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El futuro que nos acosa

Sergio Ramírez





Hace algunas semanas, durante un coloquio sobre globalización y cultura celebrado bajo los auspicios de la Universidad de Costa Rica, la embajada de Francia y Le Monde Diplomatique, escuché decir a Carlos Cortés en su ponencia que el último ejemplar de un periódico, tal como hoy los conocemos, se estaría imprimiendo en alguna fecha cercana al año 2022, o algo así. Olvidé preguntar a Carlos de dónde había obtenido esa precisión, pero la doy por cierta. La transformación tecnológica hace correr el tiempo tan de prisa, que ya nada puede asombrarnos.

Un escritor futurista tan aventurado como George Orwell, que al final de los años cuarenta del siglo pasado consideraba el año de 1984 una fecha demasiado lejana como para que se obraran entonces prodigios, nos parece hoy envejecido en sus fantasías como los discos de larga duración que tras habernos fascinado en nuestra juventud resultan hoy piezas de museo, lo mismo que los viejos teléfonos. Todavía en los años sesenta, cuando vine a vivir a San José, uno debía pedir la llamada a la operadora, que respondía con sólo que el abonado levantara el auricular. En Managua, según el relato de una vieja dama, era la operadora quien le armaba sus partidas de canasta con las otras jugadoras, tan pocos eran los teléfonos, todos de manivela.

En Minority report (Sentencia previa), la última película de Steven Spielberg basada en el cuento futurista de Philip K. Dick, el año de los prodigios es el de 2054, y tampoco puede parecernos tan lejano. Para entonces, «la tecnología podrá ver a través de las paredes, de los techos. Podrá penetrar en el santuario de nuestras familias», afirma Spielberg.

No olvidemos entretanto que el inolvidable personaje de El diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara tenía el poder de levantar los techos de las casas de Madrid a la medianoche para ver qué es lo que estaba ocurriendo dentro de ellas. Desde su atalaya en la torre de San Salvador, el cojuelo le dice al estudiante don Cleofás: «[...] advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura...». Este libro, donde un diablillo curioso, y por demás cojo, se convierte en espía de los vecindarios, apareció en 1641 y es una de las joyas de la literatura picaresca.

La novela 1984 de Orwell, en lugar de un diablo travieso capaz de levantar los techos para penetrar en las intimidades de la gente, nos pintó en colores más sombríos la amenaza universal de un gran ojo vigilante, el ojo del big brother -el hermano mayor- un ojo capaz de mantenerse abierto sin parpadear nunca para espiarnos. Es lo mismo que hace en sus dominios el dueño de la fábrica en la película clásica de Chaplin, Tiempos Modernos: vigilar a los asustados obreros cuando van al baño, desde una inmensa pantalla.

De acuerdo a las conclusiones de un equipo de especialistas del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que Spielberg reunió para oír su consejo antes de la filmación de Minority Report, la privacidad, tal como hoy la entendemos, desaparecerá, pues, gracias a la tecnología. El diablo cojuelo podrá levantar todos los techos, y el gran ojo podrá penetrar todos los resquicios. Y el crimen, podrá ser detectado en la mente del criminal antes de que se cometa, gracias a un equipo de androides, o algo parecido, al servicio de una unidad precrimen de la policía.

Pero hay algo más en esa película por lo que quiero regresar al tema de Carlos Cortés. En una de las escenas en que el detective John Anderton viaja en el metro, o en el autobús, los pasajeros lo que leen son periódicos electrónicos compuestos de hojas de material flexible del tamaño de un tabloide, donde las noticias, ilustradas con videos más que con fotografías, cambian a medida que se producen. El lector tiene entonces siempre en sus manos un periódico absolutamente actual, que no envejece nunca.

He pensado más de una vez en esa escena. El último periódico impreso se ha dejado de publicar en alguna parte del mundo hace ya tiempos. El viejo papel ha desaparecido, su tersa textura, el ruido familiar que produce cuando pasamos las páginas, lo mismo que el olor de la tinta. La imagen de un ejemplar descuadernado que arrastra el viento por una calle solitaria. La página del periódico de ayer en que el carnicero envuelve el pedazo de hígado que Leopoldo Bloom, el héroe de la novela Ulises de Joyce, compra para desayunar.


