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La generación del 98 y el problema de España1

Pedro Laín Entralgo





Comencemos esta indagación con dos breves apuntes autobiográficos. Son de Azorín y proceden de su libro Madrid, tan importante para conocer lo que en realidad fue la «generación del 98». Dice el primero: «Nos sentíamos atraídos por el misterio. La vaga melancolía de que estaba impregnada esta generación confluía con la tristeza que emanaba de los sepulcros. Sentíamos el destino infortunado de España, derrotada y maltrecha, más allá de los mares, y nos prometíamos exaltarla a nueva vida. De la consideración de la muerte sacábamos fuerzas para la venidera vida. Todo se enlazaba lógicamente en nosotros: el arte, la muerte, la vida y el amor a la tierra patria». Reza así el segundo: «El grupo de escritores tan mentado aquí ha traído a la literatura, ya de un modo sistemático, el paisaje... Nos quedábamos absortos ante un paisaje y los íntimos cuadernitos inseparables del escritor se llenaban de notas. En tal novedad reside el secreto de la innovación cumplida por estos escritores»2.

Dos textos, dos ventanas hacia la intimidad de un grupo de almas. Uno testifica cierta profunda inquietud acerca del destino de la Patria; el otro nos habla de un determinado propósito literario. La inquietud española y la ambición literaria son el anverso y el reverso de esa luciente, áurea moneda que en la historia de las letras españolas solemos llamar «generación del 98». Dejemos intacto, con íntima pena, el problema de sus méritos literarios. Atengámonos tan sólo a la común actitud frente al «problema de España» por parte de todos o casi todos los que constituyeron el grupo: Unamuno, Ganivet, Azorín, Valle-Inclán, Baroja, Antonio y Manuel Machado, Maeztu, Benavente. Procedamos con método, con sinceridad, con delicadeza.




Descubrimiento del «Problema de España»

Comienza a formarse la personalidad individual de todos los hombres del 98 en ese cómodo y engañoso remanso de la vida española que subsigue a la Restauración: años de 1880 a 1895. Los españoles, seducidos por la alegre apariencia de la paz anhelada, la reciben como se recibe un tesoro más merecido por gracia que conquistado con es fuerzo, y se conducen como si en verdad hubiesen resuelto el problema que España tenía latente en su seno.

Pero el problema perdura. Léanse dos testimonios de excepción: las páginas finales de la Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, y la conferencia Vieja y nueva política, de Ortega. «La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el empresario de la fantasmagoría -escribió Ortega-. Orden, orden público, paz..., es la única voz que se escucha de un cabo a otro de la Restauración. Y para que no se altere el orden público se renuncia a atacar ninguno de los problemas vitales de España...». Pese a la fácil alegría de la superficie y a la innegable paz, España era, en efecto, un cuerpo sin verdadera consistencia histórica y social. El llamado «Pacto del Pardo» y la posibilidad de concordia oratoria que el Parlamento ofrecía no impidieron el progreso de los nacionalismos regionales, ni supieron oponerse a la creciente escisión política entre los españoles -la traen ahora el auge sucesivo de la subversión obrera y el nuevo republicanismo-, ni evitaron la pérdida de las últimas posesiones ultramarinas. Faltaba en el alma de casi todos la voluntad de cumplir una empresa histórica adecuada a nuestra historia y a nuestros recursos; y la misma deficiencia no era tan nefasta como la alegre y chabacana ligereza con que se la desconocía.

¿Podían los españoles de entonces despertar a la lucidez y aspirar a la eficacia? Dejemos la pregunta sin respuesta. Mi tarea actual no es conjeturar eventos futuribles, sino comprender sucesos pretéritos. Debo limitarme, por tanto, a denunciar cómo algunos hombres esclarecidos sintieron la impresión de vacío, de flacidez que traía a sus almas su propia situación de españoles. Tal impresión será expresada con distintos nombres: es la «abulia» que Ganivet diagnostica, el «marasmo» que angustia a Unamuno, la «depresión enorme de la vida» que Azorín advierte, la visión de una España:


«vieja y tahúr, zaragatera y triste»,



que asquea a Antonio Machado, el inconsciente «suicidio lento» que con tan enorme tristeza delata Menéndez Pelayo. No hay duda: el «problema de España» perdura irresuelto. España progresa material y científicamente -es la hora de Menéndez Pelayo y Cajal-, pero tal adelanto no es capaz de poner ilusión en las almas de los españoles más sensibles.

En el seno de esa calma zaragatera e inconsistente se formó la personalidad de los hombres del 98. Ganivet se apedrea en Granada con los greñudos, descubre a Séneca en los tomos de Rivadeneyra, pasea y dialoga desde la ciudad a la Fuente del Avellano, lee y lee en soledad. En Bilbao, Unamuno asiste al Instituto Vizcaíno, se deleita ascendiendo al Pagazarri, sueña futuros en la basílica del Señor Santiago,


«-aquí soñé los sueños de mi infancia
   de santidad y de ambición tejidos»3,



dirá luego, recordando sus oraciones infantiles -y se mete entre pecho y espalda a Balmes y a Donoso Cortés, a Kant y a Hegel. Azorín aprende sus primeras letras en la escuela de Monóvar, «entre confiado y medroso, como lobezno recién cazado»; cursa su bachillerato en los Escolapios de Yecla; y luego, en Valencia, se gradúa de abogado e intima con Montaigne, Leopardi y Baudelaire. Baroja inicia en San Sebastián, Madrid y Pamplona su vida de «hombre humilde y errante», descubre la muerte en los suburbios de Madrid, sueña con ser héroe de Julio Verne en una isla desierta y se aburre en las clases grandilocuentes de Letamendi. Valle-Inclán se hace bachiller en Pontevedra y Santiago y, frente a las páginas de Pastor Díaz, la Pardo Bazán y Jacinto Octavio Picón, se pregunta si él no será capaz de escribir mejor prosa que quienes entonces gobiernan las letras castellanas. Antonio Machado deja pronto su Sevilla nativa -el «huerto claro donde madura el limonero» de su semblanza autobiográfica- y se educa en la Institución Libre de Enseñanza.

