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Entrevista ping-pong: los amigos

Karly Gaitán Morales





El archivo fotográfico del escritor Sergio Ramírez se compone de casi cinco mil piezas o unidades, quizás poco menos de la mitad en blanco y negro y el resto en colores. Las cajas se dividen por temas principales: vida política, vida literaria y la familiar; luego se subdividen por años, países y eventos.

Hacer un recorrido por el contenido de la vida literaria escrito en fichas, que a la vez describen a detalle las imágenes, podría despertar primero curiosidad y después una gran impresión. Las imágenes revelan una larga vida dedicada al acontecer social literario, esto es, ferias de libros, presentaciones, entrega y recibimiento de premios, entrega de títulos doctor honoris causa, festivales, congresos, ponencias, debates, recitales, conversaciones de grupo, reuniones privadas, aniversarios, discursos, efemérides, lecturas, talleres, asociaciones en pro de la literatura, premieres de filmes basados en obras literarias, inauguración de locales para la cultura, y muchos más.

Al echar un vistazo a las fechas de cuando fueron tomadas y de los viajes y países siguiendo el hilo cronológico, el investigador se pregunta cómo es posible que una sola persona haya estado en tantos sitios e impacta mucho más si se comienza a hacer un análisis de las horas de avión, lo que duraban los eventos y las giras. Todo ello muestra una vida agitada, vivida a prisa, sin horas de sosiego, intensa. Al terminar de revisar sólo la primera parte de la vida literaria una sensación de asfixia se posa en la mente del observador, por tanta vida, tanto recurso que historiar, tanto recorte de periódico que se debe consultar para lograr realizar una crónica, si se deseara escribir. Y de sólo pensarlo la montaña de ideas y de trabajo que se avecinaría es enorme.

A esas horas y días invertidos en la literatura desde 1956, cuando Ramírez Mercado logró su primera publicación a los trece años con un cuento en el suplemento cultural del diario La Prensa de Managua, se suma la época política, primero en el movimiento antisomocista, desde la época estudiantil, luego el encabezado por el Frente Sandinista de 1971 a 1979 y después en el gobierno de 1979 a 1989, más las distintas campañas electorales y una diputación de 1990 a 1996. Los años ochenta para Ramírez fueron igualmente de viajes oficiales, representaciones como vicepresidente, misiones con el objetivo de buscar ayuda y solidaridad para Nicaragua, mil razones.

Este archivo que está frente a mis ojos y que mis manos hoy tocan será llevado muy pronto a la Universidad de Princeton para depositarse definitivamente entre los documentos históricos. Contiene cartas, postales, fotografías, documentos legales, borradores de obras escritos a máquina de escribir, manuscritos de cuentos y artículos, entre otras cosas. En el futuro próximo, para analizar a detalle o escribir sobre estos temas se tendrá que viajar a Nueva Jersey, así que antes de su clasificación y traslado he tomado apuntes del contenido y conversado con el autor sobre su amistad con algunos de los escritores que se ven en las fotos, escogiendo a treinta personalidades, pero que para esta publicación se ha elaborado la siguiente selección clásica enfocada en América Latina. Aunque he usado la técnica conocida como «ping-pong», las declaraciones de Ramírez van más allá de sólo toques, pequeños golpes o datos históricos:

Julio Cortázar

La impresión que yo tenía de Cortázar era bastante mítica porque de los escritores del boom quizás él era el más singular para mí, ya que la lectura de Rayuela había sido determinante en un momento para la juventud. En los años sesenta era un libro que planteaba toda una filosofía como la de mi generación, una filosofía lúdica, un poco anárquica, de contradicción de todos los valores burgueses y con mucha gracia, con mucha ironía, por lo que se volvió un libro insignia. Por aparte, tenía la consideración de Cortázar como cuentista, fue uno de los cuentistas que me ayudó a formarme en la precisión del uso del lenguaje de la narrativa corta y de la estructura, y era uno de los cuentistas que más admiraba. Siempre recuerdo que leí primero a Cortázar, después a Borges y a los otros del boom.

De manera que de esta relación de admiración pasé a tener la oportunidad de conocer a Julio cuando vino a Centroamérica en el año 1976, cuando llegó a Costa Rica invitado por el Colegio de Costa Rica, recién fundado por la escritora Carmen Naranjo. Pues llegó él a dar unas conferencias en el Teatro Nacional en San José. Ahí comenzamos esta relación que fue de simpatía mutua, inmediata, instantánea, al punto de que lo invitamos a visitar Nicaragua.

