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ArribaAbajoLección XV

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las sucesiones


SUMARIO.

1. Derecho de hacer testamento.-2. De sus diversas formas.-3. Capacidad para testar.-4. Limitación del derecho de testar.-5. De la capacidad para ser heredero.-6. De la aceptación.-7. Del pacto de sucesión futura. 1. Si la personalidad humana se prolonga más allá del sepulcro; si por medio de las sucesiones el hombre la perpetúa, perpetuando al mismo tiempo la propiedad que tiene sobre las cosas externas marcadas con el sello de esa misma personalidad, ha de hacerlo voluntaria, libremente y con conciencia; pero la ley positiva ha interpretado esa voluntad, llamando en los órdenes distintos a las personas que más íntimamente ligadas estaban con el que había muerto, aunque respetando siempre la manifestación de la voluntad, veamos cómo esa voluntad se formula y cuál es su fuerza.

Si el hombre puede imponerla a las cosas en lo presente y en lo futuro, si los derechos dominicales que tiene como propietario, producen consecuencias aun después de la muerte, claro es que podrá, según su voluntad, disponer de esos derechos.

El acto en virtud del que el hombre, en uso de su libre voluntad, dispone de sus cosas para después de la muerte, es lo que se llama TESTAMENTO.

2. El testamento, como expresión de la voluntad y personalidad del hombre, debe su origen al derecho natural335; pero las formas externas, las garantías que deben rodearle para que sea la verdadera manifestación de la voluntad del testador, deben ser objeto de la ley positiva; hasta qué punto esas formas, esas garantías sean importantes, fácilmente se comprende con sólo tener en cuenta, por una parte, que la realización de esa voluntad no ha de tener lugar, sino cuando el que la expresó no existe, y por lo tanto no puede comprobarla con su palabra; por otra, que multitud de intereses encontrados, hacen que puedan temerse con razón falsificaciones y suplantaciones repetidas, graves y contrarias y destructoras de esa misma voluntad.

La ley positiva ha creído que podrían evitarse todos esos inconvenientes, haciendo que para que la última voluntad sea válida esté acompañada de ciertas solemnidades legales, como la presencia de un número de testigos determinado y con condiciones especiales; la de un oficial público, si es posible, que garantice, no sólo que lo que en el testamento consta es la expresión de la voluntad del hombre, sino que ésta se manifestó con entera libertad, sin coacción de ninguna especie, y que el testador estaba en pleno ejercicio de su razón e inteligencia. Necesario es, sin embargo, que por dar garantías no se dificulte tanto la formación de un testamento, que el hombre tenga muchas veces que verse privado de expresar su última suprema voluntad336.

El testamento puede afectar dos formas principales: 1.ª, testamento escrito y nuncupativo; 2.ª, testamento cerrado y abierto.

1.ª Testamento escrito es el que se hace fijando por la escritura la voluntad del testador, que puede ser claramente expresada ante testigos o reservada, de modo que nadie la conozca, pero que sepan que consta en un pliego cerrado, en cuya cubierta firman aquéllos en el primer caso será abierto en el segundo cerrado.

2.ª Testamento nuncupativo es el que se hace de viva voz, también ante testigos, a cuya memoria y fe queda encomendada la voluntad del testador.

Basta fijarse un poco en ambas formas de testar para comprender que la primera es la más aceptable y la que presta mayores garantías; la memoria puede ser infiel, los testigos pudieran oír o entender mal y sólo su dicho formará prueba en un día dado; en cambio la escritura fija perfectamente la expresión de esa voluntad, la firma del testador y de los testigos la comprueban, y las dudas y los errores serán siempre en menor número; generalmente se ha llamado testamento nuncupativo a aquel en que el nombre del heredero era conocido, y escrito al en que no lo era; pero no hay exactitud en el uso de las palabras, ni el derecho racional tiene que fijarse más que en la forma material del testamento, para averiguar cuál es más ocasionado a error o a fraude.

3. Para poder hacer testamento se necesita tener capacidad; esto es, reunir todas las condiciones necesarias para que la expresión de la voluntad sea libre y hecha con inteligencia; por eso el que por su edad, por falta de inteligencia y de razón o porque carezca de libertad, no puede expresar la voluntad libremente y con plena inteligencia, ni por derecho natural, ni por derecho positivo, puede hacer testamento; y esto es claro, porque el testamento no es otra cosa que la expresión solemne de nuestra voluntad, y ésta no existe, sino cuando es libre e inteligente en su manifestación.

4. Las leyes positivas, fundadas en el derecho natural, limitan la libertad de testar; esta limitación recibe el nombre de legítima.

La legítima es la porción de herencia que las leyes asignan a ciertos parientes y que jamás puede distribuirse a otras personas por título meramente gratuito.

Las legítimas han sido un argumento que contra los que sostienen que la libre testamentificación es de derecho natural, han empleado sus adversarios.

Si el derecho natural, dicen, acuerda al hombre la libertad de testar, no puede ser al propio tiempo el origen de las legítimas que coartan esa misma libertad; por lo tanto, o una de las dos instituciones no es de derecho natural, o se contradicen y destruyen mutuamente.

Este argumento no es tan fuerte como puede parecer a primera vista; el que un derecho deba su origen al derecho natural, no excluye que haya una obligación de derecho natural también, que lo modifique o restrinja, bien sea que esta obligación nazca de un acto expreso y determinado de nuestra voluntad, bien de un derecho preconstituido de aquel a cuyo favor la obligación se ha de cumplir.

El derecho natural enseña que el hombre puede disponer libremente de sus cosas por última voluntad; pero si el hombre contrata que una parte o el todo de sus bienes pase a manos de otro por cesión, por venta o por otro contrato, ¿se dirá que por esto pierde la libertad de testar? No, sólo querrá decir que ha contraído una obligación, y que ha renunciado en parte o en todo al ejercicio de un derecho. Pues bien: en el caso que nos ocupa, la obligación existe, y es de derecho natural, porque por él está el hombre obligado a prestar, a sus hijos especialmente, todos los medios necesarios para que se desenvuelvan en la esfera de actividad que les es propia, y para que puedan realizar sus fines respectivos. Durante la vida del padre esta obligación se traduce por la de alimentar y educar al hijo; después, por la de dejarle una porción de bienes que supla a aquellos alimentos. La obligación en este caso es más fuerte que el derecho, y por lo tanto, lo modifica y restringe.

Téngase en cuenta que esta obligación sólo es de derecho natural, respecto a los descendientes y ascendientes; de aquéllos, por las razones expuestas; de éstos, por ser una compensación de sus cuidados y desvelos para con el descendiente premuerto.

La ley positiva está llamada a resolver la cuestión de cuál debe ser el límite de la legítima; en este punto el derecho natural nada puede enseñarnos, porque es cuestión de mera apreciación.

5. Según el derecho natural, toda persona hábil para aceptar derechos y obligaciones es capaz de ser instituido heredero; y decimos hábil para aceptar derechos y obligaciones, porque el que acepta la herencia, lo mismo goza de los derechos que poseía el testador, que responde de las obligaciones que pesaban sobre él.

Las leyes positivas señalan varios casos de incapacidad absoluta y de incapacidad relativa, que no entramos a examinar porque no nacen del derecho natural, sino de razones políticas y de conveniencia social; para el derecho natural basta con que el heredero tenga capacidad para aceptar y ejercer derechos y obligarse.

