tenor de estas tres explicaciones se podría decir que el
símbolo sanjuanista de la Noche es un producto de
la inspiración, de la reflexión y de la
experimentación simultáneamente, en el que convergen
una tradición religiosa, unos conocimientos literarios y una
experiencia intransferible, pero «subsumido todo ello en una elaboración
personal que obedece a razones coherentes derivadas de la
lógica interna del propio sistema místico
sanjuanista»
35.
De ahí que, a pesar de todas las fuentes posibles, el
símbolo suene en este poema con voz propia y a novedad no
usada, como vamos a ver a continuación a través de la
lectura directa del texto y con la ayuda de los muchos y excelentes
estudios realizados36.
|
«Canciones del alma que se goza de haber llegado
al alto estado de la perfección, que es la unión con
Dios, por el camino de la negación espiritual»
.
Así lo titula el códice de Sanlúcar de
Barrameda, que lo pone inmediatamente después de la
declaración del Cántico (CA), revisado y
corregido por el propio Juan de la Cruz. Este enunciado del poema,
al igual que la advertencia hecha por el autor en el prólogo
a su comentario, indicando que «antes que
entremos en la declaración de estas canciones, conviene
saber aquí que el alma las dice estando ya en la
perfección, que es la unión de amor con
Dios»
(N, prólogo al lector), es de suma
importancia para entender desde un principio el sentido
místico de estas ocho canciones en las que el poeta narra un
suceso acaecido y recordado con gran intensidad, una visión
retrospectiva en cifra lírica de su propia experiencia
espiritual cantada desde la cumbre.
Se trata, en
efecto, de un poema autobiográfico, compuesto iras su
evasión de la cárcel de Toledo (mediados de agosto de
1578) y tomado después como texto base para sus comentarios
de la Subida del Monte Carmelo y de la Noche
Oscura. Eulogio Pacho lo vincula esas dramáticas
circunstancias personales: «La historia
real a la que se halla ligado el simbolismo de la Noche no
es otra que la cárcel toledana y la fuga "en secreto que
nadie lo veía"». Al recordar con frecuencia fray Juan
aquellos episodios vinculados a días tan trascendentales de
su vida, intensifica, acaso sin darse cuenta, la carga emocional
que han dejado sedimentada en su
espíritu»
49.
De hecho, hasta no hace mucho, la opinión más
divulgada era que lo había escrito en la cárcel, tal
vez porque los versos iniciales recogen ecos de aquella dolorosa
situación. Sin embargo, por otras alusiones que hace
él mismo en sus comentarios50,
así como por el testimonio fiable de Juan Evangelista,
compañero suyo durante once años y testigo
también de su producción literaria51,
hay que situarlo «entre finales de 1578 y
primeros meses de 1579»
52.
La experiencia va referida en primera persona y expuesta en un canto a la noche como aliada y confidente del amor, de forma parecida a las numerosas coplas líricas de tipo popular recogidas en los cancioneros del Renacimiento. Como ésta, por ejemplo, del Cancionero de Upsala53:
O la de Melibea en el auto XIX de La Celestina54:
|
Pero con notables diferencias, por supuesto: el poeta místico nos habla de una noche que tiene caracteres de persona y que ha operado un efecto de máxima personalización, mientras que en esas otras sólo se habla de frustración y desengaño.
Además de
la experiencia personal, el poema conlleva también una clara
intencionalidad comunicativa, «en las
cuales canciones no hace otra cosa sino contar y cantar las
grandezas de su Amado»
(CB 14, 2), el poeta ha querido
exponer las maravillas entrevistas, encender los afectos de sus
lectores y señalarles intuitiva y emotivamente el camino a
seguir. A ese propósito didáctico obedece la peculiar
estructura del poema, la revelación del itinerario
místico a través de su realización temporal y
que se desarrolla ante el lector como un drama en tres actos
-exposición, nudo y desenlace- correspondientes a las tres
fases o períodos de la noche: «Estas tres partes de noche todas son una noche;
pero tiene tres partes como la noche. Porque la primera, que es la
del sentido, se compara a prima noche, que es cuando se acaba de
carecer del objeto de las cosas. Y la segunda, que es la fe, se
compara a la media noche, que totalmente es oscura. Y la tercera,
al despidiente, que es Dios, la cual es ya inmediata a la luz del
día»
(1S 2, 5). Esas tres partes de la noche se
reflejan en el poema de la siguiente manera: a) las canciones 1-4
representan el primer nocturno, la primera etapa del camino
místico, activo y ascendente, de ritmo rápido, de
búsqueda y tensión hacia el encuentro; b) la
canción 5, la estrofa central del poema, representa la media
noche, el momento cumbre de la unión entre los amantes,
cantada a modo de himno en una estrofa de gran exultación
lírica; y c) las canciones 6-8 representan la madrugada, el
alba, la parte inmediata a la luz del día, en una
atmósfera de consumada plenitud, de ritmo lento, de
pasividad y ocultación, de imágenes más que de
palabras, de silencio más que de imágenes, y de
música más que de silencio: «Son tal vez las estrofas más delgadas,
las de una belleza formal más aspirante, más
exquisita y aérea de toda la obra de San Juan de la
Cruz»
55.