Tu amor es un periódico de ayer,
que nadie más procura ya leer
sensacional cuando salió en la madrugada
y a mediodía ya noticia confirmada
y en la tarde materia olvidada...



dice la canción de Héctor Laboe, porque la vida, y el amor, y la muerte, son como las noticias impresas.

Si ya no leeremos los periódicos de papel, debemos entonces advertir que se trata también de un cambio en los conceptos filosóficos que tiene que ver con la materia misma, que se gasta, envejece y desaparece, o se recicla, y con el sentido que tiene la palabra copia, nuestra copia del diario. Se tratará de un periódico que podrá apagarse, y lo que tendremos en la mano será un receptor flexible conectado de manera inalámbrica a un gran cerebro distante.

Hoy mismo ha ido desapareciendo ya, por otro lado, la diferencia entre original y copia, lo cual viene a ser también un cambio de conceptos filosóficos. Cuando sacamos un documento de la impresora, se trata de un original. Todos son originales, todo se repite con la misma virtud primaria, distinto a aquellas copias borrosas obtenidas gracias al papel carbón, más borrosas mientras más hojas metíamos en el carro de la máquina de escribir, ahora otro artilugio de museo.

Me deslumbran, sin duda, y me seducen, las novedades tecnológicas que van arrastrando nuestras vidas como en un vértigo; y lejos de declararme un enemigo inútil de la civilización, creo en el progreso con los resabios de mi abuelo materno Teófilo Mercado, positivista a ultranza, que a comienzos del siglo XX inventó él mismo una carreta de volquete, que alzaba el camastro con sólo manipular una estaca, para descargar el café directamente en las pilas de lavado del beneficio en su finca de Masatepe. Pero la civilización, con toda su atractiva cauda de transformaciones, no me quita por eso la nostalgia del tiempo pasado.

Pertenezco a la generación de la mitad del siglo XX, y creo que como ninguna otra esa generación pudo atestiguar cambios centelleantes y diversos, muchos de ellos simultáneos, creados por la aceleración de la tecnología. De niño conocí en mi pueblo natal de Masatepe el telégrafo en clave morse, el teléfono de magneto con manivela y el radio de tubos con antena aérea, y cuando llegué a León para estudiar derecho, allí los periódicos locales se componían todavía con tipos móviles escogidos a gran velocidad por las cajistas en los chibaletes, y se imprimían en prensas manuales de rueda con manubrio, como esas de los grabados de las novelas de Balzac.

Pareciera que estamos hablando de la antigüedad, pero eso fue ayer mismo. Al fin y al cabo, todos somos hoy del siglo pasado. Y en las décadas siguientes he ido pasando de la máquina de escribir eléctrica a la computadora, de la humilde Kodak Instamatic a la cámara digital, del avión de hélice al avión a reacción, de las cartas aéreas a los mensajes por correo electrónico. ¿Por qué habría de extrañarme entonces que en unas pocas décadas más los periódicos sean de cuarzo flexible, o de una materia parecida, y las noticias cambien frente a nuestros ojos?

Todo esto podrá parecer banal, pero deberíamos recordar que en el siglo XIX un solo invento, o quizás dos a lo sumo, marcaban a toda una generación. En la espléndida novela Orlando de Virginia Wolf, el ferrocarril que atraviesa con ímpetu trepidante las praderas de Inglaterra es el invento crucial, como para la generación anterior lo había sido la máquina de vapor, y para la siguiente lo sería el cable submarino.

Una edición dominical del New York Times consume en papel el equivalente a doscientas hectáreas de bosques, pese al nacimiento de la industria del papel reciclado libre de ácidos, por lo que quizás la inminente desaparición de los medios de comunicación impresos ayudará en algo a restablecer el equilibrio de la biosfera, en riesgo tan grave. Algo se gana. Pero la revolución tecnológica que hoy aparece apenas en su infancia, asombrará dentro de pocos lustros por lo primitivo de sus instrumentos, como nos ocurre hoy con las películas mudas en las que es posible advertir cómo se mueven los telones de los escenarios ante un soplo de aire, o con las venerables máquinas de teletipo que traqueteaban día y noche en las redacciones de los periódicos dejando serpentear en el suelo las tiras con los despachos cablegráficos.

