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El esplendor de la invención (Temas y motivos de la escritura narrativa en América Latina)

Sergio Ramírez





Antes de la llegada de la segunda mitad del siglo XX, el peruano Luis Alberto Sánchez acuñó una frase lapidaria que rebotó en ecos por varias décadas en los ámbitos literarios del continente: «América, novela sin novelistas». Era como si los portentos de nuestra historia, dominada por el riesgo, la aventura, los contrastes sorprendentes, la epopeya y las exageraciones, se hubieran visto condenados a no encontrar paralelo en las invenciones de la escritura; o peor, como si la escritura hubiera sido incapaz de copiar en sus espejos lo que la realidad le ofrecía de manera tan evidente y gratuita. El fruto de oro se podía coger con sólo tender la mano, pero se trataba de una mano paralítica.

En el paraíso de las exageraciones y de las reducciones que ha sido nuestra América, aquella era también una exageración, y una reducción. Siempre nos hemos movido entre la multiplicación infinita y el cero. Cuando Luis Alberto Sánchez lanzó desde su cátedra en la Universidad de San Marcos aquel anatema, ya se había escrito al menos Doña Bárbara, Los de abajo, Don Segundo Sombra, y La vorágine, y Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias habían transmutado en Francia sus visiones americanas en las redomas del surrealismo. Faltaba aún el milagro de Juan Rulfo, y todo el fenómeno del boom de los años sesenta, es cierto. Pero había suficientes pruebas para demostrar que la gran novela que era el continente tenía una legión de cronistas que se hacían cargo de la Historia pública como motivo literario recurrente.

Y aún así, nuestra Historia pública, que nunca ha sido una historia común, seguiría corriendo por delante de los novelistas para desafiarlos, y para forzarlos a entrar en su torrente de manera ineludible; de manera que en nuestra literatura, no hay historias privadas sin Historia pública. La epopeya que se representa en los grandes escenarios de la Historia incubará las epopeyas domésticas, y las sustituciones sorpresivas de decorado en esos escenarios portentosos provocarán siempre cambios dramáticos en las vidas privadas.

Esta fuerza del destino, que asombra a los escritores, asombra también a los lectores, y hay allí una clave de entendimiento que define nuestra literatura, y hace que no pueda tratar solamente de asuntos privados. Los asuntos privados están siempre sometidos al destino, a la irrupción de los acontecimientos, a la anormalidad de la Historia pública que nunca deja de deparar sorpresas y horrores de cataclismo.

La historia en América se ha inventado a sí misma desde el principio. El mito americano estuvo compuesto desde siempre por una mezcla de naturaleza inconmensurable, un territorio variado e infinito que por sí mismo era capaz de llamar a la leyenda; y luego por una mezcla, infinita también, de gentes en esos territorios, la variedad racial y cultural que empezó a cocerse en un hervor espumoso cuyo punto mayor de ebullición se dio a la lumbre del Caribe.

En realidad, lo primero que encandiló a los conquistadores europeos en América fue la majestad, y la inmensidad variada de una naturaleza que vieron con ojos fantasiosos. Demasiado fantasiosos. V. S. Naipul, el gran escritor de Trinidad, laureado con el premio Nobel, nos dice en La pérdida de El Dorado que los españoles no venían preparados para el asombro, porque en sus cabezas había ya fantasías demasiado persistentes.

Colón lo que quiso ver fueron huertos floridos de azahares como los de Valencia, y aún más. Con el mejor de los aplomos escribe que el río Orinoco tenía su fuente en el propio paraíso terrenal; y cuando en su último viaje de 1502 llega a la costa del caribe de Centroamérica, imagina que está por fin a la vista de las lejanas tierras de la especiería y de la seda, Catay y Cipango, la China y la Indochina, los dominios del Gran Kan; y que si seguía navegando hacia el sur alcanzaría la península de Malaya donde por fin iba a encontrar el estrecho para pasar a la India. En su mente bullían las ideas heredadas a la imaginación de Europa por otro formidable mentiroso, Marco Polo, pero Colón le iba en ventaja.

Sirenas, tritones, unicornios, centauros, amazonas, poblaban la cabeza de Colón, en tiempos en que campeaban también en la imaginación popular de Europa los personajes de los libros de caballería. Es porque pretendía seguir ofreciendo una tierra nueva en la que abundaban las exageraciones y los portentos, para que fuera atractiva a aquella corte lejana donde se cocinaban las intrigas en su contra. En aquel mismo último viaje de 1502 encontró en Caratasca, en nuestra costa caribe, a una tribu de la raza de los orejones, comedores de carne cruda, que tenían los lóbulos de las orejas tan grandes como para que cupiera en ellos un huevo de gallina. Era una variante del Homo fanesius auritus, habitante de la mítica California de los caballeros andantes, seres extraordinarios que podían cobijarse con sus propias orejas para protegerse del frío, y que a lo largo de toda la conquista seguirían siendo encontrado en América, lo mismo que aquella otra raza descabezada que tenía ojos, boca y nariz en el pecho, los esternocéfalos. Y gigantes de seis metros de estatura en la Patagonia, y hombre de un solo pie, y amazonas que se mutilaban uno de los pechos para distender sin estorbo el arco al disparar la flecha, y también las siete ciudades de Cibola, los dominios del Preste Juan, que Fray Marcos de Niza juraba haber encontrado en los desiertos ardientes de Sonora.