Ernesto Cardenal, quien estaba en San José, también apoyó la invitación y lo trajimos a Solentiname; por supuesto él de manera bastante irresponsable aceptó de inmediato, alquilamos una avioneta y nos vinimos con el actor y dramaturgo Óscar Castillo a acompañarlo hasta el pueblo de Los Chiles, en la frontera de Costa Rica con Nicaragua. Pernoctamos en la casa de José Coronel Urtecho. El comienzo de nuestra amistad está reflejado en el cuento suyo Apocalipsis de Solentiname, que escribió con motivo de esa visita, y luego me encontré con él ese mismo año en Frankfurt en la Feria Internacional del Libro. La Feria ese año fue una cumbre de la literatura en español, porque estaba dedicada a la región de América Latina, y entonces estuvieron presentes Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, Mario Benedetti, José Donoso, Manuel Puig, entre los que recuerdo, pero era un hervidero de autores latinoamericanos. De ahí me invitó a encontrarnos en París, así que fuimos a su casa, eso fue a finales de octubre de 1976.

Seguimos relacionándonos por correspondencia hasta que al poco tiempo vino la revolución y fue cuando comenzó a venir a Nicaragua constantemente hasta su muerte. Como consecuencia o producto de esta amistad le escribí el libro Estás en Nicaragua, donde relato todos estos incidentes de la relación amistosa, cómo comenzó y su proceso hasta el final, con su muerte.

Gabriel García Márquez

Con García Márquez me encontré por primera vez en Bogotá en el año 1977, en septiembre, por razones diferentes a las de Julio Cortázar, que fue por motivos literarios. Con García Márquez fue por política. Los organizadores de la revolución desde fuera de Nicaragua estábamos preparando el asalto a los cuarteles que ocurrió en octubre de ese año, como una operación militar que tendría como consecuencia la liberación del departamento de Rivas. Se iba a instalar en esa ciudad un gobierno provisional después de la toma, y necesitábamos que ese gobierno tuviera un reconocimiento internacional.

Entonces pensamos que el gobierno de Carlos Andrés Pérez, en Venezuela, era el más posible en dar este reconocimiento, y que la mejor manera de llegar a él era a través de García Márquez. Así que fui a Bogotá. No tenía la mínima relación con Gabriel García Márquez ni él sabía quién era yo hasta que José Benito Escobar, que era miembro de la dirección del Frente Sandinista, dijo que él lo había conocido en La Habana y me dio una carta. La probabilidad de que García Márquez se acordara de un guerrillero que había conocido en Cuba también era bastante incierta. Pero me fui a Bogotá con esa carta y sin paracaídas porque ni siquiera tenía su número. Con Juan Cobo Borda, un escritor colombiano que se comunicó con él, quedamos de que García Márquez me iba a recibir el día siguiente en los estudios de la RTI, porque se estaba filmando su novela La mala hora, dirigida por Jorge Alí Triana.

Nos reunimos en las oficinas, recuerdo que había muchas caseteras e instrumentos de filmación; ese fondo, digamos, escenografía, perdura claramente hasta hoy en mi mente. Le entregué la carta de José Benito y él la hizo pedacitos después de leerla, como buen conspirador que era, pero se mostró muy dispuesto. Creyó todo lo que le contaba, porque le conté un cuento que era obviamente exagerado, que habían mil doscientos hombres, que estábamos listos, que teníamos armas, que íbamos a tomarnos los cuarteles y que lo que necesitábamos era reconocimiento diplomático para el gobierno que se iba a instalar en la frontera, y él aceptó de inmediato ir a Venezuela a hablar con Carlos Andrés Pérez. En esa misma oficina tomó un teléfono y habló con una secretaria que le dijera cuál era el vuelo próximo a Caracas. Antes de despedirnos convenimos un código para hablar por teléfono, era parte de la seguridad para ambos. Quedamos que me iba a llamar a San José y el código era así: Carlos Andrés Pérez era el editor y el apoyo que nos iba a dar era el libro. Volví a San José mientras él partía a Caracas.

Ya en Caracas me llamó y naturalmente habló en el teléfono tal como acordamos: «Mira, el editor está interesado en la publicación del libro», me dijo. Esto se entendía que nos iban a apoyar y reconocer al gobierno. «¿Cuántos ejemplares me dijiste que eran?», me pregunta, le digo que mil quinientos, que era el número de hombres que yo le había dicho que iban a participar. Después me dijo: «Entonces el editor necesita que uno de los autores del libro venga a firmar el contrato a Caracas». Y se fue Ernesto Cardenal.

