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ArribaAbajoLección XIX

Transición del derecho absoluto al derecho opositivo


SUMARIO.

1. El derecho concreto surge de la naturaleza del hombre.-2. Definición general de la palabra ley.-3. Ley Jurídica. Qué sea.-Su carácter-Su origen, extensión y límites.-4. Opiniones con respecto al origen de la ley.-5. Sus elementos componentes.-6. Definición dada por los legisladores.-7. Divisiones de la ley.-1.ª General y local.-2.ª Permisiva y represiva.-3.ª Innovadora e interpretativa.-8. Bases en que descansa el derecho positivo.-9. Imperfección de las leyes positivas.-10. Relaciones entre el derecho absoluto y el positivo.-11. De la ley positiva contraria al derecho absoluto.-12. Estabilidad del derecho positivo.-13. De su realización.-Cómo y por quién se hace la ley.-14. Promulgación.-15. Retroactividad.-Excepciones.

1. Hemos terminado con el estudio de los principios de conocimiento que sirven de base a la ciencia del derecho y con el de las condiciones de realización de esos mismos principios que se conocen con el nombre de derechos absolutos, la parte eminentemente racional y filosófica de la ciencia.

Si el hombre en todas las manifestaciones, en todos los momentos de su vida, cediese igualmente a la razón, si ésta fuera la única facultad que en él dominase, y en todos los hombres se mostrase con igual fuerza y poderío, y en todos los momentos dirigiese o dominase las acciones humanas; si el hombre, en vez de ser perfectible fuera perfecto, y en un momento dado alcanzase la plenitud de su ser, el derecho racional, natural o filosófico, tal como acabamos de estudiarlo, bastaría para su desenvolvimiento y consecución de su ulterior destino; pero como el hombre no es perfecto; como la razón no aparece ni en su manifestación individual ni en la colectiva, con el carácter rector y dominador que le corresponde; como la lucha entre el espíritu y la materia es constante; como ésta es el elemento de relación y de manifestación externa; como ella está representada por los instintos y las tendencias que siendo elementos ciegos, se sobreponen a veces a la razón e impulsan al hombre a obrar materialmente; como la libertad suele a veces conmoverse por sí y sin tener en cuenta lo que la razón prescribe, y el individuo, creyendo bastarse a sí mismo, verifica su evolución en sí y por sí en el terreno de la personalidad individual y parcial, sin ocuparse de la general y universal, y muy a menudo contrariándola y produciendo una conflagración, una lucha en la cual la razón individual, por lo mismo que es esencialmente igual, ni puede sobreponerse ni organizar y dirigir la evolución y el movimiento; en la vida de relación se hace preciso un algo superior a la razón individual, una razón colectiva, general, universal. Ésta dijimos en pasadas lecciones que era la misión noble y grande del Estado, a quien consideramos, filosóficamente hablando, como la razón general que, emanación de la razón suprema, se impone y dirige la vida de relación externa de los seres inteligentes.

Pero así como la razón suprema, revelándose a la individual, de que es origen, presta al hombre condiciones absolutas, eternas e inalienables de acción y desenvolvimiento, puesto que absoluto y eterno e inalienable es el del ente individuo, así también al revelarse a la general, representada por el Estado, le permite que use de condiciones externas y transitorias, puesto que el desenvolvimiento que por ellas ha de regularse ha de ser externo y transitorio, pues es relativo. Pero así como las condiciones absolutas no sólo deben estar en íntimo acuerdo con la naturaleza del hombre, sino que por la manera de ser de ésta se le han otorgado, de la misma manera las condiciones externas y relativas deben estar en íntima consonancia con las absolutas, esto es, con la humana naturaleza, y tener en aquéllas y en éstas su razón de ser.

Podríase objetar a las ideas sentadas, que siendo los derechos absolutos la manifestación primaria más espiritual y elevada del derecho, y siendo, como hemos dicho muchas veces, privilegio de las existencias superiores imponerse y dominar a las inferiores, debía bastar con ellos para regir todas las manifestaciones de la vida; pero es menester tener presente que el hombre se manifiesta siempre en una doble aparición, como ser material y como ser espiritual; en esta manifestación las nociones esenciales bastan para dirigirlo, en aquélla es necesario que revistan una forma; así pues, al enunciar la existencia de un derecho concreto y positivo, ni se prescinde del derecho absoluto esencialmente considerado, ni se hace más que formularlo de una manera externa y tangible; el derecho esencial, el derecho absoluto continúa siempre siendo la base y el sólido cimiento de la vida externa del hombre; pero al exteriorizarse en la vida externa de relación, toma forma visible y nace el derecho formal, concreto y positivo.

2. Al tomar forma el derecho y caracterizarse externa y concretamente, lo hace imponiéndose y formulándose en preceptos concretos, que deben ser obedecidos; ahora bien, esas reglas preceptivas, que dirigen, que mandan, se conocen generalmente con el nombre de leyes.

Las leyes se aplican al mundo en general, y son las reglas siempre claras, fijas, que regulan y dirigen la vida de los seres; en este sentido, bajo este punto de vista, todo cuanto existe está sometido a leyes; por ellas se rige el mundo puramente físico, a ellas obedece el mundo físico-sensible, ellas presiden al movimiento vario del ser humano, como a los armónicos y admirables movimientos de esa miríada de soles que pueblan el espacio.

Las leyes, en su acepción más lata, ha dicho un filósofo alemán, son la esfera de actividad en que el ser se agita para contribuir a su desarrollo; y esta definición, que a primera vista parece oscura y de sobra metafísica, analizada con algún cuidado, nos da cumplida idea de lo que es en realidad la ley; porque, como hemos dicho, no debiendo ninguna de las existencias conocidas su origen a la fatalidad, sino a una voluntad y existencia superiores, es claro que todas ellas tienen vida activa y viven para algo; y como en el cuadro magnífico de la creación todo ha de ser armonía, cada existencia tendrá una esfera de acción; esto es, un espacio y un límite a su acción propia, esa esfera de acción en que el ser se agita y desarrolla, según su naturaleza, impulsado por un poder superior, y para algo puede decirse que es la ley suprema de su existencia; salir de ella, extralimitarla, tanto valdría como oponerse a la voluntad suprema y creadora.

Cuantos seres existen, exceptuando el hombre, tienen trazada su esfera de acción con tal fuerza y energía, que no les es dado ni modificarla, ni traspasarla, ni mantenerse en ella inactivos; por eso las leyes, en general hablando, son fatales, y el ser las obedece y las cumple, sin darse cuenta de ello y sin que sea árbitro de agitarse o detenerse; mientras el hombre las conoce, las aprecia; y aparte de las pura y esencialmente físicas, que son las únicas que sigue fatal y necesariamente, todas las demás las sigue con voluntad, con libertad y con conciencia; esto es, que las esferas de acción de los seres le están impuestas de manera, que ni pueden prescindir de ellas, ni son árbitros de moverse en ellas de distinta manera que la que les está marcada.

La ley, tal como acabamos de definirla, puede aplicarse a todos los seres, porque no hay ninguno inactivo, y porque en su actividad, como limitados que son, tienen que hallarse envueltos en una esfera determinada.

Se han dado de la ley, en su acepción más extensa considerada, otras muchas definiciones. Mr. Charles Comte205 las llama relaciones y potencias. Lerminier206 dice que son el sustractum de todo cuanto existe, y el origen y relación de todas las relaciones posibles. Estas definiciones no pueden satisfacer a la ciencia; las leyes no son las relaciones que existen entre los seres, son las que regulan y aun crean esas relaciones; precisamente porque existen leyes esas relaciones son posibles sin aquéllas, éstas serían un choque perpetuo de las existencias.

Mr. de Montesquieu fue el primero que definió las leyes207, en su acepción más lata, como las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. Esta definición ha sido aceptada por muchos con aplauso, como altamente filosófica y profunda; por otros ha sido duramente combatida, y nosotros confesamos que no nos satisface, como no nos satisfacen tampoco las explicaciones que para demostrarla emplea el esclarecido autor de que nos ocupamos. Cierto que la fatalidad no ha podido producir los efectos que vemos en el mundo; cierto que preside a todas las existencias una razón primitiva, suprema, decimos nosotros; no menos cierto que entre esa razón suprema y lo creado existen relaciones; pero de aquí no se deduce que esas relaciones sean las leyes generales, mejor sería decir que esas mismas relaciones están sujetas a las leyes generales que a la razón suprema le plugo dictar. En efecto, refiriéndose a Dios, como la hace Montesquieu, las relaciones que entre Él y la creación existen, son relaciones de superioridad por una parte, de dependencia por la otra; y no puede comprenderse semejante relación, sin concebir al propio tiempo un elemento de unión, que sea el que marque la superioridad del uno, la dependencia del otro; este lazo no es la relación misma, puesto que pesa sobre ella, la regula y le marca su extensión y sus límites; debe existir fuera de la relación, ser superior a ella.

Además, nosotros hemos dicho repetidas veces, que aparte de las relaciones necesarias en la esencia y en la forma que todos los seres tienen con su Creador, existen las que sostiene el hombre, el ser, cuya vida no puede concebirse sino en relación constante con Dios, con sus semejantes y con todo lo creado; estas relaciones son todas necesarias, sin ellas el hombre no podría existir, pero siendo esencialmente necesarias, son formalmente variables; así es que puede sostenerlas en más o menos extensión, con más o menos espiritualidad, puede errar en su aplicación, puede, en fin, romperlas, si tal es su voluntad, porque ésta y la libertad le permiten hacerlo; y como, por otra parte, no sólo sostiene relaciones espirituales, sino también puramente de la materia, necesita de algo que dirija esa voluntad, que la esclarezca, para que la relación entablada sea lo que debe de ser, justa y productora del bien. Ese algo que racionalmente se impone a la libertad y a la voluntad humanas, ese algo que se impone también a las existencias físicas, y que marca la extensión, los límites y el objeto de toda relación, es la ley.

La ley, pues, no debe considerarse como una relación, sino como el elemento que entre otras cosas dirige y regula las relaciones. Y tanto es esto así, y tan necesario se hace comprender en la ley algo más que una relación, que el mismo Montesquieu, en otro lugar de su obra208, dice que la ley, en general, es la razón humana, en cuanto gobierna a todos los pueblos de la tierra. Errónea también es esta definición, porque realmente no es la razón humana la que gobierna los pueblos, sino la Razón Divina, que se revela en la moral y en el derecho natural. La razón humana por sí sola, como ya hemos dicho, es impotente para gobernar al mundo, sin las leyes supremas que conoce, pero cuyo origen es mucho más elevado.

A pesar de no estar conformes tampoco con esta segunda definición, la hemos transcrito como prueba de que Montesquieu, apenas formulada la primera con todo su aparato filosófico, sintió la necesidad de fundar la ley y su noción en una cosa más alta y más espiritual que una simple relación, y buscó la razón como el origen de la ley positiva, y por lo tanto, como el elemento regulador de las relaciones humanas; no se concibe por qué, al ocuparse de la ley en su acepción más lata, no hizo entrar en su definición a la razón suprema, evitando así que la ley positiva aparezca superior a la ley abstracta, puesto que aquélla es producto de la razón, mientras ésta sólo lo es de la relación entre los seres, que puede ser hasta material.

Para Rousseau y los partidarios de su escuela, la ley no es otra cosa que la expresión de la voluntad general. ¿Como si la voluntad por sí sola pudiese regir a los seres inteligentes? ¿Como si la voluntad sin la inteligencia pudiese producir el bien y la justicia? Por otra parte, ¿qué es la voluntad general? Difícil es definirla, y no gastaremos el tiempo en intentarlo.

Creemos nosotros que ley, en su acepción más lata, no es otra cosa que la condición necesaria de existencia impuesta al ser por la Razón Suprema para la realización de un fin. En efecto, hemos dicho repetidas veces, y aun tendremos que insistir algunas más, por ser una verdad fundamental, que todo cuanto existe existe para algo, o lo que es lo mismo, que todo cuanto existe tiene su razón de ser en la Inteligencia Suprema, y que, por lo tanto, sigue la marcha que se dignó trazarle; dedúcese de aquí que la vida, en general hablamos, lejos de ceder a impulsos de la ciega fatalidad, se conmueve por los de una voluntad superior, y obedece a una inteligencia y razón infinitas en sabiduría y en bondad. Por lo cual, toda acción, toda vida, todo organismo, sea cual fueron su naturaleza, su esencia y su forma, realiza algo en la creación y encuentra condiciones de antemano prescritas por esa voluntad y razón supremas, que son las que regulan las existencias varias y sus varias formas de ser; pues bien, esas condiciones, que son eternas, generales, esas son verdaderamente las leyes en su más alta significación.

Claro es, por lo tanto, que todo cuanto existe está sujeto a leyes especiales y conformes con su naturaleza especial también; esto es, todo cuanto existe obedece a las condiciones de existencia y desarrollo que al Eterno le plugo señalar, sin más diferencia entre las que rigen a los seres puramente físicos, a los físico-sensibles y a los inteligentes, que la de que los primeros las cumplen fatal y ciegamente, sin conocerlas ni comprenderlas; los segundos, aunque no las comprenden, las siguen voluntariamente; y los últimos, los seres inteligentes, las realizan y obran según ellas, pero libremente y con conocimiento de esas mismas leyes, y no podía ser de otro modo; los seres físicos, que carecen de sensibilidad y de inteligencia, tienen que llenar, sin embargo, sus condiciones de ser, y ceden obedeciéndolas forzosa y fatalmente a la voluntad suprema, que los creó y los mantiene; los seres que sólo son sensibles, obedecen y ceden también fatalmente a esas condiciones, pero con voluntad; esto es, como elementos activos; los seres inteligentes conocen las leyes a que deben obedecer, y son libres, además, de seguirlas o no; por eso son los únicos responsables en el terreno de la moral y en el de la justicia de los actos cometidos y de los males que el quebrantamiento de esas mismas leyes pueda producir en el orden general de las creaciones.

No se crea que al decir que el hombre es libre para obrar conforme a las leyes que le están prescritas o separarse de ellas, le erigimos en juez y árbitro de sus acciones, no; al lado de esa libertad característica del hombre, está el deber; esto es, el lazo santo que le liga a la ley, que le obliga a obrar según ella.

Las leyes serán, pues, la condición que limita, que determina, que regula la acción de los seres, y por eso nos parece que está bien definida, diciendo que es la esfera de su agitación y desarrollo, o si se quiere, la manifestación de un poder inteligente e infinito, que regula la vida de los seres. En efecto, para que la vida íntima o de relación de los seres no se realice a la casualidad e inarmónicamente, se hace necesario que esa realización se verifique con ciertas condiciones preconstituidas de orden y de unidad; pero esas condiciones que pesan sobre el ser le han de ser superiores, y por lo tanto, emanación de un poder superior; mas como las leyes abracen todas las manifestaciones de los seres, que son infinitas, como tengan que encerrarlas en una órbita de orden y de armonía, la expresión de ese poder ha de ser infinita e inteligente.

3. Hasta aquí nos hemos ocupado de la ley en su noción más lata, más espiritual, aplicable a todos los seres, a todas las existencias, abrazando todas las manifestaciones, así las puramente sensibles y físicas, como las morales y cognoscentes, porque todas ellas son esferas de desarrollo de los seres; hasta aquí la ley es la obra sublime del Creador; pero hemos dicho que el hombre se exterioriza, crea la vida de relación, se eleva por ella del particular e individual al general y universal, que en esta manifestación terrena en la forma, por más que sea espiritual en el fondo, domina, como en todas, la razón suprema; pero no revelándose por medio de la razón individual solamente, sino por la general, que se sobrepone a ésta y la dirige, y que así como en la faz espiritual e individual del ser la regla de acción es el derecho absoluto y ley suprema, en la concreta general es el derecho concreto positivo, y la ley concreta también emanación formal de la voluntad humana, que se denomina ley jurídica o ley positiva.

Será, pues, la LEY JURÍDICA la expresión del derecho absoluto, socialmente formulado por una autoridad competente, para dar al hombre y a la sociedad condiciones de desarrollo. Si, pues, la ley jurídica no es otra cosa más que la forma de que el derecho absoluto se reviste en la vida práctica, externa y de relación, claro es que sus caracteres han de ser conformes con el derecho de donde emana; y como éste es espiritual, y racional por lo tanto, la ley jurídica, ni podrá contrariar a la noción espiritual del derecho, ni dejar de ser racional y en íntimo acuerdo con la naturaleza del hombre, que manifestándose por razón de su doble esencia, ya material, ya espiritualmente, ya en el espíritu que se realiza por medio de la materia, abusando, por lo mismo, de sus facultades, y muy especialmente de la libertad, y verificando sus desarrollos en sí y por sí y sin consideración a los demás seres que le rodean, produce un choque, un mal externo, que para ser corregido necesita de elementos externos de dirección; esto es, de la ley jurídica. Concretando más la idea y definiendo de una manera concreta y práctica la ley positiva, se ha dicho que es la expresión solemne y justa del derecho, hecha por el legislador, conforme con el estado social del país y obligatoria para todos.

Podemos, pues, afirmar que el origen de la ley jurídica está en el derecho absoluto, primario, espiritual, del que es sólo forma terrena, del que no puede separarse ni menos contrariarlo, por lo que sólo podrá, como forma, extenderse a la vida externa y de relación del ser a los actos que se exteriorizan y que su límite estará en la razón y en el derecho absoluto.

4. Al señalar el origen, la extensión y los límites de la ley positiva, el eterno antagonismo entre la materia y el espíritu, y las escuelas que las representan, se presenta de nuevo, y mientras que las escuelas espiritualistas, han señalado, como nosotros, el origen, extensión y límites de la ley positiva en el derecho absoluto y en la razón; los materialistas los buscan en la necesidad y voluntad del legislador, como si la necesidad pudiese crear nociones espirituales o la voluntad pudiese jamás imponerse al hombre que, aunque voluntario, es racional. Estas diversas opiniones han influido, como no podía menos, en la marcha progresiva del derecho, pues mientras que siguiendo la de los espiritualistas, la ley positiva marchará paso a paso con la razón, será siempre progresiva y ensanchará racionalmente sus límites de acción, sin detenerse nunca, sin retrogradar jamás, siendo la ley invariable en su esencia, aunque no lo sea en su forma; siguiendo la escuela materialista, la ley positiva será tan variable en el fondo y en la forma, como es variable la voluntad del hombre.

5. La ley reconoce como elementos componentes dos, uno puramente dispositivo, otro sansitivo; el primero, como su nombre indica, define las acciones, manda o prohíbe que se ejecuten, pero no va más allá, da la regla, enseña la dirección que debe seguirse, y abandona al segundo elemento o sea al sansitivo, el compeler al hombre a que cumpla o se abstenga de cumplir la acción definida y regulada. A veces la sanción no es expresa y terminante, pero siempre existe implícitamente, siempre es real, pues de lo contrario la ley sería un consejo, no sería una imposición racional; y esto que sucede con la ley positiva, puede decirse que acontece con todas las que están impuestas al hombre, y que bajo este punto de vista se diferencian sólo en la especie de sanción que las acompaña; pues mientras las leyes morales la tienen en el espíritu y en la conciencia, las físicas la tienen en la materia misma, que desarmonizando su existencia al dejar de cumplirlas, sufre el choque y el dolor consiguiente al mal producido.

6. Hemos visto cómo los sabios, los filósofos han definido y explicado la ley en general y la ley jurídica en especial; veamos ahora cómo lo han hecho los legisladores: durísimo lazo en la edad antigua, sólo se la comprendía como un mandato, como una orden inflexible de la voluntad dirigida por la fuerza, sin que en su noción entrase para nada la razón, ni se tuviese presente que debía contribuir a la realización de un fin del espíritu, y por más que, como hemos visto en anteriores lecciones, las inteligencias elevadas la comprendiesen de otra manera, y que algo de espiritual se les revelase, ello es lo cierto que hasta la sabia Roma las consideró siempre sólo como elemento de fuerza y de cohesión material. La civilización moderna, la civilización cristiana, como espiritual, debía considerarla, y la consideró en efecto de muy distinto modo, y como siempre que nos sea lícito hemos de reivindicar para España la honra que merece, acudiendo a las preclaras fuentes de nuestra antigua y sapientísima legislación, diremos con cuánta belleza, con cuánta concisión define la ley el Fuero-Juzgo, el libro de nuestra indígena civilización, y con cuánta profundidad la comprendieron y explicaron los compiladores de ese Código209.

¿No conmueve profundamente el ánimo la bellísima definición que dice210: La ley es por demostrar las cosas de Dios, é que demuestra bien vevir, y es fuente de disciplina, é que muestra el derecho, é que faze, é que ordena las buenas costumbres, é govierna la cibdad, é ama justicia, y es maestra de virtudes, é vida de todo el pueblo? Fíjese la atención en ella, reflexiónese sobre cada una de las ideas que encierra, y no sólo hallaremos perfectamente comprendida la noción de ley, sino que hasta apuntados sus caracteres distintivos.