Como iremos viendo, es un poema que se caracteriza por su esencialidad: en sus 40 versos aparecen 35 sustantivos, 22 verbos y sólo 7 adjetivos que añaden matices al sustantivo esencial: noche oscura, dichosa ventura, secreta escala, noche dichosa, noche amable, pecho florido y mano serena. En cuanto a su contenido, cuenta la misma historia que el Cántico, de manera más coherente y concisa, con un argumento que no cuesta demasiado seguir.
|
Ya en esta primera estrofa se nos anticipa un resumen, una captación global de todo lo que sucede en la primera parte del poema: la salida ansiosa y rápida de una voz inflamada en amores, amparada en el secreto de la noche y en busca de alguien que encarna para ella la plenitud de sus deseos.
La voz que
escuchamos es la del sujeto que ejecuta la acción, que ha
emprendido la salida nocturna de su casa, su «dichosa
ventura», y que al mismo tiempo nos la va exponiendo en tono
confidencial, como un monólogo íntimo o una
confesión a media voz. Ese personaje locutor, delegado del
sujeto místico, viene presentado en género femenino,
pero sin unas características determinadas: no tiene forma
ni figura, no tiene rostro ni nombre, ni siquiera proyecta sombra
en la noche; es pura acción, puro dinamismo, impulso
inflamado de amor y ánimo decidido hacia el objeto deseado;
«es una pura alegoría del
deseo»
56.
La
exclamación del verso tercero, «¡oh dichosa ventura!»
, se
presenta como un paréntesis que interrumpe el ritmo de la
secuencia narrativa; puesta en el centro mismo de la estrofa y
aislada de la serie sintáctica, se convierte en eje de la
narración, metonimia del camino místico, con un
«¡oh!» de «encarecimiento afectuoso, que da a entender del
interior más de lo que se dice por la lengua»
(LB
1, 2).
La rapidez de la
fuga está marcada por la presencia de un sólo verbo
en primera persona: «salí», que constituye la
resolución de los circunstanciales precedentes, más
aún, que nutre tres estrofas de enumerativa circunstancia:
trece frases adverbiales introducidas por preposiciones y
conjunciones y que, sin embargo, no causan ninguna
monotonía. Su dinamismo resulta aún más
expresivo si se tiene en cuenta el efecto sonoro otorgado al verso
mediante la aliteración del sonido silbante de la s
-«salí sin ser notada»
-
y que parece el sonido de una saeta en vuelo, evocando así
la rapidez con que «sale el alma a la
verdadera libertad, a gozar de la unión de su
Amado»
(1S 15, 2).
Pero junto a ese
verbo único y central hay también otros elementos
importantes: a) la misteriosa oscuridad de la noche -«noche oscura»
- en la que transcurre
toda la acción de la protagonista; b) la presencia luminosa
de un amor ardiente -«en amores
inflamada»
- que contrasta con la oscuridad de la noche,
que da a ésta un carácter ambivalente de noche-luz, y
sobre todo que ha sido el motor de arranque, el que ha provocado la
salida de la protagonista, que «sin
saber ni entender cómo y dónde le nace el tan fino
amor y afición»
la ha sacado de su casa, de sus
propios límites, «sacándola Dios sólo por amor de
Él, inflamada en su amor»
(1S 1, 4; 2S 24, 8; 1N
11, 1); y c) las dos condiciones de la salida: «sin ser notada»
, desapercibida, en
«desnudez espiritual de todas las
cosas»
(2S 1, 1), de manera que nada ni nadie se lo
pudiese impedir, «saliendo de sí
misma por olvido de sí, lo cual se hace por el amor de
Dios»
(CB 1, 20); y «estando
ya mi casa sosegada»
, en paz y quietud estables, con la
serenidad de quien se siente confiado a la libertad del amor, lo
que puede verse también como un efecto o don de la noche en
la que se va adentrando.
|
Estamos ante una
estrofa sin verbos, sostenida por el impulso del «salí»
inicial y envuelta en la
misma atmósfera nocturna que la anterior, sólo que
ahora más densa, como sugiere la doble repetición del
término «a oscuras»
.
Pero de nuevo aparece la paradoja o el carácter ambivalente
de la noche, que es presentada al mismo tiempo como peligrosa y
segura: peligrosa porque la oscuridad borra los puntos de
referencia conocidos y puede que se pierda el caminante; pero
segura porque va amparada en el secreto de la noche, compenetrada
con ella, «envuelta en su manto de
oscuridad»
(Sal. 17, 12), como
si se tratara de una compañera discreta con la que va
encubierta, «disfrazada»
:
«disfrazarse no es otra cosa que
disimularse y encubrirse debajo de otro traje y figura que de suyo
tenía»
(2N 21, 2). La seguridad procede
materialmente de la oscuridad: «a
oscuras y (por eso mismo, en relación causal)
segura»
. Esto es, porque va «a
oscuras»
va «segura»
, y va «segura»
porque va «disfrazada»: «Aquí el alma a oscuras va segura, porque
de tal manera la absorbe y embebe en sí esta oscura noche de
contemplación y la pone tan cerca de Dios, que la ampara y
libra de todo lo que no es Dios»
(2N 16, 10).
