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Mentiras verdaderas [Mentiras verdaderas I]

Sergio Ramírez





A lo largo de estas charlas me propongo hablar sobre el oficio literario, no en términos generales porque sería no sólo presuntuoso, sino imposible: se trataría de arar en campo demasiado vasto, y mientras más vasto, más ajeno. Existe el oficio literario de cada quien, el territorio de experiencias, criterios, gustos, lecturas, procedimientos, mecanismos, trampas, sensaciones, obsesiones y percepciones de un escritor en particular, y eso de por sí es ya todo el universo. Un universo, un territorio, un paisaje, sin embargo, lleno de oquedades y lagunas.

Por otro lado -y ésta es una relación necesariamente dialéctica-, existe también el universo de cada lector con su propia percepción de las imágenes y mensajes que le transmiten los signos y los enigmas de la palabra impresa. De esta difícil relación de complicidad entre escritor y lector, engañador y engañado, seductor y seducido, hay mucho que esperar, y ya volveré sobre ello más tarde.

Alguien ha dicho que el oficio del escritor es el mejor del mundo, aunque existan otros más antiguos. O quizás no. La necesidad de contar, y oír contar, se inicia en ese momento mágico en que alguien no se da abasto con la percepción directa de la realidad que lo circunda, y vaga con su mente más allá de los límites reales de su mundo, donde termina lo visible y comienza la incierta oscuridad llena de la inquietud por lo desconocido, de las sombras apenas dibujadas de la incertidumbre.

La imaginación empieza con el acto de ver sin ser dado tocar. Alguien imaginó primero el origen de las estrellas, y pasaron milenios antes de que otro alguien pudiera medir sus distancias. La expansión de la mente hacia un estado gaseoso es la imaginación, el primer estado del pensamiento racional. Razón y representación son entonces uno mismo. Ese acto no tiene ni antecedentes, ni sustitutos. Y aquel alguien que piensa imaginando, necesita representar en el lenguaje no sólo lo que imagina, también la propia realidad que lo circunda; una representación, esta última, que desde entonces, e inevitablemente, estará teñida con los mismos colores de la imaginación.

A su vez, alguien escucha, e imagina la representación de las palabras que escucha. Como entonces, esta doble necesidad -contar y oír contar, escribir y leer, proponer y recibir- sigue teniendo una sustancia ancestral, arraigada en la misma condición humana, en la individualidad y en la vida de relación de los individuos. Imaginar, descubrir, explorar, desafiar, cambiar, exponer, representar, crear. Contar, escribir.

Imaginemos al primer contador de historias, y a su primer oyente, sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer que las crea. Y el otro predispuesto a ser parte de ese rito -como la predisposición que tiene quien paga su entrada al teatro y se sienta en la butaca-, dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Por qué no decir, a dejarse engañar?

El temor, el peligro, la necesidad, el deseo, la ansiedad por lo desconocido, crean el mito, el nudo más antiguo y sutil de la invención, su origen sagrado. La palabra creer es fatal para el mito, dice Roberto Calasso (Las bodas de Cadmo y Harmonía, 1988): se entra en el mito cuando se entra en el riesgo; más que una creencia, lo que nos rodea es un vínculo mágico, un hechizo que el alma aplica a ella misma, según lo entiende Platón en Fedón. Y en el mito se crea el héroe, nuestro propio reflejo, sin el cual la vida sería miserable. El héroe que a través de los siglos parte, se purifica, cumple sus hazañas, regresa y es sacrificado, en un ciclo eterno que siempre se está cumpliendo, como lo ve Joseph Campbell (The Hero with a Thousand Faces, 1973).

Ese cúmulo de sensaciones, como si se tratara de una tela sutil, o de una piel, viste a los dioses y a los héroes. Los envuelve, les da una apariencia, les crea una imagen, produce una figura. La imaginación fabrica imágenes, es su oficio.

