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«El cielo llora por mí» (2008), de Sergio Ramírez: una simbiosis de géneros policiales

Emiliano Coello Gutiérrez



L'auteur réaliste de récits criminels parle d'un monde où des gangsters peuvent régner sur des nations et presque des villes, où des hôtels, des immeubles et des restaurants célèbres sont la propriété d'hommes qui ont fait fortune grâce aux bordels, où une star de cinéma peut envoyer quelqu'un au casse-pipe pour le compte d'un gang, où le monsieur sympathique dans le hall est un patron du racket de la loterie clandestine; un monde où un juge dont la cave est bourrée d'alcool de contrebande peut condamner un homme à la prison parce qu'il a une bouteille dans la poche, où le maire de votre ville peut avoir justifié le meurtre comme moyen de gagner de l'argent, où aucun homme ne peut marcher en sécurité dans une rue sombre parce que la loi et l'ordre sont des choses dont nous parlons mais que nous nous abstenons de pratiquer. Ce monde ne sent pas très bon, mais c'est celui où l'on vit.


Raymond Chandler (Tadié 1)                


Je suis de ceux qui ont appris à lire dans les romans d'Agatha Christie, comme d'autres dans Jules Verne ou dans Dumas. Je l'avais presque oublié. Pourtant sans la vieille dame, les mots ne nous seraient sans doute pas si suspects, les certitudes si vacillantes, l'espace et le temps si malléables. Les livres ne nous seraient pas un tel terrain de jeux et le moindre jeu si dénué d'innocence.


Jean Lahoughe (Duflo 96)                







El cielo llora por mí y el género policial en Centroamérica hoy

El cielo llora por mí, de Sergio Ramírez, publicada en noviembre de 2008 por Alfaguara México, se suma a una serie de novelas que han contribuido al extraordinario florecimiento de la narrativa de corte policial en la región centroamericana en los últimos años. Así, Baile con serpientes (1996), La diabla en el espejo (1999), El arma en el hombre (2001), Donde no estén ustedes (2003) e Insensatez (2005), de Horacio Castellanos Moya; Los años marchitos (1991), Los héroes tienen sueño (1998), De vez en cuando la muerte (2002), Cualquier forma de morir (2006) y Al inspector no le gustan los cadáveres (inédita), de Rafael Menjívar Ochoa; o Que me maten si... (1997), Piedras encantadas (2001) y Caballeriza (2006), de Rodrigo Rey Rosa, por citar solo algunas.

La novela de Sergio Ramírez de la que se va a hablar aquí es una curiosa mezcla de novela policial al estilo clásico (lo que se ha denominado «novela de enigma») y de novela negra, ya que a la indagación de un crimen, el de la joven Sheila Marenco, y a la investigación policial encargada de desenmascarar la red de crimen organizado que opera en Nicaragua en los albores del siglo XXI, se une una veta crítica que denuncia los usos y abusos del poder en este país durante los últimos años.

Esta novela de Sergio Ramírez advierte similitudes y diferencias respecto a sus homólogas centroamericanas. Comparte con ellas el tono humorístico preponderante, que las aleja de la mirada sombría hacia la sociedad y hacia el hombre de sus antecesoras, las novelas norteamericanas del «hard boiled». En efecto, a través de procedimientos como la ironía, la parodia, la hipérbole o el carnaval, estas obras proyectan una visión del hombre abierta y comprensiva, en las antípodas del radicalismo ético norteamericano y su concepción apocalíptica del pecado.

En las narraciones de los salvadoreños Horacio Castellanos Moya o Rafael Menjívar Ochoa, al igual que en El cielo llora por mí, el individuo, aplastado inmisericordemente por el entorno, encuentra sin embargo resquicios por los cuales acceder al placer, a la risa, a la solidaridad o a la inventiva, lo que hace imposible una actitud de condena absoluta hacia el mundo. Poco tiene esto que ver con la negrura de Santuario (1931), de William Faulkner, o con la desesperación que emana la narrativa de autores como Horace McCoy, James Cain, Jim Thompson o Chester Himes, entre otros.

