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Esplendor del Caribe

Sergio Ramírez





Todos somos del Caribe -estoy oyendo que podría decirme, tan dueño de sus frases con filo de estilete, Edgardo Rodríguez Juliá- todos quienes habitamos islas, meandros y la tierra firme, montes y llanuras que rodean este mare nostrum de la imaginación. Todos, salvo quienes, por ejemplo, viven en esa alta planicie de lluvias frías de Santa Fe de Bogotá, lejos de los fragores marinos de la costa caliente, y donde la única lujuria del paisaje son las reglas gramaticales. Todavía hace poco se vestían los bogotanos de luto riguroso y llevaban paraguas de seda, maestros temibles de la circunspección, hasta que apareció por las calles para alborotarlo todo el temible Pedro Navaja, seguido de su corte de narcotraficantes alhajados en cuello, muñecas y dentadura, y que se sientan, además, en retretes de oro macizo.

El Caribe, esa deidad tan ubicua y tan vasta, coronada de pámpanos y flores negras de Citeres, que comienza donde uno quiere que comience y termina en un confín de sombras vaporosas donde navega el bergantín en cuya proa se alza, enfundada, la primera guillotina traída a América por Víctor Huges, el oscuro y ardoroso comerciante marsellés afincado en Puerto Príncipe, héroe dual que vive en las páginas de El siglo de las luces. Mar revuelta, encajes de espumas sanguinolentas tejidos en la prosa de Alejo Carpentier, real y maravilloso novelista, cuyo centenario celebramos este año.

Tal vez comienza el Caribe en tierras del Dorado, río Magdalena abajo, desde la ciénaga a las aguas teñidas de colores lúbricos que se revuelven frente a Cartagena, allí donde el cabello de las doncellas difuntas enterradas en los conventos crece para siempre jamás; hacia Barranquilla en fiesta perpetua, adonde se sigue yendo el caimán de fauces descomunales, dormido como un niño en la corriente; hacia Santa Marta, donde recaló adolorido el libertador, ya sin espada que empuñar; y de allí, al otro lado del cabo de La Vela, hacia Maracaibo, junto al lago de oro negro; y hacia Caracas, tras el cerro del Ávila prendido de misérrimas casuchas infinitas, el País portátil de Adriano González León.

Y entonces, después de tanto andar y navegar por entre tantas islas, sabremos que esos colores lúbricos están también en el habla, en la lujuria del acento que se dispersa como un polen sagrado: no hay venezolano circunspecto, aunque sea un venezolano andino, porque todo allí es una revoluta de discusiones donde la palabra se arrebata a mansalva. Paseando a pie, de noche, por esas calles provincianas de Caracas, atrapadas entre autopistas y rascacielos excesivos, porque en el Caribe todo es también una exageración, se podría estar, igual, en cualquier barrio de Tegucigalpa rodeado de cerros, barrios plateados por la luna donde los vecinos se sientan a conversar en las aceras y brillan entre las acacias del andén las farolas de las farmacias de turno.

Oigan esos ecos cantarinos, esas parrafadas que terminan atropellando en un solo sostenido las palabras mutiladas. Son los mismos dejes, los mismos acentos que ya oímos antes en Barranquilla, en Cartagena, en Santa Marta, en Maracaibo, y que seguiremos oyendo en Veracruz, en Panamá, en Santo Domingo, en La Habana, en San Juan, una sílaba comida, una entonación risueña, un registro más alto, una muletilla esplendorosa, tan sólo como leves distinciones de un mismo cantar en el que suenan, a lo lejos, los tambores africanos que los esclavos escuchaban en lo hondo de sus sueños, hacinados en los barcos que los traían desde Guinea y desde el Congo.