Según el derecho natural, la aceptación de la herencia, sustituyendo la personalidad del testador con la del heredero, hace que pesen sobre éste las mismas obligaciones que sobre aquél, de la misma manera que entra a gozar de idénticos derechos.

Esta regla racional que el derecho natural sanciona, ha sido interpretada falsamente por la jurisprudencia romana, y las legislaciones modernas han seguido paso a paso sus huellas, sin comprender que la teoría romana era hija de la constitución especialísima de aquella sociedad, que se diferencia en mucho de la moderna.

De tal manera se ha querido confundir la personalidad del testador y la del heredero, que se ha hecho que la responsabilidad de éste vaya más adelante que la de aquél, haciéndole responsable de todas las obligaciones del testador, no sólo con los bienes heredados, sino con los propios del heredero. El derecho natural no enseña, no puede en manera alguna enseñar esto; el derecho natural prescribe que el heredero cumpla las obligaciones tal y como las hubiera cumplido el testador, y por lo tanto, sólo hasta donde los bienes relictos alcancen.

No es menos grave el error, de origen romano también, que en la prescripción hace al heredero continuador de la buena o mala fe de su causante.

7. Grave y debatida entre los tratadistas es la cuestión de si se puede pactar sobre una sucesión que aún no se ha recibido. El derecho natural no puede condenar estos pactos. El hombre es libre para contratar cómo y sobre lo que quiera; por lo tanto, puede contratar sobre la esperanza de adquirir o de poseer ciertos bienes, y los contratos sobre una herencia futura no son otra cosa que un contrato cuyo objeto es la esperanza.




ArribaAbajoLección XVI

Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las pruebas


SUMARIO.

1. De las pruebas judiciales.-2. Qué sean.-3. Análisis de la teoría de pruebas.-4. Origen y caracteres de la prueba.-5. De la convicción.-6. De la probabilidad.-7. De las cosas que pueden ser objeto de prueba.-8. A quién corresponde la prueba.

1. Si el hombre viviese sólo espiritualmente, si en su vida de relación no entrase para nada la materia, en el ejercicio de los derechos respectivos jamás cabría duda, jamás existiría oscuridad, ni podría haber vacilación en cuanto a la realización de esos derechos; pero el hombre es un ser que se manifiesta al exterior por medio de un instrumento finito, limitado y sujeto a error, la materia; en pugna casi siempre con el espíritu, tiende a desviarlo de su camino, a torcerlo en su marcha evolutiva, y de aquí que muchas veces los derechos del hombre y sus actos en la vida terrena y de relación puedan ponerse en duda, o no puedan sin graves dificultades realizarse.

Para comprobar y realizar los derechos absolutos, primarios, basta con la voluntad, la razón y la libertad humanas; pero para realizar y comprobar los derechos concretos o positivos es necesario que haya un poder extenso, y medios extensos también, preconstituidos, y hasta cierto punto superiores a la voluntad del hombre individuo, que comprueben y permitan la realización de esos derechos.

2. Este poder, parte integrante del Estado, es el que se conoce con el nombre de poder judicial; estos medios son las pruebas, que llevan al ánimo del juzgador el convencimiento de que el derecho en cuestión existe y es exigible. Del poder judicial ya nos ocupamos, aunque muy ligeramente, en la primera parte de este Manual337: tócanos ahora estudiar la teoría general de las pruebas judiciales; es decir, los medios en virtud de los que se lleva el convencimiento al ánimo del juez y se demuestra la verdad.

3. Al desenvolverse el hombre en la vida externa, en la vida de relación con sus semejantes, proclama que está en posesión de un derecho, o lo que es lo mismo, que otro ser su igual está obligado a una prestación determinada siempre que a la proclamación por parte de uno acompañe la aquiescencia por parte del otro, la existencia del derecho y recíproca obligación no necesitan pruebas: mejor dicho, están por sus mismos causantes comprobadas.

Pero si a la proclamación del derecho en cuestión, no se responde o se da una respuesta negativa por parte del obligado, el que posee y quiere ejercitar el derecho debe por necesidad comprobar convenientemente los extremos de la obligación cuyo cumplimiento exige. Cómo ha de hacerlo, de qué medios se ha de valer para conseguirlo, cuestiones son de alta importancia, que la ciencia del derecho está llamada a resolver, que no ha resuelto todavía satisfactoriamente.

Siguiendo nuestro método nos ocuparemos: 1.º, de definir la prueba; 2.º, de analizarla y señalar su origen; 3.º, de sus caracteres; 4.º, de sus efectos; 5.º, de las cosas que pueden ser objeto de ella, y 6.º, finalmente, de a quién corresponde probar.

1.º PRUEBA no es otra cosa que el medio de producir en el ánimo la convicción de que la existencia de un derecho o de una obligación es cierta.

No es difícil comprender, apenas nos fijemos en la definición, hasta qué punto la teoría que estudiamos es grave, importante, y de difícil aplicación en la práctica.

La prueba debe llevar el convencimiento al ánimo del que ha de decidir sobre la existencia, extensión o validez de un derecho o de una obligación; en este acto toma parte la materia, porque la prueba ha de percibirse por medio de ella; la razón, la inteligencia, porque ellas son las que han de pesarla, las que han de medirla, las que han de aquilatarla.

La materia, empero, será siempre un medio imperfecto, sujeto a error de percepción, y la razón y la inteligencia podrán en muchas ocasiones no ser bastante perspicaces, no estar bastante bien educadas para juzgar ni para corregir los errores en que la materia nos haya hecho incurrir; por eso es tan difícil llevar al ánimo la certidumbre de las cosas; por eso las pruebas rara vez podrán dar completa certeza; por eso será casi siempre necesario contentarse con una suma mayor o menor, más o menos copiosa de probabilidades; en raras ocasiones, nunca tal vez, se hallará una prueba perfecta, acabada y completa.

Y, sin embargo, es necesario que la prueba conmueva el ánimo y convenza la razón, y llene, digámoslo así, la inteligencia, en tanto en cuanto sea posible esto a la naturaleza humana. ¿Cómo podrá esto conseguirse? ¿Bastará para ello con que la ley señale los medios probatorios? ¿Será necesario que se contente sólo con indicar cuáles sean los que no deben usarse? Que no es posible a la ley positiva dar una regla general, que sea la medida de convicción para todos los casos, para todas las cuestiones, cosa es fuera de duda; esas reglas generales lucharán, por una parte, con la variedad infinita de los actos humanos, que jamás se presentan dos veces con el mismo carácter ni con las mismas condiciones; por otra con la no menos infinita variedad de los medios de apreciación del hombre; lo que en un caso convencerá el ánimo de un hombre no bastará a convencer el de otro, o dará una leve probabilidad, lo que en otro caso determinado, análogo tal vez, produciría la certidumbre.

4. 2.º El origen de las pruebas está en el derecho natural; en efecto, éste nos enseña que el hombre rara vez posee la certidumbre de las cosas, y que es necesario que llegue a ella, puesto que no la adquiere por intuición, valiéndose de medios externos y tangibles; pero el derecho natural no alcanza a señalar cuáles sean estos medios, ni a individualizarlos; lo único que hace es señalar el hecho, enseñarnos que por intuición no adquirimos, no podemos adquirir la certidumbre de las cosas; que se necesitan actos, hechos que las demuestren y comprueben. Estos actos deben presentar un doble carácter; por una parte, ser materiales, herir los sentidos; por otra, tener una influencia directa con el espíritu, con la razón, con la inteligencia; porque la naturaleza del hombre es doble, porque no se puede prescindir de ninguno de sus elementos componentes. El derecho natural no puede decirnos: tal acto constituye una prueba verdadera, perfecta y acabada; porque, según hemos dicho, el valor práctico de la prueba, tanto depende de ella misma, cuanto de la persona que ha de apreciarla.