Otra característica que une la obra de Sergio Ramírez al resto de novelas de cuño policial en Centroamérica es la denuncia explícita hacia las sociedades que han surgido en la región en el transcurso de la posguerra. Se trata de una fase histórica marcada por la alianza de las oligarquías nacionales con el gran capital, que en su actual estadio de expansión ha creado vínculos con el crimen organizado. De ahí que resurjan los caudillismos y que los sueños democráticos de transparencia institucional, surgidos en los años noventa con los Tratados de Paz, se hayan esfumado. Obras como Que me maten si..., de Rodrigo Rey Rosa, La diabla en el espejo, de Horacio Castellanos, o El cielo llora por mí muestran el escandaloso desfase entre los estamentos de poder, cada vez más opulentos gracias entre otras cosas a la corrupción, y la miserable clase popular, cuya depauperación aumenta a pesar de que, nominalmente, cuenta con democracias en sus respectivos países.

Algo que diferencia de nuestra novela obras como Donde no estén ustedes e Insensatez, de Horacio Castellanos, o Cualquier forma de morir, de Rafael Menjívar, es la distinta función que el individuo adquiere en ellas. En la narrativa de Horacio Castellanos o en la de Menjívar, el sujeto, hastiado de un mundo que rezuma violencia por los excesos ideológicos de uno u otro signo, se refugia en su yo y adopta una filosofía de estirpe cínico-quínica en que cualquier forma de idealismo es sospechosa, y despreciada en aras de la más pura iconoclastia. Insensatez, de Castellanos, es emblemática en este sentido. En ella el personaje innominado desfila, como un pícaro contemporáneo, por las calles de una Guatemala traumatizada aún por las secuelas de los genocidios de décadas atrás. El protagonista se topa, pues, con la amenaza aún latente de los militares o con los discursos radicalizados del contrapoder, una izquierda que de un modo similar trasluce violencia y espíritu vengativo. Por otra parte el personaje (que es asimismo el narrador) es también testigo de la actitud farisaica de la Iglesia y de las organizaciones humanitarias que operan en Guatemala, cuyo discurso victimista no es más que una fachada hipócrita que encubre las intenciones de medro social y político a partir de la tragedia indígena. Ante este entorno poco alentador, el protagonista de Insensatez decide adoptar una solución de vida meramente subjetiva y transgresora, en desacuerdo total con el medio y con cualquier proyecto colectivo, lo que, quiérase o no, conlleva un desgarro.

Las cosas transcurren de una forma distinta en El cielo llora por mí, donde es perfectamente visible una voluntad utópica. En la obra de Ramírez, ante la amenaza para Nicaragua que supone el narcotráfico, los distintos estamentos sociales se unen, desde el popular (que representa doña Sofía) hasta las altas jerarquías burocráticas (representadas por el personaje de la alta comisionada Violeta María Barquero, apodada «La Monja»). En la novela de Ramírez es la inteligencia nicaragüense la que consigue desentrañar el funcionamiento de una red internacional (colombiana-mexicana) de narcotraficantes que opera en el país, y no la DEA (Drug Enforcement Administration) norteamericana, a la que solo resta la captura de los delincuentes. Esta acción coordinada de la sociedad y de las instituciones nacionales es una apuesta del autor por el futuro de Nicaragua.

Lo que separa El cielo llora por mí de novelas como Baile con serpientes, de Horacio Castellanos, o De vez en cuando la muerte, de Rafael Menjívar, es el tratamiento de la trama. Mientras que las obras de estos autores salvadoreños se entregan a la experimentación, a un juego postmoderno de deconstrucción de la pesquisa (heredero de Kafka, de Agatha Christie y de la narrativa del «nouveau roman» francés), la novela de Ramírez respeta, al modo clásico, el orden lógico de resolución del misterio. Es decir, si en las narraciones de Menjívar o de Castellanos se escamotea o se difracta la explicación de los hechos criminales, lo que abre una brecha profunda entre la realidad y la visión de la realidad que tiene el sujeto perceptor, en la obra de Ramírez estas dos últimas (la «res extensa» y la «res cogitans», diríamos en términos cartesianos) se han hecho coincidir, lo cual muestra el espíritu racionalista y realista con que ha sido concebida la novela. Esto lo resume muy bien uno de los personajes de la obra, el inspector Palacios, cuando dice, dirigiéndose a Morales y a Dixon: «No me gustan las novelas tipo Rayuela. A ver cuándo me la cuentan en orden» (El cielo 240).

