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«Jeromín» de Luis Coloma: un sutil equilibrio entre novela histórica y novela de costumbres

Solange Hibbs-Lissorgues





Jeromín que se integra en un conjunto de narraciones tituladas Estudios históricos sobre el siglo XVI fue publicada bastante tardíamente1. En el prólogo introductorio de esta novela, Coloma aclara su propósito de «novelista historiador»: no se trata de estudiar hondos problemas de la historia o proponer una interpretación de acontecimientos o personajes polémicos sino de «vulgarizar por decirlo así, entre cierta clase de público algunas figuras unidas a grandes y trascendentales hechos de la historia y presentarlas enfocadas a la luz de la razón y del criterio católico» (Coloma, 1903, pág. 7).

El interés del jesuita por los temas históricos no era nuevo. En 1887, en su prólogo-dedicatoria de las Lecturas Recreativas publicadas por El Mensajero del Corazón de Jesús, Luis Coloma advertía a sus lectores de los peligros inherentes al género novelesco aun en el caso de que las intenciones de los novelistas fuesen morales. Estos peligros son evidentemente la frivolidad consubstancial a toda novela amena y la curiosidad así como el embeleso que puede suscitar. La ficción y la «fantasía» exaltan la imaginación del lector, alejándolo de la realidad. Al forjarse un mundo ideal «alejado de las ásperas realidades de la vida», el lector ya no es capaz de aceptar la «prosa de la vida»:

«De aquí nace el desengaño prematuro, el descontento de la vida práctica, la amarga misantropía propia del que, acostumbrado a mirar los hombres y las cosas como debieran de ser, no sabe tomarlas como son».


(Ibid., pág. 9)                


Este discurso sobre la novela no difiere del de la Iglesia en general y la desconfianza de Coloma con respecto a un género «frívolo y perjudicial en todas sus manifestaciones» le incita a condenar incluso la novela «verdaderamente moral, escrita con fin laudable y conocimiento profundo del corazón» (ibid.).

Pese a tantos recelos, el padre Coloma admite la necesidad de utilizar los talentos literarios de los escritores católicos para la buena causa y oponer «eficaces contravenenos a la mortal influencia que esparce por todas partes la ponzoña de las malas novelas».

Desde 1884 no vacila en poner su pluma al servicio de la revista jesuita El Mensajero del Corazón de Jesús en la que se difunden sus Lecturas Recreativas. El padre Coloma, que tanto desprecio ostentaba por la novela, justificaba su compromiso literario en dicha revista por la índole histórica de sus relaciones «novelescas en su forma, pero basadas todas en hechos históricos que las hacen diferir esencialmente de la novela cuyo argumento es siempre parte de la fantasía» (ibid., pág. 12).

No tardó dicha colaboración en producir abundantes frutos ya que la revista jesuita disfrutó de un indiscutible éxito comercial gracias al talento literario de Coloma. En su elogio del escritor, Alejandro Pidal y Mon menciona la «extensa popularidad que adquirió en breve con las obras del P. Coloma la exigua y poco conocida revista» (Pidal y Mon, 1908, pág. 45)2.

Es interesante notar que si Coloma reivindica el género histórico para algunos de sus relatos y novelas, no se deslindan de manera nítida las fronteras entre novela de costumbres y narración histórica. Para este «misionero» del alma, el «concienzudo estudio del corazón humano, el conocimiento de la ligereza y frivolidad de la época» son la senda más adecuada para contrarrestar las malas ideas. Intencionadamente Coloma titula sus Lecturas Recreativas «cuadros de costumbres» porque desecha en ellos «el idealismo sentimental y los efectos estéticos». En la década de los 80 cuando se publicaron las primeras obras del jesuita, ya se evidenciaba en la producción novelesca de algunos escritores católicos cierto prurito de lo que ellos mismos llamaron «realismo controlado». Este realismo de medias tintas es el que permite describir los vicios y las dolencias de la sociedad, bucear en los corazones y en las mentes sin llegar nunca a desvelar completamente situaciones y comportamientos cuya descripción anularía el propósito moral de la obra.