El derecho natural lo que sí puede enseñarnos es que una prueba no puede admitirse, bien porque sea eminentemente material, bien por excesivamente metafísica. Lo dicho nos convencerá de cuán difícil ha de ser al derecho positivo crear un sistema de pruebas aceptable, cuando no halla en su raíz, en el derecho natural, deslindada y clara la teoría.

3.º La prueba debe ostentar como principales caracteres: 1.º, la espiritualidad, para poder obrar sobre la razón y la inteligencia; 2.º, ser externa, tangible, material, para que pueda ser percibida por los sentidos; 3.º, generalidad, para que pueda ser aplicable a la mayoría de los casos; 4.º, analogía con el hecho que se trata de comprobar; 5.º, debe ser preconstituida; 6.º, pública.

Nos hemos ya ocupado de los dos primeros caracteres, y hemos visto la necesidad de que marchen siempre unidos, preponderando, a ser posible, el espiritualismo sobre el materialismo, pero sin que aquél destruya la parte externa y material, que debe afectar la prueba, para ser conocida y apreciada por los sentidos.

Las bases y fijación de los hechos probatorios deben ser generales y estar éstos perfectamente definidos por el derecho positivo, de modo que puedan aplicarse a todos los casos, sin más que ligeras variaciones accidentales; sólo así se evitará la arbitrariedad judicial, que será siempre perjudicial y funesta; lejos de nosotros, sin embargo, la idea de sostener un sistema casuístico e inflexible en la aplicación; no, nosotros creemos que la prueba debe estar preconstituida, pero sólo en cuanto a su base y condiciones esenciales, y que toda la parte accidental debe quedar al arbitrio del juzgador, que la aplicará en cada caso de una manera especial, según su inteligencia, su conocimiento del hombre, de las leyes y del caso especial que deba probarse.

Que la prueba debe ser pertinente y análoga, es decir, que guarde estrecha relación con el hecho que se trata de demostrar, es fácil de comprender, pues sólo así puede surgir el convencimiento.

Deberá ser preconstituida, esto es, deberá estar marcada de tal manera, que el que contrae una obligación o adquiere un derecho, pueda desde luego saber qué prueba debe preparar o intentar, en el caso que tenga que acudir a los tribunales para realizar la obligación o sostener el derecho.

Finalmente, la prueba debe ser pública, esto es, que los medios probatorios deben ser conocidos de todos, para que puedan prepararlos con seguridad y con certeza, evitando de esta manera el que los hechos no queden sin probar en su día.

Por más que los caracteres que acabamos de asignar sean esenciales para que las pruebas se acerquen a lo que la razón y el derecho natural exigen, es muy difícil reunirlos, y son muy pocas las pruebas que pueden ostentarlos todos.

5. 4.º La prueba debe llevar, como hemos dicho, al ánimo del juez el convencimiento de la existencia del hecho dudoso; convertir este hecho de incierto e indeterminado, en cierto y conocido; por ella se convalidan los derechos, son exigibles las obligaciones, o bien desaparecen aquéllos y se libra de éstas el que las había contraído. Puede, pues, decirse que los efectos de la prueba se resumen: 1.º, en confirmar y dar fuerza a los derechos y a las obligaciones; 2.º, en extinguir o modificar los unos y las otras.

5.º Que no todos los actos humanos pueden ser objeto de prueba, es una cosa fuera de duda; hay muchos que no podrán ser probados, ya porque no influyan en la decisión de la cosa dudosa, ya por la imposibilidad real de la prueba.

Cuando la prueba nada tiene que ver con el hecho dudoso, no debe ser admitida ni propuesta, porque a nada conduce y sería irracional el hacerlo.

No es tan sencilla ni clara la cuestión cuando se trata de la imposibilidad: porque no siempre es clara ni está siempre tan bien definida la imposibilidad. Lo primero que debe fijarse es cuándo un hecho puede calificarse de imposible.

Influyen de tal manera en la posibilidad o imposibilidad de los hechos, el tiempo, la ciencia, los progresos materiales, los progresos morales, la civilización y tantas otras causas, que lo posible e imposible es cosa por extremo difícil y delicada de definir y calificar. Apenas hace cuarenta años, era imposible saber en Madrid lo que dos días antes había acontecido en París; hoy, es posible saber lo que aconteció con diez minutos de diferencia.

Hoy es imposible intentar prueba para demostrar que hemos sido víctimas de hechicería o de sortilegio; hace cien años no sólo era posible intentar la prueba, sino que el hecho estaba reconocido y aceptado hasta por personas ilustradas.

6. El hombre cumple con buscar la verdad por cuantos medios estén a su alcance; si no llega a ella tiene que contentarse con sólo la probabilidad, sin detenerse, empero, sino marchando siempre para extender la esfera de acción de la verdad, porque marchar siempre, vivir en constante actividad, buscar la verdad sin tregua y sin descanso, es su destino.

7. La prueba puede ser imposible por disposición de la ley, o por la naturaleza misma de la prueba, o por la naturaleza de la cosa que se intenta probar.

Por la ley, siempre que se trate de usar de un medio probatorio que aquélla prohíba expresamente; como si para demostrar que uno ha cometido un asesinato, se pide el testimonio del padre del supuesto asesino.

Por la naturaleza del medio probatorio, cuando éste es a todas luces absurdo, corno si hoy se tratara de probar un robo por la prueba del agua caliente.

Por la naturaleza de las cosas, cuando o éstas no pertenecen al dominio del derecho, o son claras y terminantes, o absolutamente imposibles de probar.

Los autores han debatido con calor la cuestión de si es posible probar los hechos negativos, y la mayor parte se han decidido por que la prueba incumbe siempre al que afirma. Realmente no existen hechos negativos, porque la negación en absoluto es la falta de existencia; lo que sí existe son hechos cuya existencia se niega o que se presentan en la forma negativa; en este caso no hay verdadera negación, porque la proposición negativa puede traducirse siempre en una proposición afirmativa: «no presencié el robo», es equivalente a «estaba lejos del lugar donde se verificó el robo.»

Cuando se niega en absoluto la existencia de un hecho, de tal manera, que la negación no puede traducirse por una afirmación, entonces la prueba incumbe al que afirma, porque la no existencia es imposible de probar.

8. La razón, y con ella la legislación de todos los pueblos, imponen al demandante la obligación de probar que le asiste el derecho para pedir; y sólo se obliga al demandado a que pruebe, cuando ha contradicho los hechos aducidos en la demanda. La razón es clara: el que exige un derecho tiene, sin duda alguna, conocimiento y conciencia de que el hecho a que el derecho se refiere se realizó; si no, no lo exigiría; el obligado, por el contrario, sólo puede estar compelido a probar cuando al hecho y a la prueba aducidas por el demandante, contesta con otro hecho destructor de la obligación.

Bentham338, el filósofo utilitario, ha sido el primero que ha querido demostrar que la prueba incumbe al demandado; porque dice que por punto general son más los demandantes que tienen razón al pedir, que los demandados al negar y oponerse a la demanda; pero precisamente, decimos nosotros, esto sucede porque al demandante se le exige la prueba, porque no puede prosperar su demanda sin que haya algún viso de razón para ello: quítese esta obligación al demandante y se sucederán constantemente las demandas injustas, absurdas e inmorales, que tendrán amenazados todos los derechos, y más de cerca al que con mayor razón los disfrute.