Pero América era un continente que se hubiera valido a sí mismo sin exageraciones, como las que escribió Colón en sus cartas, y como aquellas de que harán gala después en sus relaciones los capitanes de la conquista. Ya se sabe que tenían por abanderado al mismo apóstol Santiago, quien se ponía de primero en sus filas, gallardo jinete en caballo blanco, la espada desenvainada, como ocurrió en la batalla de Tlaxcala, donde guerreó al lado de la Virgen María, dedicada por su parte a cegar con artes de magia a los indígenas, según lo recuerda con algo de duda, y respetuoso desdén, Bernal Díaz del Castillo en su Verdadera relación de la conquista.

Es que todos ellos eran hijos de los libros de caballería, un dato que no debemos perder de vista a la hora de conectar ilusión con realidad. Buscaban con todo empeño la fuente de la eterna juventud en la península de la Florida, buscaban la ciudad del Dorado, con sus cúpulas de oro macizo y pavimentada de esmeraldas en La Guyana, y muchos perecieron tragados por los ríos y comidos por las fieras en esos empeños; y porque los guiaba la ambiciosa imaginación nombraron a los territorios que iban pisando, o trataban de encontrar, con esos nombres como La Florida, El Dorado, California, Amazonas, Patagonia, una geografía que ya estaba definida en esos mismos libros de caballería.

Y del otro lado, estaba ya un mito aguardando en la mente de los capitanes indígenas. Los aztecas esperaban desde hacía siglos el regreso de Quetzaltcoatl, la serpiente emplumada, el héroe rubio que se había despedido prometiendo volver. Y cuando volviera, el ciclo de la historia se habría consumado, y todo habría concluido. Por eso fue que al saber que los conquistadores se acercaban a la gran Tenochtitlán se entregaron al phatos de la derrota, un sólo ser mitológico frente a sus ojos el hombre vestido de armadura, el caballo, y el arma de fuego.

Así nació una narración al mismo tiempo que nacía un continente, y desde entonces no ha sido posible separar la mentira de la verdad, que es el punto donde la escritura de invención alcanza su apogeo. La exageración pasó a encarnarse desde entonces en nuestra literatura. Y nació también la epopeya, que marcó así mismo la independencia, cuando los criollos americanos se subieron al caballo en busca de su propia identidad.

Como en el mito de Fausto, el progreso y la transformación material fueron la gran quimera del siglo XIX americano, bajo el signo del positivismo europeo. Transformar al salvaje en civilizado, la naturaleza en fuente de recursos para la prosperidad. Pero también el mito de Fausto fue válido para los escritores, que sentían tener frente a sí una tarea transformadora en la literatura. No sólo inventar, sino también redimir.

Se trataba de escritores que eran capaces de contemplar una realidad por transformar, y se atrevían a buscarle una filosofía, como en el caso de Sarmiento con Facundo, y a ponerla en práctica. Pero desde entonces va a producirse una dicotomía entre el escritor que busca, y la realidad que no se transforma de acuerdo a sus sueños y visiones. El ideal va a convertirse entonces en utopía, y la realidad de atraso y miseria, se volverá entonces, y sobre todo más tarde, un cebo literario.

El héroe libertador que atraviesa las cordilleras encarna las hazañas más intrépidas y traspasa los límites de la historia real para entrar en el territorio de la ficción -esa frontera difusa entre realidad e invención donde nace la literatura-. Nuestros grandes héroes se crean en las luchas por la independencia contra España. Tienen una visión ecuménica, como creadores de naciones, y son hijos de Rousseau y de Voltaire. Su pasión es crear un Nuevo Mundo, la utopía. Pero a pesar de eso, y por eso, son héroes de novela, y terminan generalmente en derrota, olvidados, mal comprendidos, en el ostracismo, o en el exilio, o en galeras, o frente al paredón de fusilamiento, como Bolívar, como San Martín, como Toissant L´Ouverture, como Morazán; o muertos de un tiro al apenas subir al caballo, como Martí.

Y todos ellos vienen de utopías aún más viejas, desde Campanella, desde Tomas Moro, o desde Platón. Todo son héroes doctos, instruidos en la enciclopedia de Diderot y D´Alembert, construida durante treinta años, entre 1751 y 1780 como una catedral del conocimiento de la nueva religión laica en que creían fervorosamente nuestros próceres. Son intelectuales racionalistas a caballo. La república americana es la utopía: la sabiduría de los gobernantes, el concierto de las leyes, la armonía de los poderes institucionales. Y esa formidable contradicción creada en el siglo XIX, entre proyecto de nación utópica y realidad espuria, viene a ser parte del mito, el abismo entre la perfección de los sueños históricos y la realidad heredada, entre mundo rural y modernidad frustrada. Es por la utopía que los héroes suben al caballo. El gorro frigio de los sans-culotte de las barricadas de París, en la punta de un palo, quedó extraviado en nuestros escudos de armas, desde Argentina hasta Nicaragua, como un símbolo exótico.

