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Lo actual en lo intemporal de la bucólica: Forner e Iriarte ante las églogas de 1780

Jesús Pérez Magallón


McGill University



El 12 de junio de 1779 la Real Academia Española decide convocar el concurso anual de retórica y poesía. Para el primero, propone un Elogio de D. Alonso de Madrigal, el Tostado, obispo que fuera de Ávila; para el segundo, una Égloga de entre 500 y 600 versos bajo el lema «Elogio de la vida campestre» (Cotarelo 219). El anuncio del concurso aparece en la Gaceta del 20 de junio y establece como plazo de presentación hasta el 31 de enero del año siguiente. Lo primero que uno puede preguntarse es ¿por qué, a estas alturas del siglo dieciocho, una égloga? Lázaro Carreter señaló que revela «una exaltación estética de nuestro siglo XVI» (XIII), aunque también lo ha relacionado con el modelo arcádico italiano (XV), en tanto que Palacios ha apuntado que «[n]o es de extrañar que el nuevo espíritu neoclásico del siglo XVIII vuelva su vista a los antiguos temas clásicos que cultivara el maestro Virgilio o nuestro renacentista Garcilaso» (56n), recordando que otros temas establecidos por la Academia habían sido «Las naves de Cortes destruidas» o «La toma de Granada.» Podríamos añadir que la «Sátira contra los vicios introducidos en el lenguaje castellano» se incluye en ese objetivo académico de restaurar los géneros poéticos de raigambre clásica. Pero ¿es sólo la continuidad del neoclasicismo -que a fines de los setenta ya no es nuevo- lo que subyace a la convocatoria del concurso que nos ocupa?-, ¿O hay alguna dimensión contemporánea en el género y el tema propuestos? Intentaré responder a estas preguntas más adelante. Lo evidente es, como subrayaba Palacios, que hay un deseo explícito por dar nuevo vigor a los géneros clásicos (antiguos y renacentistas), estimulando la composición de semejantes obras.

La reacción de los más afamados vates de la época -y de los no tan afamados- muestra que la propuesta de la Academia caía en un ambiente tremendamente receptivo y favorable para tales géneros y temas. Que una figura del mundo cultural madrileño como Tomás de Iriarte decida participar en el concurso -aunque con discreto seudónimo- es prueba concluyente. Que del núcleo salmantino surja la voz de Meléndez -figura de la nueva generación- para competir y presentarse por primera vez en el escenario nacional, todavía más.

La Junta de la Academia celebrada el 18 de marzo de 1780, y cuyo resultado se publicaría en la Gaceta del 28 del mismo mes, decidió declarar desierto el premio de retórica y conceder el primer premio del de poesía a la Égloga «Batilo», de Meléndez Valdés, y el accésit a la titulada «La felicidad de la vida en el campo», de Iriarte. Es posible que ambos poemas hubieran quedado medio sepultados en el conjunto de la producción de sus autores si Iriarte -ofendido tal vez en su amor propio, en su conciencia de poeta o en su posición pública- no se hubiera sentido obligado a escribir y difundir («des copies commencent à circuler dès le mois d'avril» [Lopez 26]) unas Reflexiones sobre la égloga intitulada «Batilo» para poner en tela de juicio la decisión de la Real Academia, atacando la obra premiada y defendiendo, bien que en breve espacio y con poco estruendoso apasionamiento, la propia. Porque dichas Reflexiones lanzaron a la palestra al campeón de Meléndez y, en consecuencia, adversario en este lance de Iriarte, Juan Pablo Forner - otro miembro de la nueva generación-, quien escribiría su Cotejo de las églogas que ha premiado la Real Academia de la Lengua, y «ne l'a communiqué qu'à quelques personnes de son entourage» (Lopez 261). Las razones que empujaron a Forner a salir en defensa de «Batilo» han encontrado en López (261-4) una explicación convincente, situándolas en el contexto de sus relaciones con Piquer, Mayans y los Iriarte. El mismo Forner se explicaría así: «A fin de reprimirle un poco [a Iriarte] y manifestarle que, siendo la Poética el arte de que más se gloria, ni aun sabe lo que es Égloga, escribí un análisis de la suya y de la premiada» (cit. Lázaro Carreter XXI). La polémica estaba servida, y la perduración de ambas composiciones, vinculada para siempre a elementos extra-poéticos. Extrapoéticos no quiere decir carentes de interés para la poesía, puesto que uno de los aspectos mas apasionantes del enfrentamiento es precisamente el modo en que ambos -Iriarte y Forner- tienen que exponer con mayor o menor detenimiento su concepción de lo que es la égloga para justificar así sus juicios antagónicos sobre los diferentes poemas. En ese sentido, es cierto lo que afirma Navarro González al decir que las Reflexiones de Iriarte son «una de las más interesantes muestras de crítica literaria que sobre una obra contemporánea nos ha quedado del siglo XVIII español» (XXXII); lo mismo que es indiscutible la opinión de Lázaro Carreter cuando concluye su Introducción diciendo que el Cotejo forneriano cuenta «como uno de los más interesantes capítulos de la estética ilustrada española» (XXXIX). Siendo así, resulta sorprendente que, aparte las páginas introductorias de Lázaro Carreter, nadie haya entrado a reflexionar sobre dónde radica el interés de ambos textos, y menos aun a relacionar ese interés con el de las églogas que les dieron origen. Esa es mi intención en las páginas que siguen.




ArribaAbajoDos concepciones enfrentadas de la égloga

Tal vez sirva como punto de partida lo que puede interpretarse bien como ambigüedad de la convocatoria bien como intento explícito de limitar el alcance de la misma. Al pedir una égloga es de suponer que los académicos tienen una idea más o menos clara de en qué consiste el género; y ¿qué otro concepto podían tener sino el expresado por Luzán o, más recientemente, por Burriel? Al proponer como tema el «elogio de la vida campestre» es cuando surgen las dudas. Si como idea de égloga se entiende el que los protagonistas han de ser pastores o vaqueros, el elogio de la vida campestre puede verse como una ambigüedad o como una contradicción, ya que deja abiertas las puertas a otro tipo de personajes que habitan o pueden habitar el campo; o puede suponerse que lo que pretende la convocatoria es ceñir el tema sobre el que deben conversar o cantar los pastores, es decir, eliminar la problemática amorosa como preocupación fundamental para obligarles a limitarse a discurrir sobre las virtudes de la vida en el campo. Veremos que, en gran medida, las discrepancias entre Iriarte y Forner tendrán como punto de partida los términos en que se realiza la convocatoria. Baste recordar que todavía Cotarelo señalaba, para justificar parte de la crítica de Iriarte, que la égloga de Meléndez «es más bien un panegírico de la vida pastoril que de la vida del campo, pues no dice una palabra de algunas faenas y ocupaciones rurales, como, por ejemplo, la agricultura» (223), recogiendo lo que el mismo Iriarte había afirmado en sus Reflexiones. ¿Qué de extraño tiene, por tanto, que esa ambigüedad estuviera en el origen de la polémica lo mismo que lo estuvo en el diseño y composición de las églogas presentadas a concurso?