¿Qué mensajes envía la historia a todos estos hombres, mientras sus almas despiertan a vida propia? ¿Qué estímulos históricos hacen estremecer su mente recién nacida y su incipiente corazón? El apunte de la vida de España que antes tracé permite adelantar la respuesta: los primeros contactos de su alma con la historia nacional en curso les llevan una triste impresión de oquedad, discordia y amenaza. Recuérdese el relato que de sus primeras experiencias infantiles -el sitio de Bilbao en la segunda guerra carlista- hace Unamuno en la novela Paz en la guerra; reléanse luego las páginas de La Voluntad, de Azorín, en que su autor nos confiesa su descubrimiento de la política española: «[...] políticos discurseadores y venales, periodistas vacíos y palabreros... Toda una época de trivialidad, de chabacanería en la historia de España»4; complétese el cuadro con las narraciones autobiográficas de Baroja. Bajo una u otra figura, a todos los hombres de la «generación del 98» les envía la España de la Restauración el mensaje de su inconsistencia, a todos muestra la triste oquedad de su cuerpo histórico. En medio de una alegre y fingida paz, sus almas comienzan a sentir el malestar oculto de la «España real»; esto es, la existencia de un grave problema en los cimientos mismos de la Patria.

La llegada a Madrid -«remolino de España, rompeolas / de las cuarenta y nueve provincias españolas»5, según la definición de Antonio Machado- confirma y exaspera aquella impresión de su primer contacto con la actualidad de España. «Centro productor de ramplonerías, vasto campamento de un pueblo de instintos nómadas, del pueblo del picarismo»6, le parece a Unamuno. Antonio Azorín o, si se prefiere, José Martínez Ruiz, llega a Madrid en 1895, ávido de vida y de ensueño. Pronto se ve defraudado. «En Madrid -nos dice el autor de su etopeya- su pesimismo instintivo se ha consolidado, su voluntad ha acabado de disgregarse en este espectáculo de vanidades y miserias»7. ¿Quién no recuerda, por otra parte, la visión de Madrid en la obra de Baroja: en La busca, en Aurora roja, en La dama errante? ¿Y cómo no poner junto a ella la ciudad que Valle-Inclán pinta en los «esperpentos» y la que Maeztu describe en las páginas de Alma española? Madrid ofrece un mismo rostro a todos los provincianos del 98. Cuando era más ostensible el optimismo de la España «oficial», estos jóvenes sensibles y ambiciosos tienen la osadía de ver y describir un Madrid de arrabal, agrio cuando muestra el verdadero sabor de su vida, grotesco cuando enseña la película histórica que cubre tan desabrida entraña. Madrid, pura actualidad visible de la historia de España, era a los ojos de todos ellos el espejo y el símbolo de la enorme displicencia que el curso dehesa historia de España estaba produciendo en sus almas.

No tardó en llegar el año 1898, la fecha que luego será epónima de la generación. Para todos los españoles despiertos a la existencia histórica, el desastre de Ultramar fue como un imprevisto hachazo. «Recibí la nueva horrenda y angustiosa como una bomba», escribirá Cajal en sus Recuerdos. Pero a las heridas reaccionan los hombres según como son, y más aún a las heridas del espíritu. La respuesta tópica al desastre de 1898 por parte de los españoles capaces de expresión tuvo un nombre específico: la «regeneración de España». Terrible palabra, si uno atiende a su significado propio. España, dicen todos, necesita regenerarse, volver a nacer. La pérdida de los últimos restos del antiguo imperio colonial sería la señal de que un ciclo de la vida española, el que comenzó a la muerte de los Reyes Católicos y Cisneros, está ya concluso, y España, sola consigo misma, fecundada por su propio dolor, dispuesta a iniciar palingenésicamente la nueva etapa de su vida inmortal. Pero, ¿entienden todos los españoles de igual modo esa anhelada «regeneración»?