Hablamos cantando, hablamos cantado. Pregones de fruteras, pregones de cerrajeros, pregones de lotería. Y hablamos contando. Todos somos novelistas en ciernes, desde luego que a cada quien, desde la infancia, lo deslumbra una historia maravillosa. Todos somos nietos de una novelista que es la abuela, todos hemos sido llevados de la mano a conocer el hielo por un abuelo. El polen mágico, las palabras y sus músicas y sus ecos vuelan sobre el mar de las Antillas arrastradas por los vientos de tormenta que empujan las velas en harapos del barco errante de Víctor Huges, libertador de esclavos y luego monteador de esclavos, el barco errante que aparece de nuevo en las páginas de Cien años de soledad.

O voces, y músicas, y ritmos, y cantos, pregones, historias cantadas o historias contadas, que pueden oírse de una ciudad a otra, de una isla a otra, de una costa a otra, el sonsonete del ballenato cuando salga de parranda no me acuerdo de la muerte que desde Río Hacha se revuelve en ecos hasta México, costa adentro, donde otra voz melancólica responde en un corrido, murmullos bajo tierra de las voces de los muertos de Juan Rulfo, no vale nada la vida, la vida no vale nada; voces que oyen también en alta mar los marineros, a como oyen los timbales de las cumbiambas que suenan hasta el amanecer en las bocas del Magdalena, o los sones de una guaracha que traen los vientos del Jibao, o como se divisan desde isla Mujeres las luces de la isla de Pinos, al otro lado del mar, si la noche es serena y el cielo está despejado de borrascas. Un mar de ecos, un mar de espejismos.

Yo vengo del otro Caribe, el de la costa del Pacífico de Centroamérica. Allí, donde yo vivo, también reina la exageración. Después de un aguacero los ríos no vuelven jamás a su cauce, y también hay huracanes que pueden soplar noches enteras, y volcanes que amanecen humeantes donde antes era campo llano. Y revoluciones, que también cambian para siempre el paisaje y vuelven codiciosos a quienes una vez estuvieron dispuestos a sacrificarlo todo, tal la maldición de ese Víctor Huges revolucionario intransigente que después llegó a empuñar el fuete del amo. Los escritores del Caribe, como Carpentier lo probó con creces, somos hijos dóciles de la misma exageración.

Los ingleses inventaron en la costa del Caribe de Nicaragua, para beneficio de los novelistas, una dinastía de reyes zambos, los reyes misquitos coronados con pompa en la catedral anglicana de Kingston, y que recibían cada año, como dote real, una generosa provisión de barricas de ron. Uno de esos misquitos, marinero de un bergantín de la flota de Dampier, fue abandonado en castigo a su indolencia en la isla desierta de Juan Fernández.

Se llamaba Robin. Daniel Defoe lo transformó en Robinson Crusoe, un europeo dueño de la hazaña de valerse por sí mismo en la soledad. De allí viene el mito. Es un mito europeo, el hombre civilizado capaz de resistir las más duras condiciones materiales, no sólo el aislamiento espiritual. Nosotros, aquí donde vivimos, no conocemos la soledad. Pero este Robinson Crusoe es, de todas maneras, un personaje del Caribe que nació en el Caribe, porque no hay mito que se nos escape ni invención que no tenga aquí sus raíces alucinógenas. Aquí, donde se incuban las mejores ideas redentoras y los sueños más perversos.

¿Dónde si no habría de aparecer Henri Christophe, el antiguo cocinero de una fonda en Cape Française que inventó el trono de Haití para coronarse rey? Un rey que a diferencia de los fantoches de la dinastía de los zambos misquitos de Nicaragua, tenía poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que él mismo había liberado, después de pasar a cuchillo a los colonos franceses, y que bajo su férula volvían a ser lo mismo de siempre, esclavos.

Hizo construir encima de las lejanas rocas de las cumbres del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière, cada bloque de piedras subido a lomo de sus súbditos, y en el palacio de cantera rosada de Sans Souci estableció su remedo de corte francesa con duques y marqueses que llevaban ahora las pelucas empolvadas de sus antiguos amos, una corte que quería ser más suntuosa que la que había seguido a Paulina Bonaparte, en el mismo Haití, por los salones de su propio palacio de Cape Française.

