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La manzana de oro [Señor de los tristes]

Sergio Ramírez



«Rey de los hidalgos, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de ensueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión...».


(Rubén Darío, «Letanía de nuestro señor don Quijote»)                






Por los pueblos de la España de los mendigos ingeniosos, los frailes andariegos, los hidalgos pobres y los nobles altivos e indiferentes, anda Cervantes de burócrata oscuro, el brazo seco como un sarmiento. Investido de autoridad real requisa aceite y trigo con el mandamiento de comisario de abastos, un oficio que sólo atrae pendencias y enemistades, y del que hay que rendir cuentas cabales para no caer en la desgracia de las sospechas. En un país plagado de marrullas y cohechos, robarle a la hacienda pública sus bastimentos no causa asombro, pero sí desdichas. Pleitea con los remisos, mete en la cárcel a quienes se niega a entregar lo requerido, él mismo amenazado con prisión por los poderosos a quienes intima; y cuando toca los bienes de la Iglesia es excomulgado por el obispo de Sevilla. Dos veces excomulgado.

Pasa ya los cuarenta años, con poca fortuna hasta entonces en la literatura, y no es ineficiente en su cargo; sabe ponerle celo, y no se arredra ante las dificultades. Conoce bien de cuentas, de pesos y medidas, y de trámites. Es un burócrata esforzado, una biela de esa inmensa maquinaria de poder del reinado de Felipe II, que en aquel año de 1588 artilla y avitualla barcos para preparar su Armada Invencible, la más formidable empresa de guerra naval que habían visto los siglos. Y no sólo conoce las razones por las que se mueve esa maquinaria, sino que cree en ellas, y conviene, además, a su condición que su adhesión al poder sea conocida. Quiere la derrota de los ingleses, como quiso la derrota de los turcos en la batalla de Lepanto, donde él mismo, en plena juventud, recibió la herida que inmovilizó su brazo y que no dejará de mencionar en sus alegatos para solicitar destinos administrativos más altos.

Ha sido soldado. Pero no es un soldado que se sienta abandonado por el poder, y sabe volver por las glorias del oficio militar. En el prólogo de la segunda parte de El Quijote, ante los vituperios de Avellaneda, su imitador, muy solemnemente proclama: «[...] lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la admiración de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla, que libre en la fuga...».

Las consideraciones políticas de Cervantes sobre estos dos universos, el del letrado y el del soldado, llevarán a don Quijote a hilvanar uno de sus discursos más memorables, el que pronuncia en la venta sobre las armas y las letras (capítulos XXXVII y XXXVIII; I).

Son, al fin y al cabo, las de ese discurso, consideraciones sobre el poder. Las letras son el universo de los letrados, al que Cervantes pertenece, aunque ha de ser en sus estamentos menos gloriosos, primero requisador de provisiones de boca, después recaudador de impuestos: el universo solemne y marrullero, impostado y lleno de peligros donde bullen oidores, escribanos, alguaciles, tasadores, magistrados, regidores, amanuenses, esa maquinaria torpe y al mismo tiempo eficaz, embarullada y cínica, que muele sin tregua y a la vez exalta y deshonra.

A Cervantes le tocó vivir en un país procesal, como bien señala Andrés Trapiello (Las vidas de Miguel de Cervantes), el poder organizado en una burocracia extensa tanto en la paz como en la guerra, que debía defender la preeminencia militar de España, y la unidad política de sus territorios. Un universo contrapuesto y a la vez amigo del otro del cual viene, el de las armas, al que nunca denigra, y por el contrario, prefiere tasar por el prestigio de sus glorias, «las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida» (XXXVII, I).

Aunque prefiera el de las armas, el universo de los letrados es también esencial para don Quijote, como lo expone en su discurso, armas y letras parejos sustentos del poder, y cada uno asentado en sus propias justificaciones éticas. El de las letras tiene una muy principal, puesto «que es su fin poner en su punto la justicia distributiva, y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden». Pero don Quijote abre aquí, con su elocuencia tan poco disparatada, el abismo entre lo real y lo imaginario, entre lo posible y lo imposible, entre lo verosímil y lo inverosímil; toda la distancia que siempre hay entre la proclamación legal del orden justo y las pobres posibilidades de realizarlo.