En efecto, la interpretación del sentido de la convocatoria misma es el pivote en torno al que giran las Reflexiones irartianas. Así, no sólo afirma lo que Cotarelo citarla más tarde, sino que abunda en el mismo sentido a lo largo de su texto, criticando, por ejemplo, el que Meléndez «ha considerado la vida pastoril como compendio de la vida del campo» (17), y, más adelante, al contar y casi burlarse de la cantidad de veces que Meléndez utiliza voces como yerba, pacer, grama, ganado, rebaño, pastorear, escribe: «Difícil será encontrar en toda la poesía castellana égloga que más justamente merezca el nombre de pastoril» (42). En su intento por censurar la égloga «Batilo» y defender la suya, Iriarte se ve impelido a exponer qué entiende él por égloga y qué, más en concreto, por vida del campo. Con esa intención, y no sin cierta ironía, escribe:

Sería hacer notable injusticia a la Real Academia Española suponer que no acertó a explicar bien sus intenciones en la misma lengua cuya propiedad y delicadezas estudia y enseña; porque si aquel sabio cuerpo hubiese querido pedir solamente un elogio de la vida pastoril, ya sea cual ella realmente es en sí, o ya cual nos la pintan casi todos los poetas con más ingenio que verdad, hubiera muy bien sabido proponer por asunto la vida pastoril, y no la vida del campo.


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A partir de esa matización, que conlleva una determinada e intencionada lectura de los términos de la convocatoria, prosigue explicando lo que para él diferencia el campo de lo pastoril:

La agricultura con todos sus ramos es parte principal de la vida del campo que, omitiendo aquélla, no puede decirse que queda elogiada ésta. El campo respecto al que nace y vive en él cultivándole por sí o manteniendo gentes que le cultiven; el campo respecto al que se retira a habitarle para contemplar allí los portentos de la sencilla naturaleza lejos del bullicio de las grandes poblaciones; el campo respecto de los bienes reales que de él se sacan para el uso de la vida humana; el campo considerado como origen de la felicidad de los estados; el campo, en fin, cuyo cultivo es obligación impuesta al hombre por su Criador desde los principios del mundo, éste es el campo que debía mirarse como único objeto de la alabanza que pidió la Real Academia Española en términos que ni son capaces de tergiversarse, ni necesitan la menor interpretación para que todos los entendamos.


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Las frases finales pretenden claramente dar una versión unívoca e indiscutible al sentido de la convocatoria para, de ese modo, justificar los aspectos centrales de su crítica. Puesto que, si se acepta su visión del campo y su vinculación con la égloga, es lógico echar de menos en el poema de Meléndez las mieses y las viñas, la pesca y la figura del cultivador, es decir, del labrador. Debido a esa coherencia, Palacios no duda en afirmar, siguiendo a Iriarte, que «"Batilo" no es en modo alguno la suma del espíritu ilustrado: sobra la ficción pastoril y faltan los aldeanos racionales y reales en su verdadero contexto» (57). Siguiendo su propia lógica, para Iriarte los protagonistas del género no pueden -o no deben- seguir siendo los pastores, sino que otros habitantes del campo, más esforzados, útiles y productivos tienen pleno derecho a ocupar ese lugar. En un momento de rapto dialéctico, llega a afirmar «cuán limitadamente trazó el autor de la égloga la pintura del país que se le pidió» (20). Pero, se pregunta uno, ¿acaso se había pedido una pintura del país?

Sobre el mismo tema vuelve en su Conclusión. Tras decir que «son contados los poetas que han escrito sobre las verdaderas ventajas de la que con propiedad debe llamarse vida del campo» (63), sostiene -tornando su interpretación por la realidad- que ése es el tema «que la Real Academia propuso, y el que parecía digno de que se ejercitasen los ingenios españoles, pues sobre la vida campestre podían decir cosas, si no enteramente nuevas en la substancia, nuevas a lo menos en la expresión» (63). Después de haber -o haberse- convencido de que la égloga debía versar sobre la vida campestre, concepto muy diferente y más amplio que el de vida pastoril, con protagonistas que no forzosamente debían ser pastores, comenta sobre su propio poema:

Si hubiera creído aquel docto cuerpo que esta segunda composición premiada no merecía nombre de égloga por no ser precisamente bucólica, y que como tal era poesía de género diverso del que había propuesto para el concurso de premios, lejos de haberla mandado imprimir con el título de égloga la hubiera excluido desde luego... antes bien debió de conceptuar que cumplía a lo menos con la primera condición prescrita de ser verdadera égloga. (64-7)

Aquí llegamos al meollo de la cuestión: «ser verdadera égloga» o no serlo; responder a los criterios de la convocatoria o no responder. Es evidente que la opinión de Iriarte tiene en cuenta un hecho formal decisivo: la Academia la ha premiado como tal, o sea que lo es. Luego si su poema es égloga y el concepto de campo que él sostiene es adecuado -es decir, comprobable en la realidad misma de las cosas-, no puede entenderse como le han dado el premio a Meléndez ni por qué a él le han dado sólo el accésit.

En relación con esos elementos, aparece otro criterio sostenido por Iriarte con vehemencia tanto en el plano teórico como en su composición poética: el principio horaciano de la necesidad de unir lo deleitable con lo útil, porque «el fin general de la verdadera poesía no es únicamente deleitar, sino también instruir, y el poeta que trata de la vida del campo no tiene privilegio especial para prescindir de lo útil contentándose sólo con lo agradable» (20). De ahí que se extienda en uno de los apartados de sus Reflexiones, el «Artículo II. Doctrina de la égloga», para indicar que Meléndez ensalza la ociosidad de los pastores, olvida las fatigas del agricultor, no inspira amor al trabajo ni alaba la industria y deja de lado el papel que la religión y la política unidas desempeñan en el mantenimiento de la situación en el campo, para concluir que «todo lo que no es elogiar la vida del campo por las utilidades reales y efectivas con que nos da el premio de cuanto en ella se afana y se padece es copiar exageraciones fabulosas ya olvidadas de puro repetidas» (21). Iriarte, como veremos mas adelante, alude directamente al topos de la Edad de Oro para proponer una sustitución radical de esa concepción como base de la poesía bucólica.