Henri Cristophe, el esclavo liberto dueño de esclavos, es el personaje de la novela El reino de este mundo de Alejo Carpentier, como lo fue de la pieza Emperor Jones de Eugenio O'Neill. «¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?», dice el mismo Carpentier.

En nuestro mar cerrado nació la imaginación más desbocada, porque los hechos eran desbocados. ¿La realidad persigue a la imaginación o es la imaginación la que persigue a la realidad? A las ventanas del palacio de Sans Souci se asomaban damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle de los vestidos de moda. En uno de los suntuosos salones ensayaba una orquesta de cámara. Los oficiales de casaca roja y bicornio, con espadas al cinto, parecían oficiales napoleónicos. Una corte de negros servida por esclavos negros. «Negras eran aquellas hermosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones». Y aquel mundo maravilloso se vuelve inexplicable para Ti Noel, el antiguo esclavo, ya anciano, que lo está viendo todo con ojos de asombro, y sobre cuya espalda los capataces van a encajar pronto una piedra para que la lleve, uno más entre aquel hormiguero de esclavos, hasta la cumbre donde se construye la fortaleza de La Ferrière.

«Para empezar», dice Carpentier, «la sensación de lo maravilloso presupone una fe», y lo maravilloso comienza a serlo de verdad cuando surge de una alteración de la realidad. «Porque no es el hombre renacentista quien realiza el descubrimiento y la conquista, sino el hombre medieval», dice Carpentier. No era la modernidad la que trajeron consigo, sino el pasado represado que se resolvía en oscuridad de sacristías, supersticiones, brutalidad patriarcal. Un mundo nuevo que iba a moldearse a semejanza de otro que se volvía ya caduco, pero lleno de los engendros de la imaginación que fulguraban en esa oscuridad. Los exagerados y arbitrarios engendros de los libros de caballería que Cervantes no tardaría en someter al juicio de las risas, volviéndolos risibles.

En el Caribe se sufren fiebres que derriten la imaginación, como lo probaron los conquistadores. El Dorado, hacia el sur, en tierras de Macondo, ciudades pavimentas de oro macizo, cúpulas y almenares de diamante, árboles que daban joyas en lugar de frutas, el viento que llevaba en el aire polvillo de oro como si fuera arena. Y hacia el norte, la Florida, donde bastaba meterse en las aguas de los ríos, que eran las aguas de la eterna juventud, para perder de inmediato las inapetencias sexuales y las magras carnes de la senectud, y recuperar las alegrías y los bríos de la mocedad, como en el cuadro de Lucas Cranack. El Dorado, donde ahora se libra la guerra más desalmada que nunca antes vieron nuestros ojos, y la Florida, donde ahora se alzan las torres de los castillos de Disneyworld.

Pero por causa de esos sueños los conquistadores fueron comidos por la fiebre y por las fieras, y tragados por los torrentes. El cadáver de Hernando de Soto, atado a un tronco, fue echado por sus hombres a las aguas del río Mississippi, otro río del Caribe, y allí terminó su búsqueda de la fuente de la eterna juventud.

Aún en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaron todavía a la búsqueda de El Dorado, dice Carpentier, y «en días de la revolución francesa -¡vivan la razón y el ser supremo!-, el compostelano Francisco Méndez andaba por tierras de la Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares». Pero en Los pasos perdidos nos devuelve a los rigores exaltados de la realidad apenas la barca de los viajeros empieza a adentrarse en el Orinoco, cuando aún se piensa en la ciudad encantada de Manoa: los hombres anfibios que iban a dormir al fondo de los lagos, y los que se alimentaban con el solo olor de las flores; los perrillos carbunclos que llevaban una piedra resplandeciente entre los ojos, las piedras de prodigiosas virtudes halladas en las entrañas de los venados, los tatunachas bajo cuyas orejas podían cobijarse hasta cinco personas -recuerdos de los libros de caballería y recuerdos Colón-; los que tenían las piernas rematadas por pezuñas de avestruz, y la Arpía Americana, exhibida en Constantinopla, donde murió rabiando y rugiendo, y cuyos portentos habían sido cantados a lo largo de dos siglos por los ciegos del Camino de Santiago.