Un universo, el de los letrados, al que Cervantes pertenece por fuerza de que quiere prosperar, ya que la burocracia puede ser vista también como una empresa; demasiado riesgosa por las inquinas y celos que despierta, como todo poder que se ejerce, por menguado que sea, pero fuente de fortuna al fin. Pertenece a él, aunque no es su mejor preferencia, si nos atenemos a su definición de los tres estamentos ideales que el cautivo, un personaje que también viene a ser un retrato de él mismo y sus aventuras de rehén en Argel, da en la venta a la hora de relatar los avatares de su vida.

El cautivo cuenta que su padre, al despedirlos a él y a sus hermanos, les había dicho: «[...] quien quisiere valer y ser rico, siga, o la Iglesia, o navegue ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas... digo esto porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrarle a servir en su casa; que ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama» (XXXIX, I).

El poder resume a los tres, pero Cervantes no fue ni obispo -los letrados de mejor fortuna-, ni mercader, ni capitán, aunque quisiera coronar su carrera de burócrata con un destino más alto, y productivo, en América: contador de las galeras en Cartagena, corregidor de La Paz, gobernador de Soconusco. A los que repartían prebendas y canonjías en el Consejo de Indias, no les pareció que el solicitante tuviera méritos, ni seguramente las influencias suficientes, y le denegaron la solicitud.

Altos o no sus destinos, la política de Estado, la que mueve la maquinaria de guerra de la Corona, será siempre justa para Cervantes. Los designios imperiales están en una esfera de razones indiscutibles. El descalabro de la Armada Invencible lo toca a fondo, como se ve en su soneto a las glorias de Felipe II. Y la renovada expulsión de los moros obedece, también para él, a una razón de Estado y no la discute, sino que más bien la justifica.

Cuando Sancho abandona sus dominios de la ínsula de Barataria, desencantado del poder (LIV, II), se encuentra en su camino de regreso a su vecino Ricote, el morisco, tendero de su aldea, disfrazado de peregrino. Ricote, expulsado de España a raíz de la razia decretada por Felipe III, ha entrado oculto de regreso. Y dice en su coloquio con Sancho: «Porque bien vi y bien vieron nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa».

El alegato de Cervantes, en boca de Ricote, puede entenderse como un alegato de benevolencia para los moros expulsados, que añoran volver a España. Pero defiende una política de Estado. A menos que quisiéramos ver detrás una colosal ironía, está repitiendo lo que dice la propaganda oficial. En este sentido, Cervantes es exegético del poder y de la ley. Leyes de requisa, leyes de leva, leyes de expulsión. Todo pertenece a un universo ético de por sí, porque encarna la voluntad del poder, que es infalible, y todo cae bajo la denominación del bien común.

Donde el espacio de libertad crítica se abre por completo para Cervantes, es en la aplicación de ese poder, que debe ser justa bajo las reglas que el poder mismo ha creado, y que son permanentemente transgredidas, empezando por aquellos que deben aplicarlas. Es la misma historia. Es el eterno desacuerdo entre lo que ley justa manda y el modo injusto en que cumple, o la ofensa aún más grave de que no se cumpla del todo. En ese país procesal de letrados, las leyes que castigan la avaricia, que ordenan justos pesos y medidas, que penan los desfalcos, que prohíben el enriquecimiento ilícito, terminan siendo dictadas para no ser cumplidas. Lo sabe Cervantes pero no lo sabe Sancho que, nuevo en el poder de su ínsula, quisiera crear todo un orden justo nuevo, aunque todo esté ya consignado en viejas leyes abandonadas y olvidadas. En «Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza» lo vemos muy bien: prohibió el acaparamiento de los bastimentos en la república, decretó el libre ingreso de los vinos, y la pena de muerte para el que los aguase; mandó moderar el precio del calzado, puso tasa a los salarios de los criados, y gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos; ordenó que ningún ciego cantase milagros en coplas, sin probar ser ciego verdadero, e hizo y creó un alguacil de pobres, «no para que los persiguiese, sino para los examinase si lo eran, porque a la sombra de la manquedad fingida y la llaga falsa, andan los brazos ladrones y la salud borracha» (LI, II).