Un último rasgo que Iriarte se esfuerza por subrayar -al tratar de su propia égloga- es «el estilo elegante, bien que no remontado, que en ella se usa» (64-5), volviendo al final a mencionar que «no porque su estilo tiene la moderada elevación que conviene entre sujetos de alguna instrucción» (67) la Academia ha inferido que no se trate de una égloga.

Insisto en que es ahí donde radica lo esencial del asunto y, por ende, de la polémica. Porque todas las críticas minuciosas en que se extiende Iriarte no tendrían mayor trascendencia si se respondiera a esas preguntas de modo opuesto, y porque otras ideas que expresa Iriarte sobre la égloga son comunes a las que defiende y desarrolla Forner, tal es el carácter dramático del poema o la mezcla de canto y diálogo.

Tomando el toro por los cuernos, Forner plantea desde el comienzo de su Cotejo, obra casi tan primeriza como la égloga de Meléndez, un intento de definición precisa de lo que es la égloga:

es poema, unas veces dramático, las más mixto. Las personas que le componen son humildes pastores, zagales, ninfas, o sean zagalas, etc. Estas personas por necesidad han de tratar cosas humildes, conforme a su estado y naturaleza... en el modo de explicar sus pensamientos obrarán simplemente, acomodándose no sólo a la sencillez natural, sino también a las cosas de que tratan y en que entienden, por lo común.


(6)                


La expresión por lo común, enfatizada por el autor, le permite dar entrada a su concepto de la imitación en lo universal, porque «el poeta está obligado a describir las personas según debieran ser en la mayor parte de los individuos» (6), idea que desarrollará en otros lugares.

Más adelante, al hablar de la fábula (no en el sentido de mito o ficción), insiste en que la «de una égloga ha de consistir precisamente en la imitación de la vida pastoril o rústica» (7). La égloga debe, como todo poema, respetar el decoro poético, o sea, «una imitación universal de las inclinaciones y condiciones de los hombres, aplicada a determinadas personas y expresadas en ellas» (9). Así, para imitar «la sencillez de un pastorcillo» (9), se lo representa en la fantasía «abstrayéndolo de las personas, a la manera que de la materia se abstraen los modos y accidentes, contemplándolos el entendimiento solos por sí, sin tener respeto a la materia» (9), en un proceso que parece tener más de racional que de sensible, con lo que no se acerca demasiado a lo que es la creación melendeciana. Pero esa imagen de la fantasía debe aplicarse a ciertas personas, y éstas sólo pueden ser o nobles o plebeyas. Estas últimas, o rústicas o urbanas. Puesto que de las últimas se ocupa la comedia, las primeras quedan reservadas para la égloga, «que por esto se reduce al género cómico» (10). La constitución puede ser natural o artificial, pero «hay todavía otra especie de constitución que se puede llamar mixta o, más propiamente, disimulada, la cual a primera vista parece naturalísima, pero bien examinada contiene un artificio maravilloso» (11); y como el poeta «debe perfeccionar y apartar sus escritos cuanto le sea posible de la esfera de la medianía» (12), sugiere Forner que el buen poeta «usando del artificio mixto, hará la égloga de modo que, a primera vista, parezca la cosa más natural del mundo, pero interiormente ordenada con aquella disposición oculta que produce lo admirable y maravilloso» (12), afirmación en la que parecen resonar las palabras de Boileau a Racine: «Faire difficilement des vers faciles» (cit. Poggioli 157) y que Moratín formulase como la «difícil facilidad» (Pérez Magallón, «Introducción» 49-50).

Pasando al estilo, lo separa en tres elementos: los pensamientos, las palabras y el número. Para los primeros, remite al decoro: cada cual debe hablar como quien es, matizando, sin embargo, que al tratar de personas humildes se corre el riesgo de caer en dos peligros: «la rigurosa imitación de su condición, y la inverosimilitud» (13). Si los pastores hablaran como quien son, «las églogas serían los ejemplos de la rudeza y barbarie» (14), de modo que aconseja, muy horacianamente, el justo medio que consiste en «perfeccionar la naturaleza, describiendo estas gentes sencillas con toda la sencillez que pueda caber en ellas; pero con sencillez discreta, de modo que sus pensamientos, ni se hagan inverosímiles por lo agudo y brillante, ni enojosos por lo salvaje y nido» (14). En cuanto a las palabras, afirma: «La vida rústica es sencilla; la égloga imita está sencillez en los pensamientos de las personas; y, por consiguiente, deberá también imitarla en las palabras con que se explica» (14).

Por último, al referirse al número, distingue entre prosaico y poético, para concluir que, puesto que la égloga pertenece al género cómico, debe utilizar las voces propias de la comedia, pero «tiene que mantener necesariamente el carácter poético» (15), es decir, que no ha de asemejarse a la prosa, «porque es poema; la comedia, al contrario, porque casi no es poema» (15). El carácter es «aquel aire singular y propio que distingue un poema de un razonamiento prosaico» (17), afirma, pero en cada uno de los poemas «el carácter es diferente según lo sean los colores [o figuras de palabra] de quien resulta» (17). Concluye, sin embargo, subrayando que juzgar el estilo de una composición es tarea no fácil, porque «requiere un grande conocimiento del bello, en general, y del bello poético en particular, y una diligente lectura de los mejores poetas, hecha con mucha observación» (17-8). Lázaro Carreter (XXIX) ha intentado encontrar en el Cotejo una expresión clara del precepto horaciano de lo utile dulci, pero Forner apenas, muy apenas, roza el primero para insistir sobre todo en el segundo, ya que ahí se diferencia radicalmente de Iriarte y responde mucho mejor a la composición de Meléndez: el fin de la égloga es deleitar y recrear los ánimos de los lectores. A partir de tales supuestos, la crítica que Forner le endosa a Iriarte se desprende por sí misma.

Como puede colegirse fácilmente de las ideas que ambos expresan en sus respectivos escritos, Iriarte y Forner están hablando de dos tipos de composiciones que no son la misma, aunque reciba el mismo nombre. ¿Desde cuándo la égloga trata de la vida del campo, a la manera en que lo entiende el autor de las Reflexiones? ¿Dónde ha encontrado Iriarte que los personajes de una égloga puedan ser un labrador rico y un caballero cortesano retirado a la aldea? ¿En quién ha visto que el estilo de las églogas pueda ser elevado? Lázaro Carreter lo ha formulado magistralmente: «Los mayores y más fundados reproches que Forner hace a su enemigo se basan en haber faltado a esta clara distinción, en haber desencajado la Égloga de los verdaderos límites del género» (XXXI).