Así, en Baile con serpientes, por ejemplo, la versión de los crímenes que acaecen en San Salvador depende muy mucho de quién los interpreta. En la primera parte de la obra el sociólogo desempleado Eduardo Sosa asesina a Jacinto Bustillo y se posesiona de su Chevrolet y de sus serpientes amaestradas, con las cuales protagoniza varias carnicerías (algunas fortuitas) por la ciudad. Estos son los hechos. Pero en la segunda parte de la obra, al cambiar el narrador, cambia la perspectiva sobre los mismos. Esta vez es el comisario Lito Handal el encargado de investigar los crímenes y el lector asiste a cómo se fragua en su cabeza una hipótesis errada (la del crimen pasional) que consiste en hacer recaer la culpabilidad de los crímenes en Jacinto Bustillo, el cual los comete como acto de venganza contra su esposa, Sofía Bustillo. Este empeño en encontrar un patrón de conducta lógico lleva a Handal a suponer razones peregrinas que aglutinen la oleada de muertes acaecida de repente en El Salvador.

Pero el desconcierto continúa, porque en la tercera parte de la obra los crímenes son interpretados desde el punto de vista de la reportera Rita Mena, quien, basándose en la muerte del rico banquero Abraham Ferracuti, conduce la pesquisa hacia el móvil de un complot político contra el sector moderado del partido al que el magnate representaba, algo totalmente disparatado. Sin embargo, esta hipótesis política tiene tal éxito que el mismísimo presidente ha de ser desalojado del Palacio Presidencial ante la amenaza de las serpientes, una amenaza que no existe.

En De vez en cuando la muerte, de Rafael Menjívar, se plantean dos enigmas: el de si Mauro C. es o no un asesino en serie, y el del asesinato de Julia. Ambos quedan sin resolver. Respecto al primero, la verdad de lo acaecido cambia radicalmente de un testigo a otro, de modo que al periodista se le plantea al final el dilema de elegir arbitrariamente entre las distintas versiones, todas más o menos verosímiles. Respecto al crimen de Julia, no sabemos si su padrastro Miguel la asesinó por celos o si fue su madre, Cristina, quien, considerándola su rival, la sacrificó. ¿Qué hay que creer, pues? Este tipo de juegos, aunque en mucho menor grado, ya estaban en la narrativa policiaca inglesa. La postmodernidad, con su énfasis en lo discursivo y su desconfianza hacia una Verdad con mayúscula, propone este tipo de artificios literarios que inciden, como se dijo, en la fractura epistemológica entre el objeto (o la realidad) y el sujeto (su percepción racional). La obra de Ramírez se va a alejar, aunque no totalmente, de este ludismo postmoderno, como seguidamente va a comprobarse.




La novela policiaca y nuestra obra

El cielo llora por mí posee una estructura tripartita.

En el primer capítulo (que corresponde al jueves veintisiete de julio de 2000) se presenta a los personajes más importantes de la obra y se plantea el problema: un yate de lujo ha sido abandonado la noche del veinticinco de julio en Laguna de Perlas, al norte de Bluefields, cerca de la comunidad nicaragüense de Raitipura. Bert Dixon, inspector de policía de ese distrito (sección antidrogas), informa a Dolores Morales, su homónimo en Managua, de que en el yate hay rastros de sangre y de cocaína. He aquí el planteamiento, en este primer bloque, de los dos enigmas que van a ser dilucidados en la segunda parte de la obra: a quién corresponde la sangre que hay en el suelo del yate y si la droga tiene que ver con las actividades del narcotráfico en Nicaragua.

La segunda parte se enclava temporalmente entre la mañana del viernes veintiocho de julio y el mediodía del lunes treinta y uno de ese mes. En este bloque estructural (que abarca del capítulo segundo al decimoséptimo) se desarrolla la pesquisa y es donde se aclaran, por tanto, los misterios. Aquí tiene una importancia de primer orden el personaje de Sofía Smith, la mujer detective que, paradójicamente, trabaja como «afanadora» en las dependencias policiales.

En el capítulo segundo doña Sofía descubre entre las pruebas un libro (El cantor de tangos, de Tomás Eloy Martínez) que contiene una tarjeta con un nombre y unas señas. De ahí infiere la señora Smith la identidad de la persona muerta, la joven Sheila Marenco, que trabajaba para la empresa tapadera Caribbean Fishing. Seguidamente, a partir de los rastros de sangre de una camiseta hallada en la embarcación, doña Sofía supone con acierto que la muchacha fue muerta y tirada al agua desde el yate.