Estos principios que proclama el escritor jesuita en relatos como La Gorriona, ¡Chist!, La maledicencia, ejemplares por la pintura social y hasta naturalista de determinados ambientes, aparecen posteriormente en sus novelas llamadas históricas.

La obra en la que más evidentemente ha podido plasmarlos es Pequeñeces, publicada en 1890. En dicha novela, muy polémica en su época por los distintos niveles de lectura que proponía y tan compleja como la sociedad que pretendía describir, la realidad contemporánea, política y religiosa constituye el telón de fondo; pero más allá del análisis de los mecanismos y tejemanejes que preludian la Restauración y reflejan cierta clase social, en este caso la nobleza, la novela de Coloma constituye un auténtico cuadro de costumbres y utiliza los elementos más significativos de la Historia del momento para hacer resaltar las ambigüedades y contradicciones de los comportamientos humanos.

En Pequeñeces que, según palabras del propio Alejandro Pidal y Mon, «chorrea la vida con gran conocimiento del medio ambiente social en que se desarrolla la trama [...]», el enfoque dista evidentemente mucho de la perspectiva de la novela «idealista» de Fernán Caballero en la que se fijan de manera casi arqueológica tipos simbólicos y costumbres o de las novelas de tesis como las de un Ceferino Suárez Bravo (Guerra sin cuartel, 1885), en las que la Historia «oficial», hagiográfica, conlleva una visión simplificadora de los comportamientos y de las motivaciones de los distintos «actores» (Pidal y Mon, 1908, pág. 49).

El hilo conductor que vincula el propósito moralizador del discurso de Coloma (discurso conforme con su ideología tradicionalista) con el análisis «realista» e incluso naturalista es la denuncia del materialismo, de la inmoralidad y de la frivolidad de la civilización moderna que a juicio del novelista jesuita han contaminado a toda Europa en el siglo XIX. Este sutil equilibrio que Emilia Pardo Bazán valora muy favorablemente por lo que se refiere a algunas obras del padre Coloma representa para ella el principal mérito de esta producción novelesca católica «de nuevo cuño».

Aunque admite los límites de un novelista preocupado ante todo por las exigencias morales impuestas por su estado eclesiástico, la Pardo Bazán reconoce que la finalidad edificante de las narraciones de Coloma nunca excluye el mérito literario o la verosimilitud de las situaciones:

«Un realismo "controlado", que va tomando de la realidad, con mano a la vez atrevida y cauta, los elementos que necesita, resuelto a no desfigurarlos, pero diestro en no admitir los que pudiesen contrariar sus propósitos».


(Pardo Bazán, 1893, pág. 105)                


Publicado después de Pequeñeces, Jeromín (1903) es una novela interesante por distintos conceptos. Primero porque refleja la evolución de una producción novelesca que pretende adaptarse a determinadas necesidades formales de su época. El «realismo artístico» de Coloma, concepto acuñado y reivindicado por algunos autores católicos de finales del XIX para valorar la obra del escritor jesuita, refleja un evidente cambio de estrategia literaria: se trata de recuperar las «armas del enemigo» para hacer «buena literatura». En su novela Jeromín, Coloma subraya que utiliza la Historia para satisfacer las exigencias de un determinado realismo. Como en Pequeñeces, los elementos históricos se prestan al estudio del entorno social y político de la época tratada. Por lo que se refiere a Jeromín aunque no sea una novela histórica contemporánea cumple con la misma finalidad.