El Caribe no es sólo un espacio geográfico. También es una confluencia de visiones y obsesiones. Todo lo que respira con el aliento de un animal oscuro vestido de lentejuelas es el Caribe. Una tierra bárbara. En el Caribe llamamos bárbaro a todo lo que es muy bueno, increíblemente bueno, muy bello. Una mujer bárbara. Un crepúsculo bárbaro.

Un poeta bárbaro, como Rubén Darío, paseado su cadáver en andas funerarias por las calles, vestido de peplo griego y coronado de mirtos, antes de ser enterrado bajo las naves de la catedral de León. En aquel país de peones, arrieros, mozos de cordel y aurigas analfabetos, sólo unos cuantos eran letrados, y los que leían poesías se contaban con los dedos. Pero en la procesión fúnebre marcharon miles. Hacía un calor de infierno esa tarde del funeral y no se movían los penachos de las palmeras. Delante de la procesión las canéforas regaban pétalos de rosas sobre el empedrado donde ardían los cagajones de los caballos de tiro. Décadas después, en Guayaquil, avanzada del Caribe en el Pacífico, habrían de enterrar a Julio Jaramillo, el rey de las roconolas, en medio de un carnaval fúnebre al que asistió una multitud frenética de cien mil personas, un espectáculo que sólo en tierras estremecidas por los fragores de la exageración y el desenfreno se puede ver. De aquí de donde venimos nada se hace en solitario, ni nunca puertas adentro. Hasta las decepciones amorosas cantadas en las cantinas, se vuelven espectáculos.

Cocineros coronados. Comerciantes de ultramarinos dueños de la guillotina. Funerales como fiestas. Cantantes como reyes de naipes, tal cual Daniel Santos, héroe de todas las batallas pendencieras, y preso como reo de una de esas batallas en la cárcel del Príncipe en La Habana, donde compuso «El preso», «preso estoy sufriendo mi condena, la condena que me da la sociedad...».

Yo buscaba ese dato para mi novela Sombras nada más, porque la mítica popular repite en mi país que esa canción fue compuesta en las cárceles del Hormiguero, en Managua, bajo la dictadura de Somoza, cuando Daniel Santos, «vengo a decirle adiós a los muchachos», fue encarcelado por escándalo en la vía pública, según el alegato oficial, pero según el propio, por seducir a la mujer de un coronel. Me corrigió Edgardo Rodríguez Juliá, el del estilete, dueño de un humor de mar serena, que parece que nunca quiebra un plato: «Lamento informarte que no fue en una cárcel nicaragüense donde escribió esa canción. Para más detalles te tengo la sabiduría de Josean Ramos, quien fue secretario de Daniel en los años crepusculares de El Jefe. Josean fue para Daniel lo que Eckermann fue para Goethe...».

El Caribe es una dimensión geográfica, y una dimensión cultural, de encuentros múltiples, pero mucho más. Es el territorio del mito que nunca cesa. El sur de los Estados Unidos, el Mississippi que fluye hacia el golfo de México desde el venero de las novelas de Mark Twain. El profundo sur caluroso de William Faulkner. Yoknapatawpha. El Orinoco de oscuras aguas verdes incesantes, increíble como río porque más bien parece el mar, que está en Los pasos perdidos de Carpentier.

El queso bajo una jaula en el mostrador de la tienda de abarrotes en alguna página de Luz de agosto, de Faulkner, igual que en la pulpería de mi padre en Masatepe, donde todo olía a cuero, trementina, manteca de cerdo, candelas de cebo, kerosén. O al otro lado del mar Caribe, Macondo, donde un padre lleva a su hijo a conocer el hielo, como el coronel Félix Ramírez Madregil llevó en León de Nicaragua a Rubén Darío, su hijo adoptivo, a conocer el hielo, y las manzanas de California, y los cuentos pintados, y el champaña de Francia.