El capítulo cuarto muestra cómo «la afanadora» aventura la idea de que Engels Paladino (alias Caupolicán), antiguo miembro de la Policía que posee varios antecedentes penales y es conocido por su especial perspicacia, tiene que ver con la muerte de Sheila y con la red operativa del narcotráfico en Nicaragua. Basándose en el caso del secuestro, en marzo de ese mismo año, de un avión de La Costeña, en el que Caupolicán intervino, formula la hipótesis valiosísima (que posteriormente se demostrará acertada y será la clave del caso) de que el yate («Regina Maris») traía a un capo de la droga para una reunión estratégica en Nicaragua, y que no había sido utilizado por tanto para transportar mercancía.

En el capítulo noveno (mediodía del sábado veintinueve de julio), el inspector Morales averigua gracias a Cristina, la madre de Sheila, que los narcotraficantes utilizaban a la joven para comprar a jueces o a políticos a través de sobornos o favores sexuales.

Doña Sofía induce en el capítulo undécimo, por los cintillos de unos billetes encontrados en la maleta de Sheila Marenco, que la muerte de esta se debe a que les robó dinero a los narcotraficantes en su viaje a Colombia, y esto lo corrobora el capítulo decimotercero en que Morales se entrevista nuevamente con Cristina, quien lo informa del plan de su hija de huir a Estados Unidos con el pequeño Juan Gabriel, su hijo, para empezar allí con los dólares una nueva vida lejos de Caupolicán y del mundo de las drogas.

En el capítulo decimoséptimo (mediodía del lunes treinta y uno de julio) doña Sofía da a conocer su hallazgo: ha descubierto en una libreta que pertenece a Caupolicán, a cuya habitación en el casino Josephine había entrado secretamente, que el delegado del «chapo Guzmán», el mandamás del cártel mexicano de Sinaloa, aterriza a las once de la noche de ese mismo día en un aeropuerto de Ciudad Darío, en Nicaragua, para reunirse a continuación con Wellington Abadía Rodríguez Espino, sobrino de los hermanos Rodríguez Orejuela, líderes del cártel colombiano de Cali, en una finca de los alrededores del volcán Mombacho1. El motivo de este encuentro, como se descubre posteriormente, podría ser la planeación de la infraestructura para transportar la cocaína desde Colombia hasta México a través del puerto de Corinto, situado en el Pacífico nicaragüense, ya que hasta ahora el transporte de la droga se realizaba únicamente a través de la zona atlántica, es decir, conectando Cali con el país centroamericano a través de la isla colombiana de San Andrés. La creación de esta nueva ruta del Pacífico duplicaría, por consiguiente, la cantidad de producto con destino a México.

La tercera parte de la novela abarca del capítulo decimoctavo al vigésimo quinto, y se desarrolla entre la mañana del lunes treinta y uno de julio y la mañana del martes uno de agosto.

En el capítulo vigésimo asesinan al inspector Bert Dixon, lo que motiva que en los capítulos vigésimo cuarto y vigésimo quinto se dispare el operativo policial que culmina con la captura y posterior deportación de los capos de la droga y de los miembros de la red logística que tenían en funcionamiento en Nicaragua. Así termina la novela.

Como puede verse, la importancia del personaje de doña Sofía en el relato es fundamental, ya que es ella la que resuelve los dos misterios planteados en la obra: por una parte averigua el móvil del asesinato de la joven Sheila Marenco y la manera en que este se produce; y por otra da a conocer el porqué de la presencia de los capos de la droga en Nicaragua. Además, brinda a la policía el dato importantísimo de la fecha y el lugar establecidos por los narcotraficantes para su reunión estratégica en el país. La novela plantea la paradoja de que cuanto más se sube en la escala jerárquica de la Policía, más disminuye en proporción la capacidad investigativa, de modo que los altos funcionarios nacionales y norteamericanos se limitan a aprovechar los aportes geniales de la limpiadora.

El método de investigación de doña Sofía es lógico e inductivo, es decir, parte de unas pruebas o hechos empíricos y se remonta hasta sus causas racionales, al más puro estilo inglés, de Sherlock Holmes a Hércules Poirot o Miss Marple, los famosos detectives de Arthur Conan Doyle y de Agatha Christie. Adviértase que la lógica inductiva procede en la mayor parte de las ocasiones por analogía. Una semejanza entre la situación actual (la presencia del yate en Bluefields) y otra antecedente (el secuestro de un avión de La Costeña en Ometepe que se utilizó para transportar a un capo de la droga, «Pinocho», en aquella ocasión)2, es lo que permite a Sofía Smith dar con la clave del caso.

