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La «Cuestión Social» en Chile. Ideas y Debates precursores. (1804 - 1902)

Sergio Grez Toso



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El presente volumen, VII de la colección Fuentes para la historia de la república, reproduce los escritos de un amplio abanico de chilenos que a lo largo del siglo XIX y hasta los albores del siglo XX expresaron su preocupación por fenómenos que a partir de la década de 1880 fueron conocidos bajo el nombre de «cuestión social».

La pobreza, miseria, marginación, exclusión y degradación de las grandes mayorías, las desigualdades sociales, la relación entre las clases y el mantenimiento del orden social son los grandes temas abordados en estos textos por políticos, intelectuales, sacerdotes, periodistas y líderes populares; temas de permanente actualidad.

Cuando Chile se apronta a ingresar al tercer milenio llevando a cuestas el pesado fardo de una irresoluta «cuestión social», puede resultar útil una mirada a la evolución histórica del fenómeno, a su conceptualización y a las soluciones propuestas por distintos actores de la vida nacional. En un país acostumbrado desde hace un tiempo a conducirse sin mirar su pasado, con un asombroso desconocimiento de su historia, con discursos dominantes impregnados de exitismo, autosuficiencia y escasa capacidad autocrítica e introspectiva, la historiografía vive relegada en el ghetto del mundo académico. Sin posibilidades de ser considerada como un elemento importante en la formulación de propuestas y proyectos, en la toma de decisiones y en los -en realidad escasos y poco interesantes- debates de la vida nacional. Las élites dirigentes parecen empecinadas en mantener y acrecentar el «hoyo negro» de la memoria histórica del país, especialmente en lo relativo al último cuarto de siglo. Un silencio cómplice se cierne sobre los aspectos ariscos y poco edificantes de nuestro pasado. ¿Será acaso una exigencia de la ansiada modernización, una condición para el logro del obsesivo consenso nacional?

Sin duda los historiadores tienen una cuota de responsabilidad en esta ingrata realidad. La relación activa entre el pasado y el presente no emerge en muchas de sus obras; la erudición documental, la maestría metodológica no siempre logran restituir la intriga y el calor de la vida; rara vez se cumple la pauta propuesta por Georges Duby:

«[el historiador]... debe controlar sus pasiones sin degollarlas y cumple tanto mejor su papel que se deja, por aquí y por allá, llevar un poco por ellas. Lejos de alejarlo de la verdad, éstas tienen la posibilidad de acercarlo más. En vez de la historia seca, fría, impasible, prefiero la historia apasionada. No estoy lejos de pensar que ella es más verdadera».1



Pero el que esté libre de culpas que lance la primera piedra...

En lo formal, debemos señalar que la mayoría de los textos que presentamos en este volumen fueron publicados originalmente en libros, folletos y artículos de prensa. En dos casos se trata de memorias de prueba para optar a títulos universitarios que, posteriormente, fueron objeto de una publicación. El manuscrito de Vicuña Mackenna ha permanecido hasta ahora inédito.

Por fidelidad al pensamiento de sus autores hemos optado por incluir sólo obras íntegras, sin omitir ni cambiar encabezamientos, subtítulos, división en capítulos, notas u observaciones. Cuando nos ha parecido necesario inventar un título, lo hemos señalado. En las ocasiones que hemos creído útil introducir una nota explicativa al pie de la página, hemos explicitado nuestra autoría. En cada caso se indica la fuente primaria de donde fueron extraídos los escritos, casi siempre el manuscrito original o la primera edición. A veces se señala también la segunda edición. Cuando esos documentos han sido objeto de otras compilaciones, lo hemos mencionado, a condición de que se trate de reproducciones íntegras y fieles al original. Las notas a pie de página de dichos recopiladores están debidamente identificadas. Lamentablemente ciertas antologías incluyen sólo extractos de las fuentes primarias, a menudo sin advertir de ello al lector. Hemos preferido no citar esas obras.

Los textos han sido presentados en estricto orden cronológico, siguiendo la fecha en que fueron escritos, aun cuando a veces hayan sido objeto de publicaciones posteriores.

La ortografía ha sido actualizada; la puntuación original se mantiene, salvo cuando se trata de evidentes errores tipográficos que hemos corregido buscando no alterar las ideas del autor.

Finalmente, agradecemos a Jorge Rojas F. y Luis Moulian E. sus opiniones sobre algunos de los documentos seleccionados y a Gonzalo Cáceres Q. sus observaciones al estudio introductorio. Igualmente, dejamos constancia de nuestra gratitud al bibliófilo Felipe Vicencio E. por sus aportes documentales y de erudición; como asimismo a Patricia Riquelme P., jefa de la Sección Chilena de la Biblioteca Nacional, por su amable colaboración en nuestra labor de investigación, a Tatiana Castillo C., Magaly Morales A. y Mónica Rivera C. por la ayuda prestada en la transcripción de ciertos artículos; y a Marcelo Rojas V. por la labor de producción editorial.

SERGIO GREZ TOSO






ArribaAbajoEstudio crítico

Existe un virtual consenso en la historiografía nacional en datar el surgimiento de los debates sobre la «cuestión social» en Chile durante la década de 1880. Los historiadores coinciden en señalar que el término «cuestión social» no nació en estas latitudes, sino con anterioridad en Europa, acuñado por intelectuales y reformadores sociales. Los primeros escritos en los cuales este concepto aparece utilizado en nuestro país corresponderían también a la misma década2.

Determinar la forma y el momento en que se fue elaborando y haciendo habitual el empleo de dicho término en Chile puede ser un ejercicio útil para el conocimiento de nuestra historia, en particular en lo relativo a las representaciones ideológicas que construyen las distintas clases, grupos sociales y líderes de opinión.

Una primera dificultad metodológica para el logro de este objetivo reside en el uso de una definición que dé cuenta adecuadamente del fenómeno. Tal vez la fórmula más precisa para el caso chileno es la elaborada por el historiador norteamericano James O. Morris quien, al estudiar el período comprendido entre mediados de la década de 1880 y los años 1920, ha descrito la «cuestión social» como la totalidad de:

«...consecuencias sociales, laborales e ideológicas de la industrialización y urbanización nacientes: una nueva forma dependiente del sistema de salarios, la aparición de problemas cada vez más complejos pertinentes a vivienda obrera, atención médica y salubridad; la constitución de organizaciones destinadas a defender los intereses de la nueva «clase trabajadora»; huelgas y demostraciones callejeras, tal vez choques armados entre los trabajadores y la policía o los militares, y cierta popularidad de las ideas extremistas, con una consiguiente influencia sobre los dirigentes de los trabajadores».3



Si aceptamos esta definición, concluiremos rápidamente que la «cuestión social», entendida como un conjunto de problemas típicos de las sociedades capitalistas, surgió en Chile poco antes de 1880, coincidiendo con el primer proceso industrializador, cuyo punto de partida se sitúa en la década de 1860. La maduración del fenómeno, hasta alcanzar las características descritas por Morris, tomó varias décadas. Probablemente, sólo hacia fines del siglo XIX o comienzos del siglo XX, el conjunto de elementos señalados por este historiador estaban presentes en la realidad chilena. La construcción del concepto también emerge como una realidad paralela a las mutaciones económicas y sociales de esa época. Es claro que durante la década de 1880 los analistas nacionales logran definir la existencia de una «cuestión social».

Pero antes de ese decenio, ¿no había una «cuestión social» en Chile?, ¿no se debatía en el seno de la élite, y también en algunos segmentos del mundo popular, sobre la existencia de graves problemas que se arrastraban desde largo tiempo, constituyendo verdaderas lacras y cuyo origen era atribuido a defectos estructurales de la comunidad nacional, a la propagación de ideologías disolventes o a factores coyunturalmente negativos, como el comportamiento de ciertas clases o grupos, que por su miopía, egoísmo o imprevisión introducían serias deformaciones en el cuerpo social?

Las fuentes seleccionadas en este libro entregan una imagen más matizada acerca del surgimiento de la «cuestión social», tanto como dato de la realidad objetiva, como concepto teórico y construcción ideológica sostenida por distintos grupos e individuos en su visión de la realidad nacional. Algunos de estos textos sorprenden en más de un sentido. Encontrar, por ejemplo, a un franciscano revolucionario durante la Patria Vieja haciendo una lectura «clasista» de los problemas del país, según la cual la acción explotadora y opresora de la aristocracia es la causa de la miseria de los sectores populares, puede asombrar a quienes tengan una imagen rígida sobre el punto de partida de las reflexiones acerca de la «cuestión social». Descubrir, por ejemplo, mucho antes de 1880, abundantes meditaciones en la prensa chilena sobre los problemas sociales (condiciones de vida, salarios, emigración de peones al extranjero, mendicidad, inquilinaje, mantención del orden social, situación y relaciones entre las diferentes clases, etc.), permite introducir matices importantes en nuestra comprensión del surgimiento de los debates sobre este problema.

En esta perspectiva no deja de ser interesante constatar que, en 1876, el connotado periodista y político conservador Zorobabel Rodríguez planteaba la existencia de una «cuestión obrera» en Chile, o que a mediados de siglo los jóvenes Francisco Bilbao y Santiago Arcos realizaron descarnados análisis en los que se atribuía a la atrasada estructura agraria la causa principal de los problemas sociales, de la explotación, sumisión y degradación de las masas.

Pensamos que la lectura de los textos de esta antología puede ayudar al descubrimiento de los procesos materiales, culturales e ideológicos que condujeron a la plena manifestación de la moderna «cuestión social», coincidiendo con el tránsito de nuestro país a la era industrial.

Las fuentes recogidas sugieren que más que una eclosión brusca, sorprendente y repentina, se produjo un desarrollo acumulativo de dolencias colectivas y una toma de conciencia de muy lenta gestación, en el que los factores propios de la transición hacia la modernización económica -como la industrialización y la urbanización de la segunda mitad del siglo- fueron los catalizadores de procesos preexistentes en la sociedad tradicional. De seguro, el modo de producción colonial cargaba a cuestas su propia «cuestión social». Los escritos de Manuel de Salas, de fray Antonio Orihuela y, en general, de todos los autores de la primera mitad de la centuria, nos muestran la existencia de graves y persistentes problemas en el Antiguo Régimen político y en la prolongación de las estructuras económicas coloniales después de la Independencia.

¿Dónde terminan y dónde comienzan los elementos constitutivos de una y otra «cuestión social»?

De esta compilación se puede deducir una respuesta matizada que sugiere un paso a la moderna «cuestión social» a través de la conjunción de elementos tradicionales, presentes desde larga data en la realidad nacional, y de factores nuevos, generados por la transición económica y las corrientes de pensamiento que irrumpen al avanzar la centuria.

LOS AUTORES: TEXTOS Y CONTEXTO

«La pobreza extrema, la despoblación asombrosa, los vicios, la prostitución, la ignorancia y todos los males que son el efecto necesario del abandono de tres siglos, hacen a este fértil y dilatado país la lúgubre habitación de cuatrocientas mil personas, de las que los dos tercios carecen de hogar, doctrina y ocupación segura, cuando podrían existir diez millones sobre más de diez mil leguas cuadradas de fácil cultivo».4



De esa manera comenzaba Manuel de Salas, hacia fines del período colonial (1804), su «Oficio de la diputación del Hospicio al Excmo. señor Don Luis Muñoz de Guzmán, gobernador y capitán general del reino». La desgraciada situación de la mayoría de población del país tenía su raíz, a juicio del ilustrado personaje, en la orientación económica que desde siempre España había dado al reino de Chile: preferencia exclusiva a la minería y abandono de la agricultura, atraso en las técnicas extractivas y proliferación de actividades usurarias y especulativas. De este modo, los hombres poseedores de las «únicas manos creativas» -labradores, artesanos, mineros y jornaleros- quedaban sumidos en la miseria, los vicios y la degradación. La apacible sociedad colonial, arrastraba, por lo visto, una gran «deuda social». La caridad, organizada a través del hospicio, era, para Manuel de Salas, la solución. Su visión es, a todas luces, perfectamente tradicional.

Pocos años más tarde, en 1811, al derrumbarse la dominación española, un patriota de la Patria Vieja, el franciscano penquista Antonio Orihuela, del bando de Martínez de Rozas, el ala más radical del movimiento nacional, lanzaba una incendiaria proclama dirigida a «los infelices, los que formáis el bajo pueblo»5. Este panfleto sorprende tanto por su radicalidad como por la globalidad de su mirada. Orihuela distingue claramente al bajo pueblo -artesanos, labradores, mineros- de la aristocracia, culpable esta última, de los sufrimientos y vida miserable de los primeros. La felicidad y riqueza de unos se explica por la desgracia y miseria del resto:

«Mientras vosotros sudáis en vuestros talleres; mientras gastáis vuestro sudor y vuestras fuerzas sobre el arado; mientras veláis con el fusil al hombro, al agua, al sol y a todas las inclemencias del tiempo, esos señores condes, marqueses y cruzados duermen entre limpias sábanas y en mullidos colchones que les proporciona vuestro trabajo: se divierten en juegos y galanteos, prodigando el dinero que os chupan con diferentes arbitrios que no ignoráis; y no tienen otros cuidados que solicitar con el fruto de vuestros sudores, mayores empleos y rentas más pingües, que han de salir de vuestras miserables existencias, sin volveros siquiera el menor agradecimiento, antes sí, desprecios, ultrajes, baldones y opresión».6



Se trata de una lectura clasista de la realidad: la triste suerte de los pobres tiene su origen en esa división existente en la sociedad. Sobre la aristocracia, sin distinción de partidos, recae la responsabilidad de la opresión económica y política de los pobres. Sólo un proyecto igualitario, basado en la toma del poder por el pueblo, podrá extirpar de cuajo la viciosa organización social. La solución es política ya que apunta a la reorganización global de la sociedad. La distancia entre Manuel de Salas y Antonio Orihuela es enorme, aun cuando muy pocos años separan ambos escritos. El franciscano penquista puede a justo título ser considerado el primer revolucionario social de nuestra historia contemporánea. Aunque el ferviente llamado de Orihuela al bajo pueblo no tuvo eco, su mensaje quedaría en el aire, como suele ocurrir con el de un precursor.

La lucha por la independencia y la construcción de un Estado nacional, encabezada por la aristocracia criolla, no se planteó solucionar la «cuestión social» de raíz colonial. Ni las urgencias del momento ni los intereses de la clase dominante podían permitirlo. A lo más, en la concepción ilustrada de los primeros gobiernos independientes, el mejoramiento de la condición del pueblo vendría cuando creciera la riqueza del país y se extendieran «las luces» y la educación.

El triunfo estanquero-pelucón de Lircay (1830) y la instauración de la República Conservadora reforzaron la dirección aristocrática de la sociedad chilena. El disciplinamiento de los sectores populares a través de los tradicionales métodos coloniales -azote, cepo, trabajos forzados- a los que se agregaron algunos más recientes -como las jaulas rodantes atestadas de prisioneros inventadas por el ministro Diego Portales- junto al tradicional «peso de la noche» (la sumisión, atraso e ignorancia seculares del pueblo), aseguraban en Chile el orden social. Las cartas del ministro Portales a Joaquín Tocornal (16 de julio de 1832) y a Fernando Urízar Garfias (1 de abril de 1837), que aquí se incluyen, reflejan esa política. Utilizando las propias palabras del estadista las hemos titulado respectivamente El peso de la noche7 y Palo y bizcochuelo.8 No hay en ellas una reflexión global acerca de los problemas sociales; apenas unas pocas frases en medio de otros temas, pero son líneas cargadas de contenido que sintetizan la visión, el programa y los métodos del conservadurismo para hacer frente al mundo popular y asegurar el orden social.