Es un mundo como Sancho quiere que sea, sin mancos falsos ni pobres ilícitos, ni ciegos de mentira, sin timadores ni truhanes ni borrachos que pegan a sus mujeres, donde los milagros que se ofrecen tendrán que ser verdaderos, es decir, la España imposible de alcahuetas certificadas y lazarillos que no roben a los ciegos, una España sometida al orden de la ley justa, y por lo tanto, sin desigualdades ni tristezas, sin picaros y sin literatura picaresca. Una España que vista así, también es cómica al sólo imaginarla sin comicidades, y es cómico que Sancho quiera limpiar su ínsula «de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazana y malentretenida» (XLIX, II). Pero, al mismo tiempo, quiere también, con gravedad, «favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos...» (XLIX, II). Al fin y al cabo, él quiere gobernar, «sin perdonar derecho ni llevar cohecho» (XLIX, II).

La concesión del gobierno de la ínsula de Barataria a Sancho es un acto bufo, y lo es su ejercicio del poder en ese breve plazo. Pero es el único momento en todo El Quijote que el poder político se ejerce de manera real por uno de sus dos personajes protagonistas, y no sólo se discute sobre él. Lo ejerce Sancho, y no don Quijote, como corresponde, desde lo real, no desde el ideal. Se desciende del ideal político a la política real, y es un momento de prueba. Sancho le dice claramente a su mujer, cuando le informa por carta de su nombramiento, que su intención es enriquecerse: «De aquí a pocos días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este mesmo deseo...». Es lo ordinario. En la carta que don Quijote le dirige, ya Sancho gobernador, le aconseja, en cambio, lo extraordinario: «No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se guardan, lo mismo que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan vienen a ser como la viga, rey de las ranas, que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella» (LI).

El abismo entre lo ideal y lo real está lleno de risa. Desde los viejos tiempos de Erasmo, Cervantes sabe que el ejercicio del poder deviene de la locura del interés y el cinismo, y que en cada acto de gobierno trasudan las miserias estrafalarias de la condición humana, entre las buenas intenciones, la tentación de oprimir, la debilidad ante los halagos, el deseo de fama, la crueldad, la compasión, y la impostura. Y Cervantes, muy justamente, pone el discurso sobre el ideal del buen poder en boca de un loco. El buen gobierno, la recta justicia, no son sino imágenes desbocadas en la mente de don Quijote, que ha perdido el juicio.

La propuesta, como quimera, es del loco; la prueba de poder, por el contrario, es para el rústico analfabeta, la mejor en toda la literatura, y muchas veces repetida en la vida real. Hay pocos personajes más atractivos para un lector que Sancho mandando; o pocos personajes más atractivos para un ciudadano, como en tantas ocasiones en América Latina, que un arriero, o porquerizo, o sargento, o tinterillo mandando, convertido en presidente; los mecanismos imprevistos que tiene el poder, desde la ignorancia, están llenos siempre de misterio y de interés, y de risa, y de drama, en la literatura y en la vida.

Don Quijote sabe bien lo que las leyes, hechas siempre para no cumplirse, deben contener, y las recomendaciones a Sancho para el ejercicio de su poder son muy concretas: el justo medio, la discreción, la sencillez en el atuendo, la rectitud de costumbres: ni codicioso, ni mujeriego, ni glotón. Y le pide hacer lo que al pueblo descreído de la rectitud de sus gobernantes un día le gustaría ver: que visite las cárceles para consolar a los presos, las carnicerías y las plazas para vigilar los pesos y medidas. Es un espejo útil al ejercicio del poder real, que suele representar todo lo contrario. El poder venal, ensartado de corruptelas del que Cervantes habla por boca de los galeotes, y también en La ilustre fregona: «Que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes».

Pero también sabe don Quijote, como lo ha dicho en su discurso sobre las armas y las letras, para qué sirve el poder a los que se esfuerzan en conseguirlo, y pasan tantas penurias hasta llegar a la cima: «[...] tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que habiendo pasado por estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis, como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera, en reposar en holandas y damascos...» (XXXVII, I). Y no deja de agregar, por si las eternas moscas: «premio justamente merecido a su virtud».