La estructura tripartita de la novela se aviene perfectamente con un esquema de lógica secuencial dividido en planteamiento, desarrollo y desenlace. En la primera parte de la narración se propone una incógnita, en la segunda parte se la resuelve y en la tercera se hace coincidir la teoría con la praxis (esto es, conocido el delito en sus causas y consecuencias, se procede a castigarlo). La epistemología racionalista nutre, pues, el discurso literario, el científico y el jurídico.

La base filosófica de la analogía (heredera del cartesianismo y de la Ilustración) parte de la premisa de que la realidad es conocible y de que la conducta del hombre es por lo mismo deducible y previsible. El mal puro no tendría cabida aquí si no es en su faceta de error cognitivo, susceptible siempre de ser reparado y corregido por la luz racional.




El cielo llora por mí como novela negra

Lo que la obra de Sergio Ramírez comparte con el género de la novela negra o «hard boiled» tiene que ver con el fuerte componente de crítica social que está presente en el texto. Si la faceta de novela policiaca de la narración se desenvuelve en diálogos en los cuales los personajes escarmenan los datos para llegar a una verdad, la faceta «negra» del libro está relacionada con los comentarios del narrador omnisciente, que orientan ideológicamente el relato.

El cielo llora por mí nos presenta una Nicaragua ultraliberal literalmente invadida por los productos norteamericanos. La inauguración de macrogasolineras Esso es constante, al igual que el surgimiento de nuevos «malls» concebidos como ciudades mercantiles independientes, donde las necesidades y el ocio de los ciudadanos van unidos al consumo de mercadería estadounidense (desde «Spiderman» a «popcorns»), lo cual favorece la irrupción de «una jerga en inglés que invadía el país como una calamidad bíblica» (118). De hecho, esta invasión económica ha sido camuflada por el discurso religioso omnipresente, tanto de signo católico como protestante.

El retrato que en la novela se hace de la oligarquía tampoco es muy alentador. Los altos jerarcas (el presidente y el primer comisionado de la Policía, César Augusto Canda) se caracterizan por su continua presencia en las pantallas de televisión, que se corresponde directamente con la ausencia de estos mismos mandatarios de las instituciones a las que representan. La estampa del Presidente de la República (Arnoldo Alemán)3 cuando va a inaugurar, montado a caballo, el Palacio de la Cancillería, no difiere mucho de la imagen esperpéntica de Anastasio Somoza en De tropeles y tropelías (1972), también de Sergio Ramírez:

La cámara hizo un plano general que recogía de manera inadvertida el rastro de cagajones dejado por el caballo, pero lo cortó apresuradamente, y en cambio se acercó al embajador japonés, que lucía alarmado. El presidente, que desbordaba el sillón episcopal acarreado para él en cada ceremonia, se secaba con el pañuelo la doble papada. El traje de sharskin, mojado de sudor, le abundaba por todos lados, imposible para el sastre tallar aquella masa de lonjas inquietas. La Primera Dama no le iba de menos en abundancia de carnes.


(Ramírez, El cielo 106)                


Pero las críticas del narrador omnisciente no van únicamente dirigidas a la época actual, en que predomina el neoliberalismo. Hay algunos comentarios que permiten inferir una postura no menos crítica con los errores del sandinismo. En este sentido, la novela posee también una dimensión histórica. En varios capítulos del libro se alude a un personaje misterioso que unas veces es apodado El Apóstol y otras El Profeta, y en el que no cuesta mucho reconocer a Carlos Fonseca Amador, el fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional, ya que en el capítulo tercero se alude al campamento de Zinica, lugar donde el líder del sandinismo fue muerto por el ejército somocista la noche del domingo siete de noviembre de 1976. La novela describe así al personaje:

de barbita rala de chivo a lo Ho Chi Minh y lentes de grueso marco color violeta, asegurados por detrás con una banda elástica porque le resbalaban por la nariz afilada, siempre sudorosa. No entendía de bromas de doble sentido ni de historias de putas y adulterios, un monje ateo de ojos encandilados, sin sentido alguno del humor, que profesaba la castidad carnal e ideológica, e igual que los predicadores evangélicos obstinados en entrometer en cualquier conversación los textos de la Biblia, él lo hacía con los textos de Lenin que estudiaba con gozo desaforado en el encierro clandestino, cerrando de un golpe a cada trecho de la lectura el tomo de turno de la editorial Progreso empastado en tela, el dedo en medio, para quedarse reflexionando con sonrisa beatífica.