Es que somos parte de una misma tramoya, imágenes del mismo juego de espejos. La misma caja de música. «Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas, y galopas», le dice el Rey Burgués al filósofo. ¿Y cómo era esa caja de música del cuento de Azul de Darío? Carpentier lo explica: «[...] una gran caja de música en que unas mariposas doradas, montadas en martinetes, tocaban valses y redowas en una especie de salterio», y al lado de la que «había retratos de monjas profesas coronadas de flores» y una «Santa de Lima, saliendo del cáliz de una rosa en un alborotoso revuelo de querubines», que «compartía una pared con escenas de tauromaquia». Un tenderete de anticuario donde se abigarran artilugios e imágenes viejas y a la vez contemporáneas. Eso también es el Caribe.

La Florida, El Dorado. Norte y sur del arco que pulsa la brisa y que se tiende por el golfo de México. Veracruz de Carlos Fuentes y Agustín Lara. La multitud de islas que la golondrina negra de Derett Walcott se está llevando siempre hacia el África, a la deriva. El arco que pasa sobre el lomo de Centroamérica alisando su pelambre, Castilla de Oro, de vuelta al friso donde el caimán se está yendo siempre, otra vez, para Barranquilla, y de allí a los confines de las Guayanas y Trinidad Tobago, ese Caribe finis terris de sotavento, del five o'clock tea en las verandas, con sus buzones pintados de rojo y su estricta higiene municipal, decorado con mano victoriana por V. S. Naipul.

Una gran olla en la lumbre, el más excelso de los milagros culinarios híbridos, como el que Carpentier recuerda en El siglo de las luces:

«Desembarcóse al día siguiente en una costa desierta y boscosa donde [...] había cochinos salvajes. [...] Después de limpiarlos tendieron los cuerpos sobre parrillas llenas de brasas con las entrañas tenidas abiertas por finas varas de madera. Sobre aquellas carnes empezó a caer una tenue lluvia de jugo de limón, naranja amarga, sal, pimienta, orégano y ajo, en tanto que una camada de hojas de guayabo verde, arrojada sobre los rescoldos, llevaba su humo blanco oloroso a verde a las pieles, que iban cobrando un color carey [...]. Y cuando faltó poco para que los cerdos hubiesen llegado a su punto, sus vientres abiertos fueron llenados de codornices, palomas torcaces, gallinetas y otras aves. Entonces se retiraron las varas que mantenían las entrañas abiertas y los costillares se cerraron sobre la volatería [...] consustanciándose el sabor de la carne oscura y escueta con el de la carne clara y lardosa, en un bucán que fue Bucán de Bucanes».



Codornices en el vientre de la bestia. Un gran vuelo de cuervos que mancha el azul celeste. Una gran cocina de razas y lenguas y música y religiones y ritos. El gran melt pot sin parangones. Zainos, arahuacos, caribes, mayas, nahuas, chibchas, negros esclavos del África negra, mestizos, ladinos, mulatos, zambos, pardos y cuarterones, aventureros de Andalucía y porquerizos de Extremadura en coraza de conquistadores, y campesinos y tenderos de Galicia y de las Canarias, los colonos portugueses llenos de prosopopeya, las juderías sefarditas en éxodo asentadas en Curazao cuando huían de los progroms de sus santas majestades católicas, los árabes de Siria y Líbano y los palestinos del Imperio Otomano que hollaron todos los caminos como buhoneros antes de señorear en San Pedro Sula y Barranquilla, y los chinos de Cantón que llegaron de contrabando escondidos en barriles de tocinos salados, los hindúes de Bombay en sus tiendas perfumadas de sándalo, los holandeses luteranos, los corsarios franceses.