En la medida en que el conocimiento del mundo se ha expandido hasta la saciedad, y disponemos de imágenes del todo y de todo, la presencia del mito original se extingue. El resplandor de las pálidas hogueras de los aparatos de televisión aleja cada vez más las fronteras de la oscuridad, deshaciendo sus criaturas. Ahora tenemos una representación del todo, o casi todo, en las pantallas. Las guerras, las hambrunas, las tragedias colectivas, los crímenes, ocurren dentro de nuestras casas. Son sucesos domésticos, pertenecen a una épica a domicilio. La contemporaneidad es instantánea, no como antes, donde los sucesos se contaban siempre en pasado, hasta la remotidad del tiempo, y ocurrían en la irrealidad del pasado: las coronaciones de los reyes de España se celebraban con fiestas callejeras en las provincias de Centroamérica, en los siglos de la Colonia, lejos de las noticias, ya cuando esos reyes habían enloquecido o habían muerto.

Pero si el mito original se altera, queda su historia y lo que ella encarna, su sustancia narrativa; y esta manifestación no tiene fin en la narración. Si nos fijamos bien, no hay historias nuevas que contar, no hay tramas que inventar. Las tragedias, las novelas, los romances, los corridos, los tangos, los boleros nos están contando siempre lo mismo. La trama anda siempre por caminos trillados. Los temas de la narración están allí desde el origen: amor, odio, engaño, venganza, celos, abandono, orgullo, poder, locura, ambición, muerte. Son semillas envenenadas que pasan a través de generaciones para que de ellas florezca la pasión, esa mandrágora que se alimenta de sangre, semen y saliva y que adorna los sepulcros. La condición humana que no cambia nunca, bajo ningún reinado, bajo ninguna era, bajo ninguna ideología, como escribió Voltaire. O quizás esos temas sólo son tres, como los anota en el título de uno de sus libros de cuentos Horacio Quiroga, a manera de un ars narrativa: amor, locura y muerte. O solamente dos, el amor y la muerte, como cree García Márquez. Pero siempre será necesario contar. Al lector no le importa que los argumentos sean viejos. Sólo quiere que se los cuente alguien que sepa el oficio.

En ese universo estrafalario, lleno de potentes milagros, de grandes pícaros y hábiles mentirosos que es Las mil y una noches, tan fascinante como la propia Scheherazada es el anónimo narrador que va por los zocos contando las historias que forman el corpus de invenciones -el más formidable de todos los tiempos- con que aquélla divierte al despechado y vengativo sultán Sahriyar cada noche para poder ganarse un día más de vida. Si nos fijamos bien, los dos, el cuentero callejero y Scheherazada, se ganan literalmente la vida contando cuentos. Ellos son el doble narrador contando lo mismo, bajo la necesidad de sobrevivir. La necesidad es su efrit, que les concede el poder de inventar las mentiras más colosales.

Una de tantas noches ella misma cuenta su propia historia, sin acordarse que se trata de sí misma, la historia de la princesa Scheherazada que salva su vida cada noche contando un cuento diferente, o prosiguiendo, con gran sentido del suspense, uno empezado la noche anterior, u otra noche atrás, más lejana. La salvan el suspense, el humor, la congruencia, la gracia del estilo, la propiedad del lenguaje. La salva saber contar. «Si hubiera persistido en tal distracción habríamos alcanzado el vértigo y la felicidad de un libro infinito», dice Borges.

El narrador anónimo de los mercados de Damasco, Bagdad, El Cairo, de Bassora, de Laor, es, como Scheherazada, un personaje heroico. Levanta cada día su magro escenario entre toldos y tenderetes y su oficio, peor que el de los encantadores de cobras con su flauta, o el de los faquires que se acuestan sobre un lecho de clavos, es atraer la atención de la multitud que transa y regatea entre olores de cuero y especias, de aceites rancios y de orinales, fatigados los ojos por el humo de las cocinas. Aquel desharrapado de babuchas de madera y sucio turbante está solo en el mundo. Su invención, o lo que ha recogido por los caminos, en las tabernas, en los callejones, en otros zocos, tiene que ser muy bueno, asombroso, divertido, para que la gente deje lo que está haciendo y se acerque a escucharlo; y no sólo tiene que lograr que todos abran la boca de admiración ante sus palabras, perderlos en el asombro. Debe, además, lograr gestos eficaces, saber mímicas, imitar voces, pasearse frente al público, agitado, o pensativo. Debe, sobre todo, provocar la risa y el llanto que mojan por igual de lágrimas los ojos. Si tiene éxito, si sabe el oficio, en el plato de estaño que tiene a sus pies caerán con tañidos consoladores las monedas de su sustento. Llegó solo y se va solo. Ni siquiera debe cargar la cesta de mimbre donde duermen la cobra y la flauta del encantador de serpientes. Su lengua son la cobra y la flauta.