(37-38)                


En el último capítulo de la novela el inspector Morales y el inspector Palacios bromean acerca de una publicación del Profeta, «La dualidad de Santo Domingo de Guzmán como deidad desde el punto de vista leninista», por la que el autor (El Profeta-Fonseca) merece el calificativo de «cuadrado» (288).

El periodo revolucionario del que nos habla la novela se aleja de sus primitivas bases democráticas y tiene más que ver con algunos de los términos con que el autor lo analiza en su conferencia «Un sandinismo en el que creer» (2000): «reacio» (2), «viejos dogmas» (21), «no consenso» (21), «arrogancia» (22), «prejuicio» (22), «sectario» (22), «viejos esquemas de manuales» (22), «sujeción ideológica» (22), «vanguardia llena de la razón histórica total» (22) o «antidemocrático» (22), entre otros.

La deriva económica y moral del sandinismo se advierte en la novela con la defección de sus antiguos adeptos (aquí miembros de la antigua Policía Sandinista) que pasan a engrosar las filas del nuevo poder corrupto, el narcotráfico, buscando el dinero fácil.

El contrapunto utópico en la novela lo pone el personaje de doña Sofía, de la que se dice:

Hija de un teniente de las tropas de Marina de Estados Unidos acantonadas en Nicaragua durante la intervención que terminó en 1933, y de una modista del barrio San Sebastián que cosía a domicilio para las esposas de los oficiales yanquis, si llevaba el apellido Smith es porque la madre se lo había puesto a la brava, sin mediar matrimonio. Evangélica a muerte, y sandinista a muerte, doña Sofía era una mezcla de dos devociones.


(El cielo 13)                


Este personaje lo ha construido el autor con rasgos autobiográficos, pues sabemos que en la familia de Sergio Ramírez también existe la diversidad religiosa, ya que su padre era católico y su madre protestante. Doña Sofía (el simbolismo de su nombre es evidente) pasa en el relato de desempeñar un papel absolutamente vicario y superfluo como limpiadora de las dependencias policiales a detentar un puesto central en el esclarecimiento de los hechos del caso criminal, hasta el punto de que su talento llega a oídos del comisionado Selva, quien, al reprender al inspector Morales, dice: «De lejos se nota su mano (de doña Sofía, se entiende) en el informe» (96).

La habilidad de doña Sofía no es fruto de la casualidad, sino que guarda relación con su profesión de fe protestante. En el núcleo del credo calvinista, que está en la base de la filosofía del protestantismo, hay varios conceptos clave como «vocación», «trabajo», «sistema» o «excelencia». La vocación no es algo innato como en el catolicismo, en el que el creyente es llamado por Dios, sino que ha de ser probada exteriormente en un trabajo continuado y aquilatado, sistemático, hasta lograr la excelencia y el éxito en una determinada disciplina mundana, lo que es un testimonio inconfundible de que el creyente es un elegido de Dios, uno de los pocos a los que este ha seleccionado para salvarse. Este alto grado de exigencia religioso y este elitismo protestante están en las antípodas del ecumenismo salvífico y de la filosofía del perdón católicos, donde la Iglesia tiene un papel fundamental en la guía de las almas hacia el paraíso. Por el contrario, en el protestantismo el individuo se encuentra aislado, a solas con el «negocio» de su propia salvación.

Es por ello por lo que a doña Sofía le va la vida en obtener el reconocimiento de los demás y en remontarse de su abatida condición social, y para ello no escatima esfuerzos. Mediante la lectura de novelas policiacas, a la que se entrega con entusiasmo, ha obtenido (como otra Miss Marple) el conocimiento sistemático de la psicología humana, el cual aplica brillantemente en la resolución de los casos, consiguiendo así el respeto de los que la rodean y la anhelada promoción social, como se comprueba al final de la novela, en que la alta comisionada Violeta María Barquero la adopta como su protegida.

Pero aunque estos aspectos predominan en la personalidad del personaje (no en vano su sangre anglosajona), no hay que olvidar su militancia sandinista, que se hace notar en su espíritu de sacrificio, su amor a la patria y su solidaridad, incluso en su humor picaresco, tan profundamente nicaragüense.

En esta mezcla de virtudes en grado excelente está el utopismo del personaje, del cual podría decirse, sin temor a errar, que es lo que Sergio Ramírez hubiera querido que fuera, y no fue, el sandinismo. Del mismo modo en esta síntesis entre individualismo y compromiso, entre voluntad de superación personal y actitud responsable para con los otros está cifrada posiblemente la esencia de la ideología socialdemócrata del autor.