Él necesitaba que Ernesto llegara allá para que los dos se reunieran con Carlos Andrés. Ya despachamos a Ernesto y el día que iba a ser la toma de los cuarteles él estaba en Caracas esperando en la casa de Miguel Otero Silva con Gabo; los tres, esperando el resultado de los acontecimientos militares.

Por supuesto estos acontecimientos se dieron de una manera absolutamente distinta porque no se pudo tomar el cuartel de Rivas, tampoco el de Masaya y las únicas acciones militares que hubo fueron en San Carlos, las acciones menores de distracción y la única que se dio. Luego el asalto en la ciudad de Ocotal también fracasó, pero se dieron unas escaramuzas con la Guardia Nacional en un puente, una emboscada que fue exitosa. Entonces yo tenía el temor de que frente a estos resultados tan pobres, y que el gobierno provisional ya no se pudo instalar en la frontera, pues nos iban a ver como unos locos, pero no, al contrario, una de las cosas que más convenció a Carlos Andrés es que uno de los de la lista que yo le había dado, del gobierno provisional, era Felipe Mántica, y él conocía a Felipe porque un tío suyo, Carlos Pasos, quien era un luchador antisomocista que tenía mucho dinero, cuando Carlos Andrés había estado exiliado por Pérez Jiménez en Costa Rica, este señor le había ayudado mucho. Entonces cuando Gabo me llamó me dice: «Informa el editor que conoce muy bien a uno de los autores del libro, el autor principal, y que él está encantado y que sí, que vamos adelante con la edición». Una locura de código secreto.

Cuando Ernesto regresó nosotros pensamos que nos iba a arrastrar el fracaso en la relación con Venezuela, pero Carlos Andrés Pérez mandó a decir que quería hablar con Felipe y que esto lo veía como un comienzo, así que ayudaría. Y efectivamente nos empezó a dar cien mil dólares mensuales para el movimiento revolucionario, que entonces era un montón de plata.

Siempre que me encontraba con Gabo en cualquier parte del mundo me decía: «Tú me engañaste»; «¿y por qué?», le decía yo; «porque nunca hubo mil quinientos hombres», me reclamaba. Entonces le decía yo: «¡Sí, nunca hubo ni sesenta!». Y me defendía diciéndole que era como en la masacre de los bananeros que él describe en Cien años de soledad: «Vos decís ahí que son tres mil y en esa plaza no alcanzan ni cincuenta».

A partir de entonces él se interesó en el sandinismo, en la lucha contra Somoza y da la casualidad de que el contacto que nosotros teníamos en México, que después se incorporó al Grupo de los Doce, Carlos Gutiérrez, era el dentista de Gabo allá. Cuando volvimos a reunirnos en México en mayo de 1978 en Cuernavaca, pasamos juntos con nuestras familias todo un domingo.

Cuando ocurrió el triunfo de la revolución, que él siguió siempre muy de cerca, me llamó otra vez, así bien conspirador para decir que me mandaba un amigo, que iba a hospedarse en Managua. El amigo de Gabo me traía una carta de él y era un agregado político de la embajada soviética en México. Nosotros en Nicaragua tuvimos relaciones con la URSS gracias a Gabriel García Márquez, eso es histórico. Ya en 1980, para el primer aniversario de la revolución, él vino con Mercedes y se hospedaron con nosotros aquí en nuestra casa. Ya la relación era muy amistosa y familiar; después vino en 1982 y estuvo en radio Sandino hablando de su novela. Vinieron Julio Cortázar, Gabo, Chico Buarque, Roberto Mata, Mariano Rodríguez, Roberto Fernández Retamar... todos eran miembros de un movimiento de escritores que sesionaron en Managua y de ese encuentro sacaron un pronunciamiento por Nicaragua.

García Márquez volvió en 1985 a Managua para la toma de posesión, vino con Fidel Castro y con la delegación cubana. Estuvo tres veces visitándome en Managua en los años ochenta, en 1980, 1982 y 1985, aunque en 1985 como vino con los cubanos no se quedó en mi casa propiamente. Siempre me lo encontré en México cuando yo iba con algún viaje oficial, su casa era una parada para mí, me invitaba a comer y terminado el periodo de la revolución hemos mantenido una relación en términos personales. Nos vemos una vez al año en Cartagena o en Monterrey, México. Además está por aparte la amistad de Mercedes, su esposa, con Tulita, mi esposa.