Y le dice luego don Quijote a Sancho -quizás acordándose Cervantes de sí mismo- que otros «cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron...». Muchas veces, el oído del poder ni atiende, ni entiende, y otras premia de improviso, como en un juego de azar. Y todo sirve para ilustrar los mecanismos de esa ruleta, y la lucha por entrar en las apuestas, lejos del plano de ideal en que don Quijote se coloca, pero en la certidumbre pesimista, a la vez, de que las cosas nunca podrán ser de otro modo. La línea entre el bien y el mal, que se pierde tantas veces en la vida en la bruma de las confusiones, se confunden aún más desde el ejercicio del poder. De esa línea difusa, nos habla Cervantes en el Persiles: «Parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto».

El poder, suspendido en la bruma entre el bien y el mal, seguirá siendo fruto de la locura. «Para eso estoy yo, la locura», dice Erasmo en para regocijo de Cervantes, «[...] adormecidos por las voces de los aduladores... ¡qué felices se sienten gracias a mí! Libres de los cuidados del gobierno, se dedican a la caza, a cabalgar en briosos corceles, a vender los puestos y las magistraturas, a discurrir sin cesar nuevos métodos con los cuales se apropian del dinero de los súbditos para sus vicios y sus lujos. Cubriendo sus iniquidades con la máscara de la dignidad, resucitan e inventan títulos honoríficos para sus favoritos, y hasta, de cuando en cuando, halagan al pueblo con cualquier bagatela, para tenerlo contento» (Elogio de la Locura).

Y a medida que el poder trata de establecer sus decretos de buen comportamiento entre la ralea miserable de desocupados, tahúres, matarifes, soldados, sangradores, solicitantes, sacamuelas, prostitutas, sacristanes, alcahuetas, mendigos falsos y reales, y los pone bajo la amenaza de la vara del alguacil comisionado de medir las costillas de los picaros, el choque de la justicia con la realidad hace brotar aún más las alegres chispas de la risa.

La ralea imagina el poder de manera contradictoria: quiere en la cárcel a los ricos y nobles, los ladrones verdaderos, pero también quisiera el poder alguna vez, más que para hacer justicia, para lucrarse de él. Alguien de abajo, como Sancho, tiene ese deseo legítimo. Al llegar a las alturas del poder, sueña con dormir en lecho mullido, y ser servido en una mesa espléndida: «[...] pues cuando pensé en venir a este gobierno a comer caliente y a beber frío, y a recrear el cuerpo entre sábanas de Holanda sobre colchones de pluma...» (LI, I). Es el mismo camino de imaginación que en Las mil y una noches se abre para los desposeídos de la fortuna, que sueñan en ser sultanes por un día, como Sancho gobernador por un día; y desde su pensamiento humilde, pero ya poderoso, quisiera también suprimir los dones: «Pues advertid, hermano, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje lo ha habido, Sancho Panza me llaman a secas, Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo; y todos fueron Panzas sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe haber más dones que piedras; pero basta... yo escardaré esos dones, que por la muchedumbre deben escardar como mosquitos» (XLV).

Es el poder diluyéndose en la risa, y son esos mismos picaros que sueñan con el poder que regala, encadenados por delincuentes cuando transgreden la ley, a quienes don Quijote se sirve perdonar cuando los encuentra de camino, con destino a galeras. Ordena soltarlos, como un acto de poder que encarna el sentido de justicia innato a la caballería andante. Pero también es un acto de poder que no oculta desprecio por la impunidad en que viven los poderosos, y por el castigo siempre a mano para los delitos de los más humildes y desamparados, por muy picaros que sean, o precisamente por eso. «-Esta es cadena de galeotes, gente forzada del Rey, que va a las galeras -le dice Sancho. -¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-: ¿es posible que el Rey haga fuerza a ninguna gente?» (XXII, I).

