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Memorias de un cortesano de 1815

Benito Pérez Galdós

Portada de la edición
de 1884

Portada de la edición de 1884

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En el nombre del
Padre

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy principio a la historia de una parte muy principal de mi vida; quiero decir que empiezo a narrar la serie de trabajos, servicios, proezas y afanes, por los cuales pasé en poco tiempo, desde el más oscuro antro de las regias covachuelas, a calentar un sillón en el Real Consejo y Cámara de Castilla.

Abran los oídos y escuchen y entiendan cómo un varón listo y honrado podía medrar y sublimarse por la sola virtud de sus merecimientos, sin sentar el pie en los tortuosos caminos de la intriga, ni halagar lisonjero las orejas de los grandes con la música de la adulación, ni poner tarifa a su conciencia o vil tasa a su honor, cual suelen hacer los menguados ambiciosillos —6→ del día, después que las sanas costumbres, la modestia, la sobriedad y la cristiana mansedumbre han huido avergonzadas del mundo, y son tan míseros de virtud los tiempos, que no se encuentra un hombre de bien aunque den por él medio millón de pícaros vividores.

¡Bendito sea Dios, padre de los menesterosos, sustento de los débiles, proveedor de los hambrientos, aposentador de los desamparados, amparo de los desnudos, alivio de todos los pobrecitos que quieren ganarse la vida, y despensero de las hormigas, de los pájaros y de los pretendientes!... ¡Bendito sea Dios, digo, que me ha conservado mis sueldos, gajes, pensiones, viáticos, emolumentos y obvenciones, para que desahogadamente y sin importunos cuidados pueda contar todos los pasos de mi fabulosa carrera! ¡Oh! ¿Por qué he de ocultarlo? Carrera como la mía no la hicieron más de cuatro, desde que brotó en la fecunda tierra el tallo de los empleos públicos y abrieron sus polvorientas corolas de papel los expedientes de Arbitrios, Propios, Tercias reales, Noveno, Pósitos, Paja y Utensilios, Frutos civiles, Mandas, Renta de la Abuela, Chapín de la Reina y demás yerbas que componían el placentero jardín de la Administración.

Verdad es que si a grandes altitudes llegué, —7→ buenos porrazos recibí en aquella bendita escala, luchando y desgreñándome a machaca-liendres con los que querían subir antes que yo; si mucho y rápidamente subí, agarreme también a buenos faldones. Y no se diga que manchan mi vida, como la de otros muy lucidos en sus carreras, acciones feas y vergonzosas. Eso no; que antes que nada es la inmaculada blancura de mi alma cristiana. Dios es testigo de que jamás metí la mano en bolsillo ajeno... ¡Jesús, qué horror! Antes me habría dejado tostar en parrillas que tomar de las arcas del Tesoro un ochavo de los que allí estaban, conforme a los libros de cuenta y razón... ¡Huye, Luzbel maldito! Vade retro!... Detesto las violentas acciones, mayormente cuando al varón allegador y celoso de su propio bien, no faltan mil ingeniosos arbitrios, sutilezas prudentes y habilísimas industrias para remediar sus escaseces. No fui yo el inventor de tales alivios; que los aprendí de maestros muy doctos, cargados de emolumentos, veneras, excelencias, y que pasaban por las más firmes columnas del Estado y de la Iglesia, de lo cual colijo que las sobredichas ingeniosidades no debían de ser pecaminosas. Y no digo más por ahora, que a su tiempo y sazón se verán palmariamente las agudezas de mi ingenio, y el filósofo —8→ así como el moralista, no podrán menos de aprobarlas.

«¿Y quién es Vd.?...» -preguntarán seguramente los que me leen. -Yo soy aquel -respondo- que en los primeros años de su vida administrativa se llamaba Juan Bragas, nombre que a decir verdad no se distingue por su música, ni tiene saborcillo de elegancia, ni sonsonete o cancamurria de nobleza; así es, que no bien comencé a sacar el pie del lodo, añadí al apellido de mis padres el lugar de mi nacimiento, por lo cual, siendo este Pipaón en Rioja de Álava, vine a llamarme D. Juan Bragas de Pipaón. Sonaba esto pomposamente en mis orejas, y yo repetía en voz alta mi propio nombre para señorearme con su grandiosidad, la cual anunciaba por el solo efecto del silabeo la persona de un embajador, consejero de Indias, fiscal de la Rota o Asistente de Sevilla. Más adelante, como el Bragas no me pareciese del mejor gusto, lo suprimí completamente, quedándome para el mundo presente y para la posteridad en D. Juan de Pipaón, nombre breve y rotundo, que va dejando ecos armoniosos doquiera que se pronuncia, y al cual no le vendrá mal la conterilla del marquesado o condado que tengo entre ceja y ceja.

Bendito sea Dios, vuelvo a decir, que no —9→ abandona jamás a los menesterosos; bendita sea la pródiga mano que a cada cual le da su remedio, ora un pedazo de pan, si padece hambre, ora un buen amigo que le ayude, si tiene ambicioncillas de medro. ¿Qué habría sido de mí si no hubiera tropezado de manos a boca con aquel nobilísimo, con aquel sin par sujeto, que echó de ver mis disposiciones y me llevó desde el Purgatorio de la oscuridad y miseria, al Paraíso del favor, de la fama y de la hartura? Hombre mejor no nació de vientre de mujer, ni se ha visto un talentazo igual para todo aquello que fuera de la jurisdicción de la suprema intriga, por cuyas prendas era la gran cabeza de aquellos tiempos y un maravilloso regalo hecho por Dios a la afortunada nación española, para que la sacara del mal traer en que se encontraba.

No estamparé aquí su nombre, porque los de personajes insignes no deben ser expuestos a la vergüenza de las letras de molde, donde corren riesgo de que la Historia y la Posteridad (ambas señoras muy amigas de meterse en vidas ajenas) los tomen por su cuenta, atribuyéndoles esta o la otra picardía y desfigurando con pérfido criterio sus honrados manejos. Pero sin nombrar al santo, puedo referir los milagros. Era mi protector diputado en las Cortes —10→ del año 14, donde brilló por su buen ojo y mejor mano para meter en un laberinto de enredos y compromisos al bando reformador. Acaudilló con singular tino a los que poco después se llamaron Persas, y fue uno de los que prepararon el paso dado por Fernando (a quien todos llamaban entonces el suspirado), contra la Constitución. Gozaba mi protector fama de hombre ignorantísimo, opinión que hubo de ser efecto de la ruin envidia, pues de su excelso ingenio fueron muestras la zancadilla que echó a todos los reformistas, y aquel celo y consumada destreza suya para ponerse en primer lugar, luego que el Rey recobró sus legítimos derechos, así como la prontitud con que se proporcionó tres o cuatro sueldos por Obra Pía, Pósitos, Penas de Cámara, etc..., de los cuales el menor habría contentado a un triste pedigüeño de otros tiempos.

Dios Todopoderoso, a quien no cesa de invocar mi gratitud, hizo que el cuitado narrador de estos sucesos, topara con Su Excelencia en Enero de 1814, y que le cautivase principalmente por su buena letra y singularísima habilidad para remedar la ajena, especialmente en toda suerte de firmas y rúbricas. ¡Oh, y qué elogios hacía aquel buen hombre de mis talentos caligráficos! ¡Y cómo ponderaba mi pulso, —11→ mi excelente ojo y aquella soltura con que despachaba en cuatro rasgos las más difíciles y para él inverosímiles imitaciones! Así es, que me traía en palmitas, regalábame copiosamente, y aunque a veces solía decirme las cosas entre una sofocante llovizna de bofetones, mi humildad y la mansedumbre cristiana que Dios me dio, le volvían a su pacífico ser y a sus bondades y deferencias conmigo.

El primer asunto importante en que su merced me ocupara, fue aquel que la historia llama el asunto Oudinot, y que fue saladísimo, como obra de tales ingenios, aunque de escaso efecto por torpeza de algunos. Con su poderosa inventiva fantaseó mi protector una conspiración que se suponía fraguada por los liberales, de acuerdo con Napoleón, para establecer en España la república Iberiana. ¡Diantre con la república, y cuánto nos dio que reír, y cuántas cuchufletas y bufonadas entretuvieron las nocturnas horas en que a solas nos dedicábamos a inventar cartas, a remedar tipos de letra, a confeccionar programas y comunicaciones en cifra! Lo cierto es que la conspiración salió que ni pintada, y daba gusto ver aquella sutil trama, en la cual D. Agustín Argüelles aparecía carteándose con un pinche francés, a quien nosotros por ensalmo hicimos —12→ general Oudinot, con otras muchas imaginarias picardías puestas tan al vivo, que aún los autores de todo llegamos a creerlo, y nos indignábamos contra los republicanos iberianos napoleónicos.

Todo se lo llevó la trampa, a pesar de estar hecho con tanto esmero en largas vigilias... ¡Lástima de trabajo! La torpeza del necio Berteau, criado de la duquesa de Osuna, y de cierto cura de Granada (a quien después hicieron arzobispo), echó por tierra el más grandioso edificio que levantaran humanos entendimientos. Descubriose que todo era invención; formose causa, y aunque nadie se metió con nosotros, tuvimos el pesar de que los mismos jueces se escandalizaran de tan atrevida y necia calumnia.

secreto

Pero desde entonces se redobló la buena amistad y estimación de mi generoso protector, quien me puso en el secreto de graves planes, convidándome a cooperar en su realización con todas las fuerzas de mi talento y travesura. Véase, pues, qué pronto me había destinado la divina Providencia a tomar parte en sucesos culminantes, de esos que mudan y trastornan las naciones. Sí, señores, delante de mí, en una sala del convento de Atocha, mi buen amigo, asistido de algunos padres graves de dicha —13→ casa, redactó el famoso manifiesto de los Persas, que quedó perfilado y puesto en limpio por mí en 12 de Abril. Firmáronlo sesenta y nueve individuos de lo más aprovechado que había en el reino y en las Cortes, hombres estimadísimos del soberano, que entre ellos repartió mitras y togas, para que no quedara sin premio su lealtad.

En cuanto a la mía acrisolada, continuó sin más premio por entonces que el antiguo destinillo en la covachuela, y hasta después del 10 de Mayo y de la caída de la Mamancia y de la entrada en Madrid del encantador Fernando, no di señales de adelanto en mi carrera. ¡Oh, qué días aquellos! ¡Cuánta ansiedad sentíamos los buenos patricios, esclavos de la libertad, suspensos entre la vida y la muerte, sin saber cuándo veríamos el fin de la horrible tiranía de los mamones, caparrotas, cuácaros, lameplatos y ceposquedos, pues estos y otros graciosos nombres daba a los liberales en su Atalaya de la Mancha el reverendo Padre Castro! ¡Y qué trasudores y congojas experimentamos en todo Abril, ora creyendo segura la llegada del Rey con el desquiciamiento de todo el catafalco constitucional, ora sospechando que los infames francmasones nos secuestrarían al suspirado Rey, haciéndolo perdidizo en —14→ cualquier desfiladero, para encajarnos la república Iberiana, que tanto daba que hablar en los barrios bajos y en los claustros de mendicantes!

estatua ecuestre

Pero la aproximación de las tropas de Wittingham nos dio aliento, y la llegada del general Eguía, completa tranquilidad acerca del buen resultado de lo que entre manos traían los Persas. ¡Qué hombre aquel! Era de los pocos, y es lástima que nuestra nación, agradecida a su destreza y heroísmo, no le elevase una estatua ecuestre, representándolo con su peluca de coleta, su gran joroba y aquel aire chusco, cascarrón y altanero, que le hacía tan temible. General más valiente no le han conocido los siglos. Los historiadores, que todo lo enredan, han dado en decir que D. Francisco Eguía no hizo más que desaciertos y majaderías, cuando mandó el ejército del Centro en la Mancha, antes de la batalla de Ocaña; pero aún falta probar, que nuestro general no fue un Gran Federico en aquella campaña. Han dicho que no quería combatir; que apremiado por la Regencia para que atacase a los franceses, contestó que él sólo anhelaba sucesos grandes que salvaran a la nación, dando a entender el noble deseo de no gastar su ingenio estratégico en batallejas de tres por un cuarto.

—15→

Pero sea de esto lo que quiera, y aun considerando que la Regencia tuvo razón al separarle del mando en 1809, no se le puede negar su heroísmo militar y ciencia en 1814. Como que él solo, ayudado de una división del ejército del Centro, dio al traste con la inmensa balumba de las Cortes, poniendo en vergonzosa fuga a más de cien diputados liberales, que se escondieron en sus casas sin atreverse a asomar las narices... ¿Qué tal? Hombres como aquel bravísimo Eguía, son el mayor galardón que Dios Omnipotente puede hacer a las atribuladas y huérfanas naciones. Admirablemente lo hizo, y allí era de ver cómo se presentó con su tropa en casa del Presidente de las Cortes, notificándole, con serenidad sublime, la ruina de la Constitución, y cómo ocupó después resueltamente y sin asomos de miedo, casi sin pestañear, el palacio de las Sesiones, declarando con voz entera y firme que todo estaba por los suelos.

¡Qué noche la del 10 de Mayo de 1814! ¡Oh sin igual ventura! ¡Oh inolvidable regocijo del alma después de tan larga opresión! Yo había pasado todo el día escribiendo un articulito que remití a La Atalaya, por encargo de mi excelente patrono. Estoy tan orgulloso de aquella pieza, fruto precioso del frenético entusiasmo —16→ mío y de los ardores fernandistas de mi exaltado corazón, que no quiero que estas fieles memorias vayan a los confines de la posteridad, sin llevar siquiera un par de párrafos para que, reconociendo mi patriotismo, se juzgue de mi caliente estilo y de las gallardías de mi pluma. Decía así:

«¡A dónde estáis, potencias de mi alma! ¡Os busco, y por ninguna parte os encuentro! ¿Habéis volado en busca de aquel imán de nuestros corazones? ¿A dónde está FERNANDO? Hechizo de mi corazón, ¿a dónde te encontraré? ¡Mi alma no acierta en la efusión de su placer a expresar de ningún modo los sentimientos de que se halla inundada! ¡Mi memoria... mi voluntad... mi entendimiento, sí!... Todo es vuestro, ¡Dios Eterno! Pero si FERNANDO está en vos y vos en FERNANDO, en vos mismo gozaré de su amorosa presencia; sí, Dios Omnipotente, permitid que me regocije en vos, pues que vos le elegisteis desde vuestros eternos alcázares para nuestro digno REY; vos le perseverasteis con vuestra providencia en el principio; vos le guardasteis bajo la sombra de vuestras divinas alas...; vos le quitasteis de un suelo manchado con tantos crímenes, para que no presenciase el espantoso castigo con que ibais, aunque tan lleno de —17→ misericordia, a castigar a tus hijos... sí, amado FERNANDO... sí, apetecido consuelo de todas nuestras aflicciones... sí, hermoso y deseado iris en todas nuestras horribles borrascas... tus fieles y huérfanos hijos te lloraron como miserables pupilos, y no hubo un placer verdadero en sus amantes corazones, considerándote cautivo...».

Y así seguía, soltando la abundosa vena de mi inspiración, para que sin tasa corriese, con lo cual se embobaba el vulgo, llegando mi fama como escritor hasta el punto de que un padre de la Merced, el venerable Salmón, dijese de mí que allá me iba con Cervantes en el manejo de la pluma. Pero la verdad es que mi genio me llamaba por caminos distintos de los de la literatura. ¿Se creerá que en aquella felicísima noche del 10 de Mayo, no pudiendo contener mi exaltación en pro de Fernando, ni menos mi enojo contra los llamadosmamones, me uní a los esbirros y jueces que iban de calle en calle prendiendo en sus casas a los famosos corifeos de las Cortes?

—18→

Uno de los jueces de policía era amigo mío, y también un oficial de los que mandaban la tropa encargada de proteger a los jueces. Fui, pues, de casa en casa, y no puedo dar idea de la indignación que ardía en mi alma contra aquellos bribones, a quienes era preciso buscar dentro de sus propias guaridas para prenderlos. Era en realidad vergonzoso que varones tan eminentes como aquellos intachables jueces de policía, anduviesen cual cuadrilleros de la Santa Hermandad, corriendo a caza de un Argüelles, de un Martínez de la Rosa, de un Calatrava... ¡Tunantes! ¡Cuándo recibieron ellos mayor honra que la de ser huroneados por individuos de toga, los cuales en su desmedido ardor por la causa del Rey, iban sudando gotas como puños; que tales angustias trae el oficio de polizonte!

La pesquería no fue mala, y si bien se nos escaparon Toreno, Antillón, Gallego y otros, cogimos a Argüelles (a quien no le valió su divinidad) en la calle de la Reina; a Gallardo, en la del Príncipe; a Canga Argüelles, en la misma calle y casa de San Ignacio; a Page, en la de Hita; a Cepero y a Martínez de la Rosa, en la calle de San José; a Larrazábal, en la de Jacometrezo; a García Herreros, en la plazuela de Celenque, y en diversos sitios que no recuerdo, a Quintana el Seminarista, a Feliú, Villanueva, —19→ Muñoz Torrero, Cano Manuel, Álvarez Guerra, O-Donojú, Capaz, Cuartero, a los cómicos Máiquez y Bernardo Gil, sin omitir al célebrecojo de Málaga.

¡Oh, vil caterva de charlatanes! ¡Y qué bien os llegó vuestro San Martín! ¡Y con qué oportunidad y destreza fueron burladas vuestras malas artes y destruidos vuestros execrables planes! Mala peste os consuma, y demos gracias a Dios que nos deparó el remedio contra vuestra perfidia en la férrea mano de Eguía. Ni qué falta hacían en el mundo vuestros heréticos discursos, ni a cuenta de qué venía esa endiablada Constitución... ¡Ay! Aquella noche las almas se desbordaban de gozo, viendo destruida la infame facción, muerta la herejía, enaltecido el sacrosanto culto, restaurado el trono, confundidos volterianos y masones. Yo no cesaba de dar gracias a Dios por lo bien que conducía desde su celeste altura la empresa, y siempre que salíamos de una madriguera para entrar en otra, asegurado ya uno de los abominables delincuentes, me santiguaba devotísimamente, poniendo los ojos en el cielo, para que ni por un instante nos desamparase la bondad divina en tal trance, y llegáramos al fin de la jornada sin tropiezo alguno.

A medida que iban cayendo los llevábamos —20→ a la cárcel de la Corona y al cuartel de Guardias de Corps o a San Martín, donde quedaban encerrados. No se les dejó papel que no se guardase para dar luz sobre los procesos que se les iban a formar, porque habría sido en verdad lastimoso que las picardías de tanto malsín no tuviesen comprobación cumplida en los autos, para que a nadie quedase duda de sus maldades. Pues digo... si no se hubiera tenido mucho cuidado de cogerles los papeles, la justicia habría tenido que romperse los cascos para inventarlos después, lo cual es tarea larga y que da larga fatiga y quita mucho tiempo a los señores de la Comisión de Estado.

Siempre me acordaré de la insolencia de los diputadillos, que en vez de echarse a llorar y pedirnos perdón cuando les prendíamos, nos miraban con altaneros ojos, afectando una serenidad tranquila, propia de justos o inocentes, y expresándose en tales términos, que al oírles, ¡mal pecado!, parecía que no habían roto plato ni escudilla. Quien les viera, creyéralos a ellos jueces y a nosotros ladrones en cuadrilla, trocados los papeles, y convertidos los ajusticiadores en ajusticiados. Viendo tan descarada desvergüenza, no me pude contener, y a varios de ellos les dije cuatros frescas bien dichas —21→ y dos docenas de verdades como puños, siendo tal su cobardía, que no se atrevieron a contestarme, ni aun siquiera a soportar el mortífero rayo de mis ojos.

Yo les veía pasar de sus casas a las cárceles, y siempre me parecían pocos. Hubiera deseado que aquellos bergantes se multiplicaran para que fuese más grande el esplendor de la hazaña que estábamos consumando. ¡Oh!, ver a Madrid limpio de liberales, de gaceteros, de discursistas, de preopinantes, de soberanistas, de republicanos, de volterianos, de masones... ¡Esto era para enloquecer al menos entusiasta!

