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Antropología de la memoria

Sergio Ramírez






¡Cuántos han caído allí!
Tropiezan toda la noche con los huesos de los muertos,
y sienten que ignoran todo menos la inquietud...


William Blake
(«La voz del anciano bardo»)
               


1. Y aunque el olvido, que todo destruye.

La crónica de los hechos ocurridos la mañana del 17 de julio de 1982 en San Francisco de Nentón, una aldea maya del departamento de Huehuetenango, perdida en las vecindades de la frontera de Guatemala con México, apareció en la sección de ciencias de la edición dominical de El New York Times, entre otros artículos sobre terapia de los genes y vacunas contra la hepatitis, referida más bien a un asunto de interés arqueológico.

Un grupo de científicos había llegado a aquellas remotidades para establecer campamento, delimitar un área de excavaciones, y de acuerdo al plan de su bitácora, iniciar el trabajo de campo. No se trataba de la búsqueda de restos de una civilización antigua, ni de encontrar la tumba de algún rey maya de una dinastía ignorada, sino de dar con los restos óseos de cuatrocientas personas, la totalidad de habitantes de la aldea, asesinados por el Ejército bajo las órdenes del presidente de la república, el general Efraín Ríos Montt, llegado al poder ese mismo año tras un golpe de estado.

Los arqueólogos, antropólogos y forenses llegados a aquel lugar remoto en la geografía, y remoto a sus afanes académicos habituales, se entregaron a su tarea con pasión, y perseverancia, tratando de encontrar las pistas de un crimen masivo que habían permanecido ocultas por casi dos décadas. Su primer objetivo era reconstruir los esqueletos de cada una de las víctimas. Huesos enteros o fracturados, o en astillas, cuidadosamente librados de sus sudarios de tierra, cráneos limpiados pacientemente con brochas, y reagrupados en busca de conseguir la armazón ósea completa.

Y es entonces, desde la frialdad del trabajo científico de campo, de las excavaciones, clasificaciones, mediciones antropológicas, y pruebas forenses, que surge la terrible historia de lo que pasó en San Francisco de Nentón aquella mañana del 17 de julio de 1982.

2. Pongan atenciones señores, los que les voy a contar.

La aldea de San Francisco Nentón, pobre y olvidada, fue tomada por tropas que entraron después del rayar el alba en camiones militares, y lo primero que hicieron fue ordenar a los hombres ir a buscar reses en los potreros vecinos para degollarlas, pues anunciaron que iban a dar una fiesta para toda la población, en la que sobraría la carne. Cuando los oficiales al mando de la tropa llegaron poco después en un helicóptero, lo que empezó no fue una fiesta, sino una matanza que costó la vida a todos los habitantes, sin excepción. No quedó uno sólo, ni siquiera un niño de pecho.

Los hombres fueron encorralados una parte en la humilde casa donde funcionaba el juzgado de la aldea, y la otra en la capilla católica que sólo se abría cuando aparecía el cura itinerante, porque no había ninguno en el lugar. Ya todos adentro, los soldados lanzaron entonces por las puertas granadas de mano, y los que no murieron reventados por las explosiones fueron luego barridos con fuego de metralla desde la calle. Los que habían escapado de la encerrona, y quienes andaban trayendo las reses, fueron degollados a machete.

A las mujeres, ancianas, madres, doncellas, niñas, les arrancaron a la fuerza las ropas, y fueron violadas dentro de sus casas o en los solares, y los niños de pecho lanzados al aire y ensartados en bayonetas, o destripados con piedras. Después, la aldea fue arrasada hasta sus cimientos, y la tierra baldía aplanada con bulldozers. No quedó nada, excepto la pequeña pirámide maya que se alza al lado de donde antes estuvo San Francisco de Nentón, perdida la aldea entre la maleza hasta el día de la llegada de la misión científica con sus maletas y cajones de instrumentos de trabajo.