Los escritores rusos del siglo XIX se enfrentaron a esa misma dicotomía. Un país inmenso, atrasado, sometido a la servidumbre, que pudieron revelar a través de una literatura ecuménica, desde Las almas muertas de Gogol a Los hermanos Karamazov de Dostoyevski. Pero en América hubo que esperar a la llegada del siglo XX para que la literatura que contaba la historia sucedida, surgiera como un aluvión hasta entonces represado. En su mayor parte, quienes imaginaban eran los que se habían subido al caballo, no a contar la novela de América, sino a hacerla. Primero, la «novela sin novelistas», y después, «la novela total» que sería escrita capítulo por capítulo por distintos autores, según la propuesta de Carlos Fuentes en los años del boom.

Desde el principio aprendimos también que gracias a ser tan vasta, América tenía como principal marca su diversidad. A mayores distancias, mayores diferencias. A mayores diferencias, mayor identidad. Podemos hablar de una identidad que existe mientras se hace, y que será más probable mientras no termine de conseguirse. Una identidad que significara la homogeneidad, sería la negación de la búsqueda, y la quietud no es otra cosa que la muerte, el fin de todo desafío, tanto en la vida como en la literatura.

Pudimos aprender también, desde entonces, que el mejor símbolo de la identidad buscada, es la lengua. Nuestra lengua, nutrida desde muchas vertientes, y una mezcla portentosa también, viene a ser un instrumento no sólo de comunicación entre grandes distancias, sino también de invención. Una lengua de miles de escritores, y la lengua que se transforma todos los días en lugares remotos entre sí, y que avanza como un alud hacia el norte, traspasando las fronteras y conservando su capacidad agresiva de transformarse. Es nuestra lengua mojada. De modo que no habrá duda al decir que el español es una de las lenguas claves del siglo XXI, junto con el inglés, el chino y el árabe. No por razones económicas, o tecnológicas, o políticas, sino culturales. Y ésa es la lengua de nuestra literatura, la lengua de nuestros escritores.

Pero estábamos hablando de la infinitud del territorio americano como mito, la misma naturaleza haciéndose cargo de la exageración. Un territorio que al fin y al cabo no podrá ser reducido nunca a ninguna cartografía, ni siquiera la cartografía literaria. En adelante, nuestra literatura habría de entretenerse en la infinita tarea de descubrir la naturaleza, describiéndola. Ríos sin fin ni principio, como en verdad lo son; selvas que respiran con aliento animal, y tienen vida propia; páramos desolados, pantanos, llanos a cabalgar, sierras, crestas, cumbres, costas, islas a la deriva. El mito de la naturaleza, el mito de la geografía. Cada geografía daría paso luego a un personaje, fruto de su circunstancia telúrica: Facundo Quiroga, hijo de la pampa como don Segundo Sombra, Doña Bárbara, señora de los llanos, Arturo Cova condenado a la vorágine de la selva, Riobaldo, hijo del gran sertón del nordeste brasileño, Pedro Páramo, hijo del páramo, Gaspar Ilom, hijo de las milpas doradas de los Cuchumatanes.

La naturaleza inconmensurable se presenta también como salvaje. Es una herencia que la divinidad ha entregado al hombre americano, y que necesita ser dominada, y domesticada, junto con sus habitantes salvajes, quienes, igual que la naturaleza, están lejos de la perfección que solo trae la obra civilizadora.

En la Argentina de mitad del siglo XIX, bajo la dictadura de Rosas, el mito de la civilización americana va a nacer en el pensamiento de Domingo Faustino Sarmiento, que quiere una Argentina moderna, donde lo salvaje, y el salvaje, sean sometidos bajo un orden que ponga fin a la barbarie. La barbarie es Rosas. Pero tiene un nombre particular: Facundo Quiroga, caudillo de La Rioja, capitán de montoneras.

Y Facundo encarna, en términos genéricos, al gaucho, el habitante de las pampas, indio lejano ya diezmado que se disuelve en la leyenda, pero mestizo cercano y concreto, un mestizo salvaje, como lo serán los yagunzos del nordeste brasileño que junto a Riobaldo surgirán luego de las páginas de la novela Gran Sertón, Veredas, de João Guimarães Rosa, o el indio del mundo mágico del altiplano guatemalteco que se funde en el otro mundo no menos mágico del mestizaje rural, en Hombres de maíz, de Miguel Ángel Asturias.

Pero al fin y al cabo, si nos fijamos bien, la obra civilizadora americana se volverá una obra europea. No será el fruto del mestizaje, sino del imperio de la raza blanca. El siglo XIX alienta el positivismo más desaforado, y el darwinismo social: no solo los individuos más fuertes serán los únicos destinados a sobrevivir, sino las razas mejor dotadas, y las sociedades más ricas.

En el otro extremo del continente, en los nacientes Estados Unidos, se emprende también una obra civilizadora de expansión, y de conquista de territorios. «El teatro de la guerra donde las razas indígenas y la raza sajona están combatiendo por la posesión del terreno», le dice al oído John Fenimor Cooper a Sarmiento en El último de los mohicanos. No se trata del buen salvaje de La tempestad de Shakespeare, Calibán que al fin y al cabo puede llegar a convertirse en Ariel. Se trata del salvaje revoltoso que es necesario eliminar del paisaje de civilización para que desaparezca la barbarie.