Esta voluntad utópica aleja, como se dijo, El cielo llora por mí del apocaliptismo de la novela negra norteamericana, donde la ciudad es concebida como una jungla y los hombres han sido caracterizados como bestias salvajes que pelean inmisericordemente por la supervivencia, sin compasión por el perdedor4. Opuestamente a esto, los personajes de nuestra novela acusan una psicología más compleja, en la que el bien y el mal están entremezclados, sin posibilidad para el maniqueísmo. Alguien como Caupolicán, que en la obra representa el rol de un cerebro del crimen, también es capaz de sentir amor paternal, ya que se arriesga a robar a los narcos un dinero que podría permitir a su hijo Juan Gabriel llevar una vida mejor que la suya, alejado del mundo infecto del crimen.

El licenciado Juan Bosco Cabistán, abogado de la empresa tapadera Caribbean Fishing, se nos presenta en la novela como un niño travieso amante del lujo, y solo cuando los capos asesinan a su pareja, el sicario Black Bull, comprende que la opulencia en la que vive está sustentada sobre el sufrimiento de muchos. Es en ese instante (capítulo veintitrés) cuando se decide a colaborar con la policía.

Y a otros personajes, como los hermanos Stanley y Sandy Cassanova, fueron simplemente la miseria y la ignorancia las que los condujeron a cooperar con el crimen organizado.

En El cielo llora por mí, novela de intenciones racionalistas, es algo más parecido a la picardía, y no a la maldad pura, lo que acciona mayoritariamente en los personajes.

La novela negra norteamericana dibuja un mundo caído sin posibilidad de redención. En su cosmovisión puritana el origen del mal y del pecado tiene que ver con el surgimiento de la modernidad, en que el hombre abandona sus raíces campesinas para irse a poblar las ciudades, donde el fundamento mismo de la vida está alejado de la ética5.

La narrativa del «hard boiled» norteamericano revela, así, las paradojas del puritanismo protestante, que por un lado insta frenéticamente al hombre al éxito individual y por el otro condena como malignos los frutos del progreso. Contrariamente, en nuestra obra los personajes no desprecian la modernidad, sino que la anhelan con fuerza, porque nunca pudieron beneficiarse de sus aportes, o lo hicieron de una manera muy insuficiente.

Una modernidad sin los excesos modernos, contra los que clama en la novela la palabra del narrador omnisciente, que es la voz del autor, quien fustiga con ironía los desmanes del colonialismo económico, la corrupción de las altas esferas o el autoritarismo revolucionario, formas todas de pensamiento único, no democrático, el cual ha impedido a la inmensa mayoría del pueblo nicaragüense (y centroamericano) sentarse al banquete de la civilización.




La inteligencia del Mal

Pese a lo dicho anteriormente, en El cielo llora por mí, como en toda buena novela policiaca, no todo lo que ocurre es explicable ni tiene solución, y es en esa fracción irredenta de misterio sin resolver donde se concentra quizá el mayor atractivo del género.

En la novela de Ramírez todo concurre al acoplamiento perfecto entre la pesquisa y los hechos concernientes al asesinato de Sheila Marenco. No obstante, quedan puntos sin aclarar. Hasta el capítulo octavo (casi un tercio de la novela) se nos hace creer que Stanley Cassanova es un mero testigo del paso del yate «Regina Maris» por Raitipura, y solo en ese momento conocemos que fue él mismo quien condujo a los capos en su barca (la «Golden Mermaid») hasta Rama. Es por ello por lo que el comisionado Selva le dice cómicamente al inspector Morales: «Se los mamó Cassanova» (93).

El éxito de una pesquisa depende de multitud de variables, entre otras algunas tan aleatorias como las declaraciones de los testigos, que pueden ser exactas, o no. Por ello en la literatura, como en la vida, la razón debe asumir con humildad su papel de mero instrumento aproximativo al caos multiforme que configura lo real. Este hecho puede concebirse como una tragedia (como el Mal puro) para un cierto racionalismo monológico, o puede tomarse como un desafío, al entenderse la existencia como una aventura constante. Nuestra novela está más cerca de esto segundo.

En nuestra obra tampoco se resuelve finalmente el enigma de quién mató a Sheila Marenco, si el sicario Black Bull o el que fuera su novio, Caupolicán. Tampoco sabemos a ciencia cierta si este último ayudó a Sheila con el robo de los dólares porque tenía confianza en su huida, o si simplemente la acompañó en su última misión en Colombia porque la muerte de la muchacha ya estaba decidida de antemano por los narcos. Este tipo de juegos en que la trama de la novela queda atada con firmeza pero deja siempre algunos cabos sueltos a la imaginación del lector ya los practicó con maestría Agatha Christie.