Carlos Fuentes1

Tengo esta admiración por Carlos desde que comencé a leerlo en los comienzos del boom, a leer sus cuentos, Cantar de ciegos y La región más transparente. Curiosamente, a Carlos no lo llegué a conocer sino hasta tarde, en los años ochenta, porque recuerdo que estábamos en Viena en 1971, en una reunión de jóvenes dirigentes políticos donde estaba yo con Carlos Monsiváis. Después de ese encuentro nos vinimos con unos amigos a Viena, entre ellos Peter Schultze-Kraft, un amigo mío traductor alemán, y Carlos Fuentes estaba en la ciudad porque estaban estrenando una pieza de teatro suya ahí, El tuerto es rey, puesta en escena por una compañía francesa. Con Carlos Monsiváis habíamos quedado de vernos con Fuentes los siguientes días, pero ya no se pudo porque él regresó a Portugal con su padre.

Si la memoria no me traiciona nosotros nos comenzamos a relacionar por carta en los ochenta porque le mandé el original de Castigo divino. Cuando salió en España mi novela en 1988, a él le dieron el premio Cervantes; entonces coincidió que yo viajé a la presentación de mi novela y el día que iban a entregarle el premio, que fui a la ceremonia en la Universidad de Alcalá, apareció un artículo de él en El país, de página entera, sobre mi novela. Eso fue un empujón muy importante en mi carrera, que ayudó realmente mucho a la novela y luego a las traducciones. Ésa fue una enorme ayuda en mi vida, enorme, que nunca la voy a olvidar. Recuerdo que fue su traductor al inglés quien me llegó a buscar para una edición.

Luego Carlos Fuentes vino a Nicaragua para una de las reuniones de los tratados de paz en Centroamérica de Esquipulas que se iba a dar en San José, Costa Rica. Creo que era la primera vez que él venía a Nicaragua, vino con William Styron y nos reunimos aquí en mi casa varias veces los tres. Fue entonces cuando comencé a tener amistad también con William Styron. Ellos acompañaron a Daniel Ortega a la reunión en Costa Rica, iban como parte de la delegación de Nicaragua. Esa vez Fuentes hizo una visita muy extensa en Nicaragua, estuvo con Styron en los frentes de guerra, en Jalapa, en Matagalpa, eso fue en 1988. Después de las elecciones de 1990, cuando ganó doña Violeta Barrios como presidenta de Nicaragua, la esposa de Carlos Fuentes, Silvia Lemus, vino a hacerle una entrevista para una cadena inglesa de televisión y se hospedó aquí con mi familia en mi casa.

Desde entonces nos encontramos muchísimo en distintas partes del mundo y eventos. Él fundó la Cátedra Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara junto con Gabo, y soy miembro del Consejo Rector de esa Cátedra, por lo que nos vemos una vez al año en Guadalajara. Este año (2007) la reunión fue en Madrid, en la Feria Internacional del Libro. Hace poco acabamos de encontrarnos en el Foro de Iberoamérica que él fundó también, un encuentro que se hace anualmente entre intelectuales y empresarios de Hispanoamérica, él es el que preside ese foro.

Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa vino por primera vez en 1981, para realizar un reportaje sobre la revolución destinado a su programa La Torre de Babel, que se transmitía en Lima por Panamericana de Televisión. Nos conocimos en 1978, cuando habíamos coincidido en un encuentro de escritores organizado por el Pen de Dinamarca en un hotel de playa de Helsingor. Ernesto Cardenal y yo nos dedicamos, por supuesto, a recoger las firmas de los asistentes para un documento de solidaridad con la lucha sandinista. Mario, entonces presidente del Pen Internacional, precavido desde entonces, nos entregó una hoja aparte en la que consignaba su respaldo «a todas las fuerzas que luchan en Nicaragua por establecer la democracia».

Regresó en 1985, encargado por la revista dominical de The New York Times para escribir un reportaje sobre la revolución, y se pasó un mes entre nosotros, hablando de manera exhaustiva con todo el mundo y visitando todos los lugares, en compañía del novelista nicaragüense Lizandro Chávez Alfaro. El FSLN acababa entonces de ganar las primeras elecciones, celebradas en ausencia de la principal fuerza antisandinista, la Unión Nacional Opositora (UNO).