Pero es más aún; medítese cuanto dice acerca del facedor de la ley, de lo que ésta debe ser, de la forma externa que debe revestir, y dígasenos qué más enseñan las modernas teorías sobre el tan olvidado cuanto apreciable Código, que es objeto de nuestro análisis: Primeramientre, dice211, el facedor de la ley deve catar, si aquello que diz puede seer, é despues devese catar que non lo FAGA SOLAMIENTRE POR SU PROVECHO, mas COMUNALMIENTRE, por el provecho DEL PUEBLO, que por esto semeie, que el non faz la ley por sí más comunalmientre por todos. Y en otra ley del mismo libro212: La ley deve seer manifiesta, é non deve ninguno seer engannado por ella... E deve seer convenible al logar y al tiempo, é deve tener DERECHO y EGUALDAD, é deve seer HONESTA é DIGNA, é PROVECHOSA é NECESARIA. ¡Qué profundo conocimiento de la ciencia, del corazón, de la naturaleza humana! ¡Cuánta justicia en las apreciaciones! ¡Cuánta exactitud para señalar las condiciones del legislador y de la ley! Que non lo faga solamientre por su propio provecho... Esto es, que prescinda de los movimientos egoístas de la materia, que se eleve espiritualmente a más altas regiones, que faga la ley comunalmientre por provecho del pueblo. Y como si esto no bastase, como si aún fuera necesario encadenar más y más las pasiones, como si aquella ruda civilización necesitase más profunda enseñanza y mayor conocimiento de sus deberes, el legislador, en la ley ya citada vuelve de nuevo a caracterizar la ley, y por cierto de la manera más clara, más concisa, más profunda, más científica. ¡Y aun se ha tachado de bárbaro el Código visigodo, y aun se le ha escarnecido cuando esas solas leyes bastan para honrar un pueblo, para enaltecer una época, para dar gloria a una civilización!

Si la irrupción sarracena en nuestra patria, que sin duda alguna trajo nuevos elementos de vida, detuvo, sin embargo, la majestuosa marcha emprendida por España hacia la nueva vida, que tan brillantemente vemos inaugurar al Libro de las Leyes; si el progreso científico que ese libro revela se pierde en la inmensidad de los fueros particulares, no tan bárbaros ni despreciables como muchos han querido pintarlos, si se vive en medio de una variedad extraordinaria, sin que aparezca ni aun remotamente la armonía, muy pronto la magnífica concepción del REY SABIO viene de nuevo a traernos a la brecha y a demostrar una vez más cuánto nuestra civilización valía, y cuánto, en medio del fragor de no interrumpidos combates, se cultivaban entre la gente castellana las ciencias y las letras. Con respeto no escaso abrimos siempre el Código Alfonsino, arsenal inmenso de la ciencia, de la filosofía y de los saberes de su siglo, y siempre hallamos en él copioso manantial de estudio y de enseñanza, y su profunda erudición y la alta ciencia que encierran sus preceptos, nos hacen olvidar sus defectos y su a veces pesada redacción. En él la definición de la ley es filosófica y profunda213. Ley, dice, es leyenda en que yace enseñamiento, é castigo que liga é apremia la vida del hombre que non faga MAL é muestra y enseña el BIEN que debe facer y obrar. Esta definición abraza todo cuanto podría exigirse hoy; según ella, la ley no sólo liga, esto es, no sólo obliga al hombre, sino que hace más, le enseña, esto es, le dirige ilustrándole; tiene, por lo tanto, que ser espiritual en su esencia; pero esa enseñanza, esa dirección, tienen un objeto, y ese objeto es precisamente la realización del fin superior del hombre «que non faga mal», y por lo tanto, que cumpla con el bien que esa misma ley le muestra y enseña. No han dicho más, no han podido decir más los filósofos y tratadistas de derecho más esclarecidos, no se ha dado en la legislación moderna definición más clara ni más profunda; las que hoy corren y se aceptan podrán ser más gráficas, pero de seguro mucho menos científicas y verdaderas.

7. Divídense generalmente las leyes positivas: 1.º, en generales y locales; 2.º, en permisitivas y prohibitivas; 3.º, en innovadoras e interpretativas. Esta división, tomada de los caracteres generales de toda ley214, no excluye las que se hacen agrupando leyes de un mismo género que dan origen a las distintas ramas del derecho positivo, tales como el penal, administrativo y otros de que nos ocuparemos.

1.º Leyes generales y locales. Considerada la ley jurídica como regla y norma de conducta para todos los coasociados que están sometidos al poder de un Estado, y debiendo, con relación a éste, ser aquéllos perfectamente iguales bajo el punto de vista del derecho, la ley, que es su regla externa de aplicación, debe ser igual para todos, o lo que es lo mismo, uno de sus caracteres distintivos ha de ser la generalidad; por lo tanto, la ley general será la verdadera ley: cierto es que aun en el seno de una misma sociedad podrá haber localidades a las que, por causas y circunstancias determinadas se hayan dado leyes particulares; pero esto, sin duda alguna, acusará una imperfección social, o cuando menos legislativa, sin que sirva de defensa lo dicho por Mr. Bellime, que confundiendo la ley con la costumbre, mira como leyes locales las costumbres inveteradas de una localidad, diferentes o contrarias a la ley general; no, la costumbre no es ley ni puede confundirse con la ley; la costumbre, como veremos más adelante, podrá elevarse a ley mediante ciertas condiciones; pero mientras exista una ley contraria a la costumbre y no derogada, aquélla y no ésta será la verdadera manifestación del derecho positivo. De sancionar esta doctrina resultaría una inseguridad tal y tan profunda en el conocimiento y en la aplicación de la ley, que no se sabría cuándo se estaba dentro o fuera de la verdadera ley positiva.

Mucho más absurdas aún que las leyes locales son las llamadas leyes personales, ya se apliquen a una persona o a una clase determinada, privilegios completamente destructores de la igualdad social que, sobreponiendo a ciertas clases o personas a la generalidad de los asociados, sólo engendran males que están hoy condenados por la ciencia y por la práctica.

2.º Leyes permisivas y prohibitivas. Agregan a esta división un tercer miembro, que son las leyes imperativas; pero no creemos que éstas puedan formar parte de la división, porque, como hemos dicho antes, la ley que no impera, que no manda, podrá ser un consejo, pero no una ley: toda ley, para serlo, debe obligar; si obliga, es imperativa; si no obliga, no es ley: en cuanto a los otros términos de la división, no faltan quienes nieguen la existencia de la ley permisiva, fundándose en que la libertad humana por sí sola basta para que el hombre obre, y que no es, por lo tanto, necesario que venga una ley a permitirle lo que la libertad le da; que, por consecuencia, sólo pueden comprenderse leyes prohibitivas, esto es, leyes que limiten la acción exuberante de esa misma libertad, elemento capital de acción, no es posible asentir a esta opinión, que haría del derecho y de la ley jurídica una noción puramente negativa; el derecho como reunión de condiciones para que el hombre se desenvuelva voluntaria y libremente, la ley jurídica como regla de acción, tienen que abrazar las diversas esferas de desarrollo del hombre, y como en éstas unas veces el hombre debe obrar y otras abstenerse, la ley y el derecho han de prestarle medios para obrar, o lo que es lo mismo, para realizar ciertos actos al par que prohíba otros; la ley permisiva existe, y es aplicable, sobre todo, a aquellos casos dudosos en que el hombre no sabe si será más conforme a derecho obrar que abstenerse, o viceversa.

En cuanto a las leyes prohibitivas es casi fuera de duda que no deberían tener objeto siempre que una disposición de derecho natural sanciona o prohíbe un acto; pero como muchas veces la razón no está bastante desarrollada para alcanzar la prohibición y su causa; como, además, por los concomitantes que acompañen a la acción puede no presentarse, está clara y perfectamente definida; como, además, existen multitud de acciones que el derecho natural no trata individualmente y de una manera especial, y que, por más que de él se desprendan, es necesario un acto de la razón y de la inteligencia para comprender su generación, acto para el cual no todos los hombres están preparados, por lo que el carácter de la acción aparece dudoso, no está de más en la mayoría de los casos que la ley positiva las defina, tanto más cuanto que, debiendo acompañarlas muchas veces una sanción penal, ésta tendrá siempre que ser el objeto de la ley.

3.º Leyes innovadoras e interpretativas. Entiéndese por ley innovadora la que introduce en el derecho positivo una nueva condición o varía fundamentalmente las ya conocidas, y claro es que debe venir acompañada con todos los caracteres de una verdadera ley.

Las leyes interpretativas recaen sobre otras anteriores que no se comprenden ni aplican bien en la práctica; no puede negarse que sean verdaderas leyes siempre que, emanando del legislador, ostenten todos los caracteres requeridos para que una disposición sea ley, y su especialidad consiste en que es de cierta manera retroactiva en cuanto a que los actos verificados en el intervalo de tiempo que media entre la ley interpretada y la interpretadora, con relación a aquélla se juzgarán por ésta, puesto que el legislador no ha hecho derecho nuevo, sino sólo interpretado, esto es, explicado el que existía. Hemos dicho que la ley interpretadora es de cierta manera retroactiva; para no confundir su efecto con el que produce la verdadera retroactividad, y de que nos ocuparemos, la retroacción arranca derechos adquiridos bajo el amparo de una ley por virtud de otra ley nueva; pero la que nosotros hemos indicado no arranca los derechos adquiridos, sino que, explicados éstos por la nueva ley, los fija con más intuición y seguridad por sus novísimas disposiciones.

8. Hemos dicho en otras lecciones que el hombre, como ser espiritual en sus manifestaciones externas, halla como condiciones de actividad y de desenvolvimiento las que se comprenden bajo la denominación de derecho natural, y demostramos que éste era una noción espiritual, que así como en la evolución moral el hombre aspiraba a realizar el bien absoluto sólo por ser el bien y consistir en él su destino, en la evolución del derecho tiende a realizar el bien de la vida de relación, porque motivos determinados le impelen a ello, pero que el derecho no analiza ni aquilata esos motivos, por lo que lo que en la evolución moral se llama simplemente el bien, en la evolución de derecho se llama lo justo; como al verificarse la transición del derecho natural al positivo, es decir, al comenzar el hombre a obrar regido por éste entra en una esfera más tangible, más material, el derecho positivo ha de ser más material y tangible que el natural; pero como al mismo tiempo hemos indicado que las existencias superiores no sólo pueden originar las inferiores, sino que las dirigen y dominan siempre, el origen, la base y sólido cimiento del derecho positivo no pueden hallarse en otra parte que en las nociones espirituales de justicia y de derecho natural, y véase por qué el derecho positivo jamás puede estar en oposición con el derecho racional.

Pero el derecho racional, por lo mismo que ostenta un carácter espiritual y superior; por lo mismo que se revela a la razón, y sólo a ésta toca impelernos a su cumplimiento por la generalidad que ostenta y por que sólo se fija en los principios, es insuficiente para regir todas las acciones externas del hombre, que se diversifican hasta el infinito, como se diversifican del mismo modo las manifestaciones de la razón en los diversos individuos que componen un cuerpo social. El derecho positivo, pues, partiendo del derecho racional y hallando en él su base y su cimiento, como halla también su origen, si ha de cumplir su misión se apoderará de los principios que el derecho racional ha reconocido y sancionado, los fijará según el mayor grado de desenvolvimiento racional del hombre, los aclarará, y poniéndolos al nivel de todas las inteligencias, podrá dar reglas para ordenar y dirigir las acciones según un criterio eminentemente espiritual, de justicia y de razón, pero en armonía con la imperfección relativa del hombre.

9. Esta es sin duda alguna la misión de la ley concreta y positiva; pero así como la imperfección del hombre hace necesaria su existencia para mejor conocer y aplicar los altos preceptos del derecho racional o filosófico, de la misma manera la imperfección hace que muchas veces las leyes positivas estén muy lejos de cumplir su elevada misión terrena; en efecto, dificultades muy poderosas se oponen a ello; en primer lugar, el instrumento de que el legislador tiene que valerse para explicar su pensamiento y la mente de la disposición de derecho natural que va a traducir en una ley positiva, es sumamente imperfecto e inexacto; el lenguaje, único signo para expresar el pensamiento, ni ha llegado ni llegará a un grado de perfección tal, que no dé lugar a dudas, que no haga muchas veces casi incomprensible el pensamiento que quiere explicar, y estas dudas y esa oscuridad, podrán ser muy a menudo causa de que la ley positiva sea ineficaz, o tal vez contraria a su objeto.

Por otra parte, por mucho que el legislador quiera circunscribir la parte dispositiva de una ley, es imposible que pueda dentro de ella abarcar el sinnúmero de circunstancias que podrán, si no variar esencialmente el carácter de los actos a que la ley se aplica, al menos modificarlos en términos tales que la aplicación de la ley sea imposible, o por lo menos, nulos sus resultados.

Finalmente, en ocasiones, el derecho positivo prohíbe actos que son indiferentes para el derecho racional, lo cual parece suponer que no marchan de acuerdo; pero realmente en esto no hay el peligro que existe en contrariar lo que la razón enseña; por lo tanto, mientras el derecho positivo no se manifieste en abierta hostilidad con el racional, no puede decirse que falta a su misión.

10. Lo dicho nos permitirá comprender fácilmente que entre ambas manifestaciones del derecho, la absoluta y la relativa, el derecho racional y el concreto, existen relaciones estrechísimas, aunque de dependencia respecto a éste, y de superioridad respecto a aquél, relaciones tales que no pueden romperse; y siendo la expresión de la verdad y de la justicia el derecho racional, claro es que el concreto debe partir de él y seguirlo paso a paso, prestando elementos para que aquellas concepciones espirituales que forman el derecho absoluto, se cumplan en la vida de relación.

11. Por eso desde el momento en que teniendo presente la naturaleza del hombre y la manera de ser del derecho natural, convirtamos nuestra atención al estudio de la ley formal o positiva, y tratemos de analizar su extensión y sus límites, veremos surgir dos graves importantísimas cuestiones, que debemos previamente resolver, porque más de una vez han de atravesarse en nuestro camino; consiste la primera en saber hasta qué punto el Estado, el Poder, pueden realizar el derecho por medio de la ley positiva; el segundo en señalar el límite de la obligación en que está el hombre de seguir las inspiraciones de esa misma ley positiva, en su vida externa y de relación.

Ardua, y no fácil empresa por cierto, es la de resolver ambos problemas graves y espinosos, aunque de importancia suma: creemos, empero, que las nociones hasta ahora analizadas y los estudios que hemos hecho; nos dan medios para acercarnos a su resolución, ya que no para resolverlos satisfactoriamente; que si es grande su importancia moral y de derecho, no es menos su gravedad ni menores las dificultades con que hay que luchar para estudiarlos con provecho. Pero esto mismo nos mueve a no dejarlos sin tocar, siquiera para que, llamando la atención sobre ellos, puedan otros alcanzar la verdad.

Aunque el hombre se presente a nuestra consideración como ser individual y llamado a cumplir un fin individual también, no por eso es menos cierto que se ostenta además como un ser sociable y que vive vida de relación con todos los demás seres que existen, y que ni basta con que cumpla su destino individual, ni puede, por lo tanto, prescindir de realizar su destino general, que nace de su misma vida de relación.

Hemos indicado igualmente que el derecho abarca ambas fases de la vida y ambos destinos; pero, sobre todo, el general, que de la vida de relación emana; que en ese destino individual que se realiza a impulso de las facultades del espíritu y de las fuerzas de la materia, reunidas y trabajando de mancomún para un objeto determinado, nada podrían, nada valdrían por sí solos estos elementos de acción, si no existiese una ley moral, emanación purísima del espíritu de Dios, de la razón divina, dice la filosofía, que revelada directamente al hombre por medio de su razón terrena y limitada, le dirige y hace llegar al fin de su carrera. En este estado, y mientras el hombre no sale, digámoslo así, de sí mismo, y obra, por lo tanto, dentro de su individualidad, no reconoce por juez de sus acciones sino a su conciencia iluminada por la razón y por la ley moral; pero en el momento en que el hombre se extralimita, sale de sí mismo y liga su vida con la vida de sus semejantes, todas y cada una de sus acciones externas producen un doble efecto, primero para el agente, segundo para los demás seres que le rodean. Verdad es que, ahora como antes, la ley moral existe; verdad que, ahora como antes, la conciencia grita y define nuestras acciones; pero, verdad innegable también que, desde ese momento, surge una lucha entre seres iguales, y que esta lucha puede traer un desorden, una desarmonía, y con ella una perturbación que impida el que ambos seres realicen sus respectivos destinos.

¿Cómo evitar esto? ¿Cómo conseguir que el hombre halle en los diversos estados de su vida de relación, de su vida externa, reglas para dirigir sus acciones tan múltiples como diversas? ¿Bastará por ventura con la ley moral no menos severa que concisa? No, ciertamente; siendo el hombre imperfecto y limitado, y por lo tanto, desigual en sus desarrollos, si en la vida individual le bastaba, porque en ella la razón, iluminada por la ley divina del deber, por la ley moral, era el elemento superior de su existencia, y por lo tanto, el poder regulador y director de sus acciones, puesto que no había más que un criterio, la decisión era interna y sólo atañía al individuo; en la vida de relación, en que ante una facultad, una fuerza, una tendencia o un motivo, surge una facultad, una fuerza, una tendencia o un motivo de acción contrario, en lucha y oposición con aquéllos; en que a la razón más o menos esclarecida, más o menos moralizada de un individuo, se opone la razón de otro individuo, ostentando siempre, aunque sólo sea en la forma, un derecho igual, como cada uno quiere interpretar esa misma ley moral con su especial criterio y en su propio provecho; la razón individual no basta por sí sola, es impotente para dirigir la vida de relación de los hombres, y se hace preciso un elemento de más levantado carácter, un elemento más general, más universal para conseguirlo.

Sólo a la Razón Divina está concedido el poder supremo de dirigir con seguridad al hombre por el doble camino que le debe guiar al cumplimiento de su destino individual y de su destino general y colectivo; pero como tiene que mostrarse de una manera externa y ostensible, aunque siempre con el carácter de superioridad y de generalidad, el Poder, el Estado, que en este sentido puede decirse que viene de Dios, se presenta, según hemos visto, como el elemento llamado a dirigir al hombre en su vida de relación sobre la tierra. Para llevar a cabo esta misión, tócale, digámoslo así, apoderarse de la ley moral e interpretarla y aplicarla racional y libremente, como árbitro y juez superior de los individuos. El Poder, para llenar esta misión, tiene necesariamente que dictar reglas, y la conformidad del hombre con estas reglas es lo que hace realizar la justicia legal o positiva. Claro es, no se requiere sobrada inteligencia para comprenderlo, que la ley positiva, teniendo que ser una emanación directa de la ley moral, no podrá jamás serle contraria, ni presentarse siquiera en oposición con ella; que jamás al hombre le es dado contrariar la obra de Dios, ni oponerse a sus decretos soberanos; y véase aquí trazado el límite de la acción del poder para crear la ley positiva, nunca ésta puede oponerse, nunca destruir los eternos santos principios en la ley moral comprendidos; podrá ampliarlos, podrá diversificarlos, podrá definirlos, explicarlos, dulcificarlos, templarlos; contradecirlos o destruirlos jamás.

Creemos que estas verdades son tan obvias, tan claras, tan perceptibles, que dispensan de la prueba, están tan profundamente grabadas en la razón y en la conciencia del hombre, que su indicación sola puede decirse que es la mejor demostración de su existencia, así como por su sola enunciación se deslindan perfectamente los deberes del Poder y del Estado, la extensión, el objeto y los límites de su actividad.

Las consideraciones que en los párrafos anteriores hemos sentado, nos enseñan por qué en la antigüedad no pudo llegarse a una noción exacta de la justicia social o positiva; porque sólo al Cristianismo, que definió e hizo conocer en toda su extensión la ley moral más pura y el destino que el hombre debía cumplir, tanto como ser individuo, cuanto como ser sociable, le estaba reservado resolver, por una parte el problema de la justicia positiva y el de las atribuciones y extensión de los poderes, y por otra señalar la misión que las leyes concretas están llamadas a realizar en el mundo exterior.