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Realización del derecho absoluto en el concreto.-De las pruebas


SUMARIO.

1. De las pruebas. Influencia del espíritu y de la materia en su apreciación.-2. Sistemas antiguos. El juicio de Dios.-3. El tormento.-4. Sistemas modernos.-5. División de las pruebas. 1.º Pruebas preconstituidas. 2.º Pruebas casuales.-6. 1.º Pruebas preconstituidas; su análisis.-7. 2.º Pruebas casuales. Su estudio.-8. Conciencia y vista judicial.-9. Prueba pericial.-10. Testifical.-11. Confesión.

1. La eterna lucha entre el espíritu y la materia, dominando ésta en los tiempos primitivos, pero perdiendo día por día su influencia, se revela en el proceso histórico de las pruebas; materiales antes, porque el espíritu no estaba por cima del poder y de la influencia de aquellas civilizaciones, más espirituales hoy en que el espíritu domina.

En efecto, no se podía pedir la certidumbre de los hechos acudiendo a la razón y a la inteligencia, sino interrogando a la materia, haciendo hablar a la materia, o dominándola por medio de lo maravilloso y sobrenatural; por otra parte, como la razón dudaba de poder obtener la certidumbre, que era muy superior a ella, aun bajo el dominio de la materia y de la fuerza que entonces preponderaban, era necesario acudir a un elemento superior que se impusiera a la materia y a la fuerza física dominante; la Divinidad venía a tomar parte activa en las pruebas, como para que garantizase la justicia y la verdad de los hechos.

2. Los juicios de Dios, ordalías, no eran otra cosa que medios materiales mediante los que se manifestaba el poder de Dios en favor del que había dicho la verdad; que el juicio de Dios existió en todas las edades primitivas, demuéstralo cumplidamente la historia. Roma fue tal vez el único pueblo que, si bien aceptó pruebas eminentemente materiales, como el tormento, no se abandonó a la casualidad para perseguir y conocer la verdad.

La Edad Media, en que se mezcló el materialismo de los tiempos antiguos con un sentimiento religioso exagerado, multiplicó hasta lo infinito los juicios de Dios. Conocidas de todos son las diversas formas que las ordalías revistieron en aquellos tiempos; basta fijarse en alguna de ellas para ver el elemento material dominando, y la más absurda casualidad disponiendo de la suerte de los hombres y decidiendo la verdad o falsedad de los hechos.

La prueba del agua hirviendo, la del hierro o carbón encendido y otras análogas en que se exigía que la materia faltase a las leyes generales que la rigen, y que sólo podían producir resultados materiales, como materiales eran sus formas, están descritas con sólo nombrarlas.

La del agua fría, que decidía de la verdad alegada, según que el reo arrojado a una cuba llena de agua, y atado de pies y manos, se iba al fondo o sobrenadaba; o que daba la razón al que primero atravesaba a nado un río, ¿pueden ser menos racionales? ¿pueden ostentar un carácter más material?

La prueba del cadáver, que puede ser una prueba eminentemente espiritual, si con ella se busca el grito de horror que debe lanzar la conciencia culpable, aunque también muy ocasionada a error, era en aquellos tiempos esencialmente material y cabalística, si puede usarse esta palabra, porque no se buscaba en ella el movimiento de la conciencia culpable, sino la casualidad, el hecho sobrenatural de que el cadáver brotase sangre de las heridas en presencia del asesino.

Pero la prueba más absurda, más material de todas, en la que más se ostenta el predominio de la fuerza contra la razón, contra la justicia y contra el derecho, es el duelo judicial reglamentado por todas las leyes de todos los pueblos de la Edad Media, y en uso casi hasta muy entrada la edad moderna; ni los sentimientos caballerescos, ni el haberse sustituido al juramento para evitar los perjurios pueden ser razones bastantes, no ya a legitimarlo, pero ni aun a disculparlo en lo más mínimo.

Que el dolo, el fraude y la superchería debían entrar por mucho en estas pruebas, demuéstralo el que durante mucho tiempo estuvieron en uso, y que si se hubiesen ejecutado siempre lealmente, se debió haber comprendido al momento su insuficiencia.

El juramento, medio de prueba conocido desde la más remota antigüedad, expresión del sentimiento religioso llevado a su más alto grado, se convierte muy pronto en un perjurio constante, ya quitando las reliquias de la caja sobre que el juramento se prestaba, ya jurando con guantes, ya valiéndose de una fórmula ambigua, ya por otros mil medios: el hombre creía que estaba autorizado para jurar en vano, porque no miraba más que a la forma externa y material del juramento, y en manera alguna a su esencia, que es puramente espiritual y de conciencia.

3. Comprendióse, al fin, que la averiguación de la verdad no podía dejarse abandonada a la casualidad, al fraude y a la superchería, y si bien no se olvidan por completo los juicios de Dios, se pone en uso una nueva prueba que ha llegado casi hasta nuestros días; el tormento sustituye al juicio de Dios, y el tormento es un adelanto, porque por lo menos coloca en lugar de la casualidad la voluntad del ser humano; es un medio pura y esencialmente material, obra directamente sobre la materia; a ésta, y no al espíritu, quiere arrancar la verdad de los hechos; pero siquiera el tormento lucha con la voluntad del hombre, que puede oponer la energía suficiente para no dejarse vencer por el dolor.

4. Apenas el espíritu comienza a sobreponerse a la materia, apenas se comienza a comprender que no basta preguntar al hombre físico, sino que es necesario dirigirse al hombre racional e inteligente, nuevos sistemas de prueba surgen al lado de los de los tiempos primitivos. El que primero aparece es, como no podía menos, el de testigos; y decimos que no podía ser de otro modo, porque la prueba por escrito raras veces tenía lugar, puesto que raras veces en aquellos tiempos se escribía. Por eso en cuestiones de cierta importancia se multiplicaban los testigos, se llevaban niños para que la prueba pudiera ser duradera, y se los castigaba en el momento de verificarse el acto para que no se les borrase de la memoria.

Poco a poco la civilización y con ella la costumbre de fijar por medio de la escritura los actos más importantes de la vida, hacen surgir la prueba literal, la más perfecta, la más completa y acabada sin duda alguna de cuantas conocemos. Rara vez en la Edad Media vemos estos documentos suscritos por los otorgantes, que por punto general no sabían escribir; la firma se sustituía por el sello, pero ya el acto estaba reducido a escritura, perpetuado por ella, y por ella también comprobado.

5. Se han hecho por los autores muchas divisiones y clasificaciones de la prueba; la más racional es la que hace Bentham339, dividiéndolas en pruebas preconstituidas y pruebas casuales.

1.º Pruebas preconstituidas son las que la ley crea y señala a las partes contratantes de antemano, indicándole que ellas son las que han de comprobar los hechos.

2.º Pruebas casuales son las que la ley acepta cuando no existen las anteriores.

1.º Las pruebas preconstituidas sólo pueden tener lugar en los actos puramente voluntarios, en que los que intervienen saben que se obligan y adquieren derechos respectivamente, conociendo y apreciando también los medios que les da la ley para exigir la obligación y hacer respetable el derecho.

Pueden señalarse como pruebas de esta especie todos los escritos, ya tengan carácter público o privado, en que aparezca la firma de los contratantes; algunas veces las de testigos, como en las últimas voluntades, en el matrimonio, y en los contratos cuando no se otorga escritura.