Llegaste al fin, ¡oh día 11 de Mayo, y tus primeras luces vieron al devoto pueblo de Madrid corriendo por las calles como impetuoso río, sin que ningún dique bastase a contener las desbordadas olas de su gozo! ¡Oh, qué pueblo! ¡Y cómo gritaba celebrando el acabamiento de la tiranía! ¡Y con cuánto amor invocaba al Dios Todopoderoso y a su Santísima Madre, llevando en triunfo a los benditos frailes y arrastrando por las enlodadas calles las sacrílegas imágenes de la libertad, que exornaban el palacio del charlatanismo; arrancando la lápida de la Constitución y cuantos letreros y signos y figuras, recordasen la conjurada borrasca!... De seguro lo pasaran mal los señores encarcelados, —22→ si por acaso les echara la zarpa el discreto y sapientísimo vulgo. Hubo quien a grito herido pidió que se permitiera al pueblo hacer justicia por sí mismo en la ruin persona de los orgullosos caídos, pero la cosa no pasó de aquí.

Por mi parte trabajé en aquel día más que en otro alguno de mi vida. ¡Virgen de las Angustias! ¡Qué idas y venidas, qué mareo, qué ansiedad!... Sólo por causa tan santa y por el inextinguible amor del inocente Fernando, puede un hombre molerse y descoyuntarse como yo lo hice aquel día, con los hígados en la boca durante diez horas, sin dar paz a los pies ni a la lengua, ora arengando a estos, ora recomendando a los otros lo que habían de hacer, disponiendo y ordenando, conforme a la voluntad de mi patrono y de otros personajes de viso que andaban en el negocio.

¡Jesús, María y José! Flojita era la tarea en gracia de Dios... Al más pintado se la doy yo, seguro de que a la mitad de la jornada desfallecería, como no recibiera del cielo broncíneas piernas y garganta de acero. Ahí es nada... era preciso ir repartiendo dinero por los barrios bajos y convocar a determinados individuos de la majería, cuidando de andar con mucho pulso en lo del distribuir, porque a mucho que se abriera la mano, no quedaba nada —23→ para el repuesto del comisionado. Asimismo era indispensable ir de taberna en taberna y de garito en garito, contratando gente; avistarse con el tío Mano de Mortero, con Majoma y otros próceres del Rastro, para encomendarles delicadas comisiones, de esas que sólo a delicadísimos entendimientos pueden fiarse. También había que avisar a los padres franciscanos y agustinos, que estaban ocultos, para que saliesen a arengar a la muchedumbre; hacer correr noticias falsas de conspiraciones fraguadas por los revolucionarios; con otros muchos menesteres y ocupaciones que habrían rendido el organismo más fuerte y desquiciado el más sólido entendimiento y la más firme voluntad. Pero ¿de qué sirve la fe, si no es para hacer prodigios? Por la fe los hice yo en aquel memorable día; por la fe tuve cuerpo y alma y sentidos e ideas para tantas cosas; por la fe hice más yo solo que veinte compañeros encargados de iguales trapisondas.

de taberna en taberna

Recordando aquel día y mi cansancio, el alma se me inunda de frenético gozo. Habíamos vencido a la infame pandilla, a un centenar de deslenguados charlatanes; les habíamos vencido sin más auxilio que un ejército y la autoridad del Rey, acompañado de la grandeza, del clero, de las clases poderosas; habíamos triunfado en —24→ sin igual victoria, y la monarquía absoluta, tal como la gozaron con pletórica felicidad nuestros bienaventurados padres, estaba restablecida; habíamos pisoteado la hidra asquerosa del democratismo extranjero, de la inmunda filosofía, devolviendo al trono su esplendor primero y a la autoridad real el emblema de su origen divino; habíamos derrotado a la impiedad, sacando a la religión sacrosanta de la sombra y abatimiento en que yacía; habíamos realizado una maravilla; habíamos sido los soldados de Cristo; sentíamos en nuestro pecho el aliento divino, y el regocijo de la bienaventuranza enardecía nuestras almas.

«¡Noche del 10 de Mayo! -decía el padre Castro en su inolvidable Atalaya-. ¡Ah, tú serás contada entre los días más solemnes que vio el mundo!... Españoles, alabemos y ensalcemos al Señor: que nuestra lengua no cese de cantar sus misericordias.

»Sí, españoles:Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Los principales cabezas de esta rebelión están ya presos en la capital y en las provincias. La sabiduría de nuestro idolatrado FERNANDO ha sabido combinar de tal modo los caminos de nuestra futura dicha, que es menester confesar que el Señor está en él. —25→ En un mismo día y en una misma hora han sido sorprehendidos todos estos verdugos de nuestra patria, y su exemplar castigo será la garantía más segura de nuestra perpetua felicidad. Confitemini Domino, quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Españoles, alabad y bendecid al Señor. Nuestra patria es ya feliz: ya reina FERNANDO».

¡Sí, ya reinan Dios y Fernando!

¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!... Señor, ¿con qué lengua cantaré tus alabanzas? ¿Qué palabras hay que no sean pálidas y frías para expresar mi gratitud? En la humildad nací, y del muladar de mi oscura condición sacome tu mano poderosa para llevarme a los dorados alcázares, donde las grandezas humanas dan idea de las grandezas divinas. Mi corazón se estremece de gozo al recordar mi primer paso por la dorada senda.

Era un domingo; habían pasado algunos días después de la entrada del Rey; funcionaba ya el nuevo ministerio; habían levantado su —26→ majestuosa cabeza, coronada con los laureles de cien siglos, el Real Consejo y Cámara de Castilla y la Sala de Alcaldes, cuando D. Buenaventura (algún nombre he de dar a mi protector para que se le distinga entre los individuos de que haré mención), me llamó a su despacho, y melifluamente me habló así:

-Dime, Braguitas, en cuál oficina quieres colocarte, pues ya he dado tu nombre al ministro, y no falta más que saber tu deseo para satisfacerle al punto.

-Señor -repuse-, como vayan por delante los veinte mil reales que Vuecencia me ha prometido, lo demás es cuestión secundaria. Sin embargo, mis aficiones...

-Ya sé que tú te inclinas a la Real Hacienda. Vas a lo positivo. ¿Te convendría la Caja de Amortización, los Pósitos, la Revisión de juros?...

-Iré, si Vuecencia no lo toma a mal, a Paja y Utensilios.

-Corriente... Mañana mismo tendrás tu nombramiento... Dime, ¿has llevado la carta a las monjas Bernardas?

la carta

-Desde esta mañana.

-¿Me has limpiado las botas?

-Están como espejos.

-Bueno: antes de marcharte, pídele a doña —27→ Nicanora los calzones y la casaca que te prometí ayer. Con un poco de obra quedarán ambas prendas como nuevas... Ahora necesitas cierta ostentación, Juan: es preciso que te presentes como corresponde a un señor oficial segundo de Paja y Utensilios, y lo primero que has de hacer es dar las gracias al señor Ministro...

-¿Las gracias?

-Seguramente. Ganabas 5.000 rs. en las covachuelas de la secretaría de Gracia y Justicia, y de golpe y porrazo pasas con 20.000 a Paja y Utensilios...

Mortificado por mi dignidad, un poco ofendida, permanecí en silencio; pero el insigne repúblico debió de adivinar mis pensamientos con su seguro tino, y me dijo:

-¿Qué, no estás contento todavía? No sé en qué piensan los muchachos del día... Ya se ve... los tiempos que corren y los escándalos de estos últimos años han despertado las ambiciones de tal modo... En mis tiempos, lo que hoy se te da equivalía a un arzobispado de los de mejor renta.

-No me quejaré -repuse humildemente-, porque es propio de mi condición no pedir nada y aceptar lo que me dan; pero... si han de acomodarse las recompensas a los merecimientos...

—28→

-¡Tus merecimientos! -exclamó su señoría con desdén-. ¿Cuáles son? ¿Qué letras has cursado, perillán? ¿Qué tratados de materia jurídica o teológica has escrito? ¿Qué servicios has prestado a la administración, bergante? ¿Qué ejércitos acaudillaste, zopenco, ni qué Rey te debió la corona?

-Sobre eso hay mucho que hablar, señor D. Buenaventura de mi alma -respondí con brío-. Si a todos se repartiera por igual no me quejaría; pero se están viendo improvisaciones escandalosas. Ahí tiene Vd. a Antonio Moreno. ¿Qué era hace un mes?, ayuda de peluquero, pues ni siquiera podía llamarse maestro peluquero. ¿Qué es hoy?... consejero de Hacienda.

D. Buenaventura calló. Le dejé suspenso y absorto.

-Es verdad -dijo al fin-. Ya lo sabía... pero eso no tiene nada de particular. Antonio Moreno era... un excelente profesor de cabezas... No debe olvidarse que en Valencia sirvió de amanuense cuando se redactó el célebre decreto del 4.

-¡Consejero de Hacienda! -exclamé yo alzando los brazos-. ¡Consejero de Hacienda un vil peluquero!

-Pero a nosotros ¿qué nos importa? Allá se —29→ las compongan... Dime tú, ¿qué pedazo de pan nos quitan de la boca haciendo a Moreno consejero? Además, el honor de haber redactado tan sublime documento, merece perpetuarse con una posición decente... ¿Qué piensas? ¿Qué opinas? ¿Por qué has hecho ese gesto de monja escandalizada cuando he nombrado el decreto del 4 de Mayo? ¿No te gusta? ¿No te parece categórico? ¿No lo crees una obra admirable y que nada deja que desear?

Yo callaba, porque mil dudas y desconfianzas ocupaban mi espíritu.

-No puede escribirse nada más contundente -continuó D. Buenaventura leyendo un papel- que el párrafo en el cual se declara «aquella Constitución y decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitaran de en medio del tiempo...». Está dicho todo, y con tales palabras bastaba.

-Esa es mi opinión. Con eso bastaba. Pero más arriba, el Rey, obedeciendo a pérfidas inspiraciones, ha dicho que aborrece el despotismo, que convocará Cortes, que establecerá la seguridad individual, con otras zarandajas que o mucho me engaño, o son el primer paso para volver a las andadas, mi Sr. D. Buenaventura.

-Pero ven acá, majadero impenitente, ¿cuándo —30→ has visto que tales fórmulas sean otra cosa que una satisfacción dada a esas entrometidas naciones de Europa que quieren ver las cosas de España marchando al compás y medida de lo que pasa más allá de los Pirineos? Ríete de fórmulas. No se pueden hacer, ni menos decir las cosas tan en crudo que los afeminados cortesanos de Francia, Inglaterra y Prusia se escandalicen. ¡Reunir Cortes! Primero se hundirá el cielo que verse tal plaga en España, mientras alumbre el sol... ¡Seguridad individual! ¡Bonito andaría el reino, si se diesen leyes para que los vasallos obraran libremente dentro de ellas, y se dictaran reglas para enjuiciar, y se concedieran garantías a la acción de gente tan ingobernable, díscola y revoltosa! El Rey, sus ministros y esos sapientísimos y útiles Consejos y Salas, sin cuyo dictamen no saben los españoles dónde tienen el brazo derecho, bastan para consolidar el más admirable gobierno que han visto humanos ojos. Así es y así seguirá por los siglos de los siglos... ¿Eres tan tonto, que crees en manifiestos de reyes? Como los de los revolucionarios, dicen lo que no se ha de cumplir y lo que exigen las circunstancias. Bajo las fugaces palabras están las inmóviles ideas, como bajo las vagas nubes las montañas ingentes, que no dan un paso adelante ni atrás. —31→ Las nubes pasan y los montes se quedan como estaban. Así es el absolutismo, hijo mío; sus palabras podrán ser bonitas, rosadas, luminosas y movibles; pero sus ideas son fijas, inmutables, pesadas. No mires lo de fuera sino lo de dentro. Estudia el corazón de los hombres y no atiendas a lo que articulan los labios, que siempre han de pagar tributo a las conveniencias, a la moda, a las preocupaciones...

D. Buenaventura se expresaba con calor. No me atreví a contestarle, y mis pensamientos se acomodaron a los suyos, como sucedía casi siempre que hablábamos de política.

exclamó

-¡Ah!, se me olvidaba una cosa -exclamó después de breve pausa-: ya he dicho al Ministro que te exima durante algunos días de ir a la oficina. Es preciso que me ayudes en este delicado negocio que tengo entre manos... Ya sabes que Su Majestad me ha nombrado fiscal de la comisión de Estado que ha de sentenciar a los presos de la noche del 10.

-Tarea fácil, a mi modo de ver, mientras no desaparezcan del mapa Melilla, Ceuta y el Peñón.

-Eres excesivamente ejecutivo. No puede hacerse la distribución, sin fundar en algo los castigos. Es preciso buscarle el pelo al huevo, como suele decirse, registrar papeles, sacar de ellos la —32→ quinta esencia de la maldad, llegar testigos aunque sea en las entrañas de la tierra, estrujar los autos hasta que destilen la amarga hiel de la evidencia, cumplir en todas sus partes la larga serie de procedimientos que son gloria de nuestra jurisprudencia, y en fin, hacer los procesos de tal modo que no les falte ni una tilde y aparezcan en toda su horrible desnudez las necesarias maldades de esos hombres.

-Con el plan de república (algo más verosímil que el de la Iberiana), revelado por el padre Castro en su Atalaya -repuse- bastará para hacer las más lindas causas que se han visto en tribunales españoles.

-A eso vamos. La Confederación descubierta por el Atalayero es ingeniosa. Además, algunos testigos han hecho declaraciones de perlas.

-El conde del Montijo...

-Asegura que los liberales formaron causa al Rey en un café de Cádiz y le condenaron a muerte.

-Ostolaza...

-Ha delatado los pensamientos de sus compañeros de Cortes, asegurando que querían deshonrar al Rey, con otras preciosísimas afirmaciones que constituyen un verdadero tesoro.

-La persecución del Obispo de Orense y del —33→ marqués del Palacio, así como el destierro del Nuncio Sr. Gravina, son materia abundante.

-Abundantísima.

-Bien sabemos todos que Mejía dijo en las Cortes que no existe Dios; Argüelles, que no debían obedecerse los preceptos de la Iglesia.

-Feliú dijo, que la religión era una farsa...

-Y Arispe afirmó, que la grandeza españolatenía sangre de perro. Bien mirado, el testigo más explícito, más claro, es el archivo y las actas de las Cortes.

-Sin duda. ¿No está allí escrito que el danzante de Martínez de la Rosa propuso fuera condenado a muerte el que propusiese adición o reforma en la Constitución de Cádiz?

-Recuerdo perfectamente su pedantesco discurso del 21 de Abril, en que decía que los pueblos deben darse ellos mismos las leyes fundamentales.

-También yo tengo buena memoria -añadió D. Buenaventura-. Habló mucho de derechos imprescriptibles, y concluyó así: Se acabaron nuestras desgracias. Ya reinan las leyes...

D. Buenaventura

-Que es como decir que no reinará el Rey -afirmé, tomando un polvo que D. Buenaventura me ofreció.

-¡Y qué más, mi querido Bragas! ¿No consta —34→ en el libro de las sesiones la abominable expresión de Canga Argüelles?

-Que estaba pronto a derramar la última gota de su sangre en defensa de la Constitución.

-Así mismo lo dijo.

-No recuerdo bien cuál de ellos aseguró que destruidos los conventos, se cortan las fuentes que mantienen las preocupaciones y cuentos de viejas.

-Page, el mismo que expresó la opinión de que es delito de lesa majestad llamar SOBERANO al Rey... ¿No fue Istúriz quien dijo aquellas palabrotas?...

-Sí, ya recuerdo. Hoy somos ciudadanos de una gran república, aunque bajo las formas características de la monarquía; el Rey no es nuestro señor, es nuestro jefe, porque queremos y de la manera que queremos que lo sea, y nada más.

-Admirable memoria tienes -dijo D. Buenaventura, tomando la pluma-. Voy a apuntar eso. Se confrontarán las Sesiones.

-No olvidará Vd. los méritos y servicios de Gallardo. Fue el que estampó en letras de molde, que los obispos debían echar bendiciones con los pies, colgados de una cuerda. Ahora recuerdo también que Ramajo, redactor de —35→ El Conciso, amenazó al Rey con la venida de Carlos IV, si no juraba la Constitución.

-Deliciosísimo, amigo Bragas. Tras los diccionaristas y gaceteros, viene la pestilente chusma de poetas, a quienes es preciso también poner como nuevos. Ahí tienes por ejemplo, a Sánchez Barbero...

-El autor de aquellos versitos:

    De independencia y libertad gozamos,

Y monarca, no déspota, juramos.


-Yo también me acuerdo, yo también -exclamó con júbilo mi amigo-. El infame bibliotecario de San Isidro se despachó a su gusto en estas endechas:

   El fanático error vencido cede,

Y la sin par Constitución sucede;

Constitución resuena

Doquiera ya: Constitución inflama...


¡Ya te inflamarán a ti!... ¡Miserables poetas, se os ha acabado el doquiera! Encerraditos en Melilla, podréis cantar la soberana.

-Muñoz Torrero -añadí, gozoso de poner mi retentiva al servicio del Estado-, fue el que dijo que la soberanía de la nación es taba en las Cortes, lo cual es como poner a la burra las arracadas.

—36→

-Justamente. Y que las personas de los diputados eran inviolables. ¡Inviolables el veneno de la serpiente y la lengua del escorpión!

-Pues ¿y García Herreros? Fue el que tuvo el atrevimiento de asentar que los reyes están sujetos a las leyes que les dicta la nación.

-Y que la ley es superior al Rey, lo cual es como decir que la espuela gobierna al jinete.

-Casi todos ellos firmaron el decreto de 2 de Febrero, en el cual se dijo que no se conocería por libre al Rey, ni menos se le prestaría obediencia, hasta que él prestase juramento a la Constitución.

-Gutiérrez de Terán firmó como secretario el manifiesto de 19 de Febrero, que era la segunda parte del tal decreto.

-Y Martínez de la Rosa, o sea el Sr. Bello Rosal, como le llama La Abeja, lo escribió.

-Y Feliú lo leía a voz en cuello en los cafés.

-Adonde iban a emborracharse.

.................................................

D. Buenaventura tomaba apuntes, demostrando a cada nueva adquisición cierta alegría pueril. Como hombre que en el cumplimiento de sus deberes y en el servicio del Rey y del Estado ponía su alma toda entera, sin proceder jamás de ligero en ningún asunto grave, —37→ allegaba cuantos datos pudieran ilustrar su entendimiento en materia tan ardua, y con ansiedad de avariento los iba guardando. El buen señor se veía precisado a sentenciar a muerte o a presidio a unos cuantos malvados, y no pudiendo hacerse esto rectamente sin pruebas, las buscaba para que aquellos infelices no fueran al patíbulo sin saber por qué. ¡Tunantes! ¡Cuándo merecieron ellos tropezar con varón tan justo, tan humanitario y compasivo como aquel! ¡Ni cómo habían ellos de soñar que, merced a los cristianos sentimientos de tan ejemplar magistrado, enemigo del derramamiento de sangre, se verían galardonados, como quien dice, con unos cuantos años de presidio, en vez de la horca que merecían!

Más adelante se sabrá su destino; que ahora no puedo levantar mano del trabajo de mi propia historia, en la cual ocupan lugar muy preferente los sucesos que se verán a continuación.

Siempre fui hombre que lo mismo servía para un fregado que para un barrido, y de tanta actividad, que solapadamente me multiplicaba, —38→ esclavo de diversas y contrapuestas obligaciones, atento siempre al servicio del Estado y a mi propio interés, como Dios manda, vigilante y despierto en todos los momentos de la vida para que ninguna ocasión de ganancia se me escapase, y con cien ojos puestos en el panorama de los acontecimientos para sacar de ellos provecho. Así es que ayudaba a D. Buenaventura en sus quebraderos de cabeza dentro de la comisión de Estado, y servía mi plaza en Paja y Utensilios, mereciendo plácemes sinceros del jefe, y no poca envidia de mis compañeros. En poco tiempo supe conquistar la amistad de muchos personajes eminentes de aquella era feliz, tal como D. Blas Ostolaza, espejo de los predicadores, confesor del infante D. Carlos y hombre de muchísimo influjo, don Pedro Ceballos, D. Juan Lozano de Torres, D. Juan Pérez Villamil, célebre por lo de Móstoles, D. Pedro Labrador, el incomparable diplomático que en el Consejo de Viena dejó pasmados a todos los embajadores de las grandes potencias, D. Miguel de Lardizábal, ministro de Indias, el gran magistrado D. Ignacio Villela, el Sr. Vadillo, alcalde de Casa y Corte, y otros muchos individuos tan insignes, tan eminentes, que bien podía decirse de ellos que tenían las cabezas podridas de talento.