Resumiendo, pues, el Poder, el Estado, al crear la ley positiva, debe necesariamente tender a que su cumplimiento contribuya a la realización individual y colectiva del destino que el hombre está llamado a cumplir en su vida externa; y como este doble destino, aunque se realiza exteriormente y por medio de la materia es espiritual y moral, por consecuencia, las leyes positivas no podrán perder jamás estos dos caracteres esenciales; ¿pero podrá el poder crear reglas de conducta (leyes), que sean completamente indiferentes, esto es, que no contrariando a la ley moral, que no oponiéndose al deber, no se apoyen, sin embargo, directamente en la una ni en el otro? ¿Quién lo duda, quién se atreverá a negar que todo acto que tienda a facilitar el cumplimiento de los destinos humanos, aunque no sea esencialmente moral, puede ser erigido por el poder en norma de conducta, y hasta ser acompañado con una sanción, con una pena? No será de justicia, de derecho abstracto, no será de rigurosa moral, será indiferente; ni moral ni justamente reprensible, el que deje de cumplirlo o lo contraríe, pero será de justicia positiva, y en tanto en cuanto preste un elemento o una facilidad para el cumplimiento de los destinos humanos, la moral y la justicia aconsejarán que arreglemos a él nuestras acciones.

Más grave, más difícil, y no menos importante por cierto, es para el hombre de ley la resolución del segundo problema, el más complejo, tal vez, de toda la legislación, de todo el derecho natural; trátase en él de saber hasta qué punto el hombre puede dispensarse del cumplimiento de la ley positiva sin por ello faltar a la moral ni a la justicia; y decimos que este problema es de resolución dificilísima, porque precisamente en el mismo momento de plantearlo prácticamente se colocan frente a frente y en tremenda lucha la razón individual y la razón colectiva o social; mejor dicho, sin tener juez ni guía que en esta contradicción pueda decidir ni darles luz para obrar con seguridad y con acierto.

Que toda ley que se oponga a la ley moral es injusta y contraria al pensamiento divino, que dirige el mundo de la inteligencia, cosa es fuera de toda discusión, como está también fuera de toda duda el que jamás el hombre puede ni debe voluntaria y libremente oponerse ni contrariar la ley suprema, la ley de Dios; pero a pesar de que estos principios son inconcusos, al querer aplicarlos para resolver el problema, surgen gravísimas dificultades, que no nos podemos creer dispensados de enunciar, siquiera sea ligeramente. 1.º En la lucha de la razón individual con la razón colectiva, representada por el Estado, ¿deberemos otorgar la preferencia a la primera o a la segunda? 2.º Qué criterio es necesario para juzgar de las acciones, y hasta qué punto en situaciones dadas el individual deba sobreponerse al colectivo. 3.º Hasta dónde, reconocida y aceptada la injusticia de una ley positiva, debe y puede llevar el individuo su resistencia.

1.º En la lucha de la razón individual con la colectiva, cuál deberá triunfar.

Sin aspirar nosotros a resolver el problema presentado, no podemos menos de hacer algunas observaciones, que los estudios comprendidos en este trabajo harán más fáciles de conocer, y nos decidimos a abordar la cuestión, porque aunque en la moderna civilización es muy difícil que la ley moral se viole con insistencia ni de una manera profunda, cual en la edad antigua harto frecuentemente sucedía, basta la posibilidad de un solo caso, para que el juzgador y el hombre de ley deban prevenirse.

Es indudable que hoy, especialmente, las reglas cardinales de la justicia, del derecho y de la moral cristiana están tan perfectamente conocidas, que nadie puede errar en su aplicación, ni desconocerlas ni violarlas, sin la reconocida intención de hacerlo así libre y voluntariamente; por lo tanto, siempre que una ley positiva, cualquiera que sea su carácter, cualquiera que sea su origen, se oponga a las prescripciones de esos principios cardinales de moral y de justicia, la resistencia a cumplirla será legítima, mejor dicho, tendremos que considerarla como un altísimo deber de moral y de conciencia.

Por fortuna, en estos casos la conciencia general de la humanidad eleva una protesta tan fuerte, tan enérgica, tan tremenda, que la razón individual, apoyándose en ella, se sobrepone con cierta seguridad a la colectiva representada por el poder; y entonces, no sólo puede el hombre oponerse al cumplimiento de la ley inicua, que la ignorancia, el error o el viciado interés produjeran, sino que tiene ese deber, deber moral, de conciencia, necesario, imprescindible.

2.º Qué criterio es necesario para juzgar de las acciones y hasta qué punto el individual puede sobreponerse al colectivo.

Que la moralidad de esas leyes, como la de todos los actos humanos, ya individuales, ya colectivos, sólo puede ser apreciada espiritualmente, esto es, por el espíritu, y juzgada por un criterio eminentemente espiritual, fácilmente se comprende, porque, como dice el Apóstol de las gentes215, sólo el espíritu puede juzgar de las cosas que al espíritu pertenecen.

3.º Hasta dónde, reconocida la injusticia de la ley positiva, puede y debe llevar el individuo su resistencia.

Cuando nuestro criterio, espiritual, e iluminado, por lo tanto, por la razón, nos ha hecho comprender que la acción o la abstención prescrita por la ley positiva es contraria a la moral, a la justicia y al derecho racional, entonces la resistencia debe ser enérgica y valiente, y constante y de momento a momento; entonces el hombre debe recordar que el espíritu, como ilimitado y de superior divina naturaleza, está llamado a sobreponerse a todo, y que el hombre está obligado, si necesario fuese, hasta a sacrificar su vida en aras de sus deberes.

Con temor no escaso, que muy grave es el que nos asalta siempre que estudiamos cuestiones tan profundas, tan difíciles e importantes, nos hemos atrevido a decir algunas palabras sobre los dos grandes problemas de derecho que quedan iniciados en los párrafos anteriores, confesando que el hombre de ley siempre deberá ser muy parco en admitir los casos de oposición a la ley positiva, pero que siempre también que por ésta se viole la ley moral, su deber será resistirla enérgica y vigorosamente, sin doblegarse por ningún concepto ni por ninguna consideración, porque no hay ninguna bastante fuerte para faltar a la ley del deber.

Téngase, empero, muy cuidadoso esmero en no confundir lo que es realmente contrario a esas leyes eternas y santas, con lo que podría muy bien hacérnoslo aparecer con tal carácter el error, la ignorancia o la perversidad del ánimo; no se olvide que todo atentado contra el poder y contra las reglas de conducta de una sociedad, aun en el caso de que sea justo y necesario, es una causa de desequilibrio y de males, que debe a toda costa evitarse y que será digno de grave pena el que prescindiendo de los únicos nobilísimos motivos que pueden legitimarlos, proceda sólo por interés o por maldad.

12. Hasta ahora sólo nos hemos ocupado de definir la ley jurídica, de señalar su origen, su extensión y sus límites, de indicar la base en que se asienta y su objeto, comparándola con el derecho y ley absoluta, así como los efectos que puede producir el que la ley positiva se oponga o contraríe a la ley racional; tócanos, pues, siguiendo esa misma comparación que no podemos abandonar por los estrechos lazos que entre la ley jurídica y la ley racional, el derecho positivo y el absoluto, existen, analizarlos para señalar los caracteres distintivos que deben acompañarla y adornarla: para fijarlos basta recordar las doctrinas sentadas anteriormente; hemos dicho que el hombre no es principio ni fin de su existencia física, ni de su existencia moral e inteligente; que por lo tanto debe acercarse a la realización de ese fin que no está en él, que le es superior, hallando condiciones que se lo permitan, que esas condiciones no pueden tener su origen en el hombre, sino que le han debido ser dictadas e impuestas por un ser superior, puesto que han de conducirle a un objeto superior también, que el hombre puede faltar a ellas, olvidarlas, hollarlas con su orgullosa planta, pero faltándose a sí mismo y al ser que le ha creado, y dando origen a un mal: no serán fatales, porque el hombre puede prescindir de ellas, pero serán obligatorias; pues violándolas, produce el mal, falta a su deber y deja de cumplir su destino. Sirven de reglas de acción y de condiciones de existencia a seres cuyo destino es uno, el bien; cuyas facultades son unas, la razón, la voluntad, la libertad; cuyas fuerzas unas son también, las tendencias, los instintos; las condiciones, pues, las leyes, unas han de ser necesariamente, y por consecuencia idénticas para todos. Y como el destino, las facultades y las fuerzas del hombre, además de ser unas en la esencia son esencialmente las mismas en todos los tiempos y en todas las edades y en todas las apariciones, las leyes, a que el hombre se halla sometido, son esencialmente invariables.

13. Téngase muy en cuenta que venimos considerando la ley como noción puramente espiritual y en su faz más elevada, y que hemos dicho que es obligatoria, idéntica e invariable, pero estos caracteres, que son distintivos de la ley, esencialmente considerada, varían en su extensión, y por lo tanto, hasta en sus nombres, según veremos más tarde cuando se la considere formalmente; esto es, en su aparición externa.

En efecto, siguiendo nuestro método, hemos hecho hasta ahora, al estudiar la noción que por la palabra ley se significa, lo mismo que con la de derecho; las presentamos en su más alta concepción, en su acepción más abstracta para venir después a aplicar nuestro estudio al terreno concreto de la vida práctica, externa, positiva y de relación. Descendamos, pues, a él y veremos cómo nuestras teorías se aplican fácilmente y con sencillez pasmosa, al campo práctico y positivo: como el hombre, según con repetición hemos dicho, al par que a realizar la vida del espíritu y la individual e interna, está llamado, exteriorizando sus actos, a crear la vida externa y de relación; como no sea ni pueda ser en esta vida su razón individual, el elemento regulador, ni la razón suprema pueda interna e individualmente manifestarse sino de una manera externa y hasta cierto punto colectiva; como por otra parte el hombre, aunque igual en su esencia, sea muy desigual en sus desarrollos terrenos, de aquí el que sea necesario que las leyes, las condiciones de existencia del hombre, aunque esencialmente iguales, se realicen en la vida externa de una manera externa también, limitada y varia, según son varias las manifestaciones del espíritu y las relaciones que el hombre sostiene con sus semejantes, y que la razón colectiva, representante en la vida externa de la razón suprema, sea la que mida los grados de desarrollo respectivos y la que aplique la ley necesaria, la ley moral, sujeta sólo al dominio de la conciencia, como ley contingente, positiva y de justicia, varia en su forma, y dependiente del Estado y por él dirigida, como representante de la razón colectiva y como expresión terrena de la razón suprema que dictó las leyes que gobiernan al mundo.

¿Qué será, pues, la ley positiva? ¿Cuáles deberán ser sus caracteres distintivos?

Basta sólo fijarse un punto y recordar lo que en párrafos no lejanos se ha dicho, para comprender que la ley positiva no es, no puede ser, más que la forma externa de que las leyes espiritualmente consideradas se revisten para poderse aplicar a la vida de relación del hombre y conforme con sus distintos desarrollos, cuya forma reciben del poder social que aparece como expresión de la suprema razón que todo lo mantiene y lo dirige. Las leyes positivas, no siendo otra cosa que formas externas de que las leyes del espíritu, leyes morales, se revisten para perder así, en la vida externa e imperfecta del hombre, algo de su inflexibilidad tienen que ser, sin embargo, conformes esencialmente con las leyes del espíritu, donde hallan su base y fortísimo cimiento, y dejarán, por tanto, de merecer el nombre de tales desde el momento que contraríen y alteren a aquéllas; pero para que así suceda, para que las leyes positivas guarden relación con las abstractas y espirituales, para que no exista contrariedad, hácese necesario por una parte que aquéllas se definan y deslinden de un modo claro, preciso y terminante, cuanto esto es posible sobre la tierra, y por otra que el hombre en su vida externa se halle compelido y en el deber de obedecerlas; para que entrambas cosas tengan lugar, se requiere una razón que conozca las leyes esenciales a que las positivas han de referirse y que deslinde y distinga, no sólo lo que es esencial de lo que es formal, sino también qué extensión debe darse a la forma que las leyes deben revestir para que se armonicen con el grado de desarrollo voluntario, libre e inteligente del hombre, y lo conduzcan al cumplimiento de su destino; pero no basta con esto, es preciso más aún, es preciso que esa razón tenga un carácter tal, que imponiéndose a la voluntad, a la libertad y a la inteligencia misma, haga comprender al hombre, no sólo que tiene un deber imperioso de obrar, según esas leyes, sino que existe además el poder de compelerlo a la prestación de ese mismo deber. Como para esto sea necesario que la razón suprema, origen eterno de la ley, se manifieste al mundo exterior por medio de un instrumento superior a la razón individual, puesto que tiene que pesar sobre ella, y a veces dirigirla tal vez en contra de sus egoísticas aspiraciones; de aquí que la ley positiva sólo puede darse por el Poder, por el Estado, elemento general en la organización externa de la vida, y superior, por lo tanto, a la razón individual, que es un elemento particular; empero hemos dicho también, con repetición sobrada, que el hombre en todas las fases de su vida debe cumplir con su destino, que es siempre uno, el bien; éste, pues, debe ser el objeto que debe llenar la ley positiva; no de otra manera que le llena la ley natural, o lo que es lo mismo, aquélla como ésta, será una condición de vida y desarrollo, y como el destino de que hablamos, por más que se cumpla material y externamente, es espiritual y racional; por lo tanto, racionales deben ser indisputablemente las leyes positivas.

Lo dicho nos lleva por la mano a poder fijar los caracteres distintivos de la ley positiva, que deben ser tan análogos a los que señalamos a la natural como análoga es ésta con aquélla; vimos, pues, que siendo la ley natural una condición para la existencia y realización del destino humano, tenía que ser obligatoria, aunque no fatal; ahora bien, siendo igualmente la ley positiva condición de existencia y realización externas del humano destino, claro es que el primer carácter distintivo que ostentar debe es el ser obligatoria.

Fundados en la unidad de destino, de facultades y de fuerzas que constituyen al hombre, decíamos que las leyes eran idénticas para todos ellos; pero como en la vida externa y concreta, aunque existe esa misma unidad de elementos esenciales, los desarrollos y relaciones son varios y distintos en su extensión, la ley positiva no puede ser idéntica, tiene que contentarse sólo con ser general, esto es, una en la esencia, y varia en las formas externas que reviste.

Finalmente, tomando por punto de partida la unidad y la igualdad de destino, de facultades y de fuerzas, unidad e igualdad que han existido, esencialmente se entiende, en todos los tiempos, en todas las edades, en todas las civilizaciones, señalamos como el tercer carácter de la ley natural su invariabilidad; pero como en la vida práctica y tangible del hombre esa unidad e igualdad esenciales se traducen en variedad y desigualdad de desarrollos, en los que influyen multitud de circunstancias externas que a su tiempo analizaremos, la ley positiva no puede ser invariable en absoluto y tiene que ser solamente estable.

Tenemos, pues, que los tres caracteres distintivos de la ley positiva son que sea obligatoria, general y estable, como los de la natural son ser obligatoria, idéntica e invariable.

Lo dicho basta para poder indicar cómo y por quién se hace o formula la ley positiva, y sin grande esfuerzo de la inteligencia se comprende que sólo tiene el poder de formularla el Estado, esto es, el ente que representa en una asociación política la razón colectiva, y que podrá formularlas como lo tenga a bien, siempre que al hacerlo cumpla con todas las condiciones que hemos asignado en el curso de esta lección.

14. De la misma manera que, con repetición sobrada, hemos dicho que el hombre conoce las leyes morales y las de derecho absoluto, porque si no le sería imposible cumplirlas voluntaria y libremente, del mismo modo no podrá jamás ser compelido a cumplir las leyes positivas mientras no las conozca; al acto por el cual el Estado las hace conocer a la generalidad de los asociados es a lo que se da el nombre de promulgación; mientras la ley no está promulgada, esto es, mientras no es conocida, no es verdadera ley, o lo que es lo mismo, no puede obligar al hombre a su cumplimiento, que ha de ser libre y voluntario, como ya hemos sentado.

15. De lo dicho se deduce que, no pudiendo obligar la ley mientras no es conocida, los actos ejecutados antes de la promulgación de una ley no pueden ser juzgados por ella ni entrar en su esfera de acción; a esto se llama no retroactividad de la ley y constituye un principio inconcuso de derecho racional y positivo, cuyo olvido, trayendo la inseguridad de derechos al seno de las sociedades, permitiendo al legislador introducirse en el de la familia para modificar y anular actos legítimos, toda vez que no habían sido practicados contra derecho, introduciría la perturbación más profunda, la más horrible desarmonía, la más inicua y anárquica de las tiranías.

Un solo caso puede señalarse en que la razón, la justicia y el derecho deben de consuno reconocer a la ley efectos retroactivos, y es cuando, tratándose de leyes penales, la nueva disminuye o quita la pena señalada a un acto, porque entonces sería cruel y absurdo no disminuir el sufrimiento del reo, toda vez que, aunque sea legítimo, es al fin un mal, y la razón, la justicia y el derecho de consuno tienden a que el mal desaparezca; por eso precisamente, cuando la nueva ley agrava la pena, se le niega toda retroacción.




ArribaAbajoLección XX

Del fin del derecho positivo.-De la justicia


SUMARIO.

1. Comparación entre el Derecho absoluto y el positivo.-Fines que realiza.-El bien; lo justo.-2 al 4. Noción de la justicia.-Cómo se manifiesta y desenvuelve.-5. Su manifestación en el mundo antiguo.-6. El Cristianismo.-Su influencia.-Sus efectos.-7. Misión de los Santos Padres.-8. Secularización de la ciencia.-9. Recuerdo histórico.-10. Definición de la justicia dada por la filosofía del siglo XVIII.-11. Refutación.-12. Análisis de la idea de justicia.-13. Su definición.-Explicación.-14. Diferencias entre la ley moral y la justicia.-15. Definición de Justiniano.-Explicación.-16. Definición de las Partidas.

1. En la lección precedente hemos visto cómo el derecho absoluto da origen al derecho concreto o positivo, y cómo las condiciones que forman el primero y que pueden llamarse leyes absolutas, eternas e invariables, originan otras condiciones que reciben el nombre de leyes positivas, las analizamos y definimos y señalamos los caracteres especiales que las distinguen, y ostenta cada una de esas leyes indicando al propio tiempo algunas diferencias que por razón de esos mismos caracteres surgen entre las unas y las otras.

Tócanos ahora ver el fin que realizan: en cuanto a las leyes y al derecho absolutos y primarios, ya en las lecciones que anteceden lo hemos dicho, el fin que realiza el hombre mediante ellos es el bien libremente concebido y libremente realizado, con la sola diferencia que cuando esas leyes revisten sólo el carácter de leyes morales, el bien se realiza sólo porque es el bien, sólo porque es un deber el realizarlo sin consideración a nadie ni a nada más que al bien mismo; cuando esas leyes, sin dejar de ser absolutas, se exteriorizan de cierto modo y constituyen el derecho racional primario y absoluto, también realizan el bien; pero en consideración a que es el destino ulterior del hombre, y en consideración al hombre mismo, individualmente considerado; cuando la vida activa del hombre exterioriza por completo su acción; cuando se liga y relaciona con los demás seres, pero muy especialmente con sus semejantes; cuando al desenvolverse en sí y por sí en una esfera de acción determinada, al par que realiza su destino, se presenta como coadyuvante para que los demás realicen el suyo, y no como rémora o elemento destructor de la acción ajena; cuando el destino individual de uno se halla ligado al destino individual de los demás, formando así el destino general de la especie; como, según hemos visto, la razón individual no basta para armonizar el movimiento y encerrar a cada uno en su esfera propia de acción, ligándolas todas y evitando que se choquen, y es necesario no sólo que aparezca la razón colectiva, el Estado, a imponerse y dirigir la razón individual, dictando reglas o condiciones especiales externas, emanación unas veces de las internas, leyes absolutas, medios externos otras para realizarlas, y siempre formas racionales y externas de aquéllas, el fin de esas reglas, de esas leyes concretas y positivas, ni puede ser idéntico al de las leyes absolutas, ni de la misma manera realizarse: por eso, mientras que en las unas, como hemos dicho, el fin es el bien libremente concebido y libremente ejecutado, o lo que es igual, un fin absoluto; en las segundas, el fin que se realice será relativo, no sólo al desenvolvimiento propio, sino al de los demás seres con quienes estamos ligados, que son elementos de nuestro desarrollo, como nosotros lo somos del suyo; el fin, pues, que realizan las leyes concretas y positivas es lo justo, la JUSTICIA su aspiración suprema.

2. La JUSTICIA, he aquí una nueva noción que viene a tomar parte en el movimiento humanitario, desde el instante mismo en que éste se exterioriza y relaciona, y a la cual deben en primer término arreglarse las leyes positivas, como que es el fin próximo que han de realizar, y que más tarde se convertirá, como fin ulterior, en el bien.