Suponer que existe a lo largo de la historia una sola concepción de lo que debe ser la égloga es esperar lo excusado. Ni siquiera se dispone de la autoridad de Aristóteles para basar una opinión que quiera tener visos de indiscutible. La noción que llega al Renacimiento, éste reelabora y alcanza hasta el XVIII ha sido estudiada por López Estrada (424-77), y su exposición permite constatar la variedad de matices -dentro de una unidad esencial- que a lo largo de los siglos ha recibido el intento de delimitación del género. Las ideas expresadas por Forner se ajustan con gran fidelidad a las definiciones contenidas en numerosos autores de poética y retórica, desde Escalígero, Herrera o López Pinciano hasta Luzán y Fontenelle -a pesar de ciertas críticas puntuales pasando por Boileau, el Horacio de la Francia. Sin embargo, para encontrar el origen de las de Iriarte es preciso indagar un poco más allá. Cuando justifica la presencia de un labrador rico y un ciudadano retirado puede estar simplemente ampliando el abanico de posibles personajes bucólicos, posibilidad abierta al aceptar a los pescadores y a los cazadores, o tal vez, y me inclino por esta opción, está mezclando en su concepción de la égloga lo que en Virgilio aparece separado en dos libros, Bucolica y Georgicon. Y con esa fusión mental puede relacionarse asimismo la defensa de un estilo elegante para una égloga, pues es bien sabido que, ya en la Edad Media, en la exposición y enseñanza de los tres estilos, Virgilio encarnaba los tres con sus tres obras, identificándose el humilde con las Églogas, el mediano con las Geórgicas, y el sublime con la Eneida. Podría haber reforzado la justificación del estilo elevado el hecho de que Minturno hubiera situado la bucólica y pastoral en el grupo de la épica, aunque para él eso sólo significaba escribir en el estilo «che prosa communmente si nomina» (cit. Lopez Estrada 439). Claro que el estilo en que está concebida la Égloga IV virgiliana podría ser otro ejemplo al que remitirse para justificar un modo expresivo que no es propiamente el humilde.

Pérez Magallón ha subrayado como durante el XVIII sólo Mayans establece cierta diferencia entre la égloga y la bucólica (En torno 179). La primera «es una representación de la vida pastoril» (1:304), ejemplificada por Teócrito, Virgilio y Garcilaso, y la segunda, «una representación de la vida del labrador perfecto» (1:304), tal y como se halla «en los libros Bucólicos [tal vez sea un error por Geórgicos] de Virgilio» (1:304), que no son exactamente lo mismo que los libros de Marco Varrón; y al hablar del tipo de narración que debe caracterizarlas afirma que la de la bucólica «debe ser sencilla, adornada de semejanzas del campo y de bellezas naturales» (1:346), en tanto que la de la égloga ha de ser «naturalmente discreta, hermoseada de semejanzas pastoriles» (1:346). Pero es difícil suponer que ahí haya encontrado Iriarte justificación suficiente para introducir en su égloga las innovaciones que encontramos. Sin embargo, y aunque resulta muy problemático hallar en los tratadistas o teóricos de la poesía elementos que justifiquen la posición de Iriarte, más importante resulta averiguar las razones que tiene para defenderla. Y es que para él sólo un concepto más amplio de lo que es la égloga le permite desarrollar un elogio de la vida del campo que incluya o acepte como elementos centrales la capacidad retórica y racional de los personajes -cosa muy difícil con pastorcillos simples, tiernos y naturales- así como la visión ilustrada de la vida agrícola. Como ha apuntado Sebold, es muy posible que Iriarte fuera consciente «del agotamiento artístico de la égloga» (Rapto 236), o tal vez es probable que no viera en su forma tradicional el género adecuado para desarrollar sus hondas convicciones ideológicas y poéticas. Forner, como teorizador -incompleto- de la poética de Meléndez, no tiene ninguna necesidad de presentar o desarrollar una nueva concepción, o una concepción novedosa, de la égloga. Todo lo que hace Meléndez se encuadra perfectamente en la tradición bucólica. Y lo nuevo melendeciano sigue caminos que no ponen en tela de juicio la noción misma del género según las aproximaciones tradicionales.




ArribaAbajoDos estrategias para la actualización del género

En sus Reflexiones Iriarte muestra claramente por dónde va su concepto de la poesía y, más en concreto, de la égloga: «probar... la sólida doctrina de que el hombre tiene razones físicas y demostrables para creerse feliz en la vida del campo» (67). Refiriéndose a lo limitado de la égloga premiada, cree que así no podrá «nunca llegar al corazón, ni menos persuadir al entendimiento» (21). De esa manera está claramente formulada la idea irartiana: persuadir al entendimiento, aunque sea pasando por la conmoción de los afectos. El objetivo de la égloga debe ser unir lo útil y lo agradable para convencer por medio de argumentos racionales de la ventaja que tiene la vida del campo sobre la vida de la ciudad. Y precisamente porque de lo que se trata en su opinión es de convencer racionalmente, puede comentar sobre «Batilo» que el poeta que aparece al final de la misma «no pudo oír cosa que verosímilmente le aficionase a la vida del campo» (35), o, como dice antes, «los pastores no se lo dicen en términos capaces de convencerle» (16). Pero debo subrayar que el mismo Iriarte añade que (o da por supuesto que) ese personaje es un «poeta racional» (19). Es por tanto lógico que, al encontrar reparos al plan de la égloga de Meléndez, uno de ellos sea que no ha puesto al final las principales razones que deben convencer o persuadir al entendimiento, «pues, según buena retórica, debía esperarse que estuviesen reservados para aquel lugar los argumentos más eficaces a favor de la vida del campo» (15-6).