Mario volvió en 1990, tras la derrota del Frente Sandinista, encargado otra vez por la revista de The New York Times para realizar un reportaje sobre las circunstancias del país tras el cambio de gobierno, ahora en manos de la presidenta Violeta Barrios. Y la última, en enero de 2006, para recibir la Orden Rubén Darío que le otorgó el presidente Enrique Bolaños; en su discurso recordó de manera elogiosa a su cicerone del segundo viaje, Lizandro Chávez Alfaro.

Su posición, crítica y alerta, no gustaba mucho entonces a la izquierda militante comprometida en la defensa de la revolución enfrentada a Estados Unidos, como tampoco gustaba la de Octavio Paz, que fue objeto de manifestaciones de repulsa en México, después del discurso que pronunció en Frankfurt al recibir el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, el 7 de octubre de 1984, dedicado esencialmente al conflicto de Nicaragua.

Héctor Aguilar Camín, Ángeles Mastreta, Carlos Monsiváis, Álvaro Mutis, Rosa Regás

A Héctor Aguilar y a su mujer Ángeles Mastreta los conozco desde los ochenta cuando Héctor fundó la revista Nexos y la editorial Cal y Arena, nos encontramos por primera vez en México cuando presenté mi novela Castigo divino en el Museo Tamayo. Conocí en 1971 a Carlos Monsiváis durante un congreso en Salzburgo, siempre nos divertimos en pláticas sarcásticas y nos saludamos cada vez con un verso de Rubén Darío: «que púberes canéforas te brinden el acento…», y tengo también una vieja amistad con Álvaro Mutis, quien venía a Managua en los años ochenta a cobrar cuentas vencidas de películas alquiladas al Sistema Sandinista de Televisión, eso era parte de su trabajo de entonces, y como le dijeron que quien podía dar las órdenes de pagárselas era yo, me visitó en la casa de gobierno y platicamos por horas sobre literatura, y se olvidó de cobrar. Rosa Regás fue la secretaria del jurado cuando gané el premio Alfaguara en 1998 y ella fue de quienes respaldó mi candidatura, como supe después. Cuando gané este premio me la encontré a las pocas semanas en Guanajuato, México, en una jornada cervantina, fue cuando nos conocimos. Es una mujer admirable, franca y directa, y estupenda escritora.

Antonio Skármeta

Hace poco lo vi en Santiago, Chile, y estuvimos recordando los viejos tiempos de Alemania, cuando coincidimos en Berlín en 1976, él llegaba con la beca del DAAD que yo terminaba, así que le ayudé en ese momento de transición y a ubicarse en la ciudad. Mis hijos y sus hijos jugaban juntos. Cuando nosotros nos vinimos a Costa Rica a ellos le quedaron en herencia las bicicletas de mis hijos. Antonio fue el primero que leyó los originales de mi novela ¿Te dio miedo la sangre?, que terminé en Berlín, nos citamos en un café y hablamos de ella por más de dos horas, para mi halago. Antonio se distingue por su buen humor, además los chilenos entonces eran los mimados en Alemania, llegaban montones a Berlín, exiliados, desplegaban ese mismo buen humor de Antonio, parlanchines, activos. Recuerdo que también estaban los Parra, pero en Berlín Oriental, mucha gente maravillosa. También nos visitaba en Berlín Ariel Dorfman, que vivía exiliado en Holanda.

Chico Buarque

Lo conocí en Cuba porque los dos éramos jurados del premio Casa de las Américas, él era jurado de testimonio y yo jurado de cuento, en 1978. En el hotel donde nos retiramos a leer los trabajos, en la sierra de Escambray, hacíamos fiesta todas las noches, y teníamos entre los dos largas conversaciones. Luego vino a Managua dos veces, estuvo en el encuentro de los Intelectuales por la Soberanía en 1982, y después cuando se dio el festival musical en la Plaza de la Revolución que fue patrocinado por los holandeses en 1983. El disco lo editaron en Holanda. Fue muy importante para la revolución ese festival, estuvieron Chico Buarque, Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez, Daniel Viglieti, Pablo Milanés, todas las estrellas de la música testimonial, y por supuesto músicos nacionales destacados, Carlos y Luis Enrique Mejía. También se filmó un documental del evento. El disco de la música es muy lindo porque no fue editado, quedó con gritos, ovaciones y todo como sucedió. Es súper emocionante volver a escucharlo de vez en cuando.