Inventaron el tema hombres que a la hora del desastre habían traspuesto el filo a los cincuenta años: Macías Picavea, Pérez Galdós, Costa. Pronto lo hicieron suyo todos, hasta los que, como Azorín, acababan de cumplir los veinticinco. Seducidos por la voz tonante de Joaquín Costa, todos comenzaron entendiendo esa «regeneración de España» como un programa de remedios prácticos, más «reales» que «políticos»: reformas hidráulicas y agrarias, repoblación de montes, «escuela y despensa», etc. «Los españoles -decía Costa con poderosa frase- tienen hambre de pan, hambre de instrucción, hambre de justicia», y a la provisión de esa «real» necesidad se aplicaba su programa. Pero no tardaron en diversificarse las actitudes de los «regeneradores». Los mayores de edad, hombres que habían llegado a su primera madurez por los años de la Revolución de Septiembre, siguieron fieles a su condición de predicadores y arbitristas de la regeneración: así Costa y Macías Picavea. La promoción siguiente se halla constituida por los que inician su vida propia en la calma de la Restauración: Ramón y Cajal, Menéndez Pelayo, Julián Ribera. Estos son profesores, sabios y, tras un fugaz episodio de arbitrismo económico y educacional, pensarán que la verdadera renovación de España no puede llegar sino por obra del trabajo personal cotidiano y especializado. «La generación presente -decía Menéndez Pelayo, aludiendo, claro está, a los hombres maduros de su tiempo- se formó en los cafés, en los clubs y en las cátedras de los krausistas; la generación siguiente -esto es, la suya, si algo ha de valer, debe formarse en las bibliotecas»; y en los laboratorios, hubiese añadido Cajal.

Más joven que la promoción de predicadores y que la promoción de sabios, viene otra de literatos: la integran Unamuno, Ganivet, Baroja, Azorín, Maeztu, los Machado, Valle-Inclán, Benavente; el grupo que luego será llamado, por antonomasia, «generación del 98». Son los mozos que salen a la vida respirando la oquedad de nuestro fin de siglo, cuando, pasadas las primeras mieles del codiciado reposo, empieza a advertirse la inconsistencia de la España «restaurada». Los hombres de las tres promociones hablan y escriben. Pero la palabra de los más jóvenes -literatos y aun «literatísimos»- no será el sermón arbitrista de Costa, ni la prosa científica y especializada de Cajal, Hinojosa o Menéndez Pelayo. Frente al problema de España sus plumas harán, principalmente, literatura, una espléndida literatura de dos vertientes, como las altas sierras: por una parte, criticarán aceradamente la realidad presente y pretérita de España; por otra, inventarán un bello mito de España, a la vez literario e histórico. Crítica y mitopoética son los dos ingredientes de su operación española. Veámoslos por separado.




Crítica de la España real

«Feroz análisis de todo», llamó Azorín en 1902 a la empresa crítica de su generación. Nunca han sido vertidos tantos y tan despiadados juicios sobre la vida pretérita y actual de España como entre 1895 y 1910, el período más agresivo del grupo. Pero esta implacable censura de la realidad de España no excluye un vivo amor a la Patria; al contrario, lo supone: «Soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión u oficio»8, escribió por todos sus camaradas don Miguel de Unamuno. Y cuando asciende a Gredos y mira el suelo de España, siente que la luz llega al corazón mismo de la Patria:


«aquí, a tu corazón, patria querida,
¡oh, mi España inmortal!9»,



«De nuestro amor a España responden nuestros libros»10, dirá luego Azorín.

Amaban a España. ¿A qué España? Luego responderé a esta ineludible interrogación. Por ahora me limitaré a decir: amaban a una España distinta de la que contemplaban. Frente a ésta apenas cabría otra actitud que la censura y el denuesto. En tres grandes apartados cabe ordenar los casi innumerables juicios críticos de la generación:

  1. Crítica de la vida española en lo que ésta tenía entonces de «civilizada» y «moderna». La repulsa se referirá unas veces a la vida civilizada y moderna en sí, y otras a la manera española de copiarla.
  2. Crítica de la historia de España y de las formas de vida que, a modo de secuela, actualizaban entonces la fracción inaceptada e inaceptable de esa historia.
  3. Crítica de la peculiaridad psicológica del hombre español, así la dependiente de su índole nativa o racial (casticismo de casta, temperamento) como la engendrada por la singularidad de la historia de España (casticismo histórico).

Permítaseme, en gracia a la sencillez, exponer al hilo del pensamiento de Unamuno el sentir crítico de toda la generación.


Versión española de vida moderna

Hay en todos los hombres del 98, más o menos visible, cierto desdén por las formas de vida que suelen llamarse «civilizadas» y «modernas». Todos prefieren el paisaje a la fábrica y, como Unamuno, combatirán «la creencia de que la civilización está en el retrete, en las calles bien encachadas, en los ferrocarriles y en los hoteles»11. Del espíritu moderno aceptan y reclaman, en cambio, el principio de la libre discusión de todo lo discutible -esto es, de todo- y la tesis de una convivencia política basada en esa libre discusión. Y como no ven realizados uno y otra en una España que se llamaba a sí misma liberal, enderezan los dardos de su crítica contra dos blancos distintos: forman el primero los hombres y las instituciones que, titulándose liberales y modernos, no saben o no quieren cumplir españolamente los anteriores principios; constituyen el segundo las instituciones y los hombres que, por empeñarse en conservar formas de vida ya prescritas, niegan la validez de los principios mencionados y hacen imposible su efectividad.

Progresistas y reaccionarios, librepensadores y tradicionalistas sufren por igual el ataque literario de todos los miembros de la generación. «Los librepensadores españoles -escribe Unamuno- profesan el librepensamiento a la católica española; sustituyen la superstición religiosa con la superstición científica..., y, si antes juraban por Santo Tomás, luego juran por Haeckel o por otro ateólogo cualquiera»12. Recuérdese la pintura que de la sociedad española de la Regencia hizo Baroja en su conferencia de la Sorbona: «Enfrente de la inmoralidad, de la chabacanería y de la ramplonería de los políticos, no había en la España de la Regencia nada organizado. El republicanismo nuestro era un amaneramiento, una retórica vieja con la matriz estéril; el socialismo obrerista odiaba los intelectuales y hasta la inteligencia; el anarquismo se manifestaba místico, vagaroso y utópico, y los dos separatismos aparecidos en aquella época, el catalán y el vasco, por su egoísmo y su mezquindad, no tenían atractivo más que para gente un poco baja... Un hombre un poco digno no podía ser en este tiempo más que un solitario»13. Antonio Machado dará en unos cuantos versos, desoladores versos, su personal visión de la España partida e insatisfactoria:



   «Ya hay un español que quiere
vivir, y a vivir empieza
entre una España que muere
y otra España que bosteza.

   Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón»14.



Pero ni Machado ni sus compañeros de generación quisieron que se les helase el corazón en el dilema. Luego expondré la vía por la cual pudieron evadirse de esa terrible aporía. Ahora me limitaré a observar que, cualesquiera que sean las diferencias existentes entre los hombres de la generación del 98 y Menéndez Pelayo -a la cabeza, su posición frente a la ortodoxia católica-, todos ellos intentan salir de la irresuelta contienda española polemizando contra los dos equipos contendientes, el progresista y el reaccionario. Difieren gravemente de Menéndez Pelayo, en cambio, en su modo de considerar la historia de España.




El peso de la historia

Reconstruyamos el pensamiento de la generación del 98 acerca de la historia de España mediante un sencillo esquema biográfico. Descubren estos jóvenes la vida española que rodea a su mocedad y la hallan profundamente insatisfactoria. Una parte de esa vida está constituida por los esfuerzos de quienes intentan convertir a España en un país liberal y democrático; dan cuerpo a la parte restante los que se dicen fieles al pasado de España, y en nombre de este pasado resisten a las tentativas de los innovadores. Además de conocer y juzgar la vida histórica circunstante, esos jóvenes han aprendido en los libros un relato de la historia de España. ¿Qué relación establece su mente entre la amargura de su experiencia personal y esa imagen libresca del pasado de España?

Dos parciales operaciones del espíritu integrarán la total respuesta:

  1. Ante las muchas cosas que en la fracción modernizante les desplacen, atribuirán una buena parte de ellas al modo de ser de tales innovadores por el hecho de ser españoles; esto es, hombres cuyos hábitos operativos están configurados por la historia de su país.
  2. Frente a cuanto les disgusta en quienes se jactan de continuar la historia de España, se sentirán movidos a estimar negativamente una parte de nuestra historia, aquella de que dependen, a su juicio, los hábitos y las acciones que en los conservadores del pasado les disgustan. Pero todos ellos aman a España, y no pueden rechazar toda su historia.

En consecuencia, se verán obligados a partir la historia de España en dos fracciones distintas: una, rechazable, es la presunta causa de cuanto les desplace en la España que ven; otra, pura y delicada, es el pábulo de su amor a la Patria y el cimiento de su esperanza en ella.

No es nuevo, en verdad, el expediente de partir la historia de España en dos fragmentos. Desde el siglo XVIII es costumbre desgarrar nuestro pasado en una porción «calderoniana» o tradicional y otra «arandina» o progresista. Los conservadores se cubren con aquella; los modernizantes, con ésta. ¿Aceptarán los hombres del 98 este esquema bipartito de nuestra historia? En modo alguno. Esto equivaldría a situarse en el mismo plano que los polemistas del siglo XIX. Unamuno, Ganivet y sus camaradas de generación intentarán partir la historia de España según una línea de fractura rigurosamente inédita. Para entenderla, veamos previamente, conducidos por Unamuno, su imagen primera de esa historia.

Sería substrato informe de nuestra historia y materia de todas sus posibles formas una «casta latina y germánica», casta más espiritual que racial, según el dictamen de Unamuno. Consistiría en un difuso modo de ser hombre, consecutivo a la invasión gótica. Esta «casta originaria» de nuestra Alta Edad Media poseía, por virtud de su auroral indiferenciación, una enorme riqueza de posibilidades históricas: vivía en «el reino de la libertad anterior a la historia», según la expresión hegeliana. A lo largo de la Edad Media, y a favor de diversas circunstancias -geográficas, económicas, psicológicas-, Castilla impuso un molde histórico uniforme a todos los pueblos de España, los castellanizó. Esta castellanización de la indiferenciada casta originaria habría otorgado a los españoles unidad y grandeza, pero a costa de meterles por la vía de la acción dentro de un rígido coselete «histórico» y de hacerles perder, en consecuencia, buena parte de su profunda libertad «intrahistórica». Ese coselete es el casticismo castellano de los siglos XVI y XVII; y su símbolo en piedra, El Escorial, del que dice Unamuno estas brutales y significativas palabras: «[...] el gran artefacto histórico de El Escorial, aquel hórrido panteón que parece un almacén de lencería»15.

Pero no sólo a impulsos de su ocasional casticidad histórica pudo lograr grandeza el español de aquellos tiempos. Consiguiola también, y de orden universalmente humano, no de cuño privativo y casticista, buscando a Dios a través del hombre que por debajo del castellano existía en él y asimilando como tal hombre, por obra de recreación personal, los vientos renacentistas que desde fuera le venían. Impelido por la coacción exterior de su mundo castizo, buscó a Dios en sí y creó la mística española; absorbiendo y recreando como hombre los vientos exteriores, dio ser histórico al humanismo español. San Juan de la Cruz y Fray Luis de León son los máximos testimonios de esos dos movimientos.