Pero ésta no es sólo una relación de dos, entre el cuentista andariego y Scheherazada que se salva cada noche porque es una narradora prodigiosa: «había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados... y era muy elocuente y daba gusto oírla», se cuenta en la primera noticia que se da de ella. Es una relación de tres, con el sultán Shariyar, y de cuatro, con la princesa Doniazada. Como parte de su ardid, Scheherazada se las ingenia desde la primera noche para introducir a su hermana menor junto al lecho del sultán, y es Doniazada la que está preparada para pedirle a Scheherazada que empiece a contar y después, cada noche, que siga contando.

Son ellos dos, uno que oye maravillado, y otra que incita a contar, quienes nos representan a todos nosotros, que somos los que nos congregamos alrededor del narrador en el zoco, y los que leemos. Somos el público, somos Doniazada, somos el sultán Sahriyar, somos los lectores, somos junto con él el juez terrible. El juicio del sultán Sahriyar, nuestro juicio, puede ser catastrófico para el narrador, porque si falla en engañar bien, Scheherazada pierde la cabeza bajo la cimitarra, el narrador anónimo de los zocos pierde su pan, y ambos pierden nuestro propio crédito de lectores que exigen respeto, porque queremos ser encantados, que quiere decir engañados de verdad, como Alá manda. A fondo y sin falsas mentiras. Queremos mentiras verdaderas.

Las mentiras verdaderas tienen que ser creíbles. Aun en los libros donde la imaginación no conoce límites, como en Las mil y una noches, no se cuentan falsedades, no se cuentan fantasías. La imaginación es seria, la fantasía no. La realidad no es más que la imaginación en su estado sólido; la imaginación es una propiedad diferente del mismo cuerpo, es decir, la realidad en su estado gaseoso, su emanación mágica, evanescente. La fantasía no es un cuerpo, ni siquiera un cuerpo gaseoso. La imaginación, liberada de su solidez anterior, se resuelve en ingravidez, en seducción de apariencias, en libertad, en inconstancia.

En Las mil y una noches, esas emanaciones del cuerpo sólido de la realidad son fabulosas porque se trata precisamente de una fabricación popular. Es la gente común la que ha creado esos símiles de maravilla, poder y grandeza para ellos mismos; de esa multitud oscura de derviches, zahoríes, arrieros, beduinos, barberos, orfebres, tenderos, mozos de cordel, cocineros, parte el narrador anónimo de los zocos. Y no hay tiempo de cambiar las raídas túnicas y las babuchas de madera por las más ricas vestimentas y adornos, más que a través de la mentira. «Pícaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota», como anota Borges.

Es la invención la que hace posible tener, para el que adolece y desea. Tener, al sólo invocar un nombre mágico o cerrar los ojos. Tener palacios que entran con sus almenas entre las nubes y cuevas de interminables galerías donde esperan vasijas repletas de bambas de oro y cofres colmados de joyas, desposar princesas, convertirse en sultán, volar por los aires, disfrutar de un harén, sentarse a una mesa en la que nunca se agotan los manjares. Necesidad y deseo son los extremos del arco que tensa la pasión y dispara la flecha de la imaginación. El poder, como gran imposible, se logra descifrando el lenguaje del asno humilde que carga la leña, sometiendo al efrit encerrado en la botella en que arde la vela, frotando la humilde lámpara de aceite que atosiga con el humo. Pero quizás el deseo puede aquí más que la necesidad. Es el deseo el que hace pasar la realidad de su estado sólido a su estado gaseoso, el que soporta el peso del arco al disparar la flecha. La necesidad hace que uno trabaje, robe o mendigue. El deseo crea siempre la imaginación.

Más allá de eso, hay que tener en cuenta que las mentiras deben ser verosímiles. Apenas el sultán Sahriyar percibiera que le están contando una mala mentira, la princesa no amanece viva y el lector cierra el libro, desengañado.

