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Adiós muchachos [Capítulo 1]

Sergio Ramírez






Confesión de parte

Sergio, mi hijo mayor, y sus hermanas María y Dorel, nacieron en San José, Costa Rica, el remanso de la Centroamérica de cementerios clandestinos de los años sesenta, cuando mi mujer Tulita y yo vivimos allí nuestro exilio virtual desde recién casados; después todos nos fuimos a Berlín por dos años espléndidos, gracias a una beca de escritor que me permitió, además, verme todo el cine expresionista alemán en el cine Arsenal, todo Brecht en el Berliner Ensemble al otro lado del Muro, pasar largas tardes frente a los cuadros de Lucas Cranach en la pinacoteca del Museo de Dahlem, y disfrutar matinés con entradas de cortesía a los conciertos en la Philarmonie de Von Karajan. Fueron años también de marchas bajo la nieve por toda la Kurfüstendamm hasta Nollendorfsplatz para protestar contra la Junta Militar de Pinochet o contra los coroneles griegos, o para celebrar la revolución de los claveles en Portugal; y por fin volvimos a Costa Rica, sin más mira en adelante que el derrocamiento de la dictadura de Somoza.

Sergio está al fin escribiendo su tesis, que tiene que ver con el mercado para productos lácteos dietéticos, y cuando este libro se publique ya se habrá graduado de administrador de empresas. Hoy, por ejemplo, ha salido muy de madrugada hacia Camoapa, una de las regiones ganaderas del país, atareado en sus investigaciones. Sigue soltero, aunque conozco sus entretelones sentimentales porque al fin, después de muchas vueltas y revueltas, somos buenos amigos y confiamos uno en otro. Su ambición ahora es especializarse en análisis de sistemas, tal vez en la Universidad de Comillas en Madrid, o en la de Maryland; no entiendo muy bien esa ciencia, pero según me explica él, tiene una gran importancia en el mundo moderno y sirve para organizar el personal y los abastecimientos con base en el alto cálculo matemático, tal como en los ejércitos, pero aplicado a las empresas.

Nació en 1965. Igual que sus dos hermanas, vivió los desconciertos de una vida extranjera y errante, porque tenían un país suyo que no conocían, hijos como eran del exilio, y cuando nos fuimos a Berlín extrañaban San José, y ya en Berlín, hablando entre ellos ya sólo alemán, no querían dejar a sus nuevos amigos del barrio de Wilmersdorf. Pero de vuelta en San José, todo les fue peor cuando me entregué por completo a la lucha contra Somoza, y más aún cuando volví a Managua en 1978, a pesar de una orden de prisión de la dictadura y -lo que nunca supieron-, bajo amenaza de muerte de El Chigüín, el delfín de Somoza. Mi partida los dejó sumidos, a ellos, y a mi mujer, en la peor de las esperas, porque en Nicaragua todo estaba ya teñido de muerte, que era el color del paisaje en que la gente se movía.

Como he andado exhumando recuerdos, encontré una carpeta con las cartas que mis hijos me mandaban a Managua contándome su rutina de niños; las de Sergio escritas en hojas cuadriculadas arrancadas a los cuadernos escolares, las de María y las de Dorel en esos papeles con dibujos impresos en tonos pastel que seguramente habrían traído de Berlín: mariquitas, margaritas y hongos silvestres alternándose entre las palabras

Después volví a San José, y durante la insurrección final nuestra casa en Los Yoses se volvió centro de conspiración, bodega de abastos, tesorería, cuartel, oficina de relaciones públicas y refugio, y para ellos esos meses fueron de llegar del colegio y encontrarse con gente que entraba y salía como en un gran mercado; la sala y los corredores atestados de cajones de medicinas y de líos de uniformes y sartas de botas, hasta que llegando ya el triunfo de la revolución me vieron otra vez partir una noche sin saber si iba a volver a verlos, y al fin vinieron todos a afincarse en Managua a finales de 1979, extraños y extrañados, tomando tierra en su país ignorado, ajeno y tan incierto, donde todo se inventaba, se trastocaba y se improvisaba, y el futuro era una franja colorida en el cielo distante, entrando a la casa de estancias vacías donde a partir de entonces habríamos de vivir, Sergio siempre retraído y huraño, al contrario de María que se metió pronto en el entusiasmo general y a sus trece años empezó a probar sus dotes de lideresa, y Dorel, de apenas nueve años, contenta de que ahora sí íbamos a estar todos juntos, como no fue, porque ya estaba escrito que se iban a quedar otra vez sin mí, entregado a los horarios sin fin de la revolución.