Los ocho documentos que cubren el período 1844-1852 representan, con muchas variantes, la visión contestataria -es decir, liberal e igualitaria- al régimen pelucón.

Sociabilidad chilena (1844), de Francisco Bilbao fue una bofetada en la cara a la pacata, tradicionalista y conservadora sociedad de su tiempo.9 Como es sabido, el joven seguidor de Lamennais fue sometido a juicio por ser el autor de un escrito «blasfemo e inmoral». Sociabilidad chilena fue «quemada por mano de verdugo» y Bilbao perdió su trabajo de profesor del Instituto Nacional, debiendo exiliarse voluntariamente en Europa para evitar mayores persecuciones.

Para Bilbao, la causa de los padecimientos de Chile es el pasado medieval y feudal de España. Catolicismo y feudalidad son dos caras de la misma medalla. La fe católica es estigmatizada por ser una «religión autoritaria, simbólica y formulista» que somete la mujer al marido, los hijos a los padres, el ciudadano al poder. El clero y las monarquías absolutas se apoyan mutuamente. «El pensamiento está encadenado al texto, la inteligencia amoldada a las creencias. Esclavitud del pensamiento».10 La sociedad chilena se organiza según el modelo feudal español, el trabajo del pobre es diezmado por un sistema coercitivo y expoliador. Los ricos poseen la tierra por el derecho de la conquista:

«La demás gente es plebe, gente inmunda, vil, que debe servir (...). Separación eterna, amo y siervo, riqueza y pobreza, orgullo y humildad, nobleza y villanos. Sin industria intelectual ni física, nadie podrá elevarse sino el rico, y como el rico es el hacendado, y el hacendado es aristócrata, sale por consecuencia que la clase poseedora está interesada en la organización monárquico-feudal (...). El pobre necesita que comer y busca trabajo. El trabajo no puede venir sino del que tiene industria o capital. La industria o capital son las tierras: luego los hacendados son los dueños del trabajo, de aumentar o disminuir el salario. La riqueza o regalía puede pasar algún tiempo sin el trabajo del pobre. Pero el hambre no admite espera: luego el rico es dueño de fijar las condiciones del salario: he aquí el despotismo feudal».11



El pueblo, según Bilbao, llena las cárceles, abastece el cadalso, gime en los carros, soporta insultos, trabaja para el cura, para el Estado y para el rico, no tiene conciencia de su individualidad ni de su posición social y está animalizado por el trabajo. Las obras benéficas no son sino barnices de un edificio que se desploma. Orihuela se ha reencarnado en Bilbao treinta y tres años después.

Libertad, igualdad política, igualdad social, son las banderas levantadas por Francisco Bilbao en 1844. El proyecto igualitario de 1850 está en gérmenes en su escrito «blasfemo e inmoral».

«El manuscrito del diablo» (1849) del eminente escritor, jurista y político liberal José Victorino Lastarria puede ser considerado un ensayo sociológico.12 Explotando su veta literaria el autor realiza una radiografía de la sociedad chilena. Los defectos nacionales -la envidia, el arribismo, la hipocresía, el espíritu de círculo- son descritos certeramente en pocas páginas. La organización social es analizada de manera igualmente penetrante. Según Lastarria, en Chile «hay una clase privilegiada, cuyo privilegio no está en la ley ni en los derechos de que goza, sino en el hecho, en la costumbre».13 La sociedad está dividida en dos clases: «una que todo lo puede y lo goza todo, y otra que nada vale...».14 El gobierno se apoya en los ricos y mantiene la superioridad que éstos se arrogan sobre el pueblo, «sobre la gran mayoría que se compone de pobres y de gentes de familia desconocida».15 La aristocracia conservadora que dirige el país es retrógrada e inmovilista, detesta16 la novedad, la innovación:

«Mas como esa aristocracia rechaza el nombre que le conviene de retrógrada, y prefiere llamarse conservadora, justifica su denominación aparentando que quiere reformas, con tal que no se destruya lo existente: su modo de reformar, consiste pues en remendar, en refaccionar: así es que Chile en poder de esas gentes es una casa vieja y ruinosa con puntales por aquí, alzaprimas por allá, paredes remendadas y agobiadas de promontorios por acá y goteras por todas partes».17



A pesar de sus evidentes coincidencias con Bilbao, Lastarria pensaba en 1849 que por ser la sociedad chilena tan católica y «eminentemente monacal», en el clero residía una esperanza para regenerar al pueblo: «El clero católico en Chile, hace católico al pueblo; si fuera monarquista, establecería fácilmente la monarquía; siendo republicano lo haría también republicano».18

En 1870, al reeditar «El manuscrito del diablo», Lastarria había perdido toda ilusión respecto a las potencialidades regeneradoras de la Iglesia chilena: la rígida posición ultramontana de su jerarquía lo hacía descartar la esperanza que había alentado en su juventud.

Durante el bienio 1850-1851 el descontento acumulado durante dos décadas de omnímoda administración conservadora se tradujo en un clima de fuerte contestación política que dio paso a un levantamiento armado contra el gobierno. Los textos extraídos de la prensa igualitaria y liberal de 1850 dan cuenta parcial de las ideas que respecto de algunos problemas sociales agitó en esa coyuntura la oposición al régimen pelucón.

En los artículos de El Amigo del Pueblo, órgano de expresión de la Sociedad de la Igualdad, junto con denunciar los abusos del régimen en contra de los sectores populares, así como la insalubre condición de los arrabales populares santiaguinos, se expresa la preocupación por uno de los grandes temas del ideario del club igualitario: el derecho de asociación popular para asegurar la regeneración del pueblo.19

Su colega El Progreso, a pesar de ser la expresión de un liberalismo más moderado y elitista, no le fue a la zaga. La escasez de trabajo, la pobreza de los artesanos (presentados a veces en el lenguaje de la época como «industriales») y la desgraciada e inestable condición familiar que la miseria engendraba entre los trabajadores, son algunos de los temas presentes en estos artículos de evidente intencionalidad política. Pero esta característica no disminuye su valor. Por ser la aproximación «política» a los problemas sociales la más válida para su comprensión global -a condición de tomar en cuenta las múltiples interrelaciones con otros planos de la realidad-, nos ha parecido que textos de esta naturaleza son insoslayables si se quiere entender el surgimiento de la «cuestión social».20

Los escritos de Benjamín Vicuña Mackenna y Santiago Arcos completan la mirada igualitaria de mediados de siglo a la problemática social de Chile. Ambos fueron redactados en un contexto de derrota y de frustración de los proyectos de cambio de sus jóvenes autores. La oposición había sido aplastada en la guerra civil de 1851 y los igualitarios, como Vicuña Mackenna y Arcos, sufrían persecuciones, cárcel o destierro.

El manuscrito de Vicuña Mackenna Horrible situación de los inquilinos (23 de febrero de 1852), hallado en el archivo que lleva su nombre, contiene una impactante descripción de la condición de esos sectores populares.21 El autor, aterrado por la miseria y opresión de los inquilinos (cita ejemplos precisos de varias haciendas de la región central), esboza algunas medidas de reforma agraria. La brevedad del documento -pareciera tratarse de un borrador, de notas sueltas o de la página de un diario de vida-, no aminora la fuerza y el carácter precursor (generalmente desconocido) de las ideas de cambio que alcanza a bosquejar su creador.

La famosa Carta a Francisco Bilbao, de Santiago Arcos, fechada en la cárcel de Santiago el 29 de octubre de 1852, constituye -parafraseando un famoso texto revolucionario de comienzos del siglo XX- un verdadero: ¿Qué hacer? dirigida a la derrotada oposición igualitaria y liberal.22 En su epístola el prisionero político del régimen conservador trata de responder las interrogantes sobre las tareas de la revolución que desde su exilio en Lima le ha planteado su correligionario Bilbao. Así surge un fructífero análisis de la realidad política y social del país:

«Las leyes malas -escribe el igualitario encarcelado- no son sino una parte del mal [...].

El mal gravísimo, el que mantiene al país en la triste condición en que le vemos, es la condición del pueblo, la pobreza y degradación de los nueve décimos de nuestra población».23



Arcos señala la médula del problema social en Chile: el inquilinaje en las haciendas, la esclavitud del peón «como lo era el siervo en la Europa de la Edad Media», la influencia omnímoda del patrón (el hacendado) sobre las autoridades subalternas. La solución es política, es radical:

«Para organizar un gobierno estable, para dar garantías de paz, de seguridad al labrador, al artesano, al minero, al comerciante y al capitalista necesitamos la revolución enérgica, fuerte, y pronta que corte de raíz todos los males que provienen de las instituciones como los que provienen del estado de pobreza, de ignorancia y de degradación en que viven 1.400.000 almas en Chile, que apenas cuenta 1.500.000 habitantes».24



Luego pasa revista a la organización social y política de la nación. Al igual que Orihuela, Lastarria y Bilbao, Santiago Arcos plantea que «el país está dividido en ricos y pobres», además de los extranjeros que «forman casta aparte».25 Los pobres no son ciudadanos, viven degradados en la miseria, pero a pesar de ello, «son más inteligentes de lo que se quiere suponer».26 La reciente experiencia de la Sociedad de la Igualdad y el entusiasmo que había suscitado entre sectores del pueblo así lo probaban. Si los pobres no participan más activamente en política es porque ninguno de los partidos les ofrece cambios reales en su condición. Los ricos son los verdaderos dueños del país. Ellos dirigieron la lucha por la emancipación nacional y se apoderaron del gobierno. Los pobres, en cambio, «han gozado de la gloriosa Independencia tanto como los caballos que en Chacabuco y Maipú cargaron a las tropas del rey».27 Ni los principios ni las convicciones políticas dividen a pelucones de pipiolos. El monopolio del poder por los primeros y su total alejamiento de él durante más de dos décadas por parte de los segundos: he ahí sus únicas diferencias. Ambos partidos son de los ricos. Una victoria de los liberales en 1851 nada esencial hubiera cambiado. Cualquiera que hubiese sido el vencedor de la guerra civil, el peón habría continuado siendo peón y el inquilino, inquilino. Si los pelucones han conquistado la hegemonía es porque han sido capaces de asegurar la paz, dar garantías a los capitales, a los ricos y a los extranjeros.

La solución ideada por Arcos debe comenzar por una ruptura política: segregar del viejo Partido Pipiolo a sus mejores exponentes -a gente como Bilbao, Vicuña Mackenna, Manuel Recabarren, Ramón Lara, Eusebio Lillo y tantos otros para formar con ellos un nuevo partido, el Partido Demócrata-Republicano. La propuesta no es socialista sino simplemente democrática. Se trata -según sus propias palabras- de asegurar la paz y dar garantías a todos: a ricos, a pobres, a los capitales, a los extranjeros. Pero para ello es necesario tomar medidas drásticas. La reforma agraria es planteada por primera vez en Chile como parte de un proyecto de cambio global. Desde la prisión el joven igualitario traza los contornos de esa gran reforma social:

«Es necesario quitar sus tierras a los ricos y distribuirlas entre los pobres.

Es necesario quitar sus ganados a los ricos para distribuirlos entre los pobres.

Es necesario quitar sus aperos de labranza a los ricos para distribuirlos entre los pobres.

Es necesario distribuir el país en suertes de labranza y pastoreo.

Es necesario distribuir todo el país sin atender a ninguna demarcación anterior...»28



La libertad de cultos, la separación de la Iglesia y del Estado (sin arruinar al clero), completan el programa. Arcos plantea que, a pesar de su rudeza, dichas medidas son necesarias y beneficiarán por igual a ricos y a pobres. Con todo, estos últimos parecían ser quienes requerían con más urgencia su aplicación. Empleando una fórmula repetida muchas veces posteriormente, Arcos diría a su camarada Bilbao: «...los pobres han sufrido ya lo bastante y no tienen tiempo para sufrir ni esperar más».29

Los dos artículos de prensa del año 1859 que se presentan a continuación corresponden a otro agitado momento político nacional. Una nueva guerra civil comenzaba a estremecer al país. La híbrida fusión de los liberales derrotados en 1851 y los conservadores ultramontanos se levantaba en armas contra el régimen del presidente Manuel Montt, de orientación conservadora, pero laica y regalista.

«Asociaciones de obreros», publicado el 13 de febrero de 1859 por el opositor diario santiaguino La Actualidad, a pesar de no entregar una visión de conjunto acerca de los problemas sociales, tiene el mérito de mostrar las principales propuestas liberales para eliminar el pauperismo y otras manifestaciones del fenómeno aún no conceptualizado como «cuestión social».30

Para La Actualidad, la abundancia de trabajo existente en Chile no impedía una deplorable «condición física y moral de la clase obrera», siendo su causa principal los insuficientes salarios industriales. La responsabilidad recae, según el periódico opositor, sobre los gobiernos, por su pasividad, por su política de laissez-faire, manifestada en sus insuficientes medidas en pro de la educación popular.

«Las clases pobres», aparecido en las ediciones del 17 y 19 de febrero de 1859 del periódico monttvarista de Concepción El Correo del Sur, tiene más altura que el de su colega santiaguino.31 Para su enigmático autor (el artículo aparece firmado por las iniciales M.P.) la pobreza ha sido siempre un problema universal, es decir, ha existido en todo tiempo y lugar, pero ello no supone que eternamente habrá opresores y oprimidos. Algún día eso cambiará. A la espera de esa transformación M.P. se propone simplemente aliviar a los pobres, esto es, ayudar para que «los desheredados recuperen su derecho a la propiedad de Dios». Este objetivo sirve al autor para desarrollar una original reflexión acerca de la pobreza y los problemas sociales. En la percepción de M.P., el pauperismo en Chile es el resultado de «leyes morales»; de los malos hábitos de la población, de sus preocupaciones retrógradas. Tanto ricos como pobres contribuyen a perpetuarlo. Los pobres por su inmoralidad, manifestada en la embriaguez, el juego, la ociosidad, el abandono, la falta de orden, de cultura y de previsión. Los ricos, porque siendo, en principio, la riqueza, el fruto de la laboriosidad y la inteligencia:

«...muchas veces degenera en un arma de muerte, y que el egoísmo de los ricos la convierte en un elemento de explotación, de atraso y de miseria».32



Según su observación, la riqueza en algunos casos es «el robo legal hecho a la industria», «el robo legal hecho al sudor de sangre vertido en los poros del proletario, y de consiguiente es un poder cuya acción contribuye eficazmente a mantener la ignorancia, el pauperismo y la degradación de las masas».33 La causa del mal es la concentración de los capitales, de la industria, de la propiedad agraria. La explotación de los campesinos por los hacendados genera la ignorancia, la miseria, «la esclavitud y el vasallaje estúpido», el «servilismo indigno», los vicios, la indignidad y la inercia reinante en los campos chilenos. La institución del inquilinaje conlleva el servilismo, la explotación y el asesinato:

«Aquel a quien se le pagan uno o dos reales diarios y a quien se le da a comer sólo frangollo en remuneración de su trabajo: a ese se le asesina y se le roba...».34



Coincidiendo parcialmente con el análisis formulado anteriormente por Santiago Arcos, M.P. se proponía «atacar al vicio y no las personas», es decir, concebía el mejoramiento social en beneficio de los pobres, pero también de los opulentos y de la prosperidad general del país. El inquilinaje y los salarios de hambre limitan seriamente el mercado de consumo nacional. Si los campesinos dispusieran de mayores recursos, los hacendados se beneficiarían con el aumento del poder de compra de la población.