3. Serán ceniza, más tendrá sentido.

Los científicos, tras desenterrar los restos de las víctimas en los cuadrantes escogidos, empezaron con la identificación de cada uno de los cuatrocientos asesinados. Armar cada esqueleto, escogiendo las piezas que se correspondían, presentaba dificultades. Lo extraño de todo esto, dijo el doctor Clyde Collins Snow, jefe del equipo, es que hemos encontrado montones de fragmentos de cráneos, pelvis, vértebras y costillas, pero no hemos hallado fémures.

Lo que pasó es que la tropa que había consumado la masacre regresó días después en los mismos camiones, con sus mismos jefes que llegaron otra vez en helicóptero, y los soldados arrancaron los fémures de las víctimas que sobresalían a flor de tierra, deslavados por las lluvias, y los dispersaron más lejos, para no dejar ningún rastro.

Una vez hallados los fémures, y reconstruidos los esqueletos, se pasó a la fase de agruparlos por familias, abuelos, padres, hijos, las madres con sus niños. Para encontrar los lazos familiares, según el antropólogo guatemalteco Fredy Peccerelli, fue necesario guiarse por elementos como el ancho del puente de la nariz, las características del hueso frontal, el diámetro de las cuencas donde una vez estuvieron los ojos; y para calcular las edades, se determinó el grado de fusión de los huesos pélvicos. También se usó para la identificación familiar el DNA de la pulpa de los dientes, protegida de la decadencia por la dentina. Tras meses de trabajo, las familias volvieron a estar juntas.

También se logró determinar las formas en que las víctimas fueron asesinadas gracias a las señales de los alambres con que fueron amarradas de pies y manos, los golpes de machete que cercenaron los huesos, el tipo de balas que les destrozaron el cráneo, o les partieron el tórax. El horror se puso así en orden alfabético en la bitácora.

4. Hay cementerios solos, tumbas llenas de huesos sin sonido...

Los equipos científicos dedicados a desenterrar e identificar a las víctimas de la represión masiva desatada en Guatemala tendrían que multiplicarse para establecer trabajos de campo en muchos otros sitios, porque la desaparición de la aldea de San Francisco Nentón fue parte de un plan llamado Sofía, que incluía muchas otras poblaciones indígenas.

El 7 de julio de 1982, le había tocado al caserío Puente Alto, del Quetzal, Huehuetenango. El método fue el mismo. Separaron a los hombres para asesinarlos, y violaron y asesinaron también a las mujeres y a los niños. Mataron a 360 personas.

El mismo 17 de julio de la masacre de San Francisco Nentón, le tocó a la comunidad Plan de Sánchez. Los soldados cerraron las salidas del poblado, sacaron a las personas de sus casas, las fusilaron en las calles, y violaron otra vez a las mujeres para después asesinarlas juntos con los niños. Mataron a 368 personas, y los pocos supervivientes que quedaron para escarmiento, fueron obligados a abrir zanjas y a enterrar los cadáveres. La operación duró dos días, pues el contingente militar abandonó el sitio el 19 de julio.

El 15 de agosto llegaron a la aldea San Francisco Javier, de Santa María Nebaj, departamento del Quiché. Mataron a 30 personas con fuego de fusilería y golpe de machetes.

El 9 de septiembre, 150 soldados, acompañados de patrulleros de la policía, entraron en la aldea Vibitz, también de Santa María Nebaj en el Quiché. Mataron a 17 personas.

El 14 de septiembre llegaron al caserío Agua Fría, en Chicamán, también del Quiché. Mataron a 92 personas de ambos sexos y de todas las edades.

Este plan Sofía, refrendado por el alto mando militar, tenía por objeto «conducir operaciones contrainsurgentes de seguridad y de guerra ideológica con el objetivo de localizar, capturar o destruir grupos y elementos subversivos, para garantizar la paz y seguridad de la nación», en los departamentos de Quiché, Huehuetenango, Quetzaltenango, San Marcos, Sololá y Petén. Gran parte de las operaciones fueron asignadas a la Fuerza de Tarea Gumarkaj.

Gumarkaj fue la capital del reino quiché, cuyos restos aún buscan los arqueólogos, otros arqueólogos, en predios cercanos a la ciudad de Santa Cruz del Quiché.