Llegó la Cruzada Nacional de Alfabetización y los tres quisieron alistarse, pero Dorel no tenía aún edad. Hay una foto suya, de trenzas largas, al lado de Fidel Castro cuando vino a nuestra casa la noche del 19 de julio de 1980, primer aniversario de la revolución; él está hablándole y ella tiene una cara muy triste, el dolor, porque tuvimos que llevarla a las pocas horas al hospital para ser operada de apendicitis; Sergio y María, ya entonces ausentes, se habían ido en los contingentes bulliciosos, vestidos con sus cotonas grises y cargados con sus mochilas de brigadistas hacia los caseríos y las comarcas en lo hondo de la Nicaragua campesina, la Nicaragua de los montes que ellos ignoraban, pero no sólo ellos: que toda la otra Nicaragua de las ciudades ignoraba.

Y así Sergio alfabetizó en Múan, cerca del río Rama, yendo hacia la costa del Caribe, y vivió en el rancho de adobe y palma de don Pedro y doña María, que fueron también sus alumnos, un lugar adonde sólo se podía entrar a pie o a lomo de bestia: don Pedro era un patriarca obedecido por todos sus familiares hermanos, sobrinos, primos, y compadres y ahijados, desperdigados por la comarca, y que no fallaron a sus órdenes de venir cada tarde a las clases en su casa donde Sergio había instalado la pizarra en un descampado cerca del fogón.

Y María enseñó en la comarca de Los García, cerca del poblado de Santa Lucía, en Boaco: doña Ofelia, la dueña de la casa y cabeza de otra gran familia; don Pedro también el nombre del marido, que ya muy viejo quería aprender y se aplicaba a sacar punta a los lápices desde temprano, alistaba sus cuadernos para que la niña de catorce años que era mi hija le enseñara frente a la pizarra, pero estaba muy viejo, muy sordo y muy ciego este don Pedro, y ya no pudo con las letras; y a doña Ofelia, María quedó diciéndole, por años, mamá, su otra mamá. Los trajo un día a todos desde la montaña para que conocieran el mar que nunca habían visto, ella y sus nueve hijos oyendo con miedo el romper de las olas en una playa del océano Pacífico, temblando de miedo con los pies dentro del agua, su otra mamá en un tiempo en que se podía hablar de amores nuevos como algo natural en una edad de la inocencia que fue como un embrujo, un conjuro, una quimera que empezó a deshacerse tan luego. Las noticias que le llegaban a Sergio del otro don Pedro a la hora de la guerra eran cada vez más esporádicas, en su comarca no habría de permanecer nadie, unos secuestrados por la contra, otros alzados a su favor, y este don Pedro, el de Múan, nunca llegamos a saber del lado de qué bando había quedado, él y toda su parentela.

Después fueron, los tres, Sergio, María, Dorel, a cortar café a las haciendas de Matagalpa y Jinotega en las brigadas de la Juventud Sandinista, a la que estaban afiliados, ya metido el país en la guerra. Y Sergio sirvió también de traductor voluntario a grupos de alemanes que venían a Nicaragua a ayudar en la cosecha, uno de esos grupos encabezados por el alcalde de Bremen-Haven, Henning Schörf, un gigante por el que todo el mundo salía a sus puertas a verlo pasar. Y María, que dejó el Colegio Alemán porque la Juventud Sandinista la necesitaba como organizadora en un colegio nocturno del barrio Acahualinca, en la costa del lago de Managua donde vive la gente junto a las bocas de la cloacas y los basureros, y fue un conflicto con mi mujer que no entendía cómo alguien podía servir a una revolución renunciando a una educación bilingüe; a los quince años se integró al batallón de mujeres «Erlinda López» que tenía su cuartel en el barrio San Judas, y allí hacía oficialía de guardia varias noches a la semana, furiosa de que yo quisiera hacerla vigilar con uno de mis escoltas, «ya no soy ninguna niña, papờ, y peor, cuando fue movilizada por corto tiempo, más alta ya la guerra, hacia Planes de Bilán, en las montañas de Jinotega, y me puso una carta de despedida que tengo aquí a la vista, diciéndome que se iba a cumplir su deber «a algún lugar de Nicaragua», dispuesta a dar su sangre si era preciso; cartas así como ésas yo las escondía de los ojos de mi mujer, pero al fin y al cabo el EPS declaró la guerra un asunto de hombres, y las mujeres, a la retaguardia; y sin embargo volvió con leishmaniasis en un tobillo, una enfermedad conocida como lepra de montaña que se transmite por la orina de un insecto, el chinche, y llega a ulcerar la carne hasta descubrir el hueso.

