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ArribaAbajoDiscurso e historia en la novela española de posguerra

Manuel José Ramos Ortega


Universidad de Cádiz

Empecé a tratar este tema en un artículo mío anterior (Ramos Ortega, 1991: 13-98), en el que analizaba la novela Entre visillos, de C. Martín Gaite. En esta ocasión quiero centrarme en las relaciones «historia»-«discurso»,155 siguiendo el modelo semiótico, en las narraciones de tema posbélico de la misma autora. Haré quizá especial énfasis en los hechos históricos que, más tarde, se presentan de una determinada manera en el discurso narrativo. La semiótica aplicada al hecho literario se encarga de identificar y aislar las unidades sintácticas del discurso. Pero -y esto es lo importante- el discurso destaca algunos puntos cruciales de la historia, convirtiéndolos en núcleos   —290→   narrativos. Por otro lado, Todorov (1973: 35) subrayó que «el aspecto sintáctico es la combinación de las unidades entre sí, las relaciones mutuas que mantienen».

Podríamos empezar a redactar o leer este artículo -según la perspectiva en la que nos situemos- a los acordes de alguna canción de Bonet de San Pedro, de Machín, de Raúl Abril o de la Piquer. Podríamos también, por ser más didácticos, imaginar que estamos cómodamente sentados en una butaca de un cine cualquiera contemplando Canciones para después de una guerra, ese impresionante documento histórico-cinematográfico de Martín Patino, que contiene los fotogramas más bellos y más crudos sobre nuestra inmediata posguerra y que, a pesar de ser una película sin argumento, pero con historia, es la que mejor refleja esos tristes e inolvidables años posteriores a la guerra civil española. Quizá porque el argumento lo ponemos todos, todos los que, de una u otra forma, nos vimos inmersos en esa época terrible de nuestro pasado inmediato. En esa película terrible y a la vez hermosa, hay una secuencia en la que se ve a unos niños, en Madrid, jugando encima de un terraplén de arena, intentando desenterrar el monumento a la Cibeles que fue cubierto, durante la guerra, para protegerlo de los bombardeos de la aviación. En esa corta secuencia he creído ver un signo del final de esos tres años terribles que, de una u otra manera, marcaron los años posteriores de una o varias generaciones de españoles que vivimos marcados por aquellos acontecimientos. Como todos sabemos, al menos todos los que hoy tenemos más de cuarenta años, aquella escena no fue el final sino el principio de lo que luego vendría: años marcados, en la misma proporción, por la desesperanza y la esperanza y, al mismo tiempo, por el miedo, la censura, el autoritarismo, la falta de libertades, el hambre, las cartillas de racionamiento, el frío, la censura de libros y películas. En definitiva, la época más negra que, desde todos los puntos de vista, se ha vivido en España en este último siglo.

Naturalmente esa época ha tenido su literatura o, mejor dicho, a pesar de esa época se ha escrito en España y, quizá paradójicamente, en lo que a calidad se refiere, esa época no es, ni mucho menos, inferior a la actual. Podríamos poner tan sólo unos ejemplos ilustrativos: en el año 1944 aparecen simultáneamente en las librerías Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, y Sombra del paraíso de Vicente Aleixandre, Buero Vallejo estrena Historia de una escalera y aparece, en León, el primer número de la revista Espadaña. Lo cual nos podría inducir a pensar erróneamente la nula relación entre libertad y literatura.   —291→   Evidentemente a la literatura, como a todas las artes, le sienta mejor la libertad de expresión que la censura. Por otra parte, hay que reconocer que la guerra civil, desde todos los puntos de vista, se ha convertido en materia épica y lírica para gran parte de nuestros escritores. Por poner solamente tres ejemplos concretos: La última novela de Juan Marsé, El embrujo de Shangai, todavía se desarrolla en la Barcelona de posguerra, aunque el novelista derive la acción, en algunos momentos concretos de la narración, hacia ambientes exóticos y lejanos a la capital catalana. El segundo ejemplo es la última novela publicada de Ana María Matute, Luciérnagas, que nos cuenta, también ambientada en Cataluña, los últimos meses de la guerra y su desenlace terrible para la familia de la protagonista. El tercer ejemplo, la primera novela de nuestro flamante académico Antonio Muñoz Molina, Beatus Ille, tiene como fondo histórico los episodios de la guerra civil y sus consecuencias para la familia de un poeta andaluz del 27, supuestamente asesinado por las tropas nacionalistas. En el campo de la lírica española de posguerra citaré un solo ejemplo: el Poema de la Bestia y el Ángel, de José María Pemán. Esto quiere decir que la guerra, la posguerra o como quiera llamársele, aún no ha terminado y que su fantasma sigue actuando para los herederos de ese episodio histórico y, lo que es más importante para nosotros, sigue revelándose como una fuente inagotable de historias novelescas que han marcado, sin duda ninguna, el panorama literario español de los últimos cincuenta años.


1. ¿C. Martín Gaite, persona o personaje de su propia novela?