D. Blas Ostolaza

—39→

Como yo era tan entrometido, fácilmente ensanchaba el círculo de mis amistades, unas veces solicitando favores con tal empeño, que me los concedían porque me quitase de encima, otras prestando los pequeños servicios que de mi reducido poder dependían... Pues digo... cuando alguno de aquellos señorones venía a mi oficina, a la inmediata de Rentas decimales (donde yo tenía tantos amigos) o a otra cualquiera de las del ramo, a solicitar reservadamente que se hiciera perdidizo un miserable expedientillo de Propios o de Arrendamiento de oficios... vamos... aquello era una bendición. Viendo que yo abría la mano y no me hacía de rogar, siempre que se trataba de poner mi firma en un Cargo y Data, enviado por el alcalde, por el contratista o por el recaudador, me traían en volandas. ¿Qué le importaba a la nación que se escurrieran entre los papeles algunos disimulados sapos y culebras, o que se variara con caligráfica ingeniosidad un par de números, siempre que quedase contento aquel o el otro empingorotado repúblico, cuyo bienestar importaba tanto al Estado? ¡Pues no faltaba más, sino que por no hacer el gusto a un regidor amigo o a un alcabalero pariente, se sofocara uno de aquellos esclarecidos varones, y revolviéndosele los —40→ humores, perdiera la salud, tan necesaria al buen servicio y esplendor de la monarquía!

Unas veces era preciso conseguir una moratoria de diez años para que tal o cual duque no se viese importunado por los estúpidos de sus acreedores... Otras veces había que beber los vientos para conseguir que el fuero del Honrado Concejo amparase a Fulanito, en cuyo caso, y mientras aquel decidiera, este no tenía que apurarse por la fruslería del pago de sus arrendamientos... Pues ¿y cuando había que conseguir de la sala de Alcaldes una provisioncita para que en tal o cual pueblo se repartieran los oficios dos o tres individuos de una familia, de modo que por ser hermanos el alcalde, el secretario, el escribano y el procurador síndico, no había la más mínima disputa en el arreglo del común? -Existiendo estos asuntillos, era necesario entonces tener en Madrid un amigo listo y de mucha mano en las oficinas, para que volviese lo blanco negro y lo verde encarnado en las cuentas, para que visitase a algún señor del Consejo y con él se entendiese; que si no, capaz era el tal Consejo de darse de calabazadas por averiguar dónde se había escurrido algún terreno baldío rematado en tiempo de los franceses...

También solían ocuparme los señores de —41→ Madrid y muchos de provincias en diversos negocios referentes a Tercias Reales, a ciertos atrasillos de Alcabalas, a compaginar las cuentas del receptor de bulas de tal pueblo para que no apareciesen distintas de las del alcalde, a resucitar cual expediente de Manda Pía forzosa, añadiéndole un par de planas a la antigua, tan diestramente imitadas que ni aun les faltaba la polilla... ¿y para qué cansar más?... ocupábanme en todo lo que fuese del mangoneo subterráneo de las oficinas, pues yo, por mi índole rebuscona, mi carácter dulce y la prodigiosa facultad de insinuación que me otorgó Natura, había establecido una red oculta, una multitud de hilos de connivencia tendidos de covachuela en covachuela y de despacho en despacho, con tal arte que nada me era difícil.

Verdad es que algunos envidiosos dieron en decir que se deshonraban teniéndome a su lado, y hasta se susurró que Su Excelencia quería echarme a la calle... (ya se hubiera tentado la ropa antes de hacerlo); pero yo tenía muy buenos asideros en la administración y de todo me burlaba. Antes hubieran movido de sus graníticos cimientos el Escorial que moverme a mí de mi silla en Paja y Utensilios. Como que mis calumniadores eran unos pobres papanatas que a penas sabían hacer otra cosa que el trabajo —42→ material de su oficina, y así era de ver el mal trato de sus casas, pues muchos de ellos no tenían camisa que poner a sus chiquillos. En cuanto al aspecto de sus rostros y personas, daba grima verles, según estaban de rotos, descomidos y trasijados, y no podía uno menos de avergonzarse al pensar qué idea formarían de la administración española los extranjeros que acertaran a conocerles.

Mi casa, por el contrario, era una tierra de promisión. ¡Bendito sea Dios que a nadie desampara! Tan pronto venía la caja de dulce como la tarea de chocolate macho, ora las sartas de chorizos, ora un par de jamones: el plato de leche no faltaba nunca en las solemnidades, ni el par de capones en 24 de Julio... en fin, aquello parecía una colmena. Tanto iba creciendo mi clientela y buena suerte, que me ocurrió poner una agencia de negocios. Había que ver cómo me solicitaban damas, oficiales, canónigos, marquesitos, ¿qué digo?... ¡hasta un señor obispo me honró con su confianza! Mi nombre fue bien pronto conocido en todo Madrid, quizás en todo el reino y sus Indias; transformose mi persona; me sentí crecer, ¡oh!, crecer hasta sobresalir por encima de las eminencias cortesanas; vi bajo mis pies a muchos de carroza y venera, miré cara a cara el sol de la grandeza y del poder, —43→ y la ambición empezó a morderme las entrañas, ¡pero qué ambición y qué entrañas las mías!

Entre tanto, mi D. Buenaventura seguía enredado con los procesos, sin acertar a despacharlos. Las causas eran un embrollo estúpido, y en ellas no constaba nada positivo ni terminante, por lo cual los tontainas de la comisión de Estado no acertaban a condenar a muerte a ningún diputadillo. Lleno de ansiedad el Rey porque se hiciera pronta justicia, nombró una segunda comisión de Estado, y como esta se atascara también, fue preciso designar la tercera, hasta que el gobierno se cansó de comisiones que nada hacían, y supo dictar por sí aquella saludable medida que cortó de plano la cuestión. Hízolo, si se quiere, por humanidad, pues a los infelices diputados que se estaban pudriendo en las fétidas mazmorras de Madrid, les venía bien tomar los salutíferos aires de Melilla y el Peñón por ocho o diez años.

Y no se crea que un Rey tan recto y tan celoso por el buen gobierno, se dormía en las pajas. Él mismo extendió de su real puño una orden, disponiendo que el Sr. Argüelles no se moviese de Ceuta, durante ocho años, sin duda porque así convenía a la quebrantada salud del Divino asturiano.

Este decreto contra los diputados y el que —44→ en 30 de Mayo de 1814 se dio contra los afrancesados que estaban en la emigración, además de sus ventajas como contra-veneno del constitucionalismo, ofreció el inestimable beneficio de librarnos de toda la plaga de literatos, poetas y prosadores, que desde años atrás habían empezado a infestar al país. -Pues no sé... ¡si no andan listos nuestros gobernantes, buenas se hubieran puesto las cosas! De seguro que Moratín nos habría aturdido con sus comedias y Meléndez con su pastoril caramillo, y Gallego con su retumbante trompa. De fijo que Quintana y Sánchez Barbero y Burgos y Lista y Tapia y Martínez de la Rosa habrían lanzado sobre la afligida nación un diluvio de obras poéticas de diversos géneros, teniendo después el descaro de pretender que el público se las pagara en época de tan poco dinero. También Conde y Toreno nos hubieran mareado con sus historietas, y Antillón y Ciscar con sus obras científicas, soliviantando a la nación y metiendo ruido, para que los españoles despertaran del plácido letargo sabroso en que por fortuna vivían entonces.

A fin de establecer en todo el país aquella calma perfecta y absoluta, que es condición precisa para que puedan lucirse los buenos gobernantes, fue preciso encausar a muchos que no —45→ habían sido diputados, ni literatos, ni siquiera poetas, sino simples particulares oscuros, aunque cargados de crímenes nefandos. ¡Si era cosa que daba horror oír contar las maldades de aquella gente!... Hubo quien conversando en los cafés, en círculo de amigos, habló mal del despotismo. Me acuerdo de la causa formada al brigadier Moscoso por no haber desplegado los labios mientras otros oficiales elogiaban la Constitución... Vamos, si no se puede uno contener tratando de esto. Bien hizo el fiscal en pedir para Moscoso la pena de muerte, porque el deber de este era reprender a los desvergonzados oficiales... ¿Pues y los muchos a quienes se formó sumaria y fueron a Ceuta por haber escrito en los papeles públicos en tiempo de la Constitución, o por haber sido partidarios de ella, a pesar de que nunca dijeron «esta boca es mía»?... Nada, nada se les escapaba a aquellos benditos señores de la comisión de Estado, y de ellos puede decirse que se excedían a sí mismos y hacían los imposibles por la rápida y eficaz administración de justicia.

Verdad es que tenían en su auxilio a multitud de patricios vehementes que delataban sin cesar a los pícaros, refiriendo lo que oyeron tres años antes y descifrando minuciosa y hábilmente el pensamiento de tal o cual persona. La delación —46→ ¡ay!, no era cosa fácil, sino muy trabajosa y comprometida, porque había de meterse en las casas fingiéndose amigo, interceptar cartas en el correo, seducir a los criados, engañar a los tontos y llevarles a los cafés, excitándoles a hablar; en fin, era obra difícil, a la cual sólo podían hacer frente la mucha fe y el desmedido amor al Monarca.

No se crea que este dejó sin premio tan grandes virtudes y la abnegación de aquellos leales sujetos que olvidaban los menesteres de sus casas para meterse en las ajenas, no; aquel sabio gobierno premió largamente a los delatores, dando a unos el privilegio de abastos de tal villa; a otros una plaza de fiel de matanza; a Fulano una procuraduría; a Zutano un oficio enajenable, etc., etc.

Lo más notable es que no se vio en aquellos días ninguna ejecución de pena capital, pues ni el mismo Cojo de Málaga llegó a bailar en la cuerda, como lo tenía dispuesto el gobierno en castigo de haber alborotado y aplaudido en las tribunas públicas de las Cortes. Delito tan feo, tan contrario a los fueros de la nación, a la dignidad del Rey y a la fe católica exigía expiación durísima, y un castigo ejemplar que sonase en todos los ámbitos de la tierra española. El pueblo estaba furioso contra el cojo, el clero —47→ escandalizado, los patricios muertos de impaciencia porque de una vez y sin pérdida de tiempo desapareciese de entre los vivos el inmundo reo; pero ved aquí que el embajador de Inglaterra (son los extranjeros muy amigos de farandulear) se interpuso, rogó, suspiró, aun dicen que amenazó, hasta que nuestro Rey, no queriendo malquistarse con la Gran Bretaña por un cojo de más o de menos, le conmutó la pena capital por la de presidio indefinido. La suerte fue que cuando llegó la orden, ya estaba Pablo Rodríguez con un pie en el cadalso y había tragado lo más amargo de la alcuza. Quien más perdió fue el pueblo, que ya contaba por segura la ejecución y se quedó a media miel.

Tampoco subió al cadalso doña María Villalba, señora de mucha bondad y hermosura, según decían. Sí, ¡buena sería ella!... ¿Qué puede pensarse de una dama que cometió la felonía de escribir en confianza a cierta amiga, contándole algunos lances amorosos del Rey?... Afortunadamente el gobierno de entonces tenía la gracia de que no se escapaba en correos una pícara carta que contuviese algo importante... ¡Y la doña María se quedaría tan fresca, creyendo que su gran crimen no iba a ser descubierto! ¡Véase si vale de mucho el ojo diligente —48→ de la administración; véanse las ventajas de una estafeta celosa del bien público! Los buenos gobiernos han de estar en todo, y meter la cabeza hasta dentro de las faltriqueras de los gobernados, porque si no... ¡No faltaba más sino que cada uno pudiera escribir lo que le diese la gana, y después encargar al gobierno la comisión de llevarlo!... En fin, doña María Villalba fue puesta a la sombra, y si conservó la vida, fue porque se movieron en pro muchas personas de influencia y todo Madrid se puso sobre un pie.

Pero todo no había de ser blanduras, porque en aquellos días restablecimos la Inquisición.

Restablecimos: permitidme que hable en plural. Yo tenía derecho a ello desde que logré meter mi cucharada en la tertulia del infante D. Antonio. ¡Quién me había de decir que me vería en tales excelsitudes, mano a mano con gente nacida de vientre de reinas! Parecíame mentira, y me causaban admiración mi propia persona, mis propias palabras. Sin quererlo me hacía cortesías a mí mismo. Aprendí a vestirme —49→ con elegancia, y los que me habían conocido meses antes, se asombraban de mi transformación.

Antes de dar a conocer la tertulia del infante, enumeraré la serie de relaciones que me condujeron a palacio.

Desde que comencé a hacerme hombre de pro, solía visitar a las señoras de Porreño, una de ellas hermana del señor marqués de Porreño, que había muerto poco antes, hija del mismo la otra, y sobrina la tercera. Aquella casa, que ya venía muy agrietada desde el siglo anterior, estaba a punto de hundirse completamente, por cuya razón las tres excelentes señoras necesitaban buenos amigos que les ayudaran con amena tertulia y delicado trato a conllevar las pesadumbres de su lamentable decadencia.

En casa de estas señoras conocí a D. Blas Ostolaza, confesor del infante D. Carlos y predicador de palacio, hombre de los más eminentes que han vivido en España. Eclesiásticos como aquel debieran nacer aquí todos los días, y aunque saliera uno detrás de cada piedra, no estaría de más. Él fue quien felicitó a Fernando desde el púlpito por el restablecimiento de la Inquisición, diciéndole: «Apenas ha vuelto V. M. de su cautiverio, y ya se han borrado —50→ todos los infortunios de su pueblo. La sabiduría y el talento han salido a la pública luz del día, y se ven recompensados con los grandes honores; y la religión sobre todo protegida por V. M., ha disipado las tinieblas, como el astro luminoso del día».

Él fue quien escandalizó en las Cortes de Cádiz por su frescura olímpica, que hacía reír a la gente de las tribunas; y como mi hombre tanto a los galerios como a los diputados les aporreaba a verdades, cada vez que hablaba todo Cádiz se ponía en movimiento. La fama de estas hazañas, así como la de sus mortíferos discursos, corrió por toda España, de tal suerte que cuando Su Majestad volvió de Valencey, estuvo en un tris que me lo hiciera obispo.

Él fue quien durante las causas de que antes hablé, reveló los pensamientos de sus compañeros de Congreso en las sesiones secretas. Eso sí, tenía mi D. Blas una memoria asombrosa, y no dijeron los charlatanes palabrilla pecaminosa ni herética argucia que él no recordase, por lo cual su boca fue una mina de oro en aquellos benditos autos.

Era tan celoso por la causa del Rey y del buen régimen de la monarquía, que si le dejaran ¡Dios poderoso!, habría suprimido por innecesaria —51→ la mitad de los españoles, para que pudiera vivir en paz y disfrutar mansamente de los bienes del reino la otra mitad. Fue de ver cómo se puso aquel hombre cuando se restableció la Inquisición. Parecía no caber en su pellejo de puro gozo. Una sola pena entristecía su alma cristiana, y era que no le hubieran nombrado Inquisidor general. ¡Oh!, entonces no se habría dado el escándalo de que se pasearan tranquilamente por Madrid muchos tunantes que tenían casas atestadas de libros y que recibían gacetas extranjeras sin que nadie se metiese con ellos.

No sólo era predicador insigne, sino que como escritor religioso bien puede decirse que Melchor Cano, Sánchez y el padre Rivadeneyra, comparados con él, ignoraban dónde tenían las narices. ¿A qué rincón de la Europa culta no llegaron sus célebres novenas, impresas con las armas reales, amén del retrato del monarca, y en las cuales, ora en prosa ora en verso, aparecían charlando barba con barba Dios y Fernando VII? ¡Válganme los cielos! Aquello era escribir, y quien no ha visto tales cosas no sabe lo que es literatura.

En tratándose de púlpito no había otro. Era cosa de estar oyéndole con la boca abierta, sin perder ni una sílaba de su pasmosa elocuencia. —52→ No le habían de pedir que hablase de los santos ni de religión, que eso era para predicadorcillos de tumba y hachero. Él, desde que ponía el pie en la grada, la emprendía con las Cortes, con los diputados, con las ideas liberales, y mientras más hablaba, aún parecía que se le quedaban dentro más vituperios que decir. En tocando este punto llevaba hilo de no acabar en tres días. La gente se aporreaba en las puertas de los templos para entrar a oírle, y... no hay que darle vueltas... ¡ni don Ramón de la Cruz con sus sainetes populares atrajo más gente! ¡Y cómo entusiasmaba a la multitud! Oíanse gritos dentro de la iglesia, y si al salir de ella hubieran topado los fieles con algún liberal, ya habría podido este encomendarse al diablo.

Fue, en verdad, grandísimo error que no le dieran la mitra que pretendió y por la cual bebió vientos y tempestades en las antecámaras de palacio. El Sr. Creux, a quien prefirieron, no había revelado tan fielmente como Ostolaza los pensamientos de sus compañeros los diputados. Pero no era hombre D. Blas a propósito para quedarse callado ante el desaire, y volviendo por los fueros de su dignidad ofendida, habló más que siete procuradores, aderezando su charla con cierta intriga un poco subida —53→ de punto. Pero ni por esas: en vez de hacerle caso, le mortificaron más. No puede darse mayor injusticia. Llegó la crueldad hasta el extremo de alejarle de la corte, nombrándole director de la casa de niñas huérfanas de Murcia. Y lo peor es que no paró aquí la persecución del inimitable D. Blas, pues ¡mentira parece!, se dijo que su conducta en el referido colegio no era un modelo de honestidad; y lo aseguraba todo el mundo, siendo tales y tan feos los casos que se contaban, que parecían pura verdad. Lo que más me confirmaba a mí, conocedor de nuestra justicia, en que D. Blas era inocente, fue el ver que le formaron causa. ¡Desgraciado sujeto! Preso estuvo en la Cartuja de Sevilla, y después confinado a las Batuecas, consumiéndose de tristeza. ¡Quién se lo había de decir a él y a todos sus amigos! ¡Triste era, en verdad, considerar incapacitados aquellos grandes bríos que tenía para todo, oscurecida aquella luminosa facundia para el púlpito, imposibilitadas aquellas manos de ángel para enredar los hilos de la conspiración menuda!

De su piedad y devoción, ¿qué puedo decir sino que edificaba a todos, y especialmente al infante, de quien era director espiritual? Pues ¿a quién sino a mi amigo debió D. Carlos el —54→ haber salido tan temeroso de Dios, tan fiel esclavo de los preceptos religiosos, que más que príncipe y futuro candidato al trono parecía un santo, según era de compungido dentro de la iglesia y ejemplar fuera de ella en todos sus actos y palabras? Amaba tan entrañablemente D. Carlos a su confesor, que no se podía pasar sin él. Rezaban juntos por las noches, y cuando el príncipe se acostaba, Ostolaza, después de decir las últimas oraciones fervorosamente prosternado ante la imagen de Nuestra Señora, rociaba el lecho de S. A. con agua bendita para alejar los sueños pecaminosos.

No se crea por esto que mi amigo era gazmoño ni melindroso, que esto habría sido grave falta en un hombre llamado a las luchas del mundo. Sabía perfectamente dar a cada hora su propio afán, concediendo parte del tiempo a las buenas relaciones sociales, porque igualmente se ha de cumplir con Dios y con los hombres. Por tal ley, Ostolaza, luego que dejaba a su hijo espiritual dentro de las purificadas sábanas, bien santiguado y bien rociado por banda y banda, de tal modo que en la alcoba regia podrían pasear los serafines; luego que D. Blas, repito, desempeñaba así su difícil cargo, se embozaba en su capa, ya avanzada la noche, y corría a la calle, apretado por —55→ el deseo de compensar los muchos afanes con un poco de libre holganza. Yo no sé adónde iba, porque se recataba mucho de los amigos, pero es indudable que no pasaba la noche al raso, ni buscando yerbas a lo anacoreta, ni mirando al cielo como astrólogo. Lo de no querer que sus amigos le vieran a tales horas y el esconderse de ellos, se explica en varón tan meticuloso por su deseo de apartarse de los peligros que siempre traen consigo las malas compañías.

Cara redonda y arrebolada, gestos muy vivos y un modo de mirar que daba a conocer a tiro de ballesta su superioridad; cuerpo sólido; una voz campanuda y gruesa, como toda voz creada para decir grandes cosas, formaban el físico de aquel mi nuevo amigo, a quien tanto debí, y a quien hoy pago un piquillo nada más de la inmensa deuda de gratitud que con él tengo, sacándole a relucir en estas mis Memorias, aunque su fama no necesita tardías trompetas para sonar por todo el orbe.

¡Ay!, ya no nacen hombres como aquel. No sé qué se ha hecho del jugo poderoso de esta tierra fecunda. Generación de enanos, mira aquí los gigantes de que has nacido.