Sólo esta clase de pruebas puede reglamentarse de modo que el juez conozca de antemano la naturaleza, extensión y límite de la prueba, las reglas de convicción que debe seguir, los medios probatorios que debe aceptar o rechazar.

2.º La prueba casual es tanto más general y menos sujeta a reglas fijas, cuanto más imperfecta; tiene lugar casi siempre en las cuestiones criminales, y si bien no debe aceptarse sino cuando la preconstituida falta, es la que con más frecuencia ha de llevar el convencimiento al ánimo judicial: necesario es, por lo mismo, que en ésta todo se abandone al arbitrio del juzgador, y que la ley se abstenga cuanto sea posible de dictar reglas fijas sobre ella.

6. Al frente de las pruebas preconstituidas y como la más importante, hemos colocado la prueba literal, que puede afectar dos formas distintas: 1.ª, la de escritura pública; 2.ª, la de escritura privada.

Los documentos o escrituras públicas no reciben su fuerza probatoria de la firma y conformidad de las partes, sino más bien de la fe que merece el oficial público que los firma, signa o sella.

Opinan algunos que el oficial público no tiene otro carácter que el de testigo de mayor excepción: en efecto, su firma, signo o sello no son otra cosa que el testimonio auténtico de que el asunto en cuestión pasó ante ellos tal y como en la escritura se dice; pero es necesario tener en cuenta que la ley les otorga cierta especie de infalibilidad que niega a los testigos, fundándose en el mayor número de garantías que les exige.

Al decir que la escritura pública toma fuerza, no sólo en la firma y conformidad de las partes, sino más bien en la fe del oficial público que interviene, no hemos querido significar que la firma de las partes deba excluirse; muy al contrario, ésta es una nueva garantía de seguridad que la ley debe exigir siempre que sea posible, así como la presencia de testigos que aumenten la solemnidad del acto.

La forma de prueba de que nos ocupamos es necesaria unas veces, y voluntaria otras.

Es necesaria siempre que la ley así lo previene, declarando nulo el acto que se verifica sin que intervenga escritura pública, o negándole todo carácter legal.

Es voluntaria cuando la ley nada dice, pero el hombre la acepta como medio de prueba más ventajoso y seguro.

Escritura privada es la que se otorga por los contratantes entre sí, y prescindiendo de la presencia y autorización de un oficial público.

Desde luego la escritura pública tiene sobre la privada las ventajas siguientes: 1.ª, es más estable, puesto que su custodia está confiada a un delegado del Estado; 2.ª, la fecha de su otorgamiento es fija y segura.

La escritura privada vale como confesión del obligado siempre que esté firmada por él; de lo contrario sólo será considerada como un proyecto de contrato. Debe llevar al pie la fecha y lugar de su celebración, por más que éste no sea requisito indispensable para su validez, pero lo es para fijar el lugar que debe ocupar en concurrencia con otros documentos de su especie. En las obligaciones puramente unilaterales, basta con que se redacte un solo original, que deberá quedar en poder del acreedor; cuando son dos o más los obligados y hay derechos y obligaciones recíprocas, debe redactarse un ejemplar para cada uno de los contratantes; pero téngase entendido que la falta de esta formalidad no anula la convención.

En el caso de que uno de los contratantes no sepa escribir, y no pueda, por lo tanto, firmar, ¿deberá obligársele a que verifique el contrato ante un oficial público? La razón nos dice que pudiéndose suplir el defecto de la firma con la presencia de testigos que comprueben la escritura, no deba la ley obligarle a que acuda a un oficial público, especialmente en asuntos de poca importancia.

7. Entre las pruebas casuales debe colocarse el conocimiento particular que pueda tener el juez en el negocio de que se trate; por derecho natural éste debía ser un medio de prueba, no sólo aceptable, sino decisivo; empero las leyes positivas de casi todos los países niegan el valor a esta prueba, y, cosa rara, al negar la fuerza probatoria al conocimiento que el juez pueda tener de un asunto civil de escasísima importancia, se la conceden omnímoda al jurado, para poder pronunciar hasta el veredicto de muerte.

¿Por que esta diferencia entre el jurado y el juez de derecho? ¿Por qué este privilegio en favor del jurado? ¿Por qué razón el juez de derecho que quiera hacer pesar como prueba lo que sabe por haberlo presenciado o constarle ciertamente, ha de resignar la toga y presentarse como testigo, mientras el miembro del jurado puede ser testigo y juez al par? Muchos autores respetables y tratadistas de derecho no adivinan la razón de esta diferencia, porque siendo tan juez el jurado como el magistrado, la misma ley debía regir para uno que para los otros.

Otros atribuyen la diferencia al origen político del jurado, a su carácter privilegiado y especial, al deseo en los que lo establecieron de darle una gran suma de poder que se traducía en una suma de garantías políticas.

Parécenos que tal vez la diferencia esencial consiste en que el un tribunal, el jurado, es un cuerpo colegiado, y el otro lo compone un solo hombre cuyo voto es decisivo, mientras el de un individuo del jurado puede no serlo.

Necesario es tener en cuenta que tratamos de la convicción adquirida por el juez como hombre, como individuo, que es la que no aceptan las leyes; y que no se excluyen en manera alguna las diligencias que el juez como tal crea conveniente practicar para convencerse del hecho, y que se llama prueba de vista judicial.

8. La prueba de peritos puede ser a veces el complemento de la anterior; en efecto, si el juez necesita asegurarse por sí mismo de un hecho, para cuyo conocimiento no basta sólo con la simple inspección, sino que se necesitarían conocimientos especiales, como a ningún hombre le haya sido concedida la universalidad de la ciencia, el juez no podrá ver en ellos por sí mismo, y necesitará del auxilio de personas expertas y competentes en la materia objeto de la prueba.

Peritos son los hombres especiales en un ramo dado de la ciencia, que el juez escoge para que examinen una cuestión y la ilustren con su informe.

El perito no puede considerarse como un oficial público; sólo es un testigo: puede el juez, por lo tanto, elegir el que guste, y conformarse o no con su dictamen.

9. La prueba más difícil de reglamentar, la más peligrosa y ocasionada a error de todas, es la prueba testifical. Cuando las pruebas preconstituidas faltan, cuando la prueba de peritos es insuficiente, viene la prueba testifical a sustituirlas. En muchos casos, aun existiendo aquéllas, a prestarles su apoyo, y a darles mayor fuerza unas veces, a desvirtuarlas otras, y a pesar de sus graves inconvenientes, es la que generalmente se usa en toda Europa.

Fúndanla, generalmente, en que cuando varias personas convienen en asegurar la certeza de un hecho, éste, según las reglas de probabilidad, debe tenerse por verdadero; no es, por lo tanto, el dicho del testigo el que forma prueba, sino la congruencia entre lo expresado por varios que convienen sustancialmente en una cosa; por eso tanto los hombres de ciencia como las leyes tienen por desprovista de valor la deposición de uno solo.

Un autor célebre340 defiende, no sólo la existencia de la prueba testifical, sino que quiere que jamás se la excluya de ningún proceso, fundándose en la máxima de que «no debe omitirse ni excluirse ningún medio de prueba por sólo el temor de que pueda inducir a error.» En efecto, si este temor fuera suficiente para declarar inadmisible un medio probatorio, casi todos, aun los preconstituidos, deberían ser rechazados; pero si no excluirla, debe restringirse al menos, siempre que sea posible, y que esta restricción pueda originar una prueba preconstituida.