El mestizo empieza, entonces, a luchar contra sí mismo. Luchamos a partir de Facundo contra el salvaje que todos llevamos dentro. Llevamos dentro las semillas envenenadas del mestizaje, que son también semillas de redención. Somos el doctor Jekyll y somos Mister Hyde, como en la novela de Stevenson, la pócima y el mal. Y ésta, es una lucha todavía no resuelta, y al librarla, liberamos siempre una energía muchas veces destructiva que nos avienta hacia adelante en la historia, siempre de cara al pasado, y que nos hace caer también muy hondo.

Estos son entonces los pesos específicos de la narrativa latinoamericana a lo largo del siglo XX: el héroe incubado en el mito de la hazaña redentora, la naturaleza como deidad inconmensurable, la lucha entre civilización y barbarie. Y la interrogante de nuestra identidad como mestizos, atrapados entre el mundo indígena, el mundo negro, y el mundo europeo.

Mientras permanezca abierta la dicotomía entre sociedad real y sociedad ideal, el escritor estará siempre regresando a la Historia pública en busca no sólo de un escenario, sino de un motivo esencial, y tratará de representar el abismo que se abre entre esos dos mundos. Y su pretensión de actuar como filósofo de la historia, como vidente, como profeta, lo llevará a una búsqueda perpetua por reproducir la totalidad del universo social.

Y aún hay allí dos temas no resueltos: el ajuste de cuentas entre el mundo rural y nuestra idea de civilización, entre lo arcaico, conservado como estrato geológico, y lo moderno. Eso que se ha dado en llamar realismo mágico, no es más que el choque de imágenes, y concepciones, entre el universo rural que sobrevive pese a todo, y nuestra idea de modernidad nunca alcanzada del todo. Es el fruto de la convivencia entre diferentes grados y calidades del pasado, y nuestra idea, o ambición de presente y de futuro; de allí nace nuestro asombro ante la sobrevivencia, tan contemporánea, de lo pretérito.

Y, en contraste frente al universo rural, el universo urbano como la novedad, la concentración anárquica de capas humanas diversas, punto de llegada de grandes migraciones rurales, combinación y convivencia de culturas, y centro de prueba de la modernidad. Nuevas clases, nuevos grupos de poder, nueva marginalidad, las pugnas por el ascenso, la corrupción que infecta todo el tejido social. Son también los vicios de la postmodernidad. El megadelito. El tráfico internacional de drogas, la influencia devastadora de los estupefacientes, su consumo como hábito cultural. El saqueo de los bienes del estado, el lavado de dinero, la corrupción que infecta todo el tejido social.

Como novelistas hemos querido siempre tocar todos los registros posibles, como ya se probó desde comienzos del siglo XX: no sólo los episodios de la Historia pública, sino también la geografía, la sociología, la demografía, la etnología, la política, la zoología, la botánica, la geología, la arqueología. Y los parámetros éticos y morales, casi siempre caídos en desgracia.

Y al tocar todos esos registros, hay también un afán inacabado de informar exhaustivamente, como lo hacía Bernal Díaz del Castillo, cuando nos da el número de soldados muertos en un batalla, y de ser posible sus nombres; o como Humboldt en sus Cartas americanas cuando nos dice cuánto comían de tierra arcillosa, su único alimento, lo indios otomanies del Orinoco: libra y media per cápita por día.

Es porque toda literatura narrativa está basada en la pretensión de veracidad, y el conjunto de detalles convence mejor de la verosimilitud de un relato. Pero la ambición de los novelistas americanos de registrar todas las ramas del conocimiento, y adentrarse en la Historia pública, va mucho más allá, y es aún más desconcertante.

Para un novelista latinoamericano, ya dije, es imposible escapar a la Historia, porque sus relieves son demasiado fuertes, o demasiado visibles. Por eso es que regreso a la idea de la Historia con mayúscula y a la idea de historia con minúscula. La Historia pública y las historias privadas. Hay una interrelación permanente entre ambos conceptos, y la Historia se vuelve dramática para las vida privadas cuando es capaz de afectarlas, quiéranlo o no los protagonistas, que se ven obligados a moverse, y a cambiar sus destinos, no como ellos quisieran, sino como el phatos de la vida pública quiere.

Es por eso que resulta difícil aislar la palabra acontecimiento del contexto público. Casi no hay acontecimientos privados per se. Es escasa la posibilidad de contar una historia de amor dentro de las paredes de una alcoba sin que los amantes tengan que verse sobresaltados por los ruidos de la calle, o el rumor de una multitud inconforme, unos disparos de fusil, el sordo estallido de los cañones. Es algo que aprendimos de Flaubert; esa calidad palpable, sopesable, que debe tener la realidad. Es la historia que entra y sale de las vidas de los personajes, y que siempre estaremos viendo como un friso que avanza o retrocede frente a nuestros ojos.