El programa levantado por M.P., a semejanza del de Arcos y otros contemporáneos, no era otro que el de la superación del viejo modo de producción colonial y el paso al capitalismo. El nuevo sistema resolvería la problemática de la miseria, la ignorancia, la explotación, la opresión, los vicios y taras sociales.

La transición al capitalismo se verificó en Chile en las décadas inmediatamente posteriores,35 pero la mayoría de los problemas sociales heredados del Antiguo Régimen lejos de desaparecer, se agravaron, mezclándose y metamorfoseándose con aquellos que portaba en su seno el modo de producción que pujaba por nacer. Es precisamente durante los decenios de 1860 y 1870 que puede situarse el punto de conjunción entre la vieja y la nueva «cuestión social». El pensamiento de los contemporáneos sobre estos temas es un reflejo de aquella mutación.

Los veinticuatro artículos seleccionados de los dos principales periódicos que existían en Santiago en 1872 -EL Ferrocarril y El Independiente-, a pesar de la diversidad temática y de óptica analítica, deben ser considerados como un todo para efectos de una real comprensión de su alcance y del momento en que fueron escritos.

No fue por casualidad que ese año los debates sobre variados problemas sociales -emigración de peones al extranjero, salarios, vagancia, mendicidad, condiciones de higiene y salubridad en las ciudades y hábitat popular, por citar los más frecuentes- abundaran en la «gran prensa» santiaguina. Incluso un asunto tan poco evocado en las discusiones de la época, como la condición de la mujer del pueblo, es objeto -puntualmente- de un análisis particular.

¿Qué estaba ocurriendo en 1872?

Más que la aparición de nuevos problemas, la sociedad chilena parece haber estado confrontada entonces al efecto acumulativo de cuestiones que se arrastraban desde mucho tiempo: la ya habitual emigración de trabajadores al extranjero en búsqueda de mejores posibilidades de trabajo causaba gran alarma (no siempre justificada) entre los hacendados. El tema de los salarios -estrechamente ligado al de la mano de obra- cobraba gran relevancia. ¿Era suficiente el salario de los trabajadores chilenos? ¿Les permitía36 cubrir sus necesidades y las de sus familias? ¿El alza de los remuneraciones redundaría en un mejoramiento de la condición popular, o sería una carga insoportable para la economía nacional, agravando la propia situación de los trabajadores, al estimular los vicios y la imprevisión? Por otra parte, si se aceptaba que la emigración de peones al extranjero era un fenómeno nocivo para la economía del país, ¿cómo ponerle fin o frenarla? ¿Por medio de métodos administrativos, es decir, eminentemente autoritarios o mediante la persuasión y el alza de los salarios?

Las soluciones no eran fáciles ni evidentes. Las etiquetas políticas de los periódicos El Ferrocarril estaba ligado al monttvarismo, que a esas alturas podría ser considerado como una vertiente del liberalismo, y El Independiente tenía una orientación decididamente católica-conservadora- no presuponen necesariamente un cierto tipo de respuesta. Los artículos seleccionados muestran una rica variedad de enfoques, de divergencias y de coincidencias al interior de la elite.

Pero en 1872 no sólo se percibe la condensación de viejos problemas. Los proyectos de transformación de Santiago del nuevo intendente Benjamín Vicuña Mackenna provocaban polémicas que la prensa estimulaba y reflejaba. ¿Cómo enfrentar el problema de la insalubridad y falta de higiene de los barrios populares? ¿Cómo resolver la cuestión, ya muy grave, de la vivienda de los trabajadores urbanos? La insalubridad, el hacinamiento y la precariedad del hábitat popular se traducían en elevadísimas tasas de mortalidad, sobre todo infantil. Las epidemias causaban estragos entre los pobres. Ese año la viruela ocasionó 6.344 muertes en todo el país, de los cuales 5.710 en Santiago, es decir, casi el 4% de los habitantes de la ciudad.37 Las medidas de Vicuña Mackenna relativas a la destrucción de ranchos, remodelación urbana, represión y control de la mendicidad, desataron controversias en el seno de la élite. Intereses, principios, convicciones y mentalidades aparecen en filigrana en esas y otras controversias presentes en este libro.

Durante la década de 1870 se produjo la eclosión de los debates sobre la «cuestión social». El concepto no había sido puesto aún en boga en Chile, pero sus contenidos básicos, plenamente sistematizados a partir del decenio posterior, ya estaban presentes en la vida nacional. Y no sólo en las cavilaciones, preocupaciones y escritos de la élite. Como veremos más adelante, el tema era objeto de reflexiones por parte de los trabajadores organizados.

Las ideas plasmadas en los escritos de Fernando Santa María y Marcial González son una buena muestra de la percepción de los problemas sociales que tenían las figuras más descollantes del liberalismo nacional. Tanto en la conferencia dictada ante un público de artesanos por Santa María (Ojeada sobre la condición del obrero y medios de mejorarla, 1874),38 como en el artículo «La moral del ahorro» (1877) de González,39 a la clásica descripción de los vicios de la condición popular, se suman soluciones eminentemente pedagógicas: educación, reforma del hombre y de la familia, según el primero; ahorro y moralización, según el segundo. Pedagogía que podía ser particularmente enérgica en la concepción de Marcial González, quien estimaba:

«...preciso y urgente aconsejar y hasta ordenar la sobriedad al artesano y al peón gañán, al inquilino y al roto ambulante de las ciudades y los campos, a todo el que trabaje por jornal o sueldo para sostener a su familia; porque con la disipación y sus consecuencias no hay adelanto posible para las clases obreras, y todo lo que detiene ese adelanto retarda la mejora social, o sea la emancipación moral y material de esa mayoría de nuestros conciudadanos, que no serán independientes ni libres ni ejercerán bien sus derechos políticos mientras no sean honrados, económicos y sobrios».40



Del mundo popular también surgían voces que expresaban un particular punto de vista sobre esta cuestión. Por el momento, no se trataba de visiones globalmente sistematizadas sino de sensibilidades, de percepciones y de soluciones que llevaban el sello de lo popular. La idea de «regeneración del pueblo» a través de la asociación, difundida por Arcos, Bilbao y los igualitarios, había hecho un camino a lo largo de más de dos décadas. El artesanado de las ciudades principales abrazaba crecientemente estos postulados. El mutualismo y otras formas de organización popular iban cobrando una importancia progresiva. La crisis económica, que alcanzó su apogeo entre 1876 y el estallido de la Guerra del Pacífico, puso en movimiento a los artesanos y obreros urbanos. Los meetings, manifestaciones de protesta y demandas a las autoridades (incluyendo una Petición de los obreros de Chile al Presidente de la República) para la adopción de medidas proteccionistas de la «industria nacional» constituían un elemento nuevo de la situación política.41

Las reacciones a estas movilizaciones fueron, como es lógico, muy diversas. La respuesta más extensa proveniente de la clase dominante la formuló Zorobabel Rodríguez, connotado político y periodista conservador. Su serie de cinco artículos sobre La cuestión obrera publicados en EL Independiente a fines de 1876,42 constituye una refutación sistemática de las reivindicaciones proteccionistas de los trabajadores, por considerarlas inútiles, ilusorias y contraproducentes. Aunque el político conservador reconoce la difícil condición de los obreros, sostiene que la crisis golpea a todos por igual y que sólo perseverando en la vía de la más amplia libertad económica podrá el pueblo mejorar su situación. Las cajas de ahorro son la única respuesta específica a las dificultades de los pobres. Similar adhesión a los postulados más ortodoxos del liberalismo económico se manifiesta en su artículo sobre el Proyecto de Reglamento de las casas de prenda aparecido días más tarde en el mismo periódico.43

Entre tanto, las ideas proteccionistas, asociativas, mutualistas y cooperativistas ganaban adeptos entre sectores de obreros y artesanos. La conferencia popular Unión y fraternidad de los trabajadores sostenida por las asociaciones cooperativas, dictada en 1877 en Valparaíso por el líder mutualista Fermín Vivaceta, es en gran medida representativa de esa visión del incipiente movimiento popular.44 No hay en este texto una mirada de conjunto acerca de los problemas sociales; apenas una evocación de la pobreza de los trabajadores golpeados por la crisis económica y la paralización de actividades. No obstante sus limitaciones, nos ha parecido útil reproducir su conferencia, por cuanto en ella se proyecta una solución que concitó adhesiones en el movimiento asociativo popular de la época. Puesto que, debido al imperio de las ideas liberales, la clase obrera no puede aspirar a conseguir protección especial o una reforma del trabajo, tiene que confiar en sus propias fuerzas y adoptar el sistema societario.45 Para ello debe aprovechar el derecho de asociación garantizado por la Constitución. La creación de bancos populares, asociaciones de crédito, bazares, cooperativas de consumo y de producción evitará la explotación de los artesanos por las casas de prenda, les proporcionará trabajo seguro en épocas de crisis y les garantizará la protección mutua, desarrollando de esta forma sus sentimientos de fraternidad. Las influencias de Fourier son evidentes y el conferencista las reconoce explícitamente.

Durante los años ochenta las transformaciones sociales y económicas producidas por la incipiente industrialización y por la incorporación a la economía chilena de la rica región minera de Tarapacá generaban el surgimiento del proletariado moderno. Fue precisamente durante ese período que sectores de la élite empezaron a referirse explícitamente a la «cuestión social».

Augusto Orrego Luco es quien realizó desde esa perspectiva el estudio más profundo y sistemático del fenómeno. En 1884 publicó en el diario La Patria de Valparaíso una serie de artículos que posteriormente fueron reeditados en forma de folleto bajo el título La cuestión social.46 Apoyándose en un detallado análisis demográfico de las diferentes regiones del país y en comparaciones con otras naciones, el autor de este ensayo aborda lo que en su criterio considera los principales problemas sociales de la época. La emigración de peones al extranjero (26.333 trabajadores de la región central anualmente), la gran mortalidad (60% de los niños fallecidos antes de alcanzar los siete años de vida) son atribuidas por Orrego Luco a las malas condiciones de vida de la población: alimentación insuficiente, miseria, promiscuidad en los ranchos y como consecuencia «falta de sentimientos de familia».47 En los bajos salarios residía la causa principal. El ensayista ve en el peonaje itinerante -descrito como una «masa flotante», «masa enorme y peligrosa» que constituía simultáneamente «la fuerza y la debilidad de Chile»- la principal amenaza para el orden social.48 Orrego Luco se levanta contra la doctrina del laissez aller laisser faire y propone aumentar los salarios, fomentar y proteger la industria nacional, so pena de una amenaza terrible:

«Si el proletariado se desarrolla nos sumergirá en una de esas situaciones inciertas y llenas de inquietudes que imposibilitan el movimiento comercial y suspenden sobre una sociedad la amenaza inminente de un trastorno».49



Según su enfoque, es indispensable fijar a la masa itinerante en torno a un trabajo estable, «hacerla entrar en las clases sociales, presentarle un núcleo de condensación», que no es otro que el trabajo fijo del establecimiento y de la industria.50 La enseñanza obligatoria, la mejora de las condiciones de higiene y salubridad (como la implantación de la vacuna obligatoria) y, sobre todo, la resolución de la cuestión agraria -origen de la trashumancia del peonaje- completan el vasto programa trazado por este escritor.51 Con Orrego Luco la reflexión acerca de la «cuestión social» se hace integral.

Situado en el momento cúlmine de la transición entre la vieja y la nueva problemática social, su estudio es pionero de una larga serie de trabajos del mismo género.

Pero la toma de conciencia fue lenta. Durante algún tiempo prevalecieron las miradas parciales, aquellas que aun reconociendo la existencia de un profundo malestar social, no tenían un alcance global. Las soluciones propuestas eran, por lo tanto, igualmente parciales, es decir, centradas en ciertas causas, aspectos o manifestaciones del problema.

Dentro de esta categoría pueden ser considerados los dos discursos de José Manuel Balmaceda que incluimos en esta selección. El primero de ellos -Las aspiraciones liberales- fue pronunciado en 1881 durante un meeting de la campaña presidencial de Domingo Santa María.52 Planteándose la necesidad de «resolver la grave cuestión industrial»53 el brillante político liberal fija el gran objetivo que será el norte de su programa para Chile: vivir y vestirse, armarse y defenderse por sí mismo. La idea de la industrialización es la línea maestra de su discurso. El librecambismo absoluto es descartado como un dogma que en las condiciones del país no puede ser adoptado acríticamente; la protección es una condición necesaria para el desarrollo de la industria nacional. El logro de este objetivo será, según Balmaceda, el «más útil para las clases obreras de la República»54.

El mismo hilo conductor está presente en el Discurso programático pronunciado ante la Gran Convención Liberal, que proclamó su candidatura presidencial en enero de 1886.55 El desarrollo industrial permitirá al país satisfacer su propias necesidades y:

«...constituir, por el trabajo especial y mejor remunerado el hogar de una clase numerosa de nuestro pueblo, que no es el hombre de la ciudad ni el inquilino, clase trabajadora que vaga en el territorio, que presta su brazo a las grandes construcciones, que da soldados indomables en la guerra; pero que en épocas de posibles agitaciones sociales o de crisis económicas puede remover intensamente la tranquilidad de los espíritus».56



La industrialización y el desarrollo económico son, por lo tanto, según Balmaceda, los medios de resolución de la inquietante «cuestión social».

Más parcial y etérea es la solución propuesta por Juan Enrique Lagarrigue, entusiasta difusor de la doctrina positivista en Chile. En La verdadera cuestión social -breve folleto publicado en 1888 o «año 100 de la gran crisis»- el discípulo chileno de Comte plantea el avance de la doctrina positiva o Religión de la humanidad.57 Según sus principios, los cuatro elementos del orden social -el sacerdocio, la mujer, el patriciado y el proletariado- deben cooperar para llenar dignamente su misión terrestre. La violencia y la siembra de odios deben ser descartados para mejorar la condición del pueblo. El altruismo debe ser fomentado para llegar al régimen sociocrático. Todos los pueblos, todas las clases están moralmente subordinadas a la humanidad. Para Lagarrigue, conforme a las enseñanzas de su maestro, «ante la religión altruista no caben ni partidos ni discordias».58 Todos los hombres son hermanos de la misma obra colectiva. La tarea propuesta para el logro de tan altos fines es educar al pueblo chileno en la Religión de la Humanidad.

Sin pecar de excesiva severidad puede concluirse que, a pesar de su prometedor título, el autor de este opúsculo escamotea completamente el estudio de «la cuestión social»...

Igualmente oblicua, pero con referencias a la realidad nacional, es la explicación que J. J. Larraín Zañartu da en su artículo «El servilismo político y lo que existe en el fondo de las huelgas en Chile» (1888).59 Para este autor, las huelgas y el nacimiento del Partido Democrático no podían explicarse por un malestar económico. Su origen era político y social. Sin temor a contradecirse Larraín Zañartu veía en la aparición del Partido Democrático:

«...el grito de las democracias contra el absolutismo oligárquico; el grito de los siervos contra el amo; de los que sufren y pagan contra los que monopolizan y explotan».60

Pero, según este análisis, el verdadero origen de los movimientos de protesta popular era político: su razón era el «servilismo político», es decir, la «sumisión maquinal, inconsciente a todo cuanto mande el partido».61 Al no tener un sustrato económico real las huelgas desaparecerían en Chile.