En otros términos, parece que para Iriarte la égloga es una versión en verso de un discurso político regido por las leyes de la retórica que, si bien utilizan los afectos, es con el fin superior de la persuasión o convencimiento, objetivo éste que se sitúa en el terreno de la razón. Por eso mismo, para él es evidente que «el poeta» que aparece en «Batilo» no ha podido quedar convencido de las ventajas de la vida pastoril campestre. Para Iriarte, el ejemplo por sí mismo, que es lo que subraya Meléndez, no puede dar lugar a la persuasión. Iriarte no encuentra razones para estar convencido. El «poeta» de la égloga melendeciana, por su parte, lo que hace es observar y sentir una realidad convincente por sí misma. Ya lo había visto Quintana, cuando escribía en la Vida de Meléndez: «los pastores de Iriarte controvierten su argumento, y uno de ellos da a su compañero una lección de economía doméstica y aun de moral; los de Meléndez sienten, y la expresión de su sentimiento y de su alegría... es el más bello elogio de la naturaleza campestre y de la vida que se disfruta en ella» (cit. Cotarelo 226). Y si bien esa actitud de Iriarte no le permite valorar adecuadamente la égloga de Meléndez, es la base sobre la que se cimienta su modo personal de actualizar el género. En su calidad de poetas, es cierto lo que afirma Palacios al decir que son «dos maneras de concebir la poesía frente a frente» (57).

Sin ser el de Iriarte un poema de contenido esencialmente ilustrado, son evidentes algunos temas propios de la poesía de la Ilustración. Pues, como afirma Palacios al comparar la égloga de Meléndez a la de Iriarte, «representa una actitud la suya más ilustrada respecto al hecho pastoril» (57). He aquí algunos de esos temas: la descripción-denuncia de la situación del campesino (47a); el ataque contea el ocio e improductividad que caracteriza a la «elevada clase» (49a); la concepción de la agricultura como fuente esencial de la felicidad -ergo riqueza- de los países (49b); la promoción de las diversiones populares -en consonancia con las ideas de Jovellanos- como sustituto de los vicios cortesanos (49b-c); la importancia de la ganadería (49b), el comercio y la navegación (50a) para el desarrollo de los pueblos; el elogio del monarca por su política ilustrada (50a). Interesante sería detenerse a analizar esas ideas según el contenido o la intención de clase que las guía, es decir, su carácter «propagandista.» Albano pretende convencer al labrador -rico, subrayémoslo- de lo dichosos que son los campesinos que asumen y aceptan su papel social sin plantearse la justicia o injusticia de su situación o, mejor, sin querer modificarla. El labrador debe estar contento con su estado porque es una pieza más -esencial, sin duda- en el mecanismo de la vida económica y social. Por eso Albano relaciona inmediatamente la producción del labrador satisfecho con el fabricante, que «valor aumenta» a los productos agrícolas, y con el comerciante, «diestro navegante» que los coloca en los diferentes mercados.

Por otra parte, Albano utiliza para convencer a Sileno el hecho de que el que ama la vida campestre en la naturaleza «sus sentidos lisonjea» (47b). Sin embargo, de entre los sentidos que pone en juego Albano uno destaca sobremanera, la vista: «Un deleite recibe cuando tiende / la vista por las fértiles campiñas» (47b), se ve un arroyuelo manso (no se oye) «que desciende» (47b); un cultivado huerto en el que florecen toda clase de plantas; la anchurosa alameda «ve retratada» (47b); la angosta vereda «apenas se descubre en el sembrado / por partes matizado» (47b, los énfasis son míos). Es cierto que poco después menciona los «aromáticos olores» (48a) y «los gorjeos olvidados» (48a). No obstante, da toda la impresión de que Iriarte no observa la realidad. Al hablar de la puesta de sol (48a), más bien parece como si estuviera contemplando un cuadro y describiéndolo. Por eso me parece muy oportuno el comentario de Cano Ballesta cuando escribe: «Yo diría que Iriarte está evocando un ocaso muy próximo a los que solían pintar un siglo después los impresionistas» (14). Aunque más bien parece que la naturaleza está en su poema como vista a través de otro arte, que en este caso es la pintura. No la realidad, sino la versión pasada por el pincel de algún diestro artífice pintor. Cuando Albano defiende los límites de la poesía porque intenta «pintar milagros que pintar no puede» (48a) está -más allá del tópico horaciano ut pictura poiesis- proporcionándonos tal vez la clave de su percepción de la realidad. Sus protagonistas son individuos racionales, en efecto, más que seres tiernos y sensibles -lo que no impide considerar a su autor como ser sensible, claro. El labrador rico y el caballero de la ciudad que se retiró a vivir al campo conversan, sin embargo, como si estuvieran en el gabinete de Iriarte ante algunos cuadros delicados, y no en medio de la naturaleza, impregnándose sensorialmente de la realidad que los rodea.

He reservado hasta aquí el tópico de la Edad de Oro porque es un evidente punto en común, en el que ambos poetas divergen hasta enfrentarse absolutamente. Tiene razón Cano Ballesta cuando afirma que el poema de Iriarte «se desarrolla dentro del marco bucólico, beneficiándose de su prestigio y ateniéndose a las fórmulas del género pastoril» (12). Pero veamos como considera el topos arcádico. En respuesta a los primeros elogios que Albano lanza sobre la vida campestre, dice Sileno, el rico labrador de la égloga de Iriarte que quiere dejar el campo para instalarse en la ciudad:


Esas gratas imágenes
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
pueden servir de pasatiempo vano
a quien no se figura
que expiró la feliz edad de oro
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
jamás el corazón se satisface
si delicias no goza verdaderas;
y de cuerdas razones
creí que tu consejo abundaría
antes que de pomposas descripciones,
hijas de la fecunda fantasía.


(48a; el énfasis es mío.)                


La actitud de Iriarte resulta evidente: el mito de la Edad de Oro, el sueño de una Arcadia en la que el hombre era inocente, libre, dueño de lo que le rodeaba, feliz, ha muerto. De él sólo queda literatura, «pomposas descripciones» salidas del cerebro de los poetas. La realidad se impone y exige satisfacciones verdaderas. Por tanto, inútil será recurrir a las bellas imágenes de que está llena la literatura pastoril; el presente exige «cuerdas razones» que demuestren y convenzan al campesino que debe seguir vinculado a su tierra. De la Flor sostiene que la pastoral dieciochesca vehicula «más ideología vinculada al humanismo agrícola... que al espíritu del Informe librado por Jovellanos» («Arcadia» 138). Tal afirmación ha sido rebatida por Cano Ballesta, quien ha establecido con toda contundencia y razón que «Iriarte no se ha entregado a un evasivo utopismo pastoril» (21) sino que «está situando su égloga en esferas próximas a la realidad socio-económica» (21).

Con una actitud completamente opuesta, Meléndez crea en «Batilo» una naturaleza placentera, amistosa, tranquila, igualitaria. El espacio en que se mueven sus pastores es arcádico, es decir, pertenecen de pleno derecho a lo más convencional del género. Por lo tanto, no es de extrañar que Batilo comente:


Así Tirsi decía
que la primera gente,
como agora vivimos los pastores,
por los campos vivía
en la edad inocente,
antes que del verano los ardores
marchitaran las flores;
cuando la encina daba
mieles, y leche el río;
cuando del senorfo
los términos la linde aún no cortaba,
ni se usaba el dinero,
ni se labraba en dardos de acero.