3. Por más que la justicia se realiza exteriormente por medios externos, y se refiera a actos externos también y de relación, es innegable que como noción es, no sólo una noción moral, sino eminentemente espiritual, y no podía ser de otro modo; la idea de justicia nace de un triple acto del espíritu; conocimiento de los actos y de un criterio superior del bien con que compararlos; acto reflexivo, por el que la comparación se verifica, y acto libre y racional, que nos decide a obrar en uno u otro sentido; sin estos actos, la idea de la justicia no puede ser conocida y apreciada, y como lo que nace del espíritu es necesariamente espiritual, la noción de justicia es esencialmente espiritual.

4. Empero ha sucedido con ella lo que con las nociones espirituales todas, que como el espíritu del hombre no es perfecto, sino perfectible; como no hace su manifestación integral ni en el individuo ni en la humanidad en un momento dado y con igual intensidad cuantitativa y esencial; como la inteligencia y la razón, al recorrer su inmenso camino de progreso, van prestando al hombre nuevos medios de ensanchar su esfera espiritual, y engrandeciendo y espiritualizando las nociones que de ella surgen, la noción de justicia ha variado, ya con relación al estado de mayor o menor cultura de la inteligencia, ya al del predominio de la razón o de los instintos, tendencias y necesidades. Por eso, según hemos indicado con repetición, en la edad antigua la noción de justicia casi se confundía con la de fuerza, como en la moderna se puede confundir a veces con la de bien.

5. Verdad es, según queda demostrado en las lecciones en que nos ocupamos del desenvolvimiento histórico del derecho, que los hombres de alta inteligencia, como Platón, Pitágoras, Séneca y otros concibieron con alguna claridad y precisión la idea de justicia, pero también lo es, no sólo que no llegaron a su noción verdadera, sino que fueron necesarios muchos siglos y la luz brillante que irradiara el Cristianismo, para que Justiniano la definiera como una virtud, pero aun de cierta manera subordinada a la ley y al derecho positivos.

El mundo antiguo desconoció por completo la idea de justicia, como desconoció las de bien y de derecho, porque la atmósfera de pesado materialismo en que vivía, no le permitió elevarse a nociones espirituales, y careciendo de la de Dios, como principio de todo principio, como el ser absoluto e incondicional, no tenía más término a que llegar que la materia; por eso, aunque hemos dicho que Justiniano elevó la justicia hasta hacerla una virtud, y darle, por lo tanto, existencia moral, no la espiritualiza, porque la concepción del derecho, en cuya prestación la hace consistir, más bien que una concepción espiritual, es el producto del poder y de la fuerza; dando a cada uno su derecho el hombre es justo, verdad; pero para ello es necesario que el derecho no sea sólo la expresión terrena, concreta, de la voluntad del legislador, sino la reunión de principios y de condiciones espirituales, por virtud de las que el hombre se desenvuelve y realiza su destino, y véase por qué en aquellos tiempos, ni la esclavitud, ni las castas, ni las guerras de exterminio podían considerarse como actos injustos, porque aplicándose el derecho desigualmente, no siendo la personalidad una cualidad, un principio esencial al hombre, sino en tanto en cuanto era parte integrante de una asociación determinada, dentro de la que el derecho se realizaba más o menos espiritual y extensamente, pero que negaba a todos los demás hombres y asociaciones la personalidad y el derecho, es claro que la justicia era el interés egoísta y la conveniencia particular de cada asociación en sí y para sí.

6. El Cristianismo, que, como hemos dicho, rompió las cadenas del materialismo antiguo, haciendo al hombre hombre, esto es, dándole una personalidad individual, una libertad e igualdad individuales también y no colectivas, no de asociación, fue el que pudo hacer comprender al hombre las nociones de justicia y de derecho, como espirituales, racionales y de origen divino.

Desde ese momento, así como el hombre se espiritualiza, y elevándose a la idea, al conocimiento de Dios, se eleva al de su destino y conoce el bien, la verdad y la belleza en sus manifestaciones más espirituales y perfectas, así también conoce la noción de justicia y de derecho bajo el aspecto racional, y espiritualmente por lo tanto.

No produjo un efecto completo e instantáneo ese inmenso paso de progreso iniciado por el Cristianismo, porque no en un momento se rompe con los hábitos, con las creencias que un siglo y otro siglo, una generación y otra generación han venido aglomerando; pero como el progreso se había verificado en todas las esferas de la vida, como se habían cambiado radicalmente y por su base todos, absolutamente todos, los principios que habían servido de firme base y sólido cimiento al mundo antiguo, el Cristianismo, sin conmociones, sin esfuerzos, pudo realizar lo que sólo les había sido dado concebir a los grandes pensadores y profundos filósofos de la antigüedad.

Heridos en el corazón, y mortalmente, el mundo y las civilizaciones antiguas, preponderante y dominando el Cristianismo, merced a la santidad de su dogma y a la bondad de todas sus doctrinas, la invasión de los bárbaros vino a hacer más fácil y rápida la obra de redención que se había iniciado; pueblos vírgenes y primitivos, apenas salidos del estado embrionario de su civilización, enérgicos e independientes, reciben sin grande esfuerzo la benéfica luz que se había extendido sobre la haz de la tierra.

7. Los Padres de la Iglesia, esos colosos del saber, cuyas obras mientras más se estudian más admiran, fueron los primeros que de las nociones de justicia, de bien y de derecho se ocuparon, y es que como ya las comprendían espiritualmente, y se elevaban al principio y origen de todo espíritu a Dios, en el que su alta ciencia hallaba como atributos todas esas nociones, tenían que descender a ellas y estudiarlas y analizarlas; cierto es que lo hicieron con un criterio dogmático religioso, místico diríamos hoy, pero no menos cierto que ellos las fijaron, las explicaron, nos enseñaron su origen y sus caracteres, y casi nos marcaron su extensión al señalarles sus límites.

Hicieron más aún, aplicaron los principios con ciencia tal, con inteligencia tan peregrina, con exactitud tan asombrosa, que las leyes eclesiásticas hechas por ellos o fundadas en su doctrina, son muy superiores a todas las de los pueblos antiguos, y si se estudiasen desapasionada, concienzudamente y con esmero, se vería que aún lo son a muchas de las de la edad moderna, o por lo menos que encierran gérmenes de un progreso y de una perfección que aún no han tocado las legislaciones positivas en general.

Tal vez no descendieron al derecho humano positivo, o si alguna vez lo hicieron, predominaba en ellos hasta tal punto la idea dogmática y religiosa, que sacrificaron a ella, en la mayor parte de las ocasiones, la vida externa del ser; sin embargo, no por eso dejó de sentirse su benéfico influjo en la legislación civil, y es buena prueba de ello el magnífico Libro de las Leyes; de que algunas veces hemos hablado, y que, pese a Mr. de Montesquieu216, es una prueba de la alta ciencia del clero español, demostrada, ya en las obras literarias y científicas que produjo, ya en los Concilios Toledanos.

8. Pero la ciencia, una vez proclamados sus principios de conocimiento, y sometida a la razón, tiende siempre a emanciparse, y no fue la del derecho una excepción; sabido es, pues, el movimiento de disgregación que se operó aun antes del siglo XVI, merced al cual la ciencia teológica o del dogma se separó por completo de todas las demás sociales y políticas, que rotos los diques fortísimos del dogmatismo y de la revelación, y apoyándose en la razón y en la inteligencia, comenzaron a dar nuevos pasos de progreso y de perfeccionamiento.

Es necesario, empero, fijarse en una circunstancia especialísima, y es la de que el movimiento filosófico y científico fue mucho más adelante y con mucha más rapidez que el práctico en la legislación y en el derecho; y es que éstos para dar un paso necesitan vencer muchos obstáculos que le opone la materia y los intereses del pasado, y que no pueden desaparecer en un instante.

9. En los siglos XVI y XVII, secularizada, como hemos dicho, la ciencia, aparece Hugo Grocio a inaugurarle una nueva era. No nos es dado en esta lección seguir paso a paso el desarrollo histórico de la idea de justicia desde que Grocio inició el movimiento, tanto porque ocuparía larguísimo espacio trabajo semejante, cuanto porque ya lo hemos hecho al ocuparnos de la teoría de derecho; basta saber que los primeros iniciadores del movimiento científico, no más felices que los antiguos filósofos, confundieron también la idea de ley moral con la de justicia, exponiéndose así a los mismos peligros por que pasaron sus progenitores en la ciencia, y olvidando que la distinción entre lo puramente espiritual e interno y lo que es a un mismo tiempo espiritual y material o externo, es una de las más preciosas conquistas del Cristianismo y de la ciencia moderna; excusado nos parecía advertir que en este terreno colocados, no era posible que fundaran una teoría cierta y aceptable, ni que hallasen los grandes principios de la ciencia. Ésta, sin embargo, adelantó muy mucho, y si el egoísmo ciego y materialista de Hobbes, de Helvetio y de Bentham pueden mirarse como momentos de rémora o de retraso en los principios, unos y otros prepararon el estado actual de la ciencia y contribuyeron no poco a sus adelantos en la esfera práctica de la misma.

10. Singularízase el siglo XVIII, como hemos dicho ya, por la preponderante importancia que durante él se dio al elemento libertad, sobre todo en sus manifestaciones políticas y sociales; y este impulso, que defendido por unos, combatido por otros, siempre con apasionado ardor, fue origen de bienes y de males de no pequeña monta, pero muy insuficiente por sí solo para darnos a conocer la verdad, ni menos conducirnos al bien, tuvo su origen y razón de ser muy especiales.

La lucha a muerte que entre el espíritu y la materia se sostuviera en la antigüedad, había continuado terrible y constante después de la caída del coloso romano, si bien llevando siempre la mejor parte el primero; al comenzar el siglo XVIII puede decirse que el espíritu había ya conquistado toda la plenitud de sus fuerzas y facultades y todo su poder dominador y de dirección; pero como entre todas las facultades del espíritu, la que con mayor potencia se manifiesta es la libertad, de aquí que no se concibiera el dominio del espíritu, ni se creyera que le podía alcanzar por completo mientras la libertad no dominase en todos los momentos y manifestaciones de la vida, tanto individual como de relación, y siempre solo, y siempre como muy superior a las demás fuerzas y a las demás facultades. Empero, como aún no se había llegado a una noción perfecta de este elemento poderoso, activo y necesario, si bien insuficiente por sí solo para conducirnos al bien, de aquí que sólo se fijasen los hombres en la libertad externa, esto es, en la libertad política; de aquí que tratasen de hallar su realización no mirando adelante, que es adonde debe dirigirse siempre, aunque con cautela y sin precipitación, la ciencia, sino volviendo los ojos y el corazón a lo pasado, y tratando de definirla y realizarla a la usanza y medida de cómo Roma y Grecia la conocieron y realizaron, pero exagerando y llevando más lejos la acción, y olvidando, al propio tiempo, el abismo que entre la libertad concebida por las civilizaciones antiguas y la libertad del mundo moderno existe; por eso, cuando los hombres de esta escuela quisieron definir la justicia, no hallaron fórmula más filosófica que la de que era justo lo que ejecutado por todos no ponía impedimento a la libertad de nadie. Basta pensar un poco en esta definición para comprender que es incompleta y que no puede darnos una idea exacta de la justicia: 1.º, porque no nos enseña cuál sea el fin que debemos realizar obrando justamente, ni los males que en caso contrario podemos producir; 2.º, porque tampoco nos da un criterio para saber hasta qué punto puede y debe la libertad de cada uno limitar o ser limitada por la de los demás; 3.º, en fin, porque toma como sola base y único origen de la justicia, una de las facultades y elementos vitales del espíritu, pero que jamás existe aislado, ni puede desarrollarse, ni producir resultados por sí solo, sino relacionándose y uniéndose con otras muchas facultades, con otros muchos elementos.

11. La misma razón hay para decir que en el ejercicio de la libertad consiste la justicia, que para asegurar que consistía en el uso de la voluntad o de la sensibilidad humanas; como se ve, la definición que nos ocupa, adelantando muy poco a las dadas por Platón y Pitágoras, es, sin disputa, muy inferior a las de la Instituta o de las Partidas, que a su tiempo analizaremos detenidamente.

12. Hemos visto en el proceso de este trabajo, que el hombre aparece en la vida bajo tres fases distintas: 1.ª, como existencia puramente física, esto es, como materia que siente; 2.ª, como existencia espiritual y material a un tiempo, que, por lo tanto, se exterioriza y relaciona por medio de la materia, simple instrumento del espíritu en este caso con los demás seres; 3.ª, como existencia puramente espiritual que vive en sí y por sí y para Dios, esto es, para la realización de un fin eminentemente espiritual. En la primera faz, ser puramente físico, sometido se halla a las leyes generales de la materia, invariables, aplicables al hombre y a los demás seres que son físicos y materiales también, por más que en aquél algunas veces no se presenten esas leyes con el carácter de absoluta fatalidad con que están impuestas a los seres que son sólo materia, y que además pueda conocerlas y a veces imponerles su voluntad; en la tercera, el hombre obra moralmente, está sometido a la ley moral, que le es superior, que conoce, pero a la que ni puede tocar ni sancionar con sanción externa, porque su sanción es más alta, emana, así como la ley, del Hacedor supremo. En la segunda faz, esto es, en la mixta, en la aparición compleja del espíritu y de la materia, en que aquél se exterioriza por medio de ésta que le sirve de instrumento, creándose la vida de relación terrena, el hombre se halla sometido también a leyes morales en su esencia, pero cuya sanción puede ser externa, como externa es su forma, como externa es su misión; y si en el primer caso, en el de la vida puramente del espíritu, la base de la ley a que deben ajustarse las acciones es la del deber, en el que nos ocupa la ley tiene su base en la justicia, mejor dicho, a la idea de justicia debe el hombre ajustar todas sus acciones, sin olvidar por eso que entre la justicia y la moral hay estrechísimo vínculo, por más que aquélla esté subordinada y sea menos extensa que ésta.

Para definir la justicia, se hace necesario estudiar al hombre más extensamente en esa manifestación compleja, en esa vida de relación, en esos movimientos externos del ser; gran parte de este estudio le hemos hecho ya; sólo nos resta recordarlo y hacer la aplicación.

Decíamos que el hombre tiene como individuo un destino que realizar en la creación, que consiste en el bien libremente concebido y libremente ejecutado, lo cual tanto vale como decir que a la ejecución presidirán siempre la inteligencia y la razón; que como ser material traducía a la vida exterior todos los movimientos del espíritu; así que, mientras éste simpatizaba con todos los demás seres, la materia le unía a ellos y surgía la vida de relación externa igual con sus semejantes, superior respecto a las demás creaciones, que en esta vida no sólo debía procurar que su destino individual se realizase, sino que debía también coadyuvar a que los demás seres cumpliesen el suyo y jamás ser rémora ni obstáculo para ello, teniendo siempre en cuenta que, tanto el destino individual como el general, consisten en el bien; así, pues, mientras el hombre tiende a la realización de los fines indicados, pero por actos internos que no salen del santuario de su espíritu y de su conciencia, obra sola y exclusivamente como un ser moral y en el terreno especial de ella; cuando esos actos que han de contribuir a la realización de los mismos fines se exteriorizan, el hombre, sin dejar de obrar moralmente, y ser, por lo tanto, moralmente responsable de sus actos, obra justamente y en el terreno de la justicia, y es en él responsable también de sus actos.

13. Podemos, por lo tanto, definir la justicia, diciendo que es la acción constante, libre y voluntaria (virtud la llamaron por ende los antiguos) del ánimo, dirigida a obrar de modo que nuestros actos externos, conformándose con la ley suprema, contribuyan a la realización de nuestro fin y al de los demás seres.

Encierra esta definición todos los caracteres y elementos necesarios para que se comprenda lo que es la justicia, puesto que nos enseña: 1.º, su carácter eminentemente espiritual, toda vez que la acción ha de ser libre y voluntaria, pero dirigida por la razón, que es la que nos muestra la ley reguladora; 2.º, el objeto a que la justicia debe dirigirse, que es a la realización del fin del ser; 3.º, su extensión y sus límites, que son los de la vida externa del ser en su faz individual y de relación.

Fácilmente se comprende con sólo tener en cuenta que hemos de contribuir por nuestra parte, no sólo a la realización del destino que nos es propio, sino al de los demás seres con quienes estamos en relación, que la idea de justicia es inseparable de la idea de sacrificio, y no podía ser de otro modo, cuando muchas veces tendremos que sacrificar nuestras tendencias, que dominar nuestros instintos para evitar que la satisfacción irreflexiva de los unos y de los otros sea una rémora opuesta a la realización del fin propio de los seres que nos rodean. Por eso, sin duda alguna, ha sido siempre considerada como una virtud. En su esencia puede decirse que la justicia no se diferencia de la moral, ambas nos deben de conducir a un mismo fin, el bien; ambas para lograrlo nos impelen a obrar con libertad, con voluntad y con inteligencia, esto es, espiritualmente, ambas nos presentan la ley moral y la no menos suprema del deber, como la regla que debe dirigir nuestras acciones; pero en la forma afectan profundas diferencias, toda vez que la justicia tiende a regular solamente los actos externos, mientras la moral se ocupa de todos, aunque muy especialmente de los que no salen del santuario de la conciencia, y en que su sanción es sólo moral y espiritual, al paso que la de la justicia es externa y se impone al hombre en formas materiales.

14. La ley moral, como eminentemente espiritual e interna, es invariable en la esencia y en la forma; la justicia invariable en su esencia, que también es espiritual, no puede menos de ser variable en las formas externas que revista, porque, exteriorizándose por medio de la materia, sufre necesariamente de parte de ésta cierta influencia; además, como esas mismas formas se originan en la comparación de nuestros actos con la ley suprema, cuyo conocimiento puede ser más o menos profundo, más o menos extenso, según el mayor o menor grado de perfección del ser humano, de los medios de apreciación de que disponga y de los distintos grados de predominio que tengan el espíritu o la materia; y finalmente, de la distinción que entre la moral y la justicia hagan la ciencia y la práctica, todos estos elementos contribuirán a modificar y variar las formas externas de que la justicia se reviste, si bien no influirán para nada en su esencia.

Por estas causas, la antigüedad, eminentemente materialista, dirigida por la fuerza, poco conocedora de una moral pura y espiritual, y mezclando en lamentable confusión las nociones de moral y de justicia, no podía llegar al conocimiento científico de ninguna de las dos nociones, y tampoco pudo hacer la aplicación práctica de la justicia de una manera acertada y conveniente; sin embargo, Justiniano la define con mucha más profundidad de lo que a primera vista aparece; bien es verdad que ya en su tiempo la luz de la verdad había alumbrado la razón y esclarecido el espíritu.

15. Constans ac perpetua voluntas jus suum cuique tribuens la define el derecho de Roma, y esta definición, que la ciencia moderna desdeña, tachándola de obscura e insuficiente, es, con una ligera explicación, clara, completa y hasta filosófica. ¿Qué es el derecho? ¿No le define la ciencia moderna reunión de condiciones externas e internas, pero ciertas y seguras, que el hombre cumple racional y libremente, y en virtud de las que regula su vida externa y realiza su destino? Pues bien; sustituyamos la palabra derecho con las ideas que su definición comprende, y tendremos que justicia es la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno las condiciones externas e internas que puede cumplir racional y libremente, arreglando a ellas su vida externa para realizar su destino. Fijémonos bien en los términos de la definición, y hallaremos que la acción constante, perpetua, base esencial de la justicia, es voluntaria, libre y racional, que tiende a que cada uno realice las condiciones que han de conducirle al cumplimiento de su destino, que aunque esas condiciones son externas e internas, sólo puede regular por ellas en el terreno de la justicia su vida exterior, esto es, las manifestaciones que el espíritu verifica por medio de la materia. Véase cómo la definición, tan comentada por los tratadistas, tan rudamente combatida por los hombres de ciencia, y por cierto no bien defendida por los prácticos, adoradores ciegos muchas veces de todo lo que nos viene de aquel gran pueblo, puede ser fácilmente rehabilitada con sólo fijarse y estudiarla con atención y con cuidado; nada falta en la definición; comprende los elementos espirituales de la justicia; la razón, la libertad, la voluntad, como elementos de acción los dos últimos, como elemento regulador el primero; nos enseña el objeto a que la acción ha de dirigirse, que es al cumplimiento del fin del hombre, y nos marca, al propio tiempo que la extensión y límites de la justicia, cuál es la ley a que debe arreglar esos mismos actos; pero para que la definición sea aceptable es preciso conocer antes la verdadera noción del derecho.