Este camino
paradójico de la protagonista transcurre en el misterioso
escenario de una «secreta escala», de «una escala muy secreta que ninguno de la casa
lo sabía»
(2N 15, 1), y que «es secreta también porque tiene
propiedad de esconder al alma en sí»
(2N 17, 6),
por lo que tampoco podemos saber a dónde lleva, si sube o
baja. Aunque no es difícil adivinarlo, el propio poeta nos
ayuda a encontrar el sentido figurado de esta imagen: «esta escala se deriva de Dios y es figurada por
aquella escala que vio Jacob durmiendo, por la cual subían y
descendían ángeles de Dios al hombre y del hombre a
Dios, el cual estaba estribando en el extremo de la
escala»
(2N 18, 4). Imagen, pues, de la fe (de la fe del
amor) cual potencia iluminadora y transformadora que «hace salir de todo límite natural para
subir por esta divina escala de la fe, que escala y penetra hasta
lo profundo de Dios»
(2S 1, 1), a lo que está
más allá de, todo modo y manera, «así como el caminante que, para ir a
nuevas tierras no sabidas ni experimentadas, va por nuevos caminos
no sabidos ni experimentados, que camina no guiado por lo que
sabía antes, sino en duda y por el dicho de otros; y claro
está que éste no podría venir a nuevas
tierras, ni saber más de lo que antes sabía, si no
fuera por caminos nuevos nunca sabidos, y dejados los que
sabía»
(2N 16, 8). Un camino, pues, de
trascendencia, donde «entrar en camino
es dejar su camino»
(2S 4, 5), «el abajar es subir, y el subir,
abajar»
, pues «suele Dios
hacerla subir por esta escala para que baje, y hacerla bajar para
que suba»
(2N 18, 2). En definitiva, el camino al iodo
por la nada, «donde nada singular puede
servir por sí mismo de fundamento a la libertad
humana»
57.
Se repiten en esta
estrofa dos versos de la anterior y en el mismo orden: a) la
jubilosa exclamación central -«¡oh dichosa ventura!»
- cuya
reiteración viene a decir que el amor, además de
impulsar la salida, es el estímulo permanente del camino
místico; y b) el verso final -«estando ya mi casa sosegada»
- sobre
esa paz interior con la que se va adentrando en la noche.
|
Seguimos con la protagonista en plena travesía nocturna, si bien ahora nos encontramos ante una transmutación de elementos que enriquecen el símbolo y dotan al poema de una mayor complejidad.
El elemento de la «noche» viene anunciado con dos importantes cambios de artículo y de adjetivo: el indeterminado «una» se ha sustituido por el determinado «la», y el adjetivo «oscura» de antes ha sido sustituido por el «dichosa» de la exclamación central. Esto quiere decir que todas las implicaciones acumuladas en el eje de las anteriores estrofas sobre el itinerario místico de la protagonista, su «dichosa ventura», se transfieren directamente a la noche, la cual, convertida en «la noche dichosa», con nombre y adjetivo propios, se ha convertido a su vez en un sujeto personal de naturaleza paradójica (que integra en sí mismo las contradicciones noche-luz, oscuridad-seguridad) y que personifica todo el camino místico de la protagonista.
Notamos
también la novedad de tres verbos en imperfecta
(veta, miraba, ardía) que
insinúan la permanencia de la acción iniciada
anteriormente, de manera que si la salida se presentaba en las dos
primeras canciones como un momento repentino y fugaz, una salida
sin clara referencia a su prolongación, ahora se percibe
como un proceso de duración indefinida, como una
travesía que requiere tiempo. Y eso que el trayecto
recorrido se encuentra a una gran distancia, donde ya no hay
ninguna referencia a la casa que ha dejado atrás,
convertida mediante un efecto de paronomasia en cosa
-«ni yo miraba cosa»
-, como
algo que ya no le preocupa.
La acción
transcurre «por la secreta
escala»
de antes, pero de la que ya sólo
percibimos su adjetivo, «en
secreto»
, situada en una región insólita de
máxima altura (o de máxima profundidad) en la que la
protagonista parece llevar el mismo camino del sol, donde ya no es
vista por nadie -«nadie me veía»- ni ella
tampoco puede ver nada -«ni yo miraba
cosa»
-, cegada por el exceso de luz que la
guía58.
En esa situación, lógicamente, va «así como el ciego, arrimándose a
la fe oscura, tomándola por guía y luz»
(2S
4, 2). «Porque la fe, que es el secreto
que habernos dicho, son los pies con que el alma va a Dios, y el
amor es la guía que la encamina»
(CB 1, 11). El
lugar de donde proviene esa luz que no sólo brilla, sino que
arde -que es luz y fuego, «infinita luz
e infinito fuego»
(LB 3, 2)- se llama «el corazón»
: centro vital al
que la protagonista, olvidada por completo de sí misma, ha
sido atraída por el objeto mismo del amor, así como
la piedra es atraída al suyo o la saeta al blanco, pues
«el amor es la inclinación del
alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante
el amor se une el alma con Dios»
(LB 1, 13).
A propósito
de este otro nuevo elemento, «el corazón»,
nótese que va precedido de un artículo determinado
que lo enuncia como realidad propia, y no de ningún
posesivo: a diferencia de «mi casa», aquí no se
dice «mi» o «su» corazón, por lo que
en principio se hace difícil de atribuir a alguien. A
primera vista da la impresión de ser el corazón de la
amada. Pero, ¿no podría ser también el
corazón de la noche? Como metáfora dinámica
que es, en la que se expresa el movimiento de la libertad del
espíritu, creemos que corresponde a las dos: el
corazón de la amada -en genitivo subjetivo- es su más
íntima sustancia, «a lo que
más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su
operación y movimiento»
(LB 1, 11), pero -en
genitivo objetivo- el corazón de la amada es la noche,
«la noche dichosa» que tiene un corazón de
luz59,
un espacio dichoso, un centro de gravedad que la atrae
permanentemente hacia sí, «que
guía y mueve al alma y la hace volar a su Dios por el camino
de la soledad, sin ella saber cómo y de qué
manera»
(2N 25, 4), donde la fuerza pura del amor, sin
estorbos, «hace tan sabroso asiento de
amor en Dios y Dios en ella, que no tiene necesidad de otros medios
ni maestros que la encaminen a Dios, porque es ya Dios su
guía y luz»
(CB 35, 1)60.