—56→

Nos tratamos, como he dicho, en casa de las señoras de Porreño. Él había oído hablar de mí y deseaba conocerme. Pidiome el primer día de nuestro trato algunos favores y se los hice con el mayor gozo. No era más que emparedar ciertos expedientes de un hermano suyo, teniente de resguardo, a quien la Real Hacienda se había empeñado en mortificar impíamente por unas cuentas... ¿Pues no se le había antojado al badulaque del ministro oprimir y vejar instituciones tan honradas como las tenencias de resguardo? En fin, todo se arregló a maravilla y se acabaron los disgustos. Por mi parte nada pedí a D. Blas sino que me tuviera presente en sus oraciones; pero un día sin previa solicitud, ni esperanza, ni aun sospecha, encontreme ascendido a una plaza de cuarenta mil reales en Tercias Reales.

Es que el gobierno buscaba empleados celosos, y cuando alguno llegaba a hacerse nombre en la administración, no necesitaba empeños. Llegó a mis oídos que el ministro, al ver mi nombramiento, se puso furioso, diciendo de mí —57→ cuanto la envidia y mala voluntad pueden inspirar a un ministro regañón, el cual no sólo me puso cual no digan dueñas, sino que se negó a darme posesión del nuevo destino; pero la orden venía de arriba, es decir, venía de la cámara real, en forma de minuta extendida por el ayuda de cámara y firmada por ÉL... Don Cristóbal Góngora, ministro de Hacienda, bajó la cabeza y yo alcé la mía. No está demás decir que un ministro era entonces un cero a la izquierda, un secretarillo del despacho, que a veces daba compasión. No servían para maldita la cosa, y fuera del coram vobis, allá se iban con cualquier escribiente. Todos saben que a un célebre ministro y hombre de Estado y gran repúblico, le destituyó el Rey entonces por su cortedad de vista.

Llevome Ostolaza, como he dicho, a la tertulia del infante D. Antonio, hijo de Carlos III y famoso por su despedida al Sr. Gil en 2 de Mayo de 1808. Aquella epopeya tuvo también su bufonada. El Infante era viejo y no tenía pretensiones de buen decir, siendo su lenguaje, así como sus ideas, de hombre campechano y rudo. Hacía gala de ignorancia. Carlos III, ante quien los ayos de D. Antonio se alzaron en queja, lamentando la desaplicación del niño, dijo: «si el infante no quiere —58→ estudiar, que no estudie», y el chico lo hizo al pie de la letra. Cuando fue grande se dedicó a los libros... quiero decir que era encuadernador.

Sí; encuadernaba primorosamente, hacía jaulas y tocaba la zampoña, artes de gran utilidad y nobleza en un hijo de reyes. Su fisonomía era inocentona, y cuantos le veían juzgábanle bueno. En su edad madura aprendió a conspirar. Conspiró en Aranjuez para echar a Godoy y destronar a su hermano. Conspiró en Valencia y en todo el camino de Valencey a Madrid para dar el golpe a la Constitución. Últimamente había descuidado la zampoña y las jaulas y metídose a repúblico, mostrándose tan entusiasta que su cuarto era, como si dijéramos, el gabinete de las piadosas relaciones o la primera instancia de las comisiones del Estado. La Inquisición restablecida, el decreto contra los afrancesados, el que dispuso la devolución a los frailes de los bienes vendidos, fueron primero ¡oh Providencia!, huevecillos que al calor de aquella reunión y bajo las alas del infante, se abrieron para echar al mundo arrogantes polluelos. ¡Cuántas medidas benéficas salieron de allí! ¡Cuántos hombres modestos y oscuros se dieron a conocer por tal medio! ¡Cuántas grandezas dio a luz la famosa tertulia, —59→ en que resplandecían astros tan brillantes como D. Pedro Gravina, el célebre nuncio a quien dio los pasaportes la Regencia de Cádiz, el duque del Infantado, general que tenía la mejor mano del mundo para perder todas las batallas en que se encontraba, el famoso canónigo Escóiquiz, a quien Napoleón tiraba de las orejas, y mi buen Ostolaza, del cual ya he dicho todo cuanto hay que decir!

¡Qué hombres tan eminentes! ¡Cuán agradable era su conversación, cuán ameno su trato, sin dejar de ser provechoso, por las muchas enseñanzas útiles que a cada instante caían como celestial maná de aquellas insignes bocas! No se crea que el Nuncio D. Pedro Gravina nos aburría con teologías ni palabrotas de moral cristiana: por el contrario, era el hombre más salado del mundo para idear persecuciones, y su agudo ingenio nos tenía siempre con la felicitación en los labios.

El duque del I... era otro que tal. ¡Cuántas grandezas podrían contarse de aquel insigne prócer y guerrero! Acaudillando nuestras tropas en la guerra de la Independencia, tuvo la amargura de verlas derrotadas. Como político, aunque en Cádiz le calumniaron, suponiéndole algo liberal, bien puede asegurarse que era más realista que el Rey. En 1815 ocupaba uno de los —60→ primeros puestos de la nación, la presidencia del Real Consejo de Castilla. Había que ver su llaneza en todo lo que no fuera del oficio. ¡Excelente señor! ¡Cuántas veces le vi en un palco del teatro del Príncipe, acompañado de Pepa la Malagueña!

En la tertulia del infante era el noticiero mayor, por lo cual siempre que entraba, decíamos: «Ahí viene la Gaceta de Holanda». No faltaban nunca nuevas de importancia que nos sirvieran de placentera distracción, tales como un nuevo cargamento de presos para Filipinas o el buen éxito de las comisiones militares en provincias, y el inimitable celo con que Negrete sentaba la mano a los liberales de Andalucía.

Escóiquiz criticaba mucho al gobierno porque no era bastante enérgico y consentía que un Macanaz soñase con resucitar las Cortes, aunque vestidas a la antigua. Ostolaza y yo hacíamos un espurgo de todos, absolutamente de todos los individuos que figuraban por aquellos días. Señalábamos los que nos parecían buenos a carta cabal, los tibios o fililíes y los sospechosos a quienes precisaba quitar de en medio lo más pronto posible. Aquí era donde yo me lucía, porque se me ocurrían invenciones tan peregrinas para echar por tierra a —61→ cualquier señorón de los más trompeteados, sin hacer ruido ni ofenderle descubiertamente, que se embobaban oyéndome. Bien pronto llegué a hacerme tan importante en la pequeña corte del infante, que este mismo, siempre que se hablaba de algo referente a zancadillas en proyecto o quiebros por realizar, me miraba atentamente para conocer mi opinión antes de emitir la suya.

¡Y cuidado si era sabio el príncipe! Como que la Universidad de Alcalá le hizo doctor de golpe y porrazo, dándole patente de Aristóteles. Nombrole el Rey poco después gran almirante de sus escuadras, por cuyo motivo, aunque nunca había visto el mar, diose al estudio de la náutica, y en la conversación corriente encajaba términos de marina, diciendo con mucho énfasis: «Las cosas van viento en popa», o bien«echaremos a pique a los liberales».

Yo crecía en favor, en importancia, en poder de día en día. Eran tantos los asuntos delicados, espinosos y resbaladizos que se me confiaban, que me vi obligado a valerme de agentes. ¡Y cómo me festejaban y mimaban los grandes señores, sin dejarme nunca de la mano! Todo era «Pipaón acá, Pipaón allá», y a cualquier hora Pipaón para todo.

Pues ¿y las peticiones de destinos? Como las —62→ minutas que yo extendía en la tertulia del infante, pasaban muy bien recomendadas a manos de quien sabía despacharlas con gran primor, no había candidato que no cuajase, ni ahijado mío que no se viese en camino de papa o senescal desde que yo le tomaba por mi cuenta. Así es que llovían las peticiones. Las cartas entraban en mi casa por almudes, no siempre solas, en verdad, sino a menudo acompañadas del bocadito, de la caja de cigarros, del tarro de dulce. Siempre que iba a mi vivienda encontrábala tan atestada de hambrones menudos, como portería de convento en tiempos de miseria.

Yo procuraba quitarme de encima tanto gorrón holgazán que, cual enjambre de langosta, caía o anhelaba caer sobre la Real Hacienda; pero son los pretendientes como las moscas, que cuanto más las sacuden más se pegan. A muchos coloqué; pero como el frecuente ir y venir de oficina en oficina me obligaba a gastar mucho tiempo y no pocos zapatos, discurrí que era preciso hacer que los interesados me indemnizaran módicamente de aquellas pérdidas.

Cuando se me presentaba alguno en cuya facha conocía yo que era hombre de posibles, mayormente si venía de provincias con cierto cascarón de inocencia, le recibía cordialmente, —63→ conferenciábamos a solas, le persuadía de la necesidad de tapar la boca a la gente menuda de las oficinas, conveníamos en la cantidad que me había de dar, y si se brindaba rumbosamente a ello, cogía su destino. Siempre era una friolera, obra de diez, doce o veinte mil reales lo que cerraba el contrato, menos cuando se trataba de una canonjía, pensión sobre encomienda u otro terrón apetitoso, en cuyo caso había que remontarse a cifras más excelsas. Si nos arreglábamos, se depositaba la cantidad en casa de un comerciante que estaba en el ajo, y después yo me entendía con los superiores, si no me era posible despachar el negocio por mi propia cuenta.

Asunto era este delicadísimo y que exigía grandes precauciones. Por no tomarlas y fiarse de personas indiscretas, no dotadas de aquella fina agudeza a pocos concedida, cayó desde la altura de su poltrona a la ignominia de un calabozo un célebre ministro de Gracia y Justicia1.

—64→

Con estas y otras artimañas iba yo viento en popa como diría el infante. Era tan considerable el número de mis amigos, que no acertaba a contarlos.

Seguía en buenas relaciones con mi antiguo protector D. Buenaventura, pero ni este se atrevía a ocuparme en viles menesteres, ni yo lo habría consentido. Despachábamos juntos y mano a mano algunos asuntos delicados, tocantes al Real Consejo, porque ha de saberse que el D. Ventura, desde que cuajara el despotismo y se restableciera el régimen antiguo, alcanzó la plaza de camarista, por la cual tenía antojos el pobrecito señor desde su mocedad, o casi desde el vientre materno. ¡Oh! ¡Ningún arrimo se puede comparar al arrimo del Real Consejo y Cámara! Daba gana de dormir en aquellos sillones, bajo aquellos techos eminentes, en medio de aquella paz, de aquel reposo, de aquella estabilidad inalterable, de aquella majestuosa petrificación de los siglos, de aquel silencio, sólo turbado por los estornudos de algún camarista y el ruido de los —65→ viejos, polvorosos y amarillos folios cuando la flaca, la rapante mano del escribano los volvía. Era una tumba para el mundo y un paraíso para los que estaban dentro... Para el reino la muerte, para los privilegiados dulce y reposada vida.

-«No hay institución más sabia que esta del Consejo -me decía D. Buenaventura, con aquel entusiasmo que ponía siempre en sus palabras, al hablar de las cosas venerandas, sublimadas por los siglos-. Eso de que no pueda moverse un dedo en todo el reino sin que nosotros entendamos de ello, es admirable para el buen concierto de las Españas y sus Indias. Nuestra sala de Alcaldes es un primor. Con ser tan pequeña todo lo abraza. Sin que ella lo autorice no puede el español sacar un pececillo de las aguas de un río, ni vender una libra de uvas, ni echar la sal al puchero. Todo lo pequeño está en nuestras manos, lo mismo que lo grande. Sin nuestro permiso el reino no puede sublevarse ni tampoco rascarse. No puede hacer revoluciones, ni cambiar de dinastía, ni reunir cortes, ni establecer formas de gobierno, ni tampoco ir a los toros, ni cazar con hurón, ni tener un desahoguillo mujeril, ni escupir, ni toser.

»Somos una máquina admirable que con —66→ sus grandes palancas aporrea al mundo y con sus dientecillos roe lo que encuentra. Aquí todo se convierte en polilla. Nada se nos escapa, y el vasallo de Fernando VII tiene que venir aquí para que le digamos dónde tiene las manos. -¡Ay de aquel que se atreva a alterar la dulce armonía en que vive la nación, regocijándose en sí misma y mirándose en el espejo de su estabilidad secular, como Narciso en la fuente! Si alguna cabeza hueca concibe proyecto de aparente utilidad para desviar el suave curso de la española vida, bien alterando las leyes del comercio, bien las de la fabricación, ora los impuestos, ora la agricultura, nosotros acudimos solícitos allí donde prendió el incendio de la reforma y procuramos apagarlo, apoderándonos del proyecto o solicitud o requisitoria o informe o memorándum para ponerle encima una losa de papel, bajo la cual se queda criando musgo, si no gusanos, por los siglos de los siglos.

»En suma, es nuestra misión sostener en las esferas todas del país el estado de sabrosísimo sueño que constituye su felicidad desde que renunció a las conquistas. Nosotros arrullamos esta inmensa cuna cantando el ro-ro; y si por acaso en la agitación de su placentero dormir saca una mano, se la metemos entre las sábanas; —67→ si pronuncia alguna palabra, le tapamos la boca; si suspira, le rociamos con agua bendita; si se mueve ¡ay!, si se mueve, nos asustamos mucho porque creemos que se va a despertar... Pero ahora tenemos tranquilidad para un rato, amigo mío: el turbulento niño duerme; todo es calma, todo es silencio, todo es paz, y apenas oímos el rugido del descontento en el fondo de este gran pecho, que suavemente se alza y se deprime con el reposado aliento de la satisfacción».

Así dijo. Concluía de comer, y levantándose, añadió:

-Adiós, Pipaón, me voy al Consejo a dormir la siesta.

La pintura de aquella alta institución narcótico-nacional despertaba más en mí el deseo de afincarme en ella, como quien dice, proporcionándome una plaza de camarista, que era la mejor almohada del mundo para reposar una cabeza cargada de años y de trabajos. Contrariábame mi juventud y la poca duración de mis servicios, si bien es verdad que para cubrir una vacante en aquellos tiempos no había los ridículos escrúpulos y reparos de antaño. Ya no se buscaba con candil, como en los días de Jovellanos y Campomanes, un vejete sabihondo para endilgarle la cédula de nombramiento, —68→ sin más méritos que haber escrito veinte mil informes indigestos. Godoy echó por tierra estos abusos, llevando a la Cámara a quien le dio la gana, sin distinción de talentos reales o postizos; y en mi época esta tolerancia había llegado a su colmo, siendo evidente que desde la entrada de D. Antonio Moreno en el Consejo de Hacienda, todos los peluqueros de Madrid se vieron ya con un pie dentro de la Sala.

no me acostaba ninguna noche sin
pensar

Esto me daba aliento, y no me acostaba ninguna noche sin pensar, al persignarme, en las dulzuras de la anhelada canonjía del Consejo. Crecía mi favor como la espuma, y a los comienzos de 1815 pude pasar del cuarto del príncipe al del Rey, que era el Olimpo de la cortesanía, y trabar comercio más íntimo con personajes del mayor prestigio y que, al decir de las gentes, traían en los cinco dedos de su mano toda la grandeza del reino, del cual eran árbitros, sin dar de ello cuenta al Dios ni al diablo.

Impulsome por estos excelsos caminos la amistad que en Octubre de 1814 contraje con un hombre que en aquella época comenzaba a ser poderoso, y después lo fue en tan alto grado, que siendo su nombre D. Antonio Ugarte, el vulgo le llamaba Antonio I, para —69→ significar un poder, grandeza y predominio que al del mismo monarca se igualaba.

¿Y quién era Ugarte, quién era ese hombre poderoso, que por algún tiempo dispuso del Tesoro de la nación, y tuvo a sus pies a todas las eminencias civiles y militares, y dio que hablar dentro y fuera de España casi tanto como Godoy en el reinado de Carlos IV? -Pues era simplemente un maestro de baile.

Hombre tan insigne merece capítulo aparte.

En los últimos años del siglo anterior, Ugarte había venido de Vizcaya a los 15 años de su edad. Menos afortunado que yo y con menos recursos, tuvo que ponerse a servir de mozo de esportilla en casa del señor Consejero de Hacienda, D. Juan José Eulate y Santa, donde se dio tan buena maña y mostró tanto ingenio, que bien pronto, ayudado de su buena letra y singular destreza en la aritmética, hiciéronle amanuense de la casa. Habiendo nacido Antoñuelo para grandes empresas, no quiso su destino que se prolongase por mucho tiempo la oscuridad de aquella vida, y ved aquí que una —70→ aventurilla doméstica, en la cual apareció demasiado listo, le obligó a separarse del Sr. Eulate. El mancebo vizcaíno, viéndose sin arrimo, pasó revista a todas las artes y ciencias, y discurriendo cuál de ellas tomaría por instrumento de la gran ambición que en su noble pecho abrigaba, adoptó la coreografía. Ya le tenemos de maestro de baile, o como si dijéramos, con ambos pies dentro de la esfera de la fortuna, que en aquellos tiempos solía favorecer a la gente danzante.

Era Ugarte de hermosa presencia, agraciado, vivaracho, ingeniosísimo en las frases, saludos y cumplidos, y extremadamente listo, con el más claro ojo del mundo para conocer a las personas y captarse su simpatía y buena voluntad. Vestía con toda la elegancia que sus mermados emolumentos le permitían; conocía a fondo el ars umbelaria, que era el modo de ponerse el sombrero, y el ars incedaria, que era lo que modernamente y con más llaneza llamamos el modo de andar. No sólo daba lecciones de baile, sino que las daba también de zorongo, es decir, enseñaba a los jóvenes a hacer con la mayor elegancia posible el gesto de afectadísima urbanidad conocido con este nombre.

A pesar de tan supinos talentos, Ugarte no —71→ salía de su pobreza, que entonces acompañaba, como el lazarillo al ciego, a las más nobles artes de la cabeza o de los pies. Pero quiso el cielo que se prendase del bailante vizcaíno una dama burgalesa (cuyo nombre no hace al caso), la cual vivía en la Costanilla de Capuchinos de la Paciencia. Desde entonces todo cambió. Baste decir que Godoy gobernaba a España y sus Indias. Para medrar, Antoñuelo que tanto había movido los pies, no necesitó más que el apoyo de una blanca mano. Sintiéndose con un gran caudal de iniciativa y de recursos de ingenio, resolvió no meterse en las telarañas de las covachuelas, y se hizo agente de negocios de Indias, de los Cinco Gremios y de la dirección de Rentas. ¡Colosal mina! Antoñuelo tenía talento en la cabeza, y dedos en las manos.

Por lo que yo hice con mediano ingenio en tiempos posteriores, y ya muy explotados, júzguese lo que haría Ugarte con más genio para los negocios que Nelson para la Marina, y en tiempos tan primitivos y virginales, que bastaba alargar la mano para coger el sustento de hoy... y el de mañana. La Providencia divina, que en lo de mimar a Ugarte era una madre débil y complaciente, le puso entonces en relaciones con el barón Strogonoff, embajador de Rusia, el cual encargó a nuestro ex-bailarín —72→ el desempeño de diversos asuntillos. Hízolo a pedir de boca, quedando el moscovita tan complacido, que se fue para las Rusias en 1808, y dejó a cargo de Ugarte todos sus intereses.

Durante la guerra, D. Antonio no se movió de Madrid. Firme en su agencia, servía a españoles y franceses, sin malquistarse jamás con unos ni con otros, que este es privilegio de ciertos hombres sutilísimos. Ni los franceses le molestaron en 1812, aunque encubiertamente favorecía a los nacionales, ni en 1814 le persiguieron por afrancesado los españoles de la restauración. Con todo el mundo tenía buenas relaciones; para todo se echaba mano de Ugarte. Murat y José, lo mismo que los regentes de Cádiz, el cardenal de la Scala lo mismo que Fernando, el botellesco Cabarrús igualmente que el leal Eguía, le consideraban y atendían. Hízose superior a los partidos, y a todos servía. Había tenido hasta entonces el singular talento de no funcionar dentro de la jurisdicción de las pasiones políticas, reservándose la esfera interior de los negocios. Mientras arriba los bobos andaban al pelo por la soberanía del pueblo y los derechos del trono, él resbalaba abajo injiriéndose en los intereses públicos y particulares... No era nada; no era más que agente.

—73→

Aquí hemos visto muchos hombres, de esta clase; pero el maestro, el patriarca, el Adán de estos bien aventurados camaleones, fue, sin duda alguna, Antonio I, agente de todo lo agenciable.

