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Biblia y Mística: la revelación de Dios por el símbolo en el poema «Noche oscura»

Salvador Ros García


(Madrid)



«Acaso no haya situación más tentadora a la actitud poética que la del hombre ante la noche, y esto en cualquier tiempo o lugar. ¿Es en la oscuridad donde mejor encontramos nuestra propia identidad, es de noche cuando mejor nos vemos?... La oscuridad es un medio propicio para todo misterio, para toda revelación».


(FRANCISCO YNDURÁIN, Relección de clásicos, Madrid, 1969, pp. 20-21)                


«Aquel que comprende un símbolo no sólo se abre hacia el mundo objetivo, sino que, al mismo tiempo, consigue salir de su situación particular y acceder a una comprensión de lo universal... Vivir un símbolo y descifrar correctamente su mensaje implica la apertura hacia el espíritu y finalmente el acceso a lo universal».


(MIRCEA ELIADE, Mefistófeles y el Andrógino, Madrid, 1969, pp. 268-269)                


«Y para que no pensemos que esta poesía es puro producto de un corazón enamorado, Juan de la Cruz tensa el arco y apunta a la revelación de Dios, a la palabra bíblica».


(HANS URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica, vol. III, Madrid, 1987, p. 132)                


No hace falta decir que hablamos de San Juan de la Cruz: el símbolo de la Noche y la referencia al poema homónimo -En una noche oscura- evocan de manera espontánea el nombre del poeta místico español que mejor ha sabido forjar símbolos puros. Y el de este poema lo es, ciertamente, el más puro de todos, el que omite toda referencia explícita a lo simbolizado (ni una palabra que, por sí sola, desvele su arcano), además de que en su propio significante, en la parte visible del símbolo, aparecen también genialmente expresadas las tres dimensiones que indicaba Paul Ricoeur -cósmica, onírica y poética- de todo símbolo auténtico1. En este sentido, pues, y con el respaldo de críticos tan autorizados como Jean Baruzi, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, José Luis López Aranguren, Federico Ruiz María Jesús Mancho, Cristóbal Cuevas, se podría considerar el poema de la Noche oscura como la cima de la lírica sanjuanista, «el más puro de los tres grandes poemas», «de mayor pureza aún que el Cántico espiritual»2, «el poema en que se condensa la quintaesencia de la mística sanjuanista»3, pues todo él «es claramente un símbolo total», «en estado puro», «es a la vez la más íntima traducción de la experiencia y la experiencia misma»4.


Experiencia, símbolo y revelación

Es innegable que la máxima genialidad de San Juan de la Cruz, a la vez que su mayor esfuerzo expresivo, se encuentran en la poesía, donde ha logrado transmitirnos lo mejor de su experiencia en un lenguaje simbólico5, aunque probablemente a muchos de sus lectores toda esa magia verbal les resulte un lenguaje enigmático e impenetrable. Quizá alguno se pregunte si no podía haberlo hecho de oirá manera, en un estilo más llano. El error está en suponer que la experiencia profunda del misterio se pueda traducir en ideas, en conceptos, en un lenguaje que no sea simbólico6. Lo propio del símbolo es precisamente su profundidad, pues se trata de un atisbo del misterio absoluto que concentra en sí la universalidad de lo existente, algo que nos pone en contacto con las fuentes profundas de la vida y nos abre a horizontes de infinitud, nos descubre una visión unitaria del mundo y nuestro propio destino como parte integrante de él, nos compromete existencialmente. Como ha recordado Mircea Eliade, «el símbolo revela ciertos aspectos de la realidad -los más profundos- que se niegan a cualquier otro medio de conocimiento; no es una creación irresponsable de la psique, sino que responde a una necesidad y cumple una función: poner al descubierto las modalidades más secretas del ser»7.

Como tantas veces se ha dicho, el hombre es un «animal simbólico»8, no sólo porque utilice símbolos, sino porque los genera, porque él mismo es el símbolo originario, el ser en el que tiene su origen el fenómeno del simbolismo, realidad compleja en la que se dan dos significados pertenecientes a órdenes distintos de realidad, en la que una parte captable empíricamente hace presente la otra de naturaleza meta-empírica. Inicialmente, como el mismo término sugiere, el símbolo era una contraseña: una moneda o medalla partida que se entregaba como prenda de amistad o de alianza. El donante se quedaba en posesión de una de las partes, mientras que el receptor disponía sólo de una mitad, que en el futuro podía aducir como prueba de alianza con sólo hacer encajar su parte con la que poseía el donante. La unión de los dos fragmentos les permitía reconocer su amistad y atestiguaba que la unión concluida había permanecido intacta durante la separación. Era una expresiva imagen que ponía de manifiesto la unidad conservada en la diversidad. El símbolo, por tanto, es un signo de relación, de vínculos profundos, y se refiere al hecho de poner juntas, de hacer coincidir las partes separadas de una realidad única, la unión de dos mitades: el término visible (el significante o aspecto manifestativo del símbolo) y el término invisible que se halla «en otra parte», la otra mitad a la que remite la primera para obtener significación (lo simbolizado en el símbolo que constituye su horizonte de sentido). Esto quiere decir que entre el significante y lo significado hay un lazo analógico, una relación natural, aunque lo significado en el símbolo pertenece a un orden distinto de la realidad de aquél en el que se sitúa el significante, pero en el que a su vez, de manera inmediata, se hace presente ese sentido invisible. Es así como el símbolo despierta determinadas intuiciones, libera unas significaciones analógicas formadas más o menos espontáneamente en el espíritu humano que permiten al hombre descubrir su alma. Por esta razón, no por casualidad, el símbolo es el modo más radical -radicalidad del misterio, radicalidad de la palabra- de entrar en contacto con lo divino.

Donde hay experiencia mística, experiencia profunda de la realidad, surgen los símbolos en todo su esplendor y belleza, como la única forma posible de aprehender y expresar el misterio, pues de lo contrario, sin el símbolo, la experiencia religiosa y cristiana no podrían decirse y, por tanto, tampoco darse. El símbolo, por su densidad semántica, al manifestar los múltiples sentidos de que es portador, se convierte en vehículo de revelación, «hace aparecer un sentido secreto, es la epifanía de un misterio», «aparición de lo inefable por el significante y en él»9, donde se nos dice el Inefable y se nos da a ver el Invisible sin dejar por eso de ser el misterio santo e inagotable, siempre trascendente a nuestras imágenes y representaciones. El símbolo no objetiva, no cosifica, sino que deja a Dios ser Dios en su soberana libertad de misterio; lo revela, como decía P. Ricoeur, «en la transparencia opaca del enigma»10, con una revelación siempre inminente, nunca acabada, mostrando y ocultando a la vez. Se comprende así que el lenguaje de los místicos, al pretender acercar lo trascendente a lo inmanente, lo divino a lo humano -sin confundirse, pero tampoco sin separarse-, rebose de símbolos, de origen arquetípico en muchos casos, para poder expresar esa experiencia personal, también ella misma de carácter simbólico11.