Teletipo es ya una palabra desaparecida. Cuarto oscuro es otra que desaparecerá también. A un redactor recién salido de la escuela de periodismo habría que empezar a explicarle la palabra linotipo; aún a mí me resulta hoy difícil de creer que en un tiempo fue necesario componer un texto en un armatoste con teclado, manejado por un operario, en el que una barra de plomo al rojo vivo iba derramándose en moldes que formaban lingotes línea por línea. Sala de armado, se dirá en alguna parte todavía, cuando no hay ya ninguna plana que armar a golpe de martillo. Galerada, fotograbado, cliché, van también al olvido, un catálogo de museo. Cliché. Sepan quienes manejan un infinito archivo de fotografías de alta resolución en sus computadoras de la sala de redacción, que hasta hace muy poco era necesario grabar la foto en una lámina de zinc, y luego montarla en un taco de madera, para poder imprimirla en una plana.

Pero frente a esta perspectiva, lo más inquietante no es la materia de que estarán hecha los periódicos, ni la forma en que las noticias llegarán a nosotros, sino cómo estará definido en términos éticos y de sustancia el universo de la información, desde luego que cualquiera que sea el mundo en que vivamos, siempre dependeremos de la necesidad de saber lo que ocurre. Nadie ha previsto por el momento un mundo de seres solitarios, que no tengan que comunicarse entre sí.

McLuhan, en su ya clásica frase, preveía una sola aldea global. Hoy deberíamos hablar más bien de una red de aldeas interconectadas de manera instantánea, y simultánea, por los satélites que proveen todas las formas posibles de comunicación, para informarse, recrearse y divertirse, comprar y vender, realizar transacciones financieras, pagar las cuentas domésticas, leer novelas, escuchar música, ver cine, apostar, aprender. Esta posibilidad crea ghettos culturales cuyas comunidades selectas son capaces de identificarse entre sí, sin mediar distancias, por el hecho de compartir posibilidades tecnológicas, y los valores y formas de cultura que de allí se derivan, no importa que alguien viva en Singapur, en Detroit, o en Alajuela.

Y de acuerdo con la conclusión de Robert Kaplan en su libro El páramo como imperio: viajes a la América del futuro, estos ghettos, al organizarse como vecindarios aislados, con pares lejanos en otras partes del mundo, van distanciándose, colocados tras murallas y sistemas de vigilancia, de quienes en los mismos países no tienen acceso a la tecnología, ni a las condiciones de información y bienestar que deparan tanto la riqueza como la tecnología.

La calidad de la información comienza ya a cambiar de naturaleza dentro y fuera de los ghettos, porque introduce factores que dependen de la revolución tecnológica, tales como la velocidad, la simultaneidad, la saturación, y la provisionalidad.

Hoy en día los acontecimientos entran en los hogares al mismo tiempo en que se producen, a través de las cadenas de televisión y de los portales de Internet, y es posible, como nunca antes, conocer la misma noticia en todas partes del globo al mismo tiempo, para gentes de la misma o distintas culturas. Esto supondría una democratización global de las posibilidades de informarse; pero semejante democratización se convierte en un espejismo repetido si nos atenemos a los contenidos reales de las informaciones, cuya sustancia tiende a deteriorarse.

Por otro lado, un acontecimiento en Karachi se conoce en Managua de manera mucho más veloz que otro producido en Bluefields, en la costa del caribe, por ejemplo, donde no existe la posibilidad de enlazar una señal digital con los satélites. Este dato nos mostraría que la velocidad y la simultaneidad tienen en muchas ocasiones poco que ver con los escenarios nacionales de los países más pobres, que siguen siendo escenarios fragmentados como consecuencia del atraso.

De esta manera, el atraso sigue teniendo que ver con el pasado, y atraso y pasado vienen a ser dos conceptos en estrecha unión, hoy más que nunca. En la medida que la tecnología en las comunicaciones está de por medio, el concepto de pasado se evapora, y al mismo tiempo se acelera. Un hecho que es conocido de manera simultánea al momento de producirse, deja atrás el sentido tradicional de «hecho pasado». Durante la época colonial, las noticias de que un rey había muerto en España, o había enloquecido, llegaban a Cartago cuando todavía se celebraban las fiestas de su coronación. Ése es el sentido de pasado que hoy no existe.