La pregunta es retórica. El rey es un eufemismo. Es la maquinaria del poder la que manda a los pobres a galeras, la misma que requisa víveres para la guerra, que crea sinecuras, que designa honores, que persigue a los alcahuetes y a los hechiceros, que castiga por robar una bacía de barbero o una canasta de ropa blanca, que atormenta en el suplicio para arrancar confesiones, y que también tasa el papel de los libros, dispone las concesiones para el cobro de los impuestos, designa honores y deniega nombramientos solicitados. Cervantes quiso ser gobernador de Soconusco, como Sancho gobernador de Barataria, con más suerte Sancho porque tuvo un poder de pocos días, y a Cervantes se lo negaron. El rey genérico, la serpiente de innumerables anillos de la burocracia, es la que premia o castiga, enseña su saña o su sordera. En las páginas de El Quijote es muchas veces risible. En la vida de Cervantes, muchas veces temible.

Pero al fin y al cabo, los mejores actos de poder de Cervantes están en la novela, y no en su vida. Porque fracasó en conseguir poder, existe quizás El Quijote. Y su dictum en la novela, en boca de don Quijote, es que nadie debe ir por fuerza y no de su voluntad, así sea a las galeras. Es El Quijote donde Cervantes puede encarnar su voluntad de libertad. Libertad y poder siempre quedarán opuestos. Nadie puede hacer esclavos a los que Dios creó libres, dice, repitiendo la frase que a su vez habría de repetirse desde el Renacimiento hasta el Iluminismo, y hasta hoy día. Y es Sancho, por el contrario, pies en tierra, el que le recuerda que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos. ¿Pero cuál es la verdadera justicia y cómo se ejerce? «Si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece», le dice a don Quijote uno de los galeotes, «hubiera untado con ellos la péndula del escribano, y avivado el ingenio del procurador...» (XXII, II). Es la justicia corrupta, bajo sus adornos pomposos y sus togas de luto, la que otra vez mueve a risa.

Pero Cervantes se cuida en El Quijote de hablar todo el tiempo por sí mismo. Sabe separarse de sus personajes, y de sus criterios. Y al hacerlo, abre la posibilidad de ofrecer opiniones diferentes sobre el poder: las suyas propias, sobre el poder de la época; las de don Quijote, sobre el ideal de poder, el poder que propone un universo ético; y las de Sancho, sobre el poder terrenal, el poder que se propone a sí mismo como fuente de ventaja personal, pero que él termina ejerciendo con honradez humilde, y con justa sabiduría, para asombro de quienes le preparan la celada bufa.

Los discursos, sin embargo, se trasiegan de una a otra boca, y no son nunca irreductibles, fijados siempre en esa tela que ya Erasmo llamaba «el libre albedrío», el escenario cambiante de la voluntad, y de la percepción de la realidad. Sancho, el rústico ambicioso, es el más recto de los jueces, y el primero en despreciar las ventajas materiales del poder, precisamente el móvil que lo había llevado a aceptar la gobernatura de Barataria: «Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias: -le dice entre llantos a su jumento- cuando yo me avenía con vos, y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé, y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado en el alma mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos» (LV, I).

Y cuando, ya sin poder, regresa al lado de los duques y cae por accidente en una sima, hay un estudiante socarrón que dice: «-Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos gobernadores, como sale este pecador del profundo del abismo: muerto de hambre, descolorido y sin blanca, a lo que yo creo» (LV, I).

Todo el discurso de Cervantes sobre el poder, tiene aquí su remate y corona de gracia. Los malos gobernantes salen siempre ricos, muy dados a enseñar sus opulencias, y si acaso llegaron al poder en nombre de los pobres, se quedan para siempre hablando de los pobres. Se vuelve cosa de risa. Y por contraste, pensar en un gobernante que entra pobre, y salga pobre, es también cosa de risa.

Y es lo que nos queda de Cervantes cuando se mete con el poder. La risa. Y el recuerdo de la libertad y la justicia. Porque don Quijote es, al fin y al cabo, el héroe del libre albedrío, tal como lo recuerda Rubén en sus letanías:



«Contra las certezas, contra las conciencias
y contra las leyes y contras las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad...».





Managua, enero de 1998.





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