Tal es el caso de San Juan de la Cruz, cuya poesía es la configuración más directa y genuina de su encuentro con el misterio, plasmación lírica de complejas vivencias personales, de una patética de lo divino. Se trata, pues, de poemas esencial y radicalmente autobiográficos, compuestos «con algún fervor de amor de Dios», «en amor de abundante inteligencia mística» (sustancia, por tanto, de una experiencia in fieri), en los que el poeta, teopático y teofático a la vez, «con figuras, comparaciones y semejanzas rebosa algo de lo que siente» (CB, prólogo 1-2), desborda algo de la sobreabundancia del sentimiento, ha dejado escapar, como un chorro de agua a presión, una parte de su tensión espiritual12, aunque al elevarla a categoría simbólica haya tenido que despersonalizar en parte esa experiencia, lo que añade a la calidad de sus versos un mérito mayor al hacerlos de esa manera -en el mejor de los sentidos- existenciales. Y justamente por eso, porque lo decisivo del símbolo es su valor existencial, porque se refiere a una realidad que compromete por entero la existencia humana -«esta dimensión existencial es la que distingue y separa primordialmente los símbolos de los conceptos»13-, la poesía de San Juan de la Cruz, expresión de todo un modo de vivir de caía al amor y vertebrada toda ella por una contención pletórica de signos deícticos que la hacen infinitamente sugeridora -«todo es símbolo, todo es lo que es y algo más»14-, desvela y aporta al mismo tiempo una significación para la existencia humana, se convierte en vehículo de revelación del misterio absoluto, en lugar lingüístico -teofánico y teológico- donde resuena «la voz infinita de Dios, comunicándose al alma y haciendo efecto de inmensa voz» (CB 14,10). De ahí que con razón pudiera decir Pedro Salinas que «no hay poesía más misteriosa en nuestra lengua que la de San Juan, pero al mismo tiempo ninguna más reveladora, ninguna menos confusa e incierta»15.

La revelación es la manifestación de lo que nos concierne últimamente, del misterio que hay en el fondo de nuestro ser16. Y eso no es algo que venga de fuera, sino que sale de dentro. Consiste en caer en la cuenta de la presencia que nos constituye, nos habita y trata desde siempre de manifestársenos, algo que aparece cuando el hombre examina su propio corazón. Quizá estamos acostumbrados a pensar en la revelación sólo cuando se trata de la Biblia o de los distintos pasajes de ella, sin darnos cuenta de su íntima conexión con lo que sucede en nuestra vida, en la que Dios se sigue revelando ahora igual que se reveló entonces, aunque de ordinario sólo se le advierta ahora gracias a la palabra que alguien logró articular entonces. Y es que entre la Biblia y el alma humana hay una radical connaturalidad: las dos dicen lo mismo, porque las dos encierran en sí el mismo misterio, de manera que lo que se nos da a conocer por la Biblia concuerda con nuestra propia experiencia y, gracias a la referencia simbólica de la una a la otra, ambas se esclarecen mutuamente, la experiencia abre la Escritura y ésta se convierte en norma interpretativa a la que todos pueden remitirse. Franz Rosenzweig lo expresó magníficamente: «La Biblia y el corazón dicen lo mismo. Por eso (y sólo por eso) la Biblia es revelación»17.

De aquí, de este hontanar, de esta confluencia entre la Biblia y el corazón humano dimana toda la poesía de San Juan de la Cruz18, que resulta eminentemente reveladora por estos tres motivos fundamentales: en primer lugar, por estar constituida desde la relación con la presencia originante de Dios en el fondo del hombre y de toda la realidad, presencia absolutamente trascendente, totalmente otra, y al mismo tiempo inmanente como ninguna otra, más próxima al hombre que su misma mismidad; en segundo lugar, porque comporta un contenido superior e inaccesible por ningún otro medio, instaura una innovación semántica y un modo de conocimiento que nos abren a un mundo nuevo, se convierte en fenómeno de mediación e instrumento de comunicación de esa presencia divina; y en tercer lugar, porque opera un efecto transformador sobre el destinatario inmediato y último: la salvación de aquellos a los que se dirige19. Una poesía, pues, de gran trascendencia intencional, escrita con el máximo amor y respeto por el signo lingüístico y que hace posible la comunicación del misterio.

Estas tres cualidades las subraya el propio poeta místico en el prólogo al Cántico espiritual, donde declara sin ambages que sus poemas han sido compuestos «con algún fervor de amor de Dios», «en amor de abundante inteligencia mística» (en un estado teopático y con un componente de inspiración divina análogos a los de la Biblia), y que de esa «abundancia del espíritu vierten secretos y misterios», transmiten su mensaje en un lenguaje metafórico, «con figuras, comparaciones y semejanzas», de la misma manera que «el Espíritu Santo en los divinos Cantares de Salomón y en otros libros de la Escritura divina» (por tanto, también al modo bíblico), y que se los entrega así al lector, con «toda la anchura y copia que el espíritu fecundo del amor en ellas lleva», sin necesidad de «abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar», precisamente «para que cada uno se aproveche según su modo y caudal de espíritu», ya que «no han menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y afición en el alma», convencido de la eficacia de ese vehículo expresivo que ha elaborado, del poema como objeto simbólico comunicable como tal y capaz de responder a los más variados interrogantes, lo que desde el punto de vista literario constituye su máxima genialidad: la creación de un producto polisémico que, como el maná, «tiene todos los sabores y gustos» (LB 3,38), produce efectos de «sabiduría, amor y sabor» (S II, 14, 2; CB 26, 5), y la instauración de un modo de conocimiento basado en la intuición abierta para ser entendido por todos.

La razón última de todo ello, de su dinamismo existencial, de su fuerza reveladora, de su capacidad de llegar a los más diversos lectores, satisfaciendo gustos muy dispares, es porque se trata, efectivamente, de una poesía de naturaleza bíblica, con idéntico objeto y con idéntica expresión, producto de la presencia irruptiva de lo divino en el ámbito de la experiencia humana. Así lo creía el propio Juan de la Cruz, convencido de que Dios, al menos en cierta medida, le había inspirado aquellas canciones: «Vistas por el propio Juan de la Cruz -confirma Baruzi-, una diferencia de grado, pero no de naturaleza, las separa de los versículos líricos de la Biblia»20. Y de ahí su decisión de adoptar la misma estilística de la Biblia al configurarlas como canciones de apariencia amoroso-profana, pues si el Espíritu Santo, «según es de ver en los divinos Cantares de Salomón y en otros libros de la Escritura divina, no pudiendo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas», «ésta es la causa por que [también él, el poeta] con figuras, comparaciones y semejanzas rebosa algo de lo que siente», se propuso hacer con ellas una mística imitación de la Escritura, una originalísima mimesis, no ya de los escritores clásicos o modernos, sino del propio Espíritu Santo en su palabra inspirada21. Es posible que, al redactarlas, hubiera de hacerse fuerza para omitir todo referente sacro, la referencia explícita a Dios, a las realidades divinas; pero la fidelidad al estilo poético usado «por el propio Espíritu Santo en los divinos Cantares» debió decidirle, en último término, a desafiar cualquier riesgo de malinterpretación, convencido de que el sistema simbólico adoptado le permitía sugerir un mundo espiritual que en sí es indescriptible, del mismo modo que en el Cantar de los Cantares «el principal intento de Dios en aquellas cosas es decir y dar el espíritu que está allí encerrado, el cual es dificultoso de entender, y éste es muy más abundante que la letra y muy extraordinario y fuera de los límites de ella» (2S 19, 5), donde también la imagen del amor es más que una imagen, en cuya apariencia de amor humano se transparenta una prototípica experiencia de amor divino, un auténtico canto espiritual del amor de Dios al hombre, y eso sin que el significante remita a su significado. Si pensamos, por otra parte, que ya en el monacato medieval el Cantar era el libro bíblico más comentado22, y que en el siglo XVI se le consideraba como una égloga «a lo divino», se comprende fácilmente la connaturalidad de nuestro poeta místico y el tipo de ornatos que en él había de destacarse23.

