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La Biblia (reescrita) en Nicaragua

Julio Ortega





¿Cómo se puede reescribir un libro escrito por Dios? Por mucho menos, traducirlo o glosarlo, algunos iluminados sufrieron escarnio y prisión. Santa Rosa, más limeña que mística, propuso otro camino: el del coloquio. No sin coquetería escribió: «Las doce son dadas y el Amado no viene / Cuál es la moza que lo entretiene». La literatura nicaragüense parece haberse entretenido con elocuencia, sentido crítico y hasta con agonía creyente en hacer del Viejo Testamento un nuevo testimonio y de las Escrituras una partitura. Hasta el Apocalipsis ha sido puesto al día como juicio sumario. En Pablo Antonio Cuadra, Carlos Martínez Rivas y Ernesto Cardenal, grandes poetas de la calidad religiosa de lo cotidiano, esa apropiación retórica es también una declaración de fe. David le pedía a Dios que engorde a sus borregos, ya que él es fiel devoto suyo, y que, de paso, mate a los de su vecino, porque no cree en Dios. Cardenal, en su salmo 5, reclama: «Castígalos oh Dios, confunde sus memorandums».

En esta brillante, tan imaginativa como divertida, reescritura de Orígenes, Sergio Ramírez reelabora la historia de Abraham, Sara y el hijo de ambos, Isaac, y lo hace con felicidad creativa, gratuidad celebratoria y despliegue de ingenio, liberándola de propósito y sanción. No es casual que Dios sea, con justicia narrativa, un personaje llamado el Mago, cuya voluntad de autor omnisciente lo convierte en el verdadero precursor del «realismo mágico» de la novela latinoamericana. Este Mago no sólo ha dictado la Biblia, sino que la vive todos los días para refutar la profusa interpretación de su estilo, de dudoso gusto melodramático y francamente folletinesco. Como otro de los muchos comentaristas de la historia divina, Sergio Ramírez interviene, con ánimo esclarecedor, en las versiones e interpretaciones, contrastándolas con las prontas versiones del Mago, siempre dispuesto a confirmar sus opiniones. Dios le exige a Abraham sacrificar a su único hijo (concebido a edad inconcebible) y el profeta se resigna, sólo para descubrir que Dios ha querido ponerlo en dificultades y probar que el anciano lo ama más que a su propio vástago.

El buen humor, el regusto de contar la vida de la familia más próxima a la divinidad, pero también a las hondas caídas de las tentaciones humanas, se reanima una y otra vez gracias al aliento narrativo de Ramírez, que discurre suficiente y gozoso. Sus figuras legendarias y tremebundas se convierten en personajes que habitan plenamente en el relato. Hechos por la fábula de los orígenes, discurren a sus anchas en la actualidad de su relato.

La risa de Sara en la Biblia es uno de los motivos que Sergio Ramírez recupera. Ella escucha que el Mago le anuncia a Abraham que tendrá un hijo suyo. Sara, que ya no está en edad de concebir, ríe. El Mago, que ya ha dicho al comienzo del Libro «Yo soy el que soy», tremenda amenaza al lector, no se distingue tampoco por cumplir todo lo que promete, pero es obvio que se toma muy en serio y que el humor no lo ha inventado él. Salvo, quizá, el humor involuntario. Se ha dicho que la vida cotidiana no podía llegar al relato en la polis griega, donde la demanda de atención de tantos dioses (disfrazados de toro, prodigando tormentas, caprichosos) hacía incómodo el trance diario de los ciudadanos de a pie. Ramírez nos dice que otro tanto ocurre en la Biblia (al menos en la folletería del origen), tal vez por el pésimo ejemplo de Sodoma. Apenas empieza la Biblia y ya el tremendismo mágico está desacreditado: nadie cree en las mil vírgenes.

El narrador, que opone al poder omnipresente (el Mago es, después de todo, muy mal novelista) el humor disolvente de la glosa y el escepticismo del diálogo mundano, prolonga el brío rebelde y, a la vez, humano de la risa cachacienta (rebajadora) de Sara:

Según un texto que tengo a la vista, el que se enoja ante la risa de Sara es el Mago mismo, mientras los mancebos callan y desaparecen de la escena.

Hay tres conos de luz que caen encima de cada uno de ellos, sentados en el suelo de la tienda, sobre las alfombras. De pronto los focos se apagan uno a uno y lo que resuena desde lo alto es la voz del Mago, como los truenos de las tormentas que estallan cerca y van alejándose en ecos que tardan en apagarse. Se dirige a Abraham con un áspero reproche que es más bien para Sara: ¿por qué se ha reído Sara? ¿Hay para mí alguna cosa difícil? Al tiempo señalado volveré a ti, y según el tiempo de la vida, Sara tendrá un hijo. Entonces ella, que ahora está llena de miedo, responde: no me reí».


(43-44)                


Al final se trata de la disputa de los discursos por la tribu de los lectores.

Sara dice que no se ha reído de la novela del Mago, sino que se ha reído de sí misma, desde la novela del Lector, hecha en los campos de la Risa. No es casual, por lo mismo, que el hijo que alumbrará, pese a tener más de cien años, se llamará Isaac. Ese nombre quiere decir «el que trae la risa».

Sergio Ramírez, desde la parte del lector, nos dice que al artificio de la literatura le seguimos debiendo la salud de reírnos de las verdades tronantes.





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