(177b)                


Es cierto, por el otro lado, que la égloga «Batilo» no acoge la serie de motivos ilustrados que destacan en la de Iriarte. Dice Palacios que «[e]n Meléndez se sigue aquí la noción tradicional de la pastoral clásica, aunque adobada en algunos momentos con ideas... que nos hablan de un nuevo espíritu» (57), pero esos momentos no los encuentra el crítico en «Batilo.» Por el contrario, casi se podría afirmar que se expresan más bien ideas que pueden parecer o interpretarse como claramente anti-ilustradas, lo cual tampoco implica caer en el humanismo agrícola. Al elogiar su propia vida como pastores, Batilo y Arcadio no tienen el menor reparo en dar rienda suelta a su «menosprecio» de la marina y la navegación:


Mejor es la galana
vega, Arcadio, con planta hollar segura,
tras mis mansas corderas,
que el ver navíos ni borrascas fieras.


(176b)                


La acusación de Iriarte contra el vencedor del concurso se justificaría plenamente. Lo que sucede es que Meléndez no está intentando escribir un poema ilustrado, sino que todo su esfuerzo se centra en la mejor y más perfecta imitación de la égloga clásica y renacentista. Como prueba de ello, baste recordar cómo Demerson llamó la atención sobre el tipo de estrofa y de esquema de rimas elegido por Meléndez para «Batilo» tomados de la Égloga II de Garcilaso, versos 38 a 76, «en el pasaje en que Salicio parafrasea el Beatus Me» (1:225); e incluso ha apuntado que el verso inicial de la égloga melendeciana se podría ver «como el corolario del comienzo de la primera égloga garcilasiana» (1:227). Además, la presencia de elementos de Teócrito, Virgilio, Horacio, Garcilaso y fray Luis de León es más que evidente. Imitar sin espíritu servil, con afán de superación, a los clásicos, antiguos, renacentistas y contemporáneos, es una labor tan actual y actualizadora como la de escribir poemas ilustrados. Sostiene de la Flor que la égloga es «género cuya formulación abstrae (o suele hacerlo) la idea de la ciudad, ya que el tiempo ideal que diseña es un tiempo previo a la dialéctica ciudad/campo» («Arcadia» 138). Pero parece olvidar dicho crítico que, como recuerda Herrera en sus Anotaciones, ya Quintiliano había comentado que «aquella musa rústica teme el trato ciudadano y solamente se satisface con el campo» (475); que, por otro lado, la Égloga I de Virgilio plantea claramente la contraposición, cuando dice Títiro:


Vrbem quam dicunt Romam, Meliboee, putaui
stultus ego huic nostrae similem, quo saepe solemus
pastores ouium teneros depellere fetus,


(19-21)                


y, sobre todo, que la bucólica renacentista fundirá a Teócrito y Virgilio con Horacio, y en especial su Beatus ille, de manera que la presencia de la ciudad será tema frecuente en la producción bucólica desde entonces. Por ello, la contraposición campo-ciudad -que es topos tradicional, pero que también se impregna de connotaciones actuales- está plenamente subrayada en ambos.

Para Iriarte, el filósofo -ciudadano, claro- puede conocer y explicar la vida de los animales o de las plantas, pero no las contempla; la comida del campo es más sana: «Dejemos que sus viandas inficione / aquel arte exquisito / que a un breve gusto la salud pospone» (48b); el ciudadano envidia el fácil sueño del campesino; el ocio urbano -de la elevada clase- da lugar a complexiones malsanas; la mujer de la ciudad debe recurrir al campo para encontrar un ama de cría; el traje de los cortesanos es superfluo y llega a la extravagancia; el estilo urbano es artificioso; los sentimientos -desinterés, amistad, amor o cariño- son más puros en el campo; en la ciudad hay nocivas distracciones, en tanto que el labrador trabaja, produce y está contento: por último, la vida rural ofrece diversiones sanas e inocentes. Uno podría, con todo derecho, dudar que esos argumentos convenzan a quien había dicho que quería irse a «un pueblo donde reina el lucimiento, / la culta urbanidad y, en fin, la vida / cómoda al mismo tiempo y divertida» (47a).

Los pastores de Meléndez son tan felices que no necesitan que nadie les explique lo maravillosa que es la vida del campo. Ellos mismos expresan su rechazo de la ciudad, de las riquezas, del alboroto ciudadano, bien por sensaciones personales, bien por la experiencia de otros que han pasado por su bosque. Las imágenes más radicales las expresa Arcadio contando lo que dijo el sabio Elpino: «¡Qué cosas no decía, / después, de los arteros ciudadanos!» (176b): hipocresía, envidia, ambición criminal, indecencia, interés, «esto contaba Elpino / de la ciudad, después que al campo vino» (176b).

Es probablemente también cierto que su poema «Batilo» -recordemos que es el primero con que se muestra en la escena pública española- no contiene la variedad de imágenes que tendrán otras composiciones suyas posteriores. Pero lo verdaderamente contemporáneo de Meléndez, lo que convierte su poema en un texto de tremenda actualidad en el último cuarto del XVIII, es la forma desbordante por medio de la cual construye un mundo en el que las sensaciones, lo sensorial, domina todo el conjunto. Antonio Tavira, juez en el concurso, afirmaba que la égloga «olía toda a tomillo» (cit. Palacios 59). Esa sensorialidad que Palacios ha resaltado claramente: «Una y otra vez se vuelve a la naturaleza con un profundo goce de los sentidos» (59), subrayando la presencia de las sensaciones olfativas. Y precisamente ese aspecto no aparece debidamente señalado en el Cotejo de Forner, excepto que entendamos que a eso se refiere cuando habla de las imágenes que debe utilizar el autor de églogas, o la sencillez embellecida que debe caracterizar la expresión de sus personajes. Sin embargo, me parece importante subrayar que, mientras Luzán se limita a afirmar que el estilo bucólico «ha de ser fácil, natural, tierno y suave» (549), Burriel se atreve a ir más allá para sostener que «[l]as comparaciones se toman de las cosas más sujetas a los sentidos pastoriles, como de las fuentes, yerbas, ganados, árboles, aves, etc.» (195, el énfasis es mío). En otro contexto, ya Sebold comparaba una anacreóntica melendeciana («El arroyuelo») con otra de Villegas para poner de relieve cómo en la del primero «se nombran el oído y la vista, y estos sentidos, junto con el tacto... y el gusto... contribuyen a la representación de una naturaleza dinámica y viva... todo ello debido a la observación sensualista lockiana en un poeta que consideraba al filósofo inglés como una de las lecturas más importantes de su vida» («Prólogo» 44), subrayando el naturalismo de Meléndez y «la delicia con que se demora... en describir todos los detalles reales de la escena que contempla» («Prólogo» 45).