Y Tulita, que también se iría, por su cuenta, a cortar algodón a la hacienda Punta Ñata, en la península de Cosigüina, dos meses como jefa disciplinaria de una brigada de profesores y alumnos de la Universidad Centroamericana de los jesuitas; si ella quisiera pudiera escribir un libro sobre esa temporada en que salían a los plantíos desde la madrugada, les daba el sol de fuego en los surcos y regresaban en filas alicaídas ya en la tarde a pesar los sacos de algodón en las romanas; y las vigilancias para que en las noches no entraran los varones en los galpones de las mujeres, al fin y al cabo era el contingente de una universidad católica, pero iban a verse de todos modos las parejas a los algodonales, o a los acantilados donde revienta abajo el mar en altas espumas y se ven, al otro lado del golfo, las luces de los poblados de El Salvador, y la boda festiva una noche de una pareja de hombres que quería casarse, uno de velo de tela de mosquitero y corona de flores silvestres, y allá ellos, y todos negándose a comer otra cosa que no fuera la ración de los campesinos cortadores, guineos cocidos, bazofia de arroz, una tortilla tiesa, porque era la hora no sólo de luchar por los demás, sino de vivir como vivían los demás.

Ahora Sergio va todos los días al gimnasio Hércules, hace pesas, está suscrito a revistas de body building y es un hombrón de más de seis pies y cien kilos de peso, pero a los dieciocho, la edad en que decidió dejar sus estudios de primer año de Ingeniería Civil para irse a la guerra, era un alfeñique de bigote tierno, delgado como una vara y muy parecido en su contextura a mi padre, flaco hasta su muerte. Fue una decisión muy propia, nadie se lo hubiera llevado por la fuerza al servicio militar obligatorio estando yo de por medio, y no tengo duda de que para él era, además, una manera de cumplir conmigo que estaba en la cúspide del poder, nadie fuera a decir que yo predicaba la defensa de la revolución y dejaba en buen recaudo a mi hijo; porque estábamos todos los de mi casa, por mucho que no lo discutiéramos: oportunidades de sentarnos a conversar casi no había, metidos hasta el tuétano en una empresa que creíamos, antes que nada, ética.

Era por los días de la campaña electoral de 1984, y hay una foto de Daniel Ortega y mía, los candidatos a presidente y vicepresidente, tomada en Managua el 26 de julio durante un acto en la plaza del mercado «Roberto Huembes» en que se despedía al contingente «Julio Buitrago» de la Juventud Sandinista, donde se iba mi hijo. En esa foto estamos apoyados en la baranda de la tarima, riéndonos. Riéndonos porque a uno de los reclutas, en la algarabía que hay abajo, le han estampado un queque en la cara, como en los gags de Buster Keaton, y la foto queda tan bien, la risa es tan natural, que luego se utiliza para los afiches de campaña. Yo me estoy riendo, y nadie que vea esa foto, ni siquiera ahora, podrá saber que a pesar de la risa, que no parece forzada, me llena un estado de tristeza de esos que son como un sofoco, un ahogo, un estado de inmersión en aguas turbias donde no se puede ni bracear, sino quedarse inmóvil esperando a ver lo que viene, la inercia de la fatalidad en la que uno flota a la deriva.