Pues bien, de esa natural compenetración con el Cantar de los Cantares, la moderna crítica literaria ha podido deducir con total acierto que el poema de la Noche oscura se distingue, precisamente, por ser el de imitación más próxima en ambiente y estilo al epitalamio bíblico, «una combinación entre la intuición simbólica y el ambiente alegórico del Cantar de los Cantares»24, «una verdadera re-creación de los Cantares desde la sensibilidad de la Contrarreforma española»25, un Cantar cristianizado, pero con la misma técnica de su modelo, del que proceden «el símbolo del amor conyugal, el dramatismo de los enfoques y un admirable acervo de imágenes que sugieren el amor místico a partir de significantes de inicial carácter profano»26.

Todo esto no compromete en absoluto el carácter literario de su poesía, como no lo hace en el caso de Garcilaso entenderla como signo de amor humano, ni debe suponer ningún tipo de prejuicio dogmático para el intento que pretendemos de interpretar el poema por sí mismo. Justamente por eso, porque «interpretar -como dice P. Ricoeur- es tomar el camino del pensamiento abierto por el texto, ponerse en ruta hacia el oriente del texto»27, es por lo que primero hemos querido situarlo en su contexto originario, en la tradición propia de donde le viene la luz y en la que hace sentido. «Cuando se comprende la tradición -recordaba Gadamer- no sólo se comprenden textos, sino que se adquieren perspectivas y se conocen verdades»28, nos permite descubrir lo que está más allá de los signos lingüísticos empleados.

Resumiendo, pues, en el poema de la Noche oscura todo es símbolo, representación significativa de otra realidad propiamente indecible. El símbolo de la Noche, por tanto, no es sólo circunstancia o ambiente, es una intuición totalizadora de la realidad que nos revela el sentido último de la dialéctica Dios-hombre-cosmos, un mundo en el que podemos habitar. A propósito de este símbolo y de su presencia en el poema, María Jesús Mancho ha recogido las diversas teorías o explicaciones -psicológica, secular, bíblica, patrística, arabista, germánica, arquetípica- que se han venido proponiendo en la ya larga investigación de un caso tan típico como éste de significados interrelacionados y de concurrencia de fuentes29. Sin excluir en principio ninguna, las más apropiadas parecen ser estas tres: la explicación psicológica propuesta por Baruzi, para quien el símbolo de la Noche es inseparable de la experiencia mística del autor, está adherido directamente a ella, y por tanto se trataría de un hallazgo personal30; la de la inspiración bíblica a través de libros como el Éxodo, ciertos Salmos y el Cantar de los Cantares31, o en esa perspectiva más amplia indicada por J. Vilnet, como «su fuente predilecta de imágenes y símbolos necesarios a su pluma para traducir realidades idénticas»32; y la secular de Dámaso Alonso sobre el influjo de Garcilaso y la transposición «a lo divino» de Sebastián de Córdoba33, influjos que tienen un valor limitado, que pueden ayudar a explicar determinados aspectos formales, el significante del símbolo, pero no todo el significado que encierra34. A tenor de estas tres explicaciones se podría decir que el símbolo sanjuanista de la Noche es un producto de la inspiración, de la reflexión y de la experimentación simultáneamente, en el que convergen una tradición religiosa, unos conocimientos literarios y una experiencia intransferible, pero «subsumido todo ello en una elaboración personal que obedece a razones coherentes derivadas de la lógica interna del propio sistema místico sanjuanista»35. De ahí que, a pesar de todas las fuentes posibles, el símbolo suene en este poema con voz propia y a novedad no usada, como vamos a ver a continuación a través de la lectura directa del texto y con la ayuda de los muchos y excelentes estudios realizados36.




El Poema




Canciones del alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual


1    En una noche oscura,
con ansias37, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.  5

2    A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada38,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada39,
estando ya mi casa sosegada,  10

3    En la noche dichosa,
en secreto, que40 nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.  15

4    Aquesta me guiaba41
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía42.  20

5    ¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que el alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!  25

6    En mi pecho florido43,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba44,
y el ventalle45 de cedros aire daba.  30

7    El aire de la almena46,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.  35

8    Quédeme47 y olvídeme,
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y déjeme48,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.  40






Título, fecha de composición y sentido del poema

«Canciones del alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual». Así lo titula el códice de Sanlúcar de Barrameda, que lo pone inmediatamente después de la declaración del Cántico (CA), revisado y corregido por el propio Juan de la Cruz. Este enunciado del poema, al igual que la advertencia hecha por el autor en el prólogo a su comentario, indicando que «antes que entremos en la declaración de estas canciones, conviene saber aquí que el alma las dice estando ya en la perfección, que es la unión de amor con Dios» (N, prólogo al lector), es de suma importancia para entender desde un principio el sentido místico de estas ocho canciones en las que el poeta narra un suceso acaecido y recordado con gran intensidad, una visión retrospectiva en cifra lírica de su propia experiencia espiritual cantada desde la cumbre.

Se trata, en efecto, de un poema autobiográfico, compuesto iras su evasión de la cárcel de Toledo (mediados de agosto de 1578) y tomado después como texto base para sus comentarios de la Subida del Monte Carmelo y de la Noche Oscura. Eulogio Pacho lo vincula esas dramáticas circunstancias personales: «La historia real a la que se halla ligado el simbolismo de la Noche no es otra que la cárcel toledana y la fuga "en secreto que nadie lo veía"». Al recordar con frecuencia fray Juan aquellos episodios vinculados a días tan trascendentales de su vida, intensifica, acaso sin darse cuenta, la carga emocional que han dejado sedimentada en su espíritu»49. De hecho, hasta no hace mucho, la opinión más divulgada era que lo había escrito en la cárcel, tal vez porque los versos iniciales recogen ecos de aquella dolorosa situación. Sin embargo, por otras alusiones que hace él mismo en sus comentarios50, así como por el testimonio fiable de Juan Evangelista, compañero suyo durante once años y testigo también de su producción literaria51, hay que situarlo «entre finales de 1578 y primeros meses de 1579»52.

La experiencia va referida en primera persona y expuesta en un canto a la noche como aliada y confidente del amor, de forma parecida a las numerosas coplas líricas de tipo popular recogidas en los cancioneros del Renacimiento. Como ésta, por ejemplo, del Cancionero de Upsala53:



   Si la noche hace escura
y tan corto es el camino,
¿cómo no venís, amigo?

   La media noche es pasada
y el que me pena no viene:
mi desdicha lo detiene,
¡qué nací tan desdichada!
Háceme vivir penada
y muéstraseme enemigo.
¿Cómo no venís, amigo?



O la de Melibea en el auto XIX de La Celestina54:


La media noche es pasada, y no viene;
sabed si hay otra amada
que le detiene.



Pero con notables diferencias, por supuesto: el poeta místico nos habla de una noche que tiene caracteres de persona y que ha operado un efecto de máxima personalización, mientras que en esas otras sólo se habla de frustración y desengaño.