Así, pues, al celebrarse un contrato, las partes contratantes son libres de revestirlo con la forma que mejor les plazca; si aceptan la escritura, bien sea pública o privada, han adquirido por ese solo hecho una prueba preconstituida, tal vez la más valiosa y menos sujeta a error; si por el contrario, lo celebran verbalmente ante testigos, sólo tendrán en su día una prueba casual de qué disponer, no ya la más sujeta a error, sino la más expuesta a perderse por mil causas que no está en el poder humano el evitar.

Si la ley aceptase la prueba menos perfecta, si ampliase inconsideradamente su esfera de acción, la misma ley favorecería implícitamente las dificultades y errores a que puede dar lugar, porque los contratantes, fiados en que los mismos efectos producirá una que otra, no se ocuparían de escoger la mejor, y sacrificarían la seguridad del porvenir a la facilidad del momento. Cuando supiesen que no podían usar de ese medio de prueba imperfecto, se acogerían siempre al que la ley cree más aceptable.

Fijemos en primer lugar cuándo podrá admitirse la prueba testifical.

Parece conveniente dividir los asuntos de carácter puramente civil, y los que le tienen criminal; porque según de los que se trate, será más o menos admisible la prueba testifical. Desde luego parece racional que la mayor o menor valía de esta prueba, cuando de lo civil se trata, debe tomarse de la cuantía del negocio en cuestión: se cuestiona acerca de un negocio de escasa cuantía, de uno de esos negocios que apenas gravan la más modesta fortuna; es improbable que los contratantes, por cosa tan pequeña, recurriesen a la escritura; es por otra parte improbable también que el testigo falte a la verdad por un interés mezquino; la prueba puede ser recibida y aceptada sin temor; pero se trata de un negocio importante, de un negocio de cuantía; la prueba testifical entonces deberá ser rechazada, o cuando menos, a falta de otra, aceptada con gran reserva, con cuidadosa reflexión.

Generalmente los asuntos civiles nacen de la voluntad libre de los contratantes, que han podido revestirlos de las formas que gusten; cúlpense a sí mismos si no escogieron la que debían para probarlos a su tiempo cumplidamente.

Aun en este caso, si por efecto de los mismos contratantes sólo pudiesen hacer uso de la prueba testifical, aunque con reserva, podrá admitirse mientras la ley positiva no la rechace por completo. También será admisible, y con su admisión se evitarán grandes injusticias, cuando no haya sido árbitro el que deba probar de escoger prueba, como sucederá casi siempre en las cuestiones de estado civil.

En las cuestiones de derecho criminal, el delito, el mal causado, es siempre no sólo independiente, sino practicado contra la voluntad del ofendido, que es al mismo tiempo el que por punto general tiene que practicar la prueba, por lo que es imposible en la mayor parte de los casos que él la escoja, que pueda haberla preconstituido, y será necesario aceptar la que se presente, sea la que sea y como sea.

Si el valor de esta prueba consiste en la conformidad de opinión entre diversas personas, el número que de éstas ha de concurrir y sus cualidades deben ser objeto de las leyes.

Convienen la mayor parte de los tratadistas en que el dicho de un solo testigo no puede considerarse como prueba: 1.º, porque es muy fácil que un hombre se engañe en sus apreciaciones; 2.º, porque no lo es menos que sufra la influencia interesada de alguno de los contendientes; 3.º, porque ante su aseveración y la de la persona contra quien depone, no puede el juez inclinarse a una más que a otra, puesto que ambas deben ser idénticas en valor.

No es fácil, en verdad, dictar reglas fijas respecto al valor que deba darse a la deposición testifical dependiente de multitud de circunstancias especialísimas y casuísticas; aceptada esta prueba, es necesario dar cierta latitud al arbitrio judicial; el juez es el único que en cada caso podrá apreciar el valor, la importancia del dicho de un testigo, teniendo en cuenta para ello una multitud de concausas y de circunstancias que variarán en cada caso y en cada testigo que se examine.

No es esto decir que la aseveración de un solo testigo pueda hacer prueba plena, no; la prueba deberá nacer de la convergencia de las declaraciones, no de su absoluta identidad; pero al paso que no debe aceptarse como prueba el dicho de un solo testigo, no debe la ley marcar el número; en una palabra, la prueba testifical no se mide, se pesa por el criterio superior del magistrado. ¿Quién duda que en multitud de ocasiones el dicho de dos personas valdrá infinitamente más que el de diez?

La ley, todo lo más que puede y debe prevenir es que el dicho de un testigo no será prueba bastante para absolver o condenar; pero absteniéndose siempre de fijar el número, a no ser en los casos en que esta prueba toma el carácter de preconstituida, como en los testamentos.

También es difícil fijar las condiciones que deben adornar a los testigos; las leyes han señalado muchas, y han hecho divisiones y clasificaciones inaceptables; esta cuestión, como la anterior, sólo pueden resolverse por el criterio y la ciencia judicial.

Finalmente, las incapacidades y tachas han ocupado a los legisladores de casi todos los pueblos; desde luego son absurdas las que en muchas legislaciones y en épocas distintas se han creado para la mujer.

La ley no debe fijar tachas; el juez debe apurar todos los medios que no se opongan a la moral ni a la justicia para descubrir la verdad.

Respecto a la obligación en que está el hombre a deponer en justicia como testigo, la solución de derecho natural es tan clara y sencilla, como grave la de derecho positivo. Por derecho natural todo hombre tiene una obligación absoluta, eterna, inalienable, de prestar su apoyo al triunfo de la verdad y de la justicia; esta obligación es de moral, es de derecho natural, y nadie puede creerse dispensado de ella por ninguna causa, por ninguna consideración; pero cuando él derecho positivo se ocupa de ella para legislar, reglamentarla y reducirla a términos prácticos, tropieza con un escollo imposible de salvar.

La voluntad humana, en sus manifestaciones negativas, no puede ser vencida por la ley escrita, que se estrellará siempre al hacerlo; el testigo calla y se niega a decir lo que sabe; ¿qué puede hacer la ley positiva? ¿imponerle una pena? El testigo la arrostra y se obstina en su negativa, doblad, triplicad la pena, elevadla hasta donde ha podido llegar la penalidad humana, hasta arrancar la vida al que así se niega a obedecer; el día que muera el testigo es eterno su silencio, y habrá triunfado su voluntad de la ley; lo único que la ley positiva puede hacer, es inculcar profundamente en el ánimo de todos, por una parte las nociones de moralidad, por otra el conocimiento y extensión de los deberes que el hombre tiene, y dejar a su conciencia el cumplimiento de esos mismos deberes.

Bentham341 ha tratado de demostrar que el juramento exigido a los testigos por casi todos los pueblos debía proscribirse como irreligioso e inmoral; esta opinión era una consecuencia necesaria del sistema filosófico del jurisconsulto inglés; en efecto, para el que sigue el sistema utilitario, para el que sólo ve la utilidad como el móvil de todas las acciones humanas, el juramento vale poco o nada, y el hombre no temerá faltar a él si este perjurio puede serle útil.