Contrariando estas predicciones, al cabo de un par de años se producía en el Norte Grande y en Valparaíso la mayor explosión huelguística conocida hasta la fecha en el país, la primera huelga general de la historia de Chile.62

Si a partir de la década de los ochenta la «cuestión social» alcanzó plenamente su droit de cité en los debates y cavilaciones de las figuras más prominentes de la clase dominante, ello se debió en gran medida a la proliferación de movimientos populares de protesta social: a lo largo del decenio fueron aumentando en cantidad e intensidad las huelgas y manifestaciones de diverso tipo.63 En el plano político el movimiento popular culminó un proceso de unidad y decantamiento con la fundación del Partido Democrático a fines de 1887.64 Estos fenómenos no podían dejar de llamar la atención a los líderes de las clases dirigentes. También empujaron a los sectores populares y a algunos intelectuales identificados con su causa a expresar sus propias visiones y soluciones de los problemas sociales. La prensa obrera y artesanal fue el medio privilegiado para la difusión de estos puntos de vista.

De dicha prensa hemos seleccionado algunos escritos representativos de las nuevas tendencias que afloraban en el mundo de los trabajadores.

Vejotavea, seudónimo de un militante popular, entrega un mensaje redentor a través de dos artículos publicados en el periódico porteño Los Ecos del Taller. En «El obrero» (25 de junio de 1887) expone con sencillez y brevedad su visión de la sociedad. Ésta se divide en dos clases:

«...el pobre y el rico.

Mientras estos últimos se dan una vida holgada; en los hogares del proletario reina la miseria.

Mientras los hombres del oro pasean alegremente disfrutando de su fortuna; el obrero trabaja sin descanso».65



En: «¡Alerta obreros!» (6 de agosto de 1887), propone su solución para la superación de la miseria de los proletarios: las sociedades obreras deben despertar «del sueño aletargado en que se hallan sumidas», unirse en un solo cuerpo y llevar al poder mediante el voto a verdaderos representantes de sus derechos, «hijos del pueblo que hayan manejado la herramienta del trabajo y que sepan cuanto le cuesta al proletario ganarse el pan de cada día». Esos portavoces harán aprobar proyectos en beneficio de los pobres.66

Para un sector significativo del movimiento popular la solución a la miseria, las injusticias y la explotación era, por lo visto, eminentemente política. La expresión más palpable de ello, ya lo decíamos, fue la fundación del Partido Democrático cuyos «Manifiesto» y «Programa» (1887)67 hemos incluido en esta crestomatía por tratarse de los primeros documentos de una organización política chilena en los que se plantea la solución integral de las injusticias y la desigualdad social: «El Partido Democrático -señala el primer punto programático- tiene por objeto la emancipación política, social y económica del pueblo.68

Las ideas expresadas en ambos textos fundacionales son desarrolladas posteriormente en dos escritos del joven abogado Malaquías Concha, quien fuera el principal líder del partido durante más de tres décadas. En «El movimiento obrero en Chile», publicado en marzo de 1888 en Revista Económica69 en la carta dirigida a su correligionario Ángel C. Oyarzún, reproducida ese mismo mes en el periódico chillanejo La Discusión,70 Concha se explaya en el análisis demócrata de la realidad nacional. Su visión de la problemática social es global: los aspectos económicos (explotación de los pobres por los poseedores del capital y por el Estado), políticos (existencia de un sistema político oligárquico que significa la negación de la democracia y de la igualdad proclamada en la Constitución y las leyes) y sociales (preeminencia absoluta de la oligarquía y sujeción del pueblo), aparecen estrechamente ligados.

El medio principal de redención de los pobres es el sufragio, a través del cual, y gracias a su organización en partido político independiente (el Demócrata), podrán ejercer la soberanía y asegurar el triunfo de la democracia. La prensa obrera, la fraternidad expresada en la actividad mutualista y en diversas organizaciones populares son otros instrumentos para el logro de la regeneración del pueblo. Las medidas a adoptar son igualmente económicas, políticas y sociales: autonomía de los poderes electoral, legislativo, judicial y administrativo; independencia de los municipios, instrucción obligatoria, gratuita y laica; separación de la Iglesia y el Estado; supresión de impuestos sobre el trabajo; abolición de la Guardia Nacional... Pero la acuciante cuestión de las relaciones entre el capital y el trabajo, si bien es denunciada como una de las manifestaciones de la problemática social, no es objeto de ninguna medida específica en el proyecto de Concha y de su partido. La novel formación política reflejaba, de este modo, una composición y una orientación más artesanal que proletaria propiamente tal. El campo seguía abierto para lecturas y soluciones aún más radicales de la «cuestión social».

En «El salario y el obrero», un anónimo articulista del periódico El Obrero de Santiago (30 de agosto de 1890) incursiona en el terreno que los dirigentes demócratas habían dejado casi sin explorar. Según este análisis, lo que caracteriza y distingue a la clase obrera es el salario; su condición económica es la de asalariado. Su definición del tema que nos interesa anuncia la incipiente llegada a Chile de las ideas socialistas:

«El problema social en los presentes momentos, y por lo que al salario se refiere, no debe plantearse bajo el aspecto de las necesidades del obrero, que no son distintas de las de los demás hombres, sino bajo el punto de vista de los medios propios con que el obrero cuenta para satisfacerlas; y llegados a este punto, no debe tratarse de saber si el salario es crecido o escaso, sino si representa efectivamente el valor del producto del trabajo del obrero».71



Para este publicista popular el problema que deben plantearse los proletarios no es lograr protección, favor o limosna, sino simplemente justicia. Y llevando más lejos su análisis de la relación entre el capital y el trabajo, desentraña una de las premisas de su funcionamiento:

«El salario -explica a sus lectores-, ya se cobre semanal, quincenal o mensualmente, no es el pago anticipado del valor de un producto en elaboración, es la arbitraria y mermada remuneración de un servicio temporal ya cumplido, y bajo este verdadero punto de vista, cuando el obrero recibe el salario, no sólo no recibe en él el producto de su trabajo, sino que ha anticipado su esfuerzo durante una semana, una quincena o un mes, si el pago se hace por mensualidades».72



El supuesto anticipo salarial es, por lo tanto, una falsedad, que de existir, debería aplicarse en sentido contrario. Su conclusión acerca de las relaciones entre las dos clases fundamentales de la sociedad es radical: «Para el obrero, en la práctica, no hay más derecho que el que al capitalista conviene, ni más ley que la de la sujeción al trabajo».73

Los textos compilados de la última década del siglo XIX y de los albores del siguiente nos muestran una variada gama de posiciones y enfoques. Sin temor a exagerar, puede decirse que todas las grandes corrientes ideológicas presentes en la historia de Chile del siglo XX encuentran su punto de partida en ese período. El lector podrá detectarlas fácilmente.

Tres vertientes principales o «familias de pensamiento» se distinguen en estas últimas aproximaciones a la «cuestión social».

La corriente conservadora católica, de la cual arrancará a través de un largo proceso de gestación la tendencia socialcristiana del siglo XX. Como caracterización básica, podemos señalar para esta escuela de pensamiento: su irrestricta adhesión a la doctrina social de la Iglesia definida por la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII (1891), y una aproximación esencialmente individualista y elitista a la «cuestión social». Los católicos conservadores enfatizan el papel de los individuos, particularmente los de las clases dirigentes, sobre quienes recaerán las principales responsabilidades de las iniciativas en beneficio de los pobres. Ocho documentos de diferentes autores -cléricos y laicos- ilustran esta aproximación al tema.

La Pastoral que el arzobispo de Santiago Mariano Casanova dirigió al clero y a los fieles el 18 de septiembre de 1891 para dar a conocer la encíclica papal constituye el punto de partida del aggiornamento de la visión católico-conservadora tradicional.74 Monseñor Casanova sintetiza y alaba la lectura pontificia de la realidad social del mundo contemporáneo. El socialismo es descrito como una «doctrina desquiciadora», un:

«...peligro formidable que amenaza destruir el fundamento mismo de la sociedad humana, estableciendo una igualdad de condiciones y de fortunas contrarias a su naturaleza y a las disposiciones de la Providencia».75



La argumentación papal es retomada de punta a cabo por el arzobispo chileno. El socialismo es una doctrina impracticable por ser contraria al orden natural. «La desigualdad de condiciones y de fortunas -dice el prelado- nace de la desigualdad de talentos».76 La igualdad social es, por lo tanto, una quimera peligrosa; las clases sociales no pueden ser enemigas, tienen vínculos de interés mutuo. La actitud de los opulentos debe ser desprendida y caritativa, y la de los pobres resignada y laboriosa. En la curación de las llagas sociales el Estado tiene un papel muy importante que cumplir haciendo buenas leyes, reprimiendo los atentados contra la propiedad, mejorando la condición de los obreros, instaurando el descanso dominical y fomentando la religión y las buenas costumbres.

Siguiendo las enseñanzas del Romano Pontífice, el arzobispo de Santiago recomienda a sus fieles la práctica de la asociación: la fundación de mutuales, patronatos y sociedades de obreros católicos «dirigidas por hombres virtuosos y prudentes», son instrumentos para el logro de los fines de mejoramiento social.77

El socialismo estaba -según Mariano Casanova- presente desde algún tiempo en Chile, a través de huelgas, ataques a la propiedad, la difusión de doctrinas socialistas y «el azuzamiento de los pobres contra los ricos y de la democracia contra la aristocracia».78 El prelado termina su Pastoral del mismo modo como la había comenzado: los fieles y sacerdotes son llamados a contrarrestar esas doctrinas y a difundir por distintos medios la encíclica papal. La Iglesia -y con ella los católicos de cuño conservador- se lanzan en una cruzada antisocialista. La defensa del orden imperante aparece como el leitmotiv de esta visión de la «cuestión social».

En 1893, el arzobispo Casanova volvió a la carga difundiendo desde el púlpito y en un folleto que reproducimos, su Pastoral sobre la propaganda de doctrinas irreligiosas y anti-sociales.79 Reiterando conceptos vertidos en el documento anterior, el príncipe de la Iglesia denuncia la difusión de doctrinas contrarias a la religión y al orden social. El socialismo recibe una atención especial, por tratarse de un ideario:

«...antisocial, porque tiende a trastornar las bases en que Dios, autor de la sociedad, la ha establecido. Y no está en manos del hombre -agrega el arzobispo- corregir lo que Dios ha hecho. Dios, como dueño soberano de todo lo que existe, ha repartido la fortuna según su beneplácito, y prohíbe atentar contra ella en el séptimo de sus mandamientos. Pero no por eso ha dejado sin compensación la suerte de los pobres. Si no les ha dado bienes de fortuna, les ha dado los medios de adquirir la subsistencia con un trabajo que, si abruma el cuerpo, regocija el alma».80



Por lo demás, según esta lectura de las desigualdades sociales, «si los pobres tienen menos fortuna, en cambio tienen menos necesidades: son felices en su misma pobreza», y los ricos, a pesar de su fortuna, «tienen más inquietudes en el alma, más deseos en el corazón, más pesares en la vida». La pobreza de los menesterosos es un tesoro para la vida futura. De ellos será el reino de los cielos.81 El triunfo de las doctrinas socialistas haría la desgracia de todos, de ricos y pobres, porque la repartición de los bienes de la tierra dejaría en la pobreza a todo el mundo.82

No hay otra alternativa que la caridad de las clases acomodadas hacia las desheredadas. Para ello es necesario poner término a los ataques en contra de la religión. Mariano Casanova busca concitar el apoyo de los sectores dirigentes, tratando de hacerles entender que en ello está en juego su interés terrenal: «Es la religión -les dice- la mayor garantía del respeto y obediencia debidos a los depositarios del poder público».83 Y enfatizando agrega:

«...si los gobiernos quieren asegurar la estabilidad de las instituciones políticas y de las leyes, su primer deber y su primer interés es honrar y hacer honrar la religión».84



Los artículos extractados de La Revista Católica entre 1893 y 1902 expresan invariablemente, aunque desde distintos ángulos, la misma postura. Si los pobres han perdido su resignación y empiezan a envidiar y a odiar a los ricos es porque la fe cristiana, único consuelo de los desheredados, ha ido perdiendo terreno.85 El socialismo y la impiedad se han desarrollado por causas meramente artificiales, o sea, por la manipulación política del pueblo y la propaganda de doctrinas antisociales efectuada por «la prensa afecta al régimen dictatorial» (balmacedista), antes y después del término de la guerra civil.86

La «cuestión social» no tenía para los católicos conservadores una base económica, sino puramente política y moral. La prédica de doctrinas disolventes y la envidia de los pobres ante el boato de los ricos eran sus verdaderas causas.87 Dicho de otro modo, el problema era artificial:

«El malestar social que experimentamos en Chile, proviene, pues, de desorden moral más bien que de la condición material de nuestros obreros. Aquí el obrero gana lo que quiere y trabaja como quiere y cuando quiere. Lo que hay es que es intemperante: y si a lo intemperante se agrega lo descreído y, al descreimiento, el encono que inspira el derroche o la indolencia de algunos ricos, tendremos explicadas las causas de nuestro doméstico socialismo».88



Las instituciones católicas como los institutos salesianos, la Sociedad de Obreros de San José, la escuela primaria, la Escuela de Artes y Oficios y el Patronato, son los instrumentos privilegiados por esta corriente para hacer frente a la «cuestión social».89 Salvo contadas excepciones, las huelgas de trabajadores reciben la condena por el cleros.90 La orientación sigue siendo la práctica de la caridad por los ricos y la prédica hacia los pobres de los valores de paz, resignación y religiosidad.91 Las reacciones ante dichas posiciones fueron naturalmente muy variadas. La sinceridad de la preocupación de la Iglesia y sus aliados conservadores por la suerte de los desvalidos fue a menudo contestada por sus adversarios políticos. En «La cuestión social», Juan Rafael Allende, destacado periodista satírico, fundador y dirigente del Partido Democrático, expresa esa incredulidad.92

La reflexión más extensa y completa desde el campo del catolicismo conservador, tanto desde el punto de vista teórico como desde una dimensión práctica, fue la de Juan Enrique Concha Subercaseaux, un joven estudiante de derecho muy ligado al clero y a sus instituciones. Cuestiones obreras, su memoria para titularse de abogado (1899),93 puede ser considerada como el verdadero punto de partida para la creación de una corriente de pensamiento socialcristiano en Chile. Su ensayo rompe con la lectura «mínima» de Rerum Novarum que había imperado hasta entonces en el campo conservador y clerical. La mirada de Concha Subercaseaux es lúcida desde el punto de vista de la oligarquía, con la defensa de cuyos intereses se identifica su propuesta de acción.

Para este autor, es innegable la existencia de una incipiente «cuestión social» en Chile. Las huelgas, meetings, proclamas, manifestaciones, periódicos, clubes y, en general, la «propaganda de las malas ideas», son el reflejo de un malestar entre los obreros. La tarea consiste entonces en «atacarla en su cuna, antes que tome mayores proporciones».94 Al desarrollo del descontento popular han contribuido poderosamente las altas clases sociales que han olvidado sus obligaciones que como patronos tienen con sus dependientes, y la economía política con su anticristiana e inmoral teoría utilitaria sobre la naturaleza del trabajo. Concha Subercaseaux somete a fuerte crítica los postulados del liberalismo económico. El trabajo humano no es una simple mercancía y el hombre no puede ser parangonado a una máquina. La libertad económica no puede ser total. Los pobres, los desvalidos, las mujeres, los niños deben ser protegidos por las leyes. El Estado tiene, pues, un papel fundamental que jugar en la solución de los problemas sociales.