Ese sultán se mueve como un péndulo atroz entre el amor y la venganza, una cimitarra de filo esplendente que oscila de la vida a la muerte, nombres de aquello que brota y aquello que consume, o se consume. Se acuesta cada noche con Scheherazada, porque no ha podido matarla. El amor se vuelve, en su voluntad, un sustituto de la muerte.

¿De dónde nace su venganza? Al descubrir que su esposa lo engañaba con un esclavo apenas él salía de cacería, no sólo dio una muerte atroz a los amantes; a lo largo de tres años ha ejecutado ya, después de desflorarlas, a todas las doncellas que el anciano visir, por órdenes suyas, ha llevado a su lecho como último oficio obsceno de su decrepitud, la última de ellas su propia hija Scheherazada. Pero el sultán tiene, igual que tantos lectores, un agudo sentido del humor. En su caso se trata de un humor negro, sin duda. Ese humor negro suyo es el soplo fatídico que mueve el péndulo de un lado a otro, el que empuja la cimitarra colgante que deslumbra con su filo hiriente mientras oscila.

Iremos más atrás. Sucedió la traición. Y el sultán Sahriyar y su hermano gemelo Schariar, al que también había engañado su esposa con otro esclavo mientras andaba, también, de cacería, decidieron disfrazarse de simples mortales y, abandonando las murallas del palacio por una puerta secreta que daba al pedregal de un río seco, salieron por el mundo en busca de alguien que hubiera padecido traiciones de amor más grandes que las suyas.

Llegaron entonces a un desierto que en la cercanía del mar convertía sus dunas en una florida pradera. Y allí vieron un negro remolino que se acercaba encrespando las aguas; cuando el remolino se sosegó, apareció un tenebroso efrit, feo entre los feos, pero poderoso como ninguno. Asustados, corrieron a subirse a la cima de una palmera cargada de dátiles para ocultarse mientras el efrit, empapado de agua salobre y tranquilo de su poder, se sentaba a orearse al pie de la palmera. Entretanto se secaba, sacó el efrit de un arcón su tesoro para contemplarlo una vez más como desde hacía tiempos. Y este tesoro era una sola pieza. Una doncella que había raptado desnuda del lecho nupcial, la propia noche de su boda, dejando al novio con el rostro oscuro por la desolación.

Cuando el efrit, tras mucha contemplación del tesoro, se quedó dormido y ya roncaba, la muchacha alzó la cabeza y les sonrió cómplice a los hermanos, sabiendo desde el principio que estaban allí. Los incitó a bajar, y con gestos insinuantes, de vieja costumbre, les dijo: «Vamos a hacer lo siguiente: primero el uno, después el otro, me van a traspasar con golpes duros y violentos de sus lanzas cuantas veces quieran y puedan». Su metáfora sin misterios era pavorosa. A través del placer, les proponía la muerte. Les proponía el péndulo. Paralizados de miedo, los hermanos se negaban: ¿qué diría el efrit si se despertara y su primera visión fueran ellos, uno copulando con su amante prisionera, y otro aguardando con la lanza enhiesta? ¿Y dejaría el miedo, por su parte, que todo aquello ocurriera? Pero ella, muy obstinada en su deseo, no quería saber de dilaciones. Y los amenazó precisamente con lo que más temían: despertar al efrit y acusarlos de intrusos que querían forzarla, para que les diera, entonces, la peor muerte.

Sin más remedio que obedecer, y muy temblorosos de cuerpo y ánima, empezaron a invitarse mutuamente, haciéndose mudas señales de copulación, gestos que tenían más de condenados que de amantes. «¿Para qué tantas señales y mover de ojos? Si no vienen y me obedecen, llamo inmediatamente al efrit y ya saben lo que les espera», los volvió a amenazar la prisionera, llena de cólera; y aun así, sus órdenes no dejaban de ser sensuales, incitantes.

Se dispusieron al fin a complacerla, y la complacieron por turnos, una y otra vez. Y cuando los hubo agotado, sacó ella del bolsillo un saquito bordado, y del saquito un collar compuesto de quinientas setenta sortijas con sellos. «Los dueños de estos anillos me han poseído todos junto a los cuernos insensibles de este efrit que sólo sabe dormir y cazar hombres para comérselos. Denme ustedes sus anillos. Rápido», les ordenó, extendiendo la mano.