16. Muy semejante a la definición que acabamos de examinar es la que da D. Alfonso el Sabio en su Código inmortal de las Partidas, al decir que es Raygada virtud que da é comparte á cada uno su derecho igualmente. A primera vista esta definición parece una traducción de la dada por Justiniano, y sin embargo, se diferencian esencialmente, pues mientras el Emperador romano creía que para ser justo era necesario solamente dar a cada uno su derecho, el legislador español introduce en la definición una palabra, una sola, pero que basta para marcar la diferencia entre las dos civilizaciones; igualmente dice el sabio Rey que se ha de dar é compartir el derecho; es decir, que no puede haber diferencia de hombre a hombre; que todas las desigualdades sancionadas por las legislaciones antiguas cuyo uso no daba origen a la injusticia, serán hoy fuentes de ella, porque donde no hay igualdad en el compartir de los derechos, no existe la justicia.

La ley positiva, pues, ha de tener la justicia por fin, como la ley abstracta el bien; y como ambas nociones son espirituales e íntimamente ligadas, desde el momento que se vulnere la justicia nos apartaremos del bien, el mal surgirá, y la legislación positiva será defectuosa y perturbadora.




ArribaAbajoLección XXI

Realización del derecho positivo en el espacio


SUMARIO.

1. Nociones preliminares. Realización del derecho en el espacio. Diferencias entre la antigüedad y la edad moderna.-2. Vida de relación entre los pueblos: sus efectos.-3. Principios que regulan la vida de relación de las naciones.-4. Definición de la palabra ESTATUTO.-5. Sus especies; personal, real, formal.-6. Por qué no se acepta el mixto. Por qué no los favorables y odiosos.-7. Estatuto personal. Su examen.-8. Estatuto real. Su estudio.-9. Estatuto formal. Su análisis y reglas.-10 y 11. Divisiones.-12. Su aplicación a los actos judiciales. Actos judiciales por hechos lícitos.-13. Por hechos ilícitos.-14. Actos extrajudiciales.-15. A quién incumbe la prueba.

1. En el curso de estas lecciones hemos podido comprender que el derecho, en su noción absoluta y abstracta, existe sin consideración al tiempo ni al espacio, como toda noción primaria y esencial; pero en el momento en que se presenta formulado de una manera concreta y positiva, esto es, material y limitada, desde ese momento el tiempo y el espacio pesan sobre él, y son dos elementos de limitación por cierto, pero de los que no es posible prescindir.

Si fijamos un punto nuestra atención en el desenvolvimiento histórico del derecho, si recordamos lo que hemos indicado en las lecciones que a ocuparnos de él hemos dedicado, no nos será difícil comprender hasta qué punto el espacio, o lo que es lo mismo, el territorio, ha influido, especialmente en el mundo antiguo, en la existencia del derecho y en su manera de ser.

Sabido es que en la constitución especialísima y autóctona de las sociedades antiguas, el derecho era tan propio, tan exclusivo de cada una, que a la vez que trataban de extenderlo entre sus coasociados, tenían particular cuidado y exquisito esmero en declarar fuera de toda comunión jurídica y de derecho a todos los demás hombres y a todos los demás pueblos; en su lugar correspondiente vimos los efectos que esto había producido a la humanidad, y cómo este modo de ser propio de la edad antigua había contribuido a su disolución y a su muerte217.

La edad moderna, por el contrario, sobreponiéndose, a la personalidad socialista de la antigua, la verdadera personalidad, la individual predicada por el Cristianismo, ha tenido por necesidad que extender y ha extendido realmente el derecho a todos los hombres, a la humanidad entera; pero téngase muy en cuenta que el derecho que ha recibido semejante impulso, que el derecho que hoy extiende su dominio por toda la faz de la tierra, que se aplica a todos los hombres con igualdad esencial y profunda, es el derecho racional, el derecho absoluto, eterno e invariable, ese derecho que tiene en Dios su origen y su razón de ser, que por él ha sido dictado a la razón; pero como, según hemos visto, al lado del derecho absoluto surge el derecho concreto o positivo, que aunque en el fondo es emanación del absoluto, en la forma y manifestación terrena trae su origen del poder social, del Estado, que es el que formula los principios del derecho absoluto en leyes concretas, y como ni el Estado tenga razón de ser sino con respecto a la sociedad que rige, ni, por lo tanto, la expresión de su voluntad racional, ley concreta, pueda aplicarse sino allí donde esa razón se acepta como soberana, de aquí que todavía el espacio, esto es, el lugar, ejerza profunda influencia en la realización práctica del derecho.

2. Mientras las naciones, como entidades colectivas, no sostienen entre sí vida de relación con otras naciones, o los individuos de una nación con los de otra, el territorio no tiene sobre el derecho una influencia importante; pero cuando esas relaciones surgen con todas sus necesarias consecuencias, las cuestiones de territorio y de soberanía exigen un detenido estudio, y el derecho que las rige se llama INTERNACIONAL. Si las relaciones son de nación a nación, de cuerpo colectivo a cuerpo colectivo, se regirán, como hemos indicado y en primer término, por el derecho absoluto que, concretándose a ese caso determinado, recibe el nombre genérico de derecho internacional público; si las relaciones se sostienen entre los individuos de distintas nacionalidades, el derecho que las rige se denomina derecho internacional privado; ambos en la edad moderna han adquirido importancia suma y sido objeto del profundo estudio de distinguidísimos escritores218; no vamos a ocuparnos nosotros del derecho internacional en esta lección, por más que, al hablar de los efectos que el espacio o territorio produce en la aplicación de las leyes, tengamos necesariamente que tratar cuestiones muy importantes de derecho internacional privado.

3. Así como el hombre con relación a una asociación cualquiera constituye una personalidad que se rige por la razón individual, así también los pueblos, las naciones, constituyen una personalidad colectiva que se rige por la razón general que se denomina Estado, y de la misma manera que la razón individual sólo sobre su propia personalidad ejerce acción y poderío y dirección, de la misma el Estado sólo la ejerce sobre la personalidad colectiva de que forma parte integrante. Dedúcense de aquí dos principios que son los que han de servir de base a las relaciones internacionales privadas.

1.º Cada nación ejerce sola y exclusivamente jurisdicción y soberanía en la extensión de su territorio.

2.º Ninguna nación puede afectar directamente por sus leyes a las cosas o a las personas que están fuera de su territorio.

Según el primer principio, el Estado puede legislar y dirigir su acción sobre toda propiedad mueble e inmueble que esté enclavada en su territorio, así como sobre toda persona que esté en él, bien haya nacido allí o en otra nación, y por lo tanto, todo contrato, toda relación de derecho que surja acerca de la propiedad, todo hecho personal que en el Estado en cuestión se realice, estará sometido a la legislación y al derecho propio de él.

En cambio, el segundo principio que es negativo, encierra la acción del Estado dentro de su territorio, de manera tal, que ni por razón de las personas ni de las cosas, le permite extender su acción fuera de él, y ambos principios combinados demuestran, por una parte, toda la importancia que tiene la soberanía y autonomía de cada Estado, y por otra, la independencia e igualdad que entre ellos debe siempre existir: así, pues, siempre que las leyes de una nación hayan de tener aplicación en otra, esto se hará por virtud de un tratado, de un convenio, sin lo cual la independencia y autonomía de cada Estado deberá ser en absoluto respetada219.

Parécenos que en este punto no puede caber discusión ni duda; las naciones, esencialmente consideradas, son personalidades completas con todos los caracteres y atributos de la personalidad, y por lo tanto, sus relaciones, libre y voluntariamente establecidas, libre y voluntariamente deben ser también regidas y reguladas, sin que un Estado pueda inmiscuirse en los demás ni recibir de otro imposiciones e influencias.

Pero la cuestión varía muy mucho cuando las relaciones no son de Estado a Estado, sino entre los individuos de diversos Estados, ya se hayan establecido permaneciendo cada uno en el territorio de su nación, ya reunidos en el de una determinada, la relación se haya creado y deba tener su cumplimiento fuera del lugar donde nació o cuando alguno de los que la formaron no está ya en él: esta situación especialísima en que pueden colocarse varios individuos pertenecientes a diversas naciones y regidos por diferentes leyes, es la que da origen a la teoría de los Estatutos que vamos a examinar rápidamente.

4. La palabra ESTATUTO se empleaba por los autores antiguos para expresar la ley local y diversa que regía en determinados pueblos o municipios de una misma nación; hoy se le ha dado mucha más extensión, y se designa por ella toda ley, todo reglamento, toda disposición legal que ostenta el carácter de la generalidad220.

5. Al tratar del estatuto bajo el punto de vista general y con aplicación al derecho internacional privado, debemos recordar que el hombre es siempre el sujeto del derecho, y que puede, como tal, relacionarse con los demás en relaciones personales, reales y formales, que todas están sometidas a las leyes, regidas y dirigidas por ellas.

De aquí surge la división del estatuto, hecha por los autores, en estatuto real, personal o formal, según que se trate de relaciones personales, reales o de actos que deban revestir una forma legal.

6. Algunos autores221 admiten una especie de estatutos mixtos de reales y personales, que con razón es combatida por otros222, fundándose en que, dadas las reglas para proceder en el estatuto real y en el personal, si aparecen cuestiones en que las relaciones personales y las reales se unan y produzcan dobles efectos, serán juzgados los unos por el estatuto real, por el estatuto personal los otros. No puede decirse del estatuto formal lo mismo que del mixto, porque aquél se refiere a los actos, mejor dicho, a la forma externa que éstos revisten.

La triple división de los Estatutos en personales, reales y formales, tomada de las que de los objetos del derecho hizo Justiniano223, y que con ligeras variantes sigue siendo la fundamental de los códigos y legislaciones modernas, ha sido aceptada por autores de gran nota, y nosotros la seguimos porque, en efecto, el hombre, como hemos dicho, encierra todas sus relaciones en las que sostiene con las personas sobre las cosas y por razón de los actos que practica224.

Algunos autores225 han querido introducir una nueva especie de Estatutos, bajo la denominación de favorables y odiosos, que ni tiene razón de ser ni importancia alguna.

7. Podemos definir el Estatuto personal diciendo que es la ley que de tal manera se une e identifica con la personalidad, que la sigue a todas partes, afectándola de tal modo que forma su estado, es decir, su manera esencial de ser social.

Por lo tanto, la ley del estatuto personal de cada individuo será la del país de donde es miembro activo, y de cuyo Estado es parte integrante; por punto general, el nacimiento es el que determina la posición del individuo, sujetándolo a la ley de sus padres, puesto que a ellos está sometido como parte integrante de la familia y de la nación. Sin más diferencia que si el nacimiento es legítimo, el nuevo miembro de la asociación seguirá la condición del padre, y si ilegítimo, la de la madre, a no estar reconocido el hijo, que sucederá como si fuera legítimo.

Esta nacionalidad y el estatuto que crea, y que pueden llamarse de origen, siguen al hombre mientras dura su menor edad, porque en ella no tiene voluntad propia; cuando la menor edad ha pasado, cuando el hombre ha adquirido toda su preponderancia, toda la plenitud de su personalidad, es libre para cambiar su nacionalidad y aceptar una nueva; pero esto no podrá jamás hacerse sin un acto expreso y libre de la voluntad, que, mientras no tenga lugar, dejará al individuo en su nacionalidad originaria.

Cuando ha existido un cambio de nacionalidad, el estatuto personal de la nacionalidad primitiva desaparece para dar lugar al de la nueva, pero sin que en uno ni en otro caso tenga la ley del estatuto personal efecto retroactivo, como en general hemos dicho que no pueden tenerlo jamás las leyes.

De tal manera el estatuto personal se identifica con el hombre, que, hállese éste donde se halle, está sujeto a él sin consideración alguna al territorio donde pueda hallarse sin estar en él naturalizado, lo cual no quita que se halle sometido a las leyes de policía y demás que por actos personales realizados en el territorio donde existe temporalmente pueda aplicársele.

La ley del estatuto personal regula todas las condiciones y actos de la vida relativos a la ciudad, la familia, la edad, tutelas, curatelas, matrimonios, capacidad para contratar, obligarse, testar y adquirir por toda forma de sucesión; para todo esto es ley del regnícola la de la nación a que pertenece, y a ella tendrá que arreglar todos sus actos personales, hállese donde se halle, pues de hacer lo contrario, el acto, válido para el país donde se realiza, no lo sería para el en que debe tener su cumplimiento.

8. Estatuto real es el que ejerce su imperio dentro del territorio por razón de las cosas especialmente inmuebles, y como consecuencia del dominio inminente que el Estado tiene sobre su territorio.

Rige, por lo tanto, este estatuto a todos los bienes sitos en un país determinado según sus leyes propias, sin consideración alguna a que el propietario sea nacional o extranjero; pero como por razón de los bienes pueden realizarse actos puramente personales, el estatuto será personal en todo cuanto regule los actos de la persona, y real en lo que concierna a las reglas de apropiación, posesión o trasmisión de bienes inmuebles.

Es creencia general que el estatuto que nos ocupa sólo rige los bienes inmuebles, pues los muebles están sujetos al personal, y aun se extienden a decir que el estatuto real no regirá ni aun a los inmuebles cuando sean objeto de una sucesión universal. Por una ficción legal, los bienes muebles se consideran tan ligados a la persona, que se hallan sometidos a sus mismas leyes.

Claro es que, al tratarse del estatuto real, la regla general que le es aplicable es la de que el lugar rige el acto. Locus regit actum.

9. El estatuto formal, que es el que rige los actos del hombre, se regula por las leyes de la localidad en cuanto a la forma que revisten.

Debe, por lo tanto, hacerse una distinción con respecto a los actos entre lo que es esencial a ellos y lo que es puramente formal; por lo que respecta a lo esencial de los actos, será necesario, en primer término, observar si son reales o personales; en el primer caso se hallarán sometidos al estatuto real, al personal en el segundo.

10. Marcadas las diferencias que existen entre la esencia y la forma de los actos por virtud de las cuales unas veces se regularán en su esencia por el estatuto personal y otras por el real, mientras que en su manifestación exterior lo hacen siempre por el estatuto formal, deben tenerse muy en cuenta para fijar las reglas a que cada acto debe someterse.

11. El estatuto formal puede considerarse aún bajo un doble punto de vista, bajo el aspecto judicial o bajo el extrajudicial.

12. Actos judiciales, que pueden dividirse en lícitos e ilícitos, de los cuales vamos a ocuparnos.

Actos judiciales por hechos lícitos: en éstos, por regla general, se aplica el procedimiento y la ley del lugar en que los actos se han verificado, teniendo por razón de ellos los mismos derechos el regnícola que el extranjero; la admisión de pruebas deberá hacerse con sujeción a las leyes del lugar donde los hechos han de probarse, así como los actos judiciales complementarios podrán verificarse en el lugar donde se sigue el juicio, en el en que debió ejecutarse el acto y en el que tuvo origen, según las leyes de cada uno.

13. Actos judiciales por hechos ilícitos: en éstos se aplica generalmente la ley del pueblo donde se persiguen y juzgan; pero la causa puede incoarse contra un regnícola por crímenes cometidos en el extranjero, contra un extranjero por crímenes cometidos en el territorio en que se persigue, y a veces contra un extranjero por crímenes cometidos en territorio extranjero.

Las sentencias dictadas por los tribunales sólo pueden aplicarse en el lugar en que han sido dictadas, pues fuera de él son incompetentes, puesto que cada Estado, en uso de su soberanía, sólo reconoce la jurisdicción que de ella emana.

14. Actos extrajudiciales: en ellos hay también que distinguir la forma y la esencia, que suelen llamarse a las primeras solemnidades externas, y a las segundas solemnidades internas. Las primeras, por punto general, se regirán por el estatuto real, esto es, que en ellas el lugar regirá el acto, y esto se comprende perfectamente, sin más que tener en cuenta que las formas externas son muy variables de pueblo a pueblo, y que podrá ser materialmente imposible de llenarlas de manera distinta de como en el lugar en que se va a practicar el acto se acostumbra; las segundas se regirán unas veces por el estatuto real y otras por el personal, según que el acto se refiera esencialmente al uno o al otro.

Si por virtud del estatuto formal el acto es válido, no se necesita tener en cuenta si se refiere a bienes muebles o inmuebles, ni el lugar en que los bienes sitos; es más aun, realizado el acto formal con todas las condiciones marcadas, producirá siempre sus efectos, aunque los otorgantes cambien de lugar o el ausente regrese a su patria, puesto que el acto, legítimo y válido en su origen, no se puede invalidar sino por actos contrarios a los que le originaron o por la ley originaria de la forma, y ni los unos ni la otra han cambiado.

Debe tenerse presente que los estatutos, en sus distintas manifestaciones, no sólo rigen los actos extrajudiciales públicos, sino los puramente privados.

A pesar de la extensión que hemos dado a la máxima Locus regit actum, con relación al estatuto formal, hay algunos casos de excepción marcada en los autores226, y son cuando los contratantes han cambiado de domicilio para eludir la ley del suyo, cuando la ley del país de los contratantes se opone al acto que se ha verificado en el extranjero o al estatuto real.

Es cosa fuera de duda que, cuando el acto ha pasado en el extranjero, la prueba de que se han llenado todas las solemnidades incumbe al que invoca el acto en su favor.




ArribaAbajoLección XXII

Realización del derecho positivo en el tiempo y en el espacio


SUMARIO.

1. El que tiene poder para hacer una ley positiva lo tiene para abolirla.-2. De la abrogación de la ley. Sus clases. Explicación. Excepciones a la doctrina general.-3. Del no uso como medio de derogar la ley.-4. La insurrección puede derogar la ley.-5. De la interpretación.-6. Sus reglas racionales.-7. Sistema de los prácticos. Su oposición al científico.-8. Del estilo de las leyes. Opinión de Bentham.

1. Ocupándonos del derecho concreto o positivo, señalamos la manera con que las leyes positivas se formaban, los efectos que producían, los caracteres que ostentaban; tócanos ahora indicar cómo la ley positiva muere, esto es, cómo deja de ser obligatoria.

Que el Estado, como representante de la razón, tiene el derecho indiscutible de dictar leyes, esto es, de dar al hombre las condiciones externas para desarrollarse en la esfera del derecho, es cosa que ya hemos indicado, así como también que estas leyes, como formas externas, eran modificables y variables, por lo que, así como de las leyes absolutas que forman el derecho primario podía decirse que eran externas, de las leyes positivas sólo se podía decir que eran estables. La estabilidad en la ley positiva es limitada, como limitado es cuanto vive en el tiempo y en el espacio; por lo tanto, llegará momento en que puedan desaparecer para dar lugar a otras que simbolicen un estado racional más perfecto; y así como la facultad de hacer leyes corresponde al Estado, así debe corresponder al mismo la de modificarlas, variarlas o derogarlas, esto es, abolirlas por completo.

2. Los autores dividen la abrogación o derogación de la ley en expresa y tácita; tiene lugar la primera siempre que la ley existente es sustituida por otra posterior, entre cuyas cláusulas está la de que la ley antigua deje de valer y ceda su puesto a la ley nueva; la segunda será cuando la ley nuevamente promulgada se opone a otra anterior, hasta tal punto que la existencia de ambas es incompatible, pero la nueva no se ocupa para nada de la antigua.

En el primer caso, cuando se trata de una ley expresamente derogatoria de otra, no puede caber duda en los efectos que se producen, la segunda ley es emanación de la voluntad superior y legítima que creó la primera, y con el mismo indiscutible derecho que hizo ésta, puede derogarla por aquélla. En el segundo caso, cuando la ley nueva no contiene cláusula derogatoria, parece realmente que la intención del legislador no está clara, mejor dicho, que no fue destruir la ley antigua, toda vez que no lo ha hecho; pero como haya promulgado una ley en abierta contradicción con otra ya existente, como la ley última debe considerarse como la más perfecta aparición de la voluntad legislativa, y por lo tanto, como superior a la antigua, y ambas no pueden coexistir por ser antagónicas y contrarias, de aquí que la máxima legal, la ley anterior es derogada por la posterior, es un axioma de derecho positivo que tiene a cada momento su aplicación práctica.

No es, sin embargo, esta doctrina tan absoluta que no tenga algunas excepciones; así, pues, la ley especial, aunque no derogará la ley general anterior, sino en aquellos puntos en que la contradicción sea marcada y verdadera, una ley general no derogará tampoco la ley especial, sino en los puntos de verdadera contradicción y que no podrían coexistir.

3. Algunos autores creen que el no uso es bastante para derogar la ley, fundándose en que, puesto que el legislador lo tolera, da a entender que aprueba la derogación hecha por la generalidad227; otros, con mayor razón a nuestro entender, sostienen que jamás el no uso de una ley puede ser causa bastante para su derogación, tanto porque es muy difícil señalar la razón de ese olvido de la ley, y por lo mismo si significa realmente de parte de los asociados deseo de abolirla, cuanto porque no es la voluntad individual la que ha de crear o abolir las leyes, sino la voluntad general representada por el Estado, y que no puede depender de la de los individuos228.