Mientras que en Pequeñeces, novela histórico-política, el jesuita fustiga el canovismo, la burguesía corrompida, la nobleza transaccionista que reflejan «la impúdica y funesta tolerancia de las grandes sociedades modernas» (Coloma, 197 pág. 151), en Jeromín se trata de poner en escena un período ejemplar de la Historia española durante la cual la monarquía de Felipe II y la nobleza representada por Juan de Austria supieron defender los valores sobre los que se edificó la nación española3. Más allá del relato histórico que asocia los acontecimientos simbólicos (muerte del Emperador Carlos V, auto de fe de Valladolid en 1558, victoria en la batalla de Lepanto y reconquista de Granada después de la sublevación de los conversos en 1568), se perfila la historia interna (en el sentido galdosiano de la palabra) con la descripción de las fuerzas y debilidades de los individuos, actores a menudo olvidados por la Historia oficial. Y es precisamente en el punto de convergencia de ambas perspectivas donde se elabora la novela de costumbre.

La evocación del monarca Felipe II y de su hijo el príncipe Carlos era un tema delicado en la época en la que Coloma redactaba Jeromín. Numerosas interpretaciones históricas con respecto al despotismo de Felipe II y a los excesos de la Inquisición y además con respecto a la hipotética herejía del príncipe Carlos, sospechoso de luteranismo, oponían a historiadores católicos como Menéndez Pelayo, Valentín Gómez, Juan Manuel Ortí con Lara y otros más moderados e incluso liberales como Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón y Vicente de la Fuente.

En su Historia de los Heterodoxos (1880) y más precisamente en el segundo tomo dedicado a la época de la Contrarreforma y del siglo XVI, Menéndez Pelayo había incurrido en un feroz ataque contra el historiador Juan Antonio Llorente que proponía, en su Historia crítica de la Inquisición en España (1822) una interpretación liberal de la España de Felipe II. Este ataque daba pie a una extensa apología de la intolerancia religiosa y de la Inquisición4. Para el autor de Los Heterodoxos, nacionalismo y catolicismo eran indisociables y la herejía no era más que una «planta exótica» que nunca hubiera podido arraigar en el mantillo cristiano de España.

En este segundo tomo de Los Heterodoxos abundan las referencias a la supuesta herejía de Fray Bartolomé de Carranza, a Felipe II y la Inquisición, a la Unidad Católica defendida en Lepanto, referencias todas que responden a una visión intolerante de los acontecimientos históricos acaecidos durante el reinado de los Austrias y que constituyen el telón de fondo de Jeromín (Campomar Fornieles, 1984, pág. 119).

Las tesis defendidas por Menéndez Pelayo no eran distintas de las del apologista Juan Manuel Ortí y Lara en La Inquisición (1877), obra muy controvertida y que se publicó primero en El Siglo Futuro. Para Ortí y Lara sólo:

«La fe católica y el sentimiento religioso que de ella se engendra es, repetimos, el manantial de cuanto hay de verdaderamente grande y bello en la historia de nuestra patria».


(Ortí y Lara, 1877, pág. 252)                


En las páginas de La Ciencia Cristiana, tal como ya lo había hecho Menéndez Pelayo, Ortí y Lara asumía fielmente algunas de las doctrinas desarrolladas por Balmes sobre la unidad religiosa de España en El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1844). En esta obra se trataba de una apología de la Inquisición, de una crítica apenas disimulada de las instituciones modernas que habían sacrificado el principio de la unidad religiosa. En juicio del filósofo, la Inquisición nunca había sido un instrumento político ya que su finalidad era religiosa. La denuncia de la época contemporánea era contundente; el liberalismo filosófico había emponzoñado las mentes y los gobiernos ya que preconizaba una tolerancia religiosa favorecedora de la libertad de cultos:

«La unidad en la fe católica no constriñe a los pueblos como arco de hierro... Si se me objeta que la Inquisición era intolerante por su misma naturaleza, y que así se oponía al desarrollo de la libertad, replicaré que la tolerancia, tal como ahora la entendemos, no existía a la sazón en ningún país de Europa».


(Balmes, 1869, págs. 115-116)                


La publicación de estas obras y la reedición de otras como la de Balmes habían agudizado las polémicas entre el sector integrista y carlista, que con estas tesis justificaba su rechazo de cualquier compromiso con la monarquía de la Restauración, y el sector católico moderado que se adhería a las orientaciones más conciliadoras de León XIII.