Hablaba ahora como una asaltante de caminos. Entregaron sin dilación sus anillos. Y dijo un hermano al otro: «Si éste es un efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más enormes que a nosotros, esta aventura debe consolarnos. Y debemos, además, dormir poco y ligero, y nunca más salir de caza». Se despidieron de la coleccionista de anillos, y se fueron de regreso al palacio, dejando aún dormido al efrit más cornudo que había existido jamás sobre la Tierra.

Lo verosímil es el símil de lo verdadero, aunque se trate de exageraciones. Las exageraciones sin control -que no son el símil de una verdad- pasan al reino dudoso de lo fantástico, y se desacreditan por sí mismas. Deberíamos decir que, al no tener sustancia, se vuelven retóricas. Se quedan en humo. Para ascender a los cielos en cuerpo y alma con todo y vestiduras terrenas como Remedios la Bella, o bajar a los infiernos como Ulises, siguiendo la carta de navegación que le ha dado Circe, sin que alguien alce las cejas en señal de incredulidad, se necesita verosimilitud.

Bastante de esta verosimilitud le falta hoy a los libros de caballería que siempre proponen situaciones inverosímiles, y se doblegan bajo el peso de sus propias mentiras, un alud de trapo, madera y cartón. Un personaje no puede cambiar de sexo de un capítulo a otro, sin verosimilitud, como ocurre no pocas veces en las novelas de caballería, dando por supuesto que el lector entiende de milagros sin explicaciones; ni deshacer un solo caballero un ejército de un millón setecientos mil soldados, como don Felixmarte de Hircania; ni recibir tantas heridas como don Belianís de Grecia -más de cien él solo- «que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales», como el mismo Don Quijote reflexiona ya cuando está por perder el seso, antes de salir a correr sus propias aventuras (I Parte, Cap. I). Un encantamiento, un endriago, la obra de un elixir, algo debe haber siempre de por medio para que el asombro no se convierta en risa ante incongruencias y desproporciones, aquellas que Cervantes llamaba «disparates imposibles». (Hay disparates posibles, por tanto.) De lo contrario, todo aparece como un olvido, y los olvidos son una muestra de incongruencia, una falla de pericia en el manejo de los procedimientos.

Quizás por eso es que los libros de caballería, al agotar sus posibilidades de mentir con verdad, pasaron de moda -es obvio que ya casi nadie los lee- y se quedaron como piezas de arqueología. Pero ya ven, no pasaron de moda otros libros de aventuras mucho más antiguos, como La Odisea, de la que quiero hablar pronto.

Cuando Don Quijote, muy malherido y descalabrado, ha vuelto de sus primeras correrías por los campos de Montiel, su ama, el cura y el barbero piensan que es necesario tomar escarmiento en contra de los muy numerosos libros de caballería que le han arruinado el entendimiento (I Parte, Cap. VI). El cura Pero Pérez dice entonces (y es Cervantes, a fin de cuentas, quien lo dice) que Tirant lo Blanc es el mejor libro del mundo, precisamente porque, por lo general, carece de graves exageraciones, y «los caballeros duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas que todos los demás libros de este género carecen...». De la gloriosa alabanza, el cura se resguarda acto seguido (y es Cervantes quien se resguarda), al agregar que sería bueno que a su autor le echaran en galeras por todos los días de su vida.

Mario Vargas Llosa hizo un formidable intento para rescatar del olvido Tirant lo Blanc, escrita por Joanot Martorell a finales del siglo XV, la que volvió a publicarse en 1969 con un estudio introductorio suyo, Carta de batalla por Tirant lo Blanc. Su defensa principal se basa, precisamente, en que no se cuentan allí tantas mentiras desproporcionadas, y que representa más bien un antecedente de la novela ecuménica, totalizadora, en la estirpe de Balzac, Fielding y Dickens. Pero casi treinta años después de aquel intento, Tirant lo Blanc ha vuelto a caer en el olvido sin poder batir sus pesadas alas ya petrificadas.

Las mentiras falsas son, muchas veces, consecuencia del apuro y de la improvisación para salir al mercado -como sucedía con los libros de caballería que eran las novelas western de entonces, como aquellos libritos de Mike Spilene; los pulp-fiction, los paper-backs descuadernables al paso de las páginas, y desechables, producidas en serie bajo la presión de los editores-. Así se creó, hasta los finales de la Edad Media, un cliché, un molde consabido en el que vaciar la trama, que para el lector entrenado no depara ya sorpresas porque contiene mentiras inverosímiles por su deliberada exageración.