El poeta, con la
genialidad de un gran pintor, ha logrado plasmar en estos versos la
más artística de las paradojas: una noche que lo
envuelve todo con su densa oscuridad, pero que a su vez tiene un
corazón de luz que lo ilumina todo61.
Gracias a esa luz ardiente que inflamó en amor a la
protagonista pudo ésta emprender su viaje, su «dichosa ventura»
, y gracias a esa
misma luz que le hace de guía, que la atrae permanentemente
hacia sí, podrá alcanzar su destino, el objetivo de
su deseo.
|
De la paradoja
pasamos a la hipérbole: la noche dichosa con su
corazón de luz guía a la protagonista «más cierto que la luz del
mediodía»
, con más fuerza que el sol con
toda su fuerza; se afirma, pues, como el gran conductor de la
aventura guiando ella misma a la amante que se mueve hacia su
inmóvil objetivo. La hipérbole, como casi todo en
nuestro poeta místico, es de neta inspiración
bíblica y la refiere él mismo en dos ocasiones: en el
oxímoron de su primer poema Entréme donde no
supe, acerca de «la tenebrosa nube
/ que a la noche esclarecía»
(canción 5,
vv. 34-35), la nube tenebrosa y
esclarecedora que guió a los israelitas en su
peregrinación por el desierto, que daba sombra de día
y alumbraba de noche (Éx.
13, 21-22; 14, 19-20), y en el comentario al
Cántico (CB 36,2) citando al profeta Isaías:
«nacerá en la tiniebla tu luz, y
tus tinieblas serán como el mediodía»
(Is. 48, 10-14).
El lugar de
destino al que la noche conduce a la protagonista es un personaje
oculto, sin nombre, lleno de misterio, que la está esperando
y que representa para ella la plenitud de su deseo: «adonde me esperaba / quien yo bien me
sabía»
(lo que hace suponer que existía ya
una relación previa entre ambos); pero dicho así, de
forma vaga y perifrástica, para evitar la
identificación con cualquier objeto concreto, y por eso
mismo también con un verbo de conocimiento distinto al que
hubiéramos imaginado: no dice «conocía»,
sino «me sabía». Ese amor implantado en el
interior de la amante permite un tipo de conocimiento
«más cierto» que el conocimiento objetivo: ella
sabe que busca su complemento, la plenitud, pues dentro de
sí percibe con claridad la carencia del amado y el impulso
que le lleva hacia él. «Dios es
la luz y el objeto del alma»
(LB 3, 70).
El camino
recorrido a estas alturas hace ver un claro contraste entre el
lugar de salida, un lugar determinado -«mi casa»- y el
de destino, un lugar indefinido -«en parte donde nadie
parecía»-, de profunda soledad, de secreta intimidad,
donde no hay nadie más que ese misterioso personaje que la
espera y lo llena todo. Es el lugar de la unión. Ahora se
comprende que toda la importancia que se ha venido dando al secreto
en las anteriores estrofas, al hecho de no ser vista por nadie,
estaba en función de este lugar: «Es extraña esta propiedad que tienen los
amados en gustar mucho más de gozarse a solas de toda
criatura que con alguna compañía. Porque, aunque
estén juntos, si tienen alguna extraña
compañía que haga allí presencia, basta estar
allí para que no se gocen a su sabor. La razón es
porque el amor, como es unidad de dos solos, a solas se quieren
comunicar ellos»
(CB 36, 1).
Desde aquí,
en mirada retrospectiva, podemos ver también las tres etapas
o impulsos en los que ha transcurrido el itinerario de la
protagonista: a) el primer impulso o motor de arranque lo dio el
amor -«en amores inflamada»
-,
gracias al cual pudo ella emprender la dichosa ventura de salir de
su casa por la secreta escala del amor, que es la fe; b) en ese
trayecto de fe se fue encendiendo aún más el amor
hasta convertirse en su única «luz y guía»
, un amor que
excede todo conocimiento, que no se comprende, pero que produce un
entendimiento que prende, en el doble sentido de apresar y de
encender al modo de la llama, para ir directamente al
corazón, al centro de sí mismo, al centro de gravedad
de todas las cosas; y c) finalmente, el amor, que «tiene la razón del fin»
(CB
32, 6) y la propiedad de «igualar al que
ama con la cosa amada»
(CB 28, 1), es atraído
alinea de meta por el objeto mismo del deseo, «adonde me esperaba / quien yo bien me
sabía»
. He aquí, pues, el dinamismo
teologal del camino místico: las tres virtudes teologales
(el amor, la fe y la esperanza) que operan y crecen juntas,
«por cuanto estas tres virtudes
teologales andan en uno»
(2S 24, 8) y son «el medio y disposición para la
unión del alma con Dios»
(2S 6, 6).
|
Justo en mitad del
poema se suspende la acción dramática y asistimos, en
una especie de relámpago, a una escena de plenitud en la que
la voz del sujeto locutor adquiere tonos de coro y anuncia de
manera solemne el cumplimiento de un hecho extraordinario. Estamos
en la estrofa central, en el corazón del símbolo, en
la media noche «que totalmente es
oscura»
(1S 2, 5), enunciada por tres veces con la
interjección estimativa «¡oh!»