Por entonces empezó la gran influencia de los rusos en la corte de España, aunque todavía no habían aparecido por las ventas de Alcorcón. Concluida la guerra vino acá el célebre Tattischief (a quien daré a conocer más adelante), el cual por su antecesor tenía ya noticias de las sutilezas de nuestro agente. Se hicieron tan amigos, que ambos salían de paseo, dándose el brazo, confundiéndose los bailarinescos antecedentes del uno con la noble prosapia del otro, para regocijo de la democracia que ya empezaba a invadirlo todo. El ruso, que era emprendedorcillo, como se verá en lo sucesivo y no había venido a Madrid a coger moscas, encontró su mano derecha en Ugarte, y este halló en el ruso un admirable espantajo que le sirviese de pantalla en la corte. Llevó Tattischief a Antonio I a la tertulia de Fernando, hízole conocer a este las altas dotes del antiguo maestro de zorongo, y no fue preciso más. La agencia de Ugarte se extendió; puso una mano en el corazón de la monarquía, y extendió la otra a los últimos confines de ella en Europa y —74→ en América. Un solo mundo no le bastaba.

Por aquella época (repito que al concluir 1814) nos hicimos amigos. Habíame ocupado D. Antonio en diversos menesteres de mi incumbencia, los cuales desempeñé tan bien, que se me confirieron secretos importantes y fui asociado a empresas de mayor cuantía. Nos comprendimos, encajamos el uno en el otro como el pie en el zapato; él conociéndome y yo conociéndole, habíamos hecho la principal conquista de nuestra vida.

Y aquí levanto la mano del bosquejo de este hombre, porque sus principales hechos no han ocurrido aún en los días a que me refiero. Ellos irán saliendo poco a poco, y le pintarán por completo en todas sus fases, siendo tan sólo mi propósito ahora trazar una leve figura lineal, que por sí irá vistiéndose de colorido con la misma luz de los próximos sucesos. Cuando yo conocí a D. Antonio, empezaba el gran poder de aquel hombre, arbitrista, asentista, factotum; de aquel agente universal, que resolvió, en connivencia secreta con el Rey, graves negocios de Estado; que tramó revoluciones y mudanzas, celebró tratados y manejó la Hacienda pública sin responsabilidad; organizó ejércitos y compró buques; todo esto sin intervención ninguna de los vanos —75→ ministros, y obrando casi siempre a espaldas del llamado gobierno.

La figura de mi D. Antonio no revelaba entonces su antiguo oficio de maestro danzante, ni tenía la ligereza que arte de tantos vuelos exigía: era bastante obeso y de procerosa estatura, rostro de satisfacción, doble barba con mucha enjundia, ojos muy móviles y una sonrisa más bien esculpida que pintada en su rostro, por la fijeza de ella y por lo que acompañaba a todas sus palabras. Ponía semblante afectuoso a chicos y grandes, y con todos aparecía obsequioso y servicial, aunque después no lo fuese. Tenía suma destreza para resolver en todo; respondía siempre a medida, sin decir ni más ni menos de lo necesario; disimulaba sus proyectos con discreción excelsa, a prueba de ajena perspicacia; jamás emitía ideas exageradas, sino, por el contrario, era juicioso, y en sus conversaciones sobre fútil política, siempre daba la razón a su interlocutor; hablaba con veneración del Rey, guardando prudente silencio sobre la dominación francesa, y no insultaba jamás a los vencidos, sin duda por la consideración de que podían ser vencedores. Cuando nombraba a alguno de los personajes desterrados o presos, decía mi desgraciado amigo Fulano de Tal, y a todos los hombres de —76→ viso que entonces privaron les sahumaba2 con muchos elogios en presencia y ausencia.

Delante de los tontos decía afectadamente tonterías, y delante de los sabios sabidurías, y jamás hablaba mal de nadie, aunque estuviese en Melilla o Ceuta. Era religioso y cuchicheaba con frailes y monjas; pero nunca le vi abogar celosamente por la Inquisición, ni dio al fuego sus libros filosóficos y enciclopedistas, pues los tenía buenos. Se lamentaba de que los revolucionarios fueran tan malos; pero en más de una ocasión le sorprendí en secreto con ciertos pajarracos que a cien leguas me olían al musguillo húmedo de las logias y a sociedad secreta; en fin, era hombre tan completo, que difícilmente se encontraría otro ejemplar, ni quien, como él, estuviese siempre en la justa medida, atento a su beneficio y realizando las supremas leyes de la vida con tal arte, que el Criador del mundo debía de estar muy satisfecho por haber criado a Ugarte. Sin duda después que lo echó al mundo, vio que era bueno.

carro celestial de mi
encumbramiento

Este y Ostolaza, fueron los dos arcángeles que tiraron (permítaseme la figura) del carro celestial de mi encumbramiento. Si uno me introdujo en el cuarto del infante, llevome el otro al del Rey. Muchas y no despreciables —77→ cosas tengo que contar de mis conexiones con los primeros cortesanos de la época; pero antes de llegar al lugar sagrado, se me permitirá que me ocupe de otras menudencias, que no por serlo, dejan de ser indispensables para el conocimiento de lo que vendrá después, y de cierto asunto que por mi propia cuenta emprendí. Como aquí entran personas de menos copete y algunas madamitas, también abro capítulo aparte.

A casa de las de Porreño iba yo a menudo, y constantemente desde que se apareció en aquellos tristes salones cierta condesa de Rumblar, acompañada de un lindo femenil pimpollo, nombrado Presentacioncita, la cual era un conjunto de gracias, seducciones y monerías de imposible descripción. Tenía tal garabato para burlarse de Ostolaza y de mí, elogiándonos en apariencia, que ni él ni yo sabíamos enfadarnos para salvar la dignidad. Nos zahería muy sandungueramente3, y por mi parte me moría de gusto. La luz chispeante de sus ojitos negros como la noche, deslumbraba los míos, y se me —78→ entraba y esparcía por todo el cuerpo, escarbándome el corazón. Cuando reía, figurábasele a uno tener delante un coro de angelitos insolentes jugueteando de nube en nube; cuando se ponía seria, era preciso estar en guardia, porque de fijo estaba tramando alguna ingeniosa picardía. Su gravedad era una máscara detrás de la cual se fraguaban hipócritamente todas las aleves conspiraciones contra nuestras casacas, contra nuestras chupas y también contra nuestras pobres carnes.

punzantes burlas

Temblábamos ante ella y por mi parte me derretía de gozo cuando mi cara se bañaba en su aliento durante una partida de mediator. Moralmente hablando, nos pellizcaba sin cesar, pues no podían ser otra cosa sus punzantes burlas. Digo punzantes, porque en cierta ocasión clavó en los sillones donde Ostolaza y yo nos sentábamos, algunos alfileres tan soberanamente dispuestos, que mi buen amigo y yo vimos sin ser astrólogos, todo el sistema planetario. Otra vez cosió mis faldones a un infame aparato, que moviéndose echó por tierra la cesta de costura donde doña Paz tenía mil distintas suertes de labores, ovillos, canutillos, lienzos, de tal modo, que levantarme yo y venir el mujeril aparato al suelo, fue todo uno. A veces inventaba un juego de acertijo, en el cual había —79→ un plato artificiosamente ahumado, que nos aplicábamos a la cara para saber el secreto, y puesta la sala a oscuras, resultaba después que aparecíamos Ostolaza y yo con la cara tiznada, de lo cual se holgaban y reían mucho los concurrentes. A menudo recibía yo cartitas y recados de monjas mandándome llamar, y luego salíamos con que era mentira. Y no digo nada de aquella graciosísima invención que consistía en darme un dulce, y cuando yo todo almibarado de gozo me lo metía en la boca, resultaba más amargo que la misma hiel.

¡Ay!, en aquellas tertulias había verdadero entretenimiento; se divertía uno con la más rigurosa honestidad, sin propasarse jamás a cosas mayores, y aunque se padecía un poco del mal de Tántalo, como teníamos el juego de la gallina ciega, siempre había algún yo y tú casual entre tapices, y se podía coger al vuelo un par de blancas manos, algún torneado brazo, u otra cualquier obra admirable del Criador. Daba la maldita casualidad de que siempre que se estaba rezando el rosario, sonaba adentro descomunal y pavoroso ruido, y a oscuras o con un candilejo era preciso ir a ver lo que era, no faltando damas valerosas que le acompañasen a uno por los solitarios corredores. Por supuesto, al fin venía a resultar que aquellos —80→ espantables ruidos eran obra del gato, haciendo de las suyas en la cocina.

Con estos y otros inocentes placeres, se pasaban dos o tres horas de la noche sin sentirlo.

Una noche noté que Presentacioncita no nos dio bromas ni a Ostolaza ni a mí. No di importancia a aquel suceso. A la noche siguiente no fue a la tertulia, y se dijo que estaba enferma: pero apareció tres noches después bastante desmejorada y muy triste, lo cual me sorprendió mucho, y observé. Observé su semblante, su mirar, qué conversaciones prefería, a cuáles palabras prestaba más atención. Observé sus suspiros y la distracción honda en que comúnmente estaba, deduciendo de todo que Presentacioncita tenía un gran pesar sobre su alma.

Pero lo más extraño fue que la graciosa niña no sólo se abstenía por completo de toda burla mordaz conmigo, sino que me trataba con inusitadas consideraciones, fijando en mí los ojos, cual si quisiese leer mis pensamientos y por ellos adivinar mis deseos, para satisfacerlos.

Atendía al juego, alegrándose mucho cuando yo ganaba, y demostrándome en sus ojos profunda pena si la suerte no me era propicia. Al retirarme me miró mucho, preguntándome con vivísimo interés si faltaría a la tertulia de la noche siguiente.

—81→

Acosteme y no dormí. Los dos ojos de Presentación fulguraban en la oscuridad de mi alcoba como estrellas en el negro cielo. Pero yo no soy hombre que pierde el tino por afán de ideales amores, ni en mi vida he experimentado el embrutecimiento de que hablan los poetas, dolencia común a cabezas hueras y a gente vagabunda. Reíme, pues, de aquello, y vino el día y tras él la noche. Pareciome al entrar en la tertulia que con mi visita se disipaba la tristeza de Presentacioncita, como con la presencia del sol huyen las nieblas que oscurecen y enfrían la tierra. ¿A qué negarlo?, yo estaba inflado de orgullo.

Conocí que deseaba hablarme, y por mi parte sentía ardiente anhelo de decirle un par de palabritas al oído, sin que lo viera mi señora la condesa. Ofreciósenos a entrambos ocasión propicia cuando los demás hablaban ardientemente de la caída de Macanaz. Presentacioncita me dijo con la mayor zozobra:

-Sr. de Pipaón, tengo que hablar con usted.

-Y yo también, señora doña Presentacioncita, tengo que... -repuse sin poder encontrar una fórmula de madrigal.

-Pero mucho, mucho -añadió ella, poniéndose más encarnada que un cardenal.

-¿Mucho?

—82→

-Tengo... tengo que confiar a Vd...

-Sí, yo también...

-Un gran pesar.

-¿Pesar?

-Sí, una gran pesadumbre, y espero...

-Yo también espero...

-Espero que Vd. me hará el favor que he de pedirle... Vd., sí, me han dicho que sólo usted...

Yo estaba confundido y nada contesté.

-Mañana, Sr. de Pipaón... -dijo disimulando todo lo posible su inquietud-; mañana...

-Mañana, o cuando Vd. quiera...

-Venga Vd. aquí. Estaremos solas doña Salomé y yo. Mi madre, doña Paz y doña Paulita van a visitar a las monjas de Chamartín. Yo he dicho que vendré a ayudar a doña Salomé en una labor que trae entre manos.

Al siguiente día a la hora marcada acudí presuroso a la cita, poniéndome de veinticinco alfileres. Retirose la de Porreño cuando yo entré, y Presentacioncita no esperó a que me sentara para decir:

-Sr. de Pipaón, en Vd. confío, en su mucha bondad y cortesanía. Se trata de una obra de caridad.

-¡Una obra de caridad!... ¡Y para eso...! -exclamé desconcertado.

—83→

-Se lo agradeceré a Vd. toda mi vida, toda mi vida -dijo ella cruzando las manos y clavando en mí hechiceras miradas.

Empecé a sospechar si sería aquella una refinada burla, con gran arte preparada.

-Veamos: ¿qué obra de caridad es esa? -pregunté tan inquieto y sobrecogido, cual si sintiera en el asiento de la silla los alfileres de marras.

Presentacioncita fijó los ojos en el suelo, y doblando y desdoblando la punta del pañuelo, dijo:

-Yo tengo...

-Vamos, acabe Vd.

-Me cuesta mucho trabajo, Sr. de Pipaón; pero no tengo otro remedio que decírselo a Vd.

-Pues oigo. ¿Tiene Vd.?...

-Vergüenza.

-¿Es algún pecado?

-Pecado no.

-Entonces es amor.

Presentación respiró cual si la quitaran de encima un gran peso.

-Eso es. Cuesta mucho decirlo... Gracias, Sr. D. Juan. Me ha adivinado usted. Bien dicen que otro de más ingenio no lo hay bajo el sol.

-¿Y quién es ese dichoso joven? -pregunté —84→ de muy mal talante, esforzándome en poner cara indiferente.

-Ese joven... es... vamos, un joven... muy desgraciado por cierto, si Vd. no lo remedia.

-¿Yo?... ¿Y en qué puedo servirle?

-¡Ay!, para un hombre como Vd. no hay nada imposible. Por su mucho talento ha logrado ganarse una buena posición; es amigo de Antonio I, del infante, y tiene gran poder en la corte... -añadió con mucha zalamería.

-¡Yo!

-O en el gobierno. ¡Qué gusto para la madre que tal hijo crió! Verle encumbrado por sus méritos nada más y gran entendimiento; verle solicitado de los grandes señores y hasta de los obispos... No sabemos a dónde va a llegar Vd., Sr. de Pipaón, y si no para de subir, le veremos ministro o gobernador del Consejo o embajador el día menos pensado.

-Gracias, señora doña Presentacioncita. Pero...

-Pero... déjeme Vd. seguir -repuso impaciente, porque la revelación del principal secreto le había devuelto su normal viveza y desenvoltura.

-Ya oigo.

-Decía que si Vd. me libra de la grande aflicción que tengo, rezaré todas las noches —85→ un padre nuestro para que Dios le haga a usted embajador o ministro.

-Hecho el trato -respondí riendo-. Su novio de Vd...

-¡Por Dios y por todos los santos, sea Vd. reservado! Hago a Vd. esta confianza porque conozco su prudencia, su bondad, su discreción. Antes moriría que fiarme de Ostalaza.

-Lo creo.

-Y si usted dice alguna palabra por la cual mi señora madre pueda sospechar...

-¡Oh!... lo que es eso...

-Entonces tomaré venganza tan horrenda, tan espantosa...

-Lo creo, sí, lo creo sin juramento.

-Tan espantosa, que... vamos: ya estoy teniendo compasión de Vd. ¡Oh!, de veras... será Vd. el más desgraciado de los hombres.

-El más feliz seré si consigo sacar a Vd. de ese mal paso...

-A mí no, a él -exclamó con viveza.

-¿Quién es? ¿No se puede saber?

-Vd. le conoce -dijo, fiando a mi penetración lo que sólo correspondía a su franqueza.

Avergonzábase de pronunciar el nombre de su adorado, y todo era medias palabritas, reticencias, adivinanzas, mucho de que se quema usted, hasta que al fin, con más trabajo que para —86→ sacar alma del Purgatorio, la saqué del cuerpo el dichoso vocablo, resultando que aquella Tisbe tenía por Píramo a un mozalbete de buena familia, llamado Gasparito Grijalva, hijo de don Alfonso de Grijalva, propietario muy adinerado.

-¿Y en qué apreturas se encuentra ese joven, que tanto necesita de mí?

Presentacioncita se sintió conmovida, y llevándose el pañuelo a los ojos, dijo:

-Está preso.

-Vamos, madamita, no llorar. Eso no conduce a nada -repuse, dándole algunas palmadas en el hombro-. ¿Y qué diabluras ha hecho?... Alguna pendencia, alguna disputa quizás por esos lindos ojos?...

-No es nada de eso -añadió sollozando-. Le prendieron porque en el café dijo que Su Majestad era narigudo.

añadió sollozando

No pude contener la risa.

-¿Por eso, nada más que por eso?

-Y por haber dicho que Su Majestad escribía cartas a Napoleón desde Valencey, felicitándole y pidiéndole una princesa para casarse.

-¡Oh!, grave desacato es ese...

-¡Ay! Sr. D. Juan -exclamó, cubriéndose el rostro y llorando sin freno- yo me muero de aflicción, yo no puedo vivir...

—87→

-Calma, mucha calma, señora mía, y discurramos lo que se ha de hacer.

-¡Y dicen que le van a ahorcar, Sr. de Pipaón! -añadió, volviendo a mostrar sus ojos, más bellos entre la humedad del llanto, como es más bello el sol después de la lluvia-. Eso sería una iniquidad, un crimen... ¡Ahorcarle por decir una tontería!...

-Por eso se ahorca hoy... Discurramos. El delito es horrendo...

-¿Horrendo?

-Sí; ¡calumniar a Su Majestad, diciendo que anduvo en tratos con el infame monstruo!...

-¡Cosas de muchachos! Como su padre es algo liberal, según dicen, y parece que no quiere toda la Inquisición, sino una parte de ella, desean castigarle en la persona del pobre, del inocente Gaspar... ¡Ah! ¡Si viera Vd. qué carta me escribió ayer!... Yo no sé cómo se las compuso para escribirla en la cárcel y enviármela, pero ello es que la recibí. Me suplica que le mande secretamente un cordel o un puñal para darse la muerte, antes que el verdugo ponga las manos sobre él. ¡Esto parte el corazón! Parece que siento el puñal clavado en mi pecho y la cuerda alrededor de mi cuello... Y gracias a que Dios me ha deparado un amigo tan bueno y generoso como Vd., pues ¿quién —88→ duda que beberá los vientos para que pongan a Gasparito en libertad?

-Falta que lo consiga, porque la justicia de estos tiempos no se anda con tiquis miquis, y si bien es posible que el niño no lleve corbata de cáñamo por ahora, casi casi se le puede dar una carta de recomendación para los que están en Ceuta o en Melilla.

-¡En África, en presidio!... Para Vd., según dicen, no hay nada difícil, todo lo consigue y es el más activo correveidile, el más bullidorcito y hormiguilla de los empleados públicos de hoy.

-Gracias.

-De modo que si Vd. no quiere verme morir de pena, si Vd. no quiere que le maldiga en mi última hora y que desde este momento le aborrezca como a mi más cruel enemigo, prométame que dentro de unos pocos días estará Gaspar en libertad.

-Mucho pedir es, señora doña Presentacioncita. Yo no tengo poder en la corte, ni en la camarilla, que es donde se prende y se suelta a todo el mundo. ¿Por qué no se franquea Vd. con Ostolaza?

-¡Jesús, ni pensarlo! -exclamó con terror-. Se lo contaría todo a mamá.

-En fin, yo haré lo que pueda -dije, prometiéndome —89→ interiormente no volver a ocuparme de tal asunto.

-¡Lo que pueda!... Eso es bien poco. Ha de hacer Vd. lo que no pueda, lo imposible, señor de Pipaón. Por ahí le llaman a Vd. Santa Rita.

-Mucho se me pide -indiqué dulcemente, discurriendo que bien podían darse algunos pasos, con tal que fueran remunerados de alguna manera- y nada se me ofrece.

-¿Y mi agradecimiento eterno, mi amistad, lo mucho que rezaré por Vd. para que siempre goce de buena salud y llegue a ser, cuando menos, ministro, y pueda repartir beneficios a los necesitados? -repuso con hechicera sonrisa, que valía más que todas las razones, y podía más que todos los ruegos.

-Presentacioncita -dije, acercándome más a ella-. Nunca creí que una niña tan linda, tan discreta, tan bondadosa, de tantísimo mérito como Vd., fuese a caer en las redes de un...

-Menos incienso, Sr. D. Juan -replicó con malicia-, hoy no estoy para zalamerías.

-Pues qué, ¿esos ojos celestiales, esos...?

Alargué una mano para tocar la suya, cuando rechinaron los goznes de la puerta y yo salté en mi silla. La puerta se abrió, dando entrada a una figura pomposa, que desde su —90→ primer paso y desde su primera mirada empezó a irradiar magnificencia dentro de la habitación. Era doña María de la Paz Jesús, hermana del señor marqués de Porreño, y desde la muerte de este, jefe de la ilustre cuanto desgraciada familia4. Venía de la calle, y como era mujer de corpulencia, con el cansancio y la pesadez de sus carnes traía muy sofocado el rostro y fatigosa la respiración. Sentose al punto, sin despojarse del mantón ni soltar el ridículo, abanico, sombrilla y manojo de papeles que en la mano traía como Minerva sus atributos, y lejos de enojarse por verme allí a hora tan impropia, pareció alegrarse mucho de mi presencia.