Y esa noche misma en la que se iban los reclutas sonó en la calle el claxon del camión y Sergio ya estaba en la puerta adonde Tulita y yo corrimos a despedirlo, flaco, más flaco en el uniforme verde olivo, el incipiente bigote en la cara afilada bajo la gorra de trapo, alzando del suelo la gran mochila en la que la madre habría aticuñado a escondidas del hijo cosas de comer, algún jarabe para la tos, una pomada para los hongos de los pies, un folleto de oraciones y un escapulario cosido dentro de las bolsas del par de camisas de fatiga, y ella le dijo, no lo olvido: ya sabe, pórtese valiente, no sé si por decir algo que le impidiera llorar. Subió Sergio a la plataforma del camión donde los compañeros lo apuraban entre gritos festivos como si fueran en excursión, y nos quedamos en la calle desolada hasta que dejó de oírse el motor que se perdía en la noche de Managua, para volver en silencio a la cama que a partir de entonces se volvió tan hostil al sueño.

Sergio, que hablaba tan poco. Tenía largos periodos melancólicos, y además, yo no era un padre cualquiera sino el padre que vivía siempre ocupado, tan ocupado que una vez mi mujer, con grave ironía, pidió a Juanita Bermúdez, mi asistenta, que la pusiera en la agenda de mis citas diarias y apareció en mi despacho con una lista de los asuntos de los dos que quería tratar conmigo, y otra mujer que no fuera ella seguramente me hubiera dejado hacía rato, tan desapegada del poder y sus pompas que seguía manejando por las calles de Managua rumbo al mercado su Volvo comprado en 1975 y que no se ha rendido sino hace muy poco; el mismo que había llevado vituallas desde San José a la frontera con Nicaragua para abastecer al Frente Sur y había traído otras desde Panamá; el carro donde había recogido en Liberia a Idania Fernández herida, ya golpeado por los años y tantos andares forzados, que olía siempre a compras de mercado, a cebollas, sobre todo; y Sergio, pues, que hablaba poco, y era tan melancólico, se acercó una tarde de esas, antes de su partida, a la hamaca donde yo leía papeles de gobierno en el corredor, para preguntarme, aterrado de timidez, por qué el candidato a presidente en esas elecciones no era yo, preguntas como ésa para las que no tenía yo ninguna respuesta, sino evasivas, o una simulación de respuesta: aquí cada uno tiene su papel en la revolución, etcétera, quizás dada de manera hosca para que no hubiera posibilidad de más preguntas de ésas, o de más diálogo con un hijo que era mi único hijo y crecía lejos de mis cuidados, extraño, igual que su madre, a las tramoyas del poder.

Y entonces averiguó Tulita un día de tantos que estaba Sergio en una escuela de entrenamiento en Mulukukú, donde empieza la región selvática del Caribe central, cerca del nacimiento del río Grande de Matagalpa, y cada semana se iba con otras madres a visitar a los hijos reclutas en excursiones improbables, porque alguna vez encontraban cerrada la carretera, ya que andaba cerca la contra, o había combates que se oían resonar sobre las copas de los árboles, explosiones de morteros, tableteo de ametralladoras, el golpe en el viento de las aspas de los helicópteros llevando heridos, y después de mucho insistir las dejaban pasar a su propio riesgo, y volvían molidas de los huesos, pero felices de haberlos visto, de haberlos tocado, de vigilarlos mientras comían a gusto de las provisiones que les llevaban, la única guerra con madres en el campo de batalla que se ha dado nunca, contándose entre ellas a la vuelta la aventura del viaje entre risas acobardadas. Hasta que regresó Tulita la última vez trayendo de vuelta las provisiones: Sergio ya no estaba.

Había terminado el periodo de preparación militar y fue asignado a la Segunda Compañía del Batallón de Lucha Irregular (BLI) «Santos López», que estaba operando entonces, mediados de 1985, en Santa Clara, Departamento de Nueva Segovia, cerca de la frontera con Honduras, un batallón, como todos los otros comprometidos en la guerra, minados por las bajas fatales, los heridos y, sobre todo, las deserciones, y que debían ser permanentemente reforzados. De sus 110 integrantes de plantilla, la Segunda Compañía había quedado reducida a 35, me lo recuerda Sergio ahora. Y al amanecer del día siguiente de su llegada a Santa Clara los reclutas fueron subidos a los camiones IFA para ir en persecución de una fuerza de tarea de la contra que acababa de emboscar a un contingente del mismo batallón «Santos López» en el camino a Susucayán, y Sergio recuerda en la luz del amanecer el cadáver de uno de los choferes del convoy colgando fuera de la cabina del camión IFA, y un contra muerto, muy cerca, el metal de su M-14 aún caliente, y la sangre fresca en todo el trecho de carretera, sobre las hojas martajadas, sobre la hierba.