Además de la experiencia personal, el poema conlleva también una clara intencionalidad comunicativa, «en las cuales canciones no hace otra cosa sino contar y cantar las grandezas de su Amado» (CB 14, 2), el poeta ha querido exponer las maravillas entrevistas, encender los afectos de sus lectores y señalarles intuitiva y emotivamente el camino a seguir. A ese propósito didáctico obedece la peculiar estructura del poema, la revelación del itinerario místico a través de su realización temporal y que se desarrolla ante el lector como un drama en tres actos -exposición, nudo y desenlace- correspondientes a las tres fases o períodos de la noche: «Estas tres partes de noche todas son una noche; pero tiene tres partes como la noche. Porque la primera, que es la del sentido, se compara a prima noche, que es cuando se acaba de carecer del objeto de las cosas. Y la segunda, que es la fe, se compara a la media noche, que totalmente es oscura. Y la tercera, al despidiente, que es Dios, la cual es ya inmediata a la luz del día» (1S 2, 5). Esas tres partes de la noche se reflejan en el poema de la siguiente manera: a) las canciones 1-4 representan el primer nocturno, la primera etapa del camino místico, activo y ascendente, de ritmo rápido, de búsqueda y tensión hacia el encuentro; b) la canción 5, la estrofa central del poema, representa la media noche, el momento cumbre de la unión entre los amantes, cantada a modo de himno en una estrofa de gran exultación lírica; y c) las canciones 6-8 representan la madrugada, el alba, la parte inmediata a la luz del día, en una atmósfera de consumada plenitud, de ritmo lento, de pasividad y ocultación, de imágenes más que de palabras, de silencio más que de imágenes, y de música más que de silencio: «Son tal vez las estrofas más delgadas, las de una belleza formal más aspirante, más exquisita y aérea de toda la obra de San Juan de la Cruz»55.

Como iremos viendo, es un poema que se caracteriza por su esencialidad: en sus 40 versos aparecen 35 sustantivos, 22 verbos y sólo 7 adjetivos que añaden matices al sustantivo esencial: noche oscura, dichosa ventura, secreta escala, noche dichosa, noche amable, pecho florido y mano serena. En cuanto a su contenido, cuenta la misma historia que el Cántico, de manera más coherente y concisa, con un argumento que no cuesta demasiado seguir.




Topografía del camino místico: Canciones 1-4




[I]


En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.



Ya en esta primera estrofa se nos anticipa un resumen, una captación global de todo lo que sucede en la primera parte del poema: la salida ansiosa y rápida de una voz inflamada en amores, amparada en el secreto de la noche y en busca de alguien que encarna para ella la plenitud de sus deseos.

La voz que escuchamos es la del sujeto que ejecuta la acción, que ha emprendido la salida nocturna de su casa, su «dichosa ventura», y que al mismo tiempo nos la va exponiendo en tono confidencial, como un monólogo íntimo o una confesión a media voz. Ese personaje locutor, delegado del sujeto místico, viene presentado en género femenino, pero sin unas características determinadas: no tiene forma ni figura, no tiene rostro ni nombre, ni siquiera proyecta sombra en la noche; es pura acción, puro dinamismo, impulso inflamado de amor y ánimo decidido hacia el objeto deseado; «es una pura alegoría del deseo»56.

La exclamación del verso tercero, «¡oh dichosa ventura!», se presenta como un paréntesis que interrumpe el ritmo de la secuencia narrativa; puesta en el centro mismo de la estrofa y aislada de la serie sintáctica, se convierte en eje de la narración, metonimia del camino místico, con un «¡oh!» de «encarecimiento afectuoso, que da a entender del interior más de lo que se dice por la lengua» (LB 1, 2).

La rapidez de la fuga está marcada por la presencia de un sólo verbo en primera persona: «salí», que constituye la resolución de los circunstanciales precedentes, más aún, que nutre tres estrofas de enumerativa circunstancia: trece frases adverbiales introducidas por preposiciones y conjunciones y que, sin embargo, no causan ninguna monotonía. Su dinamismo resulta aún más expresivo si se tiene en cuenta el efecto sonoro otorgado al verso mediante la aliteración del sonido silbante de la s -«salí sin ser notada»- y que parece el sonido de una saeta en vuelo, evocando así la rapidez con que «sale el alma a la verdadera libertad, a gozar de la unión de su Amado» (1S 15, 2).

Pero junto a ese verbo único y central hay también otros elementos importantes: a) la misteriosa oscuridad de la noche -«noche oscura»- en la que transcurre toda la acción de la protagonista; b) la presencia luminosa de un amor ardiente -«en amores inflamada»- que contrasta con la oscuridad de la noche, que da a ésta un carácter ambivalente de noche-luz, y sobre todo que ha sido el motor de arranque, el que ha provocado la salida de la protagonista, que «sin saber ni entender cómo y dónde le nace el tan fino amor y afición» la ha sacado de su casa, de sus propios límites, «sacándola Dios sólo por amor de Él, inflamada en su amor» (1S 1, 4; 2S 24, 8; 1N 11, 1); y c) las dos condiciones de la salida: «sin ser notada», desapercibida, en «desnudez espiritual de todas las cosas» (2S 1, 1), de manera que nada ni nadie se lo pudiese impedir, «saliendo de sí misma por olvido de sí, lo cual se hace por el amor de Dios» (CB 1, 20); y «estando ya mi casa sosegada», en paz y quietud estables, con la serenidad de quien se siente confiado a la libertad del amor, lo que puede verse también como un efecto o don de la noche en la que se va adentrando.




[2]


A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.



Estamos ante una estrofa sin verbos, sostenida por el impulso del «salí» inicial y envuelta en la misma atmósfera nocturna que la anterior, sólo que ahora más densa, como sugiere la doble repetición del término «a oscuras». Pero de nuevo aparece la paradoja o el carácter ambivalente de la noche, que es presentada al mismo tiempo como peligrosa y segura: peligrosa porque la oscuridad borra los puntos de referencia conocidos y puede que se pierda el caminante; pero segura porque va amparada en el secreto de la noche, compenetrada con ella, «envuelta en su manto de oscuridad» (Sal. 17, 12), como si se tratara de una compañera discreta con la que va encubierta, «disfrazada»: «disfrazarse no es otra cosa que disimularse y encubrirse debajo de otro traje y figura que de suyo tenía» (2N 21, 2). La seguridad procede materialmente de la oscuridad: «a oscuras y (por eso mismo, en relación causal) segura». Esto es, porque va «a oscuras» va «segura», y va «segura» porque va «disfrazada»: «Aquí el alma a oscuras va segura, porque de tal manera la absorbe y embebe en sí esta oscura noche de contemplación y la pone tan cerca de Dios, que la ampara y libra de todo lo que no es Dios» (2N 16, 10).

Este camino paradójico de la protagonista transcurre en el misterioso escenario de una «secreta escala», de «una escala muy secreta que ninguno de la casa lo sabía» (2N 15, 1), y que «es secreta también porque tiene propiedad de esconder al alma en sí» (2N 17, 6), por lo que tampoco podemos saber a dónde lleva, si sube o baja. Aunque no es difícil adivinarlo, el propio poeta nos ayuda a encontrar el sentido figurado de esta imagen: «esta escala se deriva de Dios y es figurada por aquella escala que vio Jacob durmiendo, por la cual subían y descendían ángeles de Dios al hombre y del hombre a Dios, el cual estaba estribando en el extremo de la escala» (2N 18, 4). Imagen, pues, de la fe (de la fe del amor) cual potencia iluminadora y transformadora que «hace salir de todo límite natural para subir por esta divina escala de la fe, que escala y penetra hasta lo profundo de Dios» (2S 1, 1), a lo que está más allá de, todo modo y manera, «así como el caminante que, para ir a nuevas tierras no sabidas ni experimentadas, va por nuevos caminos no sabidos ni experimentados, que camina no guiado por lo que sabía antes, sino en duda y por el dicho de otros; y claro está que éste no podría venir a nuevas tierras, ni saber más de lo que antes sabía, si no fuera por caminos nuevos nunca sabidos, y dejados los que sabía» (2N 16, 8). Un camino, pues, de trascendencia, donde «entrar en camino es dejar su camino» (2S 4, 5), «el abajar es subir, y el subir, abajar», pues «suele Dios hacerla subir por esta escala para que baje, y hacerla bajar para que suba» (2N 18, 2). En definitiva, el camino al iodo por la nada, «donde nada singular puede servir por sí mismo de fundamento a la libertad humana»57.