Pero al mismo tiempo, precisamente por la simultaneidad entre hecho y noticia, gracias a la velocidad, los hechos, y al mismo tiempo las noticias, tienden a envejecer rápidamente, en la medida en que otros acontecimientos nuevos, también simultáneos a la noticia, vienen a archivarlos, alejándolos de la actualidad, que es el presente. Y el presente se convierte en una materia precaria, y provisional, que deja muy poco espacio para la reflexión histórica, o filosófica.

Ya sabemos que los hechos muy señalados, y de gran dramatismo, se presentan en las pantallas bajo un formato de saturación, día tras día, y ese formato es el mismo de las colosales superproducciones de cine, con fanfarrias y títulos de Hollywood como la Tormenta del Desierto, La princesa que quería vivir, o Estados Unidos bajo ataque. Pero eso no aleja a la noticia de la provisionalidad, ni de su rápido proceso de envejecimiento. Y la provisionalidad viene a significar la superficialidad. La información es más volátil que nunca, y no está diseñada para quedarse en las mentes, sino para desaparecer, y ser olvidada. A menos que los mecanismos maestros que manejan la información desde los grandes centros de poder, nos la recuerden.

Todo esto tiene mucho que ver con la memoria de la historia, y con la conciencia que se toma acerca del acontecer mundial. Los sucesos que son vistos como superproducciones se olvidan de la misma manera que una película espectacular que no es capaz de afectar la historia, y por tanto, tampoco mi propia historia, ni la de mi entorno personal. De alguna manera, la información pasa a tener una sustancia ficticia, porque ocurre en un espacio que aunque real, no es tangible.

También está de por medio la extensión del uso del periodismo electrónico como factor de homogeneización de la información, que responde cada vez más a parámetros uniformes y previsibles, y que tienen que ver siempre con la velocidad y la simultaneidad. El periodismo informativo tiende a presentar notas cada vez más breves y múltiples en la televisión, hasta cuatro cintillos a la vez en la pantalla, además de la noticia que lee el presentador, y así mismo en los portales de Internet, donde la situación es más caótica. Mientras tanto, aún en los Estados Unidos los programas analíticos tienden a perder espacio, a menos que se trate de los que conducen las viejas estrellas de los talk-shows, que cada vez se banalizan más.

También es probable que muy pronto pueda hablarse de un periodismo «robotizado», en lo que se refiere a los despachos uniformes de las agencias mundiales de prensa, bajo un formato que dependerá cada vez más de previsiones electrónicas, y aún de selecciones de lenguaje. Los escuetos despachos de prensa dependen de un número limitado de palabras, entre más simples mejor, porque se parte del principio de no crear complicaciones a los consumidores; y ésta es una tarea que estará en las capacidades de un programa de software debidamente alimentado, como hay programas capaces de preparar un reporte burocrático, o manejar el formato de una prueba académica.

El reto para el periodismo creativo y analítico se vuelve así más serio, y debe saber abrirse paso hacia la masa seducida por la información prefabricada, «el fast food» informativo. Será necesario pelear el espacio de los reportajes, las crónicas y las entrevistas que sean capaces de desafiar el gris de las reglas de «economía intelectual» y «lenguaje limitado». Uno de los principios que rige el fenómeno de la globalización informativa es aquel mismo que animó al liberalismo económico a inicios del siglo XIX, y que sirvió para crear una filosofía social en los Estados Unidos: «Cada individuo debe cuidar su parte, porque el todo se cuida solo».

La especialización de la televisión, por ejemplo, es cada vez más aguda, de manera que pronto llegará a perderse su sentido múltiple y unitario, tal como lo fue desde sus inicios. Quien quiera enterarse de las noticias deberá recurrir cada vez más a los canales informativos, que no serán ya parte del «todo». La historia, la cultura, la música, el cine, la ciencia, pasan también a ser parte de este mismo proceso de especializaciones, que paradójicamente es consecuencia de la globalización, y que habrá de colocar a esa clase de programas en espacios cerrados, para que se conviertan en minoritarios, mientras las grandes cadenas se dedicarán más al entretenimiento. Los programas de televisión dedicados a la crítica y comentario de libros, y que gozaron de altas cuotas de audiencia en horarios de prime-time, han ido desapareciendo de las pantallas en Europa, como el de Bernard Pivot en Francia, o el de Marcel Raninski en Alemania.