Los referidos puntos de fuga en la pesquisa, que presionan subrepticiamente contra el tono logocéntrico del género, deben ser estudiados como subtextos presentes en mayor o menor medida en toda novela policiaca de enigma6.

En lo que concierne a su faceta «negra», El cielo llora por mí, más allá de sus aspectos ideológicos, se hace eco de los rasgos míticos y místicos que caracterizan el «hard boiled». En él la violencia tiene algo de indomable y por lo tanto de sublime que retrotrae al hombre a su pasado ancestral, aquel de las teomaquias y las gigantomaquias en que el «agón» era entendido como la cifra y la clave del universo.

En El cielo llora por mí hay un subtexto religioso que opera como una línea de fuerza contra la trama principal, en la que precisamente se escarnece todo lo que tenga que ver con alguna clase de devoción, venga esta de donde venga. Sin embargo, en nuestra novela la lucha contra el narcotráfico aparece codificada como una guerra santa, como un conflicto entre el Bien y el Mal. No en vano Caupolicán es caracterizado como un diablo cuando doña Sofía, en el capítulo segundo, dice que si ascendió vertiginosamente (como la pólvora) en la escala social es porque tiene azufre en las venas. Por otra parte, en la novela al delegado del «chapo Guzmán» se le denomina El Arcángel, en alusión al demonio, el ángel caído o, más bien, en alusión a su condición subalterna en la jerarquía diabólica, donde el primer puesto le correspondería al «chapo», el diablo en persona.

También el nombre del inspector Morales, «Dolores», tiene resonancias marianas, lo que se confirma en el capítulo veintidós cuando el inspector es ungido por las manos puras de La Monja antes de que entre al casino Josephine, que en la novela representa «el pandemonium», un nido de asesinos, corruptos y traidores. Adviértase cómo se narra la escena:

Sus manos inquietas, caídas a sus costados, parecían inconformes de hallarse ociosas, y supo que esas manos estaban para confortarlo, para extenderse sobre su frente adolorida, igual a las de la estampa de la Virgen de los Remedios que colgaba de la pared del puesto de mercancías de su abuela Catalina en el mercado San Miguel.


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En la obra es necesario el sacrificio de un inocente (Lord Dixon) para que el operativo policial se ponga en marcha, para que las fuerzas del Bien se unan y decidan acabar con la amenaza del crimen organizado.

Hay en la novela un episodio excepcional que contradice por sí solo toda la tónica racionalista de la obra. Es cuando Morales decide tomar venganza en Caupolicán por la muerte injusta de su querido amigo Lord Dixon en el último capítulo. En esta ocasión el inspector se olvida de su uniforme y transgrede la ley, mintiéndole a Manuel Lozano al confesarle que fue Caupolicán, y no su novia Sheila, quien le robó el dinero a los capos. Por esta vez el policía se iguala con los criminales, porque sabe que solo así podrá obtener justicia en un mundo corrupto como el nuestro. Después, va a ver a su enemigo, le cuenta la conversación con su jefe, Manuel Lozano, y le espeta: «Nos vemos en el infierno» (286). Morales sabe que su oponente va a morir, y goza sádicamente al saberlo. Su frase es digna de un «spaghetti western», un género que, como el policiaco, supo escenificar con maestría la teatralidad de la violencia.

La novela negra nos enseña, pues, que el Mal no es solamente un accidente ni un error fortuito, sino una fuerza originaria. Como diría Jean Baudrillard, el Mal es inteligente porque nos obliga siempre a un pacto de lucidez. En nuestra novela, como en el género al que pertenece, la cualidad ingobernable del misterio o del fenómeno violento permiten que la razón no se anquilose en su propia autocomplacencia gozosa, sino que se mantenga alerta, vigilante, incompleta, dinámica.

En la obra la amenaza de una desgracia tan grande como el narcotráfico, que pudre desde la base el fundamento de las instituciones, permite que los personajes se olviden de la parálisis de su vida cotidiana y den lo mejor de sí, lo cual redunda en un beneficio colectivo que activa la labor cívica y pone en marcha los mecanismos del progreso y de la democracia. Esa es la apuesta utópica de la novela y esa es del mismo modo la inteligencia del Mal.






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