Cierto es que puede darse el caso de que una ley importante y que tuvo su razón de ser en un momento histórico dado, pero cuya importancia y razón han desaparecido por completo, y yace sin uso y olvidada, resucita en un día, tal vez hasta con escándalo de la moral social, y aun se cita como ejemplo el que en 1817, en Inglaterra, un acusado de homicidio pidió como medio de defensa el combate singular con su acusador, y los jueces no se atrevieron a rehusárselo, porque la antigua ley no estaba derogada; esta razón no es de gran peso; primero, porque todo lo más acusará la imperfección de las obras humanas y el descuido e inercia de un legislador que no se anticipó ni siguió siquiera la marcha de los tiempos, dejando vigente en el fondo y en la forma una ley absurda, pero no probará en manera alguna que el no uso sea causa bastante a derogar una ley: entiéndase que hablamos en el terreno de los principios, pues en el de la aplicación práctica, aun la derogación por el no uso de una ley suele aceptarse, por más que en códigos de naciones muy ilustradas se rechace, como tiene que rechazarlo siempre la ciencia.

4. Se ha hablado también de un modo de derogar las leyes229, de la insurrección; ya nosotros, al ocuparnos de las revoluciones, hemos dicho lo bastante para que se comprenda que este medio, ciego o irracional casi siempre, como lo es todo estado de fuerza, no puede producir un acto puramente racional como lo es la derogación de las leyes.

5. No menos importante que la teoría de la derogación de las leyes positivas que hemos tratado, es la de la interpretación. Las leyes positivas se manifiestan y conocen por medio de un instrumento, el lenguaje, que no es ni perfecto ni preciso; puede muy bien suceder que al formular el legislador su voluntad en una ley lo haga de una manera anfibológica y oscura; además, la ley debe ser siempre un precepto general aplicable a cierto orden de actos determinados; pero como los actos humanos son tan variables en la forma y accidentes, como es variable la voluntad que los produce, de aquí el que muchas veces la ley aparezca insuficiente, oscura o inaplicable; la interpretación, que en el tecnicismo legal se suele llamar hermenéutica, es necesaria muchas veces para aplicar la ley con acierto; pero dice y con razón sobrada un autor que hemos citado con repetición230, que las reglas que generalmente se dan para la interpretación de las leyes sólo servirán para embarazar la razón y torcer el juicio del que tenga que interpretarlas. En efecto, se han popularizado ciertas máximas o aforismos legales, con los que parece como que se fijan sacramentalmente el espíritu y tendencias de una ley y la voluntad e intención del legislador, y que, analizados a la clara luz de la razón, nada dicen y nada significan.

6. La razón y la ciencia no pueden dar muchas reglas para la interpretación de las leyes, pero las que dan son ciertas y seguras, y casi puede decirse que la más exacta es que siempre que sea posible debe prescindirse de interpretarlas, pero cuando esto no sea dable, y cuando un estudio filológico, profundo y concienzudo no baste para fijar definitivamente el espíritu y tendencia de la ley positiva, debe buscarse un criterio racional en el conocimiento racional y filosófico del derecho en el de los principios que sirvan de base a la ciencia, y una vez que se tenga ese punto de partida eterno e invariable, trasladarse con la inteligencia a los tiempos en que la ley se formuló, ver por una parte hasta qué punto esos principios de conocimiento eran conocidos y apreciados e influían en la vida del derecho, estudiar los elementos constitutivos de aquel momento histórico, las necesidades que la ley pudo venir a satisfacer, y con este caudal de conocimientos venir al momento en que la ley va a aplicarse, y por medio de una comparación reflexiva, fijar la verdadera inteligencia del precepto legal dudoso.

7. Este sistema de interpretación dista por cierto mucho del que los prácticos y tratadistas de derecho han adoptado, tanto que al par que nosotros damos el primer lugar y la mayor importancia al conocimiento y fijación de los principios científicos racionales y absolutos del derecho, ellos le conceden sólo una influencia subsidiaria, sobreponiendo, por lo tanto, máximas y juicios preconstituidos y a las veces erróneos, pero siempre sin sólida base, a los principios racionales, eternos e invariables que forman la verdadera ciencia del derecho.

Cierto es que la interpretación, tal cual la ciencia nos la enseña, es más difícil y necesita estudios más profundos, más abstractos, más completos que los que se requieren para aplicar las reglas por ellos señaladas; pero no es menos cierto que, al paso que por el método práctico la interpretación suele producir un caos, por el científico se produce la luz y la verdad; pero es sabido que para los que se dan a sí propios el nombre de prácticos, todo lo que no sea la ley positiva nacida de la voluntad del legislador o los preceptos contenidos en el Digesto o en las Institutas, son utopías y teorías muy galanas, pero vacías de sentido, y que miran, por lo tanto, como un sacrilegio legal el combatir las opiniones de los jurisconsultos romanos o de Bartolo y Baldo, siquiera se haga con las armas que prestan la razón y la inteligencia.

8. Para terminar esta lección, sólo nos falta ocuparnos de una cuestión que no carece ni de gravedad ni de interés, y que es la de fijar el estilo de las leyes; como hemos dicho más de una vez, la ley, al manifestarse al exterior, esto es, con condiciones para ser de todos conocida, apreciada y obedecida, tiene natural y necesariamente que valerse de un instrumento, que es el lenguaje, y como por su medio se ha de expresar, no sólo la voluntad del legislador, sino su intención al hacer y promulgar las leyes, lejos de ser una cosa indiferente el lenguaje o estilo en que estas se escriban, es importantísima.

Tres cualidades esenciales, por cierto asaz difíciles de reunir, señalan los autores231 al estilo de las leyes, a saber: brevedad, simplicidad y claridad. No cabe duda en que, siendo la ley un precepto que ha de obligar a la generalidad, sirviéndole al propio tiempo de condición, de desarrollo y cumplimiento de un fin, debe ser breve para que pueda con facilidad grabarse en la conciencia de todos; pero esta brevedad, ¿no podrá en ocasiones destruir la claridad que debe resplandecer en el precepto? Bien podría suceder, y como, sobre todo, la ley ha de ser comprendida, porque el hombre, en buenos principios, no puede ser obligado a cumplir lo que no conoce, la claridad en la ley es una cualidad que casi siempre deberá anteponerse a la brevedad y a la simplicidad de estilo, que es muy conveniente, porque un estilo ampuloso, metafórico y demasiado adornado podrá muy bien hacer la ley obscura a fuerza de hacerla difusa. Las tres cualidades reunidas, unificadas por una armonía racional, harán, sin duda alguna, bastante perfecto el estilo de las leyes; pero no puede ocultarse que, reunirlas y armonizarlas para darle unidad, es una empresa muy ardua y difícil.

Prescindiendo de las dificultades con que el legislador deberá luchar, bajo el punto de vista del estilo de las leyes, pero insistiendo en que ocuparse de él es cosa muy importante, añadiremos que debe huirse del escollo de la difusión de que tanto se abusó en el imperio romano y aun en la Edad Media, así como de usar en las leyes palabras obscuras, equívocas o de doble sentido, y que, por lo tanto, es muy conveniente y necesario estudiar el sentido propio de cada palabra que se use. «Tel mot telle loi, ha dicho Bentham232, ¿no se hacen las leyes con las palabras? Pues bien; vida, honor, libertad, propiedad, todo lo que el hombre tiene de más precioso depende de las palabras escogidas para hacer una ley.»

No es tan absoluta la influencia del lenguaje como quiere Bentham que lo sea, o mejor dicho, no es, como aparenta creer el filósofo utilitario, la única, ni siquiera la más importante cualidad de las leyes un lenguaje apropiado; otras cualidades más esenciales existen, en las que no se ha fijado el jurisconsulto inglés, porque las había destruido en su sistema, como vimos al analizarlo.

Continuando en sostener la importancia que da al lenguaje o estilo de las leyes, quiere que éstas contengan no sólo la parte dispositiva, sino el comentario o explicación de la ley, pues así se podrán conocer sus motivos y proporcionarse al hombre el placer de que a cada paso halle un enigma resuelto, y el interés de que en cada ley encuentre un manual de filosofía y de moral. Además, por ese medio las leyes se meditarán más, toda vez que el legislador tiene que dar la razón de la disposición legal.

El pensamiento de Bentham es hoy casi irrealizable, tanto por la forma que reviste el poder legislativo, y por consecuencia, por la poca unidad de miras que existen entre los muchos que contribuyen a la formación de una ley, cuanto porque ese sistema daría sin duda lugar a mayores dudas o controversias; y si tan difícil es fijar la precisión de lenguaje en el precepto casi siempre conciso de la ley, mucho más difícil será a proporción que se extienda y se dilate.




ArribaAbajoLección XXIII

De la costumbre


SUMARIO.

1. De la costumbre. Qué sea.-2. Origen de la costumbre.-3. Su influencia en el derecho.-4. Escuelas histórica y racionalista.-5. Sistema de la codificación y no codificación.-6. De la doctrina legal.-7. De la jurisprudencia.-8. De la equidad.-9. El derecho positivo en vías de una renovación completa.

1. Como, según hemos dicho, sobre el derecho concreto y positivo, emanación directa del poder social, del Estado, existen los principios del derecho y los derechos absolutos, condiciones de aquellos que el hombre comprende con su razón individual, y que acepta y aplica a veces con un criterio especial; como comprendiendo, según hemos visto, el derecho positivo sólo como una preparación para llegar a nociones más perfectas, puede a veces adelantarse al legislador o comprender que una ley positiva cualquiera carece de las cualidades que debe ostentar; y como esta idea puede adquirir fuerza tal que se generalice y la mayoría de los asociados la acepte como norma de sus acciones, arreglándolas a ella sin que el legislador se oponga, pero sin que tampoco la apruebe ni sancione expresamente, pues entonces se convertiría en ley positiva: la costumbre, esto es, la repetición de actos idénticos y racionales en el terreno del derecho, es, bajo el punto de vista científico y legal, de no escasa importancia.

Podemos, pues definir LA COSTUMBRE como una especie de derecho establecido por la repetición de actos idénticos de la generalidad, conforme al derecho absoluto, e independientemente del legislador y sin su sanción.

Dedúcese de la definición que para que la costumbre exista se hace necesario repetición de actos, porque sólo por este medio se podrá demostrar que esos actos son hijos de una necesidad sentida que se repite con frecuencia, y para cuya satisfacción son las leyes conocidas insuficientes; estos actos han de ser idénticos, porque si fueran distintos no serían repetidos, sino que cada uno constituiría un hecho especial de la generalidad, porque dictándose para ella las leyes, aplicándose el derecho generalmente, siendo además las leyes y el derecho positivo, como creaciones formales del Estado, la expresión de la voluntad y razón general, ni el hecho especial de un hombre solo, por mucho que se repita, puede imponerse a la generalidad, ni ostentar un carácter general, ni hasta cierto punto contrabalancear la ley positiva, que, como hemos dicho, es el producto de la voluntad y razón general; conforme con el derecho absoluto, porque si fuera contrario, no podría jamás aceptarse como una condición de desarrollo para la consecución de un fin que ha de ser siempre el bien, sino como elemento productor del mal; finalmente, ha de existir con independencia del legislador y sin su sanción; porque si de él depende o él la sanciona, ya no será costumbre, será una ley positiva perfecta.

2. Respecto al origen de la costumbre, creen unos que debe hallarse en la voluntad general de los pueblos que, repitiendo un acto determinado con independencia del legislador, parece como que reconocen su justicia y la necesidad de su existencia, y le aceptan y aun le imponen al legislador, que no ha sabido adivinar la necesidad ni anteponerse a satisfacerla, y que a su vez tiene que recibir la imposición de sus gobernados; otros creen que el origen de la costumbre está en el tácito consentimiento del legislador, que, conociendo la existencia repetida y general de esos actos, y pudiendo derogarlos no lo hace, con lo cual demuestra que los acepta como ley; otros, en fin, reuniendo ambas apreciaciones, creen que la manifestación de la voluntad general por medio de actos repetidos, conocida y no contradicha por el legislador, es el verdadero origen de la costumbre y de su fuerza legal.

Sin negar que todos esos elementos se adunen para que la costumbre adquiera fuerza de ley positiva, creemos que su verdadero origen científico y filosófico está en la misma naturaleza inteligente y racional del hombre, que elevándole a la esfera de los principios, permitiéndole que forme un criterio individual, que puede convertirse, y casi siempre se convierte, en general cuando es verdadero, de todo cuanto entra bajo la esfera de su razón, deduciendo de esos principios sus necesarias y lógicas consecuencias; comprendiendo que el derecho positivo como forma terrena y limitada del absoluto puede ser imperfecta o ineficaz; sintiendo en su constante y progresivo desarrollo la necesidad de condiciones nuevas para más ampliarlo y espiritualizarlo más; observando que a veces el Estado se mantiene estacionario e inactivo ante el movimiento de progreso de la generalidad, y por lo tanto, no le presta las condiciones de que ésta necesita, las busca con su criterio, las compara con su situación del momento, y convencido de su verdad y de que van a satisfacer la necesidad sentida, las acepta y realiza por sí y sin consideración al Estado, que en vez de cumplir su alta misión progresiva, como debe serlo la de todo elemento racional, se convierte en rémora o en causa perturbadora o destructora de la acción. Sólo bajo este aspecto, sólo considerando a la costumbre como de origen racional, puede aceptarse como origen del derecho positivo.

3. La influencia de la costumbre en el derecho será importante siempre, y muy digna de tenerse en consideración, pero unas veces será altamente beneficiosa y otras fatal: siempre que reconozca un origen racional, siempre que sea una condición acorde con los principios y derechos absolutos, siempre que venga a convertirse en una condición de progreso y desarrollo hacia el fin ulterior del hombre, la costumbre deberá aceptarse como beneficiosa; en cambio, siempre que la costumbre tenga un origen material en las tendencias o en los instintos, siempre que, como muchas veces sucede, surja de falsos juicios o de erróneas concepciones del bien y de la justicia, siempre que pueda convertirse en rémora del movimiento progresivo del hombre o de la humanidad, será inaceptable y producirá males que el legislador deberá evitar derogándola antes que eche profundas raíces.

4. Como al ocuparnos de la historia del desenvolvimiento del derecho hemos visto, la escuela histórica fundada en Alemania por los dos célebres jurisconsultos MM. Savigny y Hugo, dieron a la costumbre una importancia tal y tan exagerada, que quisieron hacerla única y exclusiva fuente de derecho; allí dijimos acerca de esta escuela lo conveniente, y sólo recordaremos ahora que los célebres fundadores de la escuela buscaron el origen de la costumbre precisamente en los instintos y tendencias del hombre, que le llevaban e impelían a buscar la satisfacción de sus necesidades en las diversas esferas de su vida, y que esta teoría no sólo negaba la existencia del derecho racional y del positivo negando al Estado la facultad de legislar, sino que materializaba por completo al hombre: nos hicimos cargo también de las discusiones sostenidas entre la escuela histórica y la racionalista; vimos que ésta obtuvo la victoria y que se terminó la cuestión por un avenimiento entre ambas, que fue de grandísima influencia para la ciencia del derecho, toda vez que destruyó la tendencia materialista de la escuela histórica, aprovechando todas las lecciones, siempre importantes, del pasado.

5. Consecuencia precisa de la lucha entre las dos escuelas, fue el que surgieran dos sistemas, que se conocen con los nombres de sistema de codificación y de no codificación, sostenido el primero por los racionalistas y por la escuela histórica el segundo.

Ante todo, y para poder fijar racionalmente la cuestión, veamos qué debe entenderse por codificar: en dos sentidos puede tomarse la palabra codificación, ya como la reunión en un cuerpo legal de las leyes, costumbres, usos y fueros recibidos y aceptados por un pueblo como derecho general, ya como un cuerpo legal también ordenado lógica y filosóficamente, compuesto de disposiciones racionales de derecho acordes con el estado individual y social de un pueblo y formado con unidad científica de miras y de pensamiento, sin consideración exclusiva a los precedentes históricos de ese mismo pueblo, sino a los principios y a la razón. Bajo el primer punto de vista no puede decirse que existe la verdadera codificación, habrá una compilación, un agrupamiento más o menos científico y artístico de leyes, de reglas, de costumbres ya reconocidas y aceptadas, pero no habrá un verdadero código, mejor dicho, no se habrá codificado. Bajo el segundo, cuando el legislador partiendo de los principios de conocimiento, de los derechos absolutos, de la razón, formula un cuerpo de leyes acordes con aquellos precedentes y con el estado del país y le presta nuevas condiciones de desenvolvimiento, progreso y perfeccionamiento, es cuando en verdad puede decirse que existe la codificación, y precisamente bajo este aspecto único fue combatida por la escuela histórica que, como hemos ya dicho, cedía al formular su teoría a un sentimiento político y patriótico, el de conservar para Alemania sus antiguas leyes, evitando la importación del código francés, y temiendo que si esto tenía lugar, la dominación de la Francia sobre la Alemania podría ser un hecho consumado y no muy fácil de destruir.

Antes que la escuela histórica hubiese planteado el problema, Mr. Montesquieu233 había dicho: «Cuando los ciudadanos obedecen las leyes, ¿qué importa que sigan la misma?» En efecto, para Montesquieu, como más tarde para la escuela histórica, la unidad de derecho importaba poco, mejor dicho, no podía existir, toda vez que dependía aquél de circunstancias tan variables como el clima, el territorio, los instintos y las tendencias: planteada ya la cuestión en el terreno de la ciencia por Thibaut y contestada por Savigny234, no sólo se apoyaron los enemigos de la codificación en las razones que surgían directamente de la escuela histórica, sino que adujeron además las de que cuando se ha realizado la grande obra de formar un código, el legislador, por respeto a ella, no se atreverá a introducir en el derecho las modificaciones reclamadas por los tiempos; que el legislador, envuelto en las ideas de unidad y generalidad de un código, despreciará las leyes locales muy importantes a veces, y que destruir esas leyes locales es tanto como romper el lazo más fuerte que existe entre el hombre y el lugar donde ha nacido, que muy pronto se generaliza y le une estrechamente con el Estado.

Estas nuevas objeciones contra la codificación no tienen gran fuerza; hoy es indudable que lo rápido e incesante del movimiento progresivo de los hombres y de los pueblos harán imposible ese forzoso estacionarismo en que se quiere colocar al legislador que, mal que le pese, y por mucho respeto que profese a un código, tendrá que innovar sus disposiciones siempre que un progreso nuevo lo exija; sin embargo de que, como hemos visto, una de las condiciones de las leyes positivas es la estabilidad, y ésta será mayor a proporción que la ley sea más racional y más acorde con la ciencia y con los derechos absolutos.

Cierto es que en ocasiones existen leyes locales; pero esto, lejos de indicar un grado superior de cultura y de adelantamiento en un pueblo, acusa, por el contrario, o una cultura incompleta y poco espiritual, o la existencia de ciertas circunstancias especiales y casi siempre pasajeras; la unidad de la especie humana, bajo el punto de vista del derecho, es una verdad reconocida, y para llegar a ella es necesario armonizar los elementos varios que pueden formar la legislación de un país; así que el legislador, respetándolos mientras sea una necesidad el respetarlos, debe tender constantemente a la unificación por medio de la armonía; hacerlo y conseguirlo merced a un código, lejos de ser un mal, será un paso de progreso.

No es menos controvertible el argumento de que la diversidad de leyes es origen de mayor cohesión entre los hombres y los pueblos, y no nos demuestra en verdad la historia que sea así; muy al contrario, la variedad de leyes trae consigo generalmente un individualismo local que suele convertirse en elemento de lucha y de discordia.

En cambio, el sistema de la no codificación puede traer males muy graves, porque faltando la unidad legal, reuniéndose leyes de tiempos muy diversos, y por consecuencia, de muy distinto origen y con muy diverso criterio formuladas, contradictorias en su espíritu y tendencias, diferentes en cada localidad, la legislación sería un caos tan absurdo como ininteligible.

6. Además de la costumbre, algunos autores reconocen como una nueva fuente de derecho la doctrina legal; entiéndese por ella ese trabajo constante que los jurisconsultos y hombres de ciencia vienen haciendo sobre el derecho escrito, explicando la ley, investigando su espíritu y tendencias, y anticipando muchas veces las modificaciones que la ley debe sufrir. La doctrina no es realmente una fuente de derecho, pues por más que en ocasiones se generalice y acepte como la expresión de la verdad, por sí sola no forma derecho, ni el juzgador sentenciará por ella; pero sí podrá ser la causa originaria de que el legislador introduzca modificaciones y cambios en la ley positiva, de acuerdo siempre con la natural o racional, que es invariable.

La fuerza de ley acordada por algunos legisladores a las doctrinas de determinados jurisconsultos, acusa un triste estado en la legislación de un pueblo, y ha producido siempre funestos resultados.