Tirant lo Blanc tenía virtudes de verosimilitud, como Cervantes lo reconoce, lo mismo que las tenía Tristán e Isolda, esa preciosa historia de amor cortés, y de caballería, escrita a dos voces en la segunda mitad del siglo XII por Béroul y Thomas, para ser leída en voz alta en círculos de oyentes porque aún no existían los libros impresos. Tristán es el héroe que si se salva dando un enorme salto desde la ventana que se abre a un precipicio, es porque el miedo le dio fuerzas, «un salto que a cualquier otro hombre, de Cotentín a Roma, hubiera llenado de espanto»; tiene espinillas en el rostro, se ruboriza ante las alabanzas, y necesita de un fraile que le lea las cartas de amor, porque es analfabeto.

Las novelas de caballería fueron best-sellers en su tiempo, un género preferido porque relataba las mentiras de moda, las que el público demandaba oír; lecturas verdaderamente populares que encantaban y entretenían a miles de ociosos: sólo del Amadís de Gaula se imprimieron entre 1508 y 1589 más de treinta ediciones, y no hay duda de que despertaban la imaginación antes de que llegaran a degradarse en pura fantasía. Nombres como California, Florida, Patagonia, con que los conquistadores bautizaron las nuevas tierras de América, vienen de esas páginas de la caballería.

El mismo Cervantes fue un gran aficionado a este género de pulp-fiction, ya que tan bien las conocía. Y por tanto Don Quijote -su alter ego - no le va a la zaga: «llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer, y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos»: eran «más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños», según la pesquisa que el cura Pero Pérez y el barbero Maese Nicolás hacen en el aposento del pobre hidalgo descalabrado ya de la cabeza sin remedio.

Veámoslas desde aquel otro ángulo. Pulp-fiction, paper-backs, comics, para leer y botar. Esa especie de literatura no ha desaparecido. Se imprimen siempre por millones, son los sucedáneos de las novelas de caballería; se venden en los kioskos, en los mercados, en las librerías de segunda mano, se dan en alquiler. Sólo Superman, el hombre de acero, puede, como don Felixmarte de Hircania, derrotar a un ejército de un millón setecientos mil bandidos, volar por los aires con velocidad supersónica, ser invulnerable a las balas, cambiar montañas de sitio y variar el curso de los ríos, penetrar al fondo de la Tierra, sostener un puente colgante a punto de derribarse, arrancar de cuajo un rascacielos con todo y cimientos, y rescatar siempre a su doncella, prisionera del mago malvado, salvo que lo despoje de sus poderes el elixir o la piedra mágica de siempre. No de otra manera se comportaban los caballeros andantes combatiendo contra dragones flamígeros, serpientes descomunales, torvos gigantes y enanos traicioneros.

Los héroes de las novelas de caballería se debilitan en la credibilidad del lector contemporáneo no sólo por la magnitud de sus hazañas, que de tan portentosas se vuelven retóricas, sino también porque su paisaje, el campo de su acción, sus antihéroes son arcaicos. Y ellos, como reflejo de su entorno fatal, respiran el aire de la decrepitud y se vuelven también arcaicos. Su extrema longevidad, además, equiparable a una inmortalidad inmerecida, no se sostiene dentro de la maravilla primordial del mito porque su mundo ha quedado desolado como un campo de ruinas.

Pero si han perecido bajo el peso de sus decorados, sepultados con sus lanzas y armaduras, han encontrado sucedáneos que, por el contrario, tienen la virtud de ser cada vez contemporáneos de su mundo. ¿Por qué, por el contrario, ejercen fascinación esos héroes de los comics que no sólo no mueren nunca, sino que tampoco envejecen, por mucho que pase el tiempo, dueños del elixir de la eterna juventud? Precisamente porque envejece el mundo que los rodea, y desaparece de su entorno cuando envejece, pero no ellos, que se sustraen de la decrepitud, y saltan de una década a otra, como el Orlando (1928) de Virginia Woolf, contemporáneos siempre de las novedades de la sociedad, acompañando los cambios y mudanzas de la civilización.