, término que para
el poeta significa «encarecimiento
afectuoso, que da a entender del interior más de lo que se
dice por la lengua»
(LB 1, 2). Efectivamente, toda la
estrofa viene a ser una pura exclamación sin verbo, pues
como ya indicó Dámaso Alonso, esas dos acciones
verbales introducidas por relativo (que
guiaste, que juntaste
) «en
realidad tienen sólo una función adjetiva (lo mismo
que amable)»
62.
La noche, que en
las anteriores estrofas hemos ido viendo como compañera
discreta de la amante -«disfrazada»
, podríamos decir,
a semejanza de ella- y afirmando progresivamente su papel de
«luz y guía»
(«aquesta me guiaba»
, «¡oh noche que guiaste!»
), se
nos revela ahora de manera irrefutable como el misterioso director
dramático que organizó toda esa historia de amor. En
perspectiva bíblica y de teología apofática,
la presencia invisible de este actor principal no es otra cosa que
el símbolo mismo de Dios, representado como noche porque
Dios «no tiene imagen, ni forma, ni
figura»
(3S 13, 1), «no cae
debajo de imagen ni forma, ni cabe debajo de inteligencia
particular»
(2S 16, 4), y porque así fue como se
reveló en la historia del Éxodo, guiando a los
israelitas desde la columna de nube y fuego (tenebrosa y
esclarecedora a la vez) en su salida de Egipto y en su
peregrinación por el desierto (Ex. 13, 21-22; 14, 19-20).
Desde esta perspectiva -concluye Bernard Sesé- «en el poema de San Juan de la Cruz, Dios es la
noche oscura; la noche es Dios Padre»
63.
Y así parece sugerirlo la hipérbole del verso
«¡oh noche amable más que
el alborada!»
, amorosa más que el amanecer (cuando
desaparecen los «miedos de las noches
veladores»
(CB 20), cuando los amantes despiertan y se
quejan de que la noche ha sido demasiado breve, etc.), apuntando inequívocamente a
otro amor más grande, al amor de Dios, en
definitiva, al «Padre de las
lumbres»
(Sant. 1, 17; 2N
16,5; CB 30, 6; LB 1, 15; 3, 47), luz de luz, y por eso «para el alma tan oscura noche como la
fe»
(1S 2, 1)64.
Desde esa misma perspectiva bíblica-cristiana se comprende fácilmente la identidad personal del «amado», que el poema mantiene en secreto y sin ninguna descripción de su belleza: es Cristo, el Hijo bienamado del Padre, manifestado en la plenitud de los tiempos, nacido en la media noche (acontecimiento que se celebra en la noche más larga del año) y resucitado también en la noche, en la parte inmediata a la luz del día. Es todo el misterio de Cristo el que subyace en el fondo de esta gran estrofa, en cuya brevedad de sólo cinco versos resuena el Exultet, el famoso himno litúrgico de la noche de Pascua, incluso con expresiones idénticas65.
En cuanto al
personaje de la «amada», ha sido la noche quien le ha
dado su nueva identidad, antes sin forma ni figura, sin rostro ni
nombre, y ahora elevada a un máximo de
personalización: «amada en el
amado transformada»
. La unión mística no
aniquila; al contrario, «hace igualdad y
semejanza»
(1S 5, 1), «iguala
al que ama con la cosa amada»
(CB 11, 12), transforma a
la persona de la amada en la condición misma del amado. A
diferencia de otras místicas, de inspiración
metafísico-neoplatónica, la de Juan de la Cruz es
eminentemente personal y cristocéntrica, se realiza toda
ella en la mediación insustituible de Jesucristo, llegando a
ser «dos naturalezas en un
espíritu y amor»
(CB 22, 3), por lo que
aquí «es verdad decir que el
Amado vive en el amante, y el amante en el Amado. Y tal semejanza
hace el amor en la transformación de los amados, que se
puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son uno. La
razón es porque en la unión y transformación
de amor el uno da posesión de sí al otro, y cada uno
se deja y trueca por el otro; y así cada uno vive en el
otro, y el uno es el otro y entrambos son uno por
transformación de amor»
(CB 12, 7). El cómo
es esta unión y transformación de amor que ha hecho
la noche cual «obrero de todo, sin que
el alma haga de suyo nada»
(LB 1, 9), es imposible
saberlo, y por eso mismo imposible decirlo: «lo que Dios comunica al alma en esta estrecha
junta, totalmente es indecible»
(CB 26, 4). Pero eso que
no se puede decir, se puede sentir, y ésa es la
función de los dos versos finales -«amado con amada, / amada en el amado
transformada»
-, en los que la rima interna
ado-ada es toda una imagen verbal del entrelazamiento de
los amantes y de la unión que se celebra. De igual modo, en
el cambio de conjunciones con/en queda bien sugerida la
progresión temporal y cualitativa de ese estado:
«unida con... luego queda esclarecida y
transformada en»
(2S 5, 7). Un estado de plenitud,
«el mayor y más alto estado a que
en esta vida se puede llegar»
(2S 7, 11; CB 12, 8; 22,
3), que se da a sentir sobre todo en el efecto sonoro que produce
la aliteración de la vocal abierta a (13 veces)66,
homofonía a la que el poeta le atribuye
explícitamente una función connotativa equiparando el
fonema a la palabra: «de lo cual tenemos
autoridad y ejemplos juntamente en la divina Escritura; porque la
cortedad del manifestarlo y hablarlo exteriormente mostró
Jeremías [1, 6], cuando habiendo Dios hablado con él
no supo qué decir, sino a, a,
a»
(2N 17, 4); efecto de admiración que,
al ir acompañada de la consonante bilabial m (5
veces), tiene también un sonido de paladeo y sugiere una
situación intensamente fruitiva, de hondo y pleno
goce67.