Tal sería, en esencia, la historia de nuestro siglo XVI. ¿Qué cabía hacer en el siglo XVII? Tres posibilidades distintas se ofrecían a los españoles. Cifrábase la primera en quedar dentro del caparazón castizo y en plasmar artística y figurativamente, puesto que la acción exterior era ya casi imposible, la visión del mundo propia de nuestro casticismo histórico: es la que podríamos llamar nuestra «solución Calderón». Era la segunda posibilidad una entrega rendida al modo de vivir que prevaleció en Europa después de la derrota española; eso quisieron, por ejemplo, los miméticos «ilustrados» españoles del siglo XVIII y los progresistas del XIX.

La tercera posibilidad que los soñadores del 98 advierten merece párrafo aparte. Consistía en intentar -heroica, casi desesperadamente- la creación de una forma de vida en que nuestra «casta íntima», rompiendo con el «casticismo histórico» que como consecuencia de su propia acción la envolvía, y absorbiendo lo noble de ese casticismo, fuese tan fiel a sí misma como a la Humanidad universal y eterna. ¿No era esto, por ventura, lo que con mejor o peor fortuna habían intentado la mística y el humanismo del siglo XVI? Tal fue el sentido que vio Unamuno, y con él toda la generación del 98, en la aventura de Don Quijote y en el quijotismo. Pero Don Quijote fue derrotado, la mística pasó y el humanismo español tuvo que ceder ante un realismo de hechos desnudos y un conceptismo de desnudos conceptos. España llegó hasta olvidar su propia cultura. Así, olvidado lo fecundo, desmoronado lo castizo, fatigada e inoperante, aislada unas veces, mimética otras, fue viviendo España hasta que la «casta íntima», bajo forma de «pueblo», comenzó a dar señales de nueva vida. Habría sido la primera nuestra Guerra de la Independencia: «El Dos de Mayo es, en todos los sentidos, la fecha simbólica de nuestra generación»16, escribe Unamuno en 1895; y el mismo sentido habrían tenido las guerras civiles del siglo XIX, «la labor interna y fecundante de nuestras contiendas civiles»17. Tras «el esfuerzo del 68 al 74», cae España, rendida ya, «en pleno colapso»: es el «marasmo» de la España inconsistente y pseudocastiza que los jóvenes de 1898 descubren en torno a sí.

Tal es, con leves variantes personales, la primera imagen que de nuestra historia construyen los críticos del 98. No sería difícil aducir infinidad de textos probatorios. Todos los miembros de la generación -Unamuno, Ganivet, Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Antonio Machado- exaltan la libre y alegre juventud de la Castilla primitiva; todos juzgan admirativamente, pero sin amor, con evidente desvío, la gloria dominadora y adusta de nuestros dos siglos máximos; todos ven en la ruina de España la consecuencia de una adhesión terca e imposible a las formas de vida del siglo XVII; todos abominan de las torpes e irreflexivas tentativas de europeización que preconizó el progresismo español durante nuestro siglo XIX; todos sueñan con una nueva época de la historia de España, en la cual ésta sería a la vez fiel a sí misma y a la altura de nuestro tiempo; todos, en fin, tienen la ilusión de ser ellos quienes encabezan el nuevo período de nuestra historia. Pero, no siendo esto poco, en algo más se asemejan.




Peculiaridad del hombre español

Los literatos de 1898 ejercitan su crítica, por fin; frente a la peculiaridad psicológica del español real. Todos la admiten, todos son casticistas. Y como la cultura de nuestro siglo XVII les desplace, todos se sienten conducidos a formular in mente o ex calamo la tesis siguiente, compuesta por una proposición cardinal y un corolario. Dice la primera: la casta española es una entidad potencial, relativamente equívoca y capaz de manifestarse en figuras históricamente diversas. Reza el corolario: lo que suele llamarse «casticismo español» de los siglos XVI y XVII es tan sólo una forma histórica entre las varias que puede adoptar la casta española; y, desde luego, no la más idónea. Frente al optimismo nostálgico e historicista de Menéndez Pelayo -«nuestra grandeza coincide con nuestra perfección»- sostienen los escritores del 98 un optimismo soñado, futurista, según el cual nuestra perfección no tiene por qué coincidir con nuestra grandeza visible. Así se explica la doble actividad, crítica y soñadora, a que todos se entregan: intentan definir críticamente, con amor amargo, el tipo psicológico del español pasado y presente; sueñan a través de su literatura, con amor soñador, el español del futuro que en potencia contiene nuestra «casta íntima».

Recordemos por vía de ejemplo las precisiones descriptivas de Unamuno En torno al casticismo y en otros ensayos. En los labriegos castellanos hace notar su continente sobrio, la calma de sus movimientos y de su conversación, su humorismo grave y reposado, sentencioso y flemático, su tenacidad. Apenas habría en sus almas sentimiento de naturaleza y carecerían de sensibilidad receptiva y de capacidad creadora para el matiz y la transición: «[...] a esa rigidez dura, recortada, lenta y tenaz, llaman naturalidad; todo lo demás tiénenlo por artificio pegadizo». La ley que preside los movimientos de su alma es la disociación, el dilema: disociación de la mente entre la percepción sensorial y el concepto, disociación de la voluntad entre las resoluciones violentas y la indolencia de «matar el tiempo». Serían, en suma, los de esta casta, «caracteres de individualidad bien perfilada y complejidad escasa, más bien unos que armónicos»; de gran individualidad y muy poca personalidad18.