Aquella señora tan grave, tan rigurosa, tan ceñuda, tan implacable con toda clase de libertades, sonreía ante mí, dignándose echar el velo de su delicadísimo disimulo sobre aquel coloquio a solas, que en época posterior habría sido inocente, pero que en tiempos tan honestos era poco menos que escandaloso, casi nefando. Yo esperaba una tempestad, y me encontré con un arco iris.

Oigámosla ahora.

—91→

Antes de responder a mi saludo, me dijo:

-Espero que Vd., Sr. de Pipaón, como hombre de gran influencia, amigo de Ugarte Alagón y Pedro Collado, nos apoyará en nuestra justa pretensión, haciendo cuanto esté de su mano para que salgamos adelante.

-¿Y cuál es el asunto?... -pregunté confundido.

-¿Pues no lo sabe Vd.? ¿No estuvimos hablando de eso más de dos horas anteanoche?

-¡Oh!, sí, señora mía, ya recuerdo, es...

-La moratoria que pretendemos... Ya hemos hecho la solicitud a Su Majestad, y se nos ha prometido que pronto se dará cuenta de ella a la regia Cámara, y que la apoyarán los más cariñosos amigos del soberano.

-¿Una moratoria? ¿Conque una moratoria?...

doña María de la Paz

-Nada más justo -dijo doña María de la Paz, con acento de convicción profundísima-. Ni se me alcanza por qué han de ser tan lentas y fastidiosas las formalidades para concederla; debiera ser cuestión de un par de días —92→ y de una esquelita de Su Majestad al Real Consejo.

-Señora, una moratoria siempre es asunto de gravedad.

-Pero no en el caso presente, Sr. de Pipaón -exclamó con viveza arrojando de sí una llamarada de orgullo que se extinguió bien pronto, como las chispas brotadas del pedernal-. Nosotras reclamamos una cosa muy justa. Mi padre y mi hermano contrajeron algunas deudas... la cantidad no hace al caso. Hiciéronlo así, porque el lustre de nuestra casa lo exigía, pues sólo en una comida de caza y pesca que se dio al Rey, al pasar por Montoro, cuando la batalla de las Naranjas, se gastaron treinta mil ducados. Ahora los acreedores, de los cuales el principal es D. Alonso de Grijalva, han dado en reclamar su dinero y quieren apropiarse las fincas libres que nos quedan, pues bien sabe Vd. que el mayorazgo, conforme a la ley de su principal instituto, se ha extinguido en nuestra línea por falta de varón.

-Ya, ya sé. ¿Vds., por falta de varón?... Comprendido.

-¿Cómo es posible, pues, que un Rey justiciero, que ha venido a establecer en España las buenas doctrinas y a limpiar el reino de toda impiedad y bajeza, consienta en este despojo, —93→ en este embargo inicuo, insólito, irrespetuoso con que se nos amenaza?

-Señora, los acreedores... Ellos dieron, mejor dicho, colocaron su dinero... -indiqué respetuosamente.

-Sí, señor -añadió, despidiendo otro chispazo de soberbia que iluminó velozmente su rostro-. ¿Pero qué vale su dinero?... ¡Miserable metal! Como si no hubiera en el mundo más que dinero... ¿Pues y las virtudes, pues y las glorias y grandezas del reino, pues y el lustre, fíjese Vd. bien, el lustre de las familias?

-El lustre. Sí, convengo en que el lustre...

-No, no es posible que un gobierno justo nos quite la hacienda que honrosamente poseyeron nuestros antepasados. ¡A dónde vamos a parar! Estaría bueno que un D. Alonso de Grijalva, un hombre que ha salido de la nada, pues público es y notorio que vino a Madrid de la Maragatería, conduciendo un par de mulas; estaría bueno, repito, que un D. Alonso de Grijalva, fíjese Vd. bien, un D. Alonso de Grijalva, se calzase nuestros estados de Galicia y Aragón. ¡Oh! Es zapato muy grande para tal pie. Esos hombrecillos, nacidos de los tomillos y mastranzos, tienen una osadía que espanta. Tanto alzaron el vuelo en tiempos de la Constitución, que se creían dueños del mundo, —94→ y por lo que veo, aun después de vueltas las cosas a su ser y estado primero, continúan alzando la cabeza y amenazando con sus viles usurpaciones.

-En suma, Vds. solicitan que se ponga coto al inconcebible atrevimiento de los que han dado en la flor de llamarse acreedores.

-¡Oh!, nosotras no negamos la deuda, ni tampoco el proposito firmísimo de pagar algún día -repuso con voz firme-. Pero deseamos que esos señores confíen en nuestra probidad y esperen tranquilos la hora oportuna de recoger lo suyo. ¿Pues quién duda que es suyo? Nuestra pretensión no puede ser más natural. Sólo pedimos a Su Majestad que nos conceda una moratoria nada más que de diez años, fíjese Vd. bien, de diez años...

-Ya estoy fijo, sí. Me parece muy justo. Dentro de diez años...

-No creo que Su Majestad, tan piadoso, tan buen cristiano, tan justiciero, tan cariñoso para todos los que no nos hemos contaminado de la constitucional pestilencia, niegue una pretensión tan razonable, mayormente si considera que el fiero enemigo, de cuyas garras queremos librarnos, es un hombre a quien suponen un poco desafecto al régimen actual.

-El Sr. de Grijalva no se mezcla en política. —95→ Es hombre modestísimo, que sólo se ocupa de gobernar su casa y sus intereses.

-¡Oh!, qué mal lo conoce Vd. -repuso con súbito arranque-. Si yo dijera que no hay lengua más cortante contra el gobierno ni tijera más diestra que la suya para cortar vestidos a los amigos de Su Majestad... En fin, ¿qué tal hombre será y qué tal educación dará a sus hijos, cuando ha sido preso Gasparito por desacatos al Rey y no sé qué abominables dichos y hechos?

-Parece que el niño dijo en un café que Su Majestad era narigudo.

-Algo más sería -afirmó doña María de la Paz, con verdadera saña-. Descubriose que andaba en logias, escribiendo papeles y reclutando gente de mal vivir.

Presentación parecía de cera.

-¡Oh!, si es cierto -afirmé- el hijo y el padre lo pasarán mal.

Presentación parecía de mármol.

-No, tales infamias no pueden quedar sin castigo. Veo que Su Majestad, llevado de su buen corazón, está por las blanduras y perdona a todo el mundo. ¡Escarmiento!... duro con ellos, Sr. de Pipaón. ¡Si no se castiga a nadie!

Presentación había enrojecido y parecía de fuego.

—96→

-Pero cualquiera que sea el fin de estas abominables conspiraciones -continuó la dama- Vd. tomará a pechos nuestro negocio, usted nos prestará su poderoso apoyo, Vd. arrimará su hombro al sagrado muro, fíjese Vd. bien, al sagrado muro de nuestra moratoria. ¿No es verdad amigo mío? -dijo doña María de la Paz, levantándose para retirarse.

-Yo...

No pude decir más, porque en aquel instante concebí una idea grandiosa, colosal, una de esas ideas que de tarde en tarde fulguran en el cerebro del hombre, abriendo ante sus ojos inmenso horizonte en los espacios de la vida, una idea que absorbió mis potencias todas por breve rato, no permitiéndome ver cosa alguna, ni pensar en nada que estuviese fuera de la esfera de mí mismo. Tras de la idea vino un propósito firme, poderoso, y después un plan, cuyo sencillo organismo se me representó clarísimo en todas sus partes.

-Señora, no necesito decir que haré los imposibles porque se consiga esa moratoria -manifesté con artificioso interés a la dama, cuando se retiraba.

Después volví al lado de Presentacioncita. Su cólera, mal contenida, se desahogaba en amargo llanto.

—97→

-Adorada y adorable niña -le dije con acento de profundísima verdad-. No llore usted: todo se arreglará.

-Vd. es muy bueno, ¿Vd. será capaz...? -dijo levantándose y poniéndose ante mí con las manos cruzadas, como se pone la gente piadosa y afligida delante de una imagen.

-Tranquilícese Vd.; Gasparito será puesto en libertad -afirmé con el mayor aplomo.

-¿Cuándo?

-Cuando se pueda. No hay que impacientarse. El muchacho no irá a presidio.

-¡Oh! ¡Qué hermosas palabras! -dijo saltando de alegría y secando sus lágrimas-. De modo que no...

-No le condenarán.

-¿Vd. lo promete?

-Solemnemente.

-¡Qué bueno es Vd... pero qué bueno! ¡Ay qué guapo es Vd.! Sí, ¡qué guapo y buen mozo me parece! ¿Por qué no lo he de decir? ¿Conque Vd. promete que no le harán daño?

-Lo juro. Óigalo Vd. bien. Lo juro.

-¡Oh!, gracias, gracias, Sr. de Pipaón. Que Dios le dé a usted la gloria eterna, y en este mundo mucha salud, toda la felicidad, todos los destinos de la nación, todos los sueldos, todas las encomiendas, todas las grandes cruces —98→ del mundo, y aún me parece poco para lo mucho que Vd. se merece.

Diciéndolo así y desahogando en tiernos votos la loca alegría de su corazón, alargaba hacia mí sus cruzadas manos con ademán patético.

alargaba hacia mí sus cruzadas
manos

Salí de la casa. ¿Cuál era mi idea, mi propósito, mi plan? Se verá más adelante.

Ugarte era muy amigo del duque de Alagón, capitán de Guardias de la Real persona, inseparable acompañante del monarca dentro y fuera de Palacio. Yo también tuve relaciones estrechas con el duque, a quien visitaba frecuentemente por encargo de D. Antonio, para tratar de asuntos reservados, en los cuales no era posible otra tercería que la del nieto de mi abuela.

Por cuenta, pues, de Ugarte y por la mía propia (llevado del luminoso plan que mencioné más arriba), fui a ver cierto día al señor duque de Alagón, que vivía en palacio. Cuando entré en su despacho, Su Excelencia no estaba solo. Acompañábale un hombre de mediana —99→ edad, de aspecto no desagradable, aunque tenía muy poco de fino, de semblante fresco, rudo, como de quien en su crianza vivió más bien al desamparo de los montes que en la regalada comodidad de los regios salones; vestido lujosamente, aunque sin ninguna elegancia, con librea de flamantes galones; un personaje, en fin, del cual se podía decir que era un cortesano que parecía lacayo, y un lacayo que parecía cortesano. Recostado en muelle sillón, fumaba un habano, y su coloquio con el duque era tan corriente y por igual, que dos duques no se hubieran hablado de otro modo... ni tampoco dos lacayos.

Cuando entré, el duque dijo:

-Podemos seguir hablando, Sr. Collado. Pipaón es de confianza y no importa que nos oiga.

-Es que Su Majestad se despertará pronto; llamará y tengo que llevar el agua -repuso Collado mirando el reló5.

-Aún es tiempo -dijo el duque vivamente-. Para concluir, Sr. Collado...

-Para concluir, señor duque...

-Concedo las dos bandoleras a cambio de la canonjía.

-Que no puede ser, que no puede ser...

-Pues vaya... tres bandoleras.

—100→

-¡Qué pesadez de hombre! -exclamó el de la librea, que no era otro que el eminente Chamorro, ayuda de cámara de un alto personaje-. He dicho a Su Excelencia que me pida el arzobispado de Toledo o media docena de mitras sufragáneas, pero que me deje en paz esa canonjía de Murcia, que es plaza de gran empeño para mí, porque la tengo prometida al sobrino de mi cuñada.

-Pues precisamente esa canonjía de Murcia y no otra es la que yo quiero con preferencia al arzobispado metropolitano -afirmó el duque agitando los brazos-. Se la prometí a la condesa, se la prometí, le di mi palabra de honor... Sr. Collado, por amor de Dios... Disponga usted de dos plazas de guardia... vamos, de tres.

-Ni de cuatro. ¿Para qué quiero yo eso? -repuso Collado con desdén, contemplando el humo que desde su boca subía hasta el techo en blancas espirales-. Traigo entre manos la comandancia general de la plaza de Santoña...

-Ya sé para quién es eso -dijo el duque con presteza-. Ya se convino en darla al marido de la Pepita.

-De doña Rafaela, dirá Vd., de doña Rafaela.

-¡Doña Rafaela! Esa mujer es insaciable. Se ha llevado ya todas las plazas fuertes, y —101→ quiere también echar mano al Consejo Supremo de la guerra. No he visto mujer que tenga más parientes. Es prima, hermana y sobrina de medio ejército... ¡Y la pobre Pepita a quien yo prometí!...

-No faltará para ella -repuso Collado-. En esa lista de vacantes que tiene Su Excelencia, ¿no se le había señalado a Pepita (para su tío el clérigo, se entiende) la Colecturía general de Expolios y Vacantes, Medias Annatas y Fondo Pío beneficial?

-Si no hay tales vacantes -repuso el duque de mal humor-; las he provisto todas. Veamos otra cosa: ¿quién cae?

-Ya recordará Vuecencia los que perecieron anoche -manifestó Collado, sonriendo con malicia-. Está abierto el hoyo para dos consejeros de Órdenes, por tibios y amigos de Macanaz.

-Y para el director de Tercias Reales, si no recuerdo mal.

-Y para dos beneficiados del Venerable e inmemorial cabildo de Guadalajara.

-También tiene la marca en la frente -añadió el duque, con satisfacción parecida a la de los labradores cuando hablan de buena cosecha- el superintendente de Correos, por haberse negado a dar cuenta de aquellas cartas sobre el baile de máscaras.

—102→

-Muchos puestos hay -afirmó Chamorro con enfáticas pretensiones de gracejo-, pero hoy han venido tres obispos con trescientas solicitudes de guerra o marina. Esto es mezclar berzas con capachos.

-¡Qué demonio!... ¿Y destierros, hay algunos?

-Tal cual... así andamos. Pero ¿no se le concedieron a Vuecencia unos trece o catorce la semana pasada?

-Es verdad; pero los he gastado todos. Quisiera más -dijo Alagón con disgusto-. ¿No ve Vd. que necesito muchos puestos vacíos? ¡La condesa, Juanita, doña Romualda! Si no me dejan respirar... Esa gente con nada se satisface. Creen que la nación se ha hecho para ellas. Ya se ve: como ellas parecen hechas para la nación...

-Pues Su Majestad hace días que anda muy reacio, señor duque -afirmó Pedro con burda socarronería-. Dice que abusamos.

-¡Que abusamos!

-Y que es preciso en la provisión de destinos dejar algo a los ministros, porque estos se quejan de la nulidad a que están reducidos y del tristísimo papel que hacen.

-Aquí hay alguna mano oculta, Sr. Collado -exclamó con rabia el duque-. Aquí hay —103→ alguna intriga. A Vd. y a mí nos están engañando, y con vivir tan cerca de Su Majestad, no sabemos lo que pasa.

Chamorro se encogió de hombros. El duque mirome con atención, y sus ojos parecían decirme: ¿Qué piensa Vd.?

-Todo depende -dije yo, rompiendo el silencio que, por darme mayor importancia, había guardado hasta entonces-; todo depende de los humos que han echado algunos ministros, como el fatuo, el insolente D. Pedro Ceballos; como D. Juan Pérez Villamil y otros.

-Bien, muy bien dicho -exclamó el antiguo aguador de la fuente del Berro, dándome una palmada en la rodilla para demostrarme su conformidad absoluta con mi parecer.

-Observen Vds. bien, cuál es el plan de los ministros -proseguí enfáticamente-. El plan de los ministros bien claro se ve... es apoderarse del ánimo de Su Majestad, inclinarle a aceptar todas las medidas que ellos proponen, ordenar las cosas de modo que todos los asuntos públicos sean resueltos por ellos, y todos los destinos dados y quitados por ellos.

-Justo, eso, eso es -exclamó el duque-, Pipaón ha puesto el dedo en la llaga.

dijo
Chamorro con ademán meditabundo

-Bien claro lo demuestran las providencias —104→ que se están tomando -dijo Chamorro con ademán meditabundo-. Para imponer su voluntad, han empezado por aconsejar al Rey que vaya dejando a un lado las medidas de rigor. ¡Oh!, aquí hay algo. En la aldehuela, más mal hay del que se suena.

-Como que ya han acordado suprimir las comisiones de Estado, y se han prohibido las denominaciones de serviles y liberales -indiqué yo-. En suma, señores, hay en el ministerio algunos individuos que se manifiestan deferentes ante el monarca; pero ¿qué pensaremos de un Ceballos, de un Villamil? ¿Qué pensaremos, repito, al verles empeñados en llevar el gobierno por los torcidos caminos de una tibieza hipócrita?

-Una tibieza que no es más que constitucionalismo disfrazado -dijo Alagón, dándoselas de muy perspicuo.

-¡Constitucionalismo! -repitió Collado-. Así se lo he dicho esta mañana. Debajo del sayal hay al.

-¿Y qué dijo? ¿No hizo alguna observación chusca? -preguntó con interés vivísimo el duque.

-Siempre que le hablo de esto, calla como un cartujo -repuso con descorazonamiento Collado. Al buen callar llaman Fernando.

—105→

Los dos palaciegos permanecieron meditabundos por breve rato.

-Yo no sé qué raíces echa el tal D. Pedro donde quiera que pone los pies -dije yo-; pero es lo cierto, que cuando se instala, no se deja echar a dos tirones.

-Es hombre listo y que sabe manejarse -añadió el duque-. Cuando ha sabido hacer olvidar sus servicios a Bonaparte en Bayona y a las Cortes en Cádiz...

-Pues si he de ser franco, señores -afirmé yo con mucha hinchazón y petulancia-, manifestaré a Vds. una cosa, y es que... Vamos, lo diré en dos palabras. Si yo viviera en esta casa, D. Pedro Ceballos no duraría una semana en el ministerio.

-¡Ay, amigo! -me dijo el duque, poniéndome familiarmente su noble mano en el hombro-. ¡Vd. no sabe qué clase de casa es esta!

-Se intentará, señores, se intentará -dijo Collado, rascándose la frente-. Otras cosas ha habido más difíciles.

-Mucho más fácil sería dar en tierra con Villamil; ¿no es verdad, Sr. Pedro?

-Ese tiene su pasaporte colgado de un pelo, como la espada de Demóstenes -afirmó socarronamente el aguador.

-De Damocles, querrá Vd. decir -indicó —106→ Alagón-. Pues es preciso romper ese cabello; ¿me entiende Vd., Sr. Collado?

-Ya, ya, se hará -murmuró el ex-aguador, dándose importancia-. Yo creo que Su Majestad tiene razón, señor duque. Estamos abusando, estamos abusando de su mucha bondad. Verdad es que si algo hacemos, muévenos el gran cariño que le tenemos todos.

-¡Abusar! -exclamó el duque con desabrimiento-. Por mi parte hace tiempo que estoy casi en desgracia. Recibo muy pocos favores.

-¡Hombre de Dios, y todavía se queja! -gruñó Collado, con cierto enojo-. ¡Después que a cambio de las condenadas bandoleras, se ha llevado la mitad de los beneficios, de las prebendas, de las raciones, de las abadías, de las capellanías, de las colecturías, de las examinadurías sinodales, de las definidurías de la Santa Iglesia! Y todavía pide más. ¿Qué es lo que pide la mona? piñones mondados.

-Ya ve Vd... -repuso el prócer con mal humor-. No he podido conseguir la canonjía de Murcia, que es para mí de gran empeño... Pero no cedo; esta noche misma hablaré de ello a Su Majestad... Veremos si cuento con Artieda, hombre de gran poder en la provisión de piezas eclesiásticas.

-Artieda -repuso Chamorro-, trae entre —107→ manos una moratoria que solicitan las señoras de Porreño.

-¿Y se la concederán? -pregunté sin mostrar interés.

-Creo que sí. Viene recomendada por una cáfila de reverendos.

-Si es cosa de Artieda -añadió el duque-, la doy por ganada. Ese endiablado guarda-ropas, con su aire mortecino y su cabeza caída como higo maduro, vale más que pesa.

-Fue criado de la casa de Porreño -dijo Collado con distracción, arrojando la cola del cigarro.

-¡Pobre Sr. de Grijalva! -exclamó Alagón-. Buen chasco se lleva, si las de Porreño consiguen la moratoria.

-Por cierto que soy amigo de Grijalva -manifestó Chamorro-, y ha venido esta mañana a solicitar mi favor para que pongan en libertad a su hijo.

-Un mal criado niño, que en los cafés ha calumniado al mejor de los Reyes y al más generoso de los hombres -dije.