7. La jurisprudencia, entendiéndose por esta palabra, no el conjunto que forma la ciencia del derecho, sino las sentencias dictadas por los tribunales competentes, también se ha querido considerar como fuente de derecho, cuando todo lo más que se le puede conceder es que sea un medio de interpretación. Bajo dos fases se puede presentar la jurisprudencia, o como la decisión de un tribunal cualquiera, o como la de uno superior a todos los demás de una nación; en el primer caso, como existe cierta igualdad de jurisdicción, derechos y atribuciones en los tribunales, la decisión de uno no podrá ser obligatoria para los demás: en el segundo, como según sucede en varios países, el tribunal supremo encargado de casar las sentencias del inferior dictadas contra ley, tiene la atribución de que sus sentencias sean obligatorias para todos, se forma lo que verdaderamente entienden los autores por jurisprudencia, que casi puede considerarse como fuente de derecho, pero erizada de graves inconvenientes, ya por la inmensa difusión de decisiones legales casi imposibles de conocer y de tener presentes en su totalidad, ya por lo casuístico y especial de su aplicación. Si en algunas ocasiones fijan la ley y explican su espíritu, en la mayoría de los casos, y sobre todo cuando sobre una misma ley hay sentencias contradictorias, no producen bien alguno, y en cambio se convierten en una fuente de dudas muy difíciles de desvanecer.

8. Para terminar el catálogo de todas las causas que, según los autores, pueden dar origen al derecho, además de la ley positiva, vamos a ocuparnos de la equidad.

Debemos comenzar por decir que la palabra equidad aún no ha sido ni bien definida ni bien comprendida; todos hablan de ella, todos la invocan cuando se va a aplicar una ley, pero nadie ha fijado su significado; es una noción distinta de la de derecho concreto, que se acerca a la de derecho absoluto, sin confundirse con ella, y que nos parece tiene más puntos de contacto con la moral que con el derecho, sin ser tampoco una noción esencialmente moral.

La equidad se invoca siempre que la realización del derecho, bien sea concreto o absoluto, va a producir, no una injusticia, sino un mal, porque la equidad casi siempre se quiere sobreponer a la justicia misma; así es que, cuando el derecho se realiza dentro de la esfera de la justicia, pero, sin embargo, va a dar por resultado un mal, suele en nombre de la equidad levantarse la voz contra la justicia. En justicia y en derecho, el acreedor rico puede perseguir al deudor pobre, pero la equidad, impregnada de un sentimiento moral de bien, reprueba el acto.

Como, según hemos dicho, la equidad no está definida, ni es, por lo tanto, una noción cierta, sino que depende del criterio personal más o menos perfecto, y de la mayor o menor verdad con que la noción de bien y de justicia sea comprendida, creemos nosotros que, muy lejos de ser la equidad fuente de derecho, es muy expuesto atender a ella para aplicarlo.

Desde luego, cuando la ley es clara, la equidad no puede en manera alguna modificarla; cuando es oscura o no ha estatuido sobre ciertos puntos, según algunos códigos, el magistrado tiene el deber de juzgar conforme a la equidad, siguiendo las reglas de la justicia natural235; pero téngase presente que la justicia natural, es una cosa y la equidad otra muy distinta, y la prueba, que muchas veces se presentan en lucha; además, la justicia natural como el derecho natural o absoluto, están perfectamente definidos y se conocen con fijeza; la equidad depende sólo del criterio de cada uno.

Aceptarla, no ya como fuente de derecho, sino aun como elemento definitivo del derecho, nos parece ocasionado a grandes males; la ley, siquiera sea defectuosa, es cierta, fija, segura, todos pueden conocerla; la equidad es incierta, insegura, desconocida, y puede, por lo tanto, ser así fuente de bienes como de las mayores iniquidades. ¡Dios nos libre de la equidad del Parlamento! se decía en Francia236. Los pueblos de Saboya conquistados por Francisco I le demandaban como gracia especial no ser juzgados por la equidad237, y Calígula quería que en Roma sólo por la equidad se juzgase238.

Lo dicho en esta lección basta para convencernos de que, aparte de la ley positiva, no puede aceptarse como fuente de derecho otra más que la costumbre, pues todas las demás de que nos hemos ocupado no pueden serlo; pero como sea muy común en los autores de derecho tratar de ellas, no nos hemos creído dispensados de dedicarles algunas líneas.

9. Réstanos, antes de entrar en el estudio del derecho concreto objetivo, hablar de una grave cuestión suscitada entre los hombres de ciencia, y que aunque podríamos llamarla con razón cuestión del porvenir, está ya planteada, y tal vez con sobrada energía, para que podamos dejarla pasar desapercibida.

La ciencia del derecho, dicen algunos autores, está en vías de una renovación completa. Bentham239 fue el primero que sentó esta proposición, y es claro que lo hizo conforme con su sistema y manera especial de considerar el derecho; antes de entrar en el examen de la doctrina del filósofo inglés sobre este punto, nos vamos a permitir algunas indicaciones; la ciencia del derecho no puede ya sufrir una renovación completa, porque, filosóficamente hablando, se ha elevado a una altura considerable; no es esto decir que no adelante aún, que no se perfeccione; lejos semejante idea de los que hemos sostenido que en todas las esferas de la vida del hombre el estacionarismo es la muerte; el día que la ciencia del derecho haya hecho su última evolución, será sin duda alguna el precursor del en que el hombre debe desaparecer de la tierra, porque ya habrá una esfera de actividad completamente inútil; pero los progresos, los perfeccionamientos de la ciencia del derecho no pueden ser una renovación completa, porque la ciencia posee ya principios inconcusos, eternos e invariables, será en los accidentes, en la mayor o menor extensión e importancia que se dé a esos principios en su aplicación a la vida relativa del hombre; no es, sin embargo, extraño que Bentham haya planteado la cuestión como lo ha hecho, toda vez que, como sabemos, ni reconoce la existencia del derecho natural, ni para él la ciencia del derecho es otra cosa que el derecho positivo y concreto; y éste es indudable que se renovará, pero no en el sentido que el filósofo utilitario indica, sino con relación a los principios de la ciencia, al derecho natural, racional y filosófico.

Pero sigamos a Bentham, que en su obra citada240, después de pintar las legislaciones modernas como un caos, como en la infancia, sin principios fijos, sin lenguaje a propósito, sin tecnología científica, sin clasificaciones lógicas, echa la culpa de esto a los romanistas, y siguiendo su carácter analítico, clasifica los derechos que según él constituyen la ciencia, forma una tecnología especial y distinta de la conocida, contradice y rechaza la manera de explicar ciertas ideas, y da un catálogo de las modificaciones, mejor dicho, de los cambios radicales que el derecho debe sufrir, y que, por punto general, carecen de importancia.

Bajo esta faz, que no es la científica, sino la concreta y positiva, ya hemos dicho que el derecho puede renovarse, pero no según quiere Bentham, sino de un modo muy diferente; porque si bien, y en ello estamos acordes con un autor241 que le combate, el estado del derecho positivo en la edad moderna es muy superior al de la antigüedad, toda vez que hemos hecho desaparecer las grandes iniquidades características de aquellos tiempos; es lo cierto que aún no hemos llegado al grado de perfección relativo que ha de realizarse cuando el derecho concreto marche en íntimo acuerdo y perfecta unión con el derecho racional, cuando triunfando el espíritu de la materia, cuanto esto es posible sobre la tierra, sea la razón la que gobierne al mundo.

Cierto que las indicaciones del filósofo inglés a nada conducen, que los cambios marcados por él apenas harán dar a la ciencia, mejor dicho, al derecho positivo un solo paso de progreso; pero cierto también que aún le queda mucho que progresar. Verdad que la familia está constituida sobre una base de igualdad desconocida en el mundo antiguo; que la mujer es la compañera del hombre e igual a él en derechos; verdad que la esclavitud y la casta han desaparecido; que no existe diferencia de nacimiento y de condición; que las formas de derecho se han simplificado; cierto, ciertísimo, que las penas han perdido el carácter de ruda dureza que ostentaban en tiempos pasados; ¿pero es esto todo por ventura? ¿Están acaso todas las esferas del humano desarrollo garantidas por el derecho? ¿Es una verdad la práctica de la libertad, faltando la ilustración como falta? ¿Puede haber igualdad verdadera ante la ley, cuando hay una desigualdad esencial en los medios de desarrollar la inteligencia? ¿Basta con que las penas hayan perdido su carácter duro y cruel? ¿Es por ventura el único fin del derecho criminal la penalidad?

Pues si aún existen esos vacíos en el derecho positivo, si aún dista tanto del derecho racional, ¿no es de creer que deberá renovarse en día no muy lejano, dando nuevos pasos de progreso?

La renovación no será absoluta ni completa, es decir, no será tal que destruya todo lo existente, porque en ello hay mucho racional que no puede destruirse ni renovarse, pero será general, porque abrazará todos los ramos, todas las manifestaciones del derecho en un pensamiento de unidad armónica, desconocido hasta el presente, pero que todos presienten y esperan con más o menos fe e impaciencia, pero con seguridad sorprendente.

Muy difícil es hoy marcar la forma en que la renovación ha de verificarse, no menos difícil señalar cómo se sustituirá lo existente, pero sí podremos asegurar que se variará, y que nos acercaremos al derecho natural, a la razón, al bien, en fin, como destino ulterior del hombre y de la humanidad.




ArribaAbajoLección XXIV

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo


SUMARIO.

1. Introducción.-2. Análisis del derecho concreto bajo el punto de vista objetivo.-3. Esferas principales de acción del derecho positivo. Derecho público. Derecho privado.-4. Inexactitud de esta división. Por qué la aceptamos.-5. Uno y otro se subdividen.-6. DERECHO PÚBLICO; se subdivide en Internacional.-7. Constitucional.-8. Administrativo.-9. Penal.-10. Religioso.-11. El DERECHO PRIVADO se subdivide también en Internacional privado.-12. Civil.-13. Comercial.-14. De Procedimientos.-15. Resumen.

1. En el curso de estas lecciones nos hemos ocupado del derecho natural o racional; analizando la naturaleza del hombre hemos visto cómo ésta y aquél se adunan y armonizan; hemos comprendido la verdadera noción espiritual del derecho, distinguídola de la de la moral, fijado los principios de conocimiento que al derecho racional sirven de base y firmísimo cimiento, señalado cuáles sean las condiciones otorgadas al hombre para que pueda realizar esos principios, y los hemos denominado derechos absolutos, los hemos estudiado en todas sus importantes y varias manifestaciones. Descendiendo después de la esfera puramente espiritual, abstracta y absoluta del derecho, hemos visto cómo de ella se pasa al derecho concreto y positivo; y no sólo hemos tratado de señalar las causas y efectos de esa transición, sino que hemos indicado los orígenes espirituales y externos del derecho concreto, su extensión, sus límites y las esferas de acción propias en que verifica su evolución, analizando la ley positiva como condición de ser externa en el hombre, y cuyo conjunto es el derecho concreto.

2. Tócanos ahora analizar el derecho concreto bajo el punto de vista objetivo, esto es, a qué manifestaciones, a qué esferas de acción del hombre se aplica. Ya en la lección primera de la parte general indicábamos, y en el transcurso de la obra hemos tratado de demostrar, que el derecho abarcaba todas las esferas de la vida, así individual como colectiva o de relación; que todas ellas eran objeto de su acción reguladora y directora; el racional, en una extensión que a las veces toca y casi se confunde con la moral; el concreto, en escala menos extensa, puesto que sólo toca a la vida de relación; serán, pues, objeto del derecho todas esas esferas de acción en que el ser humano se agita y se conmueve con un fin preconcebido más o menos espiritual, pero parte integrante siempre del fin universal humanitario.

3. Pues bien, tratándose del derecho positivo, se suelen considerar dos esferas de acción principales, compuestas cada una de otras esferas parciales o secundarias, y se han distinguido con los nombres de pública o privada, y al derecho, cuando hace de ellas su objeto, se le denomina también derecho público o derecho privado.

El DERECHO PÚBLICO será la reunión de condiciones externas que regulan la vida social, ya cuando las relaciones sean de pueblo a pueblo o de los individuos con el poder social.

DERECHO PRIVADO, la reunión de condiciones que regulan las relaciones entre los individuos.

4. Esta división primaria, digámoslo así, que se hace del derecho positivo, y que generalmente está aceptada por casi todos los autores y tratadistas de derecho, dista mucho de ser exacta. En efecto, en la vida de relación que el hombre hace en el seno de la sociedad, están tan ligadas todas sus manifestaciones, dependen todas de tal manera del Estado, que en multitud de ocasiones no será fácil discretar lo que es del derecho público y lo que al derecho privado corresponde, o por mejor decir, un acto podrá ser regulado a la vez por las condiciones que constituyen el derecho público o por las que se refieren al privado; la división, por lo tanto, no es exacta, pero sí generalmente aceptada, como hemos dicho.

5. Pero así el derecho público como el privado encierran dentro de su esfera de acción general de desarrollo un gran número de esferas concéntricas parciales, cuya actividad forma parte de aquella general; de aquí que tanto el uno como el otro miembro de la división general se subdividan.

6. Comenzamos por el derecho público, y vemos, desde luego, que en su esfera general de acción se encierra la que envuelve la actividad de diversas naciones relacionadas para un fin general; las condiciones en virtud de las que esas naciones relacionadas se agitan en su esfera de acción, recibe el nombre de derecho internacional o de gentes, toda vez que hasta hace muy poco tiempo este último nombre lo mismo se aplicaba al derecho internacional que al racional o absoluto: no es difícil comprender el porqué de esa confusión entre el derecho internacional y el derecho natural o racional; hemos visto que en éste, emanación esencial y formal del espíritu, no existe otra razón reguladora más que la individual, manifestación de la razón suprema e infinita; pues bien, en esa personalidad colectiva que se llama sociedad, pueblo, nación, tampoco hay otra razón reguladora que la de cada personalidad colectiva y la suprema e incondicional que dirige al mundo; así, pues, el derecho que a ellas se aplique, deberá ser semejante, esto es, deberá ser esencialmente emanación del espíritu, por más que en su forma intervenga la voluntad humana, como hasta hace poco no se ha distinguido científica ni prácticamente la esencia de la forma en el derecho; de aquí la confusión que hemos señalado.

7. El ente moral y jurídico que conocemos con el nombre de sociedad, se compondrá siempre de un centro, que será el representante de la razón general colectiva, y que en una u otra forma, como superior jerárquico, digámoslo así, de la razón individual, se impondrá a ella, y de un círculo de asociados, que en relación con el poder, realizarán un fin determinado; pues bien, a las condiciones en virtud de las que esas relaciones entre gobierno y gobernados se regulan, es a lo que se llama derecho constitucional o político.

8. Pero las relaciones que entre sí sostienen el gobierno con los gobernados, así como pueden ser para la realización de fines espirituales de la vida, y hemos dicho que constituyen el derecho político, pueden ser también para sostener la existencia del ente sociedad en su manifestación material, las condiciones en virtud de las que esto se realiza, ejecutándose cuanto el Estado, como razón colectiva y poder regulador, cree conveniente para ello, recibe el nombre de derecho administrativo.

9. Hemos dicho que siendo el hombre un ser libre y voluntario, libre y voluntariamente se desenvuelve, y por eso es el único ser que es responsable de sus actos; en los actos puramente morales, la responsabilidad es puramente moral y la siente el hombre en su conciencia: en los actos de derecho, la responsabilidad es de derecho; pero vimos también que como el hombre, faltando a la ley suprema del deber en el terreno de la moral y a la ley de deber de derecho en la esfera de éste, en vez de realizar el bien en que consiste su destino, prescinde de él y realiza un mal, y como el mal no puede ser sino origen de males, y la vuelta al bien no se hace sino por medio de esfuerzos dolorosos, resulta que al lado del mal físico moral o de derecho que por el hombre se realiza, está un sufrimiento físico moral o de derecho; pues bien, cuando en la vida de relación, el hombre, desarrollándose a impulso de su voluntad y por su libertad de un modo puramente individual y egoístico, convirtiéndose en rémora y obstáculo para que sus semejantes realicen su libertad, y con ella sus fines, que son parte integrante del fin general, se coloca en falsas posiciones o falsea también las relaciones que debe sostener con sus semejantes, produce un mal, del que es responsable, y necesita volver a su verdadera posición o regular sus relaciones de modo que produzcan el bien, el hombre sufre una pena; las condiciones en virtud de las que el hombre en su vida de relación, una vez que se aparta del verdadero camino que al bien conduce, es impelido por el poder social a volver a él y a realizar sus fines en armonía con los de los demás, se llama derecho criminal, derecho penal.

10. La vida de relación del hombre es, como hemos dicho, tan rica y extensa, que le liga a todos cuantos seres existen, ya en relación de dependencia, de superioridad o de dominación; cuando en sus relaciones de dependencia se dirige a Dios, como principio de todo principio, y cuando, exteriorizándose, esa relación puede ser objeto del derecho, recibe el nombre genérico de religioso, y si se aplica a la religión católica, se llama canónico.

11. El hombre, a la vez que vive vida de relación como ser colectivo con el ente moral que se llama sociedad, y con el Estado, como manifestación de la razón general, las sostiene, y muy estrechas por cierto, de hombre a hombre; pero en la esfera puramente individual, y como ya sabemos, las condiciones por las que esto tiene lugar, son el derecho privado; pero esas relaciones, y las condiciones que las regulan, pueden ser entre individuos de diversas agrupaciones, de distintas nacionalidades, y a esas condiciones reunidas se llama derecho internacional privado.

12. Cuando esas relaciones son entre individuos de una misma agrupación social, pero sólo en las cuestiones de la vida particular y privada, se llama derecho civil.

13. La actividad del hombre, creando constantemente relaciones nuevas y nuevas necesidades, hace que el hombre busque el cambio de productos de una localidad con los de otra, y por consecuencia aproxime productos a productos, naciones a naciones, y hombres a hombres, y a éste se llama derecho mercantil o comercial.

14. No basta con que los derechos existan, no basta con que sean realizables, si no existen medios, condiciones para hacerlos realizar, y a su conjunto es a lo que se llama derecho de procedimientos.

15. Dedúcese de lo expuesto que el derecho concreto o positivo, que en su esencia es una emanación del derecho natural, como en su forma, es dependiente de la voluntad, se divide, por razón de los objetos que realiza, en derecho público y privado, para subdividirse después:

El derecho público, en

Derecho internacional,

Derecho político o constitucional,

Derecho administrativo

Derecho criminal, derecho penal,

Y derecho religioso o canónico.

El derecho privado, en

Derecho internacional privado,

Derecho civil,

Derecho comercial,

Derecho de procedimientos.

De cada uno de los miembros de esta división vamos a tratar separadamente en las lecciones sucesivas.




ArribaAbajoLección XXV

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo. Del derecho publico.-Derecho internacional


SUMARIO.

1. Comparación entre la vida evolutiva del hombre y la de la humanidad.-2 y 3. Necesidad de un derecho concreto que regule las diferencias entre pueblos distintos. Necesidad de un elemento racional, superior a los pueblos relacionados. No existe aún.-4. Misión del DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL, dadas las condiciones esenciales de los pueblos como personalidades distintas. Misión del derecho racional, dada la insuficiencia del internacional.-5. La guerra, última razón de los pueblos.-6. Definición del derecho público internacional. Explicación.-7. Fundamentos históricos del derecho público internacional.-8. Su estado actual.-9. Su estado en lo porvenir.

1. Cuando, después de haber examinado la naturaleza esencial del hombre y su movimiento evolutivo en el tiempo y en el espacio, fijamos la noción de derecho en su acepción más elevada, así como los principios de conocimiento que al derecho racional sirven de base y las condiciones (derechos absolutos) por los que esos principios se cumplen y realizan; cuando vimos que el hombre era un ser que por su naturaleza especial estaba llamado a relacionarse con los demás hombres para constituir ese todo grandioso que se llama humanidad, y cuando al tratar de definirla dijimos que la humanidad era el hombre sintético, el hombre de vida universal y duradera, que en su desenvolvimiento divino y admirable unía y armonizaba los movimientos y desarrollos varios de todas las individualidades, de todas las entidades parciales, añadíamos que todo cuanto del hombre, como individuo, habíamos dicho, era aplicable al hombre sintético, a la humanidad, y por eso, al aplicarle las leyes históricas del desenvolvimiento, la consideramos, como al hombre, en sus tres edades: tésica, antitética y sintética; cuanto en el curso de estas lecciones hemos indicado ha venido a corroborar aquel aserto en vez de desmentirlo; pues bien, de la misma manera que el hombre individuo tiene una personalidad, propia, individual, por virtud de la que se manifiesta como ser uno, distinto, perfectamente caracterizado; personalidad que no se pierde por más que el hombre, en la vida de relación que crea y que es inherente a su especie, se ligue, se asocie con otros seres para realizar fines parciales o generales, de la misma manera las agrupaciones de hombres que se llaman naciones, estados, forman entidades morales, revisten una personalidad jurídica que las distingue, que las caracteriza, y así como la personalidad individual no se pierde porque el hombre venga a formar parte de una agrupación política, la personalidad de esa agrupación no se pierde tampoco porque varias se relacionen, se unan y contribuyan a constituir el gran todo humanidad; siempre los pueblos, los estados, las naciones, aunque la asociación universal fuera una verdad, conservarían su autonomía, su personalidad, como la conservan los individuos, por más que entren a formar parte integrante de una nación.