Desde allí vino bajando en los meses siguientes, combate tras combate, por Quilalí, Cerro Blanco, El Ojoche, La Rica, hasta San Sebastián de Yalí, un territorio que hervía de contras en lo más crudo de la guerra. Y sus cartas, exhumadas también de mis cajones del pasado, y aquí frente a mí, eran más bien como partes de guerra que me daba, la impedimenta de 40 libras que debía cargar en la marcha, una cinta de PKM, una granada de mortero de 82 mm, o una granada de lanzacohete PG-7B, o cuando no, formando parte de una escuadra de apoyo para cargar el AG-17, que llamaban la araña, la mala calidad de las botas, las vacas compradas a los campesinos para ser carneadas, una dieta que era todo el tiempo de carne, sardinas enlatadas, raciones frías búlgaras y estofado soviético con papas que se calentaba en la misma lata, las posiciones tomadas a la hora de un combate en un flanco de montaña, las distancias de tiro, los gritos del enemigo al otro lado de la cañada: ¡piricuacos!, la cadencia de fuego, la duración de los tiroteos, el operador de radio llamando a los helicópteros artillados en apoyo, y los nombres, uno por uno, de los compañeros de su escuadra, los nombres y apodos de los jefes, el capitán Frank Luis López, jefe del Batallón, Tololate, jefe de la Compañía, y otra vez la marcha y los combates.

Una de estas noches que nos quedamos platicando en mi estudio, yo aún con la computadora encendida, le digo a Sergio que voy a contar en este libro todo esto de su participación en la guerra, y me dice que no quiere figurar como héroe ni nada parecido, porque no lo fue; hubo otros de sus amigos más arrojados que él, como por ejemplo, Álvaro Fiallos, hijo de Álvaro Fiallos, viceministro de Reforma Agraria, que participó, además, en muchos más combates, y él, en cambio, en la guerra sólo estuvo unos meses, que me acuerde, por el problema con su rodilla.

Leyendo aquellas cartas de caligrafía primorosa y tan precisas, escritas en papel milimetrado, con diagramas y dibujos, donde no había juicios ni comentarios, no pocas veces dejé que la tentación de traerlo de vuelta se adueñara de mí: la próxima carta suya podría ya no llegarme, lo habrían malherido, como a Félix Vigil, hijo de Miguel Ernesto Vigil, el ministro de la Vivienda, que sobrevivió a un balazo en la cabeza y lleva ahora una placa de platino, o peor, como a Roberto Sarria, hijo de El Pollo Sarria, actor de teatro, y de Silvia Icaza, amigos míos y de mi mujer desde los tiempos de León, muerto en su primer combate.

Roberto, casi un niño, llegó junto con Sergio de la escuela de entrenamiento en Mulukukú a reforzar al BLI «Santos López» en Santa Clara; lo asignaron a la Tercera Compañía que salió a operar también esa misma madrugada, y Sergio sólo supo dos días más tarde que lo habían matado en El Ojoche. Se quedó paralizado, de pie, en medio combate, sin precaución de ponerse a cubierto, y Bernardo Argüello, otro de los íntimos amigos de Sergio, hijo del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Roberto Argüello Hurtado, se lanzó a rescatarlo bajo las balas, pero ya estaba muerto, y arrastró el cadáver fuera de la línea de fuego para envolverlo en su capote de lluvia, reprendido por el jefe por aquella osadía imprudente, Bernardo, que años después pereció ahogado en el balneario de Poneloya tratando de rescatar a unos visitantes belgas arrastrados por la corriente marina, a los que salvó, pero él, esta vez, se quedó en el intento; y esa muerte de Bernardo volvió a Sergio más melancólico todavía.

Ya habían matado a Álvaro Avilés, otro de sus amigos del alma enlistado en el BLI «Sócrates Sandino», compañero suyo en el Colegio Centroamérica, hijo del doctor Álvaro Avilés, un ginecólogo de gran nombre, y de Gracielita Cebasco, su esposa peruana, de nuestro mismo barrio. Lo mataron el 21 de abril de 1986, el propio día que Sergio cumple años, y nunca más volvió a celebrar esa fecha. Y después, cuando Sergio ya no estaba en el BLI, sus compañeros de pelotón resultaron muertos en un asalto a los cuarteles del alto mando de la contra en 1986, en La Lodosa, territorio de Honduras: 27 muertos y un solo sobreviviente, Leiva Tablada, alumno también del Colegio Centroamérica.