A la acción de los poderes públicos se debe sumar la de corporaciones y fundaciones de beneficencia de orientación católica. El mejoramiento de la condición económica de las clases populares pasará, según sus postulados, por el apoyo mutuo de los desheredados y por la asistencia de los ricos. Esta última beneficiará -a través de la acción de corporaciones y fundaciones que el candidato a licenciado describe y propone reglamentar minuciosamente- a aquellos pobres incapaces de asumir por sí solos su propia regeneración, carentes de medios de subsistencia, «dominados por una ignorancia absoluta, que les embota su pensamiento».95

Cuestiones obreras es un obra precursora de las funciones sociales que asumirá un cuarto de siglo más tarde el Estado chileno, obligado por la crisis del sistema de dominación oligárquica. La necesidad de establecer una legislación del trabajo es defendida extensamente en esta memoria de prueba, rompiendo de ese modo con la concepción liberal imperante. Descartando por «absurdas» las proposiciones de los socialistas sobre este tema (como, por ejemplo, la imposición indiscriminada en todos los trabajos de la jornada de ocho horas), Concha Subercaseaux propugna una legislación laboral basada en los principios de la fraternidad cristiana. La condición de los niños, de los jóvenes en la industria, de la mujer embarazada, la organización higiénica del taller, la indemnización por accidentes del trabajo, deben ser objeto de leyes que protejan a los obreros. Según su criterio, correspondía al derecho civil contener:

«...aquellos preceptos primordiales de una moral social, de una moral que enseñe los deberes de los patrones para con sus obreros a fin de que reine la armonía doméstica, la paz del taller, la tranquilidad de la industria y el orden de la sociedad».96



Asegurar el orden social y el imperio de los preceptos de la moral cristiana son las ideas-fuerza del texto de Concha Subercaseaux. Su ensayo es una llamada de atención a los sectores dominantes que no será escuchada sino al cabo de muchos años, cuando precisamente la sociedad chilena parecía transitar por el despeñadero que este precursor del «Estado de compromiso» se había propuesto prevenir. Refiriéndose a la llegada de las primeras ideas socialistas a Chile, el postulante a licenciado explicaba al término de su memoria que este hecho lo había:

«...inducido a pensar en la necesidad de enrielar el movimiento popular hacia la asociación, a fin de que sea realmente una acción benéfica y no un verdadero peligro social».97



La posición de Concha Subercaseaux es atípica en el seno de su familia ideológica. Su defensa de una lectura activa y creadora de Rerum Novarum y su posición marcadamente contraria a la política del laissez faire, no fue adoptada en aquella época por la Iglesia Católica y el Partido Conservador. En esta colectividad política el socialcristianismo y la nueva orientación vaticana no ganaron numerosos adeptos. Recién, a fines de 1901 -diez años después de Rerum Novarum-, el Partido Conservador proclamó en una convención su adhesión al «orden social cristiano», pero sin darle mayor efecto práctico. Las tímidas conclusiones de ese evento expresaban al respecto»:

«La comisión ha juzgado como uno de los más dignos objetos de la acción del Partido Conservador, la supresión de todo abuso que pueda cometerse en el pago del salario, la conservación inviolable del derecho de reposo de los días festivos como medida de interés religioso y social, la inspección higiénica de los talleres y el efectivo reconocimiento de las responsabilidades en el caso de accidentes del trabajo».98



Los convencionales recomendaban al partido:

«Que las relaciones de patrones y obreros estén animadas por el espíritu de justicia y de la caridad cristiana y para que esto sea una realidad, se comience, desde luego, por procurar habitaciones convenientes a los obreros y dependientes en asociaciones religioso económicas, prefiriendo las ya existentes; suprimir la venta de alcohol en las haciendas y procurar en ellas entretenimientos populares para los días de fiesta».99



Como se puede apreciar, la política conservadora frente a estos problemas se basaba esencialmente en deseos piadosos.

Descartando las tradicionales obras de la caridad,100 hasta fines del período estudiado (1902) no se formularon en estas y otras reuniones de la fuerza política aliada de la Iglesia ninguna medida práctica ni el menor asomo de legislación laboral. Ello no era obstáculo para que los conservadores proclamaran con satisfacción que:

«La cuestión social, tarde o temprano vendrá a Chile, porque la corriente universal tiene que invadir el orbe y será grande gloria para el Partido Conservador, el haber preparado el terreno en el cual no prosperarán ni las enemistades ni las cuestiones sociales, porque allí donde reina la unidad y la fraternidad entre ricos y pobres, entre mandatarios y ciudadanos, preside el desenvolvimiento del país la paz social que debe ser la suprema aspiración de todos».101



La adhesión al liberalismo económico era en realidad el credo común de esos sectores y del conjunto de la clase dominante. Los distintos grupos liberales y el radicalismo mantuvieron una actitud igualmente contraria a todo intento de intervención pública para regular las relaciones entre el trabajo y el capital.102 La concepción del «Estado-gendarme» prevaleció durante largo tiempo. Las voces disidentes que se alzaron desde el seno de la élite o desde la intelectualidad de los sectores medios que se autoidentificaba con la defensa del sistema, clamaron durante mucho tiempo en el desierto propugnando un cambio de actitud. Sin embargo, los partidarios de un papel más activo del Estado en la regulación del conflicto social difundieron sus postulados y libraron una lucha ideológica en contra del liberalismo imperante. Pero es difícil hablar de corrientes homogéneas frente a la política del laissez faire. Se trató más bien de una variada gama de posturas con algunos rasgos comunes entre sí.

Desde el laicicismo y el liberalismo político surgieron distintas proposiciones alternativas para enfrentar la «cuestión social». Su denominador común fue la crítica al liberalismo económico, su posicionamiento en pro de la defensa del sistema y el otorgamiento de un papel protagónico al Estado para la resolución de los problemas sociales.

Es el caso de Arturo Alessandri Palma y Valentín Letelier.

El joven Alessandri dejó estampadas en su memoria, para obtener su título de abogado a fines de 1892, algunas de las ideas que caracterizarían posteriormente su pensamiento y acción política.103 Basándose en datos estadísticos sobre el gravísimo problema del hábitat popular en las principales ciudades del país, el autor de esta memoria universitaria expone los problemas higiénicos, morales y económico-sociales planteados por las viviendas estrechas e insalubres de la clase obrera. Las enfermedades y epidemias con su lúgubre consecuencia de elevada mortalidad, la degradación moral y las diversas perturbaciones económicas, tienen su origen en las pésimas condiciones de las viviendas del pueblo. Alessandri constata que la iniciativa privada, si bien se preocupa por abaratar las habitaciones para obreros, es incapaz de asegurar su salubridad. Pero su visión no es la de un «estatista» sino la de un incipiente partidario de un «Estado regulador»:

«No queremos nosotros, como algunos socialistas, que el Estado se convierta en constructor y empresario de habitaciones, no; semejante intervención es contraria a los principios fundamentales del derecho y condenable por sus resultados. La acción del Estado en esta materia debe limitarse a estimular la iniciativa particular, suprimiendo algunas cortapisas que la entraban, como sucede en Europa con ciertos impuestos sobre puertas y ventanas, facilitando la enajenación de la propiedad. Además debe el Estado tomar medidas restrictivas e inspectivas de todo género para que atiendan los constructores de habitaciones a la higiene y salubridad».104



En la concepción de Alessandri Palma, el Estado no podía limitarse a estimular la salubrificación de las viviendas obreras sin imponer medidas coercitivas de ningún tipo, como sucedía en la época. Una nueva ley debía conferir atribuciones a alguna autoridad central, de preferencia al Consejo de Higiene, para supervigilar la construcción de habitaciones y los hábitos higiénicos de sus moradores. La superación del problema requeriría, sin embargo, la intervención «recíproca» del Estado, de los obreros y de los empresarios.

La mirada de Valentín Letelier, líder del ala izquierda del Partido Radical, es más amplia y más decididamente partidaria de la intervención estatal. En su artículo «Los pobres», publicado en 1896,105 Letelier expone sus ideas sobre la «cuestión social», texto en el que la influencia del «socialismo de Estado» alemán y de las ideas del filósofo Augusto Comte es evidente.

La irrupción de los pobres en la política, fenómeno mundial manifestado en Chile a través de la fundación y el desarrollo del Partido Democrático, es para este ensayista signo inequívoco de malestar social y de decadencia de los partidos liberales. Consciente de ello, declara que su intención al emprender ese trabajo ha sido la de:

«...indagar cuáles son las causas [que] han dado existencia al socialismo y cuál política se debe seguir para quitarle su carácter revolucionario, conservándole su tendencia orgánica».106



Una rápida ojeada a la historia de la humanidad desde la Antigüedad hasta el presente, permite a Letelier concluir en la desigualdad fundamental que ha existido históricamente entre las clases dominantes y las dominadas. La burguesía no ha hecho otra cosa que perpetuar -en su beneficio- las formas de discriminación y opresión social. Todos los códigos -de derecho público y político- no son sino instrumentos favorables a la moderna clase dominante. Las grandes reformas liberales -régimen constitucional, régimen republicano, laicización, instrucción popular, beneficencia pública, etc.- no benefician directamente más que a las clases gobernantes y de ordinario han sido realizadas con la indiferencia o con la hostilidad de las clases bajas. Los desheredados no están en condiciones de gozar de dichas conquistas. La igualdad jurídica no es igualdad real. De allí entonces que las aspiraciones de pobres y ricos sean diametralmente opuestas:

«...¿qué es lo que necesitan los grandes para explotar a los pequeños, los fuertes a los débiles, los empresarios a los obreros, los hacendados a los inquilinos, los ricos a los pobres? Sólo una cosa: libertad, y nada más que libertad, o sea la garantía de que el Estado no intervendrá en la lucha por la existencia para alterar el resultado final en favor de los desvalidos. Eso es lo que el libre cambio da a los burgueses.

¿Y qué es lo que necesitan los desvalidos para no sucumbir en esa contienda despiadada: donde el egoísmo prevalece contra la caridad, la inteligencia contra el corazón, la fuerza contra el derecho? Sólo protección, o sea, la garantía de que el Estado igualará las condiciones de los combatientes dando armas a los débiles para luchar con los fuertes. Eso es lo que el individualismo niega a los desvalidos».107



El imperio absoluto del liberalismo, el abandono de las clases pobres, explica las luchas de clases que han aparecido en la sociedad, luchas -según Letelier- «fatales para el funcionamiento regular de la verdadera democracia».108 Por su posición intermedia entre los desvalidos y los poderosos, el Partido Radical -su partido- sería el llamado a salvar a la sociedad chilena de los trastornos de las sociedades europeas. Se trata, en suma, de satisfacer las necesidades de los desheredados, de remover la causa del descontento, de acabar con el socialismo revolucionario, es decir, de «hacer política científicamente conservadora». Parafraseando a un personaje de la Antigüedad, Valentín Letelier dirige un imperioso consejo a los poderosos: «Ceded una parte de vuestras riquezas si no queréis que un día os sean quitadas todas».109

La causa de los pobres que Letelier propone al radicalismo es, desde su perspectiva, la causa de la defensa del interés bien entendido de los ricos y poderosos. Es la del futuro «Estado de compromiso» o «Estado interventor».

Otros sectores sostenían a partir de la crítica al Estado liberal una posición más radical para la solución de la «cuestión social». Es el caso de las tendencias demócrata -cuya visión ya hemos sintetizado-, socialista y anarquista.110

Las corrientes socialistas surgieron durante la última década del siglo XIX al exterior e interior del Partido Democrático. El primer pensador socialista plenamente identificable como tal fue Víctor José Arellano Machuca, un publicista individual de las ideas socialistas. Su labor de «francotirador» no afiliado a ningún partido u organización política la realizó a través de sus escritos que en forma de folletos publicó sobre diferentes temas. En El catolicismo y el socialismo dado a conocer en 1893 como respuesta a una pastoral antisocialista del arzobispo Mariano Casanova, Arellano expuso documentadamente el ideario socialista.111 En 1896 apareció su estudio El capital y el trabajo, publicado junto a un escrito de idéntico título del ingeniero civil francés Francisco P. de Bèze, residente en Chile.112 Allí expone Víctor J. Arellano su análisis de la problemática social.

Su planteamiento refleja un buen conocimiento de las ideas socialistas y marcadas influencias marxistas.

Para este autor, la base de la desigualdad social es el derecho de propiedad individual. Siguiendo los postulados de las escuelas socialistas, Arellano desarrolla el análisis histórico según el cual el surgimiento de la propiedad privada provocó «la ruptura de la unidad moral entre los hombres», causa de todas las miserias y congojas de las sociedades humanas. En Chile, el origen de las propiedades individuales fue la Conquista, es decir, la violencia y el despojo de sus tierras a los indígenas. Apoyándose en distintos pensadores, especialmente en Marx y Engels (pero también en socialistas utópicos), este precursor del socialismo chileno refuta la lectura de los economistas clásicos respecto a la organización social y el carácter del Estado («misión de los gobiernos»). Citando a Engels, Arellano plantea que el Estado no es neutro ni tiene por objeto asegurar el bien común; es el instrumento al servicio de una clase, es el capitalista colectivo ideal. La solución al conflicto social no puede sino pasar por la socialización o la apropiación de las fuerzas productivas por parte del Estado.

De acuerdo a su enfoque, la relación entre el capital y el trabajo es una relación de explotación. Siendo el trabajo la única fuente de riquezas, es decir, el origen de los capitales, es justo y lógico que la armonía entre ambos sea restaurada a través de la socialización. Con abundantes ejemplos de injusticias y desigualdades sociales en Chile, Arellano apoya sus tesis para plantear un programa de «reformas del porvenir».

La implementación de dicho enfoque será el resultado de un cambio político fundamental:

«Desengañado en breve el Proletariado de los falsos halagos de la burguesía, perderá el sumiso respeto que aún tiene por ciertos nombres burgueses, y mirando cara a cara a sus opresores, juzgará con luminoso criterio la ineptitud de éstos y tratará de arrancarles de sus manos el Poder Público para establecer la armonía social.

Una vez esto conseguido, el Pueblo será entonces el legislador, y las leyes tenderán a asegurar a todos los seres sus indisputables derechos y a determinarles sus deberes imprescindibles».113



Códigos y Constitución democrática, el fin del trabajo infantil, la completa rehabilitación de la mujer, la instrucción laica y obligatoria, la supresión de las herencias colaterales y una reforma sobre el capital y el trabajo basada en la integración de las unidades económicas en vistas de restaurar la armonía social, constituyen los principales puntos de su programa. Conviene señalar que, a pesar de su acucioso análisis y las numerosas referencias a maîtres à penser de distintas corrientes ideológicas, Arellano no emplea jamás el término de «cuestión social».

Tampoco utilizan este concepto (al menos en los textos de esta antología) Esteban Cavieres y Luis Emilio Recabarren, representantes de las tendencias anarquista y demócrata-socialista.