Se repiten en esta estrofa dos versos de la anterior y en el mismo orden: a) la jubilosa exclamación central -«¡oh dichosa ventura!»- cuya reiteración viene a decir que el amor, además de impulsar la salida, es el estímulo permanente del camino místico; y b) el verso final -«estando ya mi casa sosegada»- sobre esa paz interior con la que se va adentrando en la noche.




[3]


En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.



Seguimos con la protagonista en plena travesía nocturna, si bien ahora nos encontramos ante una transmutación de elementos que enriquecen el símbolo y dotan al poema de una mayor complejidad.

El elemento de la «noche» viene anunciado con dos importantes cambios de artículo y de adjetivo: el indeterminado «una» se ha sustituido por el determinado «la», y el adjetivo «oscura» de antes ha sido sustituido por el «dichosa» de la exclamación central. Esto quiere decir que todas las implicaciones acumuladas en el eje de las anteriores estrofas sobre el itinerario místico de la protagonista, su «dichosa ventura», se transfieren directamente a la noche, la cual, convertida en «la noche dichosa», con nombre y adjetivo propios, se ha convertido a su vez en un sujeto personal de naturaleza paradójica (que integra en sí mismo las contradicciones noche-luz, oscuridad-seguridad) y que personifica todo el camino místico de la protagonista.

Notamos también la novedad de tres verbos en imperfecta (veta, miraba, ardía) que insinúan la permanencia de la acción iniciada anteriormente, de manera que si la salida se presentaba en las dos primeras canciones como un momento repentino y fugaz, una salida sin clara referencia a su prolongación, ahora se percibe como un proceso de duración indefinida, como una travesía que requiere tiempo. Y eso que el trayecto recorrido se encuentra a una gran distancia, donde ya no hay ninguna referencia a la casa que ha dejado atrás, convertida mediante un efecto de paronomasia en cosa -«ni yo miraba cosa»-, como algo que ya no le preocupa.

La acción transcurre «por la secreta escala» de antes, pero de la que ya sólo percibimos su adjetivo, «en secreto», situada en una región insólita de máxima altura (o de máxima profundidad) en la que la protagonista parece llevar el mismo camino del sol, donde ya no es vista por nadie -«nadie me veía»- ni ella tampoco puede ver nada -«ni yo miraba cosa»-, cegada por el exceso de luz que la guía58. En esa situación, lógicamente, va «así como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz» (2S 4, 2). «Porque la fe, que es el secreto que habernos dicho, son los pies con que el alma va a Dios, y el amor es la guía que la encamina» (CB 1, 11). El lugar de donde proviene esa luz que no sólo brilla, sino que arde -que es luz y fuego, «infinita luz e infinito fuego» (LB 3, 2)- se llama «el corazón»: centro vital al que la protagonista, olvidada por completo de sí misma, ha sido atraída por el objeto mismo del amor, así como la piedra es atraída al suyo o la saeta al blanco, pues «el amor es la inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante el amor se une el alma con Dios» (LB 1, 13).

A propósito de este otro nuevo elemento, «el corazón», nótese que va precedido de un artículo determinado que lo enuncia como realidad propia, y no de ningún posesivo: a diferencia de «mi casa», aquí no se dice «mi» o «su» corazón, por lo que en principio se hace difícil de atribuir a alguien. A primera vista da la impresión de ser el corazón de la amada. Pero, ¿no podría ser también el corazón de la noche? Como metáfora dinámica que es, en la que se expresa el movimiento de la libertad del espíritu, creemos que corresponde a las dos: el corazón de la amada -en genitivo subjetivo- es su más íntima sustancia, «a lo que más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su operación y movimiento» (LB 1, 11), pero -en genitivo objetivo- el corazón de la amada es la noche, «la noche dichosa» que tiene un corazón de luz59, un espacio dichoso, un centro de gravedad que la atrae permanentemente hacia sí, «que guía y mueve al alma y la hace volar a su Dios por el camino de la soledad, sin ella saber cómo y de qué manera» (2N 25, 4), donde la fuerza pura del amor, sin estorbos, «hace tan sabroso asiento de amor en Dios y Dios en ella, que no tiene necesidad de otros medios ni maestros que la encaminen a Dios, porque es ya Dios su guía y luz» (CB 35, 1)60.

El poeta, con la genialidad de un gran pintor, ha logrado plasmar en estos versos la más artística de las paradojas: una noche que lo envuelve todo con su densa oscuridad, pero que a su vez tiene un corazón de luz que lo ilumina todo61. Gracias a esa luz ardiente que inflamó en amor a la protagonista pudo ésta emprender su viaje, su «dichosa ventura», y gracias a esa misma luz que le hace de guía, que la atrae permanentemente hacia sí, podrá alcanzar su destino, el objetivo de su deseo.




[4]


Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.



De la paradoja pasamos a la hipérbole: la noche dichosa con su corazón de luz guía a la protagonista «más cierto que la luz del mediodía», con más fuerza que el sol con toda su fuerza; se afirma, pues, como el gran conductor de la aventura guiando ella misma a la amante que se mueve hacia su inmóvil objetivo. La hipérbole, como casi todo en nuestro poeta místico, es de neta inspiración bíblica y la refiere él mismo en dos ocasiones: en el oxímoron de su primer poema Entréme donde no supe, acerca de «la tenebrosa nube / que a la noche esclarecía» (canción 5, vv. 34-35), la nube tenebrosa y esclarecedora que guió a los israelitas en su peregrinación por el desierto, que daba sombra de día y alumbraba de noche (Éx. 13, 21-22; 14, 19-20), y en el comentario al Cántico (CB 36,2) citando al profeta Isaías: «nacerá en la tiniebla tu luz, y tus tinieblas serán como el mediodía» (Is. 48, 10-14).

El lugar de destino al que la noche conduce a la protagonista es un personaje oculto, sin nombre, lleno de misterio, que la está esperando y que representa para ella la plenitud de su deseo: «adonde me esperaba / quien yo bien me sabía» (lo que hace suponer que existía ya una relación previa entre ambos); pero dicho así, de forma vaga y perifrástica, para evitar la identificación con cualquier objeto concreto, y por eso mismo también con un verbo de conocimiento distinto al que hubiéramos imaginado: no dice «conocía», sino «me sabía». Ese amor implantado en el interior de la amante permite un tipo de conocimiento «más cierto» que el conocimiento objetivo: ella sabe que busca su complemento, la plenitud, pues dentro de sí percibe con claridad la carencia del amado y el impulso que le lleva hacia él. «Dios es la luz y el objeto del alma» (LB 3, 70).

El camino recorrido a estas alturas hace ver un claro contraste entre el lugar de salida, un lugar determinado -«mi casa»- y el de destino, un lugar indefinido -«en parte donde nadie parecía»-, de profunda soledad, de secreta intimidad, donde no hay nadie más que ese misterioso personaje que la espera y lo llena todo. Es el lugar de la unión. Ahora se comprende que toda la importancia que se ha venido dando al secreto en las anteriores estrofas, al hecho de no ser vista por nadie, estaba en función de este lugar: «Es extraña esta propiedad que tienen los amados en gustar mucho más de gozarse a solas de toda criatura que con alguna compañía. Porque, aunque estén juntos, si tienen alguna extraña compañía que haga allí presencia, basta estar allí para que no se gocen a su sabor. La razón es porque el amor, como es unidad de dos solos, a solas se quieren comunicar ellos» (CB 36, 1).