Más sombría es la visión unamunesca del español urbano contemporáneo. En él, el dogmatismo de antaño se habría hecho envidia, y el individualismo odio; perdura el donjuanismo e impera una mezquina avaricia espiritual; la gravedad respetable del español antiguo es ahora la gravedad hinchada y estúpida de esos españoles que no conocen la efusión sentimental ni la jovialidad; la antigua entereza de la existencia es hoy rigidez superficial, y la tendencia a disociar los hechos y las ideas, que en otro tiempo tuvo como fruto literario el teatro de Calderón, ha quedado en el modesto «fulanismo» y el larvado maniqueísmo de nuestra vida política durante todo el siglo XIX.

A cambio de la rígida individualidad campesina y la múltiple corrupción urbana, nuestra «casta íntima» seguiría ofreciendo las fecundas posibilidades de una sed de vida y de inmortalidad eterna, subyacente a todos los casticismos históricos. En ella se funda, bajo el dolor y la iracundia de tanta crítica, el orgullo español y el optimismo de don Miguel de Unamuno. «¿Que no tenemos espíritu científico? ¿Y qué, si tenemos algún espíritu?»19, dirá al mundo desde la plena madurez de su mente. Y con él, cada uno a su manera, todos sus camaradas de generación.






El mito de la España posible

¿Qué puede, qué debe hacer un hombre joven, cuando el mundo en que vive le desplace y ha empleado buena parte de su energía en pintar despiadadamente sus lacras? Parece que sólo cabe una respuesta: intentar corregirlo mediante una acción reformadora. Así lo vio una parte de aquella generación: «No podía el grupo permanecer inerte ante la dolorosa mediocridad española. Había que intervenir. La idea de la palingenesia de España estaba en el aire», escribirá Azorín20. El «grupo» a que se refiere era el constituido por él, Baroja y Maeztu, los más conmovidos por la consigna de la «regeneración». Unamuno acude al llamamiento, pero con graves reservas. «Aunque no me parece mal, ni mucho menos, la forma concreta que piensan dar a esa acción social -escribía a Azorín en 1897-, en ella no podría más que ayudarles indirectamente... Con verdad se dice que cada loco con su tema, y usted ya conoce el mío. No espero nada de la japonización de España. Lo que el pueblo español necesita es..., sobre todo, tener un sentimiento y un ideal propios acerca de la vida y de su valor»21. Pronto renunciará expresamente a toda intervención activa: «¡Nada de influir en la colectividad!», escribe a un correspondiente desconocido en 190022. El resto de la generación -Valle-Inclán, los Machado, Benavente- ha sido siempre monogámicamente fiel a su vocación literaria, no ha sentido la seducción de la vida activa.

Pronto, sin embargo, quedan todos, hasta los más afanosos de intervención, en lo que son por vocación y aptitud; esto es, en puros literatos: hombres que sueñan vidas posibles o intuyen, soñando, la belleza de la vida real, y luego dan expresión literaria a sus sueños. «De razones vive el hombre», dice el interlocutor razonable en un diálogo de Unamuno. «Y de sueños sobrevive... Estamos soñando la vida y viviendo la sobrevida», contesta el interlocutor unamunesco23. «La realidad no importa: lo que importa es nuestro ensueño», piensa Antonio Azorín en Toledo24. «Yo doy mi vida de hombre por soñar...», ha escrito Ganivet ante las ruinas de Granada25. Y Antonio Machado:


«De toda la memoria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños»26.



Así todos. La «generación del 98» es una generación de soñadores. De todos ellos puede ser el retrato del caballero enlutado que Antonio Machado vio en la venta de Cidones, carretera de Soria a Burgos:


   «Sentado ante una mesa de pino, un caballero
escribe. Cuando moja la pluma en el tintero
los ojos tristes lucen en el semblante enjuto.
El caballero es joven, va vestido de hito».



El caballero escribe y aguarda la llegada del correo, mientras se ensombrece la tarde y un viento frío azota los chopos del camino:


   «La tarde se va haciendo sombría. El enlutado,
la mano en la mejilla, medita ensimismado».



Va avanzando la tarde, y bajo el sol del ocaso brilla con resplandor de acero el páramo soriano. Tiemblan las llamas del lar y chispea el candil:


   «El enlutado tiene clavados en el fuego
los ojos largo rato; se los enjuga luego
con un pañuelo blanco. ¿Por qué le hará llorar
el son de la marmita, el ascua del hogar?»27.



Tal vez lo supiera Antonio Machado. Nosotros, desde luego, lo sabemos. El caballero enlutado se ha ensimismado en el mundo de sus ensueños. En él vive. Y desde él, en el son de la marmita y en la fugaz relumbre de las ascuas, ve el íntimo dolor de España y el tránsito irreparable del tiempo. Ese «dolorido sentir» y esta dolorosa fugacidad son las dos saetas que hieren el alma del caballero enlutado y le hacen llorar, perdido entre las agrias barranqueras de Soria, mientras cae la noche y llega -ruidoso, polvoriento -el coche del correo.

Como el caballero enlutado de la venta de Cidones, los hombres de 1898 apoyan sobre su mano la cabeza meditabunda y sueñan. Dos mitades integran el ensueño de todos: una es literaria, otra española. En tanto literatos, sueñan sus personales creaciones artísticas; en tanto españoles, inventan una España utópica y suficiente. Contemplemos los testimonios escritos del ensueño español. Reconstruyamos fielmente la España que soñó la generación del 98.