Para ellos, de manera similar a Arellano, el problema social radica en la injusticia y la explotación del hombre por el hombre. La descripción de la relación entre las clases sociales y la situación de los trabajadores en ambos propagandistas populares es muy parecida y fiel a la lectura clásica de sus respectivas familias ideológicas. Llamará la atención del lector la escasa diferenciación que allí se manifiesta entre la corriente anarquista y la incipiente tendencia demócrata-socialista. Para Cavieres, la salida inmediata a la miseria del pueblo pasa por su unión en sociedades de resistencia para imponer a los capitalistas reivindicaciones concernientes a jornadas de trabajo y salario, utilizando como recurso la huelga si ello fuera necesario.114 Pero la solución de fondo no reside en la obtención de esas conquistas:

«Esto será sólo un intersticio hacia los infinitos y dilatados horizontes de la sociedad libertaria y de justicia, donde no habrá amos y esclavos, donde seremos hermanos y todos trabajaremos por gusto; cultivaremos el arte y la ciencia y tendremos a la humanidad de pie, fuerte, robusta y creadora, amante de la libertad y de la justicia, cada cual consumiendo según sus necesidades, y trabajando según sus fuerzas».115



En Recabarren, a la sazón joven secretario general del Partido Democrático, encontramos la misma visión clasista de la realidad social. Un énfasis equivalente en la necesidad de la unidad y la lucha de los explotados para obtener justicia y equidad, e idéntica confianza en la causa del proletariado, expresada en el lema del movimiento obrero internacional: «La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos». La huelga, incluso la huelga general, es el arma aconsejada por Recabarren a sus amigos iquiqueños. Su proyecto de sociedad, expuesto de manera más escueta que el de Cavieres, refleja un anhelo similar de igualdad y fraternidad. Una vez destrozadas las cadenas de la opresión capitalista: «...impondremos nuestra voluntad, y de las riquezas que la madre naturaleza brinda a la humanidad gozaremos todos en conjunto».116

Las diferencias más explícitas tienen relación con la acción política. Si para Cavieres:

«...los partidos políticos son rodajes inútiles que sólo sirven de escalón para entronizar tiranos ambiciosos, para encubrir los grandes Panamaes y para matar las energías revolucionarias de los trabajadores, acostumbrándoles a que sean unos entes que todo lo piden por favor y por intermedio de los celebérrimos diputados o senadores, especie de comodines políticos que sirven para nada y muchas otras cosas».117



Para Recabarren, en cambio, aunque los obreros no deben dar su voto a caballeros que son sus enemigos, si lo desean pueden enviar al Congreso o al municipio a sus propios representantes, a sus propios compañeros de clase. Gran parte de las diferencias entre la tendencia socialista libertaria y la futura corriente socialista marxista se encuentra en germen en estas concepciones. Pero para ambas vertientes ideológicas la solución de los problemas sociales no residía en la caridad de las clases superiores (como sostenían los católicos conservadores), ni en la acción protectora del Estado, como lo propugnaban los precursores del Estado interventor, sino en la acción y poder autónomo de los trabajadores. Era una visión rupturista y un desafío lanzado a la sociedad burguesa.

Hasta el término del período cubierto por esta compilación (1902), se constata que pocos defensores del sistema recogieron el guante tratando de idear reformas sociales, políticas y económicas que sirvieran, al menos, para disminuir la presión social. Negar o minimizar el problema, atribuirlo a causas puramente artificiales (la obra de agitadores y malas doctrinas) o a la fatalidad de la naturaleza humana y, por lo tanto, propiciar la represión de los movimientos populares de protesta social, fueron las respuestas más socorridas entre los sectores dirigentes. El grueso de la «clase política» siguió gozando de las delicias de la República Parlamentaria»: las interpelaciones y censuras de ministros, la preparación de caídas de gabinetes y de nuevas combinaciones ministeriales y electorales, e incluso polémicas herederas de las «luchas religiosas» de antaño, recibieron hasta comienzos del siglo XX mucha más atención que los acuciantes problemas sociales.

Y, sin embargo, el malestar comenzaba a cundir hasta en los cenáculos de la élite. El «Discurso sobre la crisis moral de la República», pronunciado el 1 de agosto de 1900 en el Ateneo de Santiago por el caudillo parlamentario Enrique Mac-Iver, líder del ala más conservadora del Partido Radical,118 refleja esa desazón, pero sin llegar a detectar las causas profundas que otros -desde ángulos distintos- venían señalando:

«Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad».119



Si bien el dirigente radical reconoce una situación de crisis y de estagnamiento económico, el énfasis de su discurso está puesto en la «crisis moral». La causa principal de los problemas nacionales es «la inmoralidad pública», entendida como el desempeño defectuoso e inconveniente de las magistraturas y cargos públicos, colocados al servicio de otros intereses que el del bien general. El cohecho, el fraude electoral, la corrupción de las municipalidades, son el resultado de esa falta de rectitud que Mac-Iver no se explica sino por el efecto corruptor de las riquezas conquistadas en la Guerra del Pacífico:

«...el oro vino, pero no como lluvia benéfica que fecundiza la tierra, sino como torrente devastador que arrancó del alma la energía y la esperanza y arrastró con las virtudes públicas que nos engrandecieran».120



Mac-Iver no va más lejos en su análisis; no quiere ir más lejos:

«Quiénes son los responsables de la existencia de este mal, no sé; ni me importa saberlo; expongo y no acuso, busco enmiendas y no culpas. La historia juzgará, y su fallo ha de decir si la responsabilidad por la lamentable situación a que ha llegado el país es de algunos o de todos, resultado de errores y de faltas, o de hechos que no caen bajo el dominio y la previsión de los hombres».121



La consecuencia fatal del vicio denunciado es la «falta de gobierno», de administración. La tarea es la recuperación de las «virtudes públicas» que antaño engrandecieron al país. El proyecto de Mac-Iver puede interpretarse como un retorno a la etapa «proba» de la dominación oligárquica, haciendo caso omiso del cúmulo de problemas relacionados con la «cuestión social». No es de extrañar que por aquellos años -hacia fines de 1903- el mismo jefe político respondiera negativamente a la interrogante acerca de la existencia de este fenómeno: «La cuestión social no existe en Chile».122

Pero a esas alturas el problema había cobrado dramática actualidad.123

CONCLUSIONES ABIERTAS PARA LA INVESTIGACIÓN

La élite dirigente chilena descubrió durante el último cuarto del siglo XIX la existencia de una inquietante «cuestión social». Sin lugar a dudas, el surgimiento de este fenómeno fue el resultado de la transición económica desde el viejo modo de producción colonial al sistema capitalista emprendida a partir de la década de 1860. La industrialización y la urbanización fueron los dos grandes procesos que engendraron esta nueva problemática. Pero las dolencias de un país caracterizado por enormes desigualdades sociales, por la marginación, indigencia, pobreza y exclusión de las grandes mayorías, se arrastraban desde tiempos muy pretéritos. El Antiguo Régimen de raíz colonial había conocido su propia «cuestión social».

La emergencia de la moderna «cuestión social» fue, por lo visto, el resultado de las mutaciones económicas de la segunda mitad del siglo XIX y del efecto acumulativo de problemas de larga data en la historia nacional. Las ideologías decimonónicas herederas del Siglo de las Luces proporcionaron a nuestros políticos, escritores, sacerdotes, periodistas y líderes populares el prisma necesario para sus lecturas sobre el tema.

La toma de conciencia también fue de lento desarrollo. Limitándonos al siglo en que Chile se convirtió en país independiente, construyó un Estado nacional y culminó su expansión territorial, podemos constatar un paso lento, pero generalmente progresivo, hacia un reconocimiento más lúcido por parte de las élites de la existencia de graves distorsiones en la constitución de la sociedad.

El consenso historiográfico en torno a la datación -hacia los años 1880- de la eclosión de la «cuestión social» ha sido construido sobre la base del descubrimiento y conceptualización aparentemente repentinos (¿o tardíos?) por parte de los propios contemporáneos de la existencia de aquel malestar. A fuerza de repetirla -sin juicio crítico sobre los actores de la historia y prescindiendo de un estudio acucioso de los documentos de la época- la idea ha quedado cómodamente instalada en el acervo historiográfico nacional. Las fuentes presentadas en este volumen sugieren, en cambio, desarrollos más lentos, respuestas más matizadas que tienen relación con la imbricación de procesos de mayor y menor duración.

El tardío reconocimiento por parte de la clase dirigente de un gravísimo malestar en la base de la sociedad estuvo condicionado por sus intereses, sus hábitos y su propia ideología o visión del mundo. Ello explica actitudes que fueron desde la negación o la indiferencia hasta la exigencia de mano dura en contra de los elementos «revoltosos», «viciosos» e «imprevisores» del bajo pueblo o de sus aliados que exigían cambios y mejoras sociales. Sólo un puñado de hombres visionarios fue capaz de una mirada más lúcida. Desde perspectivas a menudo muy disímiles sus ideas y sus debates fueron «precursores».

Ése fue el carácter de muchos de los ensayos y opiniones reproducidos en esta crestomatía. Tanto de aquellos provenientes desde la clase dirigente como desde el mundo popular. Las respuestas que a lo largo del siglo XX se estructurarían bajo el alero de distintas corrientes ideológicas estaban ya en germen en las representaciones, conceptos, proyectos y polémicas de los últimos lustros de la centuria precedente.

La «muestra» de este libro es evidentemente parcial y hasta cierto punto arbitraria, aun cuando se ha apuntado a la representatividad a través de un adecuado equilibrio cronológico, temático e ideológico. Las conclusiones son, naturalmente, relativas, parciales y quedan sujetas a revisión en función de las nuevas perspectivas que un mayor acopio documental pueda entregar. No obstante lo anterior, creemos que es posible reivindicar los méritos y ventajas de la investigación basada en fuentes primarias por sobre las verdades aceptadas y repetidas más o menos acríticamente en trabajos de mera reinterpretación.

SERGIO GREZ TOSO124




ArribaAbajoOficio de la diputación del hospicio al Excmo. Señor don Luis Muñoz De Guzmán, gobernador y capitán general del reino, en que se proponen medidas para arbitrar recursos con que sostener el establecimiento por Manuel de Salas

Escritos de don Manuel de Salas y documentos relativos a él y a su familia, obra publicada por la Universidad de Chile (Santiago, imprenta, litografía y encuadernación «Barcelona», 1914,) tomo II, págs. 319-326.


La pobreza extrema, la despoblación asombrosa, los vicios, la prostitución, la ignorancia y todos los males que son efecto necesario del abandono de tres siglos, hacen a este fértil y dilatado país la lúgubre habitación de cuatrocientas mil personas, de las que los dos tercios carecen de hogar, doctrina y ocupación segura, cuando podrían existir diez millones sobre más de diez mil leguas cuadradas de fácil cultivo.

La preferencia exclusiva que se dio a las minas, y que hizo tanto mal a la Península, como a este continente, fue causa del olvido de la agricultura, que debió abastecer a la metrópoli de las materias que compra a sus enemigos; originó el desprecio del arte mismo con que deberían extraerse estos metales, único objeto de la codicia, y cuya abundancia y permanencia los hace cada día representar menos en el comercio, al paso que la tosquedad en su extracción y la ignorancia de su beneficio hacen más difícil y ruinosa su adquisición.

La limitada exportación de frutos propios sostiene apenas un lánguido cultivo; y las ocupaciones temporales que exige éste son mucho más limitadas que en otras partes, donde la naturaleza de las producciones requiere preparaciones que, añadiéndoles valor, emplean en las estaciones muertas a las mujeres, a los niños y aún a los mismos labradores. El comercio exterior, que se reduce al cambio de un millón de pesos, valor de oro, plata y cobre que anualmente produce el reino, por efectos de Europa, y el de los granos que lleva a Lima para sólo pagarse del azúcar y tabaco y otros cortos artefactos, no presentan ocupación sino a muy pocos; y el giro interior, que lo constituye la reventa, las segundas compras, las usurarias anticipaciones, hacen la escasa fortuna de algunos, y la ruina de muchos, especialmente de los más recomendables de las únicas manos criadoras, del labrador, el artesano, el minero, el jornalero. Estos brazos privilegiados destilan un sudor o sangre que, después de mejorar algo la suerte de tal cual, los extenúa, y les hace aborrecer un trabajo sin esperanza, que, no alcanzando a sus míseras familias, les hace mirar con horror el matrimonio, y los hijos como carga insoportable; y sólo reproducen unos efímeros herederos de su triste vida, de su mal ejemplo y de los vicios que se procuran para atolondrarse, y suspender una existencia insufrible para otros cualesquiera en quienes la misma estupidez y el no reconocer mejor destino no contribuyesen a hacerles tolerable el suyo. La facilidad de satisfacer de cualquier modo las primeras necesidades les priva de aquel vehemente estímulo que hace al hombre laborioso y le conduce gradualmente a apetecer la comodidad, y después, la distinción. Los excesos a que los conduce la perversa o ninguna crianza, y la carencia de recursos para vivir, los familiarizan con los crímenes que en vano intenta reprimir una justicia severa que con penas inútiles acaba de degradarlos, y abatir aquellos resortes que sostienen la virtud, y que conserva más bien la exactitud que no puede observarse respecto de hombres ya corrompidos, dispersos, y que nada tienen que perder.

Esta descripción melancólica, pero ingenua, del pueblo, que tiene presente V. E.; este análisis ligero, pero fiel, es únicamente capaz de explicar un fenómeno tal, como el ver despoblado un país tan feraz, bajo un clima templado, sin fieras ni insectos venenosos, sin tempestades ni pestes, sin guerra ni emigraciones; sólo así se resuelve el problema. ¿Por qué los campos más fértiles y regados están sin cultivo? ¿Por qué tantos artículos que sirven al comercio, artes y farmacia están sepultados? ¿Por qué muchas materias que podrían venderse a los extranjeros, redimiendo a la Península de la dependencia de comprarlas, no se envían a pesar de las reiteradas órdenes y medios para hacerlo, de que tiene noticia la diputación? No es, señor, la desidia la que forma este raro conjunto de necesidad y abundancia, de abandono y proporciones, de privaciones y deseos; no se origina de alguna causa física, ni de algún principio misterioso, que se figuran los que no se han detenido a examinarlo. No hay otro motivo, que el mismo que ha producido iguales efectos en todos los terrenos, como éste, en que sólo se prestó atención a las minas, pastos y granos con exclusión de la industria, y cuya constitución se varió luego que ésta vino a ocupar aquellas manos y aquellos días que no podían emplearse en tales objetos. En suma, los trabajos sedentarios y perennes llenaron unos vacíos que trastornaban las sociedades, disminuyeron los cultivadores y criaron consumidores de los frutos que antes embarazaban; tuvieron sobrantes con que cambiar los de otras partes; tuvieron nuevas necesidades que satisfacer; tuvieron esperanzas, costumbres, virtud, educación; y se acabaron la mendiguez y la indigencia.

1° La generosidad de nuestros ilustrísimos obispos dispensa semanalmente a cuantos mendigos se presentan indistintamente a las puertas de su palacio, más bien que limosna, consuelo, porque, partida entre tantos, les toca una porción que, no bastando a sustentarlos, es, para unos alivio momentáneo, y para otros acaso fomento de la holgazanería, difícil de discernir. Si la suma de estas erogaciones se aplicase al hospicio, quedarían los prelados con sólo el cargo de socorrer a los pobres vergonzantes y los demás tendrían un fondo seguro para subsistir. Esto mismo lo han hecho muchos pastores ejemplares e ilustrados, y lo harían los nuestros si supieran que era grata al soberano una asignación que, sin gravarlos, les proporcionaba cumplir el primer cargo de su santo ministerio sin las fatigas y escrúpulos que les trae el método actual de llenarlo. A su imitación, harían lo mismo el clero, que de tantos modos nos edifica, y los demás pudientes, que se moverían a un ejemplo tan respetable.