Bentham, sin embargo, al combatir el juramento de los testigos, se funda en razones especiosas que pueden resumirse en las siguientes: 1.ª, el valor del juramento depende de la fe religiosa del testigo, que el juez no puede valorar; 2.ª, la ley que lo exige del testigo, que el juez no puede valorar, se priva del testimonio de aquellos a quienes su religión les prohíbe jurar; 3.ª, el juramento puede ser motivo de que el testigo que por error o intencionalmente ha faltado a la verdad una vez, persevere en la falsedad por no incurrir en la pena del perjuro. Estas razones se desvanecen sin gran dificultad, porque el que el juez deba pesar la fe del testigo, no se opone a que preste el juramento; pesar debe también el valor de la declaración, y no por esto se proscribe la prueba testifical; en el caso de que se niegue a jurar porque su fe religiosa se lo prohíba, si no se puede pasar sin el dicho del testigo, podrá prescindirse del juramento; si el testigo ha jurado falsamente por error, rectificará, porque no puede alcanzarle la pena del perjuro; si por el dolo o interés, jurando o sin jurar, no rectificará jamás, y si lo hace, su rectificación no deberá tener valor.

Pero si bien no son poderosas las razones de Bentham para proscribirlo, no lo son tampoco para sostenerlo el que haya sido generalmente aceptado por todos los pueblos; porque ese asentimiento general nada racional prueba; lo mismo las grandes verdades que los grandes errores, han sido recibidos universalmente en ciertas épocas; el derecho natural ni lo acepta ni lo rechaza, sólo puede dar como regla en esta cuestión una relativa, fundada en el estado de creencias de cada pueblo, y el juramento será una alta garantía en un pueblo religioso, mientras tendrá poco o ningún valor en un pueblo descreído; si bien una vez aceptado, debe revestirse de grandes solemnidades, y no ser, como es generalmente, un acto que pasa desapercibido en la mayor parte de los casos.

La prueba del juramento tiene por base la moralidad y el sentimiento religioso, que es general en todo hombre, y será más o menos importante, más o menos decisiva, según que esa moralidad y ese sentimiento religioso sean más o menos profundos, pero siempre deberá aceptarse con gran reserva.

10. La confesión es, según la mayor parte de los tratadistas, la gran prueba, la prueba decisiva; casi todos los autores de derecho, la mayoría de los pueblos, la aceptan como la más perfecta de todas, hasta en el caso en que se haya confesado una falsedad, porque la confesión quita el carácter de falsedad al hecho confesado, y sin embargo, bien merece esta prueba algún estudio y tener para ello muy en cuenta la humana naturaleza; estudio que tal vez demuestre que no siempre debe aceptarse como prueba decisiva.

Desde luego debe hacerse una distinción entre la confesión en materia civil y la confesión en materia criminal: a la primera debe darse importancia, porque los peligros que de aceptarla pueden resultar no son graves, y sobre todo serán hijos de un acto libre y espontáneo; pero cuando se trata de lo segundo, necesario es proceder con gran cuidado y no aceptarla como decisiva si no hay alguna otra que le preste fuerza, ya porque los intereses de que se trata son más graves que los civiles, ya también porque puede haber alguna coacción secreta que se escape a la penetración judicial. En un asunto civil el que confiesa una obligación demuestra con su confesión lisa y llanamente, una de dos cosas: o que está obligado, o que no estándolo quiere obligarse; y como el hombre es libre para hacerlo siempre que quiera, la ley debe aceptar en absoluto la confesión.

En un asunto criminal, la confesión va a traer sobre el que la hace un gravamen irreparable, y por lo tanto, puede existir coacción, esto es, puede haber el deseo y la intención de desviar a la justicia de su verdadero camino. Un ejemplo fijará la teoría: se ha cometido un asesinato; se persigue el crimen; se sospecha de una persona y se la prende; pero un tercero aparece y se declara, se confiesa reo de aquel delito, o anticipándose a la justicia misma, confiesa antes que ésta haya dado un paso; contra este reo voluntario no hay otra prueba que su confesión; ¿deberá aceptarse como prueba plena? No, esa confesión puede ser una falsedad; causas graves, poderosas, altamente morales y santas, han podido motivarla, siendo el que la hizo un inocente; el delito se ha cometido, pero no por el que lo confiesa, sino por su padre, por su hijo, por su bienhechor, y este hombre cree que debe sacrificarse por ellos y que su confesión puede salvarlos; pero la justicia, el derecho exigen que la pena caiga sobre el verdadero delincuente; la justicia, el derecho no pueden aceptar, y con razón, esas falsedades sublimes, que no por ser raras, dejan de ser posibles, y por eso no debe aceptarse jamás la confesión como prueba decisiva en materia criminal.

La índole de este libro no nos permite ser más extensos en la materia de pruebas, que ha sido magistralmente tratada en muchas obras especiales, sobre todo en las de BONNIER, ASLON, BENTHAM, y otros.




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Realización del derecho absoluto en el concreto.-De la prescripción


SUMARIO.

1. De la prescripción. Su origen.-2. Es de derecho positivo.-3. Doble efecto de la prescripción. 1.º Cuando crea derechos. 2.º Cuando los destruye.-4. Prescripción de los delitos.

1. La PRESCRIPCIÓN de que hemos hablado repetidamente, ya como medio de adquirir derechos, ya también como medio de extinguirlos, ostenta un doble carácter.

Al estudiar esta institución, lo primero que debemos hacer es fijar su origen.

¿Le tiene la prescripción en el derecho natural, o es una creación del derecho positivo? La prescripción es el medio de adquirir o de perder derechos por un lapso de tiempo determinado; el tiempo trascurrido es el que crea o destruye los derechos.

El derecho en abstracto considerado, los derechos concretos que el hombre disfruta en su vida evolutiva, son nociones espirituales en su esencia, y que sólo pueden surgir, modificarse o extinguirse en virtud de actos puramente espirituales.

Los derechos absolutos existen antes que el hombre; éste no puede variarlos ni destruirlos; nociones eminentemente espirituales, esencialmente racionales, surgen de la razón suprema, se imponen al hombre con fuerza irresistible; son eternos, inalienables e irrenunciables; los derechos concretos o positivos, emanación directa de aquéllos, nacen de la voluntad libre del ser humano, y se extinguen por actos también voluntarios y libres. ¿Dónde está en la prescripción la razón? ¿Dónde siquiera la voluntad libre del hombre? La prescripción es un hecho, una consecuencia del tiempo que corre y se pierde en la nada, y jamás los hechos ni el tiempo podrán ser elementos generadores y destructores de derecho ni de noción espiritual ninguna.

Aglomeremos con la imaginación año sobre año, siglo sobre siglo; no habremos creado un derecho, no habremos destruido un derecho, no habremos variado ni un ápice lo justo ni lo injusto; el hombre tiene el derecho de libertad, el hombre tiene el derecho de apropiación; todo el tiempo que la imaginación pueda sumar, todo el tiempo que la inteligencia pueda reunir, no ya habrán destruido esos derechos, pero ni mermado ni disminuido un átomo siquiera de ellos; porque el tiempo que pesa sobre la materia finita, limitada, que la afecta en su paso de peregrinación sobre la tierra, no puede influir sobre lo ilimitado e infinito, que está por encima de ella y del tiempo, porque el espíritu es inmenso, eterno, infinito.

Porque el hombre es moralmente libre, porque tiene voluntad, porque su personalidad pesa sobre las cosas materiales que le rodean y que le son inferiores, en una palabra, porque es espiritual, ostenta derechos, tanto absolutos como positivos; ha pasado un día, un año, un siglo, ¿será por eso el hombre menos libre, menos espontáneo, menos personal? No, ciertamente. El derecho natural, por lo tanto, no ha dado, no ha podido dar origen a la prescripción.