La lenta y deficiente formación del estado en América Latina el siglo XIX, tiene mucho que ver con este fenómeno de fusiones y encadenamientos entre Historia pública e historias privadas. La aspiración a tener instituciones sobre las que asentar el estado se volvió un sueño recurrente, y nunca cumplido. Hay un fracaso del doble modelo que pretenden los estados nacionales después de la independencia: el modelo de libertades públicas de la revolución francesa, y el modelo de división de poderes equilibrados de la revolución de Estados Unidos.

La debilidad crónica de las instituciones, con los países recién independizados sacudidos por guerras civiles, asaltos al poder, y luchas sordas entre liberales francmasones y conservadores clericales, vino a dar un modelo de estado que se basó más bien en la estructura de la familia patriarcal. No el estado organizado en base a instituciones civiles, y en el imperio de la ley, sino en base al modelo de familia tradicional. La familia del terrateniente. Este es el modelo rural de dominio y poderío que llenó el vacío de las instituciones, existentes nada más en el papel.

El padre de familia es a la vez el dueño de la hacienda ganadera, de la estancia, de la plantación, en una sociedad que no abandona sus rasgos rurales. Organiza a su familia como organiza su propiedad agraria, en base a una autoridad absoluta, y así se comporta en el poder. Es el caudillo, el patriarca, el cacique, al que se le debe obediencia absoluta, y representa toda la autoridad. Nadie puede desobedecerle. Premia y castiga, según su voluntad. Pasará encima de la ley cuando sea necesario, porque él mismo es la ley. Está por encima del delito. Es inmune.

La familia es el punto donde la Historia pública se encuentra con la historia privada. Y el caudillo se vuelve el personaje más atractivo de nuestra novela americana, porque es quien muestra más singularidades, y crea más perplejidades. Es muchas veces el héroe quien deviene en caudillo. Encabeza revoluciones arriesgando su vida, y después, envuelto aún en el humo de la vieja retórica, llega a encarnar los vicios contra los que un día luchó. Y al estudiar al caudillo como personaje, el escritor estudia al poder. Los revolucionarios de ayer terminarán convertidos en los nuevos ricos de hoy, como en La comedia humana de Balzac, o como en El siglo de las luces de Alejo Carpentier.

Si la familia es una fuente privilegiada para historiar la vida pública, también lo es, por supuesto, en la mente del novelista, para historiar la vida privada. No hay novelista que no vuelva los ojos hacia su propia familia, en busca de historias secretas o extraordinarias. A través de las historias que se repiten en una familia de generación en generación, estará visible todo un universo de pasiones, conflictos, locura, amores, ambiciones de poder, y extravagancias. Se trata de familias muy numerosas que generación tras generación dan santos y demonios, obispos y curas, monjas de claustro, médicos, abogados, militares, políticos, locos, iluminados, viciosos, maniáticos, criminales; y al juntar estas generaciones, viéndolas hacia atrás, resulta lo singular, lo increíble, lo que vale la pena contar. Las mejores novelas parten de los relatos de una abuela que recuerda, o de un abuelo que cuenta, y al recordar, o contar, también imaginan. Pero la familia, en su saga perpetua, entra también en la Historia, y todas las historias que se cuenten de ella estarán dominadas por lo que ocurre en el plano de la vida pública.

Al enlazar la vida pública con la vida íntima, viene a darse lo que podríamos llamar la dualidad balzaciana. La historia no sólo como telón de fondo, o cortina de las alcobas. Nada se puede contar sin una referencia a la historia pública, vista como un friso que de ver ser armado por piezas, como un gran mecano que respire.

Los personajes de Balzac representan los arquetipos de la nueva burguesía nacida de la revolución francesa: quienes habían luchado en las barricadas, como Papa Goriot, eran ahora terratenientes, dueños de bosques y viñedos, de fábricas de papel. Los antiguos campesinos, como César Biroteau, se habían convertido en perfumistas de la Place de Saint Honoré. El arribismo, las estafas, la pelea a diente pelado por el dinero, los rápidos ascensos sociales, están en el tejido de este inmenso gobelino, que yo he visto tejerse de nuevo en mis días.

Seguir a estos personajes a lo largo de las vicisitudes de su vida, de sus cambios de conciencia, cómo el heroísmo se trueca en cinismo con el tiempo, cómo se trastocan los ideales, y el oro de las ilusiones se vuelve plomo derretido cuando se extravía la piedra filosofal, es tarea del novelista.

Nuestra novela se enriquecerá gracias a las anormalidades y a las deformidades constantes de la Historia pública. Tomará raíces en los acontecimientos unas veces, y otras en los propios personajes de carne y hueso. Y cuando ya no podemos saber cuánto es real o cuánto es ficticio, es que el novelista habrá triunfado sobre la Historia, y habrá triunfado sobre el lector.

Es lo que ocurre en Santa Evita, la novela de Tomás Eloy Martínez. Eva Perón es un personaje clásico de telenovela. Hija ilegítima de un gamonal, humillada y pobre, la niña provinciana va en busca del triunfo a Buenos Aires; se cuela en papeles de segunda en el cine, brilla con resplandores mortecinos, pero al fin el deus ex machina de las telenovelas la sienta una noche, en un espectáculo del Luna Park, en un asiento milagrosamente vacío al lado de Juan Domingo Perón, del que será amante y luego esposa. A su lado pasará por el tamiz del poder, y desde el poder se volverá ídolo de las multitudes. El mito no resuelto desde Sarmiento, adquiere aquí un nuevo elemento, el del populismo, ligado al fenómeno de masas.