De cuatro elementos, como un pueblo histórico real, consta esa España mítica: tierra, hombres, pasado y futuro.



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La tierra es un elemento básico de la España soñada por los literatos del 98. No cumple, sin embargo, un mero papel de sustentación; es un momento diversificador y expresivo de la radical unidad del ensueño, hasta en las páginas de quienes dicen ser positivamente fieles a la realidad vista. La tierra de España es para todos ellos «paisaje». Dos maneras hay de traducir literariamente un paisaje, enseñó Unamuno; es la una describirlo con sus pelos y señales todas; es la otra, dar cuenta de la emoción que ante él sentimos. Él prefería la segunda: «El paisaje sólo en el hombre, por el hombre y para el hombre existe en el arte»28. En los hombres, por los hombres y para los hombres del 98 existió, en efecto, su visión del paisaje de España. La tierra, hecha paisaje, trae a su espíritu la presencia viva de sus recuerdos y despierta sus personales esperanzas y anhelos. Es, dice Azorín, copiando a Stendhal, como un arco de violín que hace sonar al espíritu29. Un ensueño de España alienta entonces en el alma de todos, y en él se engarzan armoniosamente la tierra, el pasado aprendido y el futuro entrevisto, la España posible y soñada que todos llevan dentro de sí. La espléndida belleza que cobra la tierra de España en sus descripciones no es sino trasunto literario y luz refractada de la belleza que posee una España arquetípica, ideal, latente en los penetrales de su alma.

Toda la tierra de España, una y diversa, ha sido poéticamente transfigurada en el ensueño de la generación del 98. Dan unidad al paisaje soñado los llanos y las sierras de Castilla, la que todos cantan, la Castilla áspera y delicada que ellos elevaron a mito español. Le regalan contorno y diversidad las regiones que en torno a ella tejen una corona verde, dorada y gris: verdes lomas de la Vasconia de Unamuno y Baroja, verdes prados de la Galicia de Valle-Inclán, oro lejano de la Andalucía de los Machado, verdes intensos, delicados amarillos, grises múltiples del Levante de Azorín. Sobre este mosaico maravilloso descansa el ensueño de una vida de España.

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El hombre habitador de esa tierra soñada es un español ideal, cuyas notas distintivas están obtenidas por la lixiviación onírica -si se me permite hablar así- de las que todos ellos han observado en el español real. Han lixiviado el español real con las aguas lústrales del ensueño; han separado así el oro de la escoria, y con el oro restante cincelan la figura de un español posible y soñado. Veamos, a manera de ejemplo, cómo es el «hombre nuevo» que espera Unamuno.

Siente Unamuno que el mundo en que vive está en crisis: una civilización, la moderna, se desintegra, y de ella no quedará sino lo que en forma de cultura haya crecido en su seno. Los pasos de un hombre nuevo resuenan sobre las calzadas que conducen a la ciudad en ruinas. Es un momento solemne y augural. Miguel de Unamuno, español, hombre entero y ciudadano de la ciudad vieja, profetiza la hora nueva. Entre esperanzado y temeroso augura el rostro incierto del hombre que llega. ¿Podrá ser español ese hombre? ¿Acaso no ha sido española la más alta criatura espiritual entre todas las que integran la cultura de la civilización que muere? Sí. Es español, tiene que ser español ese hombre nuevo. Es -llamémosle con el nombre que le ha dado Miguel de Unamuno, augur y bautista suyo-«el hombre quijotizado». Será un hombre triste y grave, no pesimista, luchador resignado, impávido ante el ridículo, hombre de voluntad, más espiritual que racional, muy hijo del Medievo: «[...] habrá atravesado, a la fuerza, por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, aprendiendo, sí, de ellos, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la herencia espiritual de aquellos tiempos que llaman caliginosos»30.

El hombre quijotizado empeñará su existencia en dos empresas, una tocante a la vida y atañedera la otra a la muerte, a la inmortalidad allende la muerte. En la primera luchará apasionadamente a favor de la justicia y la verdad. ¿Cómo luchará? «¿Cómo? -responde Unamuno- ¿Tropezáis con uno que miente?; gritadle a la cara: ¡mentira!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba?; gritadle: ¡ladrón!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta?; gritadles: ¡estúpidos!, y ¡adelante! ¡Adelante siempre!»31. Pero no tendría sentido alguno esta empresa terrenal del hombre quijotizado, si él no sintiese como hondo imperativo la que atañe a la muerte y a la inmortalidad. Por su propia inmortalidad lucha el hombre quijotizado: «[...] para que Dios le salve, para que no le deje morir del todo»32, y también por edificar una civilización inédita en que la pasión por la inmortalidad se encienda dentro del pecho de los hombres. Esa honda pasión es lo que nos permite subsistir como españoles; y si se dejase de sentir entre nosotros, «los españoles caerían corno esclavos de cualquier otro pueblo que los explotaría y escarnecería»33.