Una tentación, la mía, que era tan fácil de satisfacer, traerlo de vuelta, cómo podía un gobernante dedicarse tranquilo a sus tareas en la revolución si debía vivir pensando que podían devolverle a su hijo cualquier día muerto, cosa de tomar un teléfono y pedirlo de regreso, a algunos en la cumbre no iba a extrañarles, no habían dejado a sus propios hijos irse a la guerra y más bien sería un alivio para ellos. Y yo tragándome siempre la tentación como un pedazo de pan duro, difícil de masticar.

Y volvía a veces Sergio cuando tenía licencia, sin avisar; entraba yo de noche a la casa y ya estaba la luz de su dormitorio encendida, abría la puerta y lo encontraba sentado en la cama, sin camisa, deshaciendo la mochila que descansaba en el piso al lado del fusil Aka, siempre flaco y cada vez más moreno, la chapa de identificación con su número de soldado colgándole en el cuello; y sin avisar, desaparecía.

Hasta que no pudo más con su rodilla, la inflamación, el dolor en las marchas cargando la impedimenta; lo había operado en Cuba en 1983 el doctor Álvarez Cambra por una ostiocondritis disecante, tuvo un derrame articular y fue llevado al Hospital de Campaña de Apanás; un milagro su baja, seguramente, de los que Tulita pedía todos los días a San Benito de Palermo; y entonces quedó asignado a las estaciones de radar, primero en Peña Blanca, en la cordillera Isabelia, después en Cosigüina, y por último en El Crucero, ya cerca de Managua, oficio que le aburría terriblemente, y al cabo de los dos años de su servicio se fue a estudiar a Alemania Democrática con una beca, primero en Zwickau, en Sajonia, donde hizo la preparatoria, después en Dresden, donde empezó otra vez la Ingeniería Civil, y por último en Berlín, donde se cambió a la Hochschule für Ekonomie, que llamaban entonces el monasterio rojo y servía para preparar a los técnicos de la economía planificada, estudios que también abandonó; nunca calzó, no dejaba de sentirse ajeno, extraño, a pesar de que hablaba el alemán como idioma nativo.

Tulita sacó su título de socióloga en la Universidad Centroamericana, donde dio clases por un tiempo; María fue electa diputada a la Asamblea Nacional en 1990 y se graduó de psicóloga; ahora estudia una maestría en Administración de Empresas en el INCAE, una institución que funciona en Managua adscrita a la Universidad de Harvard. Dorel se graduó de arquitecta en la Universidad Iberoamericana de la ciudad de México y tiene su despacho propio en Managua.

Para comienzos de la campaña electoral de 1996 en que fui candidato presidencial del Movimiento Renovador Sandinista (MRS), el partido que fundamos en 1995 después de mi ruptura final con el FSLN, Dorel me pidió hablar a solas conmigo y fuimos a sentarnos una tarde a la Casa del Café, en el mismo barrio Pancasán donde vivo. Escuché por largo rato su apasionada lista de agravios, el último de ellos aquella campaña en la que me había quedado peleando al lado de unos pocos, lleno de deudas, sin oportunidades de ganar, y otra vez -era lo más grueso de sus acusaciones- lejos de mi familia, de su madre, de sus hermanos, de ella misma, y ahora de los nietos. Era como si nunca hubieran podido recuperarme. Y como se acercaba el acto de proclamación de mi candidatura, con el que se abría la campaña, me advirtió que no iba a presentarse conmigo a la tarima. Estaba hastiada, quería que tuviéramos otra vida, la de la gente común que se ve los domingos y el padre no los gasta en caseríos lejanos, llevando -como yo entonces- un mensaje que nadie, o casi nadie, iba a escuchar. Donde todos ellos habían querido verme siempre era en la literatura. ¿Por qué no me dedicaba, de una vez por todas, a escribir?