El discurso destaca algunos puntos cruciales de la historia convirtiéndolos en núcleos narrativos en torno a los que se amplían las descripciones y se ajustan las relaciones entre los personajes. En este panorama histórico de la posguerra española destaca de manera singular el caso de la escritora Carmen Martín Gaite. La primera cosa que llama la atención en la vida de esta novelista salmantina es la permanente actitud de búsqueda de una personalidad en su propia literatura. Como ha escrito la profesora Carmen Alemany Bay, a Carmen Martín Gaite le gusta «contarse». Isabel Butler de Foley, por su parte, añade:

Tal vez leer las novelas de Carmen Martín Gaite sea conocer a la autora, ya que, deliberada o fortuitamente, ésta parece ofrecemos, corporeizados en sus diversos personajes, todos los rasgos que, como fichas de un rompecabezas, van finalmente a encajarse para presentarnos una   —[292]→   coherente visión de conjunto de su temática. Temática, por añadidura, coloreada por una cierta afectividad, lo que nos hace pensar en una involucración personal.


(Butler de Foley, 1984:18)                


Carmen Martín Gaite nace el 8 de diciembre de 1925 en la salmantina Plaza de los Bandos, «el mismo día que murieron Pablo Iglesias y Antonio Maura» (Martín Gaite, 1982: 130). Salamanca, su ciudad natal, aparece omnipresente en muchas de sus novelas, especialmente en Entre visillos. La escritora pasará toda su infancia y adolescencia en Salamanca, aunque los veranos y vacaciones marchaba, con su familia, a Galicia, la tierra de su madre. Sus primeros años van a estar marcados, al igual que para muchos niños españoles, por la guerra civil y, sobre todo, «por la larga y dura posguerra que sintieron día a día» (Alemany Bay, 1990: 19). Todavía en 1978 recuerda así aquellos años:

Podría decirle que la felicidad en los años de la guerra y postguerra era inconcebible, que vivíamos rodeados de ignorancia y represión, hablarle de aquellos deficientes libros de texto que bloquearon nuestra enseñanza, de los amigos de mis padres que morían fusilados o se exiliaban, de Unamuno, de la censura militar....


(Martín Gaite, 1982: 90)                


En Entre visillos, Pablo, el profesor de alemán, es hijo de un exiliado o represaliado político. No obstante, a pesar de lo anterior, la propia autora confiesa que su infancia no fue triste:

La verdad es que yo mi infancia y adolescencia las recuerdo, a pesar de todo, como una época feliz. El simple hecho de comprar un helado de cinco céntimos, de aquellos que se extendían con un molde plateado entre dos galletas, era una fiesta.


(p. 70)                


En aquella sociedad y en aquel momento, Franco era la personalidad más influyente para todos. Omnipresente en la vida familiar y en todos los hogares españoles, desde aquel primer parte oficial del día de la victoria, hasta prácticamente aquel 20 de noviembre de 1975:

Hágase cargo de que yo tenía nueve años cuando empecé a verlo impreso en los periódicos y por las paredes, sonriendo con aquel gorrito militar de borla, y luego en las aulas del Instituto y en el NODO y en los sellos; y fueron pasando los años y siempre su efigie y sólo su efigie, los demás eran satélites, reinaba de modo absoluto, si estaba enfermo nadie lo sabía, parecía que la enfermedad y la muerte jamás podrían alcanzarlo.


(p. 133)                


Con posterioridad a sus años de bachillerato, de los que dejó fragmentos autobiográficos en Entre Visillos, la escritora ingresará en la   —293→   Universidad de Salamanca, en la Facultad de Filosofía y Letras, donde estudió Filología Románica. Estos años de universidad serán decisivos para su formación literaria posterior. Allí conocerá a una serie de personas que habrían de ser amigos y que marcarán para siempre su vida. Se puede decir que este grupo de escritores e intelectuales será uno de los grupos fundadores de lo que luego, andando el tiempo, vendría a conocerse como la generación del 50 o del medio siglo. Entre este grupo de amigos -Josefina Rodríguez, Agustín García Calvo, Federico Latorre...- destaca sobremanera Ignacio Aldecoa. En un reciente libro sobre aquellos años, recuerda así la escritora salmantina el perfil humano de Aldecoa:

... éramos un grupo reducido los que aquel curso 43-44 empezamos Comunes, no pasaríamos de doce entre chicos y chicas. Y allí estaba Ignacio Aldecoa Isasi, que venía de Vitoria, y con el que enseguida trabé conversación ese 19 de octubre [...] Una semana antes [...] Italia había declarado la guerra a Alemania. Pero yo con Ignacio no hablé de eso, sino de Yolanda, la hija del Corsario Negro, porque los dos leíamos febrilmente a Salgari [...] Fue nuestra primera afinidad, y algunos trozos del libro nos lo sabíamos de memoria. [...] Ignacio Aldecoa acababa de cumplir dieciocho años el 25 de julio, tenía cara de niño, una voz grave y persuasiva y un mechón de pelo cayéndole sobre la frente [...] Yo cumplí dieciocho años ya metida en ese curso, en pleno invierno. Me llevaba los cinco meses que van de Leo a Sagitario, ambos signos de sol. Pero también de nieve. A los dos nos parecía una fiesta ver nevar. Precisamente mi primer poema, publicado en la revista universitaria Trabajos y días, se titulaba «La barca nevada». Desde la nieve, soñábamos con el sol. Cuando llegara la primavera, volveríamos a remar al Tormes.