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El pasado de esa España ideal estaría constituido por todas las obras y todos los sucesos de nuestra historia en que les parece ver idóneamente expresada la «casta íntima». A todos los jóvenes del 98 les desplace la situación de España a que despertaron. De ahí pasan, coma resultado de una inducción causal y estimativa, a mirar con agrura nuestra historia del siglo XVII y, en menor medida, la del XVI. Aman, sin embargo, a España, y quieren afirmarla, así en el pasado como en el porvenir. ¿No es imaginable el resultado? Todos sentirán deslizarse sus preferencias hacia una España ya inequívocamente española y ajena a la vez a nuestra gran aventura histórica, esto es, hacia la Castilla primitiva. Frente a los tradicionalistas de nuestro siglo XIX, encastillados en la tradición de la España filipina, y frente a los progresistas españoles, enemigos de toda tradición, los hombres del 98, cada uno a su modo, inventan un nuevo tradicionalismo, el «tradicionalismo primitivo o medieval». A la tradición de Calderón opondrán la de Berceo y Jorge Manrique; a la épica moderna, el Romancero; a Francisco de Rojas, el Arcipreste de Hita. A todos ellos se les puede decir lo que al Guadalquivir decía Antonio Machado, viéndole fangoso y lento en Sanlúcar:


«Un borbollón de agua clara
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡qué bien sonabas!
Como yo, cerca del mar,
río de barro salobre,
¿sueñas con tu manantial?»34.



Castilla, la Castilla primitiva de Berceo y el Arcipreste, es para los soñadores del 98 el manantial de la historia de España: un borbollón de agua clara que cantaba para toda la Humanidad con la pureza y la alegría de la aurora. En ella se instala su espíritu; y desde ella, cuando la madurez temple la intemperancia de la mocedad, tantas veces injusta, irán comprendiendo con mejor juicio la razón de ser de nuestro siglo XVI. No ha existido «la famosa decadencia» de España, dirá Azorín en 1925: «¿Cuándo se la quiere suponer existente? Se la supone precisamente en el tiempo mismo en que España descubre un mundo y lo puebla; en el tiempo mismo en que veinte naciones nuevas, de raza española, de habla española, pueblan un continente»35. El mismo sentido y mayor elocuencia tiene la valoración que de Felipe II, San Ignacio y la Contrarreforma hace Unamuno en El sentimiento trágico de la vida; y en esa línea «comprensiva» están asimismo las confesiones de Baroja en su discurso de ingreso en la Academia Española.



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El futuro de la España soñada será la magna aventura universal del hombre quijotizado. En sus primeros ensayos habló Unamuno, como tantos, de la europeización de España, aun cuando nunca incurriese en el puro mimetismo de los progresistas del siglo XIX. No fue ése, sin embargo, su programa definitivo. Cuando su quijotismo quijánico se cambie en quijotismo quijotesco, cambiará también su modo de entender el acceso de España al futuro. A la fórmula antigua opondrá otra fórmula nueva, inaudita: la españolización de Europa. No quiere Unamuno un aislamiento castizo y defensivo; tampoco se conforma con la semipasividad de recibir y elaborar lo ajeno. Quiere salir de su casa como Don Quijote, con ánimo de conquista, e imponer a todos el espíritu quijotesco de España. No desea Unamuno, por ejemplo, desconocer a Kant y a Goethe; pero el mejor modo de conocerlos vivamente sería, a su juicio, tratar de imponer a los europeos nuestro San Juan de la Cruz, nuestro Calderón, nuestro Cervantes y hasta, en cierto sentido y extensión, nuestro Torquemada36. «Nuestro quijotismo impaciente por lo final y absoluto, sería fecundísimo en la corriente del relativismo; nuestro sanchopancismo opondría acaso un dique al análisis que, destruyendo los hechos, sólo su polvo nos deja»37. Y, sobre todo, la misión de clamar a los oídos del mundo, hasta convencerle, que el hombre es un ser destinado a la inmortalidad.

No todos los hombres del 98 soñaron con la misma hondura espiritual el futuro de España. En el alma de todos ellos, sin embargo, ardió la ilusión de un hermoso porvenir de su Patria; todos pudieron decir, con Antonio Machado, estos versos de fe y esperanza:


«¡Qué importa un día! Está el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito.
Hombres de España, ni el pasado ha muerto
ni está el mañana -ni el ayer- escrito»38.







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Así, por la vía del ensueño, buscan los literatos del 98 la solución del «problema de España». El conflicto entre la hispanidad tradicional y la europeidad moderna es resuelto en su mente por la doble vía del interiorismo o «casticismo intrahistórico» y de la ejemplaridad espiritual. En la ejemplaridad está la eficacia, pensaron todos con optimismo de soñadores. Tres mitos históricos debemos al ensueño de esta generación, y los tres van a operar visible o invisiblemente sobre los españoles que Iras ella despierten a la historia de España: el mito Castilla, la tercera salida de Don Quijote y la posibilidad de una España venidera en que, por obra del hombre quijotizado, se enlacen nupcialmente su peculiaridad histórica e intrahistórica y las exigencias de la actualidad universal. En el orden de la creación intelectual, y con criterio ortodoxamente católico, es Menéndez Pelayo el primer soñador de esa España. Luego vienen los hombres del 98, y ellos amplían el ámbito del ensueño a todas las actividades en pie se distienda la existencia del hombre. Más tarde, vendrán y vendremos otros. Cada uno interpretará a su modo los mitos recién creados. Sobre el alma de todos, sépanlo o no lo sepan, gravitará el peso, dulce y desazonado a la vez del ensueño que en el filo de los siglos XIX y XX inventó una parva gavilla de españoles egregios.





 
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