2° Si se registrasen los archivos públicos, se encontrarían algunas fundaciones, pías disposiciones y legados para socorrer diversas clases de necesidades, los que no han tenido efecto por omisión o porque hubo alguno de aquellos accidentes que entorpecen de pronto y después hacen olvidar semejantes mandas. Otras hay que están afectas a ciertas pensiones que podrían conmutarse en las que pueden desempeñar los habitantes del hospicio. Algunas hay que tienen obligación de sufragios, que harían los capellanes, quienes servirían sus ministerios por la congrua o proventos de ellas, en el caso de asignárseles a falta de acreedores legítimos, o por estar devueltas a los ilustrísimos obispos o cabildos y que se hallen en aptitud de aplicarlas. Pero, para hacer las indagaciones precisas y representar, es necesario autorizar a la diputación, y que se encarguen por Su Majestad estas aplicaciones con aquella energía que únicamente hace tomar en consideración los negocios públicos.

3º Con el hospicio, se hacen inútiles y pueden agregarse a él las fundaciones piadosas que tengan relación a alguna de las partes de su plan general. La casa de expósitos, rentada por la real hacienda, y la de recogidas, que mantiene el ayuntamiento, aunque su dotación es sobre vacantes eclesiásticas, deben unirse; y, aunque sus rentas son cortas, el ahorro de administraciones, empleos y gastos comunes, añade una cuota considerable a la masa total, suponiéndose que en la aplicación se comprenden los mismos edificios que sirven a aquellos destinos y quedarán vacíos, los que se podrán vender o arrendar. Esto mismo se resolvió al erigirse el hospicio ahora doce años; y no hay nada en contra, ni existen los motivos que entorpecieron la ejecución de esta obra, que ya se halla casi realizada.

4º A pesar de las expresivas recomendaciones que hizo el Rey a las juntas de aplicaciones de temporalidades de ex jesuitas para que señalasen algunos bienes a los hospicios, no tuvieron efecto en este reino; porque en los principios no hubo quien lo solicitase, y después porque ya se habían destinado las haciendas, casas y rentas. Cuando se trató de este objeto, apenas quedaban el colegio arruinado de San Pablo y su corto recinto. Se aplicó éste; pero se suscitaron tantas dudas con motivo de las reales órdenes sobrevenidas para la venta de tales bienes, que ni aún esta miserable aplicación se verificó. La diputación inquirirá los derechos que tenga para ella; pero, aunque logre aclararlos, habrá adelantado muy poco con una iglesia y unos claustros inutilizados. Por eso, espera que Su Majestad mande examinar este punto, y que se le den algunos de aquellos principales que existen sin cobrarse, y que sólo pueden recaudarse destruyendo a las familias que los deben. El hospicio tomará medidas más moderadas, y recibirá un bien considerable sin detrimento de los honrados vecinos que los poseen.

5º Las vacantes eclesiásticas, sin embargo, de que están destinadas en todas partes para objetos piadosos, y aquí gravadas con la pensión de dos mil pesos para sostener la casa de corrección de arrepentidas, no pagan esta pensión, y la sufren los propios de ciudad como empréstito hace más de sesenta años; por lo que parece que S. M. no distará de mandar a lo menos que reintegre esta deuda paulatinamente y con ella se llene el verdadero fin de su erección. Así estos caudales, que son limosnas debidas a los pobres de la diócesis, se les restituirán de modo más útil a ellos y a la causa pública.

6º La real cédula de 9 de septiembre de 1796, en que se inserta el real decreto de 24 de agosto de 1795 que grava con el quince por ciento los bienes que adquieran las manos muertas y las fundaciones a favor de los hospicios, será un obstáculo para esta empresa, y tal que puede frustrarla. Pero V. E. puede hacer ver a S. M. que, desde la llegada de estas soberanas resoluciones, no se ha hecho una sola disposición de la clase de las comprendidas en ellas, de modo que el real erario, no sólo se ha privado de los nuevos derechos, sino de la alcabala que deberían haber satisfecho al imponerlas, y muchas veces después de redimir y trasladar los capitales a nuevas fincas, lo que se ha extendido hasta los pertenecientes a los antiguos censos, pues prefieren los censualistas darlos a interés por los recelos en que injustamente los ponen estas providencias, de manera que este ramo de derechos ha menguado muy considerablemente. A más puede exponer V. E. que aquí no militan los motivos que hay en la Península para tales disposiciones, porque la inmensidad de los terrenos yermos que carecen de cultura por falta de población, de extracción y de industria, no hará sentir en algunos siglos los inconvenientes que sufren el erario, el comercio y las artes en la Península con la amortización de las tierras, pues allá faltan fincas en que invertir capitales, y las que no se cultivan es por pereza de sus dueños, pero aquí sobran posesiones de todas clases que comprar y beneficiar, al paso que escasean los medios de hacerlo. Todos los que tienen fondos para adquirirlas, las encuentran al instante de cualquier clase, magnitud y precio, sin que se haya dicho jamás que uno solo careciese de este arbitrio de establecerse. El abandono de los campos aquí no viene de la falta de propiedad, sino de la de consumo; el no variar de dueños es efecto de que no hay compradores; y lo uno y lo otro de la languidez de las pocas ocupaciones conocidas en cuyo estrecho círculo se amontonan todos y se dañan mutuamente. Si V. E. consigue que las fundaciones hechas directamente en beneficio de este almácigo de nuevas labores y criadero de consumidores se exceptúen del gravamen que se opone a ellas, y S. M. extiende la gracia aun a aquellos que se pensionasen a su favor, abrirá un manantial de bien público que refluirá necesariamente en el del Estado y de la humanidad; encargando a este gobierno el cuidado de moderar las erogaciones si notase que excedían a las ideas que tienen por objeto o a los principios que dieron motivo a limitar tales instituciones.

7º Si se recomendase a los consulados y a otros cuerpos cuyo instituto tiene una relación inmediata con estos modos de hacer el bien, y que acaso no emprenden o sostienen por la distancia que divisan entre sus gestiones y los efectos, o por otros equivocados principios, si se les inclinase por medio de alguna real orden, ellos se prestarían a franquear eficazmente el camino más recto de llenar su instituto, que es concurrir a la felicidad del pueblo fomentando la industria, mejorando las costumbres y reconciliando con la virtud a estos desertores del trabajo, y convirtiendo en vasallos buenos y útiles a unos infelices que el abandono conduce a la extinción.

8° Hoy se promueve por el presbítero don Manuel Cañol un expediente sobre aumentar el número de prebendas en esta catedral. Su estado anuncia que se verificará, como ya ha sucedido en iguales circunstancias. Si se suprimiese una de ellas, a imitación de lo que se hace a favor del Santo Oficio, resultaría una congrua segura a la obra pía. Se invertiría en los pobres su mismo sudor, un caudal destinado a limosnas; y en lugar de una voz que se cercenaría en el templo, se sustituirían muchas que desde la casa de misericordias, se elevarían al Creador, y que, entre lágrimas de gratitud, pedirían por la salud de su Rey y conservación de la Iglesia. Así se ha servido S. M. destinar perpetuamente el beneficio de Fuentes el Césped en la diócesis de Segovia para subsistencia de los dos presbíteros directores espirituales de la compañía de caballeros cadetes del real cuerpo de artillería, establecida en el colegio militar de la referida ciudad. Asimismo ha proveído el beneficio de San Pedro de Moya en la diócesis de Cuenca con la obligación de residir en Sacedón para asistir a los pobres que ocurren a los baños, y que sean anexos estos cargos a ese destino perpetuamente -(Gaceta de Madrid, 4 de octubre de 1803, número 80).

9º Sobre todo, Señor Excelentísimo, esta obra, que en la extensión de que es capaz, puede ser un principio de la felicidad del pueblo, tendrá todo el éxito que debe apetecer si la promueven celosamente agentes dignos de ella y capaces de llevarla a cabo, preparando oportunamente los medios. Sin ellos, quedará en el mismo estado que otros muchos buenos deseos de nuestros soberanos, que nos hubieran hecho dichosos, pero que se frustraron por falta de instrumentos adecuados. Se encontrarán seguramente si se persuaden de que sus trabajos son aceptos al Rey, de que los contará entre las acciones que hacen dignos de sus gracias, y de que los servicios hechos en esta carrera útil tendrán en la distribución de las recompensas el lugar que merecen en el orden del aprecio proporcionado a las fatigas que cuestan, a las ventajas que producen y a la rareza de los recursos para conseguirlos. Una declaración de esta naturaleza, apoyada con algún ejemplar, despertará la actividad y celo amortiguados por falta de esperanza y por el descrédito en que ha caído el camino más generoso de obtener la benevolencia del monarca y del público, siendo proficuo; lo que no se ve, sino cuando se concilia el interés particular con el común, y se premian iguales servicios: entonces creen que el gobierno se dirige de veras al bien y todos concurren a él.

10° Si todos, o algunos de estos arbitrios, no alcanzan a llenar las miras de la diputación, aún queda al hospicio y sus atenciones el recurso de que se ha usado en casi todos los establecimientos iguales, de gravar algunas de aquellas materias que, siendo de general consumo, hacen insensible y común la concurrencia universal a un bien a que todos están obligados.




ArribaAbajoProclama revolucionaria del padre franciscano Fray Antonio Orihuela por Fray Antonio Orihuela

Proclama publicada originalmente en Sesiones de los Cuerpos Legislativos de Chile 1811 a 1845, tomo primero, Congreso Nacional de 1811, senados de 1812 y 1814 (Santiago, Imprenta Cervantes, 1887), págs. 357-359. Este texto también fue transcrito -con leves diferencias- por el cronista realista Manuel Antonio Talavera, quien lo incluyó íntegramente en su «Diario» secreto. Ver: Manuel Antonio Talavera, Revoluciones de Chile (Santiago, Talleres Gráficos «Cóndor», 1937) págs. 452-461.


«Pueblo de Chile: mucho tiempo hace que se abusa de nuestro nombre para fabricar vuestra desdicha. Vosotros inocentes cooperáis a los designios viles de los malvados, acostumbrados a sufrir el duro yugo que os puso el despotismo, para que agobiados con la fuerza y el poder, no pudieseis levantar los ojos y descubrir vuestros sagrados derechos. El infame instrumento de esta servidumbre que os ha oprimido largo tiempo, es el dilatado rango de nobles, empleados y títulos que sostienen el lujo con vuestro sudor y se alimentan de vuestra sangre. Aunque aquella agoniza, éstos existen más robustos y firmes apoyados en vuestra vergonzosa indolencia y ridícula credulidad. Afectaron interesarse por vuestra felicidad en los principios, para que durmieseis descuidados a la sombra de sus lisonjeras promesas y levantar luego sobre los escombros de vuestra ruina el trono que meditaban a su ambición.

No soy yo, infelices, el que os engaña. Abrid los ojos y cotejad las flores en que se ocultaban estos áspides en los papeles que circulaban el año pasado con el veneno mortal que ahora derraman sobre vuestra libertad naciente y no llegará tarde el desengaño. Leed, digo, los papeles con que os paladeaban entonces para haceros gustar después la amarga hiel que dista ya poco de vuestros labios y palparéis su perfidia. Todas sus cláusulas no respiraban sino dulzura, humanidad y patriotismo: ¡qué compasión de los miserables hijos del país, que se hallaban sin giro alguno para subsistir por la tiranía y despotismo del gobierno! ¡Qué lamentarse de los artesanos, reducidos a ganar escasamente el pan de cada día, después de inmensos sudores y fatigas; de los labradores que incesantemente trabajan en el cultivo de pocas simientes para sus amos y morir ellos de hambre, dejando infinitos campos vírgenes, porque les era prohibido sembrar tabaco, lino y otras especies, cuya cosecha hubiera pagado bien su trabajo; de los pobres mineros, sepultados en las entrañas de la tierra todo el año para alimentar la codicia de los europeos! ¡Qué lamentarse por la estrechez y ratería del comercio, decaído hasta lo sumo por el monopolio de la España! ¿Qué no se debería esperar de estas almas sensibles, que al parecer se olvidaban de sí mismas por llorar las miserias ajenas? Ellos estampaban que todo pedía pronto remedio, y que al pueblo sólo competía aplicarlo, porque la Suprema Autoridad, decían, reside en él únicamente. El pueblo, en su opinión, debía destronar a los mandones, para dictar él leyes equitativas y justas, que asegurasen su propia felicidad. El pueblo, repetían, no conoce sus derechos y éstos son de muy vasta extensión. ¡Oh!, ¡pueblos engañados! Vosotros creísteis a estas sirenas mentirosas que abusaban de vuestro nombre para descuidaros con la lisonja y haceros víctima de su ambición, después instrumento de sus maquinaciones pérfidas. Miradlo patente desde el primer paso que se dio para vuestra imaginaria felicidad.

La nobleza de Santiago se abrogó así la autoridad que antes gritaba competir sólo al pueblo (como si estuvieran excluidos de este cuerpo respetable los que constituyen la mayor y más preciosa parte de él), y creó una junta provisional que dirigiese las siguientes operaciones. Por fortuna, se equivocaron en la elección de uno de sus vocales, creyéndolo adicto a sus ideas (hablo del dignísimo patriota don Juan Rozas, único que podía conservar intactos los derechos inviolables del pueblo); pero era solo, y, aunque se sostuvo al principio contra el torrente de la iniquidad a fuerza de sus extraordinarias luces, al fin ahogó sus populares sentimientos la multitud de espíritus quijotescos, poseídos del vil entusiasmo de la caballería. Fue consiguiente a este proceder la instrucción que circuló por los pueblos para arreglo de la elección, en que, dándoles voto y voto a sólo los nobles opresores (los más de ellos sarracenos), se priva de su derecho al pueblo oprimido, más interesado sin duda en el acierto de las personas que habían de representar sus poderes en el Congreso Nacional. Ved aquí, en este solo pueblo de Concepción, patentes ya las funestas consecuencias de la instrucción maldita en la elección del conde de la Marquina, del magistral Urrejola y de Dr. Cerdán, sujeto a la verdad que... Pero antes de pasar adelante, analicemos sus cualidades y prendas personales, para que salgan a la luz del mundo en este hecho los errores a que está sujeta la elección de la nobleza, por la pasión infame de sostener a toda costa el oscuro esplendor que la distingue.

Ninguno más inepto para desempeñar cualquier encargo público que el conde de la Marquina. Lo primero por Conde. En las actuales circunstancias los títulos de Castilla que, por nuestra desgracia, abundan demasiado en nuestro reino, divisan ya en la mutación del gobierno el momento fatal en que el pueblo hostigado de su egoísmo e hinchazón, les raspe el oropel con que brillan a los ojos de los necios y como ellos aman tanto esta hojarasca, que sólo puede subsistir a la sombra de los tiranos, derramarán hasta la última gota de sangre por sostenerlos. Su escaso mayorazgo, aún estando la España en pie, apenas le daba para mantenerse, y se veía precisado a recurrir a medios tan indecorosos, como sacrílegos. Ahora, pues, que ya no existe aquel, ¿qué había de hacer sino vender con infamia los sagrados derechos que le confió su pueblo, por la comandancia de infantería? Lo tercero, ignorante, caprichoso, lleno de ambición, sarraceno.