(Martín Gaite, 1994: 21-22)                


El río Tormes precisamente es lugar frecuentado por la protagonista de Entre visillos. Su presencia en la novela están íntimamente unidos a los momentos de mayor felicidad para la joven adolescente.

Poco más tarde los amigos salmantinos se vuelven a encontrar en Madrid, adonde acude Martín Gaite para preparar su tesis doctoral. Allí el grupo se completa con la compañía de la llamada «Universidad Libre de Gambrinus», de la que eran contertulios Miguel Sánchez Mazas, Luis Martín Santos, Juan Benet, Eva Forest y Sánchez Ferlosio. Al calor de esos amigos, según nos confiesa la propia autora, termina de esfumarse su poco sólida vocación universitaria:

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Me pregunto a veces cómo pasaba el tiempo, cómo se esfumaron aquellos días de finales de los años cuarenta en que fui dejando abandonada mi vacilante vocación universitaria al calor de aquella compañía de amigos, arropada por aquel grupo de malos estudiantes pero buenos escritores, al que acabé perteneciendo por entero.


(p. 33)                


El grupo colaboraba para las revistas La Hora, Juventud, Alcalá, Clavileño, Índice, Correo Literario y El Español. Los cafés y tertulias que frecuentaban eran el Comercial, el Gijón, el Lyon, el Varela... Como balance de aquellos años, Martín Gaite escribe lo siguiente:

Si me pidieran un resumen de esa etapa, que alguien podría considerar como tiempo perdido, destacaría, junto a la indolencia, la falta de ambición, el escaso o nulo afán de trepar o de poner zancadillas a nadie. Ninguno de nuestros amigos de esa época ha alcanzado prebendas ni cargos políticos. Su poder estaba en el poder de la palabra y de la imaginación. Pero, además, mirábamos sin perder ripio todo lo que había en torno, gastábamos muchísima suela y no teníamos un duro.


(págs. 33-34)                


Esta impresión de tiempo detenido -la más frecuente sobre todo en la primera parte de Entre visillos- abunda en la narrativa española de posguerra. En un cuento de Ignacio Aldecoa leemos el siguiente fragmento:

A los veladores se posaban las gentes de paso; a las mesas se sentaban los residentes en el café: vecinos de la barriada, asilados de la oficina, durmientes de la jubilación, aficionados al toreo clásico, bayaderas de imaginaria, provincianos de Sodoma con economía limitada y algún que otro actor perteneciente a la penumbra de las segundas partes. En los veladores se negociaba, en las mesas se hacía filosofía de la Historia. En la esfera de los veladores las agujas marcaban, más o menos, la hora de la ciudad, de la nación y acaso la del mundo; en las mesas retrasaban lustros, décadas, «antes de la guerra» y a veces hasta siglos.


(p. 36)                


Esto es también lo que dice la narradora de El cuarto de atrás sobre el período de posguerra:

[durante estos años] no soy capaz de discernir el paso del tiempo a lo largo de ese período, ni de diferenciar la guerra de la postguerra, pensé que Franco había paralizado el tiempo.


(1982: 133)                


Esta sensación de tiempo detenido es, en el fondo, la misma que hemos experimentado todos los de nuestra generación cuando, un   —295→   veinte de noviembre de 1975, nos despertamos con la noticia de la definitiva muerte del general Franco. Fue una sensación parecida a la del despertar de un sueño o mejor -para muchos- de una pesadilla. Naturalmente, para la generación a la que pertenece Martín Gaite, la sensación de libertad sería directamente proporcional a los años que padecieron los rigores de la dictadura del general Franco y de la posguerra española. A este respecto hay que tener en cuenta que la denominada generación de los niños de la guerra sufrieron las calamidades posbélicas por partida doble. En efecto, de alguna manera, España también padeció las consecuencias de la conflagración mundial y, por supuesto, tuvo que sufrir durante años las repercusiones de no haber apoyado la causa de los aliados y de no haber sido suficientemente beligerante contra Hitler y las potencias del Eje. De alguna manera este clima posbélico es el que se pone claramente de manifiesto en muchos de los pasajes de Entre visillos y El cuarto de atrás. A esta última narración autobiográfica pertenece este fragmento que remite, a su vez, al primer cuento de la novelista salmantina, El balneario:

En ese momento le oí decir el nombre de Hitler, se estaba dirigiendo a mí, me enseñaba un periódico -«¿No sabes lo que ha pasado?»-, lo cogí. Hitler acababa de ser víctima de un atentado del que había salido milagrosamente ileso, a los militares organizadores del complot los habían fusilado a todos; me quedé un rato allí sin abrir la boca ni que me volvieran a hacer caso, leyendo aquella noticia tan lejana e irreal que todos, y también él, comentaban con aplomo, como si la considerasen indiscutible. «Es el mayor tirano de la historia» -dijo mi padre. A mí no me importaba nada de los alemanes, no entendía bien por qué habían venido a España durante nuestra guerra, por qué los alojaron en nuestras casas, no entendía nada de la guerras ni quería entender, ahora pienso que la muerte de Hitler aquel mes de julio pudo cambiar el rumbo de la historia, pero yo entonces aborrecía la historia y además no me la creía, nada de lo que venía en los libros de historia ni en los periódicos me lo creía, la culpa la tenían los que se lo creían, estaba harta de oír la palabra fusilado, la palabra víctima, la palabra tirano, la palabra militares, la palabra patria, la palabra historia.


(p. 54)                


Es de notar cómo este fragmento y los que continúan más abajo plantean la dialéctica historia-ficción que subyace en toda la narrativa de este período -por activa y por pasiva- y especialmente en este   —296→   libro autobiográfico, como en otros de investigación histórica156 de la autora salmantina. El compromiso del creador -viene a decir Martín Gaite- no es con la Historia, sino con la literatura:

Posiblemente mis trabajos posteriores de investigación histórica los considere una traición todavía más grave a la ambigüedad; yo misma, al emprenderlos, notaba que me estaba desviando, desertaba de los sueños para pactar con la historia, me esforzaba en ordenar las cosas, en entenderlas una por una, por miedo a naufragar.

- La literatura es un desafío a la lógica -continúa diciendo-, no un refugio contra la incertidumbre.


(p. 55)                


De este problema, como si de un manojo de cerezas se tratara, se deriva otro no menos interesante. Habida cuenta de que el novelista no es un historiador -historiadora en este caso-, cabe pensar que la literatura, sobre todo en los períodos de mayor secuestro de las libertades, actúe como sedante y pueda ser un mero escape para el novelista y los lectores menos comprometidos con la realidad. Es curioso cómo a la literatura de este período se la denomina realista. La cuestión se la plantea la propia autora al misterioso interlocutor que ha acudido por sorpresa a su casa una noche:

- ¿Usted cree que yo tomo la literatura como refugio?

Se lo he preguntado con cierta ansiedad. Me parece estarle tendiendo la mano abierta para que me la lea. La respuesta es breve y solemne como una maldición gitana.

- Sí, por supuesto, pero no le vale de nada.


(p. 56)                


Es cierto, el que quiera encontrar alguna forma de compromiso político en la narrativa de Martín Gaite, al menos en aquellos primeros años de posguerra, es difícil, por no decir imposible, que lo pueda llevar a cabo. Su fuerte no es, de ninguna manera, la denuncia política. Perteneciendo como pertenece a una generación denominada por muchos como del realismo social es, sin embargo, la menos realista y la menos social de todos ellos. Quiero decir que no pone su principal interés en la denuncia del oprimido o del necesitado. Su realismo, cuando existe, no es militante, buscando siempre fórmulas de introspección intimista o, por el contrario, huidas hacia la fantasía, como la   —297→   invención de Bergai, esa isla inventada por una amiga de la infancia salmantina que es una especie de refugio fuera del tiempo y del espacio. El compromiso de Martín Gaite está, sobre todo, en la misma literatura. A ello responde su afán por encontrar un interlocutor. Con anterioridad el problema tiene su origen en la incomunicación. En efecto, la solución al gran problema de la incomunicación humana es encontrar un interlocutor. La misma Carmen Martín Gaite reconoció, en una entrevista lo siguiente:

... a mí y a todo el mundo, un interlocutor es lo que andamos buscando todos siempre. Piensa en toda esa gente que va a los psiquiatras para contarles su caso o que anda hablando sola por la calle. Si uno pudiera encontrar el interlocutor adecuado en el momento adecuado, tal vez nunca cogiera la pluma. Se escribe por desencanto de ese anhelo, como a la deriva, en los momentos en que el interlocutor real no aparece, como para convocarlo.


Creo que, de todas las novelas de Martín Gaite, Entre visillos es la que mejor define una época, la posguerra, y unos personajes marcados por ese tiempo que influyó, de manera decisiva, en una generación -su generación- denominada precisamente la de los niños de la guerra. Si nos preguntáramos la razón de por qué aquella época fue tan poco propicia a la esperanza, yo creo que la respuesta, en buena parte, se puede leer en las páginas de Entre visillos. Como sabemos, la protagonista, una joven de provincia, busca denodadamente la salida de la atmósfera asfixiante de su casa para poder estudiar y tener una vida propia e independiente, sin tener que buscar en el matrimonio, como sus amigas, la única redención posible a su falta de libertad. Natalia es un personaje que, al buscar su propia independencia y realización como persona, arrastra a los demás personajes femeninos de la obra. En este sentido es el personaje más generoso de todo el elenco de la novela. Esta generosidad es la que le lleva, casi al final de la novela, a defender ante su padre la independencia y emancipación de su hermana Julia cuyo novio, no muy bien visto por su familia, la espera en Madrid:

Me arrodillé en la alfombra y allí, sin verle la cara, rascando de arriba y abajo, arriba y abajo, he arrancado a hablar no sé cómo y le he dicho todo de un tirón. Que nos volvemos mayores y él no lo quiere ver, que la tía Concha nos quiere convertir en unas estúpidas que sólo nos educa para tener un novio rico, y que seamos lo más retrasadas posible en todo, que no sepamos nada ni nos alegremos con nada, encerrados como el buen paño que se vende en el arca y esas   —[298]→   cosas que dice ella a cada momento. Saqué lo del novio de Julia, me puse a defenderle y a decir que era un chico extraordinario. Yo no le conozco, pero eso papá no lo sabe, me estaba figurando que era yo la que quería casarme, y de pronto me di cuenta de que no pensaba en Miguel, que veía la cara del profesor de alemán.


(Martín Gaite, 1981: 232-233)                


Es verdaderamente sorprendente la capacidad de sintonía que tiene la novela de Martín Gaite con una generación de españolas y lo más curioso es que, según he podido comprobar en mis clases, esta simpatía entre autora y lectoras de otras generaciones se sigue repitiendo. Han pasado muchos años pero el milagro de la búsqueda y hallazgo del interlocutor se sigue produciendo. Me diréis que las circunstancias han cambiado, que el país no es el mismo, pero yo sigo observando en las alumnas que leen la novela, sobre todo las alumnas, una gran identificación con la protagonista. Quizá el secreto radique en que Martín Gaite supo construir un personaje que representa las ansias de emancipación de cualquier mujer, en cualquier tiempo y lugar, llegada a la edad de la adolescencia. Natalia, la joven adolescente protagonista de la historia, es un personaje lleno de ilusiones y proyectos, su ilusión, a pesar de las circunstancias que la rodean, contagia a otros y ella sola se sobrepone a todas las fuerzas negativas que intentan, afortunadamente sin conseguirlo, adiestrarla para la única y sagrada misión que le queda a la mujer, al menos en esos años: el matrimonio. En otro lugar (Ramos Ortega, 1991) he descrito la novela de Martín Gaite como una secuencia de evasión. En un bando estarían los personajes jóvenes -Natalia, Pablo, Julia y Miguel- que intentan huir de la atmósfera asfixiante de una capital de provincia en la posguerra española. Ellos son el futuro, la España que renace, que empieza a vivir, como quería Machado. En el otro bando están las fuerzas eternas de la reacción, del miedo y de la censura. El padre de Natalia, que enviudó cuando nació Natalia, no era así antes. La causa de su cambio, al parecer, la tuvo la muerte de su esposa y la llegada de la tía Concha. Esta, la tía, es un actante que se opone a cualquier amago de libertad que venga de sus sobrinas. Para ella la mujer debe estar con «la pata quebrada y en casa». No le hace ninguna gracia que sus sobrinas salgan a divertirse y mucho menos que Natalia estudie, poniéndole, en este sentido, todas las trabas posibles. Su función en la novela es como la de Ángel, el novio de Gertru, amiga de Natalia, que le dice a su novia cosas como ésta: «Para casarte conmigo, no necesitas saber latín ni geometría; con que sepas ser una mujer de tu casa, basta y sobra» (pág. 174). La única carrera para la mujer, según estos personajes, es el   —299→   matrimonio. Fiel a esta consigna los personajes reaccionarios de la novela se entregan a la tarea de desbaratar cualquier intento de desviación de la norma o la consigna que las autoridades y la propaganda del Régimen se empeñaban en difundir en notas como la siguiente:

La mujer de España, por española, es ya católica [...] Y hoy, cuando el mundo se estremece en un torbellino guerrero en el que se diluyen insensiblemente la moral y la prudencia, es un consuelo tener a la vista la imagen «antigua y siempre nueva» (el entrecomillado es de Martín Gaite) de esas mujeres españolas comedidas hacendosas y discretas. No hay que dejarse engañar por ese otro tipo de mujer que florece en el clima propicio de nuestra polifacética sociedad, esa fémina ansiosa de «snobismo» que adora lo extravagante y se perece por lo extranjero. Tal tipo nada tiene que ver con la mujer española y, todo lo más, es la traducción deplorable de un modelo nada digno de imitar.


(Martín Gaite, 1987: 26-27)                


Precisamente del extranjero viene Pablo Klein, el profesor de alemán del Instituto de Natalia. Pablo, junto a Natalia y Julia, es uno de los pocos personajes que intenta derribar el muro de incomprensión y de miedo que ha levantado el otro bando. Su función en la novela es la de convencer a Natalia para que escape y se vaya a estudiar a Madrid. Pablo es hijo de un republicano que vivía en la capital de provincia, antes de la guerra y que murió, alcanzado por una bomba en los últimos años de la guerra, en Barcelona. La viuda de don Rafael Domínguez, el director del Instituto en donde trabaja Pablo, recuerda al viejo pintor republicano y a su hijo:

La madre dijo que se acordaba perfectamente del padre de Pablo, de cuando habían vivido allí antes de la guerra; el pintor viudo le llamaba entonces la gente. Contó historias viejas que se quedaban como dibujadas en la pared. Iba siempre con el niño a todas partes, era un niño pálido, con pinta de mala salud [...]