«Aquí no se habían volcado, en realidad, pueblos consanguíneos, como los que la historia malaxara en ciertas encrucijadas del mar de Ulises, sino las grandes razas del mundo, las más apartadas, las más distintas, las que durante milenios permanecieron ignorantes de su convivencia en el planeta», dice Carpentier en Los pasos perdidos. Un caldo barroco que hierve y no reposa. Bucán de Bucanes. La cucharada de prueba en busca de su sazón le toca a José Lezama Lima, una prueba de noche tropical, según Paradiso: «La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus bordes por la iguana columpiaba de nuevo a la noche».

El verde Caribe de los bananales de la United Fruit Company de las novelas de la trilogía del banano de Miguel Ángel Asturias, donde vemos el rostro del Papa Verde, el Caribe de la asesina fiebre del caucho de José Eustasio Rivera en La vorágine, el Caribe no menos verde de las plantaciones de cacao de Jorge Amado en Bahía, atlántico adentro, otra avanzada del Caribe, un universo el suyo habitado por personajes que bien pudieran vivir en La Habana o en San Juan. Los ruidos nutridos de la calle, el olor del salitre, del sudor y de las frituras, el alboroto de situaciones, el desenfado provocador de las mujeres que pueblan los escenarios calurosos de los mediodías encendidos, esos caballeros tan compuestos y presuntuosos que se pierden en los meandros de la noche en busca del algún amor patibulario.

Y las barriadas erizadas de antenas de televisión, donde se esconden los expulsados de las campiñas arruinadas, que se repiten en sus miserias y colores, en islas y tierra firme, esas barriadas donde nunca deja de sonar La guaracha del Macho Camacho tocada por Luis Rafael Sánchez, Azoteas donde flamea la ropa tendida, y las voces de soprano de las mujeres que se cruzan de una a otra ventana, asomadas a los balcones decrépitos llenos de tiestos de flores, como los que nunca dejó de ver Eliseo Diego en La Habana, «los balcones, de fragantes barandas de hierro, como flores extrañas, secas entre páginas...».

Un Brasil caribeño, no ese falso Brasil de Carmen Miranda bailando con un adorno de frutas tropicales de cera en la cabeza. El Brasil del maê de santo, o el pai de santo, las santerías bahianas que son las mismas de los altares haitianos del vudú, y de los ritos garífunas del wallagallo en Laguna de Perlas en Nicaragua, y de los altares cubanos de Regla consagrados a los santos yorubas donde comparece en busca de protección, para una limpia de malos espíritus, el mismísimo Enrico Caruso después que una bomba que descalabra el teatro habanero donde cantaba Aída lo hace huir, disfrazado de Radamés, a refugiarse a la cocina de un hotel, según está debidamente contado en la novela Como un mensajero tuyo de Mayra Montero.

Y los fetiches de Wilfredo Lam, y los gallos de Mariano Rodríguez que cantan a medianoche, y la noche negra del alma de Reinaldo Arenas, y las historias de George Lamming contadas a la luz de la lumbre, y la poesía de símbolos nutricios de Aimée Cesaire, y aquellas advertencias de que éramos desde entonces los condenados de la tierra en la voz apocalíptica de Frank Fannon.

Un territorio que está donde los vientos de la pasión nos empujen. Y así, a lo mejor, vamos a dar hasta el río de La Plata si pensamos en el candombe, esa música afrocaribe de donde nació la milonga y después el tango, una tesis peligrosa ésta, que si la llevamos más lejos, vendría a resultar en que Carlos Gardel, el morocho del abasto, sería también de estos pagos solares, más que de Toulouse o de Tacuarembó.

El tango, y también el danzón, mezcla excelsa de la contradanza de la corte francesa y el fragor de los tambores africanos inventado, a lo mejor, en las fiestas de la corte del rey Henri Christopher en Sans Souci, y las habaneras que Bizet llevó hasta las tramoyas de Carmen, y los boleros de Álvaro Carrillo en noche de luna, y las bachatas y los merengues de Juan Luis Guerra, ¡ojalá, de verdad, lloviera café en el campo!, y los vallenatos de Rafael Escalona, y los que canta Diomedes, prófugo de la justicia pero amado en todas las barriadas, y protegido por santos y sicarios. Don Pedro Flores, mayordomo de una central azucarera, las manos metidas en la melaza de la música. Obsesiones. Siempre obsesiones, no importa cuán alto esté el cielo en el mundo.