-¡Calaveradas! -balbució el duque-. Y usted, Sr. Collado, ¿aboga por Gasparito?

-Sí señor -repuso el ayuda de cámara-. Tengo empeño en ello, y creo que no me será difícil...

—108→

-Si es Vd. omnipotente...

Collado se levantó.

-Repito mi proposición -le dijo el duque, agarrándole por la solapa de la librea-. Doy dos bandoleras.

-No.

-Tres.

-No... he dicho que no.

-¿Pero se va Vd.?

De repente callaron ambos, porque se abrió la puerta, y apareciendo en ella un lacayo, gritó:

-¡Sr. Collado, la campanilla!

Chamorro corrió fuera de la habitación con la rapidez de un gato.

-Ha llamado -dijo el duque sentándose-. Sr. de Pipaón hablemos.

¡El duque!... ¡Oh!, no puedo escribir una palabra más sin hablar del duque largamente, para que se conozca a uno de los personajes más extraordinarios de aquella eminente y nunca bien ponderada corte.

¿Quién no hablaba entonces del duque —109→ aunque sólo fuera para referir sus antecedentes y contarle los pasos todos de su rápido encumbramiento, pues fue hombre que en cuatro años pasó de la nada de Paquito Córdoba al Ducado de Alagón con grandeza de España, toisón de oro, grandes cruces, y el mando de la guardia de la Real persona? Era espejo de los libertinos de buena cepa, cabeza de los cortesanos y hombre de sutiles trazas para zurcir y descoser voluntades palaciegas.

Gozaba el privilegio de una buena presencia, aunque se le iba gastando, porque nada es menos duradero que la hermosura, y el duque con sus cuarenta y cinco años a la espalda principiaba a ser una muestra gloriosa, una sombra de grandezas pasadas. Su trato y sus modales eran finos; su conversación poco agradable en lo que no fuese del dominio de la intriga, porque no eran muchas sus humanidades. Verdad es que maldita la falta que esto hacía a un señorón de sus condiciones, y que no había de ponerse a maestro de escuela. Bastábale y aun le sobraba para realzar su nobleza nativa y la posición conquistada un conocimiento profundo de todas las suertes del toreo, desde las más antiguas hasta las más modernas, picando en esto casi tan alto como Pedro Romero, a quien por entonces le empezaba a despuntar sobre el —110→ coleto la borla de doctor y el birrete de maestro de las aulas de Sevilla. Paquito Córdoba era además en cuestión de caballos un centauro, es decir, tan buen caballero que con el caballo se confundía. ¡Qué ojo el suyo para adivinar las buenas y malas prendas de sangre sin más que ver el pelaje de aquellos nobles brutos! ¡Qué mano la suya para entrar en razón al más díscolo, para quitar resabios y dar aplomo al ligero, gracia y desenvoltura al pesado, formalidad al querencioso!

Paquito Córdoba

No se crea por esto que el duque era aficionado a la guerra. El ruido le daba dolor de cabeza, y además ¿para qué se había de molestar, cuando había tantos que por un sueldo mezquino peleaban y morían por la patria? Militar era el personaje que describo, y bien lo probaba su noble pecho lleno de cuanto Dios crió en materia de cruces, cintas y galones... Y no se hable de improvisaciones y ascensos de golpe y porrazo; que hasta los nueve años no tuvo mi niño su real despacho, merced a los méritos contraídos por su madre como dama de honor. A los once ya le lucían sobre los hombros dos charreteras como dos soles, sin omitir el sueldo que no era mucho para el trabajo ímprobo de ir todos los meses a presentarse a la revista. A los veinte pescó la encomienda de —111→ Santiago, y luego fueron cayéndole los grados, no atropelladamente y sin motivo como los cazan estos que se elevan por el favor y la torpe intriga, sino despacito y en solemnidades nacionales como un besamanos, el parto de una reina, los días del Rey y otras fiestas de gran regocijo público y privado. Bien ganados se los tenía, pues reinando Godoy, no costaba pocas cortesías, mimos, genuflexiones y artimañas el coger un grado en aquella inmensa Babel de los salones de la casa de Ministerios, donde se chocaban unas contra otras, produciendo mareo y rumor indefinible, grandes oleadas de pretendientes de ambos sexos.

Nombrole Fernando capitán de su guardia en 1814, cargo que desempeñaba a pedir de boca. Daba gusto ver aquella guardia. Paquito la puso en tan buen pie, que no parecía sino cosa de teatro. Verdad es que se gastaban en el equipo de aquellos hombres sumas colosales, de las cuales nunca se dio al Tesoro, ni había para qué, la correspondiente cuenta y razón. Carecían de límite los dineros asignados a tan importante fin, y en ley de tal, el duque iba pidiendo, pidiendo, y el Tesoro dando, dando; pero como era para mayor esplendor de la corona, los ministros no decían nada. Acontecía que muchas veces los oficiales del ejército de —112→ línea no veían una paga en diez meses; pero ¡qué demonio!, no se podía atender a todo, y eso de que cualquier bicho nacido, hasta los oficiales en activo servicio, dé en la manía de estar siempre piando piando por dinero, es cosa que aburre y mortifica a los más sabios gobernantes.

No sé cómo les aguantaban. Especialmente los marinos a quienes se debía la bicoca de setenta pagas, no dejaban pasar un año sin importunar al Gobierno con ridículos memoriales que destilaban lágrimas. Harto hizo Su Majestad, permitiéndoles consagrarse a la pesca, oficio denigrante para tan noble instituto, y no lo tolerara ciertamente el sabio poder absoluto, si no aconteciera que un oficial que había estado en Trafalgar se murió de hambre en el Ferrol, y que otros cometieran la villanía de ponerse a servir de criados para poder subsistir.

De seguro que los guardias de la real persona y su capitán el duque de Alagón no se quejaban de falta de pagas, pues este las recibía puntualmente, con la añadidura de mil valiosos regalillos que el Rey por cualquier motivo le hacía. Los hombres que se hallan en posición tan elevada no deben sufrir denigrantes escaseces; que eso sería deslustrar el brillo del —113→ absolutismo, y rebajar la dignidad de todo el reino; y como Paquito Córdoba no había heredado de sus padres cosa mayor, Su Majestad le hizo cesión, a él y a otros individuos, de una parte del territorio de las Floridas, que no era ningún barbecho. No bastando esto, concediósele también el privilegio de introducir harinas en la isla de Cuba con bandera extranjera, el cual derecho era una minita de oro. Para explotarla, Alagón tenía por socio a un barón de Colly, de quien no se sabía si era irlandés o francés; aventurero, arbitrista, proyectista, hombre incalificable que años atrás había intentado sacar de Valencey al príncipe cautivo y traerle a España.

Murmuraban muchos del privilegio de las harinas... que es muy común eso de no ver con buenos ojos al prójimo que saca el pie de la miseria. ¡Válgame Dios! ¿Por qué no se había de permitir al duque que se redondeara? Pues qué, ¿no es muy conveniente para la república que abunden en ella los hombres ricos? ¿Y por qué no había de serlo el duque, cuando con ello no perjudicaba más que a los tunantes labradores de toda Castilla, hombres ambiciosos, tan comidos de envidia como de miseria, y que todo lo querían para sí?

La amistad del duque y el soberano era —114→ íntima. Algunos decían que Alagón era un hombre asiático. ¡Qué vil calumnia! ¡Llamarle así porque gustaba de servir dignamente a su amigo! Buen tonto habría sido el duque si hubiera permitido que otro se encargara de las comisiones que él sabía desempeñar a maravilla. Sobre que el resultado habría sido el mismo, llevábase el provecho cualquier hidalguete de gotera o capigorrón entrometido.

Público es y notorio que ni uno ni otro gustaban de escándalos; nada de eso. En las recepciones públicas y audiencias privadas, amo y siervo tenían un sistema de señales mímicas, por las cuales se telegrafiaban cuanto había que comunicar respecto a las damas postulantes. Como aficionado a estudiar por si las costumbres del pueblo para aliviar sus necesidades y ver prácticamente los resultados de su gobierno absolutísimo, Fernando salía por las noches del regio alcázar, para lo cual, puesto de acuerdo el duque con el oficial de la guardia, eran alejados del paso todos los soldados. ¡Qué llaneza y familiaridad en un príncipe autócrata! ¡Qué elevación en su humildad, y cuánto se sublimaba abatiéndose hasta tocar con sus augustos codos los harapos del pueblo!... Porque Rey y favorito no salían para visitar los palacios de los grandes, ni darse tono en las —115→ principales calles y sitios públicos, entre galas y boato, sino que callandito y sin pompa se iban muy a menudo en la oscuridad de la noche a visitar a los pobres.

Y daban muy buenas limosnas; vaya... Me lo contó Juana la Naranjera.

-¿Con que le conviene a Vd. -me dijo el Duque afectuosamente- la Real Caja de Amortización?

-Si el mejor servicio del Rey me lleva a esa dirección -repuse- ¿por qué no?

-Ya convine con D. Agapito Ugarte, que es Vd. el único hombre a propósito para tal puesto.

-Gracias, muchísimas gracias, señor duque. Es Usted tan bondadoso... Sí, D. Antonio tiene mucho empeño en que yo dirija la Caja de Amortización. Esa serie de juros de 1803, que andan por ahí, sin que nadie los quiera, necesitan una mano cariñosa que les dé colocación con preferencia a los que ahora tienen el turno.

-Perfectamente -dijo satisfecho de mi perspicacia-. —116→ Esos pobres juros no valen dos reales hoy; pero para todo hay remedio...

-Para todo, señor duque.

-Los únicos poseedores de ese papel somos Ugarte, yo... y otra persona.

-Comprendido.

-Hicimos la tontería de adquirirlos al dos...

-¡Oh!, no me cuente Vuecencia la historia. Si fui yo el encargado de comprarlos. Se compraron con intención de asimilarlos a los demás juros. D. Antonio y yo hemos hablado largamente del asunto, y es cosa arreglada, habiendo una mano enérgica en la administración.

-Muy bien -dijo Su Excelencia regocijado de mis procedimientos ejecutivos-. Pero harto sabe Vd., Pipaón, que esa mano enérgica (ya hemos convenido que será la de Vd.), que esa mano enérgica, repito, no podrá extender sus dedos de hierro, mientras sea ministro de Hacienda el Sr. D. Juan Pérez Villamil.

-Por de contado. Mas en Madrid todos dan por muerto a Villamil.

-De eso se trata -afirmó preocupado-. Pero no es tan fácil como parece, por más que diga el Sr. Collado... ya Vd. le oyó... Villamil está apoyado por Ceballos, el cual tiene muy buenos asideros.

-Mas es tan deplorable la política de este —117→ señor, que no sería difícil dar con él en tierra... digo, me parece a mí.

-Vaya si es deplorable. Todo el reino está alarmado ante las amenazas de los liberales -dijo el duque mostrando mucho su celo por el bien público-. Las conspiraciones crecen.

-Y cómo no han de crecer, si ha desaparecido el coco de las comisiones de Estado, si hasta se han prohibido las denominaciones de liberales y serviles; si se ha mandado que en el término de seis meses queden falladas todas las causas por opiniones políticas.

-Así no hay gobierno posible; es lo que yo digo. Así volvemos a los tumultos de la Constitución, al democratismo, al desorden de los papeles periódicos, de los clubs y de los cafés discursantes.

-Y se conspira, se conspira. Ya se lo demostraremos a Su Majestad.

-Si es inconcebible que no lo comprenda. ¡Qué falta nos hace ahora el bailío Tattischief! Ya podía haber dejado su viaje a París para mejor ocasión. ¿Y el Sr. de Ugarte cuándo viene de Guadalajara?

-De mañana a pasado. Por no poder hacerlo hoy me escribió para que, de acuerdo con Vuecencia, estuviese a la mira del sucesor de Villamil en caso de que éste caiga.

—118→

-¡Oh!, no hay duda en eso -afirmó el duque con resolución-. El nuevo ministro de Hacienda será D. Felipe González Vallejo.

-Así lo espera D. Antonio.

-Y así será. Si es el candidato del infante D. Antonio, que hace tiempo bebe los vientos por darle la cartera...

-Y en verdad, no hay hombre más a propósito -indiqué yo-. Vallejo no será tan reglamentario como ese testarudoalcalde de Móstoles, que no perdona un número ni una letra, y abruma a todos los empleados con su nimiedad escrupulosa. De todo quiere enterarse, y ha de meter su hocico en los asuntos más insignificantes.

-¡Una calamidad! -exclamó Alagón con cierta somnolencia, arrellanándose en su sillón-. Dicen por ahí que Vallejo no sirve para el ministerio de Hacienda, porque ha derrochado su fortuna y la de su mujer.

-Y que administró detestablemente la fábrica de paños de Guadalajara.

-Y que es un ignorante aturdido. Digan lo que quieran, para ser ministro de Hacienda no se necesita ser una lumbrera, ¿no es verdad, Pipaón? Cobrar lo que le dan, entregar lo que le piden... Cuando no lo hay, ellos no lo han de sacar de las piedras...

—119→

-Y para echar contribuciones no se necesita ser un Séneca; ¿no es verdad, señor duque?...

-Si al menos lograran satisfacer las atenciones más sagradas... pero es calamitoso lo que pasa. El Tesoro privativo del Rey, aquel del que libremente y a su antojo dispone Su Majestad, no toma del Tesoro público todo lo que debiera tomar, porque las arcas están casi siempre vacías. Verdad es que los directores de loterías y otros empleados de Hacienda regalan a Su Majestad, bajo el pretexto de ahorros, grandes sumas, que si no...

-Aun así, este año van depositados en el Banco de Londres algunos milloncejos -dije con malicia.

-Poca cosa... -repuso con desdén el duque-. Gracias a que Su Majestad vive hoy con mucha economía... Ya sabe Vd. que ha dispuesto suprimir el regalo que antes se hacía a la servidumbre a fin de año.

-Sí, toda la ropa blanca usada por las reales personas.

-Además ha suprimido mil inútiles despilfarros, porque el reino está agobiado de contribuciones, el Tesoro público vacío... Yo calculo que Su Majestad, arreglándose a la mayor sobriedad posible, no habrá gastado en el año —120→ que acaba de transcurrir, arriba de ciento veinte millones.

-El año que viene será más. ¿No ha oído Vuecencia hablar de boda?

-No conozco más que los proyectos de Ugarte y de Tattischief... ¡Una princesa rusa!... -indicó meditabundo-. Dudo mucho que eso se realice... ¿Ha dicho Vd. que D. Antonio viene?...

-Mañana o pasado.

-Si lográsemos despachar el asunto de Villamil, ya podría pensarse después en lo de la princesa rusa.

-El asunto de Villamil -dije yo en el tono más lisonjero que me fue posible- me parece resuelto, desde que hombres tan poderosos han puesto su mano en él. Por mi parte, en la Real Caja de Amortización estaré a las órdenes de Vuecencia.

-Gracias, Pipaón -me dijo con benevolencia suma-. Ya sabe Vd. que si el asunto fuera de interés mío exclusivamente, no lo tomaría tan a pechos; pero alguna persona muy superior a nosotros desea que esto se arregle.

-Comprendo... La monarquía absoluta tiene gastos inmensos... Todo es poco para ella.

-También necesita atender a todo, señor mío -afirmó sentenciosamente.

—121→

-Por eso me congratulo en extremo -añadí humillando la frente-, de contribuir con mis cortas fuerzas a este concierto admirable, sin que en la humilde sumisión mía haya el menor asomo de interés... pero ni el menor asomo de interés. Nada pido, señor duque.

Diciendo esto, me levanté para marcharme.

-Usted no necesita pedir para obtener -replicó-. Tan grande es su mérito y la solicitud que manifiesta en el buen servicio del Rey, y del reino... ¿No se le antoja a Vd. nada en estos días?...

-No, nada... Lo que es por ahora... -dije vagamente, como quien recuerda.

-¿Nada en que yo pueda servirle? -repitió levantándose también.

-Ahora recuerdo, señor duque... una bicoca... Tenía empeño en... Puesto que Vuecencia se empeña, voy a pedir dos favores, dos favorcillos nada más.

-¿Dos nada más?

-Dos. He oído hablar hace poco de una moratoria...

-Solicitada por la hermana del difunto marqués de Porreño. ¿Desea Vd. que se conceda?

-Al contrario, deseo, mejor dicho, tengo mucho interés en que no se conceda.

—122→

-Ese asunto lo trae en su cartera Artieda, guardarropa6 de Su Majestad. Es muchacho hipócrita, pedigüeño, y que, como tal, sabe sacar mendrugo. Es muy posible, muy posible, señor de Pipaón, que consiga la moratoria. En fin, yo veré.

-Haga Vuecencia lo que pueda, que yo por mi parte, si voy estas noches a la tertulia, veré cómo me las compongo con el Sr. Artieda.

-¿Y el otro favor?

-Es relativo al hijo de D. Alonso de Grijalva.

-Ya... es Vd. su amigo. ¡Hombre generoso! ¿Quiere Vd. que se deje en paz al muchacho y se le ponga en libertad?

-Al contrario; deseo que siga en la prisión.

-¡Hola, hola!... Por lo visto, Vd. protege el bolsillo de Grijalva, pero no apadrina las calaveradas de Gasparito... Buen propósito; me parece un excelente sistema. Aquí vislumbro todo un plan de moralidad perfecta.

-Me desvivo por arreglar a una familia perturbada. ¿Seré ayudado en mi noble tarea por Vuecencia?

-Eso es más fácil. Un preso más, un viajero más a tomar los aires de Ceuta.

-No, es que no quiero enviarle tan lejos. —123→ ¿A qué esa crueldad? Tengámosle en la cárcel de la Corona hasta que madure.

-¿Hasta que el joven madure?... Bien: por mi parte, haré lo que pueda.

-Señor duque, las promesas vagas de Vuecencia son para mí concesiones, y sus esperanzas realidades. Cuento con Vuecencia. Adiós.

-Adiós, Pipaón, que no deje Vd. de venir una de estas noches... Agrada Vd., agrada usted mucho... Se celebran sus chascarrillos y su gracejo para contar las cosas.

-Vendré, vendré. Hasta luego, señor duque.

-Abur.

Dirigime a casa de las señoras de Porreño, y hallé a doña María de la Paz muy gozosa por el buen giro y excelente aspecto que iba tomando su asunto. Acababa de salir de la casa el Sr. de Artieda, quien dio tales esperanzas y presentó la cuestión en tan buen pie para marchar a un feliz éxito, que ya se consideraba ganada la partida. Artieda, y dos o tres señores de la clerecía con el gobernador del Consejo, habían tomado a su cargo el negocio, siendo evidente que —124→ con tales pilotos (frase de doña María), el barco de la moratoria, combatido por los aquilones de la envidia, no podía menos de llegar a puerto seguro.

Yo dije a la señora que acababa de hablar en pro de su pretensión a varias personas de mucha raíz en la corte, lo cual me agradeció mucho. Añadí que estuviera tranquila, pues yo tomaba el negocio como mío, y no pararía hasta conseguirlo, empresa no difícil para un hombre que, a más de tener tantas relaciones, escupía en corro con los señores del Consejo. Después hícele una explicación detallada de lo que eran las moratorias, enumerando las cuatro clases de ellas, a saber: cesión de bienes, pleito u ocurrencia, espera o moratoria, y quita de acreedores, asentando que la que nos ocupaba pertenecía a la tercera categoría, por ser concesión graciosa del príncipe; y aunque el Consejo -dije con escrupulosidad curialesca-, rinda tributo a la majestad de las leyes, dictando el auto de traslado al acreedor, y luego el de pase a justicia, todo será cuestión de fórmula, resultando al cabo que el Sr. de Grijalva no tendrá más remedio que conformarse y tragar el auto final de no se moleste a la parte por tantos o cuantos años.

brindándome dulces de los mejores y
vino

Esta explicación y los pomposos encarecimientos —125→ de mi poderío, fueron causa de que las tres damas me obsequiaran con inusitado esplendor, brindándome dulces de los mejores y vino de las tierras de Porreño. Gustome el licor, y tomando pie de él y de su aromática finura, conferenciamos acerca de aquellas tierras, yo pidiéndoles informes y dándomelos las señoras con tanta ufanía como verbosidad.

A este punto entró la señora condesa de Rumblar con su linda hija, y retirándose adentro después las señoras mayores y doña Paulita, que iba a la tarea de sus devociones, nos quedamos solos Presentacioncita, doña Salomé y yo.

-¿No repara Vd. que estoy muy alegre, Pipaón? -dijo la graciosa muchacha.