Consciente de las dificultades que conllevaba el enjuiciamiento histórico y político de determinados hechos e instituciones, el padre Coloma sigue siendo fiel a su tradicionalismo religioso mientras que se esfuerza por matizar, como escritor y autor de una novela histórica, su visión de algunos personajes. Esta visión que no disimula determinadas deficiencias y ciertos excesos de comportamiento sugiere mediante descripciones contrastadas las miserias y las grandezas de la época de los Austrias.

Este escrupuloso afán por penetrar en estratos más ocultos de la naturaleza humana y evitar un dogmatismo empobrecedor en el estudio de las costumbres debió de parecer sospechoso a los apologistas y escritores más ranciamente católicos, ya que Jeromín fue objeto de virulentas críticas por parte de El Siglo Futuro en 1908. La reseña de esta novela fue publicada por el padre Montaña en el momento culminante de las polémicas entre integristas y católicos moderados. A pesar de las matizaciones y de la prudencia esgrimidas por el novelista jesuita a la hora de valorar la verdad histórica, se le acusó de «mesticería» y de colaboración con la Unión Católica. No obstante Luis Coloma nunca había desmentido su fidelidad a las tesis tradicionalistas y hay fuertes resabios de este tradicionalismo en Jeromín.

La finalidad ejemplar de la novela y la concepción providencialista de la historia se reflejan en la evocación de los episodios históricos más destacados: predestinación del niño Jeromín principal actor de la epopeya cristiana del siglo XVI, auto de fe de Valladolid de 1558 que simboliza la lucha del catolicismo contra la herejía protestante, apología de la Inquisición, instrumento de la unidad religiosa y de la grandeza de España; curación milagrosa del príncipe Carlos y su posterior encarcelamiento y muerte, castigo divino impuesto indudablemente para que se revelasen el genio y la integridad religiosa de Juan de Austria.

En la primera parte de la novela, que se refiere a la infancia y a la juventud de Jeromín (el futuro Juan de Austria), Coloma ensalza las virtudes de una educación íntegramente cristiana basada en valores como la abnegación, la humildad y la caridad. La gesta cristiana adquiere particular relieve con la evocación de la rebelión de los moriscos de Granada en 1568 y su derrota de la mano de Juan de Austria que así había subido «a la cumbre de su gloria» (Coloma, 1903, pág. 391).

Por otra parte nunca hace referencia Luis Coloma a las disidencias entre Felipe II y Roma y reproduce en sus juicios sobre el arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, tachado de hereje y perseguido por la Inquisición, las interpretaciones de los historiadores integristas. El caso de Carranza planteaba el delicado problema de los excesos del Santo Oficio durante el reinado de Felipe II, excesos evocados por historiadores españoles y extranjeros más liberales como Morel-Fatio, Auguste Pécoul y Henri Schuchardt, protestante y alemán, que había emitido un juicio muy desfavorable acerca del tomo segundo de Los Heterodoxos (Campomar Fornieles, 1984, pág. 169).

Para Luis Coloma no había duda de que sin la Inquisición, la España de Felipe II hubiera sucumbido a la herejía protestante. Dedica dos largos capítulos de Jeromín (XIII y XV) a la descripción del célebre auto de fe del 21 de mayo de 1559 durante el cual fueron condenados y ejecutados los heréticos Agustín Cazalla y otras treinta personas sospechosas de favorecer la penetración del protestantismo:

«Había tenido Luis Quijada verdadera participación en todo esto, pues a él envió el Emperador desde Yuste para urgir a la Princesa y al Inquisidor en el pronto y terrible castigo de los herejes, y así lo aconsejó también Luis Quijada mismo, que como verdadero hombre de su tiempo, católico rancio de Castilla y político educado prácticamente en Alemania, comprendía y opinaba que sólo rigurosos y saludables escarmientos podrían detener el protestantismo a las puertas de España y con él la desmembración del reino y la ruina más que probable de toda la monarquía».