Y Benny Moré, un alarido solitario que nunca termina, y Bola de Nieve, caballeros, chivo que rompe tambor, con el pellejo lo paga. Y el calipso trinitario, y el reggae de Bob Marley, no woman no cry, el mambo «Patricia» de Dámaso Pérez Prado que sigue en el fondo de la noche en La Dolce Vita, y la rumba «El manisero» que está en Arroz amargo y que siempre sigue cantando el fantasma adorable de Silvana Mangano en un viejo disco de pizarra raspado por la aguja, y los timbales de Tito Puente, y toda la selva de Rómulo Gallegos que huele a frutos podridos.

Podemos navegar por esas aguas de espejismos sin perdernos, si acertamos a adivinar que no hay Caribe sin África, ése es el eje de la brújula. Sólo tenemos que poner oído a los tambores que palpitan en nuestras sienes, oír a través de los siglos el ruido de las viejas cadenas en los galpones de las plantaciones de algodón del sur de Estados Unidos, en los bohíos de los ingenios azucareros.

Y todo lo que llamamos Barroco es también el Caribe. Ese paisaje arquitectónico y de decorados que nos asalta desde las primeras páginas de El siglo de las luces, exuberancia y movimiento en las formas, crecerá en diversidad y contraste hasta el punto de una explosión, la explosión de una catedral indigesta de artilugios y ornamentos. Porque igual que el Caribe, esta novela es una representación barroca de elementos barrocos, un arrastre de la propia historia y sus tramoyas que hace contemporáneo el desconcierto de las acumulaciones del pasado.

Igual que Asturias, Carpentier pasa su visión por el tamiz del surrealismo. Y el Caribe es ya desde antes surrealista. «Sólo lo maravilloso es bello». Lo maravilloso, y lo desconcertante. La selva, madre de toda existencia, igual que el mar, que se abre como una muralla vegetal para dejar salir «un cargamento de mariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plumas de garza, pájaros vivos que silbaban de extraña manera, o piezas de alfarería antropomorfa, enseres líricos, cesterías raras... veinte indios que traían orquídeas».

Y otra vez, la vieja pregunta acerca de la realidad y la imaginación. Carpentier había nacido en un mundo barroco, que daba sustento a lo real maravilloso, y lo real maravilloso dio sustento luego al realismo mágico. Todo cocinado en el Caribe, todo resultado de esa mezcla incesante de elementos hirviendo en la lumbre, la convivencia de un mundo rural, antiguo, anacrónico, ecos de esclavos y gritos de encomenderos, con las pretensiones de mundo moderno, que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado. La supervivencia de aquel mundo viejo, al que nunca se come la polilla, produce el asombro.

El desajuste es lo maravilloso, y es real maravilloso porque es real. Mágico vendrá a ser todo lo demás, como el repentino despertar del vuelo de mariposas que alarga las noches porque forman manto tan denso que oscurece al sol. «Eran mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, estriadas de violado, que se habían levantado por miríadas y miríadas, en algún ignoto lugar del continente, detrás de la selva inmensa, acaso espantadas, arrojadas, luego de una multiplicación vertiginosa, por algún cataclismo, por algún suceso tremendo, sin testigos ni historia. Una noche diurna, enrojecida de alas».

Cuba es quizás el país más barroco de entre todos los nuestros, y el que acumula más nutridos elementos de cultura africana, y más elementos de la cultura peninsular española, por más tiempo, desde luego que el régimen colonial se prolongó hasta finales del siglo XIX. Cuba y Puerto Rico, escenarios de la agonía final del imperio español, destinado a disolverse en el humo de los cañones de la armada de los Estados Unidos, cuando aquel maltrecho Quijote ceñido de latas viejas, como lo vio Darío, se enfrentó a los búfalos de dientes de plata que salían a estrenar en las aguas esmeralda de este mar sus acorazados, con ímpetus de nuevo imperio.