Clark Kent y Louise Lane dejan el periódico The Planet en Metrópolis y se pasan a la televisión; Blondie deja de ser el ama de casa tradicional y ahora tiene una empresa de banquetes, porque las mujeres se vuelven independientes de acuerdo con los tiempos; Diana Palmer, la novia de El Fantasma, es asistente del secretario general de la ONU. El Fantasma siempre reina desde su trono de la calavera, pero trata ahora con presidentes africanos, y no con gobernadores coloniales. Y en juicio esa virtud de la contemporaneidad, no deberíamos dejar de recordar un emparentamiento carnal entre las novelas de caballería y ciertos comics: las tiras de El príncipe valiente y Roldan el Temerario, por ejemplo, representaciones de la época más primigenia de la caballería, la que gira alrededor del Rey Artús y los doce pares. Pero se vuelven ya reliquias, de menos popularidad.

El gran éxito de Cervantes, ya sabemos, fue demostrar la inverosimilitud de las novelas de caballería, y burlarse de sus exageraciones sin lógica, es decir, de su fantasía. Fue un género que evolucionó por siglos, desgastándose desde la imaginación que las creó, a la fantasía que las enterró, cuando perdieron los asideros de su verosimilitud. Italo Calvino (Por qué leer los clásicos, 1992) dice que tal vez la caballería nunca existió antes de los libros de caballería, o que directamente sólo existió en los mismos libros. También el amor cortés, siempre imposible, fue un amor ex profeso para las novelas de amor cortés.

Aceptado este supuesto podemos decir que un libro de caballería copiaba a otro libro de caballería, se vaciaba en un molde cada vez más desgastado que sólo recogía ya vestigios de imaginación. Llenaba el molde, manando de un caño roto, cada vez más, la fantasía. Los libros de caballería habrían conseguido entonces lo que podemos llamar la autonomía perfecta. Y eso fue su ruina; la autonomía desprendió de la vida su fabulación, y quedaron vagando en el espacio oscuro como pedazos de un mundo muerto y desaparecido.

Cervantes contrapuso a la fantasía, para destronarla del todo, un formidable libro de imaginación, Don Quijote, que detonaba todos los decorados y tramoyas de la novela de caballería, demoliendo una fábrica que ya amenazaba ruina. Un libro divertido, sin ninguna seriedad, lleno de magnífica ironía, de situaciones pensadas para reírse, y no de situaciones pensadas para ser serias. Cuando uno se ríe de lo que el escritor ha pensado que debía ser serio, resulta el ridículo. Es un fracaso, no un triunfo.

En aquella inquisición doméstica del cura y el barbero, al tirar por la ventana los libros que deben ir a la hoguera que muy entusiasta el ama ha encendido en el patio, Cervantes se apresura, lleno de risa escondida, a salvar la primera parte de su propia Galatea -quizás porque no es un libro de caballería- y la deja bajo resguardo provisional:

«-La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero.»

Y el cura le responde:

«-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizás con la enmienda alcanzará la misericordia que ahora se le niega, y entretanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada». La más sana de todas las risas, enemiga de toda seriedad, garantía suprema del humor, reírse de uno mismo. Para saber reírse de lo ajeno, hay que aprender, primero, a reírse de lo propio.

Se salva por último Cervantes de las llamas. Ya ha salvado el Amadís de Gaula, y también el Palmerín de Inglaterra, y le otorga rescate de última hora a Tirant lo Blanc, el mejor libro del mundo. Otros van sin más trámite al purgatorio, como el afamado don Belianís: «-Pues ése, replicó el cura, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya...»

Si en Las mil y una noches el deseo crea la imaginación, en un libro como La Odisea, que también narra aventuras y engaños y está lleno de suplantaciones y exageraciones, el temor, contrario del deseo, y manifestación precaria de la necesidad, crea la imaginación.

Los peligros que tiene que vencer Ulises en su viaje de retorno son revestidos por la imaginación gracias a la necesidad. Son los peligros que afrontan los navegantes, peligros reales e imaginados ante la necesidad de llegar. Son la historia del riesgo: tempestades, simas, fieras marinas y terrestres, corrientes adversas, acantilados, rocas erizadas entre las espumas que hierven, desgobierno de las naves, estallido de palos y velámenes, naufragios. Y lo desconocido. El mito, la invención son la exaltación de lo real, al mismo tiempo que su explicación más esplendorosa, y también las huellas revueltas de la ansiedad que va y viene sobre las arenas de lo desconocido.