Cada vez más la televisión de señal abierta dependerá de los programas enlatados, y la televisión por cable se irá por el rumbo de las especializaciones. Y el fenómeno de la banalización, seguirá alcanzando no sólo los programas de entretenimiento, como en el caso del «big brother», que es, por aparte, un fenómeno que tiene que ver con los radicales cambios de concepto del nuevo milenio en cuanto a la privacidad; sino que afectará también la forma y el contenido en la presentación de las noticias, que tendrán un carácter cada vez más efímero. Noticias para olvidarse de inmediato, sin poder analítico, ni crítico. Esta dispersión, hará que la memoria de la historia que marca el acontecer cotidiano, entre en el riesgo de disolverse sin remedio.

La desnacionalización creciente de los medios de comunicación es otro asunto clave. El Internet y la televisión bajan de los satélites y entran en los hogares sin intermediaciones nacionales, lo que significa una revisión de los viejos conceptos de soberanía cultural, y aún política. En la prensa local escrita, abundan también ahora los cuadernillos que reproducen las ediciones de Time, Wall Street Journal, etc., para consumo doméstico, traducidos al español, con lo que se trata también de un periodismo enlatado.

La falta de intermediación significa, antes que nada, un paso directo al gris homogéneo. Las formas y estilos de consumo que se ofrecen, las películas clase B, los conciertos de música pop y los clips musicales, y aún el acento y los giros anglospanish con que los presentadores transmiten las noticias y conducen los talk-shows y los programas de concursos desde los centros generadores de las cadenas en Estados Unidos, pasan a consagrarse como arquetípicos de un nuevo lenguaje degradado.

No quiero oponer a estos raseros un concepto de aislamiento provinciano, que es de por sí, y por contraparte, empobrecedor en términos culturales. Pero lo que tenemos de frente no es un fenómeno de multiplicación y enriquecimiento basado en la universalidad de la cultura. Es el resultado de una política de marketing que parte de la filosofía de la ganancia, subordina la cultura, y elimina cualquier aspiración de diversidad. Una nueva especie de revolución cultural a la China, donde la aspiración del estado era la uniformidad gris en la forma de vestir de todos los ciudadanos. Ahora es el mercado global el que quiere que comamos exactamente lo mismo, y nos vistamos de igual manera.

Pero este no es un asunto que concierne solamente a los países marginales. La globalización, vista en estos términos, tiene que ver también con antiguos centros generadores de cultura, como los europeos. Sucede con la televisión, y también con el cine, lo mismo que con la industria editorial.

Quizás sería bueno advertir algo obvio. Y es que cuando hablamos de parámetros globales de cultura, en relación con su poder homogeneizador, estos parámetros no son el resultado de una mezcla previa que luego produce una síntesis, sino del atractivo imperio de los estilos y gustos culturales que provienen de los Estados Unidos, como centro de irradiación cultural. Se trata de una fascinación global por lo «americano», que ha sido el resultado de un largo proceso de acumulación, al menos desde la segunda guerra mundial en Europa. Y todo lo que pretende ser globalizado, en términos de consumo, tiene que pasar primero por el filtro de lo «americano», así como para la elite de la sociedad rusa del siglo XIX este filtro era lo francés.

A pesar de la contribución que los periodistas críticos hacen para desnudar las anormalidades de la realidad en nuestros países, exponer los vicios y abusos de poder, y los extremos de las crisis sociales, es evidente la reducción de la influencia de la prensa escrita. Los periódicos tienen ahora menos tiraje que antes, y deben competir en cuanto a formato con la televisión, de allí que las notas informativas son cada vez más breves, y el espacio que se dedica a los acontecimientos ocurridos fuera de las fronteras nacionales, es precario, lo que hace a esos periódicos cada vez más provincianos, aunque logren colocarse en el mercado de las ediciones electrónicas.

Por lo menos diez periódicos se han cerrado en Centroamérica en los últimos años, y las desventajas son aún mucho mayores para las revistas. Muchas de ellas cierran también, ante la imposibilidad de poder sostenerse en el mercado ofreciendo solamente información analítica, porque no resulta rentable servir nada más a las minorías ilustradas.

La globalización digital es un fenómeno del avance de la civilización, y que seguirá progresando con independencia de los usos que reciba desde los centros de poder. Alguien podría alegar que poder y revolución digital son asuntos consustanciales, y por tanto indisolubles, pero me parece que sería simplificar demasiado el asunto.