Laura Esquivel

La acabo de ver en San Luis Potosí, México, en un festival literario y leímos ambos en una mesa, me cayó muy bien, muy sencilla. Ése fue el momento cuando la conocí y seguro me la seguiré encontrando en muchos otros eventos de escritores.

Eliseo Alberto2

Lo conocí con motivo del premio Alfaguara porque lo ganamos juntos en 1998 y desde entonces nos entendimos muy bien porque nos tocó hacer una gira juntos por varios países para promocionar las obras ganadoras, y nos volvimos amigos entrañables, como hermanos gemelos. Lichi es un hombre muy sensible, muy cubano en todo, y carga el peso del exilio con dolor, Cuba es su obsesión.

Isabel Allende

Cuando ella vivía en Venezuela y nadie la conocía como escritora a nivel internacional, me escribió una carta una vez y me mandó su primer libro autografiado, La casa de los espíritus, que es el que le dio más fama. Cuando yo promocionaba la versión en inglés de Margarita, está linda la mar en Nueva York, y ella promocionaba una de sus novelas, nos encontramos en el estudio de una radio y nos saludamos con alegría, como si nos conociéramos de toda la vida.

Juan Rulfo

Conocí a Juan Rulfo a través del escritor nicaragüense Lizandro Chávez Alfaro, quien vivió mucho tiempo en México. Rulfo era un hombre muy tímido, sosegado, pero ya así en la intimidad era muy gracioso, contaba cosas extrañas y atractivas de Jalisco, su tierra literaria. Nos reunimos varias veces con Lizandro en un restaurante que se llamaba Bellinghauser, sobre la Calle Londres, colonia Juárez, en la zona rosa, un restaurante alemán que a él le gustaba mucho porque además quedaba cerca del Instituto Indigenista, donde él trabajaba.

Lo había conocido en Costa Rica en 1964 cuando él asistía a un congreso de escritores. Yo tenía una gran y profunda admiración a Cortázar, a Fuentes y a Rulfo, los tres eran mis iconos. Entonces cuando llegó él, yo estaba bien jovencito, fui al hotel y le dije que lo quería invitar a cenar y me dijo que sí. Pero cuando llegué muy emocionado al hotel el siguiente día -¡Rulfo iba a cenar conmigo!-, a él se le había olvidado e iba saliendo a una cena oficial ofrecida por el presidente de Costa Rica, y lo encontré de casualidad porque estaba él dejando la llave en el mostrador del hotel y, claro, me vio y no se acordaba de mí. Le recordé lo que habíamos dicho y me dijo que tenía un compromiso, que iba saliendo. Pero, como todo admirador, llevaba un ejemplar de Pedro Páramo para que me lo firmara y ahí tengo actualmente ese autógrafo: me lo firmó en el mostrador. La última vez que lo vi fue en 1976 en Frankfurt en La Feria Internacional del Libro. Era muy tímido estando ya en reuniones sociales.

Augusto Monterroso

Como Monterroso pertenecía a esta fraternidad centroamericana que vivía en México, sobre todo formada por guatemaltecos, donde estaba Ernesto Mejía Sánchez, cuando íbamos a México en pandilla, o sea, en grupo, con los guatemaltecos, fue cuando lo conocí en los años sesenta. Él venía a Costa Rica a las reuniones literarias que realizábamos en el CSUCA, así nos relacionábamos, y él con todos los demás invitados, claro. En 1974 llegó a Berlín con su hija invitado por el gobierno de Alemania, y se quedó en mi casa una semana, fue en ese tiempo cuando más compartimos y conversamos, siempre irónico, ingenioso, imprevisible en sus sarcasmos.

Ernesto Cardenal

A Ernesto lo conocí de nombre primero por La hora cero y por los Epigramas, pero sobre todo por La hora cero, un folletito que se imprimió en México por la editorial Ecuador 000; venía con unos grabados, esa fue la edición príncipe. Después lo seguí a través de La Prensa Literaria, cuando se fue a hacer sacerdote, la historia de su relación con Thomas Merton. Y cuando yo estudiaba en la universidad de León, en la pieza donde yo vivía habitaba también Napoleón Chow, que era amigo de Ernesto, porque se escribían. Yo lo miraba que recibía cartas de él y así sabía de Ernesto.