- El chico debe tener unos treintas años ahora. Vosotros erais mucho más pequeños. Papá fue a verlos. Yo le dije que me parecían gente rara... Un señor que llevaba a su niño a todas partes, que se sentaba con él por las escaleras de la Catedral. Mal vestidos, gente que no se sabe a lo que viene. Ni siquiera estaba claro que la madre de aquel niño hubiese estado casada con el señor Klein y algunos decían que no se había muerto.


(págs. 129-130)                


En relación con el incierto pasado del joven profesor hay dos aspectos que nos llaman la atención, a pesar de que su padre no era alemán,   —300→   el joven, al llegar a España, se presenta con el apellido de la madre -ésta sí era alemana. Por otro lado, el joven Pablo regresa a la ciudad de su infancia para dar clases de alemán en el Instituto. Estas dos circunstancias no pueden pasar inadvertidas tratándose del hijo de un republicano. Ésta es la razón por la que, por un lado, Pablo no pueda regresar a España con el mismo apellido de su padre y, por otro, que para sobrevivir tenga que recurrir a dar clases de alemán. Como es obvio suponer, en aquellos años de exaltación germanófila, era más usual aprender alemán que cualquier otra lengua moderna. Pablo Klein es posiblemente el personaje más generoso de la novela. Su función en los acontecimientos es verdaderamente providencial. Él llega al pueblo para activar la adormecida conciencia de unos personajes que están aletargados y que necesitan -sobre todo la joven Natalia- de alguien que los anime a dar el paso decisivo para huir o escapar del cerco que han establecido los personajes inmovilistas del relato. En un trabajo anterior hablé de la simbología del nombre de Pablo, como enviado, en este caso, para redimir a unos personajes jóvenes que pugnan por conseguir su libertad.

2. SEMIÓTICA DEL DISCURSO

Desde un planteamiento semiológico, la narración de Martín Gaite presenta varios signos, algunos no lingüísticos, ampliamente significativos. Uno que da incluso título a la novela, los personajes femeninos están casi siempre detrás de los visillos. Su función es meramente pasiva, sin intervenir directamente en el desarrollo de los acontecimientos, excepto Tali, la joven protagonista. Podemos leer algunos pasajes en los que vemos la actitud pasiva de la mujer:

Descalza se desperezó junto al balcón. Había cesado la música y se oía el tropel de chiquillos que se desbandaba jubilosamente, escapando delante de las máscaras. Natalia levantó un poco el visillo.


(pág. 13)                


- Súbete a desayunar con nosotras.

- No, no, que ya os conozco y me entretenéis mucho.

- Bueno, y que tienes que hacer que suba, ¿verdad, Julia?

- Claro.

- No, de verdad, me voy, que hoy dijo mi madre que iba a hacer las galletas de limón y la tengo que ayudar.


(pág. 15)                


  —[301]→  

- Está buena la tarde -dijo Julia-. En casa te emperezas cuando te quedas sola. Me duele más la cabeza.

- ¿No has salido? ¿Por qué no salías?

- Qué sé yo.

- ¿Qué estabas haciendo?

- Un solitario. No tenía ganas de coser.


(pág. 72)                


Elvira se levantó a echar las persianas y se acordó de que estaría por lo menos año y medio sin ir al cine. Para marzo del año que viene, no. Para el otro marzo. Eran plazos consabidos, marcados automáticamente con anticipación y exactitud, como si se tratase del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera película. A eso se llamaba el alivio de luto.


(pág. 114)                


Todo lo del verano se les desmoronaba como si no lo hubieran vivido. San Sebastián, el chico mejicano, Marisol en el Casino con sus trajes diferentes acaparándose a Toñuca, su amiga íntima y a Manolo Torre. Ahora ya estaban de cara al invierno interminable. Tardes enteras yendo al corte y a clase de inglés, esperando sentada a la camilla a que Manolo viniera de la finca y se lo dijeran a sus amigas o que alguna vez la llamaran por teléfono.


(pág. 119)                


- No, Gertru, chiquita, no me lo he tomado al revés. Es que hay cosas que una señorita no debe hacerlas. Te llevo más de diez años, me voy a casar contigo. Te tienes que acostumbrar a que te riña alguna vez. ¿No lo comprendes?.


(pág. 151)                


- Mira, Gertru, eso ya lo hemos discutido muchas veces [...] Para casarte conmigo, no necesitas saber latín ni geometría; conque sepas ser una mujer de tu casa, basta y sobra.


(pág. 174)                


Y duchas frías, gimnasia, una crema ligera al acostarse -habla Lydia, la madre de Ángel- Gertru seguía todos sus consejos de belleza porque la oía decir que las mujeres desde muy jóvenes tienen que prepararse para no envejecer.