Nadie ignora que al abrirse el nuevo milenio, las percepciones sobre la vida, sobre la historia, la religión y la cultura, son muy opuestas entre el mundo islámico, y lo que seguimos llamando mundo occidental. Los hechos terroristas del 11 de septiembre del año pasado en Estados Unidos, han venido a desnudar aún más esa oposición de visiones. Y no hablo solamente de las sectas fundamentalistas, sino de la percepción general de quienes viven en los países de cultura musulmana respecto a occidente. Es obvio que al pensar en occidente, piensan, antes que nada, en Estados Unidos.

En Ryat, en El Cairo, en Kuwait, si es cierto que como en cualquier otra ciudad del planeta se alzan entre el enjambre de anuncios los iconos de McDonald y los pantalones Levi´s, y que las antenas parabólicas bajan a los hogares la programación de las cadenas norteamericanas, también es cierto que el clima de identidad cultural cerrada, como arma de defensa, y los sentimientos de hostilidad en contra de los Estados Unidos por causa de las políticas que les afectan, son patentes, sobre todo entre los jóvenes. En los países árabes, además de la CNN pueden ver las emisiones de la cadena Al-Yasira, que presenta todos los días una visión del mundo radicalmente opuesta, basada en valores muy diferentes.

Hay un cuchillo de desentendimiento que ha partido la naranja global en dos mitades, y éste es un fenómeno que no podemos perder de vista. No es cierto, me parece, que el mundo sea otra vez monopolar. Al derrumbarse el aparato soviético desapareció un polo, pero hoy tenemos en los musulmanes otro, aún más fuerte que el que configuraba nada más una identidad ideológica, y que resultó más frágil de lo que pudo pensarse. Las identidades basadas en las concepciones religiosas son siempre más persistentes que las basadas en concepciones ideológicas.

Estas dos mitades, tienen, y no es de ahora, percepciones diferentes del mundo, y ambas parten de profundos sedimentos humanistas. Pero hoy están de por medio el extremismo y la intolerancia religiosa, así como también la arrogancia militar y política. Y de todas maneras, ambas mitades seguirán siendo capaces de utilizar la tecnología global, o de recibir su influencia. Y su convivencia y entendimiento se vuelve un asunto vital en este milenio que comienza.

En esta parte del mundo en que nos toca vivir, nosotros tenemos, además de los retos globales, nuestros propios retos en el campo informativo. El primero de ellos, buscar como afirmar un periodismo creativo y analítico, sustento esencial de la democracia, que debe abrirse paso hacia la masa seducida por la información prefabricada, «el fast food» informativo, para pelear el espacio de los reportajes, las crónicas y las entrevistas que desafían el gris de la globalización, y pueden ayudar a desentrañar las anormalidades sociales y políticas de nuestros países.

La historia pública, lo que yo llamo la Historia con mayúscula, se vuelve singular entre nosotros por su anormalidad, y teñida de esa anormalidad entra por naturaleza en las aguas del periodismo, pero entra también en las de la narración literaria. Paradójicamente, la Historia pública es atractiva para quienes la narran por anormal, y por sorpresiva y sorprendente, lo que implica al mismo tiempo que no existe un reposo equilibrado de las instituciones, ni el dominio superior de las leyes, ni el funcionamiento neutral de la justicia, y que nuestras sociedades siguen siendo perseguidas por los fantasmas sin quietud del caudillismo autoritario que desafía desde su tumba abierta a la democracia.

Si la Historia pública nos asalta con dramatismo desde las páginas de las novelas, y de los periódicos, es porque la sociedad se sitúa en determinados momentos frente a cambios violentos capaces de arrastrar a las personas, quiéranlo éstas o no, disolver familias, llevar a los hijos a los campos de batalla, crear viudas y huérfanos, fusilamientos, prisiones, exilios, expropiaciones de bienes y por tanto ruina económica, todo el aparato de sombras que crea un nuevo poder mientras otro se hunde, victoria para unos, catástrofe para otros; y lo mismo puede decirse de terremotos, pestes, hambrunas, capaces de dislocar también las vidas privadas.