Al morir, en la cúspide de ese mismo poder, entrará en el territorio del mito, y en el panteón que sólo está reservado para quienes mueren antes de dejar atrás la juventud: Marilyn Monroe, James Dean, Bob Marley, Pedro Infante, Diana de Gales, el Ché Guevara, Eva Perón. El héroe, o la heroína, quedan congelados en la memoria con su rostro de jóvenes. Ya nunca serán viejos.

El héroe, para entrar en el territorio del mito, no sólo debe morir joven, también tienen que vencer todas las dificultades que se presenten en su camino para poder cumplir con su misión, de acuerdo a las reglas de Joseph Campbell. Vencer las dificultades que van surgiendo a cada paso, es lo que nos enseñan también las telenovelas.

Parece un personaje de novela, pero es una persona de carne y hueso. Y la seducción que despierta, porque ya es desde antes un personaje de novela en la Historia pública, hace que el novelista deba tomarla de cuerpo entero, y trasponerla casi sin retoques al universo de la ficción.

Pero no será sólo el mito de Eva Perón alimentado con dádivas desde el poder, fruto del populismo, sino también el de su cadáver embalsamado. Desde el tiempo de los faraones, la corrupción del cuerpo es el olvido, y la muerte verdadera. El embalsamamiento viene a ser una forma de eternidad. Como en el caso de Lenin, de Mao, de Ho Chi Min, el cadáver de Eva Perón está destinado a ser expuesto en un monumental mausoleo para que sus pobres de la clase obrera puedan entrar a contemplarlo en largas filas.

Todo se frustra sin embargo a la caída de Perón, y entonces el cadáver embalsamado adquiere una importancia explosiva, y las nuevas autoridades quieren hacerlo desaparecer. Pero no se trata de un solo cadáver, sino de varios, porque se han mandado a hacer copias. El cadáver, y los cadáveres, serán enterrados y escondidos en distintos lugares de Buenos Aires, y luego en distintos países de Europa. Y la maldición de quienes tratan con el cadáver, o con los cadáveres, como ocurre con las momias de los faraones, será la locura, la desgracia, la muerte.

La historia verdadera de Eva Perón, y la de sus cadáveres, será la que nos cuenta Tomás Eloy Martínez en Santa Evita, por mucho que algún investigador acucioso se empeñe en llegar a la verdad de los acontecimientos. ¿Y cuál es, además, la verdad? Un personaje que queda ante los reflectores gracias al mito, merecerá mejor una novela tan estupenda como ésta, antes que un voluminoso texto lleno de anotaciones al pie, que siempre podrá ser refutado. Una novela, por el contrario, es irrefutable, y lo que la novela nos cuenta vendrá a ser, al fin y al cabo, lo real, lo creíble.

Este es un punto de verdadera importancia. Entre nosotros, en América Latina, el novelista sigue estando en capacidad de sustituir al historiador, no sólo en cuanto a los hechos del pasado remoto, sino en cuanto al acontecer que a diario se acumula frente a nuestros ojos asombrados. Nuestra historia, en la que el presente se convierte de manera tan cambiante y sorpresiva en pasado, sigue sin ser contada por completo, y como no tenemos una historia apacible, los acontecimientos seguirán desencadenándose en multitud.

Y la novela medita también sobre los grandes mitos de la Historia pública, cuando esos mitos son capaces de encadenar de manera recurrente el destino de los países a su propia geografía, como en el caso de Nicaragua. El canal, maldición y bendición entreverada al pasado triste que sigue siempre pugnando por convertirse en futuro lisonjero, porque no somos capaces de disolver el presente en un proyecto real de nación. Es lo que nos cuenta la primera de nuestras novelas modernas, y la que ofrece la mejor lectura alegórica de nuestra Historia pública, Trágame tierra, de Lizandro Chávez Alfaro.

El sueño recurrente del canal viene desde los tiempos del estrecho dudoso, porque alguna vez pudimos ser el paso a la ruta de la especiería. Don Francisco Castellón, quien firmaría más tarde con Byron Cole el contrato para traer a los filibusteros de la falange de Walker, sedujo al príncipe Luis Napoleón, preso entonces en el castillo de Ham, con el trazo de una ruta canalera -el trazo napoleónico, cuando el prisionero se convirtió en Napoleón III- que convertiría a León en la Constantinopla del pacífico. Y luego la Compañía Accesoria del Tránsito del comodoro Cornelius Vanderbilt y su disputa a muerte por el tráfico de los vapores con el banquero J. P. Morgan. Y el derrocamiento de Zelaya porque quiso entrar en tratos con Alemania y Japón para construir el canal. Y el infamante tratado Chamorro-Bryan. Y las siempre recurrentes historias del canal seco y del canal húmedo que seguimos escuchando al abrirse el siglo XXI, nos hacen volver los ojos hacia Trágame tierra, que se convierte así en un libro de profecías, porque el escritor es también, no pocas veces, un vidente.