(pág. 238)                


En buena medida, la educación sentimental de las mujeres de posguerra, aparte de otros componentes sociológicos en los que no tenemos tiempo de entrar, tienen un origen literario-musical, como la propia autora parece significar en las páginas autobiográficas de El cuarto de atrás:

Aquel verano releí también muchas novelas rosa, es muy importante el papel que jugaron las novelas rosa en la formación de las chicas   —[302]→   de los años cuarenta. Bueno, y las canciones, lo de las canciones me parece fundamental.


A este respecto, Carmen Alemany Bay (1990) ha hecho un interpretación de Entre visillos cómo una novela rosa. Creo, sin embargo, que el alcance de la novela es mayor, pero la historia de Pablo y Natalia o Pablo y Elvira tiene alguna similitud con la novela rosa. Sin embargo, el alcance que tiene el aprovechamiento de algunos materiales del género hay que medirlo no en el sentido estrictamente literario, sino en el de la secuencia de huida de la protagonista hacia paraísos perdidos o difícilmente asequibles en aquellos momentos. En aquellos años el mero gesto de levantar un visillo, de hablar bajo o decir de una chica que «había salido muy suelta», era sinónimo de algo, significaba otra cosa y, en definitiva, revelaba un mensaje que no era el del propio texto o código lingüístico. Algo de esto es lo que nos explica Carmen Martín Gaite en el ya mencionado El cuarto de atrás:

El recelo me llega de muy atrás, de los años del cuarto de atrás, de los periódicos, de los púlpitos y los confesionarios, del cuchicheo indignado de las señoras que me miran pasar con mis amigos camino del río, a través de visillos leves anómalantados [...] «Ha salido muy suelta», «Anda por ahí como bandera desplegada» [...] eso lo decían de las chicas que se iban solas, al anochecer, a pasear con soldados italianos al campo de San Francisco[...] y sobre todos aquellos comportamientos y desafiantes imperaba una estricta ley de fugas: las locas, las frescas y las ligeras de casco andaban bordeando la frontera de la transgresión, y el alto se les daba irrevocablemente con la fuga. «Ha dado la campanada; se ha fugado.» Ahí ya no existían paliativos para la condena, era un baldón que casi no se podía mencionar, una deshonra que se proclamaba gesticulando en voz baja, como en las escenas del cine mudo; a los niños nos tocaba interpretarlas particularidades de aquel texto ominoso a través de los gestos, pero las líneas generales se atenían a una dicotomía de sobra comprensible: quedarse, conformarse y aguantar era lo bueno; salir, escapar y fugarse era lo malo.


(págs. 124-125)                


Hay otros signos no-lingüísticos, o no exclusivamente lingüísticos, como pueden ser la peineta y el mantón de Gertru, el retrato del general Franco en las dependencias del Instituto, los documentales del NODO, las secuelas de la inmediata posguerra en el luto de los personajes, el hambre o el frío, la censura religiosa ejercida desde el confesionario, el erotismo sublimado de algunos personajes femeninos... Veamos algunos ejemplos en el texto:

  —303→  

La entrevista había sido en una sala de visitas con sofás colorados y un retrato de Franco en la pared. Me acompañó hasta la puerta por el corredor vacío, de madera. Al final un reloj de pared marcaba una hora atrasada.


(pág. 97)                


[En el Nodo] Estaban enseñando unos embalses[...] Igual que otras veces: obreros trabajando y vagonetas, una máquina muy grande, los ministros en un puente.


(pág. 117)                


Las cestas se bambolearon en el techo, cuando el coche de línea arrancó. Dobló la esquina y llegaron al mirador algunas voces agudas de adiós. Las mujeres de luto se quedaron quietas un momento hasta que ya no lo vieron. Luego se dispersaron lentamente.


(pág. 20)                


Del frío dice la autora, en otro lugar que, junto al miedo eran las «dos sensaciones más envolventes de aquellos años». El miedo, la otra sensación sagazmente vista por nuestra autora, es la que hace a los personajes fingir, no hablar alto o esconder, como en el caso de Pablo Klein, su pasado republicano. Natalia también tiene una compañera de Instituto apodada la Roja, sin duda por sus antecedentes familiares.




3. Tiempo de espera y de esperanza

Este tiempo fue, en efecto, una época de miedo pero también de esperanza. Sin la esperanza aquellos años hubieran resultado insufribles. Como dice la autora:

... se pregonaba la esperanza [...] De esperar se trataba, pintaba esperanza. Y aprendimos a esperar, sin pensar que la espera pudiera ser tan larga. Esperábamos dentro de las casas, al calor del brasero, en nuestros cuartos de atrás, entre juguetes baratos y libros de texto que nos mostraban las efigies altivas del Cardenal Cisneros y de Isabel la Católica, con el postre racionado, oyendo hablar del estraperlo [...], escuchando la radio, decorando nuestros sueños con el material que nos suministraban aquellas canciones, al arrullo de sus palabras de esperanza. A la hora de la merienda hacíamos un alto en el estudio de los ungulados, del mester de clerecía o de la conquista de América, para acercarnos a la radio y escuchar, mirando a la puesta de sol, los dulces boleros de la Bonet de San Pedro, de Machín o de Raúl Abril.