Para escritores y periodistas, la Historia pública, y la ambición de contarla, domina el discurso narrativo, y se sitúa por encima de las historias con minúsculas, las historias privadas. Tom Wolfe dice que «existen ciertas zonas de la vida dentro de las que el periodismo no puede moverse con soltura, particularmente por razones de invasión de la intimidad, y es dentro de este margen que la novela podría desarrollarse en el futuro»; pero este no es el caso de América Latina, donde no es posible reservar para la novela un sector de intimidad, que quiere decir relato de las vidas privadas, sin que la Historia pública no aparezca con sus colores dominantes, no sólo como telón de fondo, sino como un escenario vivo que se interrelaciona con los escenarios privados.

Hasta las historias de alcoba hay que contarlas sabiendo que la ventana puede teñirse de pronto con los colores de un incendio porque algo grave está ocurriendo en la calle. Esta calidad es la que da a la narración literaria un acento que no puede dejar de ser periodístico, en la medida en que la Historia pública es dominio natural del periodismo. En dos novelas de Carlos Fuentes, por ejemplo, La muerte de Artemio Cruz, situada al comienzo de su carrera, y Los años con Laura Díaz, de hace poco, encontramos el relato de la historia contemporánea de México, desde Santa Ana y la dictadura de Porfirio Díaz en el siglo XIX, a los hechos de la revolución y sus consecuencias, hasta la masacre de Tlatelolco en 1968, al menos; no simplemente un discurso histórico paralelo a las historias privadas que son la sustancia de la novela, sino entreverado con ellas, porque son indisolubles.

La convivencia estrecha entre narración literaria y narración periodística, al compartir los mismos temas, no está llegando a su fin, ni mucho menos. Y, otra vez, la paradoja. La riqueza misma de los acontecimientos vivifica el relato periodístico y el relato literario. No estoy seguro de cuándo se publicará el último ejemplar de un periódico impreso, o de un libro impreso, y quisiera que esa fecha se retardara lo más posible, o no llegara nunca. Pero sí estoy seguro de que cualquiera que sea la forma en que el relato de acontecimientos reales, o ficticios, llegue a los ojos del lector, ese relato dependerá siempre de una mente aguda y creadora que seguirá averiguando en nuestro nombre, o inventando en nuestro nombre.

Mi lectura intensiva el año pasado, en calidad de jurado, de unos sesenta trabajos presentados al concurso de la Fundación Nuevo Periodismo que preside Gabriel García Márquez, me permitió adivinar cuáles serán los temas inevitables de las novelas y de los reportajes periodísticos que se escriban en esta primera década del siglo XXI, o que ya se están escribiendo:

  • El narcotráfico, como factor de poder, capaz de alterar la convivencia social, enfrentar, corromper, y por tanto, alterar las vidas privadas, como ocurre en Paraguay, Bolivia, Colombia y México; y el poder disolvente de las guerras del narcotráfico, capaces de marginar al estado y crear feudos territoriales dominados por fuerzas antagónicas, como en el caso de Colombia.
  • La corrupción en las esferas públicas, como factor de alteración de la moral social, la aparición de fortunas escandalosas, la ineficacia de la justicia para enfrentar a los corruptos, y la impunidad que frustra a los ciudadanos, que de la frustración pasan al cinismo, y el daño que la desmoralización frente a los fraudes causa a todo el tejido social, como en Nicaragua.
  • El derrumbe de la clase media frente a las medidas monetarias de ajuste y la falta de proyectos económicos viables que repongan a aquellos que en el pasado parecieron ser eficaces, y que crearon una memoria de bienestar y seguridad; y las alteraciones múltiples que ese derrumbe, visto como catástrofe, provoca en las vidas privadas: cambios radicales de condiciones de vida y de ocupaciones, desempleo, indigencia, frustración, migraciones, exilios, como en Argentina.
  • Las consecuencias sociales del deterioro ambiental y la contaminación, vistos también como catástrofes, envenenamiento de los ríos, deforestación masiva, uso de pesticidas prohibidos que causan enfermedades incurables, y por tanto, las consecuencias sobre las vidas de millones de personas.
  • La pobreza extrema, que al abrir nuevos abismos de miseria, abre a la vez nuevas zonas de conflicto social, y crea degradaciones que parecían imposibles, nuevos pobres más pobres que los otros pobres, para los que las favelas se vuelven un privilegio o sólo encuentran refugio bajo los puentes; o la situación de riesgo de los niños de la calle, asesinados por pistoleros, tal como lo vemos en la hermosa película brasileña Estación Central.
  • El poder contrastante de la globalización, vista como fenómeno cultural y económico, que a la vez que desmantela las formas tradicionales de producción, y exalta el mercado, provoca migraciones masivas, nuevas formas de servidumbre en el trabajo, como las maquilas textiles, y el abandono de la agricultura tradicional, y crea a la vez los «ghettos de punta» amurallados.
  • Las migraciones masivas clandestinas hacia Estados Unidos, como fenómeno social, no sólo desde México, sino desde muchos países de Sudamérica, y de Centroamérica, o las migraciones clandestinas desde Nicaragua a Costa Rica.
  • Los efectos de la globalización en cuanto a los viejos conceptos decimonónicos de soberanía, en los que todavía creemos pero empiezan a disolverse (jurisdicciones internacionales, libre tráfico de mercancías), y los sistemas mediáticos supranacionales que bajan directamente de los satélites a los hogares.