|
La acción
dramática que parecía haber culminado en la estrofa
anterior se reanuda de nuevo. De hecho la estrofa arranca con la
misma preposición con que comenzó el poema, como si
éste quisiera comenzar otra vez, pues resulta que el sujeto
de la noche ha desaparecido y en su lugar aparece ya el Amado,
aunque apenas se le vislumbra a la luz del alba y se hunde en un
profundo sueño en el «pecho
florido»
de la amada -«allí quedó dormido»
-,
«donde con infinito deleite de amor se
recuesta, escondido profundamente de todo ojo mortal y de toda
criatura»
(CB 1, 5); «está él allí de ordinario
como dormido en este abrazo con la Esposa, en la sustancia de su
alma, al cual ella muy bien siente y de ordinario goza»
(LB 4, 15). Este papel pasivo del Amado es realmente
insólito en la poesía amorosa de la época.
La amada, en
cambio, se ha animado: tiene forma humana definida (pecho,
cuello, sentidos, rostro) y es ella la
que lleva la iniciativa de la acción: «yo le regalaba»
. La noche ha cedido a
la amada su protagonismo: metida en lo hondo de la noche, la amada
goza con el juego del amor; pero su gozo es el gozo de la noche que
la lleva en el aire de su amor por el Amado, pues «entre Dios y el alma está actualmente
formado un amor recíproco en conformidad de la unión
y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos los poseen
entrambos juntos»
(LB 3, 79).
La acción
visible es mínima. Apenas hay movimiento: sólo el
gesto acariciador de la amada y el correr del aire que producen los
cedros. En este caso, además, el poeta ha sustituido la
causa por el efecto: los cedros no son movidos por el aire, sino
que lo producen al mover sus ramas; se nos hace ver así que
la vivencia mística y la poesía transforman la
realidad, animando de esta manera a la naturaleza a participar en
el regalo de los enamorados: amor íntimo y amor
cósmico. «Así como el aire
hace fresco y refrigerio al que está fatigado del calor,
así este aire de amor refrigera y recrea al que arde con
fuego de amor»
(CB 13, 12). Los verbos, en efecto, son
todos de entrega amorosa y de unión fruitiva:
guardaba, quedó, regalaba,
daba.
El espacio en el
que se desarrolla la acción es un escenario íntimo y
a la vez cósmico: el «pecho
florido»
de la amada, la cual «sintiéndose puesta entre tantos
deleites, entrégase toda a él y dale también
sus pechos de su voluntad y amor... Dar el pecho uno a otro es
darle su amor y amistad y descubrirle sus secretos como a
amigo»
(CB 27, 4). En este lugar entrañable se
instaura una decisiva innovación lexical respecto de las
estrofas anteriores: la serie florido, cedros,
aire, configura un lugar idílico, un
«locus amoenus» de
extraordinaria densidad. La expresión «pecho florido»
nos remite, sin duda,
al «lecho florido»
de Cant. 1,
5 y de CB 24; pero al tener lugar la consumación de amor en
el más profundo centro de ella misma, el adjetivo
«florido» se transfiere lógicamente al
«pecho», convirtiéndose éste en un
tálamo nupcial de connotaciones cósmicas. La amada es
un jardín en el que la presencia del Amado lo llena todo:
«el cual huerto es la misma alma, porque
así como arriba ha llamado a la misma alma viña
florecida, así aquí la llama también
huerto porque en ella están plantadas y nacen y
crecen las flores»
(CB 17, 5), «siendo ella el huerto que arriba ha dicho,
donde su Amado pace las flores, cercado y guardado solamente para
él; por lo cual él la llama en los Cantares [4, 12]
huerto cerrado, diciendo: Mi hermana es huerto
cerrado»
(CB 20-21, 18)68.
Esta imagen de profunda ternura que forman ambos amantes, la amada acariciando al Amado dormido sobre su pecho, nos lleva a pensar en la imagen escultórica de una Piedad, la representación de la que popularmente se llamaba entonces la sexta angustia, de impresionante belleza artística y de hondo sentido místico69.
|
Se prolonga la
escena de la estrofa anterior en el mismo espacio simbólico
de un jardín amurallado, protegido por almenas que
sólo dejan pasar un aire que viene de lo alto y que tiene
«mano serena»
, que prodiga tan
hondas caricias a la protagonista que terminan por sacarla de
sí -«y todos mis sentidos
suspendía»
- hasta igualarla por completo con su
Amado, al que se dispone a acompañarle en esa fuga final de
la carne. En relación también con la canción
anterior se da en ésta un triunfo de percepciones y a la
vez, paradójicamente, una cesación de las mismas:
sensaciones ópticas en la abundancia de imágenes
distintas; sensaciones táctiles en el contacto entre los
amantes y en la mano serena del arre que hiere el cuello de la
amada; sensaciones acústicas y olfativas en el sonido de la
brisa y en los perfumes de las flores y de los cedros. En fin, una
auténtica sinestesia que ha satisfecho todos los sentidos y
que ha sido producida por ese «aire
amoroso que sabrosamente hiere, satisfaciendo el apetito del que
deseaba el tal refrigerio, porque entonces se regala y recrea el
sentido del tacto, y con este regalo del tacto siente el
oído gran regalo y deleite en el sonido y silbo del aire;
porque este toque de Dios satisface grandemente y regala la
sustancia del alma, cumpliendo suavemente su apetito, que era de
verse en la tal unión»
(CB 14, 13-14).