Nosotros éramos izquierdistas, bueno, Napoleón Chow no, pero sí el movimiento «Ventana». Creo que Ernesto estaba al tanto de esto, y del movimiento de la Generación Traicionada, porque en esas cartas él se identificaba contra la izquierda, él era anticomunista y se oponía al tipo de literatura que defendíamos nosotros, literatura comprometida. Cuando se lo recuerdo ahora, nos reímos.

Al poco tiempo Ernesto se vino de la trapa y se fue a estudiar a Colombia donde hizo sus órdenes sagradas. A pesar de las discusiones entre nosotros los de «Ventana» y la Generación Traicionada éramos muy amigos Edwin Yllescas, Roberto Cuadra, y ellos eran muy amigos de Ernesto; entonces cuando él vino a Nicaragua a través de ellos fue que lo conocí y fuimos a Masatepe a almorzar a la casa de mis padres. Después de Masatepe fuimos a la laguna de Masaya y anduvimos paseando.

Cuando él fundó la comunidad en Solentiname yo nunca estuve cerca. La relación constante y permanente con él vino luego a través de José Coronel Urtecho, porque yo solía ir al río San Juan a visitarlo desde San José, Costa Rica. Ernesto llegaba en su bote San Juan de la Cruz a la finca Las Brisas en el río Medio Queso. Ahí solían llegar también Pablo Antonio Cuadra y Fernando Silva, pasábamos fines de semanas encantadores hablando de literatura.

Mi relación amistosa con Ernesto, a medida que avanzaban los años setenta, se fue volviendo más política alrededor de la lucha contra Somoza, hasta que en 1973 comenzamos a conspirar para iniciar un movimiento revolucionario con Edén Pastora, Carlos Coronel y Raúl Cordón, un movimiento armado revolucionario alternativo porque era un momento de gran crisis en el Frente Sandinista que casi había desaparecido de la vista pública. Pero eso fue casi efímero. Recuerdo que en mi carro que tenía en San José, un Volvo, nos montábamos y conversábamos dando vueltas por La Sabana. Cuando me fui a Alemania y lo vendí, la mitad de la venta de ese carro se la dejé a este movimiento, pero obviamente quedó en nada. Luego cuando volví en 1975 Ernesto llegaba a San José y en ésas nos encontramos con Julio Cortázar y toda la historia de la famosa visita a Solentiname.

Hemos sido vecinos por más de treinta años en Managua, amigos entrañables.

Pablo Antonio Cuadra

Mi relación con Pablo Antonio fue a través de La Prensa Literaria, que se editaba en Managua, o sea, yo lo conocía a él y él no me conocía. En 1956, cuando yo tenía trece años, el suplemento publicaba cuentos vernáculos, entonces se me ocurrió escribir uno sobre la leyenda popular de «La carreta nagua». Lo mandé. No existía La Prensa Literaria como tal sino que venían unas hojas los domingos dentro del periódico, que eran de literatura. Un domingo me sorprendí de ver mi cuento publicado con unas ilustraciones. Ésa podríamos considerar que es mi primera publicación, la primera de mi vida. Pablo Antonio Cuadra puso en el titular en grande Cuento de «La carrera nagua» versión de Masatepe. Yo creo que él ni sospechaba mi edad, porque me dio esa importancia tan grande, a mí, un muchacho de trece años. Él debe haber pensado que yo era un viejo que conocía esta leyenda popular heredada de varias generaciones o que recordaba estas tradiciones de su infancia, quién sabe qué cosa pensó. Pero, además de no ser así, la historia era un cuento, yo lo inventé, no era una leyenda ni nada tradicional. Esto me pareció muy divertido, las circunstancias de la primera publicación de mi vida.

Después en septiembre, cuando se celebraba el centenario de la Batalla de San Jacinto él publicó otro escrito mío en el lugar donde aparecía el editorial de La Prensa, el propio 14 de septiembre. También me sorprendí de la gran importancia que le dio a mi escrito. Nos conocimos finalmente cuando publicamos la revista Ventana y llegué a dejarle un ejemplar a las instalaciones del diario, eso ya fue en 1960.

También yo asistía a las tertulias que se hacían en su oficina. Él tenía una forma de magisterio que si algo no le parecía no lo publicaba, pero no te andaba haciendo críticas ni comentarios de nada. Sólo el hecho de que saliera un texto de alguien, un poema, un cuento en La Prensa Literaria era una calificación. Como ya le dije, lo miraba con regularidad cuando íbamos a la finca Las Brisas de José Coronel Urtecho. Él llegaba bastante a este país a visitar a su hermana Leonor en San José y a esa casa lo iba a ver. Cuando me fui a Alemania mantuve en La Prensa Literaria una columna que se llamaba igualmente Ventana. Yo la escribía en Berlín y se publicaba en La Nación de Costa Rica, también, así que estábamos siempre comunicándonos.