La ley positiva, al crearla y sancionarla como un medio de crear y de destruir derechos, ¿sanciona un hecho indiferente, o por el contrario, un hecho que se opone al derecho natural? Si lo segundo, la prescripción debe ser rechazada.

2. La prescripción relativamente a los derechos absolutos, desde luego es contraria al derecho racional, y por lo tanto, inaceptable; porque estos derechos son completamente independientes de la voluntad humana; pero como los derechos positivos, concretos, externos que de ellos emanan, deben su origen a la voluntad del hombre, y como son elementos externos y relacionados íntimamente con la materia, pueden por la voluntad del hombre ser modificados o destruidos; la ley positiva, al aceptar la prescripción para los derechos relativos, concretos, positivos, no contraría en manera alguna al derecho natural, no puede, por lo tanto, rechazarse.

La ley positiva, aceptándola, no hace más que interpretar la voluntad humana en bien general; puesto que por una parte se halla con dos hombres, de los que el uno gozaba de un derecho positivo que ha abandonado, del que se ha desnudado por completo, mientras el otro lo ha adquirido, ha gozado de él, ha creado por él nuevos derechos, ha comprometido los derechos de un tercero; la ley positiva interpreta la voluntad del primero como una renuncia, como una dejación de su derecho; la del segundo, como un acto de adquisición del derecho abandonado; por otra parte, el tiempo trascurrido disfrutando uno, privado otro del derecho en cuestión, hace presumir que debió mediar un acto de voluntad que no puede probarse, en virtud del que el cambio de derecho tuvo lugar; la ley acepta como base de esta supuesta convención el acto voluntario presumido, y como prueba el tiempo trascurrido y la aquiescencia del que debió resultar perjudicado, y crea la prescripción, cuyo origen no es el derecho natural, pero que tampoco se opone a él.

Los tratadistas al ocuparse de la prescripción lo han hecho más bien por el prisma de la utilidad que por el de la justicia y el derecho racional; ya teniendo en cuenta que cuando el acreedor ha dejado pasar largo tiempo sin perseguir a su deudor, no sólo ha hecho surgir la presunción de que la deuda ha sido solventada, sino que dando lugar a que el deudor carezca de medios de prueba, le imposibilita la defensa, y que la ley ha debido por medio de la prescripción evitar estos males; ya que al abrigo de la posesión continuada sin contradicción, el poseedor ha podido comprometer los derechos de un tercero, que no deben ser vulnerados por la inercia del verdadero dueño; ya, en fin, aceptando la propiedad sólo como una creación de la ley positiva, creen que ésta podrá hacer en aquélla todas las modificaciones que estime convenientes.

La prescripción no debe su origen al derecho natural, pero tampoco le es contraria, pues que reposa en una presunción legal, y es la prueba de esa presunción, y son posibles ambas cosas porque se trata de derechos concretos, de derechos positivos que nacen de la voluntad libre del hombre, y tienen cierto carácter externo y material en su aplicación a la vida terrena. Por eso la ley positiva modifica el ejercicio del derecho de apropiación, lo limita, lo destruye, cuando en él se falta a algunas de las reglas formales que el derecho positivo prescribe; por eso puede designar la prescripción como una de esas mismas reglas formales de derecho.

Téngase presente que hemos indicado que la prescripción es un medio de prueba más bien que un medio de adquirir derechos, y como contra la prueba puede darse prueba, contra la prescripción están las de mala fe, dolo, ocultación; etc.

3. La prescripción produce un doble efecto: en unos casos sera la prueba en virtud de la que se adquieren derechos, en otros, la que los hace perder.

1.º Para adquirir derechos por medio de la prescripción es necesario que se haya venido poseyendo la cosa sobre que el derecho ha de recaer todo el tiempo marcado por la ley. Esta posesión debe reunir los caracteres siguientes: 1.º, ha de ser pacífica y continuada, esto es, que el poseedor no debe haber sido turbado en su posesión ni por el verdadero propietario ni por un tercero; 2.º, pública, esto es, tal que la hayan podido ver y conocer todos cuantos hayan querido: una posesión clandestina probaría la mala fe del poseedor, la poca confianza que tenía en su título de posesión, y sobre todo, ocultaría al propietario la usurpación de que era víctima; 3.º, un justo título traslativo de dominio, no precario; por eso el acreedor gajista o prendario, el locatario, que poseen, pero que no poseen por sí, sino para el propietario, jamás podrán prescribir; 4.º, buena fe; verdaderamente sólo cuando el poseedor goza de la cosa en la legítima creencia de que es suya, es cuando la prescripción aparece justa.

Realmente, para el detentador de mala fe, para el hombre que ha usurpado las cosas y los derechos de otro, jamás puede producir efectos la prescripción; sin embargo, cuando ha trascurrido tanto tiempo que es imposible probar esta mala fe de origen, cuando la prescripción inmemorial viene a cubrir el hecho, no es posible que la ley la rechace sin producir males de inmensa trascendencia; además, la mala fe debe ser personal, y extinguirse sus efectos desde el momento en que la cosa pasa a un poseedor de buena fe.

Respecto al tiempo por que puede prescribirse, generalmente se ha señalado de conformidad con la ley romana. Tal vez, si se tiene en cuenta la grande actividad, el extraordinario movimiento que a la propiedad se ha impreso en estos tiempos, así como los medios de publicidad con que hoy cuentan las naciones, sería conveniente disminuir el tiempo señalado para la prescripción.

2.º La prescripción, que destruyendo derechos nos libra de las obligaciones recíprocas a esos derechos extinguidos, puede considerarse como una excepción opuesta al que tras largo tiempo de silencio reclama ese derecho. En esta clase de prescripción no puede exigirse ni posesión, ni buena fe, ni acto alguno por parte del que se libra de la obligación; basta sólo con la inacción de aquel que debió ejercitar su derecho, exigir el cumplimiento de la obligación contraída a su favor.

La prescripción debe correr contra todo el que ha abandonado su propiedad; los privilegios que las leyes han concedido a determinadas personas no pueden admitirse, tanto porque la ley debe siempre huir de ellos, cuanto porque estos privilegios se convertirán siempre en daño de aquellos a cuyo favor se han creado.

4. Concluyamos nuestro trabajo, y para ello ocupémonos, siquiera sea someramente, de la prescripción criminal. ¿Prescribe la acción criminal? ¿Prescriben los delitos? Para responder a estas dos cuestiones es preciso separar completamente la materia verdaderamente criminal de la civil, que con ella se une y relaciona estrechamente. Crimen, delito, falta, no es otra cosa más que el hecho, penado por la ley, que causa un mal a un tercero; necesario es, pues, considerar en esos hechos: 1.º, el carácter público que los acompaña por ser una contravención a la ley; 2.º, el carácter puramente civil y privado por razón del daño exigible, ocasionado a un tercero.

Cuando el derecho criminal revestía sus formas rudas primitivas, la prescripción no alcanzaba al delito, pero sí a la acción civil; hoy que se ha querido que al castigo acompañe la compasión, hoy la civilización parece exigir que la pena y el delito prescriban, y en algunos pueblos la prescripción criminal es más rápida que la puramente civil.

Los que sostienen que la prescripción no es de derecho natural, los que creen que la pena es algo más que una expiación, que la devolución de un mal por otro mal, se oponen a la prescripción criminal, fundándose en que la sociedad cumple sagrados deberes al imponer una pena al culpado, y que no puede por ningún título desentenderse ni prescindir de ellos.






 
 
FIN