Volviendo a las preguntas que hacía al comienzo de este trabajo, tal vez estemos ahora en mejores condiciones para responderlas. Curiosamente, Palacios lanza sobre Meléndez una de esas «acusaciones» que no dejan de resultar sorprendentes, pues dice de él que «no pudo nunca desprenderse de la hojarasca pastoril» (58). ¿No resultan familiares esas palabras, aplicadas en otro tiempo a la actitud cervantina hacia el mismo género? En el arranque de su hermoso aunque inacabado libro Poggioli escribe:

The psychological root of the pastoral is a double longing after innocence and happiness, to be recovered not through conversion or regeneration but merely through a retreat. By withdrawing not from the world but from «the world», pastoral mantries to achieve anew life in imitation of the good shepherds of herds, rather than of the Good Shepherd of the Soul.


(1)                


Esa búsqueda, ese anhelo de inocencia y felicidad, ¿tiene tiempo y lugar, o forma parte de la esencia misma del ser humano? Y si es consustancial a él, ¿puede desaparecer? Y si no, ¿qué mucho que ese deseo se plasme literariamente en textos bucólicos mientras el género se valora y se respeta?

En la pastoral renacentista -de la que Cervantes está impregnado y cuya presencia persiste en él hasta su muerte- el ámbito arcádico tiene dimensiones filosóficas demasiado profundas como para considerarlo un mero aspecto formal o convencional. Eso ya lo puso de relieve hace tiempo Américo Castro, y en esa línea han seguido otros críticos. Sin embargo, a juzgar por una opinión como la de Palacios, parece ser que lo pastoril se ha convertido en el siglo XVIII en un simple artificio, en un elemento decorativo que adorna bien los salones o sirve de materia para las figurillas rococó. (La revisión crítica a que ha sometido de la Flor [«Convencionalismo» 58-64] tales aproximaciones a la pastoral dieciochesca es esencial para un mejor conocimiento de la misma.) Sin embargo, desde la «Arcadia» italiana hasta los poetas de principios del XIX (por no extenderme más allá) se sigue cultivando el género pastoril. Y no por razones tan superficiales, precisamente en el siglo moderno por excelencia. Razón, sensación, experimentación, ciencia, filosofía, ¿todo eso sería compatible con un género exclusivamente superficial y ornamental? Es difícil aceptarlo.

Si en el Renacimiento el marco pastoril era el más adecuado -el único en que se podía desarrollar una casuística -y una psicología- amorosa acorde con el neoplatonismo de la época, integrando religión y amor en el contexto más propicio para ello, el siglo XVIII seguirá recurriendo al mismo escenario para situar en él otras preocupaciones, otros intereses, otras visiones del mundo que, éstas también, encuentran en el bosque arcádico su lugar idóneo. Quiero o debo insistir en que aquí el campo o el escenario rural no es sólo el telón de fondo de las quejas amorosas de los pastores. La trascendencia religiosa del campo en la pastoral dieciochesca sobresale entre otros asuntos de gran significación, algunos de los cuales ya se han visto más arriba. Ha escrito de la Flor que «[l]a identificación que se realiza entre la pastoril dieciochesca y la ideología cristiana tampoco resulta... una formulación ajena a la tradicionalidad» (138). ¿Cómo va a resultarlo, si el género es en sí la tradición? Sin embargo, al decir religiosa no hay que entenderlo en el sentido cristiano o en el pagano cristianizado del neoplatonismo. En Iriarte como en Meléndez el campo es, por encima de todo, la concreción indiscutible y magnifica del sumo poder de los deístas, de un panteísmo difuso vinculado con él, o del Dios cristiano. Véanse si no los versos de Iriarte cuando Albano trata de proporcionar a Sileno argumentos racionales y mostrarle las utilidades del campo para que siga viviendo en él:


¿No sientes cómo en él la omnipotencia
del soberano Autor del universo
respeto bien diverso
y gratitud más tierna nos inspira
que en las grandes ciudades? ¿Quién no admira
la sabia providencia
con que envía alternadas estaciones
que, al curso de los astros obedientes,
vegetales renueva a millones,
ocultos minerales y vivientes?


(48a-b)                


Al sumo Hacedor se le percibe en el campo, en la naturaleza, mientras que la ciudad no hace sino ocultarlo. Meléndez, que no pretende convencer a nadie por medio de argumentaciones más o menos sólidas, muestra una naturaleza bella, esplendorosa y placentera. Ciertas exclamaciones parecen emparentar la sensación de los pastores con la de los místicos o contemplativos; pero en cuatro versitos pone el poeta en estrecha relación el campo en que se mueven y hablan Batilo y Arcadio con el sumo bien:


Los cielos soberanos
bendiceli su majada,
y él con sencillo celo
da bendición al cielo.


(177a)                


Estos pastores -a quienes la crítica ve como dechado de artificiosidad- huyen del artificio de la ciudad y de todos los aspectos negativos de la vida urbana. Porque hablar del artificio o la convencionalidad de la literatura pastoril es plantear el estudio e interpretación de los textos literarios pastoriles en este caso -en unos términos absolutamente ajenos a lo que es la literatura. Que la literatura pastoril está construida a base de convenciones y de artificio es algo que han sabido todos los que han cultivado el género. Baste recordar -como recuerdan todos los que estudian la literatura pastoril- los comentarios que intercambian Cipión y Berganza sobre los libros de pastores (López Estrada 446; Poggioli 160-4). O, yendo un poco mas adelante, el modo en que Boileau mismo plantea el problema del artificio con toda nitidez en los primeros versos del Canto II de su Art poétique. Confronta a quien en medio de la égloga «entonne la trompette» (2.14) con quien «fait parler ses bergers comme on parie au village» (2.18); entre la «verve indiscrète» (13) y los versos «plats et grossiers» (2.19) aconseja Boileau seguir a Teócrito y Virgilio, porque el camino es dificil para llegar a un «art sans bassesse» (2.30) que sepa bajar a cantar a los pastores.