El magistral Urrejola es un sujeto cuya sola figura es bastante para descubrir su carácter vano, arrogante y presumido, perjudicial al pueblo que representa, indecoroso al estado en que se halla e infiel a los deberes de su cargo. Todo el mundo sabe que sus miras no son otras que engañar con ridículas hipocresías a los incautos, para conseguir como el lobo de Cuenca, a quien afecta imitar, algún rebaño de tristes ovejas a quienes devore su ambición. ¿Qué hará por vosotros, engañados concepcionistas, un egoísta tal, sino entregaros víctima de quien favorezca sus ideas? Su adhesión a los sarracenos es innegable. Ellos lo hicieron Diputado, pagando o afianzando las deudas que había contraído con la caja en el manejo infiel de la cruzada y en no sé qué otros ramos, y lo imposibilitaban para el empleo. Pues a ellos y no a vosotros atenderá en el Congreso.

Cerdán ni es menos ambicioso ni menos presumido y egoísta que el anterior. Sus intereses particulares pesan más en la balanza viciada de su amor propio, que los de todo un pueblo entero, que abandonará ignominiosamente a los insultos del sarracenismo al menor convite con que le brinden nuestros enemigos.

Tales son, indolentes concepcionistas, las personas que os representan. No los elegisteis vosotros, es verdad, pero permitisteis que los eligiesen la intriga, el soborno y el interés particular de los nobles, de los rentados y de los sarracenos, para que, a vuestro nombre y al abrigo de vuestros derechos, aseguren su distinción y autoridad sobre vosotros mismos, sostuviesen sus empleos y rentas, y favoreciesen el partido de la opresión injusta que principiáis a sacudir. ¿Y podréis negar estas verdades, aunque tristes? Ojalá no estuvieran tan patentes. Reconoced el semblante de los sarracenos, y encontraréis en la complacencia que se les revierte, una prueba nada equívoca de las ventajas que ya alcanzan por estos medios en el Congreso. Recorred las tropas patrióticas en que fundabais vuestras esperanzas y veréis a su frente, con ceño amenazador, a los mismos que formaban el yugo de vuestra servidumbre, y aun a los cómplices del vil Figueroa que atentó contra nuestras vidas. ¿Queréis más? Oíd:

No contentos los nobles intrigantes de Santiago con haber coartado la autoridad de los pueblos en la elección de diputados representantes, para que recayese en los de su facción, cuando vieron que esta precaución, que había tomado su malicia, no era suficiente a entregar el partido de la iniquidad, porque algunos pueblos menos ciegos pusieron los ojos en personas fieles, y escrupulosas en el desempeño de su obligación, echaron mano de otro arbitrio, tan ilegal e injurioso, a la libertad e igualdad popular, como el primero. Este fue añadir seis diputados más de los estipulados por Santiago, para con este exceso sofocar el número de los virtuosos y fieles patriotas. Protestaron éstos con energía contra un proceder tan injusto y malicioso, haciendo ver que sus representantes eran defraudadores de sus derechos y no consentirían jamás subordinación a las resultas de una providencia tan ilegítima y violenta; y cuando debían esperarse que suscribiesen a una protesta tan justa todos los diputados de los pueblos agraviados, la mayor parte no atiende a otra cosa que a las ventajas que les resultan de acogerse a los alicuos para cooperar a su perdición, y a la de los inocentes que les confiasen sus poderes. Los de Concepción se cuentan los primeros en el número de estos traidores. ¿Y aún descansáis tranquilos en la necia confianza que os constituye víctimas de las maquinaciones de estos pérfidos?

Yo oigo ya vuestras tímidas voces y frías disculpas. Ya están electos, decir, ya están recibidos en el Congreso: ya les dimos nuestros poderes; nos engañaron abusando de nuestro sufrimiento; nos venden a sus intereses; ¿pero qué haremos?, ¿qué remedio?, El remedio es violento, pero necesario. Acordaos que sois hombres de la misma naturaleza que los condes, marqueses y nobles; que cada uno de vosotros es como cada uno de ellos, individuo de sus cuerpos grande y respetable que se llama Sociedad: que es necesario que conozcan y les hagáis conocer esta igualdad que ellos detestan como destructora de su quimérica nobleza. Levantad el grito para que sepan que estáis vivos, y que tenéis un alma racional que os distingue de los brutos, con quienes os igualan, y os hacen semejantes a los que vanamente aspiran a la superioridad sobre sus hermanos. Juntaos en cabildo abierto, en que cada uno exponga libremente su parecer y arrebatadles vuestros poderes a esos hombres venales, indignos de vuestras confianzas y substituidles unos verdaderos y fieles patriotas que aspiren a vuestra felicidad y que no deseen otras ventajas ni conveniencia para sí que las que ellos mismos proporcionen a su pueblo. No os acobarde la arduidad de la empresa, ni temáis a las bayonetas con que tal vez os amenacen. Aquella tiene mil ejemplares en la historia y su feliz éxito en todos los tiempos debe animaros a volver por vosotros mismos, y éstas las manejan unos miserables que deben interesarse tanto como vosotros en el sistema, que va a ser arruinado por los infames, si no lo remediáis pronto.

Mirad:

Entre las instrucciones que deis a vuestros nuevos representantes, sea la primera, que procuren destruir a esos colosos de soberbia que como terribles escollos hacen ya casi naufragar la nave de nuestro actual gobierno. Ya veis que hablo de los títulos, veneras, cruces y demás distintivos con que se presentan a vuestra vista esos ídolos del despotismo, para captarse las adoraciones de los estúpidos. Esparta y Atenas, aquellas dos grandes repúblicas de la Grecia, émulas de su grandeza, terror de los persas y además potencias del Asia, y los mejores modelos de los pueblos libres, no consentían otra distinción entre sus individuos que la que prestaban la virtud y el talento, y aun cuando éstas brillaban tanto, que lastimaban algo la vista de la libertad, eran víctimas sus dueños, aunque inocentes, del celo popular. No os quiero tan bárbaros, pero aún os deseo más cautos.

No olvidéis jamás que la diferencia de rangos y clases fue inventada de los tiranos, para tener en los nobles otros tantos frenos con que sujetar en la esclavitud al bajo pueblo, siempre amigo de su libertad; y ya estamos en el caso en que aquellos deben cumplir con esta ruin obligación. La antigua Roma echó los fundamentos de su grande imperio sobre la igualdad de sus ciudadanos, y no dio el último estallido hasta que la hizo reventar el exorbitante número de varones consulares, augures, senadores, caballeros, etc. En la América libre del norte no hay más distinción que las de las ciencias, artes, oficios, factorías a que se aplican sus individuos ni tienen más dones que los de Dios y de la naturaleza, y así se contentan con el simple título de ciudadanos. ¿Pero para qué necesitamos de ejemplos? ¿No bastará la razón para alumbrarnos?

Con vosotros hablo, infelices, los que formáis el bajo pueblo. Atended:

Mientras vosotros sudáis en vuestros talleres; mientras gastáis vuestro sudor y fuerzas sobre el arado: mientras veláis con el fusil al hombro, al agua, al sol y a todas las inclemencias del tiempo, esos señores condes, marqueses y cruzados duermen entre limpias sábanas y en mullidos colchones que les proporciona vuestro trabajo: se divierten en juegos y galanteos, prodigando el dinero que os chupan con diferentes arbitrios que no ignoráis; y no tienen otros cuidados que solicitar con el fruto de vuestros sudores, mayores empleos y rentas más pingües, que han de salir de vuestras miserables existencias, sin volveros siquiera el menor agradecimiento, antes sí, desprecios, ultrajes, baldones y opresión. Despertad, pues, y reclamad vuestros derechos usurpados. Borrad, si es posible, del número de los vivientes a esos seres malvados que se oponen a vuestra dicha, y levantad sobre sus ruinas un monumento eterno a la igualdad.




ArribaAbajoEl peso de la noche por Diego Portales

Carta de Diego Portales a Joaquín Tocornal fechada en Valparaíso el 16 de julio de 1832. Reproducida en Epistolario de Don Diego Portales 1821-1837, recopilación y notas de Ernesto de la Cruz, con un prólogo y nuevas cartas recopiladas y anotadas por Guillermo Feliú Cruz (Santiago, Imprenta de la Dirección General de Prisiones, 1937), tomo II, carta 247, págs. 226-230.


Valparaíso, 16 de julio de 1832.

Señor don Joaquín Tocornal.

Querido amigo:

La misma insuficiencia que le hizo trepidar en la aceptación del Ministerio que desempeña, es la que debería servirme de excusa para contestar como usted quiere su estimada carta fecha 12. ¿Qué consejos, qué advertencias mías podrán ayudar a su acierto? ¿Qué podré hacer cuando me falta la capacidad, el tiempo y tal vez la voluntad de hacer? Usted no puede formarse idea del odio que tengo a los negocios públicos, y de la incomodidad que me causa el oír sólo hablar sobre ellos; sea éste el efecto del cansancio o del egoísmo que no puede separarse del hombre, séalo de mis rarezas con que temo caer en el ridículo, porque éste debe ser el resultado de la singularidad con que suelo ver las cosas; en fin, séalo de lo que fuere, lo cierto es que existe esa aversión de que yo me felicito y de que otros forman crítica. En este estado y no siendo por desgracia de los que más saben vencerse, ¿qué debe usted esperar de mí en la línea de advertencias, aun cuando quiera suponerme con la capacidad de hacerlas? Convengamos, pues, desde ahora, en que usted sólo puede contar conmigo para todo lo que sea en su servicio personal.

Sin embargo, no concluiré esta carta sin decirle con la franqueza que acostumbro, que mi opinión es: que usted, sin hacer nada en el Ministerio, ¡hace más que cualquiera otro que pretendiera hacer mucho!

Todos confían en que usted no hará mal ni permitirá que se haga: a esto están limitadas las aspiraciones de los hombres de juicio y que piensan. Por otra parte, el bien no se hace sólo tirando decretos y causando innovaciones que, las más veces, no producen efectos o los surten perniciosos. A cada paso hará usted bienes en su destino, que usted mismo no conoce, y que todos juntos vendrán a formar una masa de bienes que el tiempo hará perceptibles; en cada resolución, en cada consejo, etc., dará usted un buen ejemplo de justificación, de imparcialidad, de orden, de respeto a la ley, etc., etc., que insensiblemente irá fijando una marcha conocida en el gobierno; y así vendrá a ganarse el acabar de poner en derrota a la impavidez con que en otro tiempo se hacía alarde del vicio, se consagraban los crímenes, y ellos servían de recomendación para el gobierno, minando así por los cimientos la moral pública, y rompiendo todos los vínculos que sostienen a los hombres reunidos. Además, con sólo permanecer usted en el gobierno, le granjea amigos y le conserva un prestigio que notoriamente iba perdiendo. Todos ahora están contentos, mientras hace dos meses se había generalizado un afligente disgusto. ¿Es poco hacer?

Yo creo que estamos en el caso de huir de reformas parciales que compliquen más el laberinto de nuestra máquina, y que el pensar en una organización formal, general y radical, no es obra de nuestros tiempos. Suponiendo que para ella no se encontrase un inconveniente en el carácter conciliador del gobernante,125 demanda un trabajo que no puede ser de un hombre solo, y para el que no diviso los apoyos con que pueda contarse. En primer lugar, se necesitaría la reunión continua de unas buenas cámaras por el espacio de tres años a lo menos; el Congreso nada hará de provecho y substancia por lo angustiado de los períodos de sus reuniones. Se necesitan hombres laboriosos que no se encuentran, y cuyas opiniones fueren uniformadas por el entusiasmo del bien público, y por un desprendimiento mayor aun que el que se ha manifestado en las presentes cámaras, las mejores sin duda que hemos tenido. Los desaciertos y ridiculeces de Bolivia lucen porque son disparates organizados,126 pues han marchado con plan, y los funcionarios públicos han trabajado con un tesón que se opone a la flojedad de los chilenos y a esa falta de contracción aun a nuestros propios negocios particulares. Es por estos motivos y otros infinitos que omito por no ser de una carta, poco menos que imposible el trabajar con éxito en una organización cual se necesita en un país donde todo está por hacerse, en donde se ignoran las mismas leyes que nos rigen, y en donde es difícil saberlas, porque es difícil poseer una legislación y entresacar las leyes útiles de entre los montones de derogadas, inconducentes, oscuras, etc., etc. Podrá decirse que al menos el gobierno puede dedicar sus tareas a la reforma de un ramo; pero debe responderse que estando tan entrelazados todos los de la administración, no es posible organizar uno sin que sea organizado otro o lo sean todos al mismo tiempo.

El orden social se mantiene en, Chile por el peso de la noche127 y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública. Si ella faltase, nos encontraríamos a oscuras y sin poder contener a los díscolos más que con medidas dictadas por la razón, o que la experiencia ha enseñado ser útiles; pero, entre tanto, ni en esta línea ni en ninguna otra encontramos funcionarios que sepan ni puedan expedirse, porque ignoran sus atribuciones. Si hoy pregunta usted al Intendente más avisado cuáles son las suyas, le responderá que cumplir y hacer cumplir las órdenes del gobierno y ejercer la subinspección de las guardias cívicas en su respectiva provincia. El país está en un estado de barbarie que hasta los intendentes creen que toda legislación está contenida en la ley fundamental, y por esto se creen sin más atribuciones que las que leen mal explicadas en la Constitución. Para casi todos ellos no existe el Código de intendentes, lo juzgan derogado por el Código Constitucional, y el que así no lo cree, ignora la parte que, tanto en el de intendentes como en su adición, se ha puesto fuera de las facultarles de estos funcionarios por habérselas apropiado el gobierno general.

En el tiempo de mi Ministerio (como dice don J M. Infante), procuré mantener con maña en este error a los intendentes, porque vi el asombroso abuso que iban a hacer de sus facultades si las conocían; pero ya juzgo pasado el tiempo de tal conducta, y al fin lo que más urge, es organizar las provincias, que así se organiza al menos en lo más preciso.

Yo opinaría, pues, porque usted trabajase en presentar a las cámaras un proyecto de código o reglamento orgánico, con el título que quiera darle, en que se detallasen las obligaciones y facultades de los intendentes, cabildos, jueces de letras, y de todo cuanto empleado provincial y municipal existe en la provincia, en el departamento y en el distrito; pero para eso encuentro también el inconveniente de que no puede emprenderse ningún trabajo de esta clase sin tener a la vista la reforma de la Constitución, con que debe guardar consonancia todo reglamento, toda ley y toda resolución. De manera que sólo podría irse trabajando con el ánimo de hacer en el trabajo las alteraciones que exigiese la Constitución reformada, y a sabiendas de que tales alteraciones serían de poco momento, porque, sobre poco más o menos, se saben los términos en que vendrá a sancionarse la reforma.

Si por alguna de las razones que dejo apuntadas no será fácil ni tal vez conveniente hacer innovaciones substanciales en la administración de justicia, vele usted incesantemente porque ellas sean menos malas, corrigiendo los abusos que tienen su origen en los jueces más que en la legislación, y así hará servicios más importantes en su destino que todos los que han hecho sus predecesores.

Basta de lugares comunes y de molestar a usted con una carta en que no encuentre nada de lo que desea.

Celebro que no tenga usted novedad, y disponga de su amigo y S. S.

D. Portales



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