No son todos los temas, por supuesto, pero ni la escritura de realidades inmediatas, ni la escritura de imaginación, podrán escaparse a ellos, porque como fenómenos públicos, de trascendencia social, afectarán las vidas privadas. Y el relato de las vidas privadas seguirá ligado a los efectos de poder de la Historia pública tal como ahora es capaz de presentarse, no solamente como en el pasado, a través de guerrillas, golpes de estado, asonadas, levantamientos, dictaduras militares, enclaves bananeros y mineros, masacres de indígenas, desapariciones masivas, secuestro de recién nacidos arrancados del vientre de sus madres, sino de acuerdo a la nueva anormalidad de los tiempos, tal como en los ejemplos que he tratado de presentar.

Desgraciadamente, las transiciones democráticas en paz, los gobiernos honestos, los estados de bienestar ciudadano, el pleno empleo, no producen ni grandes reportajes, ni grandes novelas en el ámbito de la Historia pública, así como tampoco los matrimonios bien avenidos, los amores satisfechos, y el desprendimiento y la bondad, en el ámbito de la historia privada. La narración, en uno y en otro campo, se alimenta del conflicto. Y debajo de la Historia pública siempre estarán el amor, la locura, la muerte, el deseo, la ambición, la pasión, los celos, la disputa por la riqueza, que nutren a la condición humana. La condición humana que es la que crea el poder, y por tanto, crea la Historia pública.

Al fin y al cabo, en las novelas y en los periódicos escribimos sobre los seres humanos, y sobre su condición en la sociedad. Y cuando lo hacemos, como novelistas o como periodistas, no debemos perder de vista que detrás de nosotros, o delante de nosotros, debemos alimentar siempre un sedimento ético que de sentido a nuestro oficio, que lo haga trascender. Ese sedimento ético se parece muchas veces a la esperanza. La esperanza de que las cosas no pueden seguir siendo como actualmente son, y que al describir los males que nos agobian, y penetrar en ellos, es porque queremos que desaparezcan.

De las ambiciones por una sociedad perfecta de reglas morales estrictas y pensamiento uniforme han surgido grandes catástrofes. Esas ambiciones han sido muchas veces pervertidas por la intolerancia. Pero la utopía será siempre necesaria en la sustancia de la escritura. La esperanza en un mundo más justo, donde todos puedan sentarse al banquete de la civilización como ciudadanos, y no nada más como consumidores, según reclama la pensadora argentina Isabel Sarli. Una economía de mercado, pero no una sociedad de mercado, según reclama Lionel Jospin.

Y una sociedad, por supuesto, con periódicos y con libros. Periódicos de tersa textura impresos en el viejo papel que nos deparan los bosques silenciosos, libros que podamos abrir y oler con esa sensualidad que sólo ellos nos regalan. Periódicos que produzcan entre nuestros dedos el mismo ruido familiar cuando pasamos sus páginas.

«Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus -nos dice Walter Benjamin en su Tesis de Filosofía de la Historia-. En él se representa a un ángel que está a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja indeteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso».



La literatura y el periodismo habrán de colocarse entre nosotros bajo las alas del ángel de la historia, mientras queramos hablar de lo extraordinario. Las ruinas que se acumulan hacia atrás, en el pasado, nos servirán siempre para contar historias que asombren. Y junto con el ángel de la historia, iremos arrastrados de espaldas hacia el futuro, que será siempre lo desconocido, lo sorprendente, lo ignorado. Lo que siempre hemos llamado destino, en nuestras obsesiones y en nuestras vidas.



Managua, octubre 2002.





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