-Sí, señora, lo había notado -respondí dando el último adiós al vino y dulces con que acababan de obsequiarme-. Eso prueba que el tiempo es la gran medicina de las enfermedades del corazón y del espíritu. Dígolo porque hace ya algunos días que mi Sr. D. Gasparito está a la sombra (sin que hayan valido mis generosos esfuerzos por sacarle), y el sustillo ha ido pasando, y con el sustillo la congojilla, y con la congojilla ansiosa, las lágrimas dulces... ¡Oh! ¡Dichoso el prisionero cuyas rejas son regadas con el divino licor de esos ojos!

—126→

-D. Juan, D. Juan... que se pone Vd. feo diciendo esas cosas... Si no lloro, si no estoy triste, si no hay ya nada de congojas, ni suspirillos -exclamó con tan franco y seductor arranque de alegría, que me desconcerté completamente.

-¿Pues qué, señora doña Presentacioncita?...

-Si se ha escapado.

-¡Se ha escapado! -exclamé con súbita ira, dando un salto en la silla-. ¡Se ha escapado ese tunante! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Qué carceleros, santo Dios, qué carceleros!... ¡Luego quieren que haya justicia en España!

-¿Pero lo siente Vd.?

-¡Escaparse! Después de haber hablado en público de las cartas de Su Majestad a Napoleón...

-Más vale así. Se ahorra Vd. el trabajo...

-No, no señora -dije procurando dominarme-. No, yo quería que fuese puesto en libertad en toda regla, después de un sobreséase como un templo. De este modo estaría más seguro, y podría vivir tranquilamente donde mejor le conviniera, mientras que habiéndose fugado de la cárcel, le perseguirán, le cogerán de nuevo, y entonces sí que será ahorcado.

-¡Ahorcado! -gritó con ira-. ¡Ay! Me —127→ asusta Vd. Yo estaba contenta y Vd. ha venido a afligirme otra vez.

-¿Sabe Vd. dónde está?

-Lo sé, sí señor. De eso iba a tratar cuando Vd. me ha puesto en ascuas.

-¿Dónde, dónde?

-Despacio. No está en casa de su padre, al cual ha desagradado con su escapatoria, por el temor de que se le persiga más.

-Es claro.

-Gasparito se ha refugiado en una casa humilde, muy humilde, desde la cual me ha escrito, contándome todo. ¡Ay!, qué dolor tan grande -añadió dando un suspiro-. Está muerto de hambre y lleno de inquietudes, por miedo a que le denuncien los amos de la casa.

-Y harán perfectamente. Bien merecido le estará a ese jovenzuelo imprudente su última calaverada y el no haberse estado quietecito en la cárcel, esperando a que yo le sacara.

-Sea lo que quiera -dijo la niña en tono de mujer seria-, es preciso sacarle de la terrible situación en que está.

-¡Sacarle!, y ¿cómo?

-Yo tenía un proyecto -indicó sonriendo con toda su gracia exquisita-, un proyectillo... y contaba con Vd., sí, señor, con Vd., para que me ayudara.

—128→

-¡Conmigo!

-Con el hombre generoso y bueno, con el corazón de oro, con la inteligencia sublime, con la voluntad firme, con Pipaón en fin.

-Eso es, Pipaón sirve para los apuros, para los peligros; pero en tiempo de bonanza, Pipaón es un pobre hombre que no sirve sino para burlas.

-Si vamos ahora a disputar sobre esto, no tendremos tiempo de ocuparnos de lo otro -dijo con impaciencia.

-Veamos lo otro: siempre será otra... bromita.

-Pipaón -añadió con voz meliflua, y poniendo en sus ojos un abreviado paraíso de dulzura, de hechizo y de seducción-. Yo tengo un proyecto, en el cual me ha de ayudar Vd... Yo quiero ir esta noche a llevar algún socorro a Gaspar, y cuento con que me acompañe, con que me lleve Vd.

-¡Esta noche!... ¡Los dos! -exclamé absorto, sin saber si negarme o aceptar.

-¡Esta noche!... ¡Solitos!... mejor dicho, con doña Salomé, que también quiere ir porque también quiere dar ella algún auxilio al pobre muchacho.

La ilustre y ya marchita dama, que hasta entonces no había desplegado sus labios, me —129→ miró con cierto vislumbrillo de enojo, y dijo:

-Si el Sr. D. Juan no quiere ir con nosotras, no faltará un galán cortés y fino que nos acompañe.

-¿Acaso he dicho yo algo, señoras? -repuse humildemente, considerando que la expedición era muy conveniente para mí por todos los conceptos-. Vamos a donde Vds. quieran, aunque sea al fin del mundo.

-No es tan lejos -dijo Presentación-, aunque por ahora no se le revelará a Vd. la calle ni la casa.

-Yendo conmigo, la condesa dejará salir a Presentación. Salimos al oscurecer -afirmó doña Salomé, revelando en su rostro de tafetán el deleite que aquellos livianos pensamientos de escapatoria le causaban-. Decimos que vamos a la novena del Ángel de la Guarda, y que a la vuelta subimos un ratito a casa de la marquesa, que ha dado a luz dos niñas de un parto.

-Y luego que veamos al pobre Gasparito y le consolemos y le demos algún socorro -añadió la muchacha-, le sacaremos de allí, y como no hay lugar más seguro que la vivienda de un cortesano del despotismo, D. Juan se lo llevará a su casa.

-¡A mi casa! ¡Llevar a mi casa a un prófugo, a un reo de lesa majestad!...

—130→

-Vamos, amigo -dijo la niña con donaire, plantándome su divina manecita en el hombro-, no nos venga Vd. aquí con palabrotas. Aquí no hay delito ni majestades. Si Vd. no le lleva a su casa, si Vd. no le esconde, reñiremos para siempre. No me mire Vd., no me hable, no se ponga donde yo le vea.

Como prometer no era cumplir, ni la aquiescencia verbal equivalía a positivas concesiones de mi parte, prometí cuanto me pidieron y convine en todo lo que tuvieron a bien proponerme, con reserva de hacer después lo que me pareciera más conforme a la justicia, al bien del Estado y a mi propio sagrado interés.

Y para no cansar, aquí me tienen Vds. embozado en mi pañosa, con el sombrero hasta las cejas (si bien la oscuridad de la noche y el macilento alumbrado de la villa ahorraban precauciones), llevando una madama pendiente de cada brazo, como en los buenos tiempos de cuchilladas y amoríos, pasando de calle a callejón y de callejón a plazuela, ora de prisa para huir de un grupo de curiosos, ora despacio para recrearnos con el majo cantar que por las rejas de una casa humilde salía a veces callados los tres, a ratos hablando y —131→ riendo, regocijadas ellas de la libertad que gozaban, mientras las severas matronas nos suponían carcomidos de devoción en la novena del bendito Arcángel.

A mí me gustaba también el paseo, porque eso de llevar dos damas, una a cada costado, en la oscuridad de la noche y en un pueblo como Madrid, donde se abren tantas puertas al aventurero amor y a los locos deseos, no es cosa de despreciar. Yo oprimía con el vivo apetito del contacto el brazo de la de Rumblar, dejando el de la otra en libertad de que juntara o no su flaqueza con la del mío.

-¿Pero llegamos o no? -pregunté a la muchacha.

-Ya pronto. ¿Es esta la calle del Águila?

-La del Águila es.

-Bueno... ahora a la del Rosario.

-Pues a la del Rosario. Supongo que no será para rezarlo. Parece mentira que en una casa que lleva ese nombre tan devoto se esconda un reo de lesa majestad.

Presentacioncita me clavó sus dedos en el brazo con tanta fuerza, que lancé un grito.

-Por infame y deslenguado -dijo ella.

Al entrar en la mencionada calle, doña Salomé preguntó, señalando una casa:

-¿No es por aquí?

—132→

-Aquí -dijo Presentación, señalando la inmediata y acompañando su ademán de amoroso suspiro-. Creo que es el número 4...

-El 4 es. ¿Llamamos?

Llamé a la puerta, no sin cierta zozobra de que algún bárbaro malsín apareciera y me solfease de lo lindo. Según habíamos convenido, pregunté a la mujer que franqueó la puerta si vivía en aquellos aposentos un joven llamado D. Federico, el cual había venido poco ha de Toledo. Díjonos la mujer con muy malos modos que el joven se había marchado de aquella honrada casa para ir a otra de la calle del Bastero, número 6, donde de seguro le encontraríamos, porque andaba muy tapujado y no salía a la calle.

Fuimos a la del Bastero, y en su número 6 nos detuvimos para decidir qué resolución se tomaría, porque no era prudente arriesgarse en aventuras por tales sitios. Yo estaba ya arrepentido de haber metido mis manos en aquel peligroso fregado, mayormente cuando oí rumor de pendencias en la inmediata calle del Carnero.

-¿Qué hacemos? -pregunté a la decidida Presentacioncita.

-Llamar.

Doña Salomé, que participaba de mis temores, dijo:

—133→

-Es demasiado tarde y esto está muy lejos. Me arrepiento de haber venido aquí. Soy de opinión que nos retiremos.

-Llame Vd., Pipaón, y pregunte -ordenó la joven.

En el piso bajo había una taberna, lo que me pareció de malísimo augurio, y las voces y juramentos que de ella como de un antro infernal brotaban, ponían miedo en el más esforzado corazón. Pero no hubo más remedio; llamé y hecha mi pregunta salió un portero rufián, el cual con muchísima sandunga7 nos dijo que entrásemos y que si no el doncel buscado (de quien no podía asegurar estuviese en la casa), había otros muchos, que recibirían bien a las madamas.

A regañadientes entré yo, empujado más que conducido por la amante doncella, y bien pronto nos hallamos en un patio de esos que sirven de centro a una casa de Tócame-Roque.

nos hallamos en un patio

-¿En dónde nos hemos metido? -preguntó con zozobra doña Salomé.

-Eso digo yo. ¿En dónde nos hemos metido?

-¿Con que por quién preguntaban Vds.? -dijo el vejete portero, con una sonrisa truhanesca, que me heló la sangre en las venas-. ¿Por el oficialito, por el abate, por...?

—134→

-Por ninguno de esos, camarada -repuse-, porque ahora mismo nos volvemos a la calle.

-No hagamos caso de este buen hombre -dijo con afán la muchacha-. Subamos e iremos preguntando de puerta en puerta.

-¡Está Vd. loca! ¿Sabe Vd. qué clase de gente es la que vive en estas casas?

-Gente muy honrada y cabal -afirmó el portero-. Una señora que fue doncella de S. A. la infanta doña María Josefa... un autor de diccionarios, siete poetas, dos grabadores de retratos, un torero, uno que fue magistrado del Crimen...

Oíase un rumor de disputas en los pisos altos de aquella colmena, el cual convidaba a salir cuanto antes en busca del silencio de la calle. Cerrábanse y se abrían con estrépito las puertas, dando paso a la claridad de las luces y al rumor de las voces, y un enjambre de chicuelos corría por los pasillos jugando a la caballería ligera y pesada. Dos traperos amontonaban no sé qué inmundos despojos en medio del patio, y tres mujeres se ponían como ropa de pascuas por la precedencia en sacar agua del pozo.

-Ábranos Vd. la puerta -dije resueltamente al Cancerbero, sacando una moneda, con la —135→ cual pensaba ponerle de parte nuestra, si ocurría cualquier accidente desgraciado.

Diciendo y haciendo, di algunos pasos hacia la puerta, cuando en esta sonaron fuertes y repetidos golpes, acompañados de gran gritería y algazara de fuera, a la que respondió al punto otra no menos discorde en los corredores.

-¿Qué es esto, portero?

-Nada, señor -respondió con sandunga-, es la policía que viene en busca de un señoritico lameplatos, mamón y liberal, que se nos refugió aquí esta mañana... Yo di parte...

-¡Él! ¡Dios mío! ¿Dónde está? -gritó Presentación con angustia.

-Se descubrió que se había escapado de la cárcel, donde estaba por injurias a nuestro querido Rey -añadió el portero, corriendo a abrir.

-Escondámonos... salgamos de aquí -exclamó doña Salomé, agarrándome el brazo y tirando de mí.

-¿Pero por dónde? Vamos a tropezar con la policía.

-Escondámonos.

-Adelante.

-Subamos.

-Bajemos.

-Busquemos otra salida. Si nos ven...

-Señoras, no somos criminales -dije procurando —136→ sosegarlas-. Si la policía nos ve, nos verá. ¿Qué importa?

Diciéndolo, vi que entraban hasta media docena de alguaciles, asistidos de otros tantos soldados, y tras ellos una multitud de personas del bajo pueblo, todos los que a la sazón bullían en la taberna, muchas mujeres de la vecindad y el contingente completo de la chiquillería de la calle. Vociferaban, gruñían, chillaban y reían en bestial coro.

Una aprehensión en aquellos tiempos no era gran novedad, pero por viejo y gastado que el asunto fuese, siempre tenía irresistibles encantos para el pueblo, que estaba muy soliviantado entonces y enfurecido contra todo lo que a liberal o afrancesado trascendiera.

-¡Le van a matar! -murmuró entre sollozos Presentación, llorando sin consuelo.

-Veamos si podemos escabullirnos -dije yo.

-No... no -gritó la afligida muchacha-. Veamos si le podemos salvar. Pipaón, diga usted que es un consejero de Castilla, un ministro; que es amigo de los señores obispos, del Nuncio, del Rey.

-Chitón... No se gastan bromas con esta gente.

-Yo quiero subir, yo quiero hablar a la policía -exclamó, alzando la voz con desesperación-. —137→ Vds. no tienen alma... yo estoy loca. ¡Socorro!

Maldita la gracia que me hacía aquella situación, que empezó a ser apuradísima desde que la dolorida muchacha puso el grito en el cielo, atenta sólo a su amorosa aflicción, y sin hacer caso de lo demás. No sé en qué hubiera parado trance tan amargo, si el agudísimo y tunante portero, conociendo al vuelo el apuro en que yo estaba, no viniera en nuestro auxilio, cuando ya la gente de la vecindad nos rodeaba, nos observaba, señalándonos como a tres entes extrañísimos en aquel sitio.

-Vengan usías por aquí -dijo el vejete, llevándonos al fondo del patio-. Pues no se puede salir, entren en mi cuarto y aguarden a que pase esta batahola.

Mucho trabajo costó llevar a Presentacioncita al oscuro albergue del señor portero, mas a fuerza de ruegos y prometiéndole yo que al día siguiente haría poner al preso en libertad, se aplacó un tanto. El portero, luego que nos puso en seguridad dentro de su aposento, nos dijo:

-Aquí no les molestará nadie. Cerraré la puerta. Cuando la policía se lleve al barbilindo y se despeje el patio, y se tranquilice la vecindad, saldrán Vds. Esto no es un palacio; —138→ pero aquí estarán las señoras como en su casa... Pueden sentarse... hay silla y media... Mi cama es blanda y sobre este trombón (porque yo soy músico)... sobre este trombón, digo, puede sentarse una de las madamas.

-Gracias, gracias.

El miserable hablaba con diabólica truhanería. Después de ponderar las comodidades de su alojamiento, salió, y cerrando por fuera la puerta, nos dejó dentro de aquel sepulcro.

Situación era aquella más crítica que la primera. Encerrados allí, estábamos a merced de un tunante, que a juzgar por su facha y lenguaje, no debía de ser modelo de virtudes porteriles. Los tres estábamos con mucha congoja, y ya nos creíamos cercados de ladrones y asesinos, aumentándose nuestro pavor con el cercano rugido del pueblo que llenaba el patio y corredores. Presentacioncita era la menos afectada de nuestra desdicha, porque tenía alma y corazón y sentidos fijos en los pasos de la policía y en el subir y bajar de la inquieta gente.

—139→

Transcurrió bastante tiempo sin que cesase nuestro apuro. Yo me desesperaba, y maldecía el instante en que neciamente consentí en la descabellada expedición; doña Salomé rezaba para que algún santo del cielo viniese en amparo nuestro, y Presentacioncita gemía sin hallar en nada consuelo. Lo peor de todo era que iba siendo ya muy tarde; había pasado la hora de la novena del Santo Ángel, habían dado las ocho, las nueve, iban a dar las diez... ¡horrible trance!, darían las también las once, las doce sin poder salir de allí.

Por fin, Dios quiso que los alguaciles encontraran al prófugo y lo sacasen fuera y se lo llevasen con dos mil demonios. Iba desocupándose el patio, se extinguían las voces poco a poco, y al fin, ¡San Antonio bendito!, el endiablado portero nos sacó de nuestro calabozo.

-¡Vámonos a la calle pronto! -exclamó doña Salomé, ardiendo en impaciencia.

-¡A la calle, a la calle! ¿Por dónde se sale, buen hombre? -dije, sosteniendo a Presentacioncita, que por su mucha aflicción apenas podía con su lindo cuerpo.

-Si no quieren Vds. salir por la calle del Bastero, donde hay muchos tunantes y borrachos -repuso el portero-, por este pasillo que —140→ hay a la derecha saldrán a la casa inmediata y a la calle de Mira el Río.

Yo temblaba de susto: por todas partes, en todos los rincones veía ladrones y asesinos, alzando horrorosos puñales sobre mi pecho. El viejecillo nos llevó del patio grande a otro más pequeño, y de este a un largo y húmedo zaguán, en cuyo extremo se veía la claridad de la calle. Cuando le di la propina, me pareció sentir ruido de pasos detrás de nosotros; pero aunque atentamente miré, nada vi.

-Por aquí derechos a la calle -dijo nuestro amparador, retirándose repentinamente.

Dejonos solos, y a la verdad fue como si nos dejara de su santa mano el ángel de nuestra guarda; porque no habíamos dado cuatro pasos hacia la claridad que al extremo del zaguán se veía, cuando una voz bronca y temerosa, que en su clueco graznido indicaba ser producto del hombre y del aguardiente, resonó como un trueno en aquellos ámbitos oscuros, diciendo:

-¡Alto allá... alto! señoritos zampatortas, ¡alto, alto!...

El reventar de un cráter no me hubiera causado más espanto. Quedeme frío, y sobre frío absorto y petrificado, cual si en estatua de hielo me convirtiese. Y al mismo tiempo se sentían —141→ unos pasos, unos saltos como de gigante borracho que venía dando traspiés por la cercana escalera.

Lanzaron agudísimos gritos las damas, colgándose de mis brazos para que yo las amparase; pero más que nadie necesitaba yo amparo y protección, porque me quedé sin habla, sin fuerzas para correr, sin ojos para mirar, ni orejas más que para oír la voz, ¿qué digo?, las voces de los que se acercaban, pues, quitando lo que multiplicase mi espantada imaginación, bien podía asegurarse que eran media docena.

No se me oculta que mi deber en tan crítico momento era tirar de la espada o sacar las pistolas para esperar a pie firme a los ladrones y acabar con ellos o morir antes que mis dos compañeras fueran atropelladas; pero yo no tenía espada, y ni remotamente me acordé de que llevaba una pistola en el cinto. Temblando como alma que llevan los demonios, recordé aquello de que una retirada a tiempo es una gran victoria, y apreté a correr hacia la calle. Las dos damas eran dos alas que me impulsaban con rapidez suma. ¡Ah!, cómo corrimos, cómo corrimos gritando, «¡favor, socorro, ladrones!».

Tras nosotros corría alguien. No le mirábamos. Sentimos carcajadas, blasfemias, un juramento —142→ horrible, qué sé yo... Corríamos siempre; las dos damas se separaron de mí y se quedaron detrás. ¡Ay!, yo era el viento mismo.

dos hombres

Vi dos hombres que andaban en dirección contraria a la mía y su presencia me dio aliento... ¡dos hombres que no eran, o al menos no parecían ladrones ni asesinos! -¡Socorro, favor! -repetí con ahogado aliento.

Detuviéronse ellos. Me pareció ver una cara conocida; pero en mi azoramiento no llegué a formar juicio alguno... Detúveme yo también. En el mismo momento sentí un ¡ay! agudísimo. Era Presentacioncita que había caído al suelo. Doña Salomé se había parado en el mismo sitio. Retrocedí, porque la presencia de los dos desconocidos me infundió algún valor y porque mirando hacia atrás observé que nuestros perseguidores se habían quedado muy lejos.

Uno de los dos desconocidos se adelantó corriendo a levantar del suelo a Presentacioncita, mientras el otro soltó la risa diciendo:

-Si es Pipaón.

-¡Ah! ¿Es Vd. señor duque? Hemos sido atacados por unos tunantes... Vamos a ver si se ha hecho daño esa niña.

El hombre que estaba junto a mí era el duque de Alagón; el otro...

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