(Coloma, cito por ed. de 1905, pág. 139)                


Luis Quijada, mayordomo de Carlos V, de noble estirpe y tutor de Jeromín, aprovecha la especial circunstancia de la ejecución de los herejes para inculcar al niño el repudio de la herejía. Toda la nobleza y los grandes de España están presentes en el auto de fe. Los príncipes de la Casa de Austria prestan juramento ante los representantes del Santo Oficio y declaran que su principal empeño es defender la fe católica así como ayudar a la Inquisición a perseguir y condenar todos los herejes perturbadores de la unidad cristiana.

Con la descripción de determinados sectores de la nobleza, la finalidad edificante de la novela tiene visos de advertencia. En Jeromín, los nobles, cuyos más ilustres representantes son Luis Quijada, el Conde de Orgaz, Rodrigo de Mendoza, el Duque de Alba, por sólo citar a los que constituyen los más destacados protagonistas de la novela, supieron garantizar la cohesión social, la unidad religiosa y el orden moral. Para Coloma esta clase ilustra el espíritu de conquista del siglo XVI: conquista religiosa gracias a una fe sólida y nunca desmentida. Poco tiene que ver la nobleza retratada en Jeromín con la de Pequeñeces que sufre «una lesión de su energía moral» y aceptó el liberalismo y sus instituciones (Pardo Bazán, 1893, pág. 63). Con algunos años de distancia, ambas novelas ponen en escena un grupo social, «una nobleza guerrera, de pluma y de Iglesia» y los valores que encama; a la nobleza corrompida y «transaccionista» de la Restauración de 1875, Coloma opone la que supo combatir la herejía dentro y fuera de España, esta nobleza que representaba «[...] la católica España del siglo XVI, que con todos sus lunares y sombras, que no hay período que no los tenga, resiste las comparaciones en las edades más gloriosas del mundo» (Menéndez Pelayo, 1956, pág. 281).

Una apología de la unidad religiosa tradicional implicaba una censura de la Restauración que la había sacrificado. La pérdida de esta unidad, fruto de tantas luchas y hazañas extensamente descritas en Jeromín, es una traición de la nación española católica por definición. En Pequeñeces, Coloma describe con mordaz ironía el estado de corrupción de una nobleza dispuesta a transigir con los principales actores de la Restauración. En este ambiente putrefacto sólo se salva el Marqués de Benhacel que corresponde a lo que debe ser un grande de España:

«Servir de ejemplo en los pensamientos, en las palabras, en las acciones y en las costumbres; sostener con dignidad de las glorias que representa [...] saber defender un trono cuando se hunde, como en España, el 68».


(Coloma, 1975, pág. 438)                


Al retomar las doctrinas de los historiadores más intransigentemente católicos, Coloma destila mediante el molde novelesco una tesis fundamentada en la superioridad de la religión y de la civilización católicas. Esta postura de un escritor que afirma en el prólogo de sus Lecturas Recreativas que «todo es cátedra, todo es púlpito desde donde puede y debe bajar la enseñanza de Jesucristo» (Coloma, 1903, pág. 10) está perfectamente ilustrada en Jeromín por el retrato de Felipe II. Coloma hace una defensa del monarca, en la que pretende corregir la leyenda negra de un monarca despótico, opresor de la cultura de su época:

«Y no era ciertamente aquella corte entonces, no lo fue nunca, aquella especie de sombrío y austero cenobio que nos presentan los que creen o aparentan creer en el tétrico Felipe II legendario, rodeado de hogueras y potros, inquisidores y frailes [...]. La corte de Felipe II de entonces era indudablemente la más severa de su tiempo; pero era también la más magnífica, la más suntuosa y abundaban en ella las diversiones honestas y la galantería caballeresca de buena ley propia de aquellos tiempos...».