Sin embargo, la pregunta que hay que responder es: ¿cuál es la relación entre un texto determinado y las convenciones y artificio que caracterizan al género en que tal texto se inscribe o quiere inscribirse? No es nada nuevo afirmar que toda la literatura está basada en convenciones y artificio. Como recuerda Fernández-Cañadas, ya decía Valéry que entre las artes la literatura es «the one in which conventions play the greatest role» (8). Pero suponer que lo convencional es más falso que lo aparentemente más realista no deja de ser un error de perspectiva. Porque el mismo concepto de «falsedad» apenas dice nada cuando nos movemos en el terreno de la ficción, y porque el género que se muestra más convencional es el que expresa con mayor claridad y conciencia su propio carácter de artefacto ficticio. Fernández-Cañadas ha expresado muy bien el sentido de lo convencional, en cuanto éste crea

an agreement that contains within itself the feelings, ideas, or aspirations of a particular group, country or historial period... These agreements do not necessarily have to be expressed or legislated, but they are collective and strongly binding nonetheless. (13)

En cierto sentido, es lo que Todorov viene a resumir cuando afirma: «Un género, literario o no, no es otra cosa que esa codificación de propiedades discursivas» (36), unas propiedades que, como desarrolla más adelante, remiten «ya al aspecto semántico del texto, ya a su aspecto sintáctico (relación de las partes entre sí), ya al pragmático (relación entre usuarios), ya, por último, al verbal» (37). Puesto que tanto Iriarte como Meléndez en tanto creadores (lo mismo que Forner como crítico) se mueven dentro de las convenciones y artificios (o la codificación de las propiedades discursivas) del género pastoril, aproximarse a sus poemas exige entrar en el significado y función de ese género, no descartarlo como artificioso o convencional, para ahondar en las manipulaciones a que ambos lo someten, porque sólo así puede percibirse plenamente la indiscutible actualidad de un género aparentemente intemporal. El lector de su tiempo sabía lo que podía esperarse de una égloga por las muchas o pocas que había leído. Al situarse frente a las de Iriarte y Meléndez puede ver con claridad lo que hay de tradicional y lo que hay de actual: lo sensual melendeciano y lo ilustrado de Iriarte. El género crea un marco en principio intemporal; los escritores concretos son quienes saben -o no- dotar a sus composiciones del valor de actualidad que las inserta en la vida cultural de su tiempo, a la vez que -o precisamente porque- son reflejo de la misma.






ArribaObras citadas

  • Boileau Despréux, Nicolas. Art poétique. En OEuvres. 2 vols. Ed. S. Menant. Paris: Garnier-Flammarion, 1969. 2: 85-115.
  • Burriel, Antonio. Compendio de arte poética. Madrid: s.i., 1757.
  • Cano Ballesta, Juan. «Utopismo pastoril en la poesía dieciochesca: la Égloga de Tomás de Iriarte.» Anales de Literatura Española. Universidad de Alicante 1 (1991): 9-25.
  • Cotarelo y Mori, Emilio. Iriarte y su época. Madrid: Est. Tip. Sucs. de Rivadeneyra, 1897.
  • de la Flor, Fernando R. «Arcadia y Edad de Oro en la configuración de la bucólica dieciochesca.» Anales de Literatura Española. Universidad de Alicante 2 (1983): 133-53.
  • ——. «Convencionalismo y artificiosidad en la poesía bucólica de la segunda mitad del siglo XVIII.» Boletín del Centro de Estudios del Siglo XVIII 9 (1981): 55-67.
  • Demerson, Georges. Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo (1754-1817). 2 vols. Madrid: Taurus, 1971.
  • Fernández-Cañadas de Greenwood, Pilar. Pastoral Poetics: The Uses of Conventions in Renaissance Pastoral Romances. Madrid: Porrúa Turanzas, 1983.
  • Forner, Juan Pablo. Cotejo de las églogas que ha premiado la Real Academia Española. Ed. F. Lázaro Carreter. Salamanca: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1951.
  • Herrera, Fernando de. Anotaciones. En Garcilaso y sus comentaristas. Ed. A. Gallego Morell. Madrid: Gredos, 1972. 305-594.
  • Iriarte, Tomás de. «La felicidad de la vida del campo.» En Poetas líricos del siglo XVIII. 3 vols. Ed. L. A. de Cueto. Madrid: Rivadeneyra, 1871. 2: 46b-50a.
  • ——. Reflexiones sobre la égloga intitulada «Botilo.» Colección de obras en verso y prosa. 8 vols. Madrid: Imprenta Real, 1805. 8: 5-67.
  • Lázaro Carreter, Francisco. «Prólogo.» En J. P. Forner. Cotejo. IX-XXXIX.
  • López, François. Juan Pablo Forner et la crise de la conscience espagnole au XVIIIe siècle. Bordeaux: Institut d'Études Ibériques et Ibéro-américaines de l'Université de Bordeaux, 1976.
  • López Estrada, Francisco. Los libros de pastores en la literatura española. Madrid: Gredos, 1974.
  • Luzán, Ignacio de. La poética o Reglas de la poesía en general y de sus principales especies. Ed. R. P. Sebold. Barcelona: Labor, 1977.
  • Mayans, Gregorio. Rhetórica. 2 vols. Valencia: Vda. Gerónimo Conejos, 1757.
  • Meléndez Valdés, Juan. «Égloga I. Batilo.» En Poetas líricos del siglo XVIII. 3 vols. Ed. L. A. de Cueto. Madrid: Rivadeneyra, 1871. 2: 174b-178b.
  • Navarro González, Alberto. «Prólogo.» En T. de Iriarte. Poesías. Madrid: Espasa-Calpe, 1963. IX-LV.
  • Palacios, Emilio. «Introducción.» En J. Meléndez Valdés. Poesías. Madrid: Alhambra, 1979. 3-140.
  • Pérez Magallón, Jesús. En torno a las ideas literarias de Mayans. Alicante: Institución Cultural «Juan Gil-Albert», 1991.
  • ——. «Introducción.» En Leandro F. de Moratín. Poesías completas. (Poesías sueltas y otros poemas). Barcelona: Quaderns Crema-Sirmio, 1995. 15-147.
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  • —— El rapto de la mente. Poética y poesía dieciochescas. 2.ª ed. Barcelona: Anthropos, 1989.
  • Todorov, Tzvetan. «El origen de los géneros.» En Teoría de los géneros literarios. Ed. M. A. Garrido Gallardo. Madrid: Arco/Libros, 1988. 31-48.
  • Virgilio Maronis, P. Ópera. Ed. R. A. B. Mynors. Oxonii: E. Typ. Clarendoniano, 1990.


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