5. El quinto jinete del Apocalipsis.

El general Efraín Ríos Montt, que inventó la operación Sofía, pasa ya de los ochenta años sin haber perdido un ápice de sus ambiciones de poder, y aunque pesan sobre su cabeza diversos juicios uno de ellos promovido desde España por genocidio, sigue inmune, e impune. No es el primero de los ancianos extravagantes y sombríos en la historia de América Latina que a pesar de arrastrar tras de sí una sangrienta cauda de crímenes, en este caso nada menos que la cuenta de cien mil muertos entre hombres, mujeres y niños, sube a las tribunas para hablar delante de grandes masas de partidarios, pese a su decrepitud.

Aunque apenas estuvo dieciocho meses en el poder, entre 1982 y 1983, entre dos golpes de estado, su política de «tierra arrasada» no había tenido precedentes en su magnitud, lo que ya es bastante decir en un país marcado por la más oscura y desenfrenada represión, desde el golpe militar que derrocó en 1954 al presidente Jacobo Arbenz. Campearon en esos dieciocho meses los juicios secretos sumarios, las desapariciones, los cementerios clandestinos, el exterminio de aldeas indígenas enteras, como se vio, 448 solamente en los departamentos del Quiché y Huehuetenango y fueron creadas las Patrullas de Autodefensa Armada, verdaderas escuadras de ejecución.

En 1976 apareció convertido a la Iglesia del Verbo, una secta fundamentalista pentecostal de la Gospel Outreach, que tiene su sede en Eureka, California, y que se estableció en Guatemala tras el terremoto que golpeó a la capital en 1976. Al general le gusta que le cuenten la leyenda milagrosa de que el 23 de marzo de 1982 se encontraba, biblia en mano, explicando el mensaje milenarista de los misioneros del Verbo a un grupo de recientes conversos, cuando una patrulla de soldados apareció para anunciarle que el general Fernando Romeo Lucas García acababa de ser derrocado, y que los cabecillas del golpe le rogaban que asumiera la presidencia.

En su furia represiva, a imitación mejorada de algunos de los pasajes del antiguo testamento, se decidió a terminar con lo que llamaba «los cuatro jinetes del moderno Apocalipsis»: el hambre, la miseria, la ignorancia... y la subversión. Él sería el quinto de esos jinetes, y el mejor armado.

La guerra santa había empezado, y el redentor del milenio habría de aparecer en la televisión para explicar por medio de sermones semanales, siempre la biblia en la mano, el alcance purificador de su régimen. El buen cristiano, sentenciaba, es «aquel que se desenvuelve con la Biblia y la metralleta». No era nada nuevo. El dictador salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez, que ordenó una masacre de miles de campesinos indígenas en Izalco, en 1932, comparecía en la radio para explicar, en alocuciones de una hora, el poder de los flujos magnéticos del péndulo y su propia facultad de descubrir fuentes de agua bajo la tierra, como hábil rabdomante que era.

6. Los ojos de los enterrados.

La historia contemporánea de Centroamérica sigue aún oculta en las aldeas arrasadas aún sin explorar, en las víctimas sin nombre de los cementerios clandestinos aún sin identificar, en los huesos aún sin desenterrar, en las historias de los desaparecidos aún sin ser contadas. Sacarlo todo a luz, es la única forma de que la paz tenga peso, y tenga sustancia. Y porque sabiéndolo todo, sabremos al mismo tiempo que no estamos condenados a que el espanto vuelva a repetirse siempre.

Por contar estas historias en el informe Guatemala, nunca más, fruto de una minuciosa investigación llevada a cabo bajo su jefatura, el obispo Juan Gerardi fue asesinado a golpes, con un bloque de hormigón, en la casa cural de la parroquia de San Sebastián de la ciudad de Guatemala el 26 de abril de 1998, dos días después de haber dado a conocer el informe que constaba de cuatro voluminosos tomos. Un mártir de la verdad que mantiene sus ojos abiertos desde debajo de la tierra.

Masatepe, junio de 2008.





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