(Coloma, 1905, pág. 239)                


Intentando hacer frente a las críticas de modernos historiadores positivistas que propalaban la visión de un monarca déspota, el padre Coloma describe para sus lectores un monarca magnánimo, sagaz y justo:

«Ni mucho menos era tampoco unida y religiosísima familia de devotas damiselas, santas dueñas, ancianos venerables y castos pajecitos que se forjan los que pretenden encerrar de buena fe las colosales proporciones de Felipe II en los raquíticos moldes de un devocionario ñoño».


(Idem)                


En este aspecto el escritor jesuita no está desprovisto de segundas intenciones: en un momento en que historiadores y escritores liberales consideraban el reinado de los Austrias como un paréntesis nefasto de la historia española, Coloma se adhiere al concepto defendido por el integrismo para el que la legitimidad de una monarquía radica en su principio religioso, cemento de la nacionalidad5.

En juicio de Coloma el origen germánico de la monarquía de Felipe II no ha sido un obstáculo para el buen gobierno de España. Su defensa apasionada de la fe católica frente a las herejías y los musulmanes, permitió conservar su unidad religiosa (Coloma, 1903, pág. 320).

Uno de los episodios históricos más significativos de la novela es la evocación de la rebelión de los moriscos de Granada en 1568. Esta rebelión que podía llevar al hundimiento de España con la complicidad de los turcos justificaba la obra purificadora de un Juan de Austria. La unidad religiosa sólo podía asegurarse expulsando de España a los árabes y a los moriscos rebeldes. Abundan en la novela referencias a la «codicia, el mal contenido odio, la perfidia y la cobardía» de la raza musulmana que se complace en martirizar a los cristianos. Juan de Austria, vencedor de esta rebelión, es uno de los más ilustres representantes de esta España del siglo XVI que fue «pueblo de teólogos y soldados» (Campomar Fórmeles, 1984, pág. 120).

En su comentario acerca de Jeromín, Alejandro Pidal evoca el arte del novelista que supo resucitar los momentos más gloriosos de la historia nacional y expresar «una verdad sincera, definitiva y final» (Pidal, 1908, pág. 54). Estas palabras recuerdan cuan útil puede resultar este «realismo sacado de los arcanos de la Historia» que permite extraer del pasado valores intemporales y perpetuar el pasado en el presente. La filosofía tradicionalista de la Historia que impregna este tipo de novela histórica exalta la tradición que abre un destino y cuya defensa es una misión.

En Jeromín, Juan de Austria, «caudillo modelo [...] con dotes de energía y benignidad y de que con tan larga mano le había dotado Dios», tiene un destino ejemplar regido por la providencia y vigorizado por el cristianismo y la fe6. En este caso más como misionero que como novelista, Coloma propone una Historia ejemplar, en la que, por debajo de lo fragmentario de los acontecimientos perduran ideas y verdades.

Como muchos otros escritores católicos, Coloma pone en práctica una concepción «utilitarista» de la novela, cuyo fin es ante todo didáctico. Aunque se den rodeos por sendas peliagudas, como por ejemplo la descripción realista de un estado de cosas o la indagación de pulsiones y arranques humanos que poco tienen que ver con una visión idealista del arte, no conviene desnaturalizar el propósito inicial que es edificar.

Sin embargo, si en muchos momentos es el misionero y sacerdote el que elabora una visión ejemplar de la Historia, otras veces se le escapa el novelista, cuya fuerte empatía con el objeto descrito le lleva a profundizar los comportamientos humanos y sociales.