Desde aquí, en mirada retrospectiva, podemos ver también las tres etapas o impulsos en los que ha transcurrido el itinerario de la protagonista: a) el primer impulso o motor de arranque lo dio el amor -«en amores inflamada»-, gracias al cual pudo ella emprender la dichosa ventura de salir de su casa por la secreta escala del amor, que es la fe; b) en ese trayecto de fe se fue encendiendo aún más el amor hasta convertirse en su única «luz y guía», un amor que excede todo conocimiento, que no se comprende, pero que produce un entendimiento que prende, en el doble sentido de apresar y de encender al modo de la llama, para ir directamente al corazón, al centro de sí mismo, al centro de gravedad de todas las cosas; y c) finalmente, el amor, que «tiene la razón del fin» (CB 32, 6) y la propiedad de «igualar al que ama con la cosa amada» (CB 28, 1), es atraído alinea de meta por el objeto mismo del deseo, «adonde me esperaba / quien yo bien me sabía». He aquí, pues, el dinamismo teologal del camino místico: las tres virtudes teologales (el amor, la fe y la esperanza) que operan y crecen juntas, «por cuanto estas tres virtudes teologales andan en uno» (2S 24, 8) y son «el medio y disposición para la unión del alma con Dios» (2S 6, 6).




Encuentro y revelación a medianoche: Canción 5




[5]


¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que el alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!



Justo en mitad del poema se suspende la acción dramática y asistimos, en una especie de relámpago, a una escena de plenitud en la que la voz del sujeto locutor adquiere tonos de coro y anuncia de manera solemne el cumplimiento de un hecho extraordinario. Estamos en la estrofa central, en el corazón del símbolo, en la media noche «que totalmente es oscura» (1S 2, 5), enunciada por tres veces con la interjección estimativa «¡oh!», término que para el poeta significa «encarecimiento afectuoso, que da a entender del interior más de lo que se dice por la lengua» (LB 1, 2). Efectivamente, toda la estrofa viene a ser una pura exclamación sin verbo, pues como ya indicó Dámaso Alonso, esas dos acciones verbales introducidas por relativo (que guiaste, que juntaste) «en realidad tienen sólo una función adjetiva (lo mismo que amable 62.

La noche, que en las anteriores estrofas hemos ido viendo como compañera discreta de la amante -«disfrazada», podríamos decir, a semejanza de ella- y afirmando progresivamente su papel de «luz y guía» («aquesta me guiaba», «¡oh noche que guiaste!»), se nos revela ahora de manera irrefutable como el misterioso director dramático que organizó toda esa historia de amor. En perspectiva bíblica y de teología apofática, la presencia invisible de este actor principal no es otra cosa que el símbolo mismo de Dios, representado como noche porque Dios «no tiene imagen, ni forma, ni figura» (3S 13, 1), «no cae debajo de imagen ni forma, ni cabe debajo de inteligencia particular» (2S 16, 4), y porque así fue como se reveló en la historia del Éxodo, guiando a los israelitas desde la columna de nube y fuego (tenebrosa y esclarecedora a la vez) en su salida de Egipto y en su peregrinación por el desierto (Ex. 13, 21-22; 14, 19-20). Desde esta perspectiva -concluye Bernard Sesé- «en el poema de San Juan de la Cruz, Dios es la noche oscura; la noche es Dios Padre»63. Y así parece sugerirlo la hipérbole del verso «¡oh noche amable más que el alborada!», amorosa más que el amanecer (cuando desaparecen los «miedos de las noches veladores» (CB 20), cuando los amantes despiertan y se quejan de que la noche ha sido demasiado breve, etc.), apuntando inequívocamente a otro amor más grande, al amor de Dios, en definitiva, al «Padre de las lumbres» (Sant. 1, 17; 2N 16,5; CB 30, 6; LB 1, 15; 3, 47), luz de luz, y por eso «para el alma tan oscura noche como la fe» (1S 2, 1)64.

Desde esa misma perspectiva bíblica-cristiana se comprende fácilmente la identidad personal del «amado», que el poema mantiene en secreto y sin ninguna descripción de su belleza: es Cristo, el Hijo bienamado del Padre, manifestado en la plenitud de los tiempos, nacido en la media noche (acontecimiento que se celebra en la noche más larga del año) y resucitado también en la noche, en la parte inmediata a la luz del día. Es todo el misterio de Cristo el que subyace en el fondo de esta gran estrofa, en cuya brevedad de sólo cinco versos resuena el Exultet, el famoso himno litúrgico de la noche de Pascua, incluso con expresiones idénticas65.

En cuanto al personaje de la «amada», ha sido la noche quien le ha dado su nueva identidad, antes sin forma ni figura, sin rostro ni nombre, y ahora elevada a un máximo de personalización: «amada en el amado transformada». La unión mística no aniquila; al contrario, «hace igualdad y semejanza» (1S 5, 1), «iguala al que ama con la cosa amada» (CB 11, 12), transforma a la persona de la amada en la condición misma del amado. A diferencia de otras místicas, de inspiración metafísico-neoplatónica, la de Juan de la Cruz es eminentemente personal y cristocéntrica, se realiza toda ella en la mediación insustituible de Jesucristo, llegando a ser «dos naturalezas en un espíritu y amor» (CB 22, 3), por lo que aquí «es verdad decir que el Amado vive en el amante, y el amante en el Amado. Y tal semejanza hace el amor en la transformación de los amados, que se puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son uno. La razón es porque en la unión y transformación de amor el uno da posesión de sí al otro, y cada uno se deja y trueca por el otro; y así cada uno vive en el otro, y el uno es el otro y entrambos son uno por transformación de amor» (CB 12, 7). El cómo es esta unión y transformación de amor que ha hecho la noche cual «obrero de todo, sin que el alma haga de suyo nada» (LB 1, 9), es imposible saberlo, y por eso mismo imposible decirlo: «lo que Dios comunica al alma en esta estrecha junta, totalmente es indecible» (CB 26, 4). Pero eso que no se puede decir, se puede sentir, y ésa es la función de los dos versos finales -«amado con amada, / amada en el amado transformada»-, en los que la rima interna ado-ada es toda una imagen verbal del entrelazamiento de los amantes y de la unión que se celebra. De igual modo, en el cambio de conjunciones con/en queda bien sugerida la progresión temporal y cualitativa de ese estado: «unida con... luego queda esclarecida y transformada en» (2S 5, 7). Un estado de plenitud, «el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar» (2S 7, 11; CB 12, 8; 22, 3), que se da a sentir sobre todo en el efecto sonoro que produce la aliteración de la vocal abierta a (13 veces)66, homofonía a la que el poeta le atribuye explícitamente una función connotativa equiparando el fonema a la palabra: «de lo cual tenemos autoridad y ejemplos juntamente en la divina Escritura; porque la cortedad del manifestarlo y hablarlo exteriormente mostró Jeremías [1, 6], cuando habiendo Dios hablado con él no supo qué decir, sino a, a, a» (2N 17, 4); efecto de admiración que, al ir acompañada de la consonante bilabial m (5 veces), tiene también un sonido de paladeo y sugiere una situación intensamente fruitiva, de hondo y pleno goce67.




La igualdad de amor: Canciones 6-8




[6]


En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.



La acción dramática que parecía haber culminado en la estrofa anterior se reanuda de nuevo. De hecho la estrofa arranca con la misma preposición con que comenzó el poema, como si éste quisiera comenzar otra vez, pues resulta que el sujeto de la noche ha desaparecido y en su lugar aparece ya el Amado, aunque apenas se le vislumbra a la luz del alba y se hunde en un profundo sueño en el «pecho florido» de la amada -«allí quedó dormido»-, «donde con infinito deleite de amor se recuesta, escondido profundamente de todo ojo mortal y de toda criatura» (CB 1, 5); «está él allí de ordinario como dormido en este abrazo con la Esposa, en la sustancia de su alma, al cual ella muy bien siente y de ordinario goza» (LB 4, 15). Este papel pasivo del Amado es realmente insólito en la poesía amorosa de la época.

