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ArribaAbajo- XXXVI -

Algo sobre la erudición y sobre el estilo


No sé quién dijo que la erudición es una forma de la pereza.

Evita, en efecto, la fatiga de pensar.

Con un poco de método y de laboriosidad se es erudito. Con otro poco de cuidado, se es castizo. Lo que no se puede ser ni con método, ni con laboriosidad, ni con cuidado, es pensador.

Una tendencia que ya va siendo vieja, porque ahora todo envejece con suma rapidez, es la que consiste en sacrificarlo todo a la erudición.

Se escribe un libro sobre cualquier cosa y es preciso haberse leído, para escribirlo, una biblioteca.

El público, en cambio, suele no leer el libro y hace bien, porque con su seguro instinto, el público quiere interesarse y no sabemos interesarlo.

Eternamente cierto será lo que fue evangelio de muchos hombres de ingenio de la generación pasada: «El único género que debe evitarse es el género fastidioso.

Lo esencial en un libro, sea científico o literario, es interesar. Si pretendo enseñar algo, ha de cautivar primero la atención. Si no pretende enseñar, sino deleitar tan sólo, claro que ha de cautivar también la atención, en absoluto, sobre todas las cosas.

Preguntaron en cierta ocasión a Dumas hijo:

-¿Cómo es que vuestro padre, que publicó tantos y tantos libros, no escribió jamás una página fastidiosa?

Respondió:

-Porque una de las cosas que nunca supo mi padre fue fastidiar...

¡Imitemos a Dumas!

*  *  *

Es tarea decorosa citar todo lo que se ha escrito con respecto a un asunto, pero es más decorosa tarea aún pensar algo propio acerca de él.

Me sugieren estas reflexiones otras de Palacio Valdés, que me parecen muy oportunas y que acaso constituyan una segura orientación para muchos.

«Hay y hubo siempre -dice Palacio Valdés en una reciente conversación literaria- idólatras del libro.

»Son éstos los que creen que ser eruditos, conocer las ediciones de todas las obras y saberse de memoria, como un catálogo viviente, la bibliografía universal, es ser algo superior a los que con su ingenio, con su talento productor, crean. Así, la gente no concibe un escritor que no haya leído mucho. A mi me han enviado retratos personas de mi amistad con esta dedicatoria: «Al gran sabio Palacio Valdés». Y es que confunden al escritor con el erudito, inferior a aquél. Yo he visto en las historias literarias los nombres de los poetas, de los novelistas, de los filósofos, de los historiadores... de los eruditos, jamás».

Hay otro punto, respecto del cual Palacio Valdés hace observaciones interesantes: el lenguaje.

«Yo -dice- no soy un idólatra del lenguaje, como muchos escritores modernos, que lo sacrifican todo al estilo. El lenguaje es un instrumento. No sólo hay que escribir bien: hay que decir algo.

»Yo, en mis mocedades, hice una apuesta respecto a este punto: escribir un cuento en cada uno de los lenguajes de los siglos XIV, XV, XVI, XVII y XVIII. Y digo esto para que se vea que, con un poco de estudio y otro poco de habilidad, se crea un estilo peculiar o se imita perfectamente a cualquier gran literato antiguo.

»Santa Teresa de Jesús no tenía conocimiento del lenguaje, no había leído más que algunos libros piadosos y otros cuantos de caballerías. Y, sin embargo, es la mejor escritora de nuestra literatura. ¿Qué quiere decir esto? Que debemos escribir sinceramente, con claridad y con elegancia, como se habla. Sin rebuscar formas pedantescas, que a menudo encubren la vacuidad de los que las emplean. Y esto no quiere decir, claro está, que se deba abandonar el lenguaje y el estilo y escribir con desatino. Pero de ello a convertirse en esclavo de un molde, vaya mucha diferencia».

*  *  *

En mi sentir, el escollo este del molde viene, sobre todo, del deseo de originalidad. Se cree encontrar la originalidad en una fórmula, en una receta literaria.

Debiera pensarse que, siguiendo el cauce sereno del propio temperamento, se encuentra la originalidad siempre.

La sinceridad es la originalidad mejor, porque merced a ella se parece uno siempre a sí mismo: es decir, es uno siempre vario en su estilo, asomándose al espejo en que se copia todos los días análoga, pero todos los días distinta, la fisonomía de nuestra vida.

¿Habéis visto mayor originalidad que la de la naturaleza?

Contemplad un paisaje: el que sea más familiar para vosotros, aquel que veis todos los días desde vuestros balcones.

Siendo el mismo, lo veréis a diario diferente.

No sólo se diversificará según las estaciones, sino que será uno en la mañana y otro en la tarde, para ser otro bajo la blanda y misteriosa iluminación de la luna.

Pero ¡qué digo! Cambiará cada hora, cada minuto, cada segundo...

Y sin embargo, la perspectiva es fundamentalmente la misma...

Yo recuerdo haber leído lo difícil que es dibujar los detalles lunares. A cada instante la luz los transforma, variando su tonalidad de tan singular modo, que cansa y desespera el pincel del astrónomo...

Imitemos por tanto a la naturaleza, siendo como ella sinceros, como ella ingenuos, como ella movedizos y cambiantes.

Huyamos del procedimiento. El procedimiento es el recurso de los que no tienen ya recurso mental ninguno. Merced a él, los que carecen de personalidad se embozan en la personalidad de los demás.

Los espíritus subalternos se enamoran del procedimiento. Es, en general, lo único que ven y lo único que les seduce.

No advierten que quien lo usa posee una individualidad poderosa, de la que este procedimiento deriva sin que él se dé cuenta.

No se percatan de que ese procedimiento es eminentemente suyo; de que el traje ajeno que van a ponerse les vendrá muy largo...

Quizá estas reflexiones desbordan del cauce usual de mis informes; pero si bien se mira no alteran su índole, antes la afirman.

Ellas dimanan, por otra parte, de una actualidad literaria, y por lo tanto, conservan su carácter informativo, que es el peculiar de la misión que usted, señor ministro, se ha servido confiarme.

*  *  *

Tal vez vosotros habréis oído decir (volviendo al primer punto de estas notas) que la descripción del París medioeval que Víctor Hugo hace en Nuestra Señora, es falsa; que París no era así; que profundas investigaciones y estudios sapientísimos muestran que era de otro modo... No hagáis caso: Víctor Hugo no fue erudito a la manera de los ratones de biblioteca... pero era en cambio genial, y esta evocación de París seguirá siendo por los siglos de los siglos una de las reconstrucciones más maravillosas que existen.

Víctor Hugo, mejor que Fernández y González, presentía la historia...

También habréis oído decir, probablemente, que en los Trabajadores del mar hay un pulpo fantástico; que los pulpos no son así; que no aspiran la sangre de nadie; que se trata de un bicho inofensivo...

No hagáis caso: Víctor Hugo no era naturalista, pero sabía más que los naturalistas todos, por una sola razón: porque tenía genio, y el genio está identificado con la naturaleza, es la naturaleza misma llevada a la mayor excelencia, es el solo ojo que sabe contemplar la vida; es el único oído que sabe auscultar los latidos más íntimos de la creación.

Los naturalistas, los sabios, en general, se equivocan a cada paso; el genio no se engaña jamás; y es que los sabios no tienen sino la pálida linterna de la experimentación, en tanto que los genios poseen la intuición suprema.

Moraleja: Anna a Dios y haz lo que quieras, decía un gran Padre de la Iglesia. Y yo digo: Ten talento y escribe lo que te plazca, y cuando ya no tengas talento... ¡métete a erudito... como yo pienso hacerlo!