En su valoración de la obra de Coloma, ya se había percatado Emilia Pardo Bazán de la búsqueda del escritor jesuita de nuevos procedimientos expresivos, de su aproximación a un realismo que poco tenía que ver con el «realismo ingenuo» de Fernán Caballero. Aunque no evoca de manera tan descarnada y mordaz la psicología social de determinadas clases y de algunos individuos, Coloma no disimula en Jeromín las zonas de sombra que envuelven a algunos de sus personajes. Detrás del historiador se perfila el escritor de Pequeñeces, el novelista que profundiza en «las cosas áridas» de la realidad. En Jeromín, Coloma no vacila en recurrir al naturalismo «estético» (remitiendo dicho concepto al hecho de que se trata de un naturalismo libre del contenido o fondo materialista) para describir las lacras físicas y psicológicas del príncipe Carlos. Desde los primeros capítulos de la novela se percibe el realismo fisiológico con el que Coloma evoca la degeneración del hijo de Felipe II y se articula con el manejo de términos médicos y somáticos. Este príncipe tiene una «contextura débil, una notable desproporción de la cabeza con el resto de su persona» que deja traslucir una constitución enfermiza con graves consecuencias psicológicas. Coloma insiste con particular énfasis sobre las deficiencias fisiológicas que determinan el triste desenlace del príncipe: «su figura es mustia, contrahecha, sus piernas desiguales, iba pálido hasta la lividez por la cuartana que le roía» (Coloma, 1905, pág. 191). El nieto de Carlos V no es más que un accidente biológico dentro de una estirpe que por otra parte se distingue por hombres ilustres. La novela remite a menudo a esta raza de Carlos V que se prolonga naturalmente y sin tropiezos en Juan de Austria.

Juan de Austria es a la vez el resultado de un largo proceso de maduración en el que fueron tan decisivos el temperamento como el entorno. Por su temperamento Jeromín está dispuesto a cumplir con la misión que le espera. Este niño de «precoz entereza» que siempre se imponía a sus compañeros de juego, hace gala de una prematura audacia y está dispuesto a lanzarse en empresas guerreras en las que pueda ejercer sus dotes de soldado y caudillo: «Siempre soñó con llevar a cabo grandes hazañas por su cuenta propia como la sangre de Carlos V que hervía en sus venas parecía pedirle» (ibid., pág. 221).

Si Juan de Austria es un hombre excepcional es porque es a la vez el heredero de una estirpe caracterizada por el valor, la inteligencia, «la indiscutible ley de raza que había impreso indudablemente en el niño el augusto sello de la suya» (ibid., pág. 185), de unas características biológicas y sociales que convergen en una personalidad compleja.

Juan de Austria no está desprovisto de flaquezas, las que pueden afectar a cualquier ser humano y el novelista no oculta el desliz amoroso del hermano de Felipe II con María de Mendoza ni el triste destino de una mujer que, por razones de «Estado», tuvo que desaparecer del escenario social y político. Además la evocación de la infancia del niño Jeromín, que se apoya en la historia interna, menuda, le confiere una dimensión más humana y asequible para el lector. Coloma hace un retrato matizado de los ambientes sociales que rodean a Jeromín y analiza con evidente conocimiento de la naturaleza humana el paso de la infancia a la adolescencia y a la edad adulta del príncipe Juan de Austria.

Por lo tanto Jeromín no se reduce a un retrato hagiográfico y Coloma elabora a lo largo de sus páginas un sutil equilibrio entre reconstitución histórica, narración edificante y la novela de costumbres en ciernes en algunos relatos de Lecturas Recreativas.

El juego de luces y de sombras que constituye el entramado de la novela se acentúa con el contraste entre Jeromín y el príncipe Carlos, hijo degenerado de Felipe II. Con el manejo de términos somáticos, Coloma define el carácter del príncipe: «extravagante, cerebro desquiciado, atrabiliario» (ibid., pág. 202), «apático y melancólico por naturaleza y sin más brotes de carácter que la ira y la soberbia» (ibid., pág. 208), tiene profunda aversión por los estudios y por las armas. Con estas palabras, el novelista pretende sugerir un accidente fisiológico que fijaría el temperamento de un ser psicológica y socialmente marginado. El triste destino de este personaje (encarcelamiento y muerte) venía impuesto por estas circunstancias. En la novela se repiten los conceptos y términos que sugieren las taras sexuales y de comportamiento del príncipe. Su perversión sexual, que se manifiesta desde temprana edad como «extraña aversión a las mujeres hasta el punto de insultar groseramente a varias de ellas», se evoca con cierta crudeza de detalles (ibid., pág. 208).