El mundo conocido tiene entonces límites muy reducidos y los seguirá teniendo por milenios hasta la era de los navegantes portugueses en el siglo XV. Más allá, sólo se abre la incertidumbre, el temor, que termina creando el mito. No existen entonces imágenes de lo desconocido; hay que inventarlas a imagen y semejanza de lo conocido.

Ésa sigue siendo una necesidad inextinguible, y está en la razón misma del oficio de inventar, una vez que el mito original queda atrás, como un relámpago lejano que culebrea mostrando su ramaje encendido. De aquel relámpago sobrevive la historia, sobrevive la saga, la narración. Es la herencia del relámpago. Siempre habrá que novelar la realidad, llevarla a su estado gaseoso, desconcertarla, agitar el velo, darle una calidad engañosa.

Al disolverse la oscuridad terrenal, al multiplicarse las hogueras, queda a la imaginación la oscuridad de otros mundos. Esa nueva calidad de lo desconocido la agrega a la literatura Cyrano de Bergerac desde el siglo XVII, con su trilogía incompleta L'autre monde (1657), pero ya sabemos que se hace patente con Julio Verne en el siglo XIX, donde empieza verdaderamente lo que conocemos hoy como ciencia ficción. El mito, expandiéndose fuera del planeta y hacia la imaginación del futuro, pasa a ser la ciencia ficción.

Siempre me ha seducido el dominio que tiene Ray Bradbury en The Martian Chronicles (1950) sobre esa nueva calidad de lo desconocido, para no despeñarse en el abismo de lo fantasioso, es decir, de la fantasía. La ciencia ficción no es mi género preferido, por lo mucho que peca de fantástica; pero Bradbury ha sido capaz de potenciar, y exaltar, las reglas populares del género. Sus mundos extraterrestres, sus marcianos, son verosímiles, no seres cabezones de piel verde, o como esos horribles personajes de la serie Star Trek que llevan la masa encefálica realzada sobre la cabeza como si fuera un sombrero estrambótico.

En el cuento «April 2000: The Third Expedition», del libro que estoy citando, los viajeros de la nave espacial no se encuentran al llegar a Marte con ciudades de decorados futuristas encerradas en un domo transparente bajo un amenazador cielo de extraño color violeta, de esos que incuban borrascas siderales. Por el contrario, ante sus ojos hay un tranquilo y soleado día de primavera de comienzos de siglo en Green Bluff, Illinois, un pequeño pueblo rural que ellos reconocen. Allí viven, sin sobresaltos, sus abuelos, padres, hermanos, ya muertos.

Ése es el otro mundo, no el futuro, ni la extravagancia, sino el pasado que llama con voces familiares como las sirenas de Ulises junto al acantilado. Llegar a un nuevo planeta y encontrarse con el pasado es el peligro inadvertido. Lo desconocido, y lo fatal, es el pasado. El ardid de los marcianos consiste en proyectar desde las cabezas de los viajeros, como emanaciones mortales, imágenes que tienen que ver con sus propias vidas, con sus afectos. Pero sus deudos son, en verdad, sus carceleros, sus guardianes, sus verdugos. Ésa es la historia.

Si nos fijamos bien, los materiales empleados por Bradbury son convencionales del género de pulp science-fiction tan en auge en los años cincuenta, en eso no hay novedad: hipnosis colectiva, fantasías materializadas, telepatía, robots, o también realidad virtual, como diríamos hoy. Pero es un ardid que transmite nostalgia, soledad, ansiedades.

Creo que he llegado al final de esta charla. Mañana, quiero empezar con Homero, aquel ciego ambulante que hace milenios cantaba en atrios y plazas las historias más insólitas, con el mismo aplomo y convicción del narrador ambulante de los zocos. Los dos se ganaban el pan de esta manera, y todavía no han cesado de contar. A través del tiempo, los seguimos oyendo. Nos cuentan las mismas mentiras, pero les seguimos creyendo.





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