A propósito
de este «aire de la almena»
,
imagen reforzada por un sintagma de carácter personal, de
«mano serena»
, está
claro que tiene una caracterización distinta al producido
por los cedros. El de ahora no tiene una procedencia natural y,
además de táctil, parece ser de esencia musical,
semejándose a un maestro que «con
su mano serena»
hiere el cuello de la amada, tenso como
las cuerdas de una cítara, y saca de ella la melodía
original, la «música
callada»
que lleva dentro. La oda de fray Luis de
León a Francisco de Salinas puede ayudarnos a entender mejor
el sentido de esta imagen70:
|
Si para fray Luis
«el gran Maestro / a aquesta inmensa
cítara aplicado»
es Dios que gobierna el cosmos
tañéndolo a manera de cítara, para nuestro
poeta místico ese aire de mano serena que hiere el cuello de
la amada y suspende todos sus sentidos es el Espíritu Santo
(CB 13, 11), que con su toque delicado arranca del alma la
melodía que en sí misma llevaba y se la da a gustar,
como hace el maestro de música con su discípulo
enseñándole a manejar su instrumento; esto es,
explica Juan de la Cruz: «la hace amar
con la fuerza que él la ama, transformándola en su
amor, en lo cual le da su misma fuerza con que pueda amarle, que es
como ponerle el instrumento en las manos y decirle cómo lo
ha de hacer, haciéndolo juntamente con ella, lo cual es
mostrarle a amar y darle la habilidad para ello»
(CB 38,
4). En resumen: «el Espíritu
Santo, que es amor, se compara en la divina Escritura al
aire»
(CB 13, 11); «por este
aire entiende el alma al Espíritu Santo, el cual dice que
recuerda los amores»
(CB 17, 4)
; y la acción de
«aquella mano tan delicada que era del Espíritu
Santo» (LB 3,42) «es un
delicadísimo toque y sentimiento de amor que ordinariamente
en este estado se causa en el alma en la comunicación del
Espíritu Santo, el cual levanta el alma y la informa para
que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el
Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo
Espíritu Santo»
(CA 38, 2; CB 39, 3; LB 4,
17)71.
|
Estamos ante una
escena de plenitud y el final definitivo del poema, con cinco
verbos en pasado perfecto -quédeme,
olvídeme, recliné,
cesó, déjeme- que expresan de forma
inequívoca la conclusión de la aventura: «cesó todo»
. He aquí,
paradójicamente, la máxima actividad verbal en la
estrofa de la máxima «dejación»
; los verbos son
todos de carácter contemplativo, de descanso, abandono,
cesación y olvido. El poema ha sido la narración de
un suceso pasado, «olvidado»
,
pero recordado con gran intensidad, lo que hace que esta
última estrofa tenga una plenitud muy particular, en la
medida en que se conjuga lo acabado con lo inacabado, o, mejor
dicho, en la que prevalece lo inacabado de algo que se prolonga
más allá del tiempo y del espacio. Ese es el efecto
de los dos versos finales: «dejando mi
cuidado / entre las azucenas olvidado»
, del gerundio
«dejando»
y del participio
pasivo «olvidado»
(que no
quiere decir liquidado, evaporado, sino mantenido a la espera de un
despertar, del «cuan manso y amoroso/
recuerdas en mi seno»
que dirá en la
canción final de la Llama) y que dejan el poema
como vibrando.
Efectivamente, la
acción dramática ha terminado con éxito: la
salida, el éxtasis ha llegado a la unión plena con el
Amado, a la total identificación con él, como sugiere
el verbo semiauxiliar «quédeme»
, con un significado
elíptico que puede derivarse tanto de la acción del
verbo precedente «suspendía»
(quédeme
suspendida) como del verso 28 «allí quedó dormido»
(quédeme dormida). Pero por otra parte, sin embargo, lo que
contemplamos es una escena vacía, en la que los cuerpos de
los amantes están ahí, abrazados, inertes, pero las
personas (su alma, su espíritu) están ya en otro
sitio. ¿Dónde? La estrofa no lo dice, es un secreto
que pertenece a la esencia misma del poema, aunque intuimos que es
el cumplimiento de lo prometido a la esposa en el romance
trinitario72:
|
El caso es que la
amada reclina su rostro sobre el Amado y se hunde con él en
un profundo sueño, «en el abrazo
abisal de su dulzura»
(LB 1, 15). Hace el mismo gesto que
el discípulo amado en la última cena (Jn. 13, 25) y
ambos se nos pierden de vista tras un destello de blancura y de luz
que sugiere el verso final: «entre las
azucenas olvidado»
. Como texto, el poema termina
ahí, en esa especie de página en blanco, con esa
imagen de las azucenas, de enorme fuerza sugeridora y de valor
altamente simbólico (símbolo de la pureza del lecho
nupcial donde acaba de consumarse la unión mística;
símbolo de predilección (Cant. 2, 1-2), de Israel
como pueblo escogido entre las naciones y de la Virgen María
como bienaventurada entre todas las mujeres (Le. 1,42.48); símbolo
también del abandono a la voluntad de Dios, que provee a las
necesidades de sus elegidos (Mt. 6, 28),
del abandono místico a la gracia divina)73,
con la que el poeta ampara en un cerco de silencio el núcleo
de una materia intocable y parece invitar al lector a que suspenda
ya todo discurso y se quede, sin más, en perfecto silencio,
en ese estado de contemplación sin imágenes en que
«el alma gusta de estarse a solas con
atención amorosa a Dios, sin particular
consideración, en paz interior y quietud y descanso y sin
actos y ejercicios de las potencias, sino sólo con la
atención y noticia general amorosa que decimos, sin
particular inteligencia y sin entender sobre qué»
(2S 13, 4), «como quien abre los ojos
con advertencia de amor»
(LB 3, 33).