Tres magisterios tuve, el de Pablo Antonio Cuadra, el de Mariano Fiallos Gil y el de Coronel Urtecho. Sin ellos no sería lo que soy.

Claribel Alegría

La relación con Claribel era epistolar. Nos escribíamos mucho cuando yo estaba en Costa Rica y ella en Mallorca, pero nos seguimos escribiendo cuando yo estaba en Alemania y muchos años más. Quizás el primer contacto lo tuvimos a través de Ítalo López Vallecillo, salvadoreño y director de EDUCA. Esas cartas las tengo todas en mi archivo, que se va ahora a la Universidad de Princeton. Nos encontramos por primera vez en el café de la Paix de París y luego en Costa Rica. De ese encuentro hay una crónica de José Coronel Urtecho, porque ella vino a San José y él escribió su libro sobre Claribel, que se llama Líneas para un boceto de Claribel Alegría. En esa crónica se detalla todo lo que ocurrió en un almuerzo con escritores que hicimos en Costa Rica, quiénes estaban, cómo nos presentamos, cómo se sentó él a hablar con ella en el sofá de la sala de mi casa. Si algo disfruto a plenitud es el ron de las cinco de la tarde en casa de Claribel, su risa cantarina, su alegría contagiosa.

José Coronel Urtecho

Fue en los mismos años de la revista Ventana, porque él estaba recién regresado de España, donde estaba como diplomático, agregado cultural, creo. Para mí él era un personaje mítico, sobre todo por Rápido tránsito, un libro que yo admiraba, pues es de los libros fundamentales que se han escrito en Nicaragua. A Coronel Urtecho lo conocía también por sus traducciones de la poesía norteamericana, que me influyeron muchísimo, toda la poesía norteamericana que fue traducida por él y Ernesto Cardenal. Cuando me dijeron que Coronel estaba en Nicaragua fui a verlo con Edwin Yllescas a la casa de su hermana, doña Lola Coronel de Chamorro, en la Calle Candelaria de la antigua Managua. Conocí su magisterio, que era diferente, porque el magisterio de Pablo Antonio Cuadra era muy silencioso, pero el de Coronel Urtecho era el de un hombre absolutamente parlanchín que no dialogaba, no oía, sólo hablaba y hablaba y pasaba de un tema a otro. Ésas eran las cosas que me maravillaban, que pasaba de un tema a otro con una gran propiedad, con un gran conocimiento.

Nos seguimos encontrando por sus viajes a Managua y porque comencé a ir a verlo al río San Juan. Además yo era amigo de sus hijos, sobre todo de Luis y de Carlos, el menor. Hacía estas excursiones a su casa cogiendo un avión destartalado en San José que aterrizaba en un aeropuerto anegado de lodo, a veces, y en otros momentos era un polvazal donde había siempre vacas pastando. El avión daba varias vueltas antes de aterrizar para que hubiera tiempo de apartar las vacas. Había un jeep de la hacienda esperando para llevarnos a Las Brisas; la casa hacienda de madera quedaba en una loma donde se divisaba el río Medio Queso, al que se llegaba en bote por un caño en los llanos. Eran unos viajes fascinantes porque ese lugar era el fin del mundo, con la naturaleza viva y la soledad en pleno.

Gioconda Belli

A Gioconda, al igual que muchos de los escritores de los que hemos hablado, la conocí en Costa Rica en 1976. Ella había salido de Nicaragua para México después de la famosa toma armada de la Casa de Chema Castillo, y allá conoció a Eduardo Contreras, el comandante Cero de esa operación. Se había quedado exiliada un tiempo, después se fue a vivir a San José y entonces empezamos a trabajar en la misma célula de propaganda del Frente Sandinista. Ella y yo nos vimos por primera vez cuando nos encontramos en el foyer del Teatro Nacional para una actividad cultural. Cuando envió su libro de poemas Línea de Fuego al concurso de Casa de las Américas en La Habana, que ganó, yo le sugerí ese nombre para el libro, siempre he disfrutado del privilegio de leer sus libros antes de ser publicados.





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