Chávez Alfaro establece en esta novela el drama, también recurrente en la historia de Nicaragua, del enfrentamiento entre generaciones, una pugna entre padres e hijos sobre lo que los viejos han hecho del país, y lo que los jóvenes quieren hacer. Plutarco Pineda el padre, cree que tiene todas las respuestas que dar a su hijo Luciano Pineda, quien no acepta ninguna, porque tiene las propias. Sus lecturas de la historia están en pugna, no son conciliables.

La generación de Plutarco Pineda es, desde principios de siglo, la del reinado de la Cuyamel Fruit Company, (Mamita Yunai) a la que nunca dejará de ver como benefactora, con cinismo y servilismo; es la misma generación que vio el derrocamiento de Zelaya y la intervención militar extranjera, y que adversará después la lucha de Sandino en las Segovias, y se acomodará con el régimen de Somoza. Son quienes verán en la construcción del canal el destino manifiesto de Nicaragua, y la manera de hacerse ricos, una quimera que, sin embargo, los dejará siempre pobres. Pero la generación de los hijos renegará de esa historia, y luchará a muerte por cambiarla, como lo hace Luciano Pineda. Los hijos terminan pagando con su vida las culpas de los padres. Y a todos nos estará siempre tragando la tierra.

En Trágame tierra, y en todas las otras novelas que tienen que ver con la Historia pública, habrá siempre un registro de la acción política en todas sus manifestaciones, sobre todo cuando la sociedad se sitúa frente a quimeras que encuentran su trono en la memoria colectiva. O cuando la Historia provoca cataclismos capaces de disolver familias, llevar a hijos a los campos de batalla, crear viudas y huérfanos, producir fusilamientos, prisiones, exilios, expropiaciones de bienes y por tanto ruina económica, y todo el aparato de sombras que crea el nuevo poder, mientras el otro se hunde, victoria para unos, catástrofe para otros; y lo mismo puede decirse de terremotos, pestes, hambrunas, capaces de dislocar también las vidas privadas.

Es la novela que se inserta, como aparato de ficciones, dentro del esplendor de la Historia, y se funde con ella, en disputa. La disputa por arrebatarle todo lo que tiene de epopeya, de sorpresa, de terrible y de increíble. Todo lo que la Historia tiene de novela en sus personajes y escenarios.

Al despuntar el nuevo siglo, lo que cambian son las variables de la Historia pública; pero que esas nuevas variables estarán presente en el relato de invención, no me cabe la menor duda. La novela latinoamericana seguirá apegada a esta tradición de reflejar lo extraordinario que viene de la propia Historia, que asombra y deslumbra, desconcierta y maravilla, encanta y horroriza.

Entre la marginación y la postmodernidad, entre el crecimiento de la pobreza y la globalización, surge una nueva Historia pública que contar, y nuevas historias privadas que caen bajo su dominio, y que serán insoslayables para los novelistas:

  • El narcotráfico, como factor de poder capaz de alterar la convivencia social, enfrentar, corromper, y por tanto, alterar las vidas privadas, como ocurre en Paraguay, Bolivia, o México; y desatar guerras que dejan si resguardo a la población civil, creando el terror rural y dislocando la vida urbana, como en Colombia.
  • La corrupción en las esferas públicas, como factor de alteración de la moral social; la aparición de fortunas escandalosas, las dificultades para hacer que los corruptos respondan ante la justicia, impunidad que ofende a los ciudadanos; y el daño que la desmoralización frente a los fraudes causa a todo el tejido social, como en Nicaragua.
  • Las nuevas formas de caudillismo, y de populismo, envueltos en una retórica altisonante, como si fuera el remake de viejas películas ya vistas, Carlos Menem, Alberto Fujimori, Abdalá Bucamaram, el coronel Hugo Chávez.
  • El derrumbe de la clase media frente a las medidas monetarias de ajuste, y las alteraciones múltiples que ese derrumbe, visto como catástrofe, provoca en las vidas privadas: cambios radicales de condiciones de vida y de ocupaciones, desempleo, indigencia, frustración, migraciones, exilios, como ocurre hoy en Argentina.
  • Las consecuencias sociales del deterioro ambiental y la contaminación, vistos también como catástrofes, el envenenamiento de los ríos, la deforestación masiva, el uso de pesticidas prohibidos que causan enfermedades incurables; y al mismo tiempo, al agotamiento de los suelos agrícolas y la pérdida de rentabilidad de la agricultura, todo lo cual trae consecuencias sobre las vidas de millones de personas.
  • La pobreza extrema, que al abrir nuevos abismos de miseria, abre a la vez nuevas zonas de conflicto social, aumenta la migración hacia las ciudades, y crea degradaciones que parecían imposibles, nuevos pobres más pobres que los otros pobres, para los que las favelas se vuelven un privilegio, y sólo encuentran refugio en las calles; o legiones de niños mendigos muertos a tiros en las calles, como en Brasil, o muertos de hambre en los plantones, como en Nicaragua.
  • El poder contrastante de la globalización, vista como fenómeno cultural y económico, que a la vez que desmantela las formas tradicionales de producción, y exalta el mercado, provoca nuevas formas de servidumbre en el trabajo, como las maquilas textiles, y el abandono de la agricultura tradicional; así como crea también zonas privilegiadas de vida en las sociedades nacionales, verdaderos ghettos de bienestar donde el hábitat es similar al de otros ghettos de las sociedades desarrolladas, en cuanto a bienes de consumo, educación, uso de medios tecnológicos y recursos de bienestar.
  • Las migraciones masivas clandestinas hacia Estados Unidos, como fenómeno social, no sólo desde México, sino desde muchos países de Sudamérica, y de Centroamérica, que constituyen una epopeya diaria para centenares de miles de «mojados».
  • Los efectos de la globalización en cuanto a los viejos conceptos decimonónicos de soberanía, en los que todavía creemos pero que empiezan a disolverse ante las jurisdicciones internacionales, el libre tráfico de mercancías, los sistemas mediáticos supranacionales que bajan directamente de los satélites a los hogares, sin intermediaciones nacionales, para informarse, comunicarse, recrearse, comprar, y que son capaces de diseminar formas nuevas de cultura, muchas de ellas homogéneas.
  • El surgimiento del «big brother» con su ojo gigantesco para vigilarnos día y noche a todos, inventado por George Orwell a mitad del siglo pasado en su novela futurista 1984, con lo que podemos probar que muchas veces la literatura se inserta, por un camino de vía contraria, en la Historia pública. Este presupuesto cultural del «big brother» empezó a diseminarse desde los programas de televisión que penetran en la intimidad, como lo hacía el diablo cojuelo de Vélez de Guevara levantando los techos de Madrid, y después de los actos terroristas del 11 de septiembre del año pasado, amenaza en convertirse en una regla de conducta establecida por el estado: espiar para prevenir. En los Estados Unidos, una ley frustrada preveía que los carteros, los plomeros, los electricistas, se convirtieran en vigilantes de la vida privada. El estado interesado en saber qué cartas recibes, que música oyes, qué libros lees, para adivinar las tendencias de tu peligrosidad.