Las múltiples referencias de Coloma a las «lacras físicas y morales» del príncipe apuntan a la «inhabilidad de D. Carlos para el matrimonio [...] a que la conducta del Príncipe y todas sus apariencias físicas daban alas y crédito» (ibid., pág. 273). Esta desarreglada máquina cuyo estudio nos recuerda la figura de Maximiliano Rubín, ambiguo personaje galdosiano en Fortunata y Jacinta (1887), es una aberración biológica dentro de una estirpe valiente y viril. La muerte de D. Carlos es el resultado de esa degeneración de la raza. Coloma describe con bastante precisión las cenagosas aventuras amorosas del príncipe y la explotación criminal de sus taras por algunos miembros de la Corte de Felipe II:

«[...] Gastaba grandes sumas, sin que se supiese jamás en que las empleaba; salía todas las noches solo, con una barba postiza y un arcabuz en la mano, y recorría todos los burdeles de Madrid, volviendo a veces sin camisa y haciendo quemar otras en su presencia la que traía puesta; todo, en fin, demostraba en él una extraña crápula en cuyo cenagoso fondo es donde hay que buscar quizá la clave de los misterios que rodearon después su prisión y su muerte».


(Ibid., pág. 274)                


El último ataque de locura de D. Carlos revela la naturaleza esquizofrénica del personaje que abriga un odio casi patológico con respecto a su entorno. En una escena que recupera las técnicas dramáticas del folletín (técnicas que por otra parte impregnan la trama narrativa de novelas como Pequeñeces), se produce el encarcelamiento de D. Carlos que, «atrincherado en su habitación y con la espada desnuda a la cabecera de la cama, el arcabuz cargado y un puñal fuera de la vaina, debajo de la almohada había decidido fugarse a Flandes o Alemania y matar a cualquiera que se opusiese a sus proyectos» (ibid., págs. 287-289).

En las últimas líneas del presente estudio nos parece oportuno señalar que Jeromín constituye un relato particular, mezcla de novela histórica y de novela de costumbres en la que se transparentan la ideología y el propósito didáctico del sacerdote, pero también la búsqueda de fórmulas narrativas más acordes con la observación y el estudio de la «prosa» de la vida.

Los elogios que acompañaron la publicación de esta novela considerada a la vez como «la forma literaria más ideal» capaz de conciliar la «exposición franca y sincera de la realidad» y de «simbolizar la política nacional», la Historia ejemplar, ilustran la originalidad de una escritura propiciadora de diferentes perspectivas de lectura (Pidal, 1908, pág. 53).

En su época Jeromín era, sin lugar a dudas, el parangón de la novela edificante que revelaba el heroísmo y el genio de los que estaban predestinados a «las más gloriosas hazañas por las sencillas pero sublimes virtudes de la religión» (ibid.). Pero también era el ejemplo de una novela católica de finales de siglo que constituía una muestra ejemplar de «naturalismo al revés». Una novela que, según la Pardo Bazán, había sido capaz de sobrepasar los límites y las estrecheces de la ideología para aventurarse en la vía de una búsqueda formal y de una escritura más adaptadas a las exigencias de una sociedad y de un público que habían cambiado.

Esta evolución hacia un «realismo controlado», un «naturalismo a lo cristiano» también se encuentra en otros escritores católicos como Pereda7, que estaban convencidos que había que robar las armas, por lo menos literarias, al enemigo y cristianizar el género.

Sin embargo, en el caso de Coloma y de otros moralistas católicos, los procedimientos formales y el carácter documental de la novela, ya se trate del género histórico o de «costumbres», no proceden de una observación íntima de la realidad ni desembocan en un análisis dialéctico del entorno que se describe. La dimensión intrínsecamente ejemplar y didáctica cohíbe la libertad del novelista. De manera significativa el propio Coloma había definido esta ortodoxa neutralidad al afirmar en 1890 que «antes que el novelista está el misionero».






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