2. Lógicos y consecuentes con las ideas y con los principios sentados, vamos a aplicar a la personalidad colectiva las mismas doctrinas que hemos expuesto con respecto a la personalidad individual, ya la consideremos en sí misma, ya en su vida de relación, para así fijar la manera de ser del derecho concreto llamado internacional, como hemos fijado la manera de ser del derecho absoluto individual y del concreto y positivo en general.

3. Decíamos que el hombre, individualmente considerado, para poderse ostentar en toda su extensión, para poder realizar todos los fines que estaba llamado a cumplir, aparte de las facultades, fuerzas y elementos constitutivos de la naturaleza hominal en sus apariciones física, sensible y espiritual, reconocía como cualidades esenciales, como principios de conocimiento en el terreno del derecho, la personalidad, la sociabilidad y la propiedad, y como condiciones para realizar esos principios, los derechos absolutos de libertad, igualdad, asociación y apropiación; pues bien, los estados, las naciones, que en el momento en que se presentan como seres distintos y perfectamente caracterizados para realizar fines espirituales, que son parte integrante de un fin espiritual y supremo, ostentan una personalidad perfectamente clara y definida; que gozan de todas las facultades, fuerzas y elementos que al hombre individuo se otorgaran, si bien en más amplia escala, puesto que todos ellos revisten el carácter de generalidad; que, como el hombre, viven vida física, sensible y espiritual; que como él realizan esa vida en el tiempo y en el espacio, o lo que es lo mismo, la exteriorizan; en esa vida exterior obedecen a los principios de conocimiento indicados y los realizan por medio de las condiciones (derechos absolutos) que al hombre hemos reconocido; además, esas personalidades, de igual manera que la del hombre, se manifiestan en una esfera puramente individual y en una esfera de relación que sostienen con los demás seres, sus iguales, y como el hombre, en la primera, se rige por los derechos absolutos, dependientes, sólo en su forma y realización de la voluntad, libertad y razón humana, individual, y en la segunda por un derecho concreto, que en su forma y su realización debería depender de una voluntad y razón general si en la reunión y relaciona miento de las naciones hubiera, como en la unión y relaciones sociales de los individuos, un Estado que representase la razón y voluntad general, universal por mejor decir.

Como este Estado, representante del universal humanitario, no existe todavía, porque la vida de la asociación universal que se llama humanidad apenas ha salido aún de su estado embrionario o de tesis para entrar en la segunda edad antitética, sucede hoy a la humanidad respecto a su vida individual y de relación lo mismo que en idénticos periodos sucedía a los hombres y a los pueblos, que, viviendo en la libertad, por ella y para ella solamente, los movimientos, sobre ser inarmónicos, eran egoísticos, y su único regulador la fuerza, pues la razón casi carecía por completo de poder para dirigirlos y ordenarlos.

Si cuanto en el curso de este libro llevamos expuesto no nos dispensara de probar los asertos sentados en los párrafos precedentes, la comparación que acabamos de hacer, y que no necesita otra demostración que fijarse un punto en el estado general de relaciones de los pueblos, bastaría para comprobar todas nuestras indicaciones.

4. Apliquemos ahora las nociones sentadas, y no solamente veremos surgir las de derecho internacional, sino legitimarse racionalmente cuantas condiciones le constituyen.

Hemos dicho que el ente colectivo que se llama pueblo, nación, ostenta, como el ente individual hombre, una personalidad hasta cierto punto individual en la colectividad; principio de conocimiento que, unido, como en el hombre, a determinadas facultades, fuerzas y elementos, como a principios y derechos que reseñamos antes, les permitían verificar desenvolvimientos y desarrollos, así en la faz puramente interna o externa particular de la personalidad colectiva, como en la externa general o de relación; de la primera surgía el derecho concreto político o constitucional, de la segunda el que nos ocupa.

De la misma manera que apenas el hombre se siente fuerte en su personalidad comprende que, a pesar de ella, no puede vivir aislado y solo, sino que, ser dotado de ciertas cualidades, ha sido creado para la vida de relación, y su voluntad por una parte, y circunstancias especiales por otra, le llevan a unirse con sus semejantes; de la misma manera, cuando la sociedad, la nación, por esa unión creada, se siente fuerte en su personalidad, trata de extenderse y dilatarse, la misma sed de perpetuidad que mueve al hombre, mueve al ente colectivo, y las sociedades se tocan, se relacionan, se unen y tratan de realizar en esta vida de relación el derecho; pero de la misma manera que desenvolviéndose el hombre en sí y para sí en el seno de la sociedad, al hacerlo sin consideración a los demás seres, surge, la lucha, la desarmonía, el mal, y el derecho concreto, emanación del racional y absoluto, formulado por el Estado, razón general, se impone a la individual personalidad para que coadyuve al general y al universal; así en la vida de relación de las naciones, éstas, fuertes en su personalidad, en su libertad y en su autonomía, se desarrollan en sí y por sí, pero sin consideración a las demás, y la lucha surge y la desarmonía aparece, y el mal nace; pero si en la vida colectiva del hombre, el Estado, como razón general, formula y realiza el derecho concreto que se impone a la voluntad, libertad y razón individuales como producto de una razón superior, en la vida de relación de las naciones no existe, no puede existir, en la forma en que hoy se hallan constituidas, una razón superior a la que cada Estado ostenta, que se imponga a ellos por medio de un derecho concreto, que sería el verdadero derecho internacional, y tiene que acudirse al derecho absoluto racional para que sea el rector y director de aquellos movimientos, el armonizador de aquellos desequilibrios, de aquella variedad preponderante. Pero aun, y como, según hemos dicho, no hay autoridad suficiente para hacer ejecutar esas prescripciones del derecho racional o absoluto, las cuestiones que se suscitan hasta el presente se resuelven por la fuerza.

5. La guerra, pues, ha sido y tendrá que ser todavía por mucho tiempo, la última razón de las naciones entre sí, el último y supremo medio de dirimir y terminar las cuestiones que, ni pueden sujetarse a las prescripciones del derecho, ni someterse a una razón superior que se imponga para dirimirlas. Claro es que a proporción que la humanidad más se aleja de su primera edad, que a proporción que el materialismo característico de ella va cediendo el puesto al espiritualismo, o lo que es lo mismo, que los pueblos en sí y en su vida de relación más elevan el elemento racional y más se someten a él, no sólo las guerras se hacen más raras, sino que aun cuando estallen, pierden el carácter de ruda ferocidad que ostentaran en la edad primera. En ésta, la guerra era el exterminio de algunos o de todos los pueblos beligerantes, todo caía deshecho bajo la maza formidable del conquistador; en la edad presente, las personas y las propiedades de los pueblos que combaten, se respetan cuanto en estados semejantes es posible, y se trata de que se produzcan los menores males que puedan tener lugar, no por eso dejan de ser las guerras uno de los azotes más tremendos que pueden caer sobre los pueblos, y la ciencia y la razón de consuno las condenan, por más que sea necesario confesar que en algunos tiempos han sido medios de civilización y de progreso y aun de unión entre pueblos antes enemigos irreconciliables.

Creyóse por algunos, espíritus nobles y generosos, que después del progreso científico que el siglo XIX ha alcanzado, del conocimiento profundo del derecho, de las íntimas relaciones económicas y comerciales que existen entre todas las naciones, de la solidaridad de intereses que entre todas ellas existe, la guerra, como condenada por la ciencia, como contraria al derecho, destructora de esas relaciones y de esos intereses solidarios, había terminado su imperio, y que tocábamos ya la época en que los trabajos diplomáticos y los protocolos y tratados de comercio iban a sustituirla; en una palabra, que llegábamos al bello desiderátum, al ansiado momento en que la razón y el derecho, no la fuerza, dirigiesen al mundo; pero, como ya hemos indicado, para eso era necesario que existiese una forma externa de la razón suprema que se sobrepusiese a la voluntad, a la razón, a la autonomía de todos los pueblos, con fuerza y con poder tales, que ante sus fallos todos se inclinasen; y esa forma terrena de la razón no existe; además era necesario también que el derecho racional, único aplicable a esas entidades morales con personalidad propia que se llaman pueblos, naciones, tuviesen una forma externa, concreta, positiva, pero clara, terminante, reconocida por la generalidad, y por ella aceptada como código universal; en una palabra, que existiese un verdadero derecho internacional público, tan extenso y tan perfecto como pueden serlo las obras humanas; y este derecho no existe todavía sino en su aparición más primaria e incompleta. Sus reglas, lejos de ser fijas y por todos reconocidas y aceptadas, son aún inciertas, inseguras, poco concretas; y si la ciencia, haciéndolas emanar del derecho racional, puede prestarles esa fijeza, en el terreno práctico carecen de ella.

6. Sentados estos precedentes y convirtiendo nuestra atención a la rama del derecho que nos ocupa, podemos definir el DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO, la reunión de condiciones que ordenan y regulan las relaciones de los pueblos, sea en el estado de paz o en el de guerra, y considerados como personalidades distintas.

De la misma manera que los pueblos, considerados en sí y por sí, esto es, como individualidades, como personalidades colectivas, tienen una vida propia, que realizan libremente dentro de su esfera natural de acción en sí y por sí y por sus propias facultades, y en virtud de condiciones que acordes con el derecho racional están dictadas por el Estado, representante de la razón colectiva, general; de la misma manera, en la vida de relación que necesariamente sostienen distintos pueblos, se desenvuelven en sí y por sí, pero no exclusivamente para sí, sino como parte integrante del gran todo que se llama humanidad, y que se compone de la agrupación de todos los hombres, de todos los pueblos; y así como en el primer caso no basta las fuerzas ni con las facultades otorgadas al hombre individuo ni a la colectividad, sino que son necesarias condiciones especiales; así en el segundo son necesarias también esas condiciones que regulen y ordenen la vida de relación de manera tal, que el desenvolvimiento de una personalidad colectiva determinada no se convierta en impedimento o rémora para que las demás se desarrollen a su vez y realicen el destino universal de la humanidad, y como esas relaciones que a las condiciones expresadas se sujetan tienen lugar entre naciones, por eso se llama a su conjunto derecho internacional. Se le ha llamado también, especialmente en el tecnicismo antiguo de la ciencia, derecho de gentes, porque se le ha considerado bajo un aspecto de generalidad tal, que sus prescripciones debían alcanzar a todos los hombres y a todos los pueblos, y entonces se confundía por completo su noción con la del derecho racional y absoluto, de la que hoy, al menos en la práctica, se distingue esencialmente.

Las relaciones que los pueblos pueden sostener entre sí se refieren a todos los estados en que se coloquen, y como éstos pueden ser de paz o de guerra, tanto al uno como al otro se refiere, como veremos, el derecho internacional publico.

Ya desde que Hugo Grocio comenzó a tratar el derecho bajo el punto de vista racional y científico, el que nos ocupa revistió nuevas formas; y así en la paz como en la guerra, la moral y la justicia se señalaron como nociones que debían presidir la vida de relación de los pueblos. Montesquieu, en su célebre libro tantas veces citado242, sienta como máxima fundamental del derecho que nos ocupa, la de que los pueblos deben hacerse en la paz todo el bien posible, y el menor mal durante la guerra: este precepto, de alta moralidad, ni es bastante por sí solo para servir de fundamento al derecho internacional, ni ha sido todavía aceptado siquiera como punto de partida para sus reglas; el que se aceptase sería sin duda alguna un gran paso de progreso hacia el bien, porque por lo menos disminuiría las tendencias egoísticas y de dominación, que son por punto general hasta hoy los elementos capitales de las relaciones entre los pueblos, y marcaría en ellas una diferencia esencialísima entre la edad antigua y la moderna edad.

En efecto, mientras el derecho no se comprendió como noción espiritual y absoluta, mientras no perdió el carácter de rudo materialismo que en aquella edad le distinguía, mientras que el socialismo absorbente de aquellos tiempos hacía que todo lo fuese la ciudad, y a su engrandecimiento, a su dominación, a su poderío, se sacrificaba todo, los hombres, las ideas, los principios, el bien, la justicia; las relaciones de pueblo a pueblo durante la paz consistían sola y exclusivamente en aprovecharse el más poderoso del que lo era menos, preparando así tal vez una declaración de guerra que le permitiese un día hacer más grave y más enérgica la dominación, mejor dicho, el exterminio o la servidumbre que el estado de guerra traía siempre como consecuencia precisa, como reato necesario; entonces, pues, puede decirse que todo lo más que podía exigirse en las relaciones internacionales era que en la paz se hiciesen los pueblos el menor daño posible, la fides púnica era, sin duda alguna, la manera general y común de ligarse los pueblos. Si de ello se necesitasen pruebas, los tratados y las dediciones celebradas por el pueblo romano que asume todos los elementos y la manera de ser toda del mundo antiguo, nos las prestarían irrefutables. Como ya hemos dicho, la base del derecho internacional de los pueblos antiguos, era sola y exclusivamente la fuerza, sin que la tan decantada hospitalidad que se otorgaba al extranjero disminuyese en un solo átomo el dominio de aquélla. Debe tenerse presente, sin embargo, que nunca los pueblos quisieron prescindir de dar cierto color de justicia a las relaciones internacionales, y sobre todo, a las declaraciones de guerra: toda la materia relativa al antiguo derecho internacional se halla tratada magistralmente por Mr. Laurent243, y a su obra remitimos a los que quieran hacer un estudio serio y concienzudo.

Si, como hemos visto, el fundamento de las relaciones internacionales de la antigüedad era la fuerza, y el de las de la edad moderna se quiere que sea la moral y la justicia, el progreso, que al menos en la parte teórica y científica se ha operado, es inmenso e innegable, pero aún no se ha traducido a la vida práctica, y por más que en el estado de paz y en el de guerra distamos mucho, por fortuna, de los tiempos que fueron, todavía puede decirse que la fuerza es la última razón de las naciones.

La necesidad de buscar un sólido e indestructible fundamento al derecho internacional, de dictar reglas fijas, concretas y precisas, leyes, de echar las bases de un código internacional, no sólo son necesidades generalmente sentidas, no sólo son la suprema aspiración de todos los pueblos cultos, sino que puede decirse que desde Grocio hasta nosotros los hombres de ciencia no han descansado un solo instante, y son muy numerosos e importantes los tratados que acerca del derecho internacional se han escrito244. Por punto general en todos ellos se ha partido del derecho racional o natural, y se ha querido que a él arreglen las naciones todas su vida de relación; este trabajo de los tratadistas, es digno de encomio y de loa, por más que no haya fructificado, porque sobre la ciencia y sobre la verdad y la razón están las susceptibilidades y el egoísmo de los pueblos que se sobreponen siempre, por lo mismo que no existe un superior reconocido y aceptado que se les imponga.

Creemos que lo dicho basta para que podamos indicar los verdaderos fundamentos y extensión del DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL, como todo derecho concreto, debe fundarse en los principios del derecho absoluto, ser sus disposiciones todas conformes a esos mismos principios sin jamas contradecirlos; pero para marcar su extensión creemos que no es bastante la máxima de Mr. Montesquieu, por más que, como dijimos, encierre un precepto de alta moralidad. En efecto, no basta con que los pueblos en sus relaciones se hagan durante la paz todo el bien posible y el menor mal durante la guerra, es necesario más aún, es preciso que en la paz se acuerden y armonicen de tal modo, que ese bien recíproco pueda convertirse en el bien universal que constituye el destino de la humanidad.

La humanidad es el hombre sintético, el ser o la entidad que se forma por la agrupación de todos los hombres, de todos los pueblos, y de la misma manera que el hombre que representa un destino individual por virtud del principio de sociabilidad y del derecho de asociación, uniéndose a sus semejantes forma los pueblos, las naciones, para que realicen un fin general, de la misma manera la agrupación de las naciones forma la humanidad encargada de realizar un fin universal; pero, como hemos dicho y repetiremos, sin que al elevarse el hombre del particular e individual al general y colectivo y de éste al universal, se pierdan ni destruyan las manifestaciones inferiores o de más limitada esfera de acción.

En las relaciones internacionales debe, pues, tenerse muy en cuenta que al par que las naciones, como personalidades distintas, tienen un fin general que realizar en sí y por sí, que es el bien general; así unidas, relacionadas, tienen un fin que realizar, que será el universal, y que así como el hombre en la sociedad realiza su fin individual, teniendo siempre en cuenta que forma parte del general, y por lo tanto, que debe coadyuvar a que cada miembro de la asociación realice el suyo, así las naciones deben a su vez, realizando su fin general propio, coadyuvar a que las demás lo realicen también, preparando así el cumplimiento del fin universal humanitario; es decir, que ninguna debe ser rémora ni entorpecimiento para la acción libre, voluntaria y racional de las demás, y este juego regular y armónico de la actividad, acción y desenvolvimiento de los pueblos hacia el bien, sin que en su movimiento se choquen ni destruyan, es el gran problema del derecho internacional, que ni la ciencia ni la práctica han hecho más que plantear, no sólo sin acertar a resolverlo, pero sin enseñarnos siquiera toda su importancia, y sin embargo, ese es el gran problema de lo por venir, ese el supremo desiderátum de los pueblos y de la ciencia.

Al punto a que han llegado las relaciones de los pueblos civilizados y cultos, con la facilidad portentosa con que entre sí se comunican, con la unidad de intereses económicos, comerciales, intelectuales y sociales que hoy preside a la vida de las naciones, planteados, como hemos visto en todas ellas, con igualdad sorprendente todos los problemas sociales y casi con la misma intensidad sentidas necesidades idénticas, la vida de los pueblos se ha hecho hasta tal punto solidaria, casi nos atrevemos a decir una, que el grito de dolor, de angustia o de miseria de un pueblo resuena al par y con igual fuerza de vibración en todos los demás, sin que la mayor parte de las veces el remedio pueda aplicarse a una nación dada sin que se extienda a las otras.

Como prueba de esta verdad, podremos recordar lo que en diversas partes de este tratado hemos dicho, los grandes problemas sociales relativos a la propiedad, al capital, al trabajo, al salario, y tantos otros como están ya planteados y pueden plantearse en lo sucesivo; no es fácil, ¿qué decimos fácil? no es posible que se resuelvan aisladamente, sino que su resolución tiene que ser universal y simultanea, en principio al menos, por más que, sujeta a la influencia que la manera especial de cada pueblo, de cada nación, pueda ejercer.

Por eso hemos dado gran importancia al derecho internacional público, por eso creemos que cada día que pase la tendrá mayor, y que en tiempos no lejanos será una de las ramas del derecho que más han de ocupar a la ciencia y más vigilias han de proporcionar a los hombres de Estado.

Y que esto se presiente ya como un acontecimiento próximo, pruébalo, a nuestro entender, no sólo el cuidadoso esmero con que hombres de gran valía se dedican a su estudio, no sólo los pasos constantes que para armonizar y unificar la vida de las naciones se han dado de algunos años a esta parte, tendiendo a universalizar los sistemas métricos y monetarios, y hasta la legislación, en cuanto esto es posible, los esfuerzos que la diplomacia, los gobiernos y los hombres de Estado vienen haciendo, aunque hasta ahora con escaso fruto, por mantener la paz, si no las mismas tendencias de las guerras que con especialidad se han sostenido en el último tercio de este siglo, y las hoy utópicas teorías de la paz universal y perpetua y de una asociación universal, de que nos ocuparemos a su tiempo para combatirlas, no en principio, sino en su forma y desarrollos.

Lo que sí es cosa indudable que así como la ciencia del derecho espera una renovación que haga triunfar los principios de conocimiento en toda su extensión y en todas sus naturales consecuencias, así la del derecho internacional está llamada a sufrir cambios radicales, profundos y de importancia suma, ligándose en lazo estrechísimo e indestructible con los principios eternos e inalienables de justicia, de derecho y de bien universal, desapareciendo por completo las tendencias utilitarias y egoísticas que hoy dominan, y desapareciendo, en fin, el dominio de la fuerza para dar lugar al de la razón.

Como todas las teorías y cuestiones referentes al derecho internacional público son hoy de altísima importancia, dedicaremos algunas lecciones a tratarlas, siquiera sea concisamente.