No son todos los temas, por supuesto, pero ni la escritura de realidades inmediatas, ni la escritura de imaginación, podrán escaparse a ellos, porque como fenómenos públicos, de trascendencia social, afectarán las vidas privadas. Y el relato de las vidas privadas seguirá ligado a los efectos de poder de la Historia pública tal como ahora es capaz de presentarse, no solamente como en el pasado, a través de guerrillas, golpes de estado, asonadas, levantamientos, dictaduras militares, enclaves bananeros y mineros, masacres de indígenas, desapariciones masivas, secuestro de recién nacidos arrancados del vientre de sus madres, sino de acuerdo a la nueva anormalidad de los tiempos, tal como en los ejemplos que he tratado de presentar.

Desgraciadamente, las transiciones democráticas en paz, los gobiernos honestos, los estados de bienestar ciudadano, el pleno empleo, no producen ni grandes reportajes, ni grandes novelas en el ámbito de la Historia pública, así como tampoco los matrimonios bien avenidos, los amores satisfechos, y el desprendimiento y la bondad, en el ámbito de la historia privada. La narración se alimenta del conflicto. Y debajo de la Historia pública siempre estarán el amor, la locura, la muerte, el deseo, la ambición, la pasión, los celos, la disputa por la riqueza, que nutren a la condición humana. La condición humana que es la que crea el poder, y por tanto, crea la Historia pública.

Al fin y al cabo, los novelistas escribimos sobre los seres humanos, y sobre su condición en la sociedad. Y no debemos perder de vista que detrás de nosotros, o delante de nosotros, debemos alimentar siempre un sedimento ético que dé sentido a nuestro oficio, que lo haga trascender. Ese sedimento ético se parece muchas veces a la esperanza. La esperanza de que las cosas no pueden seguir siendo como actualmente son, y que al describir los males que nos agobian, y penetrar en ellos, es porque queremos que un día desaparezcan para siempre.

De las ambiciones por una sociedad perfecta de reglas morales estrictas y pensamiento uniforme han surgido grandes catástrofes. Esas ambiciones han sido muchas veces pervertidas por la intolerancia. Pero la utopía será siempre necesaria en la sustancia de la escritura. La esperanza en un mundo más justo, donde todos puedan sentarse al banquete de la civilización como ciudadanos, y no nada más como consumidores, según reclama la pensadora argentina Beatriz Sarlo. Una economía de mercado, pero no una sociedad de mercado, según las palabras de Lionel Jospin.

Y una sociedad, por supuesto, con libros donde nos aguarde la imaginación. Libros de tersa textura impresos en el viejo papel que nos deparan los bosques silenciosos, libros que podamos abrir y oler con esa sensualidad que sólo ellos nos regalan. Libros que produzcan entre nuestros dedos el mismo rumor familiar cuando pasamos sus páginas.

Después de haber andado mucho por la Centroamérica de mis días, siguiendo variados caminos, y de haber atravesado bajo el relámpago de una revolución en mi Nicaragua natal, hoy sé que mi destino estaba en la escritura, a la que volví para ser regalado con el mejor de los banquetes, como el hijo pródigo. Es un destino dichoso el de escribir, y un estado de gracia el inventar, poder contar historias que asombren.

Les doy las gracias por haberme escuchado esta noche hablar de mis visiones sobre el oficio de escritor, que es el mejor oficio del mundo.





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