El poema termina, pues, en un estado de contemplación, en una reductio in mysterium, o si se quiere en una reductio in silentium, en el silencio musical del Espíritu Santo que es la plenitud de la palabra (cf. D 99), con aliteraciones de nasales y fricativas que producen el efecto sonoro de una nana entrañable, de una canción de cuna, al igual que la última estrofa del Cántico y de la Llama, hechas también con las mismas consonantes y el mismo efecto melódico.
Como hemos ido
viendo, en el poema de la Noche oscura «todo es símbolo, todo es lo que es y
algo más»
74:
la «noche»
, la «secreta escala»
, la «luz y guía»
, el «corazón»
, el «amado»
, la «amada»
, el «aire con su mano serena»
, las
«azucenas»
, todo son
representaciones significativas de otra realidad propiamente
indecible e inimaginable con las que el poeta místico ha
construido una historia de amor y al mismo tiempo una
confesión de fe en la que se afirma la verdad permanente de
la revelación bíblica: la historia del hombre
divinizado en lo más profundo de su existencia. Un prodigio
de perfección literaria y espiritual en sólo cuarenta
versos. ¡Lo que cabe en un verso! Con razón
decía Bachelard que el mundo es de aquellos que más
capacidad tienen de miniaturizarlo75.
Y con razón pudo decir Hans Urs von Balthasar que «las poesías son en Juan de la Cruz las
aserciones divinas»
, que en ellas «tienen lugar los auténticos
pronunciamientos de que ninguna prosa es capaz»
y, por
tanto, que «es Doctor de la Iglesia
más como poeta que como prosista»
76.
El poema es un símbolo incluso desde el punto de vista
teológico, un símbolo de fe, en el sentido de San
Agustín: «El símbolo es la
regla de fe brevemente compendiada, de tal modo que instruya al
espíritu, no cargue la memoria, sea enunciada en pocas
palabras, por las cuales se consiga mucho»
77;
esto es, un «verbum
breviatum» o «breviarium
fidei» que condensa, como el Símbolo
Apostólico, la sustancia de la Escritura. Ejemplos de esto
los tenemos en el seno mismo de Escritura y en los primeros siglos
del cristianismo78.
Y algo de eso era en el fondo lo que buscaba Karl Rahner en su
reiterado esfuerzo por elaborar «fórmulas breves»
de la fe
cristiana79,
fórmulas provechosas «para el
espíritu, para el corazón y también para la
memoria»
80,
cuya «repetición no
llegaría a causar aburrimiento si de verdad se centrasen en
lo que es decididamente esencial, en aquello que el hombre
experimenta no como una ideología impuesta desde fuera, sino
como la realidad sentida y experimentada de su propia
vida»
81;
fórmulas que fueran «asimilables
existencialmente de un modo inmediato, diáfanas por
sí mismas, sin que necesitasen largas explicaciones para
"atraer"; que sean objeto de una experiencia fundamental y
fácilmente comprensible»
82.
Pues bien, esto es justamente lo que nos ofrece Juan de la Cruz en
el poema de la Noche oscura, un símbolo fundamental
de la existencia humana, indispensable para el hombre en cualquier
situación histórica, a la vez, que un símbolo
de la fe cristiana, una teología simbólica, donde la
revelación deja de ser una amalgama de verdades para
constituirse en «figura viva», clara y transparente en
su propia luz, lo que en palabras de Walter Kasper podríamos
llamar una «ejemplificación
tipológica»
de «verdades paradigmáticas que tienen como
función expresar simbólica, ejemplar y
típicamente otras verdades»
y que permiten sentir
la unidad de la fe por encima de las diversas
teologías83.
Todo un
símbolo, pues, del amor interpersonal de Dios, del Dios
trinitario, misterio escondido desde los siglos (Dios Padre:
noche oscura) , realizado y revelado en el acontecimiento
de Jesucristo (Cristo: amado) y conocido por la fuerza del
Espíritu vivificante (Espíritu Santo: aire con su
mano serena); misterio de amor que se manifiesta en este poema
con una emoción directa, «tan
íntimamente vivido como expresivamente
inventado»
84,
con la explícita intención de seducir, como
señuelo para arrastrar a sus lectores al amor tic tan
atractivo Amante, o lo que es lo mismo, transmitido de la manera
mistagógica más eficaz, lo que en su caso viene a ser
la función suprema del arte: «Mistagogo es quien ha hecho la experiencia de
Dios y de su misterio, y acompaña en su camino a quien la
hace de nuevo. Pero la ayuda no consiste en darle normas
prácticas, sino en proponerle el misterio mismo de Dios y de
su comunión con el hombre, haciendo que el mismo misterio
marque el contenido y las modalidades de la nueva experiencia. El
arte del mistagogo consiste en saber transmitir, no la propia
experiencia, sino gracias a la propia experiencia, el misterio de
Dios personal y gratuito, que se revela libremente a quien le
busca»
85.