La amada, en cambio, se ha animado: tiene forma humana definida (pecho, cuello, sentidos, rostro) y es ella la que lleva la iniciativa de la acción: «yo le regalaba». La noche ha cedido a la amada su protagonismo: metida en lo hondo de la noche, la amada goza con el juego del amor; pero su gozo es el gozo de la noche que la lleva en el aire de su amor por el Amado, pues «entre Dios y el alma está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos los poseen entrambos juntos» (LB 3, 79).

La acción visible es mínima. Apenas hay movimiento: sólo el gesto acariciador de la amada y el correr del aire que producen los cedros. En este caso, además, el poeta ha sustituido la causa por el efecto: los cedros no son movidos por el aire, sino que lo producen al mover sus ramas; se nos hace ver así que la vivencia mística y la poesía transforman la realidad, animando de esta manera a la naturaleza a participar en el regalo de los enamorados: amor íntimo y amor cósmico. «Así como el aire hace fresco y refrigerio al que está fatigado del calor, así este aire de amor refrigera y recrea al que arde con fuego de amor» (CB 13, 12). Los verbos, en efecto, son todos de entrega amorosa y de unión fruitiva: guardaba, quedó, regalaba, daba.

El espacio en el que se desarrolla la acción es un escenario íntimo y a la vez cósmico: el «pecho florido» de la amada, la cual «sintiéndose puesta entre tantos deleites, entrégase toda a él y dale también sus pechos de su voluntad y amor... Dar el pecho uno a otro es darle su amor y amistad y descubrirle sus secretos como a amigo» (CB 27, 4). En este lugar entrañable se instaura una decisiva innovación lexical respecto de las estrofas anteriores: la serie florido, cedros, aire, configura un lugar idílico, un «locus amoenus» de extraordinaria densidad. La expresión «pecho florido» nos remite, sin duda, al «lecho florido» de Cant. 1, 5 y de CB 24; pero al tener lugar la consumación de amor en el más profundo centro de ella misma, el adjetivo «florido» se transfiere lógicamente al «pecho», convirtiéndose éste en un tálamo nupcial de connotaciones cósmicas. La amada es un jardín en el que la presencia del Amado lo llena todo: «el cual huerto es la misma alma, porque así como arriba ha llamado a la misma alma viña florecida, así aquí la llama también huerto porque en ella están plantadas y nacen y crecen las flores» (CB 17, 5), «siendo ella el huerto que arriba ha dicho, donde su Amado pace las flores, cercado y guardado solamente para él; por lo cual él la llama en los Cantares [4, 12] huerto cerrado, diciendo: Mi hermana es huerto cerrado» (CB 20-21, 18)68.

Esta imagen de profunda ternura que forman ambos amantes, la amada acariciando al Amado dormido sobre su pecho, nos lleva a pensar en la imagen escultórica de una Piedad, la representación de la que popularmente se llamaba entonces la sexta angustia, de impresionante belleza artística y de hondo sentido místico69.




[7]


El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.



Se prolonga la escena de la estrofa anterior en el mismo espacio simbólico de un jardín amurallado, protegido por almenas que sólo dejan pasar un aire que viene de lo alto y que tiene «mano serena», que prodiga tan hondas caricias a la protagonista que terminan por sacarla de sí -«y todos mis sentidos suspendía»- hasta igualarla por completo con su Amado, al que se dispone a acompañarle en esa fuga final de la carne. En relación también con la canción anterior se da en ésta un triunfo de percepciones y a la vez, paradójicamente, una cesación de las mismas: sensaciones ópticas en la abundancia de imágenes distintas; sensaciones táctiles en el contacto entre los amantes y en la mano serena del arre que hiere el cuello de la amada; sensaciones acústicas y olfativas en el sonido de la brisa y en los perfumes de las flores y de los cedros. En fin, una auténtica sinestesia que ha satisfecho todos los sentidos y que ha sido producida por ese «aire amoroso que sabrosamente hiere, satisfaciendo el apetito del que deseaba el tal refrigerio, porque entonces se regala y recrea el sentido del tacto, y con este regalo del tacto siente el oído gran regalo y deleite en el sonido y silbo del aire; porque este toque de Dios satisface grandemente y regala la sustancia del alma, cumpliendo suavemente su apetito, que era de verse en la tal unión» (CB 14, 13-14).

A propósito de este «aire de la almena», imagen reforzada por un sintagma de carácter personal, de «mano serena», está claro que tiene una caracterización distinta al producido por los cedros. El de ahora no tiene una procedencia natural y, además de táctil, parece ser de esencia musical, semejándose a un maestro que «con su mano serena» hiere el cuello de la amada, tenso como las cuerdas de una cítara, y saca de ella la melodía original, la «música callada» que lleva dentro. La oda de fray Luis de León a Francisco de Salinas puede ayudarnos a entender mejor el sentido de esta imagen70:



   El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada.

[...]

   Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.

   Ve cómo el gran Maestro,
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado
con que este eterno templo es sustentado.

   Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta; y entrambas a porfía
mezclan una dulcísima armonía.

[...]

   ¡Oh desmayo dichoso!,
¡oh muerte que das vida!, ¡oh dulce olvido!:
¡Durase en tu reposo
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido.

[...]

   ¡Oh, suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos,
quedando a lo demás adormecidos!



Si para fray Luis «el gran Maestro / a aquesta inmensa cítara aplicado» es Dios que gobierna el cosmos tañéndolo a manera de cítara, para nuestro poeta místico ese aire de mano serena que hiere el cuello de la amada y suspende todos sus sentidos es el Espíritu Santo (CB 13, 11), que con su toque delicado arranca del alma la melodía que en sí misma llevaba y se la da a gustar, como hace el maestro de música con su discípulo enseñándole a manejar su instrumento; esto es, explica Juan de la Cruz: «la hace amar con la fuerza que él la ama, transformándola en su amor, en lo cual le da su misma fuerza con que pueda amarle, que es como ponerle el instrumento en las manos y decirle cómo lo ha de hacer, haciéndolo juntamente con ella, lo cual es mostrarle a amar y darle la habilidad para ello» (CB 38, 4). En resumen: «el Espíritu Santo, que es amor, se compara en la divina Escritura al aire» (CB 13, 11); «por este aire entiende el alma al Espíritu Santo, el cual dice que recuerda los amores» (CB 17, 4); y la acción de «aquella mano tan delicada que era del Espíritu Santo» (LB 3,42) «es un delicadísimo toque y sentimiento de amor que ordinariamente en este estado se causa en el alma en la comunicación del Espíritu Santo, el cual levanta el alma y la informa para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo» (CA 38, 2; CB 39, 3; LB 4, 17)71.




[8]


Quédeme y olvídeme,
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y déjeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.



Estamos ante una escena de plenitud y el final definitivo del poema, con cinco verbos en pasado perfecto -quédeme, olvídeme, recliné, cesó, déjeme- que expresan de forma inequívoca la conclusión de la aventura: «cesó todo». He aquí, paradójicamente, la máxima actividad verbal en la estrofa de la máxima «dejación»; los verbos son todos de carácter contemplativo, de descanso, abandono, cesación y olvido. El poema ha sido la narración de un suceso pasado, «olvidado», pero recordado con gran intensidad, lo que hace que esta última estrofa tenga una plenitud muy particular, en la medida en que se conjuga lo acabado con lo inacabado, o, mejor dicho, en la que prevalece lo inacabado de algo que se prolonga más allá del tiempo y del espacio. Ese es el efecto de los dos versos finales: «dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado», del gerundio «dejando» y del participio pasivo «olvidado» (que no quiere decir liquidado, evaporado, sino mantenido a la espera de un despertar, del «cuan manso y amoroso/ recuerdas en mi seno» que dirá en la canción final de la Llama) y que dejan el poema como vibrando.