(págs. 153-154)                


El mismo final de Entre visillos encierra, como en su día también la novela de otra mujer, Carmen Laforet, un canto de esperanza: Julia se   —304→   va, Natalia prepara su marcha y Pablo Klein se despide dejando abierto un posible reencuentro.




4. Historia e historicidad

Para finalizar este trabajo, me gustaría añadir unas breves líneas sobre la historicidad de la novela de Martín Gaite. Entre visillos no es una novela histórica porque la autora, en el momento de escribirla, no mantenía un distanciamiento frente a los hechos históricos que aparecen en la novela. Otra cosa es que para nosotros, lectores actuales de la novela, los hechos que aparecen narrados posean una verosimilitud histórica. Digo más, me parece que el lema de la guerra civil o de la posguerra, para la generación de Martín Gaite, no es ni podrá ser un tema histórico. Hay demasiadas implicaciones biográficas para que la actitud de estos novelistas con la guerra civil española pueda ser la relación objetiva y normal del novelista con la historia. De la misma manera que la estela de la embarcación en el mar no desaparece hasta que el barco se ha alejado del todo, así ocurre que si no existe el suficiente distanciamiento con los hechos relatados, el tratamiento literario de la historia propenderá más a la autobiografía novelada o la memoria que a la novela histórica. Entiendo, con la autora salmantina, que la literatura, muy al contrario de la Historia, es un desafío a la lógica. En este sentido alguna reelaboración tiene que existir en la novela histórica para que pueda ser considerado texto literario y no texto histórico. Dejando pues al margen sus trabajos de investigación histórica -especialmente los «usos amorosos»-, Martín Gaite ha escrito una obra de difícil clasificación, me refiero naturalmente al libro El cuarto de atrás, que podríamos definir como autobiografía novelada. Pero ésta tampoco es una novela histórica, strictu sensu, habida cuenta que no hay, como antes he dicho, una reelaboración literaria de los acontecimientos históricos que allí aparecen.

Como dijimos al principio, Martín Gaite pertenece a la generación de novelistas del medio siglo. Desde un punto de vista histórico -en este caso de historia literaria-, la novela de Martín Gaite mantiene un diálogo permanente y enriquecedor con otras novelas de su época -Los bravos, El Jarama, El fulgor y la sangre, Nuevas amistades...- en todas ellas se refleja la influencia del neorrealismo italiano -Rossellini, De Sica, Zavatini- y, a través de éste, de los novelistas americanos de la «generación perdida» -Dos Passos, Hemingway, Steinbeck, Faulkner-, algunos de los cuales, como Hemingway,   —305→   participaron incluso en nuestra guerra civil. Creo sinceramente que las novelas de Martín Gaite han envejecido menos que otras de su época. Como dije al principio, algunos de los problemas que en ellas se planteaban siguen sin estar resueltos del todo y la prueba es el interés que sigue teniendo para nuestros alumnos y alumnas. Quizá el secreto radique, como ha dicho la autora salmantina en otro lugar, en el hecho de que, ella como narradora y nosotros, como lectores, hemos heredado las historias -con minúscula- para integrarlas en la Historia, con mayúscula. Aunque no lo parezca aquélla fue una historia de perdedores. La misma degradación moral de muchos personajes de las novelas de Martín Gaite así nos lo demuestra. Sólo hoy podemos comprender que la historia de una época se funde y confunde, en nuestra memoria, con miles de pequeñas historias. La historia de aquellas vidas forman parte de nuestro pasado y son, de alguna manera, nuestras vidas. Aquellos seres anónimos podríamos haber sido nosotros mismos. Sólo en la medida que seamos capaces de comprender esto y de hacerlo comprender a las generaciones futuras podremos haber superado nuestras propias derrotas y ajustes pendientes con el pasado.




Referencias bibliográficas

  • ALEMANY BAY, C. (1990). La novelística de Carmen Martín Gaite. Salamanca: Diputación.
  • BUTLER DE FOLEY, I. (1984). «Hacia un estudio de la narrativa de Carmen Martín Gaite». Ínsula 452-453, 18.
  • MARTÍN GAITE, C. (1972). Usos amorosos del dieciocho. Barcelona: Anagrama.
  • - (1981). Entre visillos. Barcelona: Destino.
  • - (1982). El cuarto de atrás. Barcelona: Destino.
  • - (1987). Usos amorosos de postguerra. Barcelona: Anagrama.
  • - (1994). Esperando el porvenir Madrid: Siruela.
  • GAZARIU GAUTIER, M. L. (1981). «Conversación con Carmen Martín Gaite en Nueva York». Ínsula 411, 10.
  • RAMOS ORTEGA, M. J. (1991). «En el texto de la novela: Estudio semiológico de Entre visillos, de Carmen Martín Gaite». En Estudios de literatura española contemporánea. Cádiz: Universidad.
  • TODOROV, T. (1973). Gramática del Decamerón. Madrid: Taller de Ediciones.