Era, de verdad, una lucha sin esperanzas, peleando en el flanco de la polarización feroz que otra vez devoraba al país, y donde no habría votos a favor, sino en contra: votos en contra de Daniel Ortega para que no volvieran los sandinistas, y votos en contra de Arnoldo Alemán para que no volvieran los somocistas. Y en mi caso, la gente no hacía mucha diferencia entre Daniel y yo, todavía en las mentes las imágenes de la gigantesca campaña de 1990 cuando, los dos en la misma fórmula, aparecimos sin tregua en los spots de televisión, se repartieron centenares de miles de camisetas con nuestras caras, y estábamos por todas partes, en las vallas de carretera y en los afiches que llenaban los muros; y la gente se preguntaba, además, por qué yo no había dado el paso de salir del FSLN sino cuando ya no estábamos en el poder, algo que no tenía una fácil respuesta. Los antisandinistas tampoco encontraban razones para preferirme a mí, y entre los sandinistas la imagen de opción de poder se desplazaba cada vez más hacia Daniel, bajo el criterio del voto útil.

Yo no me encresté como otras veces en que, discutiendo con mi mujer o con mis hijos, siempre he tenido la razón a costa de todo, incluida la razón misma, como la vez que le negué a Sergio mi permiso para que se fuera a estudiar a Alemania Federal con una beca que le habían otorgado gracias a sus altas notas de bachillerato en el Colegio Alemán, quizás, antes que nada, porque no quería subirle grados a mi color socialdemócrata frente a los duros en la cúpula del FSLN. Y le acepté a Dorel sus argumentos, y me declaré culpable.

Ya no quise explicarle que aquella campaña, la última de mi vida, iba a tener que hacerla como si fuera a ganar, sacando energía y coraje de donde se pudiera, y así la hice, más de ochocientos kilómetros recorridos a pie; Leonel Argüello, un joven médico salubrista, mi compañero de fórmula, y yo, yendo de puerta en puerta como vendedores ambulantes. Tenía que hacerla porque me había comprometido conmigo mismo y con quienes habían creído en nuestro mensaje y trabajaban por él en todo el país, con las uñas, pagando sus pasajes en camionetas rurales para desplazarse a las comarcas, visitando los barrios en sus bicicletas, pintando ellos mismos las mantas de campaña, gente pobre en su gran mayoría, mal pagada o desocupada, sin cálculos, y que estuvieron hasta el final, aunque claro, otros habían desertado sin decir siquiera adiós.

El día del acto de proclamación en el gimnasio del Colegio La Salle, yo ya no esperaba a Dorel, advertido como estaba por ella, y tampoco a Sergio. Pero subió Sergio los escalones para situarse a mi lado, y al lado de María y de Tulita, mi mujer, aunque tampoco ella bendecía esta aventura final, pero habíamos estado juntos en todas; dejar mi cargo universitario en Costa Rica para correr el albur de una vida de escritor en Berlín, volver para meterme en una conspiración revolucionaria, entonces de muy pocos participantes, enseguida los dos años sin sosiego de la insurrección y los diez años de abandono que había pasado mientras a mí me daba la media noche en la Casa de Gobierno, la derrota de 1990 que había visto como su liberación definitiva después de llorarla conmigo, mi inesperada vida parlamentaria, que era como la vuelta al túnel; y la ruptura amarga con el FSLN, cuando me visitó mi amigo Roberto Argüello Hurtado en mi casa y me dijo, como quien describe los síntomas invariables de una enfermedad conocida:

-Ahora te van a buscar menos, ahora vas a tener menos amigos.

Tratados entonces como enemigos a muerte por el aparato de poder que aún sobrevivía, Saturno que me alzaba del suelo para meterme entre sus fauces resuelto a devorarme, y no sólo a mí, sino también a María, a la que ultrajaban a toda hora por la Radio Ya, la radio de Daniel, como la forma más eficiente de ajustar cuentas conmigo; María que otra vez había estado a mi lado a la hora de fundar un nuevo partido: su manera de expresarme su cariño, así como la de Dorel era negarme su apoyo.

Pero llegó también Dorel quebrantando su juramento, de lejos la vi en las tribunas, y subieron sus hijos, Elianne y Carlos Fer, y Camila, la hija de María, y quedó, otra vez, la foto, una última foto de campaña y una foto de familia bajo la lluvia de serpentinas y entre los globos anaranjados sueltos desde el techo, y las banderas, y los gritos, y la música. Una historia que empieza donde termina.





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