Pero en el siglo XVIII los criollos de Cuba eran los más ricos de todo el Caribe, y los más ilustrados, dueños de las centrales azucareras y de los cañaverales, de las destilerías de ron, de las factorías de tabaco, del comercio de ultramarinos, más rica y próspera Cuba que la propia metrópoli arruinada. Es el mundo de abigarrados contrastes, de potentados y esclavos que se nos ofrece en vísperas de La Revolución Francesa en El siglo de las luces.

En sus páginas suena el clarín de una batalla, la batalla por los derechos del hombre que encandilará la imaginación de ese héroe confuso que es Víctor Huges. La Revolución Francesa viene a proclamar el fin de todos los privilegios reales, y los de casta, a anunciar algo tan peligroso y disolvente como la abolición de la esclavitud, el nuevo Evangelio que reverberará en los oídos de Henri Christopher el cocinero. Y Víctor Huges abolirá en Cayena y Guadalupe la esclavitud bajo el Directorio, agente fiel de Robespierre, y la restablecerá sin parpadeos bajo el Consulado, agente fiel de la Restauración.

Sofía, la heroína de El siglo de las luces, ha vivido todo para saberlo todo -al fin y al cabo Sofía no significa sino sabiduría. Aguarda el advenimiento del poder redentor, lo busca y lo provoca. Y el ideal resulta en desilusión porque Huges, el amante y el héroe, ahora montea con perros a los esclavos que una vez liberó, igual que Henri Christopher los hace llevar las piedras para construir sus palacios. Para Esteban, el otro adolescente hermano de Sofía, el ideal es intocable, y eso lo vuelve frágil y vulnerable. Ha sido la encarnación de la rebeldía ética, el individuo que quiere la revolución a su propia medida, como Cándido de Voltaire. Y ambos ven cómo los sueños de los ideales son trastocados por las pesadillas del poder. Los sueños de la razón que terminan engendrando monstruos.

«Las palabras no caen en el vacío», advierte Zohar: las palabras que llevan a la acción, y la acción que contradice las palabras. No hay conciliación posible. Lo alegórico para Carpentier es que las revoluciones son hechos históricos que desbordan la suerte de los personajes. Un péndulo que va y viene, de la luz hacia la oscuridad, repitiendo el mismo viaje desde siempre. El poder, que se vuelve contra los ideales. Las revoluciones terminan en fracasos éticos, y devoran a sus propios hijos, como Saturno. ¿Es un proceso que tiene fin, o se trata de una repetición dialéctica hasta la eternidad, sin síntesis posible?

Los ideales libertarios llegan a cristalizar luego la figura del caudillo que deviene en dictador, tal como Carpentier lo exhibe en El recurso de método. Es el dictador ilustrado, que ahora sólo entiende el poder a partir de su propia persona. El dictador arquetípico del Caribe, modelo de los demás dictadores que habrán de surgir luego en la vida, y en la literatura.

No libra Carpentier a las revoluciones de su sino trágico. Las revoluciones son deidades mudas, como la guillotina embozada que navega en las aguas del Caribe sobre la cubierta de un barco que será luego un barco fantasma. Nadie puede librar su cabeza de ese péndulo con filo de guillotina que es el destino vestido con los ropajes del poder.

«Una revolución no se discute, se hace», proclama Victor Huges, y eso es lo que hemos venido escuchando cada vez que se asalta el cielo, por alto que esté el cielo en el mundo. Es decir, cada vez que se asalta el poder. Pero para un novelista curtido como Carpentier, que prueba no ser ingenuo, la repetición de la historia humana no termina con ninguna ideología, o con la imposición de un régimen político.

Los seres humanos, que siguen siendo los mismos. El Caribe no cesa, ni tampoco terminan de reproducirse sus personajes. El Caribe, un acorde de músicas y un ruido de voces, como de tormenta. El Caribe que somos todos.



San Juan, junio de 2004.





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