Efectivamente, la acción dramática ha terminado con éxito: la salida, el éxtasis ha llegado a la unión plena con el Amado, a la total identificación con él, como sugiere el verbo semiauxiliar «quédeme», con un significado elíptico que puede derivarse tanto de la acción del verbo precedente «suspendía» (quédeme suspendida) como del verso 28 «allí quedó dormido» (quédeme dormida). Pero por otra parte, sin embargo, lo que contemplamos es una escena vacía, en la que los cuerpos de los amantes están ahí, abrazados, inertes, pero las personas (su alma, su espíritu) están ya en otro sitio. ¿Dónde? La estrofa no lo dice, es un secreto que pertenece a la esencia misma del poema, aunque intuimos que es el cumplimiento de lo prometido a la esposa en el romance trinitario72:



a la cual él tomaría

en sus brazos tiernamente,
y allí su amor la daría;
y que así, juntos en uno,
al Padre la llevaría,
donde del mismo deleite

que Dios goza, gozaría;
que, como el Padre y el Hijo
y el que de ellos procedía,
el uno vive en el otro,
así la esposa sería,

que, dentro de Dios absorta,
vida de Dios viviría.



El caso es que la amada reclina su rostro sobre el Amado y se hunde con él en un profundo sueño, «en el abrazo abisal de su dulzura» (LB 1, 15). Hace el mismo gesto que el discípulo amado en la última cena (Jn. 13, 25) y ambos se nos pierden de vista tras un destello de blancura y de luz que sugiere el verso final: «entre las azucenas olvidado». Como texto, el poema termina ahí, en esa especie de página en blanco, con esa imagen de las azucenas, de enorme fuerza sugeridora y de valor altamente simbólico (símbolo de la pureza del lecho nupcial donde acaba de consumarse la unión mística; símbolo de predilección (Cant. 2, 1-2), de Israel como pueblo escogido entre las naciones y de la Virgen María como bienaventurada entre todas las mujeres (Le. 1,42.48); símbolo también del abandono a la voluntad de Dios, que provee a las necesidades de sus elegidos (Mt. 6, 28), del abandono místico a la gracia divina)73, con la que el poeta ampara en un cerco de silencio el núcleo de una materia intocable y parece invitar al lector a que suspenda ya todo discurso y se quede, sin más, en perfecto silencio, en ese estado de contemplación sin imágenes en que «el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso y sin actos y ejercicios de las potencias, sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué» (2S 13, 4), «como quien abre los ojos con advertencia de amor» (LB 3, 33).

El poema termina, pues, en un estado de contemplación, en una reductio in mysterium, o si se quiere en una reductio in silentium, en el silencio musical del Espíritu Santo que es la plenitud de la palabra (cf. D 99), con aliteraciones de nasales y fricativas que producen el efecto sonoro de una nana entrañable, de una canción de cuna, al igual que la última estrofa del Cántico y de la Llama, hechas también con las mismas consonantes y el mismo efecto melódico.








Conclusión: Un símbolo de fe

Como hemos ido viendo, en el poema de la Noche oscura «todo es símbolo, todo es lo que es y algo más»74: la «noche», la «secreta escala», la «luz y guía», el «corazón», el «amado», la «amada», el «aire con su mano serena», las «azucenas», todo son representaciones significativas de otra realidad propiamente indecible e inimaginable con las que el poeta místico ha construido una historia de amor y al mismo tiempo una confesión de fe en la que se afirma la verdad permanente de la revelación bíblica: la historia del hombre divinizado en lo más profundo de su existencia. Un prodigio de perfección literaria y espiritual en sólo cuarenta versos. ¡Lo que cabe en un verso! Con razón decía Bachelard que el mundo es de aquellos que más capacidad tienen de miniaturizarlo75. Y con razón pudo decir Hans Urs von Balthasar que «las poesías son en Juan de la Cruz las aserciones divinas», que en ellas «tienen lugar los auténticos pronunciamientos de que ninguna prosa es capaz» y, por tanto, que «es Doctor de la Iglesia más como poeta que como prosista»76. El poema es un símbolo incluso desde el punto de vista teológico, un símbolo de fe, en el sentido de San Agustín: «El símbolo es la regla de fe brevemente compendiada, de tal modo que instruya al espíritu, no cargue la memoria, sea enunciada en pocas palabras, por las cuales se consiga mucho»77; esto es, un «verbum breviatum» o «breviarium fidei» que condensa, como el Símbolo Apostólico, la sustancia de la Escritura. Ejemplos de esto los tenemos en el seno mismo de Escritura y en los primeros siglos del cristianismo78. Y algo de eso era en el fondo lo que buscaba Karl Rahner en su reiterado esfuerzo por elaborar «fórmulas breves» de la fe cristiana79, fórmulas provechosas «para el espíritu, para el corazón y también para la memoria»80, cuya «repetición no llegaría a causar aburrimiento si de verdad se centrasen en lo que es decididamente esencial, en aquello que el hombre experimenta no como una ideología impuesta desde fuera, sino como la realidad sentida y experimentada de su propia vida»81; fórmulas que fueran «asimilables existencialmente de un modo inmediato, diáfanas por sí mismas, sin que necesitasen largas explicaciones para "atraer"; que sean objeto de una experiencia fundamental y fácilmente comprensible»82. Pues bien, esto es justamente lo que nos ofrece Juan de la Cruz en el poema de la Noche oscura, un símbolo fundamental de la existencia humana, indispensable para el hombre en cualquier situación histórica, a la vez, que un símbolo de la fe cristiana, una teología simbólica, donde la revelación deja de ser una amalgama de verdades para constituirse en «figura viva», clara y transparente en su propia luz, lo que en palabras de Walter Kasper podríamos llamar una «ejemplificación tipológica» de «verdades paradigmáticas que tienen como función expresar simbólica, ejemplar y típicamente otras verdades» y que permiten sentir la unidad de la fe por encima de las diversas teologías83.

Todo un símbolo, pues, del amor interpersonal de Dios, del Dios trinitario, misterio escondido desde los siglos (Dios Padre: noche oscura) , realizado y revelado en el acontecimiento de Jesucristo (Cristo: amado) y conocido por la fuerza del Espíritu vivificante (Espíritu Santo: aire con su mano serena); misterio de amor que se manifiesta en este poema con una emoción directa, «tan íntimamente vivido como expresivamente inventado»84, con la explícita intención de seducir, como señuelo para arrastrar a sus lectores al amor tic tan atractivo Amante, o lo que es lo mismo, transmitido de la manera mistagógica más eficaz, lo que en su caso viene a ser la función suprema del arte: «Mistagogo es quien ha hecho la experiencia de Dios y de su misterio, y acompaña en su camino a quien la hace de nuevo. Pero la ayuda no consiste en darle normas prácticas, sino en proponerle el misterio mismo de Dios y de su comunión con el hombre, haciendo que el mismo misterio marque el contenido y las modalidades de la nueva experiencia. El arte del mistagogo consiste en saber transmitir, no la propia experiencia, sino gracias a la propia experiencia, el misterio de Dios personal y gratuito, que se revela libremente a quien le busca»85.



 
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