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La expansión de la lengua francesa y de la lengua española


Si es cierto que difundir el idioma patrio equivale a una conquista, moral cuando menos, Francia puede estar contenta. La expansión de su hermosa lengua es cada día mayor, y en estos últimos días han podido observarse dos hechos significativos y en extremo halagadores, a saber: en Berlín, el discurso en francés del canciller Bülow, quien se complace en hablar tan elegantemente como un parisiense de buena cepa; y en Arlon, ciudad del Luxemburgo belga, la celebración de un Congreso para la expansión de la Lengua francesa.

Este Congreso tiene una importancia considerable, porque ha fijado métodos y ha hecho propaganda. Hablando de él un pensador del Norte, decía, en conversación con un colega francés: «Ese Congreso ha asociado a vuestra nación un conjunto de fuerzas extraordinariamente eficaces: las que representan las gentes del Norte y de las pequeñas democracias. Las gentes del Norte tienen una manera de obrar que vosotros no conocéis ya: tienen fe en la acción. Esta fe no es contemplativa ni egoísta; es colectiva y se concentra como en un foco. Se asocia y brota como la llama. El alma que fomentó en otro tiempo la ciudad, la comuna libre y comerciante, el orgullo burgués y la cultura artística, emplea su ardor ahora en extenderse, en irradiar. Encontrará usted a los belgas en una infinidad de asuntos internacionales. Los hay en África, en China, en Siam, en el Japón, en Egipto, y no son por cierto gentes inactivas. Hablan el francés y lo propagan. Lo mismo las pequeñas democracias, que tienen una libertad de movimiento que vosotros no conocéis; que saben moverse entre los grandes Estados sin despertar sus opiniones; que se deslizan entre los resquicios de los negocios que los mutuos celos o las poderosas competencias dejan subsistir y que, seguramente, acaban por influir en los bloques macizos entre los cuales se instalan.

»Desead, pues, que las pequeñas democracias vecinas vuestras se apoderen lo más que les sea posible de vuestra lengua francesa. Tratadlas con discreción, alentadlas, no desconcertéis su buena voluntad con vuestras fáciles ironías. Si combatís su acento, su carácter, os combatís vosotros mismos. Las heridas de amor propio que les hacéis se vuelven en pequeñas derrotas para vuestro prestigio».

Estas últimas palabras son dignas por todos conceptos de tomarse en cuenta. El país que quiera en efecto propagar su lengua y con ella su cultura, su influencia política, su prestigio, debe empezar por la aceptación de las deformidades, de los dialectos mismos, que preceden a todo aprendizaje completo.

Achaque ha sido también de España, como lo es de Francia, abrumar de ironías al hispanoamericano o al catalán mismo, porque no pronuncian el castellano como en Castilla, porque tienen un vocabulario y modismos regionales. Hasta han procurado no entenderlos y no es del todo extraordinario encontrarse gente en Madrid -poca por fortuna- que «pilla» mejor el francés que el castellano de América. ¡Cuántos americanos se han quejado conmigo de que no los entienden! «¡Como si no hablásemos la misma lengua!», dicen con ingenuo asombro.

¡Qué conducta tan distinta la de los alemanes! «Jamás veréis a un alemán -dice Mr. Georges N.- reír de las deformaciones que en los patois o dialectos de los pueblos fronterizos alteran la lengua de Goethe. Lejos de eso, los alientan. Los consideran como avanzadas de la cultura alemana, y por lo mismo, de las empresas alemanas. Más aún, esos patois y dialectos los hablan ellos mismos».

He aquí cuál deben, pues, ser la conducta lúcida de los que hablarnos el castellano y queremos que se propague esta lengua admirable. Dejemos que los que quieran aprenderla empiecen por hablarla mal. No riamos jamás de su acento, de sus ensayos, de sus balbuceos. Procuremos, sobre todo, entenderlos, y así atraeremos más y más aliados a la causa nobilísima del idioma y de la cultura hispanoamericana, tan amenguadas en estos momentos por la hegemonía de otros pueblos y de otras lenguas.